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jueves, 30 de abril de 2020

Capítulo 4


Pasó la mayor parte de su tiempo encerrado en el ala oeste. Trabajar lo ayudaba a pensar. Aunque en varias ocasiones oyó entrar y salir a Vanessa, ninguno buscó la compañía del otro. Comprendía que podía ser más objetivo cuando no estaba cerca de ella.

Vanessa Hudgens no delegaba en la dirección de la posada. Fuera lo que fuera lo que hubiera en ella o pasara por ella, se hallaba directamente bajo su escrutinio. Lógicamente, eso significaba que se hallaba involucrada por completo, y quizá incluso al mando, de la operación que él había ido a desmantelar.

Y, sin embargo… lo que le había dicho a Conby la noche anterior seguía siendo verdad. No encajaba.

La mujer trabajaba casi veinticuatro horas al día para lograr que la posada fuera un éxito. La había visto hacer de todo, desde plantar geranios hasta recoger leña. Y a menos que fuera un actriz sobresaliente, disfrutaba con todo.

No parecía el tipo de mujer que quisiera ganar dinero de forma fácil. Ni la clase de mujer que anhelaba todas las cosas que podía comprar el dinero fácil. Pero eso se lo decía el instinto, no los hechos contrastados.

El problema radicaba en que Conby sólo aceptaba hechos. Mientras que él siempre había confiado mucho en el instinto. Su trabajo era demostrar la culpabilidad de ella, no que fuera inocente. No obstante, en menos de dos días había modificado sus prioridades.

No sólo se reducía a una cuestión de encontrarla atractiva. Eso le había pasado con otras mujeres y no había tenido ningún reparo en derribarlas. Se trataba de justicia. Una de las pocas cosas en las que creía sin reserva era en la justicia.

Con Vanessa, necesitaba estar seguro de que sus conclusiones sobre ella se basaban en más que las emociones que le provocaba. Los sentimientos y el instinto eran algo diferente. Si un hombre en su posición se permitía dejarse arrastrar por los sentimientos, no le resultaba de utilidad a nadie.

Entonces, ¿qué era? Sin importar lo mucho que lo meditara, no podía localizar una razón específica por la que estuviera seguro de su inocencia. Porque era el conjunto. Ella, la posada, la atmósfera que la rodeaba. Hacía que deseara creer en que esas personas, esos lugares, existieran. Y que existieran inmaculados.

Se estaba ablandando. Una mujer bonita, unos preciosos ojos grandes, y empezaba a pensar en cuentos de hadas. Disgustado, llevó las brochas y los cubos de pintura al fregadero para limpiarlos. Iba a tomarse un descanso, del trabajo y de sus propias divagaciones.

En la sala de estar, Vanessa pensaba con igual renuencia en él mientras depositaba un montón de discos entre las señoritas Millie y Lucy.

Lucy: Qué idea encantadora -se acomodó las gafas para leer las etiquetas-. Un baile a la antigua usanza -desde una de las unidades del ala este, les llegó el llanto implacable de un crío-. Estoy segura de que esto mantendrá entretenidos a todos.

Millie: Los jóvenes no saben qué hacer en un día de lluvia. Los crispa. Oh, mirad-alzó un disco de cuarenta y cinco revoluciones por minuto-. Rosemary Clooney. ¿No es adorable?

Ness: Elegid vuestros favoritos -miró en torno de la habitación con expresión distraída. ¿Cómo iba a poder prepararse para una fiesta cuando sólo era capaz de pensar en Zac?-. Dependo de vosotras.

La larga mesa del bufé se había despejado para acomodar los refrescos. Si podía contar con Mae, quien jamás le había fallado, no tardarían en llegar desde la cocina.

Se preguntó si asistiría Zac. ¿Oiría la música y entraría en silencio en la habitación? ¿La miraría hasta que el corazón empezara a martillearle y olvidara que había algo o alguien más que él?

Llegó a la conclusión de que se estaba volviendo loca. Miró la hora. Eran las tres menos cuarto. Se le había transmitido la noticia a todos los huéspedes y, con un poco de suerte, estaría preparada para ellos en cuanto comenzaran a llegar. Las damas se habían enfrascado en una discusión sobre Perry Como. Las dejó y comenzó a empujar el sofá.

Zac: ¿Qué haces?

Soltó un chillido y para sus adentros maldijo a Zac.

Ness: Como sigas moviéndote a hurtadillas, me va a dar algo.

Zac: No me movía a hurtadillas. Estabas tan ocupada en bufar y resoplar, que no me oíste.

Ness: No bufaba ni resoplaba -se apartó el pelo sobre el hombro y lo miró con ojos centelleantes-. Pero estoy ocupada, así que si te apartas de mi camino…-agitó una mano y él se la atrapó, sin soltarla-.

Zac: Te he preguntado qué haces.

Tiró, luego tiró con más fuerza, luchando por controlar su humor. Si quería pelea, estaba dispuesta a complacerlo.

Ness: Tejo una colcha. ¿Tú qué crees que estoy haciendo? Muevo el sofá.

Zac: No, no lo estás haciendo.

Ness: ¿Perdona?

Zac: Digo que no mueves el sofá. Es demasiado pesado.

Ness: Gracias por tu opinión, pero ya lo he movido otras veces -bajó la voz al notar las miradas interesadas que les lanzaban las señoritas-. Y si te apartas de mi camino, lo moveré otra vez.

Permaneció donde estaba, bloqueándole el paso.

Zac: Tienes la necesidad de hacerlo todo por ti misma, ¿verdad?

Ness: ¿Eso qué significa?

Zac: ¿Dónde está tu ayudante?

Ness: El ordenador ha tenido un fallo. Como Bob está mejor preparado para ocuparse de eso, yo me dedico a mover lo muebles. Y ahora…

Zac: ¿Dónde lo quieres?

Ness: No te he pedido que… -pero él ya se había puesto al otro extremo del sofá-.

Zac: He dicho dónde lo quieres.

Ness: Contra la pared lateral -alzó su extremo y trató de no mostrarse agradecida-.

Zac: ¿Qué más?

Se alisó la falda del vestido.

Ness: Ya te he dado una lista de tareas.

Enganchó un dedo pulgar en el bolsillo mientras permanecían plantados a cada lado del sofá. Tuvo ganas de poner la mano sobre la cara enfadada de ella y darle un buen empujón.

Zac: Las he terminado.

Ness: ¿El grifo de la cabaña cuatro?

Zac: Necesitaba una goma nueva.

Ness: ¿La ventana de la dos?

Zac: Un poco de lija.

Se estaba quedando sin opciones.

Ness: ¿La pintura?

Zac: La primera capa se está secando -ladeó la cabeza-. ¿Quieres ir a comprobarlo?

Suspiró. Costaba permanecer irritada cuando había hecho todo lo que le había pedido.

Ness: Eres eficiente, ¿verdad, Efron?

Zac: Así es.

Empezó a respirar otra vez, consciente de repente de que había contenido el aliento ante la inspección a que la había sometido él. Se recordó que no tenía tiempo para dejar que la distrajera.

Zac: Se te ve un poco cansada.

Ness: Estoy demasiado ocupada para sentirme cansada -aliviada, llamó a una camarera que subía los escalones cargada con una bandeja llena-. Déjala en el bufé, Lori.

Lori: La segunda tanda viene justo detrás de mí.

Ness: Estupendo. Sólo necesito… -calló cuando los primeros huéspedes mojados atravesaron la puerta de atrás. Rendida, se volvió hacia Zac. Si pensaba mantenerse en su camino, bien podía ser útil-. Te agradecería si enrollaras la alfombra y la guardaras en el ala oeste. Luego serás bienvenido a disfrutar de la velada.

Zac: Gracias. Puede que lo haga.

Vanessa recibió a los huéspedes, colgó sus chaquetas, les ofreció refrescos y puso música casi antes de que Zac pudiera llevarse la alfombra. En quince minutos, había logrado que el grupo se mezclara.

Mientras la observaba, pensó que estaba hecha para eso. Estaba hecha para ser el centro de las cosas, para hacer que las personas se sintieran bien. Sin embargo, su lugar siempre había estado en los laterales.

Millie: Oh, señor Efron -oliendo a lilas, le ofreció una taza y un plato-. Tiene que beber un poco de té. No hay nada como el té para desterrar la melancolía en un día lluvioso.

Sonrió. Si hasta ella, con sus ojos nublados, podía ver que se hallaba taciturno, debía ir con cuidado.

Zac: Gracias.

Millie: Me encantan las fiestas -comentó con melancolía al ver a unas parejas bailar al son de una melodía de Clooney-. De joven, casi nunca pensaba en otra cosa. Conocí a mi marido en una fiesta como ésta. Eso fue hace casi cincuenta años. Bailamos durante horas.

Jamás se habría considerado galante, pero era difícil resistirse a esa mujer.

Zac: ¿Le gustaría bailar ahora?

Un leve rubor invadió sus mejillas.

Millie: Me encantaría, señor Efron.

Vanessa observó a Zac sacar a bailar a la señorita Millie. El corazón se le suavizó. Intentó endurecerlo otra vez, pero le resultó una causa perdida. Pensó que resultaba muy dulce, en especial cuando él era cualquier cosa menos un hombre dulce. Dudaba de que los tés y las damas soñadoras y mayores fueran el estilo de Zac. Suspiró y condujo a un grupo de niños a la sala del televisor, donde les puso un vídeo de Disney.

Zac la vio marcharse. Y la vio regresar.

Millie: Ha sido maravilloso -le dijo cuando paró la música-.

Zac: ¿Qué? -de inmediato recuperó la concentración-. El placer ha sido mío -y le alegró el día dándole un beso en la mano-.

Cuando ella regresó suspirando junto a su hermana, la había olvidado y sólo pensaba en Vanessa.

Ella reía cuando un hombre mayor la sacó a bailar. La música había cambiado. En ese momento era algo más vivo, enérgico y con sabor latino. Un mambo. O un merengue. No sabría reconocer la diferencia. Al parecer, ella sí la conocía. Siguió la música complicada y estrafalaria como si la hubiera bailado toda la vida.

La falda se abrió, se enroscó en torno a sus piernas y volvió a extenderse cuando giró. Rió, con el rostro próximo al de su pareja a medida que coordinaban los pasos. El primer aguijonazo de celos lo enfureció e hizo que se sintiera como un tonto. El hombre con el que bailaba era lo bastante mayor como para ser su padre.

Cuando la música terminó, había logrado suprimir esa incómoda emoción, aunque otra había surgido para ocupar su lugar. El deseo. La deseaba, quería tomarla de la mano y llevársela lejos de allí, a un lugar oscuro y tranquilo donde sólo pudieran oír la lluvia. Quería ver cómo abría mucho los ojos y se descentraban tal como había sucedido cuando la besó. Quería experimentar la sensación increíble de la boca al suavizarse y encenderse bajo la suya.

Bob: Es toda una lección mirarla, ¿verdad?

Zac giró la cabeza cuando Bob se acercó para tomar un sandwich de la bandeja.

Zac: ¿Qué?

Bob: Vanessa. Mirarla bailar es toda una lección -se llevó el diminuto sandwich a la boca-. En una ocasión, intentó enseñarme, con la esperanza de que pudiera sacar a bailar a las damas en ocasiones como ésta. El problema es que no sólo tengo dos pies izquierdos, sino también dos piernas izquierdas -se encogió de hombros con alegría y tomó otro canapé-.

Zac: ¿Has conseguido arreglar el ordenador?

Bob: Sí. No eran más que unos fallos menores. Pero no soy capaz de enseñarle nada a Vanessa sobre circuitos impresos y software, como ella no puede enseñarme nada sobre samba. ¿Cómo va el trabajo?

Zac: Bastante bien -miró a Bob servirse una taza de té y añadirle tres terrones de azúcar-. Acabaré en unas dos o tres semanas.

Bob: Ya encontrará algo más para que hagas -miró hacia donde Vanessa y una nueva pareja bailaban un foxtrot-. Siempre tiene una idea nueva para este lugar. Últimamente, le está dando vueltas a añadir un solario y a poner un jacuzzi.

Zac encendió un cigarrillo. En ese momento miraba a los huéspedes y tomaba notas mentales para pasarle a Conby. Había dos hombres que parecían estar solos, aunque charlaban con otros miembros del grupo turístico. Block se hallaba junto a las puertas, con un plato lleno de sandwiches que despachaba con asombrosa facilidad, al tiempo que sonreía a nadie en particular.

Zac: La posada debe de estar funcionando bien.

Bob. Es estable. Hace un par de años, la situación estaba un poco delicada, pero Vanessa siempre encuentra un modo de mantener el barco a flote. Para ella no hay nada más importante.

Zac guardó silencio un momento.

Zac: No sé mucho sobre el negocio de la hostelería, pero da la impresión de que ella sabe lo que hace.

Bob: Desde luego -eligió un trozo de tarta con una crema rosada-. Vanessa es la posada.

Zac: ¿Llevas mucho tiempo trabajando para ella?

Bob: Unos dos años y medio. En realidad, no podía permitirse mi sueldo, pero quería cambiar cosas, modernizar la contabilidad. Insuflarle nueva vida al lugar. Y fue exactamente lo que hizo.

Zac: Eso parece.

Bob: Así que eres del este -hizo una pausa, pero continuó cuando Zac no realizó ningún comentario-. ¿Cuánto tiempo planeas quedarte?

Zac: El tiempo que haga falta.

Bob: ¿El tiempo que haga falta para qué? -bebió un sorbo de té-.

Zac: Terminar el trabajo -miró con indiferencia hacia el ala oeste-. Me gusta acabar lo que empiezo.

Bob: Sí. Bueno… -distribuyó varios canapés en un plato-. Me voy a ofrecérselos a las damas con la esperanza de que dejen que me los coma yo.

Lo vio pasar junto a Block e intercambiar unas palabras rápidas con él antes de cruzar la habitación. Con el deseo de disponer de tiempo para pensar, se escabulló de regreso al ala oeste.

Aún llovía cuando volvió unas horas más tarde. La música sonaba, una balada lenta y melódica de los años cincuenta. La habitación tenía una luz más tenue en ese momento, iluminada únicamente por el fuego de la chimenea y una lámpara con un globo de cristal. También estaba vacía, con la excepción de Vanessa, ocupada en recoger mientras tarareaba al son de la música.

Zac: ¿Se acabó la fiesta?

Ella alzó la vista, luego volvió a dedicarse a recoger tazas y platos.

Ness: Sí. No te quedaste mucho tiempo.

Zac: Tenía trabajo que hacer.

Como no quería dejar de moverse, se dedicó a vaciar ceniceros. Ya se había aferrado demasiado a su sentimiento de culpabilidad.

Ness: Esta mañana estaba cansada, pero eso no es excusa para haber sido grosera contigo. Lamento si te di la impresión de que no podías divertirte unas horas.

No quería aceptar una disculpa que sabía que no merecía.

Zac: Disfruto con el trabajo.

Eso hizo que se sintiera peor.

Ness: A pesar de ello, por lo general no voy por ahí ladrando órdenes. Estaba enfadada contigo.

Zac: ¿Ya no?

Alzó la vista y lo miró con ojos claros y directos.

Ness: Lo estoy. Pero ése es mi problema. Si te ayuda en algo, estoy igual de enfadada conmigo misma por comportarme como una niña porque anoche no permitiste que la situación se descontrolara.

Incómodo, se sirvió una copa de vino.

Zac: No te comportaste como una niña.

Ness: Entonces, como una mujer desdeñada, o algo igualmente dramático. Intenta no contradecirme cuando me estoy disculpando.

A pesar de sus mejores esfuerzos, no pudo evitar que los labios se le curvaran en una leve sonrisa mientras bebía. Como no anduviera con cuidado, podía llegar a descubrir que estaba loco por ella.

Zac: De acuerdo. ¿Hay más?

Ness: Un poco -tomó uno de los escasos canapés que quedaban, pareció debatir consigo misma y se lo llevó a la boca-. No debería permitir que mis sentimientos personales interfieran con la dirección de la posada. El problema es que casi todo lo que pienso o siento se relaciona con la posada.

Zac: Ninguno de los dos pensaba en la posada anoche. Tal vez ése es el problema.

Ness: Tal vez.

Zac: ¿Quieres que vuelva a poner el sofá en su sitio?

Ness: Sí -«todo sigue igual», se dijo mientras iba a levantar su extremo. En cuanto estuvo en su sitio, rodeó el sofá para ahuecar los cojines-. Te vi bailar con la señorita Millie. Eso la entusiasmó.

Zac: Me cae bien.

Ness: Creo que así es -convino despacio; luego se irguió y lo estudió-. No eres el tipo de hombre que brinda con facilidad su simpatía.

Zac: No.

Quiso acercarse a él, alzar una mano a su mejilla. «Es ridículo», se dijo. Sin contar la disculpa, seguía enfadada con él por lo sucedido la noche anterior.

Ness: ¿Tan dura ha sido la vida? -murmuró-.

Zac: No.

Con una risa leve, ella movió la cabeza.

Ness: Aunque tampoco me lo reconocerías si lo hubiera sido. He de aprender a no hacerte preguntas. ¿Por qué no establecemos una tregua, Zac? La vida es demasiado corta para los resentimientos.

Zac: No tengo ningún resentimiento hacia ti, Vanessa.

Ella sonrió un poco.

Ness: Es tentador, pero no voy a preguntarte qué clase de sentimientos albergas hacia mí.

Zac: No sería capaz de decírtelos, ya que aún no he logrado desentrañarlos -lo sorprendió oír sus propias palabras-.

Después de vaciar la copa de vino, la dejó a un lado.

Ness: Bueno -desconcertada, se echó el pelo atrás con las dos manos-. Es lo primero que me has dicho que realmente puedo comprender. Parece que estamos en el mismo barco. ¿Doy por sentado que tenemos una tregua?

Zac: Claro.

Miró atrás cuando otro disco cayó sobre el plato.

Ness: Ésta es una de mis favoritas. Smoke Gets In Your Eyes -sonreía otra vez al mirarlo-. No me has invitado a bailar.

Zac: No.

Ness: La señorita Millie afirma que eres muy bueno -extendió una mano en un gesto que era tanto un ofrecimiento de paz como una invitación-.

Incapaz de resistir, la tomó en la suya. Sus ojos permanecieron bloqueados el uno en el otro mientras la atraía despacio hacia él.


martes, 28 de abril de 2020

Capítulo 3


Mae: Te dije que esa chica no servía.

Ness: Lo sé, Mae.

Mae: Te dije que cometías un error al aceptarla como lo hiciste.

Ness: Sí, Mae -contuvo un suspiro-. Me lo dijiste.

Con un gruñido satisfecho, Mae terminó de limpiar su ojito derecho, la cocina de ocho fuegos. Vanessa podía dirigir la posada, pero Mae tenía su propia idea acerca de quién estaba al mando.

Mae: Eres demasiado blanda, Vanessa.

Ness: Creía que habías dicho que era obstinada.

Mae: Eso también -como quería a su joven jefa, sirvió un vaso de leche y cortó una porción generosa de la tarta de chocolate doble. Dejó ambas cosas en la mesa-. Ahora come esto. De niña, mis tartas siempre hacían que te sintieras mejor.

Se sentó y pasó un dedo por la capa de chocolate.

Ness: Le habría dado algunos días libres.

Mae: Lo sé -le frotó la espalda-. Ése es el problema contigo. Eres demasiado bondadosa.

Ness: Odio que me tomen por tonta -ceñuda, se llevó a la boca un bocado enorme de tarta-. ¿Crees que conseguirá otro trabajo? Sé que tiene que pagar un alquiler.

Mae: Las personas como Mary Alice siempre aterrizan de pie. No me sorprendería que se fuera a vivir con ese chico, Perkin, así que no te preocupes por ella. ¿Acaso no te dije que no duraría ni seis meses?

Se llevó más tarta a la boca.

Ness: Me lo dijiste.

Mae: Y ahora, ¿qué me dices de ese hombre que has traído a casa?

Ness: Zac Efron -bebió un trago de leche-.

Mae: Nombre estrafalario -miró en torno a la cocina, sorprendida y un poco decepcionada de que no quedara nada por hacer-. ¿Qué sabes de él?

Ness: Necesitaba un trabajo.

Mae se pasó las manos enrojecidas por el mandil.

Mae: Creo que hay un montón de carteristas, ladrones de gatos y asesinos en masa que necesitan trabajo.

Ness: No es un asesino en masa -afirmó-.

Pensó que era mejor que se reservara el juicio acerca de las otras ocupaciones.

Mae: Puede, puede que no.

Ness: Es una persona que va de un lugar a otro -se encogió de hombros y se llevó otro trozo de tarta a la boca-. Pero yo no diría que sin rumbo. Sabe a donde va. En cualquier caso, con George disfrutando en Hawai, necesitaba a alguien. Hace bien el trabajo, Mae.

Mae había llegado a la misma conclusión después de realizar una breve visita al ala oeste. Pero tenía otras cosas en mente.

Mae: Te mira.

Vanessa pasó un dedo por el vaso, ganando tiempo.

Ness: Todo el mundo me mira. Siempre estoy aquí.

Mae: No te hagas la tonta conmigo, jovencita. Yo te eché talco en el trasero.

Ness: Qué tendrá que ver eso con lo que estamos hablando -respondió con una sonrisa-. Bueno, me mira -movió otra vez los hombros-. Yo le devuelvo la mirada -cuando Mae enarcó las cejas, Vanessa sonrió-. ¿No me estás diciendo siempre que necesito un hombre en mi vida?

Mae: Hay hombres y hombres -afirmó con sabiduría-. Éste no está mal a la vista, y no le da miedo trabajar. Pero tiene una veta dura en él. Ese hombre ha visto mundo, pequeña, de eso no hay ninguna duda.

Ness: Supongo que prefieres que pase mi tiempo con Jimmy Loggerman.

Mae: Gusano aburrido.

Después de una carcajada, Vanessa apoyó la barbilla en las manos.

Ness: Tenías razón, Mae. Me siento mejor.

Complacida, Mae se quitó el mandil. No dudaba de que Vanessa era una chica sensata, pero tenía intención de vigilar a Zac.

Mae: Bien. No comas más tarta, o permanecerás despierta toda la noche con dolor de barriga.

Ness: Sí, señora.

Mae: Y deja ordenada mi cocina -añadió al ponerse un abrigo marrón-.

Ness: Sí, señora. Buenas noches, Mae.

Suspiró cuando la puerta se cerró. La marcha de Mae por lo general señalaba el final del día. Los huéspedes estarían en sus camas o terminando una partida tardía de cartas. Con la excepción de una emergencia, ya no había nada que hacer hasta el amanecer.

Nada salvo pensar.

Últimamente le había dado vueltas a la idea de incorporar un jacuzzi, que pudiera atraer a más clientes. En el invierno, los huéspedes podrían llegar de una larga caminata para darse un baño caliente y borboteante y rematar el día con una copa frente a la chimenea.

Luego estaba la idea de incorporar una tienda de regalos, donde vender el arte y la artesanía de los artistas locales. Nada demasiado complicado. Quería mantener las cosas sencillas, con el espíritu de la posada.

Se preguntó si Zac se quedaría el tiempo suficiente para realizar las obras. No era inteligente pensar en él en relación con cualquiera de sus planes.

Probablemente, no fuera inteligente pensar en él de ninguna manera. Los hombres como Zac no se quedaban mucho tiempo en ningún lugar.

Pero parecía que le era imposible dejar de pensar en él. Casi desde el primer momento había sentido algo. Una cosa era la atracción. Después de todo, se trataba de un hombre atractivo, de un modo duro y peligroso. Pero había más. Jugó con el resto de la tarta, deseando poder localizar qué era. Quizá, sencillamente, se debiera a que no se parecían en nada. Zac era taciturno, suspicaz, solitario.

Sin embargo… ¿era su imaginación o una parte de él estaba a la espera, deseando abrirse? Él necesitaba a alguien, aunque probablemente no fuera consciente de ello.

Mae tenía razón. Siempre había sentido debilidad por los seres perdidos, con historias desdichadas. Pero eso era distinto. Cerró los ojos un momento, deseando poder explicarse por qué era tan diferente.

Jamás había experimentado nada como las sensaciones que la habían golpeado desde la aparición de Zac. Era más que físico. Ya podía admitirlo. Pero seguía sin tener sentido. Aunque jamás había considerado que los sentimientos necesitaran tener sentido.

Sería mejor, mucho mejor, para ambos mantener la relación breve que habían iniciado en un ámbito puramente laboral. Amistosa pero cautelosa.  Era una pena que le costara tanto combinar esas dos cosas.

La observó jugar con las migas de la tarta en el plato. Tenía el pelo suelto y revuelto, como si hubiera deshecho la trenza para pasar dedos impacientes por él. Los pies descalzos estaban cruzados a la altura de los tobillos, apoyados en la silla que tenía enfrente.

Relajada. Zac no estaba seguro de haberla visto en algún momento tan relajada. Era un marcado contraste con la energía agitada que la impulsaba durante el día.

Deseó que hubiera estado en su habitación, dormida. Había querido evitar encontrarse con ella. Eso era personal. La necesitaba fuera de su camino para inspeccionar el despacho que había junto al recibidor. Eso era profesional.

Sabía que debería retroceder y mantenerse fuera de la vista hasta que ella se retirara a dormir.

Se la veía tan cómoda, como si estuviera esperando que apareciera y se sentara a su lado para mantener una conversación trivial.

Era una locura. No quería que ninguna mujer lo esperara, y menos ella.

Pero no se escondió en las sombras del comedor, aunque podría haberlo hecho. Salió a la luz, hacia ella.

Zac: Creía que la gente se acostaba pronto en el campo.

Se sobresaltó, aunque se recobró con rapidez. Casi estaba acostumbrada al modo silencioso en que él se movía.

Ness: Mae me dio tarta de chocolate y una charla. ¿Quieres un poco?

Zac: No.

Ness: Menos mal. De lo contrario, yo habría repetido y me habría puesto mala. No tengo poder de voluntad. ¿Una cerveza?

Zac: Sí. Gracias.

Se levantó con pereza, fue a la nevera y recitó una serie de marcas. Él eligió una y la observó servírsela en una jarra. La aceptó cuando se la ofreció, sin quitarle la vista de encima.

Ness: ¿Por qué me miras de esa manera? -murmuró-.

Él se contuvo, luego bebió un trago largo.

Zac: Tienes una cara preciosa.

Vanessa enarco una ceja cuando Zac se sentó y sacó un cigarrillo.

Después de recoger un cenicero de un cajón, se sentó al lado de él.

Ness: Me gusta aceptar cumplidos siempre que los recibo, pero no creo que ése sea el motivo.

Zac: Es suficiente motivo para que un hombre mire a una mujer -bebió otro trago-. Has tenido una noche ajetreada.

Ness: Lo bastante como para tener que contratar pronto a otra camarera. No tuve oportunidad de darte las gracias por ayudarme con la gente que vino a cenar.

Zac: No hay problema. ¿Has perdido el dolor de cabeza?

Alzó la vista, pero no vio ninguna burla en su expresión.

Ness: Sí, gracias. Enfurecerme contigo hizo que me olvidara de Mary Alice, y el resto lo consiguió la tarta de chocolate de Mae -pensó en preparar algo de té, pero decidió que le daba mucha pereza-. ¿Qué tal ha sido tu día?

Le sonrió en un ofrecimiento relajado de amistad que le costó rechazar e imposible aceptar.

Zac: Bien. La señorita Millie dijo que la puerta de su habitación se atascaba, así que fingí que la lijaba.

Ness: Alegrándole el día.

Él no pudo evitar sonreír.

Zac: Me parece que nunca antes me habían comido de esa manera con la mirada.

Ness: Oh, supongo que sí -ladeó la cabeza-. Pero, con disculpas a tu ego, en el caso de la señorita Millie es más una cuestión de miopía que de lujuria. Es demasiado coqueta para llevar gafas delante de cualquier hombre de más de veinte años.

Zac: Prefiero seguir pensando que me desea. Me ha comentado que lleva viniendo aquí desde el año cincuenta y dos -lo sorprendía que alguien pudiera regresar una y otra vez al mismo lugar-.

Ness: La señorita Lucy y ella ya forman parte del entorno. De pequeña, creía que estábamos emparentadas.

Zac: ¿Llevas mucho tiempo dirigiendo este lugar?

Ness: Con ciertos períodos de inactividad, mis veintisiete años de vida -sonrió y ladeó la silla hacia atrás-. No querrás oír la historia de mi vida, ¿verdad, Zac?

Él soltó una bocanada de humo.

Zac: No tengo nada que hacer -y quería oír su versión de lo que había leído en su historial-.

Ness: De acuerdo. Nací aquí. Mi madre se enamoró un poco más tarde en la vida que la mayoría. Tenía casi cuarenta años cuando me tuvo, y era frágil. Hubo complicaciones. Al morir, mi abuelo me crió, de modo que crecí aquí en la posada, salvo durante los períodos de tiempo en que estuve ingresada en un internado. Me encantaba este lugar -miró en torno de la cocina-. En el colegio, lo añoraba, y también al abuelo. Incluso en la universidad lo echaba tanto de menos, que venía a casa todos los fines de semana. Pero él quería que viera otras cosas antes de asentarme aquí. Iba a viajar un poco, conseguir ideas nuevas para la posada. Ver Nueva York, Nueva Orleáns, Venecia. No sé… -calló con melancolía-.

Zac: ¿Por qué no lo hiciste?

Ness: Mi abuelo enfermó. Yo estaba en mi último año de universidad cuando descubrí lo enfermo que se encontraba. Quise dejarlo, venir a casa, pero la idea lo desasosegó tanto, que pensé que lo mejor era graduarme. Aguantó tres años más, pero fue… difícil -no quería hablar de las lágrimas y el terror, ni del agotamiento de dirigir la posada al tiempo que cuidaba de una persona casi inválida-. Era el hombre más valiente y amable que jamás he conocido. Formaba tanta parte de este lugar, que aún hay veces en las que espero entrar en una habitación y verlo comprobar si hay polvo en los muebles.

Él guardó silencio un momento, pensando tanto en lo mucho que había dejado fuera como en lo que le había contado. Sabía que su padre figuraba como «desconocido»… un obstáculo difícil en cualquier parte, pero mucho más en una ciudad pequeña. En los últimos seis meses de vida de su abuelo, los gastos médicos habían estado a punto de llevarse por delante la posada. Pero ella no habló de esas cosas; ni tampoco detectó señal alguna de amargura.

Zac: ¿Piensas alguna vez en vender el lugar, en seguir adelante?

Ness: No. Oh, de vez en cuando pienso en Venecia. Hay docenas de lugares a los que me gustaría ir, siempre y cuando pueda regresar a la posada -se levantó para ir a buscarle otra cerveza-. Cuando diriges un lugar como éste, llegas a conocer gente de todas partes. Siempre hay una historia de un lugar nuevo.

Zac: ¿Viajes indirectos?

Le dolió, tal vez porque se acercaba mucho a lo que ella misma pensaba.

Ness: Quizá -le dejó la botella junto al brazo, luego llevó sus platos al fregadero-. Algunos estamos predestinados para ser aburridos.

Zac: Yo no he dicho que fueras aburrida.

Ness: ¿No? Bueno, supongo que lo soy para alguien que recoge sus cosas y se marcha siempre que lo desea y adonde le place. Simple, asentada e ingenua.

Zac: Pones palabras en mi boca.

Ness: Es fácil, ya que rara vez las pones tú. Apaga las luces al irte.

La tomó por el brazo cuando pasó a su lado, en un movimiento reflejo que lamentó casi antes de terminarlo. Pero estaba hecho, y la mirada malhumorada y desafiante que le lanzó ella inició una reacción en cadena que le recorrió todo el sistema. Había cosas que podría hacer con ella, cosas que anhelaba hacer, que ninguno de los dos olvidaría jamás.

Zac: ¿Por qué estás enfadada?

Ness: No lo sé. Da la impresión de que no consigo hablar más de diez minutos contigo sin ponerme con los nervios de punta. Como por lo general me llevo bien con todo el mundo, supongo que es tu culpa.

Zac: Probablemente tengas razón.

Se calmó un poco. No era culpa de él que no llegara a cumplir sus sueños de viajar.

Ness: Llevas aquí poco menos de cuarenta y ocho horas y ya casi me he peleado contigo tres veces. Para mí eso es un récord.

Zac: Yo no llevo la cuenta.

Ness: Oh, creo que sí. Dudo que olvides algo. ¿Has sido poli?

Tuvo que realizar un esfuerzo deliberado para mantener la expresión y no tensar los dedos.

Zac: ¿Por qué?

Ness: Dijiste que no eras un artista. Ésa fue mi primera conjetura -se relajó, aunque aún no le había soltado el brazo. La furia era algo que disfrutaba sólo en ráfagas breves y veloces-. Es el modo en que miras a la gente, como si archivaras descripciones y cualquier marca distintiva. Y a veces cuando estoy contigo, siento como si debiera prepararme para un interrogatorio. ¿Eres escritor, entonces? Cuando estás en el negocio de la hostelería, te vuelves buena en adivinar las profesiones de las personas.

Zac: Esta vez te equivocas.

Ness: Bueno, ¿qué eres, entonces?

Zac: Ahora mismo, soy un manitas.

Ella se encogió de hombros.

Ness: Otra de las características de las personas que trabajan en la hostelería es respetar la intimidad, pero si resultas ser un asesino en masa, Mae jamás me permitirá olvidarlo.

Zac: Por lo general, sólo mato a una persona por vez.

Ness: Es una buena noticia -ignoró la ansiedad súbitamente muy real de que decía la verdad-. Me sigues sujetando el brazo.

Zac: Lo sé.

Ness: ¿Debería pedirte que me soltaras?

Zac: Yo no me molestaría.

Respiró hondo.

Ness: De acuerdo. ¿Qué quieres, Zac?

Zac: Quitarnos esto de en medio. Para los dos.

Se puso de pie. El paso hacia atrás que dio ella fue instintivo.

Ness: No creo que sea una buena idea.

Zac: Yo tampoco -con la mano libre, le alzó el pelo. Era suave, espeso y pleno, dándole la sensación de que perdía los dedos en él-. Pero preferiría lamentar algo que hice que algo que no hice.

Ness: Yo preferiría no lamentarlo.

Zac: Es demasiado tarde -la pegó a él-. De un modo u otro, los dos tendremos mucho que lamentar.

Se mostró deliberadamente rudo. Sabía cómo ser gentil, aunque rara vez llevaba ese conocimiento a la práctica. Con ella podría haberlo sido. Quizá debido a que lo sabía, descartó cualquier deseo de ternura. Quería asustarla, cerciorarse de que cuando la soltara, huiría de él, porque lo que más anhelaba era que así fuera.

Tenía un sabor celestial. Jamás había creído en el cielo, pero el sabor estaba en sus labios, puros, dulces y prometedores. Su mano había ido al pecho de él en un gesto automático de defensa. Sin embargo, no se oponía, como había tenido la certeza de que sucedería. Salió al encuentro del beso duro y casi brutal con pasión entrelazada con confianza.

La mente de Zac se vació. Era una experiencia aterradora para un hombre que mantenía los pensamientos bajo un control tan riguroso. Entonces se llenó con ella, con su aroma, su contacto, su sabor.

Se separó… por su propio bien. Era y siempre había sido un superviviente. Respiraba de forma entrecortada. Tenía una mano aún cerrada sobre el pelo de ella y con la otra le sujetaba con firmeza el brazo. No podía soltarla. La miró y en los ojos vio su propio reflejo.

La maldijo en una última y rápida negación… antes de volver a aplastarle la boca con los labios. Se dijo que no iba al cielo. Sino al infierno.

Ella quería aplacarlo, pero él jamás le dio la oportunidad. Igual que antes, la envió a un lugar más ardiente y sin aire, donde sólo había espacio para la sensación

Tenía la espalda pegada contra la superficie lisa y fresca de la nevera, atrapada allí por las líneas firmes y tensas del cuerpo de él. De haber sido posible, lo habría acercado más.

Desesperada, le mordisqueó el labio inferior y sintió una nueva oleada de excitación al oírlo gemir y profundizar un beso ya insondable.

Quería ser tocada. Intentó murmurar esa necesidad apremiante y nueva sobre su boca, pero sólo logró gemir. El cuerpo le palpitaba. La simple expectación al pensar en sus manos recorriéndola toda le producía escalofríos.

Durante un momento, sus corazones latieron el uno contra el otro al mismo ritmo salvaje.

Zac se apartó, consciente de que se había acercado peligrosamente a una línea que no se atrevía a cruzar. Apenas podía respirar, mucho menos pensar. Hasta tener la seguridad de que sería capaz de hacer ambas cosas, permaneció en silencio.

Zac: Vete a la cama, Vanessa.

No se movió, convencida de que si daba un paso, las piernas le cederían. Sentía el calor que emanaba del cuerpo de él. Pero lo miró a los ojos y supo que ya estaba más allá de su alcance.

Ness: ¿Así de simple?

Pudo captar el dolor en su voz y deseó convencerse de que ella se lo había buscado. Fue a recoger la cerveza, pero cambió de parecer al ver que tenía la mano poco firme. Sólo había clara una cosa. Tenía que deshacerse de ella, rápidamente, antes de volver a tocarla.

Zac: No eres el tipo de mujer con quien tener un sexo rápido en el suelo de la cocina -el color que la pasión había llevado a las mejillas de ella se desvaneció-.

Ness: No. Al menos, nunca lo he sido -después de respirar hondo, dio un paso al frente. Creía en enfrentarse a  los hechos, incluso a  los que eran desagradables-. ¿Es todo lo que esto habría sido, Zac?

Él cerró las manos con fuerza.

Zac: Sí -corroboró-. ¿Qué otra cosa podía ser?

Ness: Comprendo -no apartó los ojos de los suyos, deseando poder odiarlo-. Lo siento por ti.

Zac: No lo sientas.

Ness: Estás al mando de tus sentimientos, Zac, no de los míos. Y lo siento por ti. Algunas personas pierden una pierna, un ojo o una mano. Se enfrentan a esa pérdida o se amargan. No veo qué parte te falta a ti, pero es igual de trágica -no contestó y tampoco había esperado que lo hiciera-. No te olvides de las luces.

Esperó hasta que se marchó antes de buscar una cerilla. Necesitaba tiempo para ganar el control de su cabeza, y de sus manos, antes de ir a inspeccionar el despacho. Lo que lo preocupaba era que iba a necesitar mucho más tiempo para ganar el control de su corazón.

Casi dos horas y media más tarde, caminó dos kilómetros para utilizar el teléfono público de la gasolinera más cercana. Se había alzado un poco de viento que transmitía el sabor de la lluvia. Esperó que aguantara hasta haber regresado a la posada.

Realizó la llamada y esperó que se estableciera la conexión.

**: Conby.

Zac: Efron.

Conby: Llamas tarde.

Ni se molestó en comprobar el reloj. Sabía que eran casi las tres de la mañana en la Costa Este.

Zac: ¿Te he despertado?

Conby: ¿He de dar por hecho que te has establecido?

Zac: Sí. Amañar la lotería del manitas despejó el camino. Arreglar el pinchazo me brindó la oportunidad. La señorita Hudgens es… confiada.

Conby: Eso quiere que creamos. Confiada no significa que no sea ambiciosa. ¿Qué tienes?

Zac: Sus habitaciones están limpias -encendió una cerilla y la acercó al extremo de un cigarrillo-. Ahora hay un grupo turístico, en su mayor parte canadiense. Unos pocos cambiaron dinero. Nada superior a cien dólares.

La pausa fue muy breve.

Conby: Eso apenas es suficiente para hacer que el negocio valga la pena.

Zac: Conseguí una lista en el despacho. Los nombres y las direcciones de los huéspedes registrados.

Otra pausa, más larga, y un sonido crujiente que le indicó que su contacto buscaba material para escribir.

Conby: Dámela.

Leyó los nombres de la copia que había hecho.

Zac: Block es el guía turístico. Es el habitual, viene una vez a la semana para una estancia de una o dos noches, dependiendo del paquete.

Conby: Vision Tours.

Zac: Exacto.

Conby: Tenemos a un hombre allí. Tú concéntrate en Hudgens y en su personal. Es imposible que lo consigan sin tener a alguien dentro. Ella es la respuesta obvia.

Zac: No encaja.

Conby: ¿Perdona?

Zac aplastó el cigarrillo con el tacón de su bota.

Zac: He dicho que no encaja. La he observado. He repasado su contabilidad personal, maldita sea. Tiene menos de tres mil dólares de efectivo disponible. Todo lo demás lo invierte en el lugar, desde la compra de sábanas nuevas hasta jabones.

Conby: Comprendo -otra pausa-. Supongo que nuestra señorita Hudgens no ha oído hablar de cuentas en bancos suizos.

Zac: He dicho que no es ese tipo, Conby. Es el enfoque equivocado.

Conby: Yo me ocuparé de los enfoques, Efron. Tú ocúpate de hacer tu trabajo. No debería tener que recordarte que nos ha llevado casi un año estar cerca de poder desmontar esta operación. La Agencia quiere que la completemos con rapidez, y eso es lo que espero de ti. Si te plantea un problema personal, será mejor que me lo comuniques ahora.

Zac: No -sabía que los problemas personales no estaban permitidos-. Si quieres perder el tiempo y el dinero de los contribuyentes, a mí me da igual. Ya te llamaré.

Conby: Hazlo.

Colgó. Lo hizo sentirse un poco mejor saber que Conby iba a perder una noche de sueño. Aunque los tipos como él rara vez descansaban. Despertaría a un pobre funcionario a las seis y le pediría que pasara la lista por el ordenador. Se bebería un café, miraría la tele y esperaría los resultados en su cómoda casa de los suburbios de Washington.

El trabajo duro quedaba para otros.

Mientras emprendía el largo regreso hasta la posada, se recordó que ésas eran las reglas del juego. Pero últimamente empezaba a cansarse de las reglas.


Vanessa lo oyó llegar. Con curiosidad, miró el reloj después de oír que la puerta de abajo se cerraba. Era la una pasada y la lluvia había comenzado casi treinta minutos antes con un siseo apagado que prometía ganar fuerza a lo largo de la noche.

Se preguntó dónde habría estado.

Cerró los ojos y se dijo que no era asunto suyo. El problema era que siempre sentía demasiado. Pero ésa era una ocasión en que no podía permitirse ese lujo.

Algo le había pasado cuando la había besado. Algo estimulante, que había llegado a lo más hondo de ella y abierto posibilidades inagotables. Movió la cabeza y pensó que no eran posibilidades, sino fantasías. Si era inteligente, aceptaría ese momento de excitación y dejaría de querer más.

Su madre se había entregado a una persona sin rumbo y le había entregado el corazón, la confianza y el cuerpo. Había terminado embarazada y sola. Sabía que lo había añorado durante meses. Había muerto en el mismo hospital en el que había dado a luz, unos días más tarde. Traicionada, rechazada y avergonzada.

Vanessa sólo había descubierto la extensión de esa vergüenza cuando falleció su abuelo. Este había guardado el diario que había escrito su madre. Ella lo había quemado, no por vergüenza, sino por compasión. Siempre consideraría a su madre una mujer trágica que había buscado el amor sin encontrarlo jamás.

Pero mientras permanecía despierta escuchando el ruido de la lluvia, se recordó que no era su madre. Era mucho, mucho menos frágil. Había sido bautizada en honor del amor y había sentido su calor toda la vida.

Y en ese momento en su vida había entrado una persona sin rumbo.

Recordó que le había hablado de remordimientos. Temía que fuera lo que fuera lo que sucediera, o no, entre ellos, iba a arrepentirse.


domingo, 26 de abril de 2020

Capítulo 2


Apenas había amanecido y el cielo hacia el este era fantástico. Zac se hallaba cerca del camino estrecho con las manos metidas en los bolsillos de atrás. Aunque rara vez tenía tiempo para eso, disfrutaba de las mañanas en las que el aire estaba fresco y centelleante. Ahí un hombre podía respirar, y si disponía de ese lujo, podía vaciar la mente y simplemente experimentar.

Se había prometido a sí mismo treinta minutos, treinta minutos solitarios para relajarse. El sol atravesó las formaciones de nubes y las convirtió en colores y formas vividas y salvajes. De ensueño. La fragancia de flores, una celebración de la primavera, se transportó delicadamente en la brisa.

Se preguntó por qué había estado tan seguro de preferir la velocidad y el ruido de las ciudades.

Vio a un ciervo salir de entre los árboles y alzar la cabeza para olfatear el aire. De pronto pensó que eso era libertad. Conocer el lugar que uno ocupaba en el espacio y estar satisfecho con él.

Se sentía inquieto. Incluso al tratar de absorber y aceptar la paz que lo rodeaba, sintió la manifestación de impaciencia. Ése no era su lugar. Él no tenía un lugar. Era una de las cosas que lo hacía tan perfecto para su trabajo. Ninguna raíz, ninguna familia, ninguna mujer que esperara su regreso. Así era como quería su vida.

Pero había sentido una satisfacción tremenda al ejecutar el trabajo de carpintería el día anterior, al dejar su huella en algo que perduraría. Pensó que era mejor para su tapadera. Si mostraba cierta destreza y cuidado en el trabajo, lo aceptarían con más facilidad.

Ya era aceptado.

Vanessa confiaba en él. Le había dado un techo, comida y trabajo, pensando que necesitaba las tres cosas. Parecía una mujer sin engaños. Algo había vibrado entre ellos la noche anterior; sin embargo, ella no había hecho nada para provocarlo o prolongarlo. No le había ofrecido una invitación silenciosa.

Simplemente, lo había mirado y todo lo que ella había sentido había quedado casi ridículamente claro en sus ojos.

No podía pensar en ella como una mujer. No podía pensar en ella como que alguna vez pudiera ser su mujer.

La había deseado. Durante un breve y cegador instante el día anterior, la había anhelado. Un error muy serio. Había bloqueado esa necesidad, pero no había dejado de emerger… cuando la oyó entrar en el ala oeste para pasar la noche, cuando había escuchado el sonido de la música de Chopin bajar suavemente por la escalera que conducía a sus habitaciones. Y otra vez en mitad de la noche, al despertar con el profundo silencio del campo, pensando en ella, imaginándola.

No tenía tiempo para deseos. En otro lugar, en otra época, quizá hubieran podido disfrutar el uno del otro el tiempo que duraran esos placeres. Pero en ese momento, Vanessa era parte de una misión… nada menos, nada más.

Oyó el sonido de pisadas a la carrera y se puso tenso de forma instintiva. El ciervo, alerta como él, levantó la cabeza para perderse entre el follaje unos momentos después. Tenía el arma en la pantorrilla, más por hábito que por necesidad, pero no la empuñó. Si la necesitaba, podría tenerla en la mano en menos de un segundo. Aguardó, preparado, para ver quién corría por el camino desierto al amanecer.

Vanessa respiraba agitadamente, más por el esfuerzo de mantener el ritmo con su perro que por la carrera de cinco kilómetros. Ludwig brincaba por delante, tirando ora a la derecha, ora a la izquierda, enganchándose a veces con la correa. Era una costumbre diaria. Podría haber controlado al pequeño cocker dorado, pero no quería estropearle la diversión. Por eso se adaptaba a la dirección y el ritmo que imponía él.

Titubeó unos instantes al ver a Zac. Luego, debido a que Ludwig quería emprender la carrera, tensó la correa para que aminorara el ritmo.

Ness: Buenos días -saludó, y se detuvo cuando Ludwig decidió saltar sobre las pantorrillas de él y ladrarle-. No muerde.

Zac: Es lo que dicen todos -pero sonrió y se agachó para acariciarlo detrás de las orejas. De inmediato, Ludwig se tiró al suelo, se dio la vuelta y dejó la barriga al descubierto-. Bonito perro.

Ness: Bonito y malcriado. Tengo que mantenerlo encerrado debido a los huéspedes, pero come como un rey. Te has levantado temprano.

Zac: Tú igual.

Ness: Supongo que Ludwig se merece una buena carrera cada mañana, ya que se muestra tan comprensivo por estar encerrado.

Para mostrar agradecimiento, Ludwig corrió una vez alrededor de Zac, enredándose con la correa en torno a sus piernas.

Ness: Ahora sólo necesito que entienda el concepto de correa -se agachó para desenredarla y controlar al animal saltarín-.

Ella llevaba abierta la cremallera de la cazadora ligera, revelando una camiseta ceñida y oscurecida entre los pechos por el sudor. Tenía el cabello severamente tirante hacia atrás, lo que acentuaba su estructura ósea. La piel parecía casi translúcida al brillar por la carrera. Experimentó el deseo de tocarla, de comprobar la sensación que produciría al tacto. Y ver si aquella reacción instantánea renacería.

Ness: Ludwig, quédate quieto un minuto -rió y tiró del collar-.

En respuesta, el perro saltó y le lamió la cara.

Zac: Veo que es obediente.

Ness: Comprenderás por qué necesito la valla. Cree que puede jugar con todo el mundo -con la mano rozó la pierna de Zac mientras luchaba con la correa-.

Cuando él le tomó la muñeca ambos se paralizaron.

Sintió que el pulso de ella se paralizaba para desbocarse de inmediato. Fue una reacción rápida y vulnerable que le resultó insoportablemente excitante. Aunque le costó, no cerró los dedos. Su intención había sido detenerla antes de que descubriera el arma. En ese momento los dos se hallaban en cuclillas en el centro del camino desierto, con el perro que intentaba meterse entre ambos.

Zac: Estás temblando -dijo con cautela, pero sin soltarla-. ¿Siempre reaccionas de esa manera cuando un hombre te toca?

Ness: No -como la desconcertaba, se quedó quieta y esperó para ver qué sucedía a continuación-. Estoy segura de que es la primera vez.

Le satisfizo oírlo, y al mismo tiempo lo irritó, porque quería creerlo.

Zac: Entonces, deberemos ir con cuidado, ¿no crees? -la soltó y luego se incorporó-.

Más despacio, porque no estaba segura de su equilibrio, ella se puso de pie.

Aunque Zac se contenía, por los ojos de él pudo ver que estaba enfadado.

Ness: No se me da muy bien ser cautelosa.

La miró con fuego en los ojos, aunque lo extinguió con celeridad.

Zac: A mí, sí.

Ness: Sí -la mirada fugaz y encendida la había alarmado, pero ella siempre había mantenido su terreno. Ladeó la cabeza para estudiarlo-. Creo que tienes que serlo, con esa veta violenta con la que debes luchar. ¿Con quién estás furioso, Zac?

No le gustaba que lo analizaran con tanta facilidad. Observándola, bajó una mano para acariciar a Ludwig, que apoyaba las patas delanteras en su rodilla.

Zac: En este momento, con nadie -le respondió, aunque era mentira-.

Estaba furioso… consigo mismo.

Ella movió la cabeza.

Ness: Tienes derecho a mantener tus secretos, pero yo no puedo evitar preguntarme por qué estarías enfadado contigo mismo por responderme.

Miró a un lado y otro del camino. Bien podrían haber estado solos en la isla.

Zac: ¿Querrías que hiciera algo al respecto, aquí y ahora?

Se dio cuenta de que él podría. Y lo haría. Si lo empujara demasiado, haría exactamente lo que quisiera y cuando lo quisiera. El escalofrío de excitación que la recorrió la irritó. Esos tipos de machos eran para otras mujeres, para mujeres diferentes… no para ella. Adrede, miró la hora.

Ness: Gracias, estoy segura de que es una oferta deliciosa, pero he de volver a preparar el desayuno -luchando con el perro, se marchó a lo que consideró un paso digno-. Te comunicaré si después puedo sacar quince minutos de alguna parte.

Zac: ¿Vanessa?

Ness: ¿Sí? -giró la cabeza y lo miró con frialdad-.

Zac: Tienes la zapatilla desabrochada.

Ella simplemente alzó la barbilla y continuó andando.

Zac sonrió y metió los dedos pulgares en los bolsillos de los vaqueros. Era una pena que empezara a gustarle.


Estaba interesado en el grupo de la excursión. Fue sencillo demorarse en la planta baja ante una segunda taza de café en la cocina, conversando con Mae y Dolores. No había esperado que lo pusieran a trabajar, pero cuando se encontró con unos cuantos manteles sobre el brazo, no dudó en echar una mano.
Vanessa, que lucía una sudadera roja con el logo de la posada en la parte frontal, arreglaba con meticulosidad una servilleta en un vaso de agua. Zac aguardó un momento.

Zac: ¿Dónde quieres que los ponga?

Ella lo miró al tiempo que se preguntaba si debería estar enfadada con él; decidió que no. En ese momento, necesitaba toda la ayuda adicional que pudiera recibir.

Ness: Un buen comienzo sería en las mesas. Los blancos debajo de todo, encima los de color albaricoque, ladeados. ¿De acuerdo? -indicó una mesa ya preparada-.

Zac: Claro -comenzó a extender los manteles-. ¿A cuántas personas esperas?

Ness: Quince del grupo -alzó una copa a la luz y la depositó sobre la mesa sólo después de haberla sometido a una inspección crítica-. Tienen desayuno incluido. Aparte de los clientes ya registrados. Servimos entre las siete y media y las diez -miró la hora, satisfecha, luego se trasladó a otra mesa-. También recibimos comensales imprevistos. Aunque es durante el almuerzo y la cena cuando todo adquiere una cualidad frenética.

Le dio unas instrucciones a las camareras, terminó de preparar otra mesa y luego fue a la pizarra que había junto a la entrada, donde comenzó a copiar el menú de la mañana con letra elegante y fluida.
Dolores, cuyo pelo rojo en punta y labios fruncidos hicieron que Zac pensara en una gallina flaca, atravesó la puerta de vaivén y plantó los puños sobre sus caderas menudas.

Dolores: No tengo que aceptar esto, Vanessa.

Ésta continuó escribiendo con calma.

Ness: ¿Aceptar qué?

Dolores: Hago lo que puedo, y sabes que te dije que me sentía floja.

Dolores siempre se sentía floja. En especial cuando no se salía con la suya.

Añadió una tortilla francesa con jamón a la lista.

Ness: Sí, Dolores.

Dolores: Tengo el pecho tan tenso, que apenas puedo respirar.

Ness: Mmmm.

Dolores: Estuve despierta la mitad de la noche, pero he venido, como siempre.

Ness: Y yo te lo agradezco, Dolores. Sabes lo mucho que dependo de ti.

Dolores: Bueno -levemente apaciguada, tiró de su mandil-. Supongo que se puede contar conmigo para hacer mi trabajo, pero a puedes decirle a la  mujer que hay ahí… -con el dedo pulgar indicó la cocina-. Puedes decirle que me deje en paz.

Ness: Hablaré con ella, Dolores. Intenta ser un poco paciente. Todos estamos un poco agotados esta mañana, con Mary Alice de baja otra vez.

Dolores: ¿De baja? -bufó-. ¿Hoy en día lo llaman así?

Ness: ¿A qué te refieres? -preguntó, sin dejar de escribir-.

Dolores: No sé por qué su coche permaneció toda la noche en la entrada de vehículos de Bill Perkin si está enferma. Ahora bien, en mi condición…

Vanessa dejó de escribir. Zac enarcó una ceja al oír el súbito acero que exhibió su voz.

Ness: Hablaremos de esto más tarde, Dolores.

Desinflada, ésta hizo un mohín y regresó a la cocina.

Guardándose el enfado, Vanessa se volvió hacia la camarera.

Ness: ¿Lori?

Lori: Casi lista.

Ness: Bien. Si puedes encargarte de los clientes del hotel, volveré a echarte una mano en cuanto registre al grupo.

Lori: No hay problema.

Ness: Estaré en la recepción con Bob -con gesto distraído, se echó la trenza a la espalda-. Si te ves abrumada, manda a buscarme. Zac…

Zac: ¿Quieres que sirva mesas?

Le dedicó una sonrisa veloz y agradecida.

Ness: ¿Sabes hacerlo?

Zac: Puedo imaginarlo.

Zac: Gracias -miró el reloj y se marchó-.

No había esperado divertirse, pero costaba no hacerlo. Las notas de música clásica y el murmullo de conversaciones hacían que fuera casi imposible no relajarse. Transportó bandejas desde y hasta la cocina. Los intercambios apagados entre Mae y Dolores resultaban más divertidos que molestos.

De modo que disfrutó del momento. Y aprovechó su posición para llevar a cabo su trabajo.

Mientras recogía las mesas junto a los ventanales, vio un miniautobús turístico detenerse ante la entrada principal. Contó cabezas y estudió las caras del grupo. El guía era un hombre grande con una camisa blanca que se tensaba sobre los hombros. Tenía una cara redonda, rubicunda y alegre que no dejaba de sonreír mientras conducía a sus pasajeros al interior. Zac cruzó la sala para verlos arremolinarse en el recibidor.

Eran una mezcla de parejas y familias con hijos pequeños. El guía, ya sabía que se llamaba Block, saludó a Vanessa con una sonrisa calurosa y luego le entregó su lista de nombres.

Se preguntó si ella sabría que Block había pasado una temporada en Leavenworth por fraude. ¿Era consciente de que el hombre con quien bromeaba había eludido una segunda condena sólo por un tecnicismo legal?

Mientras ella asignaba cabañas y entregaba llaves, dos integrantes del grupo se acercaron a la recepción para cambiar dinero. Cincuenta para uno y sesenta para el otro, notó mientras le entregaban moneda canadiense al ayudante de Vanessa y ellos recibían dólares estadounidenses.

A los diez minutos, todo el grupo estaba sentado en el comedor para desayunar. Vanessa entró detrás de ellos mientras se ponía un mandil. Abrió un bloc y comenzó a tomar los pedidos.

Zac notó que no daba la impresión de tener prisa. Por el modo en que charlaba, sonreía y respondía preguntas, era como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Pero se movía como el relámpago. Llevó tres platos en el brazo derecho, sirvió café con la mano izquierda y le hizo carantoñas a un bebé… todo a la vez.

Sirvió otra ronda de café en una mesa de cuatro, bromeó con un hombre calvo con una corbata a rayas y luego se dirigió hacia Zac.

Ness: Creo que la crisis ha pasado.

Le sonrió, pero él captó algo… ¿Furia? ¿Decepción?

Zac: ¿Hay algo que no hagas?

Ness: Intento mantenerme fuera de la cocina. El restaurante tiene una categoría de tres tenedores -miró con ganas la cafetera. Ya tendría tiempo para beber una taza-. Quiero darte las gracias por echar una mano esta mañana.

Zac: De nada -descubrió que quería verla sonreír. Sonreír de verdad-. Las propinas fueron buenas. La señorita Millie me deslizó un billete de cinco.

Los labios de ella se curvaron con rapidez, y fuera lo que fuere lo que hubiera nublado sus ojos se despejó durante un momento.

Ness: Le encanta tu aspecto con el cinturón de las herramientas. ¿Por qué no te tomas un descanso antes de empezar en el ala oeste?

Zac: De acuerdo.

La recepción estaba desierta. Decidió que el ayudante de Vanessa debía de estar o bien en el despacho lateral o bien llevando maletas a las cabañas. Pensó en meterse por el otro lado para echar un rápido vistazo a los libros, aunque llegó a la conclusión de que podía esperar. Algunos trabajos había que realizarlos en la oscuridad.

Una hora más tarde, Vanessa entraba en el ala oeste. Había logrado contener su humor al pasar junto a los huéspedes de la planta baja. Había sonreído y charlado un poco con una pareja mayor que jugaba al parchís en el salón. Pero cuando la puerta se cerró a su espalda, soltó una serie de maldiciones contenidas y furiosas. Quería patear algo.

Zac se plantó bajo el umbral de una puerta y la observó avanzar por el pasillo.

Zac: ¿Algún problema?

Ness: Sí -se alejó una media docena de pasos de él y luego giró en redondo-. Puedo soportar la incompetencia e incluso cierto grado de estupidez. Hasta puedo tolerar cierta manifestación de pereza. Pero no soporto que me mientan.

Zac aguardó un poco. La furia no iba dirigida contra él.

Zac: De acuerdo -aceptó, y esperó-.

Ness: Podría haberme dicho que quería tiempo libre o un turno distinto. Hasta es posible que se lo hubiera podido solucionar. Pero a cambio me miente. Llama para decirme que está enferma. Me preocupé por ella -volvió a darse la vuelta, luego cedió y pateó una puerta-. Odio que me tomen por tonta. Y odio que me mientan.

Era una simple cuestión de sumar dos más dos.

Zac: Hablas de la camarera… ¿Mary Alice?

Ness: Por supuesto -otra vez se dio la vuelta-. Hace tres meses vino a suplicarme que le diera un trabajo. Ahora se acuesta con Bill Perkin, de modo que se da de baja. Tuve que despedirla -suspiró como un motor que suelta vapor-. Me duele la cabeza cada vez que he de despedir a alguien.

Zac: ¿Ha sido eso lo que te ha estado molestando toda la mañana?

Ness: En cuanto Dolores mencionó a Bill, lo supe -más calmada en ese momento, se frotó un dolor insistente entre los ojos-. Luego tuve que dedicarme a los ingresos y a los desayunos antes de poder llamarla y despedirla. Se puso a llorar -miró a Zac con expresión desdichada-. Sabía que iba a llorar.

Zac: Escucha, lo mejor que puedes hacer es tomarte una aspirina y olvidarlo.

Ness: Ya he tomado algunas.

Zac: Dales tiempo para que surtan su efecto -antes de darse cuenta de lo que hacía, alzó las manos y le enmarcó la cara. Movió los dedos pulgares en círculos lentos y le masajeó las sienes-. Hay demasiadas cosas ahí dentro.

Ness: ¿Dónde?

Zac: En tu cabeza.

Sintió los ojos pesados y la sangre caliente.

Ness: No en este momento -echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Instintivamente, se adelantó-. Zac… -suspiró cuando el dolor desapareció de su cabeza y se agitó en su núcleo-. A mí también me gusta cómo te queda el cinturón de las herramientas.

Zac: ¿Sabes lo que estás pidiendo?

Estudió la boca de él. Eran unos labios plenos y firmes, y desde luego serían implacables sobre una mujer.

Ness: No exactamente -lo miró y pensó que quizá ahí radicaba el atractivo. No lo sabía. Pero sentía, y lo que sentía era nuevo y estimulante-.  Tal vez sea mejor de esa manera.

Zac: No -aunque sabía que era un error, no pudo resistir la tentación de acariciarle la línea de la mandíbula, luego los labios-. Siempre es mejor conocer las consecuencias antes de emprender una acción.

Ness: De modo que volvemos a ser cautelosos.

Zac: Sí -bajó las manos-.

Debería sentirse agradecida. En vez de aprovecharse de sus emociones confusas, se retiraba y le brindaba espacio. Quería estar agradecida, pero sólo sintió el aguijón del rechazo. «Él empezó», pensó. «Otra vez. Y él ha parado. Otra vez». Estaba harta de moverse al ritmo de los caprichos de él.

Ness: Pierdes muchas cosas de esa manera, ¿verdad, Zac? Un montón de calor, un montón de júbilo.

Zac: Un montón de decepciones.

Ness: Es posible. Supongo que a algunos nos cuesta más vivir nuestras vidas alejados de los demás. Pero si ésa es tu elección, perfecto -respiró hondo. El dolor de cabeza volvía redoblado-. No vuelvas a tocarme. Tengo por costumbre terminar lo que empiezo -miró la habitación que había detrás de ellos-. Haces un buen trabajo aquí -comentó con brusquedad-. Dejaré que vuelvas a él.

La maldijo mientras lijaba el alféizar de la ventana. No tenía derecho a hacer que se sintiera culpable sólo porque quería mantener las distancias. No involucrarse no era una costumbre para él; se trataba de una cuestión de supervivencia.

Pero era algo más que atracción, y, desde luego, diferente de cualquier cosa que hubiera sentido con anterioridad. Siempre que se hallaba cerca de ella, su objetivo se veía obnubilado con fantasías de lo que sería estar con ella, abrazarla, hacerle el amor.

Y se recordó que no eran otra cosa que fantasías. Si las cosas salían bien, se marcharía en cuestión de días. Y antes de irse, existía la posibilidad de que le destrozara la vida.

Se recordó que era su trabajo.

La vio salir con los recién casados a los que llevaría hasta el ferry. Eso le brindaría una hora para inspeccionar las habitaciones.

Sabía cómo repasar un cuarto centímetro a centímetro sin dejar rastro de su paso: Primero se concentró en lo obvio… el escritorio en el salón pequeño. Era corriente que las personas fueran descuidadas en la intimidad de sus propios hogares.

A menudo dejaban atrás un trozo de papel, una nota garabateada, un nombre en una agenda… cosas que un ojo entrenado podía descubrir.

Era un escritorio antiguo, de caoba sólida con unas pequeñas marcas y arañazos. Dos de los tiradores de latón estaban sueltos. Como el resto de la habitación, estaba limpio y organizado. Los papeles personales de ella, seguros, facturas, correspondencia, se hallaban archivados a la izquierda. Los asuntos de la posada ocupaban tres cajones de la derecha.

Un rápido vistazo le permitió ver que la posaba obtenía un beneficio razonable, siendo casi todo reinvertido en el negocio. La cocina con la que Mae se mostraba tan posesiva había sido adquirida seis meses antes.

Se había adjudicado un sueldo para sí misma, sorprendentemente modesto. No encontró, ni siquiera tras un estudio más crítico, ninguna prueba de que recurriera a las finanzas de la posada para mejorar su propia situación.

Había una foto enmarcada de ella delante de la rueda del molino, en donde se la veía con un hombre de pelo blanco y aspecto frágil.

Decidió que sería el abuelo, pero estudió la imagen de Vanessa. Tenía el cabello recogido en una coleta y el peto holgado que llevaba puesto estaba manchado en las rodillas. Supuso que de alguna labor de jardinería. Sostenía un puñado de flores estivales. Aparentaba no tener ninguna preocupación en el mundo, pero notó que el brazo libre rodeaba al anciano, desempeñando una función de apoyo.

Dejaba notas para sí misma: «Devolver muestras del papel de la pared. Bloques nuevos para el baúl de los juguetes. Llamar al afinador del piano. Reparar rueda pinchada».

No encontró nada que justificara el motivo de su presencia en la posada.

Abandonó el escritorio y con meticulosidad investigó el resto del salón.

Luego, se dirigió al dormitorio adjunto. La cama con dosel estaba cubierta con una colcha de encaje y adornada con unos bonitos y pequeños cojines. Junto a ella, había una mecedora preciosa y antigua, los reposabrazos pulidos como el cristal. La ocupaba un oso de peluche grande y de color púrpura con unos ligueros amarillos.

Había dejado las ventanas abiertas y la brisa agitaba las cortinas finas. Pensó que se trataba de la habitación de una mujer, femenina, con sus fragancias delicadas y colores pálidos. Sin embargo, de algún modo daba la bienvenida a un hombre. Hacía que deseara disponer de una hora, una noche, en esa suavidad y comodidad.

Atravesó la gastada alfombra hecha a mano y, enterrando el disgusto que le producía, inspeccionó la cómoda.

Encontró algunas joyas que tomó por herencias. Irritado con Vanessa, pensó que deberían estar en una caja fuerte. Había un frasco de perfume. Sabía exactamente el olor que tendría. Estuvo a punto de abrirlo y llevárselo a la nariz antes de contenerse. El perfume no le interesaba. Sí las pruebas.

Un paquete de cartas llamó su atención. ¿De un amante? Descartó el súbito aguijonazo de celos que sintió como algo ridículo.

Mientras desataba con cuidado la fina cinta de satén, pensó que la habitación lo estaba volviendo loco. Era imposible no imaginarla allí, acurrucada en la cama, vestida con algo blanco y tenue, el cabello suelto y las velas encendidas.

Se sacudió mentalmente mientras desplegaba la primera carta. La fecha le mostró que habían sido escritas cuando asistió a la universidad en Seattle. Al hojearlas descubrió que eran de su abuelo. Todas. Estaban escritas con afecto y humor, y contenían docenas de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana en la posada. Volvió a dejarlas tal como las había encontrado.

Su ropa era informal, salvo por algunos vestidos que colgaban en el armario. Había botas, zapatillas y dos pares de zapatos elegantes de tacón alto a cada lado de unas pantuflas peludas con forma de elefante. Como el resto de la habitación, estaban colocados con meticulosidad. Ni siquiera en el armario había encontrado una mota de polvo.

Además de un despertador y de un bote de crema para las manos, en la mesilla había dos libros. Uno era una antología de poesía y el otro una novela de misterio con una tapa dantesca. En el cajón tenía unos cuantos chocolates y en el CD portátil a Chopin. Había docenas de velas, quemadas hasta diversas alturas. En una pared colgaba un paisaje marino de azules y grises profundos y tormentosos. En la otra, una colección de fotos, la mayoría sacadas en la posada, muchas de su abuelo. Buscó detrás de cada una. Descubrió que la pintura estaba decolorándose, nada más.

Sus habitaciones estaban limpias. Se plantó en el centro del dormitorio, asimilando la fragancia de la cera de vela, popurrí y perfume. No podrían haber estado más limpias de haber sabido que las someterían a inspección. Lo único que sabía después de una hora era que se trataba de una mujer organizada a quien le gustaba la ropa cómoda, Chopin y que tenía debilidad por los chocolates y las novelas fantásticas.

¿Por qué eso la volvía fascinante?

Frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos, luchando por alcanzar la objetividad como nunca antes le había sucedido. Todas las pruebas apuntaban a que estaba metida en unos asuntos bastante dudosos. Todo lo que había descubierto en las últimas veinticuatro horas indicaba que era una mujer abierta, honesta y trabajadora.

¿Qué debía creer?

Fue hacia la puerta en el extremo opuesto de la habitación. Daba a un porche diminuto con unas largas escaleras que llevaban hasta el estanque. Quiso abrirla, salir y respirar el aire fresco, pero le dio la espalda y volvió por el mismo camino que había ido.

La fragancia de su dormitorio permaneció horas con él.

viernes, 24 de abril de 2020

Capítulo 1


Todo lo que necesitaba estaba en la mochila que llevaba a los hombros.

Incluido su 38. Si las cosas salían bien, no tendría que utilizarlo.

Zac sacó un cigarrillo de la cajetilla arrugada que llevaba en el bolsillo delantero y le dio la espalda al viento para encenderlo. Un niño de unos ocho años corrió a lo largo de la barandilla del ferry, alegremente ajeno a los gritos de su madre. Sintió una oleada de empatía por el pequeño. Desde luego, hacía frío, pero era una vista magnífica. Sentado en la sala protegida por cristales se estaría más cobijado, pero eso le quitaría algo a la experiencia.

Una mujer rubia con las mejillas rosadas y una nariz cada vez más roja sujetó al muchacho. Los oyó gruñirse mutuamente mientras ella tiraba del pequeño hacia el interior. Pensó que las familias rara vez coincidían en algo. Se apoyó en la barandilla y siguió fumando mientras el ferry atravesaba la aglomeración de islas del Estrecho de Puget.

Habían dejado atrás el horizonte de Seattle, aunque las montañas de Washington aún se elevaban altas para asombrar e impresionar al observador. Prefería la ciudad, con su ritmo, sus multitudes, su energía. Su anonimato. Siempre la había preferido. Le resultaba imposible entender de dónde había salido esa insatisfacción inquieta o por qué lo atribulaba tanto.

El trabajo. Durante el último año, le había echado la culpa al trabajo. La presión era algo que siempre había aceptado, incluso buscado. Siempre había creído que la vida sin ella sería aburrida y sin sentido. Pero últimamente no había sido suficiente. Iba de un sitio a otro, llevando poco y dejando menos.

«Hora de largarse», pensó mientras veía pasar un barco pesquero. Hora de seguir adelante. «¿Y hacer qué?». Podía trabajar para sí mismo. En alguna ocasión ya había jugado con esa idea. Podía viajar. Ya había dado la vuelta al mundo, aunque quizá fuera diferente como turista.

Nadie le prestaba mucha atención, aunque algunas mujeres lo miraban dos veces.

Superaba un poco la altura media, con la complexión tensa y sólida de un boxeador de peso ligero. La cazadora holgada y los vaqueros gastados escondían unos músculos bien tonificados. No llevaba gorro y el tupido pelo castaño volaba libremente lejos de su cara bronceada y de mejillas hundidas. Estaba sin afeitar.

Los ojos, de un azul pálido y limpio, podrían haber suavizado la apariencia de indiferencia, pero eran intensos, directos y, en ese momento, aburridos.

Prometía ser un encargo, lento, rutinario.

Oyó el anuncio de que iban a atracar y recogió la mochila. Rutinario o no, era su trabajo. Lo ejecutaría, redactaría el informe y luego se tomaría unas semanas para descubrir qué quería hacer con el resto de su vida.

Desembarcó entre el ruido de otros pasajeros. En ese momento, una fragancia a flores dulces y silvestres competía con el olor más oscuro del agua. Las flores crecían en esplendor libre y romántico, muchos capullos tan grandes como su puño. Una parte de él apreció el color y el encanto que ofrecían, pero rara vez se tomaba el tiempo de detenerse a olerlas.

Los coches bajaron por la rampa y se dirigieron o bien a casa o bien a un día de turismo.

Sacó otro cigarrillo, lo encendió y echó un vistazo casual a su alrededor… los jardines bonitos y coloridos, los encantadores hotel y restaurante blancos, los letreros que ofrecían información sobre los ferrys y el aparcamiento. Ya todo era cuestión de sincronización. Prescindió de la cafetería con terraza, aunque le habría encantado tomar una taza de café, y enfiló hacia la zona del aparcamiento.

No tardó en ver la furgoneta, el modelo pintado de blanco y azul con el lema Whale Watch Inn en el costado. Su trabajo radicaba en conseguir entrar en el vehículo y en la posada. Si la otra parte había cuidado los detalles, sería algo rutinario. Si no, ya encontraría un modo distinto.

Demorándose, se agachó para atarse un zapato. En ese momento no quedaba más que media docena de vehículos en el aparcamiento, incluida la furgoneta. Se tomó otro momento para abrirse la cazadora cuando vio a la mujer.

Tenía el pelo recogido en una trenza, no suelto como aparecía en la foto del expediente. A la luz del sol, parecía ser de un negro más claro y rico. Llevaba gafas oscuras de montura grande que le ocultaban la mitad del rostro, pero sabía que no se equivocaba. Podía ver la delicada línea de la mandíbula, la nariz pequeña y recta, la boca fina y bonita.

La información era exacta. Medía un metro cincuenta y seis, cuarenta y cinco kilos, con una complexión pequeña y atlética. Vestía de forma casual… vaqueros, jersey amplio de color crema sobre una camisa marrón chocolate. Esta hacía juego con sus ojos. Los vaqueros estaban metidos en unas botas de ante que llegaban hasta los tobillos, y de sus orejas colgaban unos finos pendientes de cristal.

Caminaba con determinación, las llaves oscilando de una mano y un bolso grande de lona colgando del hombro. No había ninguna coquetería en su andar, aunque un hombre lo notaría. Pasos largos y elásticos, un contoneo sutil de las caderas, la cabeza alta, los ojos al frente.

Zac tiró el cigarrillo.

Esperó hasta que llegó a la furgoneta antes de ir tras ella.


Vanessa dejó de tararear el final de la Novena de Beethoven, miró la rueda delantera derecha y maldijo. Como no creía que nadie estuviera mirando, le propinó una patada, luego fue a la parte posterior de la furgoneta para sacar el gato.

**: ¿Tienes algún problema?

Se sobresaltó y a punto estuvo de dejar caer el gato sobre su pie; giró en redondo.

«Un cliente duro», ése fue el primer pensamiento de Vanessa al mirar a Zac. Tenía los ojos entrecerrados por el sol. Una mano se cerraba en torno a la correa de su mochila y la otra estaba metida en su bolsillo. Se llevó la mano al corazón, se cercioró de que aún latía y sonrió.

Ness: Sí. Una rueda pinchada. Acabo de dejar a una familia de cuatro en el ferry, dos de cuyos miembros tenían menos de seis años y eran candidatos al reformatorio. Tengo los nervios crispados, la tubería rota en la habitación seis y mi fontanero ha ganado la lotería. ¿Y tú?

El expediente no había mencionado que tenía una voz rica y oscura, como el café con leche que se bebe en Nueva Orleáns. Con la cabeza indicó la rueda.

Zac: ¿Quieres que la cambie?

Vanessa podría haberlo hecho, pero no era de las que rechazara ayuda cuando se la ofrecían. Además, seguro que él la cambiaría más deprisa, y tenía el aspecto de alguien a quien le irían bien los cinco dólares que pensaba darle.

Ness: Gracias -le entregó el gato, luego sacó un caramelo de limón del bolso. La rueda se comería el tiempo que tenía destinado para el almuerzo-. ¿Acabas de llegar en el ferry?

Zac: Sí -no era muy conversador, pero empleó la cordialidad de ella con la misma habilidad que usaba el gato-. He estado viajando un poco. Pensé en estar cierto tiempo en las Oreas, ver si logro divisar algunas ballenas.

Ness: Has venido al lugar adecuado. Ayer vi a un grupo desde mi ventana -se apoyó en la furgoneta para disfrutar de la luz del sol. Mientras él trabajaba, le observó las manos. Fuertes, competentes, rápidas. Apreciaba que alguien pudiera ejecutar bien un trabajo sencillo-. ¿Estás de vacaciones?

Zac: Viajando. Acepto trabajos variados aquí y allá. ¿Sabes de alguien que busque ayuda?

Ness: Es posible -con los labios fruncidos, lo analizó mientras extraía la rueda. Se irguió y mantuvo una mano en la llanta-. ¿Qué clase de trabajo?

Zac: Lo que sea. ¿Dónde tienes la de repuesto?

Ness: ¿De repuesto? -mirarlo a los ojos más de diez segundos era como verse hipnotizada-.

Zac: La rueda -las comisuras de los labios se alzaron en una sonrisa renuente-. Necesitas una que no esté pinchada.

Ness: Claro. La de repuesto -movió la cabeza ante su propia tontería y fue a buscarla-. Está en la parte de atrás giró y tropezó con él-. Lo siento.

Apoyó una mano en su brazo para estabilizarla. Permanecieron un momento bajo la luz del sol, ceñudos.

Zac: No pasa nada. Yo la sacaré.

Cuando subió a la furgoneta, Vanessa soltó un suspiro prolongado. Tenía los nervios más a flor de piel de lo que habría imaginado.

Ness: Oh, cuidado con… -hizo una mueca cuando él se puso en cuclillas y se quitó el resto de una piruleta de la rodilla. Soltó una risa espontánea-. Lo siento. Un recuerdo de la Isla Oreas de Jimmy «El Destructor» MacCarthy, un bandido de cinco años.

Zac: Preferiría tener una camiseta.

Ness: Sí, ¿quién no? -le quitó el caramelo pegajoso, lo envolvió en un pañuelo de papel y lo guardó en el bolso-. Somos un establecimiento familiar -explicó mientras bajaba con la rueda de repuesto-. Casi todo el mundo disfruta teniendo niños alrededor, pero de vez en cuando recibes una pareja como Jimmy y Judy, los demonios gemelos de Walla Walla, y por la cabeza se te pasa convertir el lugar en una estación de servicio. ¿Te gustan los niños?

Alzó la cabeza mientras encajaba la rueda en su sitio.

Zac: A distancia segura.

Ella rió.

Ness: ¿De dónde eres?

Zac: St. Louis -podría haber elegido una docena de lugares. No habría sabido explicar por qué había elegido la verdad-. Pero no voy allí a menudo.

Ness: ¿Familia?

Zac: No.

El modo en que lo dijo hizo que ella contuviera su curiosidad innata. No quería invadir la intimidad de nadie.

Ness: Yo nací aquí mismo, en Oreas. Cada año me digo que voy a tomarme seis meses para viajar. A cualquier parte -se encogió de hombros-. Nunca lo consigo. De todos modos, éste es un lugar hermoso. Si no te limita una fecha, puede que te descubras quedándote más tiempo del planeado.

Zac: Es posible -se puso de pie para guardar el gato-. Si puedo encontrar trabajo y un lugar donde quedarme.

Vanessa no lo consideró un impulso. Lo había estudiado, evaluado y analizado durante casi quince minutos. Casi todas las entrevistas de trabajo apenas tardaban un poco más. Tenía una espalda fuerte y unos ojos inteligentes, aunque desconcertantes, y si el estado de la mochila y de los zapatos que llevaba servía para indicar algo, era evidente que la suerte no le sonreía. Tal como daba a entender su nombre, le habían enseñado a echarle una mano a la gente. Y si al mismo tiempo con ello solucionaba uno de sus problemas más inmediatos y acuciantes…

Ness: ¿Se te dan bien las manualidades?

La miró sin poder evitar que su mente se desviara.

Zac: Sí. Bastante bien.

Las cejas de ella, junto con su tensión, subieron un poco al ver la rápida inspección a la que la sometió.

Ness: Me refiero con las herramientas. Martillo, sierra, destornillador. ¿Puedes realizar reparaciones de carpintería domésticas?

Zac: Claro -iba a ser fácil, casi demasiado-.

Se preguntó por qué sentía el leve y desacostumbrado tirón de culpabilidad.

Ness: Como ya he dicho, mi fontanero ganó mucho dinero en la lotería. Se ha ido a Hawai a estudiar biquinis y comer bajo el sol. Le desearía lo mejor, salvo por el hecho de que nos hallábamos en pleno proceso de restaurar el ala oeste de la posada -señaló el logotipo en la furgoneta-. Si se te dan bien las herramientas, puedo ofrecerte comida y alojamiento y cinco dólares la hora.

Zac: Suena como que hemos solucionado nuestros respectivos problemas.

Ness: Estupendo -le ofreció la mano-. Me llamo Vanessa Hudgens.

Zac: Efron -se la estrechó-. Zac Efron.

Ness: De acuerdo, Zac -abrió la puerta-. Sube a bordo.

Mientras ocupaba el asiento del pasajero, pensó que no parecía ingenua. Aunque él bien sabía, y mejor que la mayoría, que las apariencias sí engañaban. Estaba exactamente donde quería estar, y no había tenido que recurrir a ninguna estratagema. Encendió un cigarrillo cuando ella salió del aparcamiento.

Ness: Mi abuelo construyó la posada en 1938 -dijo bajando la ventanilla-. Con el paso de los años la fue agrandando, pero en realidad sigue siendo una posada. Espero que andes buscando un lugar remoto.

Zac: Me agrada.

Ness: A mí también. Casi siempre -con una sonrisa para sus adentros, pensó que no era un tipo hablador. Aunque estaba bien, ya que ella podía hablar por los dos-. La temporada aún no ha empezado, de modo que todavía no estamos llenos -apoyó el codo en la ventanilla y con alegría se encargó del peso de la conversación-. Deberías disponer de mucho tiempo libre. La vista desde Mount Constitution es realmente espectacular. O si lo prefieres, las rutas de senderismo son magníficas.

Zac: Pensé que podría pasar algo de tiempo en B. C.

Ness: Eso es fácil. Toma el ferry a Sydney. Nos va bastante bien con los grupos de excursionistas.

Zac: ¿Nos?

Ness: A la posada. El abuelo construyó media docena de cabañas en los sesenta. Ofrecemos una tarifa especial a los grupos. Pueden alquilar las cabañas con desayuno y cena incluidos. Son un poco rústicas, pero a los turistas les encantan. Recibimos un grupo más o menos una vez por semana. Durante la temporada podemos triplicarlo.

Entró en un camino estrecho y sinuoso y mantuvo la velocidad a noventa.

Zac ya conocía las respuestas, pero sabía que podía parecer extraño que no formulara las preguntas.

Zac: ¿Tú diriges la posada?

Ness: Sí. He trabajado allí de forma interrumpida desde que tengo memoria. Cuando mi abuelo murió hace un par de años, yo me encargué de todo -hizo una pausa. Aún dolía; suponía que siempre lo haría-. A él le encantaba. No sólo el lugar, sino la idea de conocer a personas nuevas cada día, de ayudarlas a que se sintieran cómodas, de averiguar cosas de ellas.

Zac: Supongo que marcha bien.

Ness: Nos arreglamos -se encogió de hombros. Giraron por un recodo donde el bosque cedía paso a una amplia extensión de agua azul. La curva de la isla se veía con claridad y resultaba un marcado contraste con su verde y marrón profundos. En las colinas de atrás, se veían unas pocas casas-. Hay vistas similares por toda la isla. Incluso cuando vives aquí, te deslumbran.

Zac: Y el paisaje es bueno para el negocio.

Ella frunció un poco el ceño.

Ness: No le hace daño -lo miró-. ¿De verdad estás interesado en ver ballenas?

Zac: Parecía una buena idea ya que estaba aquí.

Detuvo la furgoneta y señaló hacia los riscos.

Ness: Si tienes paciencia y unos buenos prismáticos, ahí arriba es una buena apuesta. Como ya he dicho, las hemos avistado desde la posada. No obstante, si quieres verlas de cerca, lo mejor es desde un bote -cuando él no dijo nada, arrancó otra vez el vehículo-.

Se dio cuenta de que la ponía nerviosa. No daba la impresión de mirar el agua o el bosque, sino a ella.

Zac miró las manos de ella. Fuertes, competentes, pragmáticas, aunque los dedos comenzaban a martillear con cierto nerviosismo sobre el volante. Se acercó otro coche. Sin aminorar, Vanessa alzó una mano en saludo.

Ness: Ésa era Lori, una de nuestras camareras. Hace un turno temprano para poder estar en casa cuando vuelven sus hijos del colegio. Por lo general funcionamos con un personal compuesto de diez personas, a las que se suman cinco o seis más a tiempo parcial durante el verano.

Rodearon la siguiente curva y la posada apareció a la vista. Era exactamente tal como había esperado, y, al mismo tiempo, resultaba mucho más atractiva que en las fotos que le habían mostrado. Era de tablillas blancas con unos adornos azules alrededor de las ventanas arqueadas y ovaladas. Había torrecillas llamativas, paseos estrechos y un porche amplio. Una extensión de césped conducía directamente al agua, donde sobresalía un embarcadero angosto y desvencijado. Atracado allí había una pequeña lancha motora que se mecía con suavidad en la corriente.

La rueda de un molino giraba en un estanque somero en el costado de la posada y golpeaba el agua musicalmente. Al oeste, donde los árboles comenzaban a espesarse, pudo distinguir las cabañas de las que había hablado ella. Por doquier había flores.

Ness: En la parte de atrás hay un estanque más profundo -rodeó el costado y se detuvo en un pequeño aparcamiento de gravilla que ya estaba lleno a medias-. Allí mantenemos las truchas. El sendero te lleva hasta las cabañas una, dos y tres. Luego se bifurca hasta las cuatro, cinco y seis -bajó y aguardó que él se situara a su lado-. Casi todos emplean la entrada de atrás. Si quieres, luego puedo enseñarte la propiedad, pero primero te acomodaremos.

Zac: Es un lugar bonito -comentó casi sin pensar, y fue sincero-.

Había dos mecedoras en el porche trasero y un sillón de madera que necesitaba que le repasaran la pintura blanca. Se volvió para estudiar la vista que un invitado pasaría por alto desde el asiento vacío. En parte bosque y en parte agua, era muy atractiva. Apacible. Acogedora. Pensó en la pistola que llevaba en la mochila. Volvió a pensar que las apariencias engañaban.

Vanessa lo observó con el ceño levemente fruncido. No parecía mirar, sino absorber. Habría jurado que, si seis meses más tarde alguien le pedía que describiera la posada, sería capaz de hacerlo hasta la última piña.

Entonces se volvió hacia ella, y la sensación permaneció más personal e intensa en ese momento.

Ness: ¿Eres artista? -preguntó de repente-.

Zac: No -sonrió y el cambio en su cara fue veloz y agradable-. ¿Por qué?

Ness: Me lo preguntaba -decidió que había que tener cuidado con esa sonrisa-.

Las puertas dobles de cristal se abrieron para dar a una sala grande y aireada que olía a lavanda y a humo de madera. Había dos sofás y dos sillones grandes y mullidos cerca de una enorme chimenea de piedra donde crepitaban unos leños. Por toda la sala había antigüedades. A una mesa cerca de ellos, dos mujeres jugaban una partida de Scrabble.

Ness: ¿Quién gana hoy?

Las dos alzaron la cara y exhibieron unas sonrisas radiantes.

**: Estamos parejas -la mujer de la derecha se arregló el pelo al ver a Zac. Era lo bastante mayor como para ser su abuela, pero se puso las gafas e irguió los hombros-. No sabía que pensaras traer a otro huésped, querida.

Ness: Yo tampoco -se acercó para añadir otro tronco a la chimenea-. Zac Efron, la señorita Lucy y la señorita Millie.

El volvió a exhibir su sonrisa.

Zac: Señoritas.

Lucy: Efron -se puso las gafas para echar un mejor vistazo-. ¿No conocíamos a un Efron, Millie?

Millie: No que yo recuerde -siempre dispuesta a coquetear, siguió sonriéndole a Zac, aunque para ella apenas era más que un borrón miope-. ¿Ha estado con anterioridad en la posada, señor Efron?

Zac: No, señora. Es mi primera visita a las San Juan.

Millie: Le espera una grata sorpresa -suspiró-.

Se dijo que era una pena lo que hacían los años. Parecía ayer que los jóvenes atractivos le habían besado la mano e invitado a dar un paseo. En la actualidad la llamaban señora. Con melancolía, regresó al juego.

Ness: Llevan viniendo a la posada desde antes de lo que puede recordar mi memoria -le dijo a Zac mientras lo conducía por el vestíbulo-. Son encantadoras -sacó un juego de llaves y abrió una puerta-. Por aquí se va al ala oeste -con paso vivo, avanzó por otro pasillo-. Como puedes ver, las obras estaban bien avanzadas antes de que George ganara la lotería -señaló las tablas de madera apiladas contra la pared recién pintada-. Aún no se han terminado las puertas y los accesorios originales están en esa caja.

Después de quitarse las gafas de sol, las metió en el bolso. El la miró a los ojos mientras Vanessa examinaba la obra de George.

Zac: ¿Cuántas habitaciones hay?

Ness: En este ala hay dos individuales, una doble y una suite familiar, todas en diversas fases de desorden -rodeó una puerta apoyada contra una pared y entró en una habitación-. Puedes ocupar ésta. Es la más próxima a estar terminada en esta sección.

Era una habitación pequeña y luminosa. Tenía la ventana con un cristal tintado y daba a la rueda de molino. La cama estaba desnuda y el suelo necesitado de pulir. Un papel evidentemente nuevo cubría todas las paredes desde el techo hasta un carril de madera. Debajo se veía simple escayola.

Ness: Ahora no parece gran cosa.

Zac: Está bien -había estado en lugares que hacían que esa habitación pareciera una suite del Waldorf-.

De forma automática, ella fue a comprobar el armario y el cuarto de baño adjunto, tomando nota mental de lo que hacía falta.

Ness: Puedes empezar por aquí, si logras estar más cómodo. No tengo preferencias. George trabajaba de acuerdo con su propio sistema. Yo jamás lo entendí, pero, por lo general, acababa las cosas.

Dedicó los siguientes treinta minutos a mostrarle el ala y a explicarle exactamente qué quería. Zac escuchó, hizo pocos comentarios y estudió la disposición de la zona. Sabía por los planos que había estudiado que el trazado de esa zona era igual que el del ala este. Dispondría de acceso fácil a la planta principal y al resto de la posada.

Mientras miraba las paredes a medio terminar, pensó que le esperaba trabajo. Lo consideró una pequeña bonificación. Disfrutaba trabajando con las manos, algo a lo que apenas había podido dedicarse en el pasado.

Ella se mostró muy precisa en sus instrucciones. Era una mujer que sabía lo que quería y que pensaba conseguir. Le gustaba eso. No le cabía ninguna duda de que era buena en lo que hacía, ya fuera dirigir una posada… u otra cosa.

Zac: ¿Qué hay ahí arriba? -señaló unas escaleras al final del pasillo-.

Ness: Mis habitaciones. Nos ocuparemos de ellas una vez que hayamos terminado con las de los huéspedes -movió las llaves, mientras sus pensamientos seguían una docena de direcciones-. Y bien, ¿qué te parece?

Zac: ¿Qué?

Ness: El trabajo.

Zac: ¿Tienes herramientas?

Ness: En el cobertizo del otro lado del aparcamiento.

Zac: Podré hacerlo.

Ness: Sí -le lanzó las llaves. Estaba segura de que podría. Se hallaban en la sala de estar octogonal de la suite familiar. Estaba vacía salvo por el material y las lonas de protección. Y silenciosa. De pronto notó que se encontraban muy próximos y que no podía oír ni un sonido. Sintiéndose tonta, sacó una llave de la anilla-. La necesitarás.

Zac: Gracias -la guardó en el bolsillo-.

Vanessa respiró hondo y se preguntó por qué sentía como si acabara de dar un largo paso con los ojos cerrados.

Ness: ¿Has comido?

Zac: No.

Ness: Te acompañaré a la cocina. Mae te preparará algo.

Salió, quizá con demasiada precipitación. Quería escapar de la sensación de que estaba completamente a solas con él. Y desvalida. Movió los hombros. «Un pensamiento estúpido», se dijo. Jamás había estado desvalida. No obstante, experimentó una oleada de alivio al cerrar la puerta a su espalda.

Lo llevó abajo, por el recibidor vacío y al gran comedor decorado con tonos pastel. En cada mesa había pequeños jarrones con flores frescas. Unos amplios ventanales daban a la vista del agua y en la pared del sur había empotrado un acuario.

Se detuvo allí un momento y observó la habitación hasta quedar satisfecha de que las mesas se hallaran preparadas para la cena. Luego empujó una puerta de vaivén para entrar en la cocina.

*: Y yo digo que necesita más albahaca.

**: Y yo digo que no.

Ness: Hagas lo que hagas -murmuró-, no te muestres de acuerdo con ninguna de las dos. Señoras -recurrió a su mejor sonrisa-. Os he traído a un hombre hambriento.

La mujer que vigilaba la olla alzó una cuchara goteante. La mejor manera de describirla era ancha… cara, caderas, manos. Inspeccionó a Zac con rapidez y ojos entrecerrados.

*: Siéntate, entonces -le dijo, indicando con el dedo pulgar una larga mesa de madera-.

Ness: Mae Jenkins, Zac Efron.

Zac: Señora.

Ness: Y Dolores Rumsey.

La otra mujer sostenía un frasco con hierbas. Era estrecha como Mae ancha. Después de ofrecerle a Zac un gesto de asentimiento, comenzó a deslizarse hacia la olla.

Mae: Mantente alejada de eso -ordenó-, y ofrécele al hombre un poco de pollo frito.

Musitando, Dolores se alejó en busca de un plato.

Ness: Zac va a reanudar las restauraciones donde las dejó George. Se alojará en el ala oeste.

Mae: No eres de por aquí -volvió a mirarlo-.

Zac: No.

Con un bufido, le sirvió una taza de café.

Mae: Parece que no te sentarían mal un par de buenas comidas.

Ness: Aquí las recibirás -intervino interpretando su papel de apaciguadora-.

Sólo hizo una leve mueca cuando Dolores plantó un plato de pollo frío y de ensalada de patata delante de Zac.

Dolores: Necesita más eneldo -lo miró con ojos centelleantes, como si lo retara a estar en desacuerdo-. No quiere escucharme.

Zac dedujo que su mejor opción era sonreírle y mantener la boca llena.

Antes de que Mae pudiera responder, la puerta volvió a abrirse.

**: ¿Puede un hombre conseguir una taza de café aquí? -el hombre se detuvo y miró con curiosidad a Zac-.

Ness: Bob Mullins, Zac Efron. Lo contraté para terminar el ala oeste. Bob es uno de mis varios manos derechas.

Bob: Bienvenido a bordo -se acercó a la cocina para servirse una taza de café, añadiéndole tres terrones de azúcar mientras Mae chasqueaba la lengua-.

El dulce no parecía surtir efecto en él. Era alto, quizá un metro ochenta y cinco, y no podía pesar más de setenta y cinco kilos. Llevaba corto el pelo castaño claro alrededor de las orejas y peinado hacia atrás de su frente alta.

Bob: ¿Vienes del este? -preguntó entre sorbos de café-.

Zac: Del este de aquí.

Ness: ¿Has aclarado el asunto de esa factura con el frutero?

Bob: Todo solucionado. Recibiste un par de llamadas mientras estabas fuera. Y hay unos papeles que necesitan tu firma.

Ness: Les echaré un vistazo -comprobó el reloj-. Bueno -miró a Zac-. Estaré en el despacho próximo al vestíbulo si necesitas saber algo.

Zac: Me las arreglaré.

Ness: De acuerdo -lo estudió otro momento. No terminaba de entender cómo podía estar en una habitación con otras cuatro personas y parecer tan solo-. Nos vemos luego.

Zac hizo un recorrido largo e informal de la posada antes de comenzar a trasladar herramientas al ala oeste. Los pájaros trinaban en los árboles y llegaba el sonido lejano de una lancha motora. Oyó llorar a un bebé y las notas de una sonata de Mozart al piano.

Si él mismo no hubiera repasado los datos, habría jurado que se encontraba en el lugar equivocado.

Eligió la suite familiar y se puso manos a la obra, preguntándose cuánto tardaría en poder entrar en las habitaciones de Vanessa.

Había algo reconfortante en trabajar con las manos. Pasaron dos horas y se relajó un poco. Un vistazo al reloj le hizo decidir realizar otro viaje innecesario al cobertizo. Vanessa había mencionado que el vino se servía a las cinco en lo que ella llamaba la sala de las tertulias. No le iría mal echarle otro vistazo más detenido a los huéspedes del hotel.

Emprendió la marcha, pero se detuvo en el umbral de su cuarto. Había oído algo, un movimiento. Con cautela, entró e inspeccionó la habitación vacía.

Tarareando, Vanessa salió del cuarto de baño, donde acababa de dejar unas toallas limpias. Desplegó una sábana y comenzó a hacer la cama.

Zac: ¿Qué haces?

Conteniendo un grito, trastabilló hacia atrás, luego se sentó en la cama para recuperar el aliento.

Ness: Dios mío, Zac, no hagas eso.

La observó con ojos entrecerrados.

Zac: Te pregunté qué hacías.

Ness: Debería de ser obvio -palmeó el juego de sábanas-.

Zac: ¿También te encargas de las tareas domésticas?

Ness: De vez en cuando -recobrada, se puso de pie y alisó la sábana bajera sobre la cama-. Hay jabón y toallas en el cuarto de baño -lo informó, y luego ladeó la cabeza-. Parece que podrías usarlos -desplegó la encimera con un movimiento diestro-. ¿Has estado ocupado?

Zac: Ése fue el trato.

Con un murmullo de asentimiento, ella metió las esquinas de la sábana en el pie de la cama tal como Zac recordaba que había hecho su abuela.

Ness: Te he dejado una manta y una almohada adicionales en el armario.

La observó ir de un extremo a otro. No recordaba la última vez que había visto hacer una cama a alguien. Agitaba pensamientos que no podía permitirse el lujo de tener.

Zac: ¿Paras alguna vez?

Ness: Se sabe que lo he hecho -extendió una colcha blanca-.  Mañana esperamos a un grupo, de modo que todos están ocupados.

Zac: ¿Mañana?

Ness: Mmm. En el primer ferry procedente de Sydney -satisfecha, ahuecó las almohadas-. ¿Has…?

Calló al volverse y prácticamente caer contra él.  Instintivamente, las manos de Zac se dirigieron a sus caderas mientras ella apoyaba las suyas en los hombros de él. Un abrazo… no planeado, no deseado y de una intimidad perturbadora.

Se dio cuenta de que era esbelta bajo el jersey grueso y largo, incluso más de lo que podría esperar un hombre. Y sus ojos eran más bonitos de lo que tenían derecho a ser, más grandes y suaves. Olía como la posada, con esa mezcla acogedora de lavanda y humo de leños. Atraído, no la soltó, aunque supo que debería hacerlo.

Zac: ¿He qué? -extendió los dedos sobre sus caderas y la atrajo un poco más-.

Vio la confusión en los ojos; la reacción lo llamó.

Ella había olvidado todo. Sólo podía mirarlo fijamente, casi aturdida por las sensaciones que la atravesaban. De forma involuntaria, los dedos se cerraron sobre la camisa de él. Recibió la impresión de fuerza, una fuerza despiadada con el potencial para la violencia. El hecho de que la excitara la dejó sin habla.

Zac: ¿Quieres algo? -murmuró-.

Ness: ¿Qué?

Pensó en besarla, en pegar la boca con fuerza sobre la suya y zambullirse en ella. Disfrutaría del sabor, de la pasión momentánea.

Zac: He preguntado si querías algo -despacio, subió las manos hasta su cintura por debajo del jersey-.

La conmoción del calor, la presión de los dedos, la devolvieron a la realidad.

Ness: No -comenzó a retroceder, se encontró inmovilizada y luchó contra el pánico creciente. Antes de que pudiera volver a hablar, él la había soltado. Decepción. Pensó que era una reacción extraña echar de menos quemarse-. Iba a… -respiró hondo y esperó a que los nervios dispersos se asentaran-. Iba a preguntarte si habías encontrado todo lo que necesitabas.

Zac: Eso parece -respondió, sin dejar de mirarla-.

Ella juntó los labios para humedecerlos.

Ness: Bien. Tengo mucho que hacer, así que dejaré que vuelvas a tus tareas.

La sujetó por el brazo antes de que pudiera alejarse. Quizá no fuera lo más inteligente, pero quería volver a tocarla.

Zac: Gracias por las toallas.

Ness: Claro.

La observó marcharse a toda velocidad. Pensativo, sacó un cigarrillo. No recordaba que alguna vez lo hubieran desconcertado con tanta facilidad. Desde luego, no una mujer que no había hecho otra cosa que mirarlo. No obstante, tenía por costumbre caer de pie.

Quizá fuera ventajoso intimar con ella, jugar con la reacción que percibía que provocaba en Vanessa. Sin prestar atención a una oleada de disgusto consigo mismo, encendió una cerilla.

Tenía que hacer un trabajo. No podía permitirse el lujo de pensar en Vanessa Hudgens como en algo que no fuera un medio para alcanzar un fin.

Aspiró una bocanada y maldijo el dolor apagado en su estómago.


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