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sábado, 11 de junio de 2011

Capítulo 9


Taylor Marley estaba sentada a una mesa de madera muy larga, en la cocina del sótano de la casa de los Wentz, charlando con las criadas y saboreando una taza de té. Era una de las ventajas de ser la doncella de una dama: podía trasladarse sin problema del mundo que había arriba al que había abajo.

***: ¿Quiere un trozo de tarta para acompañar el té, querida? -dijo Emma Wyatt, la cocinera de grandes pechos y andares de pato, dirigiéndose hacia ella con una sonrisa cariñosa-. Está recién sacada del horno. Las manzanas las recogí yo del árbol ése que hay en el patio.

Taylor: Tiene un aspecto delicioso, Emma, pero no tengo hambre.

Emma: ¿Está segura? Una joven necesita comer.

Taylor: Gracias, pero no -afirmó-.

Detrás de ella sonaron pasos en el suelo de piedra. Taylor se giró a tiempo de ver aparecer la silueta de un hombre en el umbral de la puerta.

***: Yo, en su lugar, haría lo que dice Emma. Por su aspecto no le vendría mal un poco más de carne sobre los huesos. -El hombre la recorrió con la mirada-. Aunque en verdad se trate de unos huesos adorables.

Taylor parpadeó ante el pequeño alboroto que se había organizado en la cocina, una de las cocineras reía tontamente y la señora Wyatt sonreía como una adolescente atolondrada.

Emma: Déjala en paz, Robert. -Agitó la espátula en el aire en su dirección-. Pondrás colorada a la pobre chica. -La cocinera se volvió a Taylor-: No le haga el menor caso, querida. A Robert le gusta demasiado coquetear; coquetearía con las piedras si lo dejasen.

El hombre sonrió. Habiendo dejado las botas de cuero negro hasta la rodilla que transportaba junto a la puerta, se acercó a la mesa de madera y se sentó en el banco que había enfrente de ella. El recién llegado, un hombre de unos treinta años con una espesa cabellera castaña y una preciosa sonrisa, era muy guapo, y un destello malicioso brilló un instante en sus ojos pardos. Éstos la recorrieron de pies a cabeza, se detuvieron un momento en los pechos, que no eran especialmente grandes, y volvieron al rostro.

Robert: Probaré un pedazo de esa tarta, Emma. -Hizo un guiño a Taylor-. Si no ha probado nunca la tarta de Emma, no sabe lo que se pierde. A propósito, me llamo Robert McKay. Es un placer conocerla, señorita...

Taylor: Marley. Taylor Marley. Trabajo para la señorita Cyrus, una de las invitadas del señor Wentz.

Robert: Ah, eso lo explica todo.

Taylor: ¿Qué explica?

Robert: Es usted inglesa. Hacía tiempo que no escuchaba esa entonación.

Se refería a su elegante manera de hablar. A pesar de la falta de recursos económicos de su familia, Taylor había recibido una buena educación y hablaba con los tonos secos y cortados de la clase alta inglesa.

A ella se le ocurrió que el habla resonante de Robert tenía los mismos ritmos del habla de las clases altas.

Taylor: Pero usted también es inglés.

Robert: Lo era. Ahora soy norteamericano, aunque no sea exactamente por elección.

Emma colocó un buen trozo de tarta delante de Robert McKay y el delicioso aroma hizo gruñir el estómago de Taylor.

Robert: ¡Lo sabía! -Sonrió-. Emma, sirve un pedazo de esta maravillosa tarta a la señorita Marley.

Emma se echó a reír y regresó al cabo de unos minutos con un trozo de tarta ligeramente más pequeño, que depositó delante de Taylor junto con dos tenedores, uno para cada uno.

Robert esperó educadamente a que ella empezara, y luego atacó la comida como un hombre que no ha probado bocado en una semana, cosa que, dada su musculatura, Taylor dudaba mucho.

Tal y como le habían prometido, la tarta estaba deliciosa, el aroma a manzana y canela impregnaba cada rincón de la pequeña cocina de techos bajos; sin embargo, con un hombre tan guapo sentado delante de ella, era difícil concentrarse en la comida.

Taylor: ¿Trabaja usted para el señor Wentz? -Preguntó, interrumpiéndolo mientras comía el último pedazo de tarta-.

McKay negó con la cabeza y tragó.

Robert: Estoy aquí con Emer Seaver. Soy su criado -dijo la palabra con tal repugnancia que las rubias cejas de Taylor se arquearon-. Por lo menos lo seré los próximos cuatro años.

Taylor: ¿No le gusta su trabajo?

Se rió, pero no había humor en su risa.

Robert: Estoy obligado a trabajar para Seaver; compró siete años de mi vida, sólo le he pagado tres.

Taylor: Entiendo -dijo, aunque en realidad no era así. ¿Por qué un hombre educado como McKay parecía ser, se había vendido al servicio de otro hombre?-. ¿Por qué? -preguntó, escapándosele la palabra antes de que pudiera detenerla.

McKay la estudió con renovado interés.

Robert: Es la primera persona que me lo pregunta, señorita.

Ella bajó la vista hasta el plato medio vacío, deseando haber guardado silencio.

Taylor: No tiene que responder. Realmente no es asunto mío. -Levantó los ojos para mirarlo-. Yo, sólo..., da la impresión de ser un hombre independiente, no alguien dispuesto a venderse como esclavo.

McKay la estudió un buen rato, luego echó un vistazo a la cocina. Emma estaba ocupada amasando pan, su ayudante restregaba ollas y sartenes con empeño.

Robert: Si quiere saber la verdad, los alguaciles de la justicia iban detrás de mí; intentaban arrestarme por un delito nunca cometido. No tenía dinero para comprarme un pasaje. Vi un anuncio en el l.ondon Chronicle en el que se buscaba criados para trabajar en América por un determinado período de tiempo. El anuncio lo había puesto un hombre llamado Emer Seaver y su barco zarpaba a la mañana siguiente. Fui a verlo, no hizo preguntas, firmé los papeles y Seaver me trajo aquí.

Taylor sabía que sus ojos azules debían de estar redondos como platos.

Taylor: ¿No tiene miedo de contarme todo esto, caballero?

Robert se encogió de hombros. Era más alto que el promedio, pero no demasiado, y sus brazos llenaban la áspera camisa de manga larga.

Robert: ¿Qué podría hacer? ¿Decírselo a Seaver? No le preocuparía mucho. Además, me buscan en Inglaterra, no en América.

Taylor: Pero si es inocente, debería regresar; debería buscar la manera de limpiar su nombre.

La risa de McKay sonó cruel.

Robert: Desde luego es usted una soñadora, señorita. Todavía no tengo el dinero y debo a Seaver cuatro años más de servicio. -Al ver la consternación en su rostro, alargó el brazo y la tocó en la mejilla-. Creo que debe de ser una persona muy buena, Taylor Marley. Me parece que me gusta.

Taylor no le dijo que a ella también le gustaba él; ni tampoco que creía su historia. Casi nunca se equivocaba en sus juicios sobre las personas y sabía, de manera instintiva, que Robert McKay decía la verdad.

Habiendo apartado el plato vacío, se levantó del banco.

Robert: Ha sido un placer conocerla, señorita Marley.

Taylor: Igualmente, señor McKay.

McKay echó a andar hacia la puerta. Taylor se fijó en las piernas musculosas y en lo bien que le sentaban los pantalones de montar, y el color le subió a las mejillas.

Ya en la puerta, McKay se detuvo y se dio la vuelta.

Robert: ¿Le gustan los caballos, señorita Marley?

Taylor: Me temo que soy una pésima amazona, pero me gustan mucho los caballos.

Robert: En ese caso, hay un nuevo potro que seguramente le gustaría ver. Tal vez podría reunirse conmigo en los establos después de la cena.

Taylor sonrió. No le interesaba el potro, le interesaba Robert McKay.

Taylor: Me gustaría mucho.

Él recuperó la sonrisa fácil.

Robert: Bien, entonces la veré más tarde.

Ella asintió, observándolo mientras se iba. No debería haber accedido. Era un hombre muy guapo y si acudía a la cita, podría pensarse que podía tomarse ciertas libertades. Por otro lado, era una mujer adulta, que sabía cuidar de sí misma.

Emma: Robert es un buen hombre -dijo, como si le leyera los pensamientos-. No debe preocuparse. Estará totalmente a salvo con él.

Taylor: Gracias Emma. No lo dudo.

Cansada del calor que hacía en la cocina, Taylor llevó su plato hasta el fregadero, lo lavó en un cubo de agua espumosa, lo aclaró y lo secó, y luego se dirigió hacia la puerta.

Mientras abandonaba la casa y caminaba hacia el sol, sonrió intrigada ante la idea de pasar la tarde con Robert McKay.


A la mañana siguiente los hombres volvieron a salir de caza, y para mantener distraídas a las señoras los Wentz organizaron una fiesta por la noche, a la que además de los invitados, asistirían muchos vecinos.

Durante buena parte del día, las mujeres ayudaron con los preparativos; trajeron flores del jardín con las que decoraron los jarrones de cristal tallado, cubrieron las mesas con bonitos manteles de encaje y ayudaron a los criados a mover los muebles para disponer de más espacio para bailar.

Los músicos de la orquesta de tres instrumentos llegaron y se instalaron en un rincón del salón. Richard y Jacob Wentz se encargaron de las presentaciones cuando empezó a llegar el resto de los invitados, en su mayoría granjeros y sus esposas.

A lo largo de la velada, Miley bailó con Richard, luego con el comerciante Emer Seaver, un hombre delgado, de cabello blanco y rasgos finos, «bastante enigmático», pensó Miley. Charló con Sara Bookman, la esposa del juez, que era interesante, divertida, de trato fácil. La anfitriona, Greta Wentz, era una mujer dulce y amable, con un fuerte acento alemán, a quien no le intimidaba el trabajo duro.

Miley pensaba que, con el tiempo, llegaría a tener una buena amistad con algunas de las mujeres que había conocido en América. Le gustaba el carácter fuerte de las mujeres, el optimismo con el que abordaban la vida.

Mirando al otro lado del salón, distinguió a Richard que charlaba con Emer Seaver y se preguntó si sería capaz de llegar a formar una auténtica y verdadera amistad con el hombre con el que iba a casarse. Durante la fiesta había ido varias veces a buscarlo, pero siempre estaba ocupado con alguno de sus amigos.

O conversando con William.

Lo vio justo en ese momento y un ligero temblor recorrió su cuerpo. Aunque había hecho todo lo posible para ignorarlo, para fingir que no estaba allí, una y otra vez se encontró buscándolo con la mirada; más de una vez lo vio observándola con cara de preocupación.

Le hubiera gustado saber en lo que estaba pensando, quería preguntarle cuándo planeaba regresar a Inglaterra, pero el momento oportuno parecía no presentarse nunca. La velada continuaba cuando lo vio cruzar el salón, a grandes zancadas, y acercarse a propósito.

Will: Necesito hablar contigo -anunció sin rodeos-. Esperaba encontrar un momento mejor pero todos nos marchamos por la mañana. Es importante, Miley.

Miley: No sé..., no creo que sea una buena idea que nos...

Will: Te esperaré en la glorieta al fondo del jardín.

La dejó allí en medio del salón, sin darle tiempo para acabar las protestas que había empezado.

Enfadada porque no le había dado elección, y con más curiosidad de la que quería admitir, volvió la atención momentáneamente a los invitados. Volvió a bailar con Richard, y cuando este empezó una conversación con Jacob Wentz sobre el elevado precio del algodón sureño, se esfumó silenciosamente rumbo al jardín.

A pesar de que varias antorchas alumbraban los senderos de grava, éstos no estaban bien iluminados. Zigzagueando entre las sombras, pasando por delante de pensamientos amarillos y de altos lirios de color púrpura, se dirigió hacia la glorieta, cuyo capitel engalanado indicaba su lugar a cierta distancia al final del jardín, cerca del arroyo burbujeante.

Sabía que ese encuentro con William era peligroso. Su reputación ya se había visto comprometida una vez. ¿Cómo explicaría su presencia aquí en la oscuridad con el guapo duque de Sheffield? ¿Qué pensarían los amigos de Richard si los encontraban a los dos juntos?

Una oleada de inquietud la recorrió. Nunca olvidaría la agonía que había sufrido aquella noche, cinco años atrás, o el dolor de las terribles semanas que siguieron. La habían aislado y humillado; peor aún, había sufrido el sufrimiento de perder al hombre que amaba.

No estaba enamorada de Richard, como sí lo había estado de William, pero la idea de volver a soportar semejante situación le revolvía el estómago.

Sus ojos buscaban en la oscuridad mientras apretaba el paso. William tenía que haber sido consciente del peligro y, sin embargo, había insistido en que se encontraran; sabía que si no aparecía, él iría en su busca para hablar con ella quizás en circunstancias más comprometedoras.

La glorieta que se izaba delante de Miley tenía un diseño octogonal con molduras pintadas en blanco, laterales abiertos y asientos de madera que cubrían el interior elevado. Según se acercaba, pudo descubrir en la sombra la esbelta figura de William apoyada contra la barandilla interior. Mirando a derecha e izquierda para asegurarse de que no hubiera nadie cerca, se levantó el dobladillo de su vestido de seda color azul zafiro para que no le estorbase y subió el primero de los tres altos peldaños.

William la cogió de la mano y la ayudó a subir los escalones hasta la plataforma donde se encontraba él.

Will: Temía que no vinieras -admitió-.

Ello no habría ido si él le hubiera dado la posibilidad de elegir.

Miley: Has dicho que era importante.

Will: Así es.

La condujo hasta el banco que rodeaba la barandilla y ella se sentó, aunque William permaneció de pie. Se paseó un momento de un lado a otro durante un momento, como si buscara las palabras que quería decir, y entonces se volvió hacia ella. A la débil luz de una antorcha distante pudo distinguir el azul de sus ojos y leer en ellos la inquietud. Era algo tan inusual en William que su corazón empezó a latir más deprisa.

Miley: ¿Qué ocurre, William?

Cogió aire y lo expulsó lentamente.

Will: No estoy muy seguro de cómo empezar. Te dije que había descubierto la verdad de lo ocurrido aquella noche hace cinco años.

Miley: Sí...

Will: Te dije que quería que fueras feliz..., que tenía esa deuda contigo.

Miley: Lo dijiste, pero...

Will: No creo que vayas a ser feliz con Richard Clemens.

Ella se levantó del banco como si tuviera un muelle.

Miley: No importa lo que tú creas, William. Richard y yo nos casaremos a finales de la semana que viene.

Will: Te he preguntado dos veces si lo quieres. Esta vez quiero una respuesta.

Ella se levantó.

Miley: Te daré la misma respuesta que te di antes; no es asunto tuyo.

Will: Tú siempre has dicho lo que pensabas, Miley. Si lo quisieras, lo dirías; por lo tanto, debo pensar que no lo quieres. Si es así, te pido que anules la boda.

Miley:¿Te has vuelto loco? He cruzado el océano para casarme con Richard Clemens, y eso es exactamente lo que tengo intención de hacer.

William la cogió suavemente por los hombros.

Will: Comprendo que las cosas han cambiado entre nosotros..., que ya no me consideras como me considerabas antes.

Miley: Te quise una vez, pero ya no te quiero. ¿Es eso a lo que te refieres?

Will: Tal vez no me quieras, Miley, pero tampoco quieres a Richard Clemens. -Estudió su cara-. Y creo que hay una diferencia.

Miley: ¿Y cuál es la diferencia?

Will: Cuando me miras, hay algo en tus ojos, una chispa de fuego que no hay cuando miras a Richard.

Miley: ¿Estás loco?

Will: ¿Lo estoy? ¿Por qué no probamos?

A Miley se le cortó la respiración cuando William la arrastró a sus brazos y selló su boca con un beso. Durante un instante, ella luchó, apretando las manos contra su pecho, intentando separarse de él. Pero el deseo seguía ahí, ardiendo en su interior, un fuego que tendría que haberse extinguido mucho tiempo atrás, que se avivaba en intensidad, abrasando carne y huesos, volviendo su cuerpo débil y dócil.

William la besó aún con más fuerza y las palmas de las manos de Miley se deslizaron por las solapas de la chaqueta, más arriba, más arriba, hasta que los brazos le rodearon el cuello. Durante un instante, ella volvió a estar en aquel manzanar, besándolo con todo su corazón, con todo el amor que sentía por él.

Entonces, sus ojos se llenaron de lágrimas. No estaba en el manzanar ni estaba enamorada.

Miley se apartó de golpe, temblando de pies a cabeza, odiándolo por lo que había dejado que pasara.

Will: Tenía que saberlo -dijo suavemente-.

Miley se apartó, intentando ignorar el gusto a William que permanecía en sus labios.

Miley: No significa nada. El beso ha despertado viejos recuerdos, no ha sido nada más.

Will: Tal vez.

Miley: Se está haciendo tarde, tengo que volver.

Ella intentó girarse pero él la cogió por el brazo.

Will: Escúchame Miley, todavía hay tiempo para cancelar la boda. En lugar de casarte con Richard, quiero que te cases conmigo.

Paralizada, lo miró con incredulidad.

Miley: No hablarás en serio.

Will: Absolutamente -admitió-.

Miley: Aquella noche en el acto benéfico..., te vi bailar con tu prometida, la hija del conde de Throckmorton.

Will: Era evidente que no estábamos hechos el uno para el otro. Hablé con su padre antes de abandonar Inglaterra y me pidió que anulara el compromiso.

Miley sacudió la cabeza.

Miley: No puede ser, William. Lo que hubo entre nosotros se terminó. Acabó hace cinco años.

Will: No ha acabado, no hasta que se aclare todo. Cásate conmigo y vuelve a Inglaterra como mi duquesa. Todo Londres, todo el Reino sabrá que fui yo quien cometió una falta, y no al contrario.

Miley: No me importa lo que opine la gente. Ya no.

Will: Puedes regresar a tu hogar, volver con tu familia y tus amigos.

Miley: Tengo muy poca familia y aún menos amigos. Con el tiempo, tendré amigos y familia aquí.

William tensó la barbilla. A la luz parpadeante de la antorcha, el azul de sus ojos cobró una tonalidad más oscura. Ella conocía esa mirada, la determinación que revelaba, y una sensación de inseguridad se apoderó de ella.

Will: Esperaba no tener que recurrir a la amenaza para solucionar este asunto, pero no me dejas más remedio -apuntó-.

El color se borró del rostro de Miley.

Miley: ¿Qué dices? ¿Me estás..., me estás amenazando?

William le acarició la mejilla.

Will: Intento hacer lo que es correcto. Creo que puedo hacerte feliz; no creo que Richard Clemens lo consiguiera nunca. Acepta mi oferta de matrimonio.

La mirada de ella se fundió en la de él.

Miley: ¿O de lo contrario, William?

El duque se enderezó todo lo alto que era, lo que le hizo parecer más alto incluso que de costumbre.

Will: Dejaré escapar rumores del escándalo. Todo el mundo lo creerá, la madre de Richard, sus amigos. No podrás demostrar tu inocencia aquí como no pudiste hacerlo en Inglaterra.

Ella empezó a temblar.

Miley: Hablé a Richard del escándalo antes de que pidiera mi mano. A diferencia de ti, él creyó en mi inocencia.

Will: Me equivoqué. Eso no cambia lo que tiene que suceder.

Un nudo empezó a formarse en la garganta de Miley.

Miley: No puedo creer que hagas algo así, que me hagas daño otra vez; no puedo creer que caigas tan bajo.

Las lágrimas ahogaron sus ojos, y apartó la mirada para que él no las viera.

William la cogió por la barbilla, y la giró suavemente hacia él.

Will: Te haré feliz, Miley. Te juro que lo haré.

Las lágrimas resbalaron por las mejillas de Miley.

Miley: Si me obligas a casarme contigo, nunca te lo perdonaré, William.

El acercó la temblorosa mano de la joven a sus labios y la besó con delicadeza, sin apartar la mirada de su rostro ni un instante.

Will: Es un riesgo que tengo que correr.

2 comentarios:

LaLii AleXaNDra dijo...

Awwwwwwwwwww
Que hermoso Will...
Aunque la amenasa no es tan hermosa..
pero el si la quiere y se que ella tambien..
es muy romantico...
me encanta tu novela
:D siguela

Natalia dijo...

ohoh, que final más bonito..
Voy a por otroo jiji
Muackk

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