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viernes, 31 de octubre de 2014

Capítulo 26


Londres, 25 de agosto

Mi muy querida Vanessa:
Te pido disculpas porque mi carta llegara tarde ayer. Estos dos últimos días, la luz, aunque más débil y fría que la de pleno verano, tiene una calidad dorada maravillosa, en especial al final del día. La señorita Snow cree que he hecho unos progresos enormes en “Tarde en el parque”.
Todos van volviendo lentamente a Londres. Anoche cené en casa de los Snow y me delaté como persona vulgar cuando confesé que llevaba más de dos semanas en la ciudad. Todos los demás alardeaban de haber pasado todo el mes de agosto cazando el urogallo en Escocia o navegando alrededor de la isla de Wight.
Me siento muy feliz de verte mañana. Ojalá ya estuviéramos casados.
Te envío, como siempre, todo mi cariño.
Devotamente tuyo,
ANDREW


La marcha de Zac no había pasado inadvertida. Tenía tanto valor la noticia del acontecimiento que, en menos de treinta y seis horas, todo Londres sabía que había vaciado sus aposentos y se había llevado todas sus cosas con él. El telégrafo, incluso el teléfono, palidecían ante la rapidez y eficacia de la transmisión de rumores de boca en boca.

¿Qué significaba? Todos querían saberlo. ¿Es que lady Tremaine había ganado la batalla? ¿Lord Tremaine había abandonado definitivamente la guerra? ¿O sólo se había retirado temporalmente para reagrupar sus fuerzas?

Ness disimulaba, inventaba y se mostraba equívoca, cuando podía. Cuando la presionaban demasiado, mentía directamente. Repetía que no lo sabía, que lord Tremaine no le comunicaba sus planes personales. No sabía qué intenciones tenía -no sabía, no sabía, no sabía- y, por lo tanto, tenía que refrenar su impaciencia un poco más.

Se mecanografiaron de nuevo los papeles del divorcio; ya solo se necesitaba que ella los firmara. Les dijo a los abogados que los retuvieran. Parker preguntó si había que retirar los muebles y toda la decoración de la habitación de lord Tremaine, simplemente taparlos, o si había que limpiarlos cada día, a la espera de su vuelta. Le dijo que lo dejara todo tal como estaba. Su madre se gastó una fortuna en telegramas. No hizo caso de ninguno.

Pero no podía dejar de hacer caso de Andrew. Andrew -bendito sea por haber tenido tanta paciencia- daba señales crecientes de angustia. «¿Ha llegado algo de los abogados de lord Tremaine?», le preguntaba cada vez que se veían. «Ojalá pudiéramos casarnos. Ahora mismo.» Había algo temeroso y casi desesperado en sus ruegos. Cada vez, ella le daba la misma respuesta, cuidadosamente elaborada, y se odiaba con una rabia cada vez mayor.

Rich era el único que no hacía preguntas que ella no pudiera responder. Pero parecía abatido y apático. Con frecuencia, lo encontraba en el invernadero, durmiendo la siesta en la silla de ratán favorita de Zac, la que tenía los cojines de un azul descolorido y quemaduras de cigarro en el apoyabrazos, como si esperara su regreso.

Sostener este insoportable statu quo era como hacer malabarismos con cimitarras en llamas. Se despertaba cansada y se iba a la cama aturdida por el cansancio de eludir la curiosidad de mil conocidos, mantener a su madre a raya, mimar a Andrew lo mejor que podía y ocultar la verdad incluso a los pocos amigos en quienes confiaba.

El final de la temporada trajo poco alivio consigo. Los viajes por ferrocarril eran ya tan rápidos que incluso su retiro en Briarmeadow no le proporcionaba refugio. Cada fin de semana daba una fiesta de tres días, en su casa, para que ella y Andrew pudieran verse sin que resultase impropio. Como resultado, la mitad del tiempo su casa estaba llena a desbordar de gente. Torrentes de curiosidad exagerada, entusiasta e insatisfecha, giraban y se arremolinaban, volviendo loco a Andrew y poniéndola de tan mal humor como si fuera una matrona en apuros, con la vejiga llena de té y ningún sitio donde vaciarla.

Además se sentía culpable. Y avergonzada. Y desanimada.

Por supuesto, sabía lo que estaba haciendo. Estaba haciendo lo imposible por posponer la hora de la verdad, la hora en que tendría que dar un paso adelante y casarse con Andrew o enfrentarse al hecho de que no podía hacerlo, ni siquiera ahora que Zac se había retirado de la pelea.

Pero ¿cómo se lo podía decir a Andrew? Había sido un amigo fiel desde el primer momento. Nunca durante todo aquel caos la había culpado, explícita o implícitamente, de nada. Había seguido a su lado, con valor y humildad, soportando los chismorreos que lo dejaban como un estúpido o como un cazafortunas de primera.

Se lo debía. Debía recompensarlo por su lealtad y su confianza en ella. Había hecho mucho por ella, el inquebrantable Sancho Panza de su demencial y quijotesca búsqueda. ¿Cómo iba a hacer menos por él?

El arroyo bajaba transparente y con poca agua en esa época del año. Murmuraba y susurraba, con el ocasional burbujeo de una salpicadura iluminada por el sol. Las flexibles ramas de los sauces colgaban, lánguidas, sobre la superficie del agua, como una mujer coqueta que exhibe la exuberancia de su cabellera suelta moviendo lenta, provocadoramente, la cabeza.

Ness no sabía qué esperaba encontrar allí. Zac bajando a galope tendido por la colina, como un salvaje, para llevársela de allí, quizá. Meneó la cabeza, asombrada ante su persistente idiotez.

Pero no se marchó. En los últimos diez años y medio había olvidado lo encantador que podía ser aquel lugar, tan tranquilo, sin más ruido que la suave risa del arroyo, el rumor de la brisa matinal cuando se deslizaba entre hojas y ramas, los balidos de las ovejas paciendo en una alta alfombra verde de alfalfa, en el prado detrás de ella, y...

¿Cascos de caballo?

El corazón le rebotó contra las costillas. El caballo venía de su propiedad. Dio media vuelta, se recogió la falda y se lanzó a la carrera pendiente arriba.

No era Zac, sino Andrew. Su sorpresa fue casi más fuerte que su desilusión. Ni siquiera sabía que Andrew supiera montar. Iba torpemente sentado, pero se mantenía en la silla, tercamente, consiguiendo hacer avanzar al caballo en zigzag de puro milagro.

Corrió hacia él.

Ness: ¡Andrew! ¡Cuidado, Andrew!

Tuvo que ayudarlo a soltar el pie del estribo cuando desmontó, porque se le había quedado enganchado el tacón al bajar.

Andrew: Estoy bien, estoy bien -dijo, tranquilizándola apresuradamente-.

Ness miró qué hora era. Andrew solía llegar en el tren de las 14.13. Pero todavía no eran las once.

Ness: Llegas temprano. ¿Va todo bien?

Andrew: Sí, todo va perfectamente -respondió mientras ataba, inexperto, el caballo a un salegar-. No sabía qué hacer. Así que he cogido un tren anterior. No te importa, ¿verdad?

Ness: No, no, claro que no. Siempre eres bienvenido.

Pobre Andrew, cada vez que lo veía estaba más delgado. Sintió una punzada de dolor en el corazón. Querido Andrew. Cuánto deseaba que fuera feliz.

Lo besó en la mejilla.

Ness: ¿Fue bien la pintura ayer?

Andrew: Casi he acabado con la manta de picnic.

Ness: Bien -dijo, sonriendo un poco para sus adentros, disfrutando de su entusiasmo igual que una madre disfruta del de un niño-. ¿Y cómo van las cosas de encima de la manta? ¿El cesto, la cuchara olvidada, la manzana a medio comer y el libro abierto?

Andrew: ¿Te acuerdas? -parecía estar asombrado-.

Así que se había dado cuenta de su preocupación. Suponía que esperar que no se diera cuenta habría sido esperar demasiado.

Ness: Pues claro que me acuerdo. -Aunque solo vagamente. Y solo porque se lo había preguntado repetidas veces-. ¿Qué tal van?

Andrew: El libro me está costando mucho, tiene que estar la mitad al sol y la mitad en la sombra. No acabo de decidir si las sombras deberían tener un matiz ocre o verdoso.

Ness: ¿Qué opina la señorita Snow?

Andrew: Verdoso. Por eso no estoy seguro. Yo pensaba que tenían que ser ocre. -Dio unos pasos en dirección al arroyo-. ¿Seguimos estando en Briarmeadow? No recuerdo haber estado nunca tan lejos de la casa.

Ness: Aquellas son tierras de Fairford, al otro lado del agua.

Andrew: Unas tierras que habrían sido tuyas un día.

Lo miró, pero solo pudo verle el perfil.

Ness: Ya tengo suficientes tierras.

Andrew suspiró.

Andrew: Me refería a si tú y lord Tremaine no os hubierais peleado. O si hubierais conseguido arreglar las cosas entre vosotros.

Ness: O si el séptimo duque no hubiera muerto justo antes de casarse conmigo. La vida no actúa según los planes.

Andrew: Pero probablemente no sueles desear que el séptimo duque no hubiera muerto.

Ness abrió la boca para decir algo que pudiera tranquilizarlo, como había hecho innumerables veces durante los últimos meses, pero de repente se dio cuenta de lo engreído y estúpido que era hacerlo. Andrew lo sabía. Aunque no lo reconociera, él comprendía que todo había cambiado.

Su ansiedad no podía calmarse con unas meras palabras, ni erradicarse siquiera con una boda. Como el fantasma de una casa embrujada, podía desvanecerse detrás de la madera cuando el sol brillaba en lo alto y hacía un día despejado, solo para volver acrecentado a principio de las largas noches y las tormentas huracanadas.

Su ausencia de respuesta se cernía, pesadamente, en el aire. Andrew parecía un poco asombrado. Al igual que Ness, probablemente se había acostumbrado a las detalladas frases tranquilizadoras que ella fabricaba con la eficacia de un proceso industrial. Pero era una farsante. El castillo en la colina que había construido para ellos no era más real que un fuerte pintado en un telón de fondo.

Andrew se apartó de ella, como si necesitara distancia para aclarar sus propias ideas. Todavía podía mostrarse tierna, seguir fingiendo que todo iría bien. Pero sería una enorme mentira.

Decía mucho sobre su arrogancia -e ingenuidad, hasta cierto punto- que hubiera seguido convencida, durante tanto tiempo, de que todavía podía hacer que él fuera feliz, aunque él no pudiese hacer lo mismo por ella. No existían los matrimonios donde solo uno de los cónyuges era feliz. Debían serlo los dos o no serlo ninguno.

Lo alcanzó en el borde del prado.

Andrew: Aquí la luz es buena -dijo con desgana-.

Parecía un personaje salido de uno de sus queridos cuadros impresionistas, una figura meditabunda y melancólica en plein air, contra un cielo luminoso y un paisaje verdeante.

Ness señaló hacia el arroyo.

Ness: ¿Ves allí donde los sauces crecen muy cerca de la orilla? Allí conocí a lord Tremaine.

Andrew frotó la suela de la bota contra una roca.

Andrew: ¿Amor a primera vista?

Ness: Casi, en veinticuatro horas. -Respiró hondo una vez y una segunda vez. Era hora de confesar la verdad-. En cierto sentido, fui víctima de mi juventud e inexperiencia; nunca me había enamorado antes y no podía controlar la intensidad de mis emociones. Pero sobre todo, yo misma fui mi peor enemigo; era demasiado egoísta, demasiado miope y demasiado insensible. Sabía que era horrible engañarlo para que pensara que su prometida se había casado con otro, pero seguí adelante y lo hice.

Andrew soltó una exclamación de asombro. Era la primera vez que le contaba -a él o a cualquiera, en realidad- el auténtico porqué de su infelicidad marital. No era extraño. Era una fea historia, llena de lo que menos le gustaba de sí misma.

Ness: Lo que hice me proporcionó tres semanas de felicidad, una felicidad corrompida en todo caso, y luego la más absoluta caída. -Suspiró-. La vida tiene sus medios para enseñar humildad a los arrogantes.

Andrew: Tú no eres arrogante -dijo tercamente-.

Oh, Andrew, querido Andrew.

Ness: Puede que no tanto como lo era, pero sí lo bastante arrogante como para no haberte informado de la verdad desde el principio... sobre mi matrimonio, sobre los cuadros...

Andrew se volvió hacia ella.

Andrew: ¿De verdad crees que te quiero porque tienes unos determinados cuadros en las paredes? Ya estaba enamorado de ti mucho antes de poner el pie en tu casa.

Ness le cogió las manos, miró sus dedos entrelazados y, luego, lentamente, hizo un gesto negativo con la cabeza.

Ness: Lo siento, esperaba que fuera por los cuadros. Eso haría que tú y la señorita Snow fuerais perfectos el uno para el otro.

Andrew: Brittany quiere convertirme en algo que no soy. Quiere que sea el próximo William Bouguereau, el pintor más famoso de mi tiempo. Pero yo no estoy destinado a ser famoso ni tampoco rico. Soy un pintor lento y no me importa. Pinto lo que quiero y cuando quiero. Y preferiría no dudar sobre si una sombra en particular es ocre o verdosa.

Ness sonrió con pesar.

Ness: Eso puedo comprenderlo. Aunque habría deseado que entre la señorita Snow y tú...

Andrew: Te quiero a ti.

Ness: Y yo te adoro -dijo muy sinceramente-. No conozco ningún hombre mejor que tú. Pero si nos casáramos, siempre seríamos tres en nuestro matrimonio. No es justo para ti. Y con el tiempo, sería insoportable. Le he dado vueltas y más vueltas, día y noche. Has sido mi más querido amigo. No dejaba de preguntarme cómo podía fallarte; cómo podía herirte. Pero he acabado entendiendo que traicionaría tu confianza por completo si continuara fingiendo que podíamos seguir como si nada hubiese cambiado. Las cosas han cambiado y no puedo deshacer estos cambios igual que no puedo hacer que el agua del arroyo fluya corriente arriba. Lo único que puedo hacer es ser sincera contigo, de una vez por todas.

Andrew bajó la cabeza.

Andrew: ¿Lo sigues queriendo?

Era la pregunta que ella había temido, la que él no se había atrevido a hacer seis semanas antes.

Ness: Sí, me temo que sí. No sé cómo pedirte que me perdones...

Andrew: No necesitas pedirme perdón por nada. Nunca me has fallado, tampoco esta vez. -la abrazó-. Gracias.

Ness estaba confundida.

Ness: ¿Por qué?

Andrew: Por gustarte tal como soy. Nunca había tenido confianza en mí hasta que llegaste tú. No sabes lo maravilloso que ha sido para mí este último año y medio.

Querido Andrew, solo él podía ser tan dulce como para darle las gracias en un momento como este. Lo abrazó con fuerza.

Ness: Eres la persona más maravillosa que he conocido, sin excepción.

Cuando se separaron, él tenía los ojos enrojecidos. También ella tuvo que luchar contra los deseos de echarse a llorar, de soltar un suspiro y una lágrima por algo que, sencillamente, no estaba destinado a pasar, un noviazgo encantador que se habría hundido bajo el peso de un matrimonio complicado.

Andrew fue el primero en hablar.

Andrew: Supongo que te irás a América, ¿verdad?

Ness se encogió de hombros, tratando de mostrarse indiferente.

Ness: No lo sé.

Zac la había dejado ir con tanta facilidad y elegancia; debía de haber llegado a la conclusión de que ya no la deseaba, que la oferta de reconciliación había sido una aberración, provocada por un impulso emocional que no podría resistir la fuerza de la razón.

Ya habría seguido con su vida, tendría una o dos amantes, quizá incluso habría empezado a prestar atención a aquellas bellas señoritas americanas que desfilaban ante él, con sus perfectos dientes americanos y sus perfectas narices americanas. ¿Querría, realmente, que ella se presentara allí y le estropeara sus nuevos planes?

Ness: Vamos -dijo, cogiendo a Andrew por el codo-. Volveremos paseando. Es la hora del almuerzo. El mozo puede venir a buscar el caballo luego. Dime qué vas a hacer, ahora que has rehusado ser el próximo gran pintor, famoso en todo el mundo.


El lunes por la mañana, Ness acompañó a Andrew a la estación. Consiguió pasar unos días agradables, conversando más abiertamente, con más afecto y facilidad con él que en mucho tiempo. Incluso disfrutó de sus invitados, una vez que hubo dado el paso, informándolos de que, aunque estimaba a Andrew más que nunca, había considerado prudentemente liberarlo de su compromiso.

Cuando llegó a casa, Parker le informó de que había una persona esperándola.

Parker: Ha venido a verla un tal señor Appleton, de Addíeshaw, Pearce y Compañía, milady. Lo he hecho pasar a la biblioteca.

Appleton, Pearce & Co. eran los abogados de Zac. ¿Para qué había ido a visitarla, tan lejos de la ciudad, uno de los socios principales?

Appleton tenía algo más de cincuenta años, era bajo e iba muy peripuesto con su traje de tweed. Sonrió cuando Ness entró en la estancia; no con la sonrisa apretada y cauta que habría esperado de un abogado, sino con la expresión encantada de un amigo al que no ves desde hace tiempo.

Appleton: Milady Tremaine -dijo saludándola con una inclinación-.

Ness: Señor Appleton. Dígame, ¿qué le trae al condado de Bedford?

Appleton: Negocios, me temo. Aunque le confieso, señora, que deseaba conocerla en persona desde que el señor Berwald se puso en contacto con nosotros en relación con el difunto duque de Fairford.

Claro. ¿Cómo podía haberlo olvidado? Había lanzado, implacable, al señor Berwald, su principal abogado, contra este mismo señor Appleton, que había defendido los intereses de su cliente con la ferocidad de una leona madre.

Ness sonrió.

Ness: ¿Le parezco igual de aterradora en persona?

No contestó a la pregunta directamente.

Appleton: Casi me lo pareció cuando lord Tremaine me informó de que se casaría con usted con licencia especial. Sin embargo, a diferencia de su difunto primo, él contaba los días. Ahora veo por qué.

Ah, el dulce ayer. Sintió una nueva punzada de dolor en el corazón. Le señaló un sillón.

Ness: Por favor, tome asiento.

Appleton sacó una caja rectangular de su maletín y se la acercó por encima del escritorio. El perfume de palisandro, dulce y embriagador, flotó hasta ella.

Appleton: Esto llegó a nuestro despacho ayer, por correo especial. Le ruego que, por favor, lo abra y verifique que nadie ha tocado el contenido durante el transporte ni durante mi custodia.

¿Qué podía querer darle Zac? No tenía ni la más remota idea. Dentro de la caja había un joyero de terciopelo. Levantó la tapa y se quedó sin aliento.

Encima de un lecho de satén crema brillaba un collar magnífico; toda la cadena estaba hecha de diamantes, una lágrima engarzada con la siguiente. Siete rubíes, cada uno rodeado de diamantes, colgaban del collar, los dos más pequeños eran del tamaño de la uña de su pulgar; el mayor, en el centro, más grande que un huevo de codorniz. También había dos pendientes a juego, cada uno con un rubí tan grande como la yema de su dedo índice.

Había visto muchas joyas en su vida, y ella misma poseía unas cuantas piezas maravillosas. Pero era raro que, incluso ella, se tropezara con un conjunto tan atrevido y audaz. Se requeriría una mujer con una soberbia seguridad en sí misma para no sucumbir al resplandor de aquella joya, para no convertirse en un mero accesorio del esplendor y alto precio del collar.

Había una nota, sin fecha ni firma, con la inclinada letra de Zac.

El piano llegó de una pieza, tan desafinado como siempre. La cortesía exige que corresponda con un regalo. Compré el collar en Copenhague. Lo mejor es que lo tengas tú.

En Copenhague. Lo había comprado para ella.

Ness: Parece que no falta nada -murmuró-.

Appleton: Muy bien, señora. También me han pedido que la informe de que puede, cuando quiera, volver a presentar la petición de divorcio. Lord Tremaine me ha dado instrucciones de mantenernos al margen y no hacer nada para impedir su progreso. El divorcio debería ser un asunto legal bastante sencillo en estos momentos, ya que no tienen hijos ni disputas con sus propiedades, todo está claramente detallado en el contrato de matrimonio.

Por un momento, el corazón dejó de latirle.

Ness: ¿Ha retirado todas las objeciones?

Appleton: Sí, señora. Lord Tremaine me declaró su conformidad en una carta. La he traído por si milady quiere leerla.

Ness: No -respondió demasiado rápidamente.. No será necesario.  Su palabra es suficiente.

Se levantó. El abogado también se puso en pie.

Appleton: Gracias, señora. Sin embargo, queda un último y pequeño asunto.

Ness lo miró, sorprendida. Pensaba que la entrevista había concluido.

Ness: Dígame, señor Appleton.

Appleton: Lord Tremaine solicita que le devuelva un pequeño artículo, un anillo de filigrana de oro con un insignificante zafiro.

Se quedó paralizada. Appleton acababa de describir su anillo de compromiso.

Ness: Tendré que buscarlo.

Appleton se inclinó.

Appleton: Ahora, con su permiso, me retiro, lady Tremaine.

El pequeño zafiro brillaba, apagado, mientras Ness daba vueltas al anillo entre los dedos. Zac lo había comprado para ella. Y ella se había quedado sin saber qué decir. No por el propio anillo, sino por él, por el significado tremendamente simbólico del gesto. En verdad la quería.

El anillo de boda lo había donado, tiempo atrás, a la Sociedad Benéfica de los Pobres Sin Hogar, pero este lo había conservado, aunque escondido, en una caja donde también guardaba los restos secos de todas las flores que él le había comprado y un trozo descolorido de cinta azul del encantador lazo arrugado que llevaba Rich cuando se lo regaló.

Ahora él quería que le devolviera el anillo. ¿Por qué volver a recordar la parte más dolorosamente dulce de su pasado en estos momentos? ¿Por qué no exigir que le devolviera también a Rich mientras el pobre perro aún respirara?

¿Estaba tratando deliberadamente de provocarla?

Pero ¿y si no la estaba provocando? ¿Y si de verdad lo que quería era que le devolviera el anillo? Muy bien. Conseguiría lo que quería. Solo tendría que sacárselo del...

Se llevó la mano a la boca. No podía decirse que fuera la idea sexualmente más escandalosa que había tenido en su vida. Lo que la dejaba atónita era la rebeldía y la diablura que resurgía en ella, aquel exuberante optimismo cuando creía que estaba desganada y apática.

Lo amaba. Si en su juventud estuvo dispuesta a infringir los principios de la decencia, ¿por qué ahora no podía hacer algo que estaba perfectamente dentro de los límites de la buena conducta... es decir, aparecer desnuda en la cama de Zac? Ya se figuraba las infinitas posibilidades sexuales.

Soltó una risa ahogada, tapándose con las manos. No cabía ninguna duda de que era una mujer lujuriosa. Y Zac la adoraba por ello.

Bien. No había nada más qué decir. Se iba a Nueva York. Y no volvería hasta que pudiera informar a la señora Hudgens de que por fin iba a ser abuela.




¡Bien! ¡Por fina una buena noticia!
Esperemos que la reacción de Zac no nos decepcione.

¡Thank you por los coments!
¡Comentad, please!

HAPPY HALLOWEEN!

¡Un besi!

miércoles, 29 de octubre de 2014

Capítulo 25


3 de julio de 1893

Andrew: Picnic…captar... luz... árbol... sombra... púrpura…

Ness miraba fijamente cómo se movían los labios de Andrew, con su concentración perdida en algún lugar más allá del cabo de Buena Esperanza. ¿De qué estaba hablando? ¿Y por qué explicaba con tanto entusiasmo unas cosas tan incomprensibles e intrascendentes, cuando los bárbaros habían derribado las verjas, incendiado la muralla y estaban a punto de tomar el fuerte por asalto?

Estaban metidos en un lío; en un lío tan ancho y profundo que los mejores alpinistas se hundían y rompían a llorar en mitad de la escalada, y los más grandes marinos daban media vuelta y ponían rumbo a casa antes de alcanzar la otra costa.

Entonces recordó. Hablaba de Tarde en el parque, y hablaba de él porque ella se lo había pedido, a fin de que pudieran tener una conversación decente y que ella pudiese fingir, por lo menos mientras durara su visita, que todo iba bien, que el humo que oscurecía el cielo solo se debía a que en la cocina estaban asando jabalíes para el banquete de la noche.

Parpadeó y se esforzó por prestar más atención.

Dos días después de que regresaran a Londres, Zac se había marchado a visitar a su abuelo, en Baviera. Pero el daño estaba hecho. Llevaba más de un mes fuera, y no había pasado ni una de las casi ochocientas horas transcurridas sin que recordase su última noche juntos ni se quedara sin aliento al pensar en su intrépido ofrecimiento. Todo se lo recordaba. Los detalles de su propia mansión en la ciudad, de los que ya apenas se daba cuenta, se habían convertido, de repente, en la historia de sus esperanzas, en un tiempo ardientes: el piano, los cuadros, el mármol de las Cíclades que había escogido para el suelo del vestíbulo porque era del mismo color que sus ojos.

¿Había tomado la decisión acertada?

Sabía lo que era tomar una decisión poco ética. Conocía el miedo y la corrosiva ansiedad que manchaban y adulteraban cualquier gozo, cualquier deleite. En este caso, estaba bastante segura de que no había caído del lado equivocado de la divisoria moral.

Pero ¿dónde estaba la fuerza interna fruto de haber actuado bien? ¿Dónde estaba el sueño tranquilo y la claridad de propósito? ¿Por qué, si había tomado la decisión justa, sentía que era opresiva y, algunos días, palpablemente asfixiante?

Le había dado permiso a Andrew para reanudar sus visitas diarias a fin de silenciar los chismes que había generado el viaje a Devon. La reanudación de las visitas había acallado los rumores, pero no había servido de nada para calmar su propia agitación. La afinidad que compartían seguía presente, pero la sensación de que se pertenecían el uno al otro empezaba a estar tan deshilachada como un tapiz del siglo X, al borde de desintegrarse por completo en cuanto se viera expuesto a los elementos.  

Ness: Andrew -dijo, interrumpiéndolo-.

Andrew: ¿Sí?

Rompió la dilación sobre el contacto físico que había impuesto desde el día en que llegó Zac, y lo besó.

Siempre era agradable besar a Andrew. A veces, incluso muy agradable. Pero ella necesitaba algo que fuera más que agradable. Necesitaba algo indescriptiblemente ardiente -una auténtica lucha- para borrar las huellas abrasadoras que su esposo había dejado en ella, para erradicar de la memoria su reacción ante él, aquel ávido abandono y aquella necesidad desesperada.

El beso era muy agradable.

Y se pasó todo el tiempo que duró pensando en la misma persona que esperaba olvidar.

Se apartó y se obligó a sonreír.

Ness: Perdona la interrupción. Sigue hablándome del cuadro.

Andrew miró hacia la puerta, como si esperara ver a unas criaditas riendo tontamente y echando luego a correr para contar lo que acababan de ver. Cuando los pasillos siguieron silenciosos, se inclinó hacia delante e intentó volver a besarla.

Ness: No -dijo deteniéndolo. No quería volver a recordar la enorme diferencia de su reacción ante los dos hombres. Ni el ardor que Zac provocaba, sin ningún esfuerzo, en ella-. Todavía no. Ha sido culpa mía.

La decepción empañó los ojos de Andrew, pero asintió lentamente, cediendo a sus deseos.

Andrew: Todavía quedan trescientos nueve días. -Suspiró-. Te lo juro, los días son tres veces más largos de lo que eran antes.

En esto, por lo menos, estaban totalmente de acuerdo. Recurrió de nuevo a su pintura, ya que era uno de los pocos temas de los que podían hablar sin riesgo.

Ness: Me alegro de que hayas podido estar ocupado. Me han dicho que a lady Wrenworth le gusta su retrato.

Andrew revivió un poco ante el elogio.

Andrew: Cené en casa de los Snow hace dos días. La señorita Snow me ha pedido también que le haga un retrato. Probablemente, empezaremos la semana que viene.

Ness: Parece que tiene en alta estima tus cualidades, como mínimo.

Andrew: Bueno, me advirtió de que se mostraría muy crítica si no estaba a la altura de sus exigencias -sonrió ligeramente-. ¿Sabías que había ido a una exposición impresionista? Todo este tiempo, yo creía que tú eras la única persona entre mis conocidos que sabía algo de los impresionistas. -Ness se irguió de golpe. Andrew, sobresaltado, se irguió también-. ¿Va todo bien? ¿Es por la señorita Snow? Tendría que habértelo preguntado pri...

Ness: No, no es por ella. -Ojalá lo fuera. Ojalá Andrew y la señorita Snow hubieran hecho algo condenable-. Es por mí. Tendría que habértelo dicho hace mucho tiempo; no sé nada de los impresionistas.

Andrew: Pero tienes la colección más maravillosa que he visto. Has...

Ness: La compré en bloque. Compré todo lo que tenían tres galerías. Lo hice porque a Tremaine le gustaban los impresionistas.

Andrew tenía el mismo aspecto que si acabara de decirle que los nueve hijos de la reina eran ilegítimos.

Andrew: Pero... esto significa que... estabas...

Ness: Sí. Estaba enamorada de él. Lo quería por algo más que por su título. Pero transgredí las normas y mi matrimonio murió antes de empezar. -Respiró hondo-. Siento no habértelo dicho antes. Lo siento mucho. Te pido perdón.

Andrew tragó saliva, esforzándose animosamente por digerir el pasado que ella acababa de echarle encima. Luego carraspeó y ella se puso tensa. Dios santo, ¿qué le diría si le preguntaba si seguía amando a su esposo? No podía mentirle, no en estos momentos. Sin embargo, era incapaz de decirle la verdad. No podía dominar el odioso horror de estar enamorada, de sentir la clase de amor que ya había hecho descarrilar su vida una vez.

Andrew parecía estar en un conflicto tan grande como el suyo. Se miró los zapatos, se metió la mano en el bolsillo, la volvió a sacar y jugueteó con la leontina del reloj.

Andrew: ¿Realmente, no... sabes nada sobre los impresionistas?

Ness no sabía si reír aliviada o echarse a llorar. Puede que Andrew solo la quisiera por sus cuadros. Puede que tuviera tanto miedo de la pregunta como ella.

Señaló una tela que había justo detrás de él, un paisaje con el cielo azul, el agua azul y un pueblo francés con tejados ocres y paredes del color de las gachas de avena.

Ness: ¿Sabes quién lo pintó?

Andrew se volvió a mirar.

Andrew: Sí, lo sé.

Ness: Yo no. Por lo menos ya no me acuerdo. Lo compré junto con otras veintiocho obras. -Le acarició la mejilla-. Oh, Andrew, perdóname. Yo...

Se detuvo en seco. Lentamente, como si esperara ver a un asesino blandiendo un cuchillo, apartó la mano de la mejilla de Andrew y se volvió hacia la puerta. Allí estaba su esposo, apoyado en la viga.

El corazón le dio un vuelco en el pecho, de pura y sorprendida alegría.

Zac: Lady Tremaine -dijo con un gesto de saludo-. Lord Frederick.

Su placer se convirtió al instante en recriminación propia. ¿Cómo podía ser tan vil? Se había olvidado por completo de Andrew, como si no estuviera allí, como si nunca hubiera estado allí.
Andrew se inclinó, incómodo.

Andrew: Lord Tremaine.

Ness no podía responder al saludo de Zac ni a su mirada. Solo recordaba vagamente el tiempo en que estaba del todo segura de que el divorcio era la llave para abrir la puerta de su felicidad, cuando preveía, sin asomo de duda, que iba a dejar a Zac atrás, de una vez por todas.

¿Cómo es que no lo había visto? ¿Por qué no se había dado cuenta antes de que había buscado a sabiendas aquella última batalla, un choque de titanes de los que hacen historia?

¿Por qué tenía que venir Zac y ponerlo todo patas arriba? ¿Por qué tenía que insinuar que él tenía también una parte igual de culpa? ¿Por qué le había preguntado si quería empezar de nuevo, una nueva vida juntos? ¿Es que estaba loco?

¿O lo estaba ella?

Andrew: Estaba... estaba a punto de marcharme.

Zac: Por favor, lord Frederick, no se preocupe por mí. Los amigos de lady Tremaine siempre son bienvenidos en esta casa -respondió todo gracia y gentileza-. Ha sido un largo viaje. Si me disculpan.

En cuanto Zac ya no podía oírlos, Andrew se volvió hacia ella, medio asombrado, medio aterrado.

Andrew: ¿Crees que nos ha visto...?

Ness: No.

Lo habría sabido. No podía llevar más de unos segundos allí.

Andrew: ¿Estás segura?

Ness: Tremaine no es una amenaza para mi bienestar físico, si eso es lo que te preocupa, más de lo que lo eres tú.

Andrew le cogió las manos.

Andrew: Creo... creo que no es eso lo que me preocupa. Temo que cuanto más tiempo pase contigo, menos dispuesto estará a dejarte ir.

No, era al contrario. Cuanto más tiempo pasara ella con Zac, más imposible le resultaría dejar que se fuera.

Le dio unas palmaditas en la mano.

Ness: No te preocupes, cariño. Nadie puede apartarme de tu lado.

Había tomado la decisión acertada. Seguro.

Ojalá que las palabras tranquilizadoras que ofrecía a Andrew no sonaran a falsas estupideces en sus oídos.


Zac se arrancó el corbatín y lo tiró encima de la cama. Atravesó la habitación, se refrescó la cara y la enterró en una toalla. Estaba acariciando a otro hombre, con ternura y afecto. ¿Qué más había hecho con él?

Zac apartó la toalla de golpe y se vio en el espejo, encima del lavamanos. Parecía tan feliz como los ciudadanos de París la víspera del asalto a la Bastilla, listo para desatar la violencia y el caos.

Dejó caer la mano en el lavamanos y lanzó una constelación de gotas de agua contra el espejo. Las gotas se deslizaron por la superficie vidriosa, ocultando la cara que lo miraba fijamente, con aire belicoso.

La obstinación de Ness lo enfurecía. Cierto que había sido demasiado brusco al proponerle un nuevo principio. Pero ya había tenido todo un mes para reflexionar. Que su lugar estaba con él y no con lord Frederick era tan obvio que Zac ni siquiera podía empezar a comprender por qué ella decidía lo contrario.

No obstante, lo que más lo enfurecía era su propia obstinación. Ella había tomado una decisión estúpida, pero, por lo menos, era consecuente y honorable. Le había dicho una y otra vez que incluso cruzaría el Canal a nado en enero para poder casarse con lord Frederick. ¿Por qué no podía aceptarlo? ¿Por qué seguía soñando, esperando y haciendo planes?

Fue hasta el baúl de viaje y se preguntó si tenía algún sentido abrirlo siquiera. No había vuelto a Inglaterra en una fecha elegida al azar. El Campania zarparía para Nueva York aquella misma semana. Y esa tarde ya había visto suficiente.

La imagen apareció de nuevo en su mente, la mano de Ness en la mejilla de lord Frederick, la infinita solicitud de la caricia. «Oh, Andrew, perdóname», había dicho. Además, cuando lo había visto a él, había apartado la mirada de inmediato.

Zac frunció el ceño. No se le había ocurrido antes. ¿Por qué Ness le pedía a lord Frederick que la perdonara? Excepto por aquel breve intermedio en que se había olvidado de sí misma, su lealtad hacia él había sido inquebrantable. Y Zac no podía ni pensar en que divulgara los detalles íntimos de sus relaciones conyugales a nadie, y mucho menos a lord Frederick.

Se quedó en blanco otro minuto. Luego su mundo se trastocó. Solo podía significar una cosa: su acto sexual había tenido consecuencias. Iba a ser padre. Tendrían un hijo juntos.

Se agarró al poste de la cama, vacilante, como si se hubiera emborrachado con el mejor champán del mundo. Un hijo, cielo santo, un hijo. Un bebé.

Ella había aceptado sus condiciones sólo porque no tenía ninguna intención de concebir. La conocía lo bastante como para saber que no renunciaría a su primogénito para casarse con lord Frederick. Se quedaría con Zac y serían una familia. Y dada su propensión a acabar juntos en la cama, la familia aumentaría.

Apenas podía pensar en todo; unas imágenes absurdamente sensibleras inundaron sus pensamientos. Una familia propia, llena de mocosos tercos y traviesos, con ojos brillantes y sonrisas pícaras. Cachorros corriendo por toda la casa. Brazos gordezuelos tendidos hacia él en busca de abrazos. Y ella, majestuosa y segura, en el centro de todo.

Era lo único que deseaba. Era todo lo que había deseado siempre. Se quitó la chaqueta, arrugada por el viaje, y abrió el baúl para buscar otra. En el fondo de la cabeza, era vagamente consciente de que no era así como hubiera deseado ser elegido: por defecto. Pero ya no le importaba. Toda una nueva vida se abría ante él, y la cabeza le daba vueltas al pensar en las posibilidades que le ofrecía.

Parker entró para entregarle un fajo de cartas y se marchó con la chaqueta que Zac había elegido para que la plancharan. Mientras Zac esperaba impaciente a que se la devolviera, ojeó el montón de correo.

Había una carta de Amber. Era irónico que, después de sus respectivas bodas, se hubiera convertido en una corresponsal frecuente y fiel. Simplemente, había pasado de ser Monsieur a Cher monsieur, luego Très cher monsieur, Cher ami, y ahora Mon très cher ami.

Leyó rápidamente las hojas. Estaba bien. Los mellizos estaban bien. El invierno en Buenos Aires seguía siendo suave y húmedo. Estaba contemplando la posibilidad de volver a Europa, por el bien de los niños, ahora que su esposo, que en paz descansase, ya no necesitaba el beneficio de los climas meridionales. Por otro lado, planeaba visitar Nueva York a finales del verano. Le encantaría que fuera a verla. Lo había echado mucho de menos aquellos dos últimos años.

Poco después de que Amber se casara con su gran duque, se mudaron a Buenos Aires por motivos de salud. La mayoría de los inviernos -junio, julio y agosto- viajaban a Newport, donde tenían casa. Zac solía estar demasiado ocupado con sus empresas para unirse al circuito estival durante largos períodos de tiempo. Pero, de vez en cuando, navegaba hasta allí, atendía a unos cuantos asuntos y la visitaba, llevando regalos para Marta y Ryan.

Le gustaría verla y ver a los mellizos. Pero no este verano. Algo mucho más importante y maravilloso lo retendría en Inglaterra bastante tiempo, algo llamado paternidad.

Parker regresó. Zac se puso la chaqueta recién planchada y se pasó una corbata alrededor del cuello. Tardó un minuto en darse cuenta de que el mayordomo seguía allí, discretamente, esperando que Zac se dirigiera a él.

Zac: ¿Qué desea, Parker? -le preguntó mientras se hacía el nudo de la corbata-.

Parker: Milady cenará en casa esta noche. ¿Cenará su señoría con ella?

Zac se detuvo. Había algo diferente en la voz del mayordomo. Era casi... anhelante. ¿Dónde estaba aquella callada indignación que Zac había llegado a esperar, aquel reproche justificado en defensa de su señora?

Zac: Sí, cenaré con ella.

Por fin estaba en casa. No volvería a marcharse nunca más.


No lo oyó cuando entró en el saloncito de atrás. Estaba apoltronada en una chaise longue, envuelta en un vestido del color de la luminosa profundidad de las orillas del Mediterráneo con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos fijos en el medallón de escayola, de dos metros y medio de ancho, que había en el centro del techo. Él en muy pocas ocasiones la había visto así, quieta, casi adormilada, lánguida y voluptuosa como una ninfa en una sofocante tarde de primavera después de una orgía que había durado toda la noche. La mitad de la falda atrapada bajo su peso tiraba de las capas superiores, ajustando la seda sobre la redondez de sus caderas y la longitud suculenta de sus piernas, lo bastante largas par conectar Dover y Calais.

Se regaló la vista con ella, empapándose de su somnolienta sensualidad. Pero, demasiado pronto, ella lo percibió. Bajó los pies descalzos de la chaise longue y se sentó.

Zac: Tienes muy buen aspecto.

Su cumplido la desconcertó. De forma inusitada, se llevó la mano al cabello y remetió un pequeño mechón rebelde detrás de la oreja derecha.

Ness: Gracias -respondió, con un tono casi tímido-. Tú también

No era un mal principio.

Zac: Te pido disculpas por mi intromisión de antes.

Ness: Oh, eso. Andrew estaba a punto de marcharse.

Zac: ¿Se lo has dicho?

Ness: ¿Decirle, qué?

Zac parpadeó. No parecía coquetear. Parecía perpleja.

No estaba embarazada.

De repente, volvió a sentirse inseguro, esta vez como si alguien le hubiera colgado un objeto muy grande en la parte de atrás de la cabeza.

Zac: Nada, nada.

Fue hasta el reloj de pie y fingió comprobar la hora con su reloj, cuando lo que quería era coger el atizador de la chimenea y destrozar todo lo que había en la habitación. Los hijos que iban a tener. La vida que iban a compartir. Todo hecho añicos y quemado por un rabioso asalto de la realidad. Y ella, ajena a su dolor, echando por la borda la felicidad de los dos, como si fuera el pan duro de la semana anterior.

Durante unos momentos, mientras daba cuerda a un reloj que no necesitaba que se la dieran, nadie dijo nada. Luego oyó cómo ella suspiraba y supo, por la manera en que el corazón acababa de partírsele en pedazos, lo que ella iba a decir.

Ness: No ha habido consecuencias. ¿Me dejarás libre?

Cada célula de su cuerpo gritaba «no». Por supuesto que no la dejaría marchar. De hecho, sentía una absoluta nostalgia de los días terribles en que una mujer no podía elegir en estos asuntos, cuando él habría podido soltar una carcajada cruel, colgar a lord Frederick por los tobillos en las mazmorras, hacer trizas la camisa de su esposa y tomarla allí, sobre el estrado del gran vestíbulo, bajo los ojos escandalizados del obispo.

Faltaba mucho para que se acabara el tiempo que habían acordado. Que rechazara su petición no la liberaba de las condiciones que él había fijado. Que cada contacto fuera a estar erizado de peligro no disminuía el atractivo de hacer que cumpliera su pacto.

El corazón le latía con fuerza. Tuvo que cerrar los ojos para controlar su respiración irregular. Ciertamente, tenía todos los medios para coaccionarla, con las prerrogativas maritales, disminuidas pero todavía poderosas, que le concedía la ley inglesa. Pero al final, ¿qué lograría?

Reconocía mucho de su juventud en la terca insistencia que ella mostraba al aferrarse a la idea de un amor «bueno», en su sentido de responsabilidad personal, profundo y sincero, pero muy erróneo, hacia lord Frederick.

Diez años atrás, Ness había percibido claramente que Amber y él no eran adecuados el uno para el otro. Pero no había tenido la suficiente fe en él para dejar que lo descubriera por sí mismo. Si insistía en fecundarla con el objetivo expreso de conservarla, ligada a él en matrimonio, estaría cometiendo el mismo error.

«Pero ¿qué pasa si no recupera la cordura, o no la recupera a tiempo?», gritaba una parte primaria de su ser, casi temblando de angustia. Se quedó absolutamente paralizado, aterrado. Se trataba de una posibilidad clara. No podía dejar que sucediera. No podía. Todo su mundo se haría pedazos.

¿Era así como ella se había sentido aquellos años? La ansiedad. La impotencia a punto de estallar. El corrosivo miedo a que, si no hacía algo, la perdería para siempre.

De haber tenido diecinueve años, habría emprendido el mismo camino equivocado que emprendió ella. A los treinta y uno, incluso después de haber vivido las consecuencias de aquella desgracia, seguía sintiendo una tentación casi imposible de resistir.

Al final, solo el orgullo y una última brizna de sensatez lo salvó. Quería que siguiera siendo su esposa no porque le hubiera lanzado un hechizo erótico ni porque amara demasiado a su hijo recién nacido como para renunciar a él, sino porque no pudiera imaginar su vida de otra manera, porque viera que cada aliento suyo estaba entrelazado con el de él, para bien o para mal, en la enfermedad y en la salud, mientras los dos vivieran.

Zac: Como desees.

Ness: ¿Qué?

No podía haberlo oído bien. Era imposible.

Zac: Abre aquella botella de champán. El año que viene, por estas fechas, serás lady Vanessa Stuart.

No sabía por qué tenía que sentirse tan atónita. Sin embargo, estaba aturdida de angustia, apenas era capaz de mantenerse en pie, como si todas aquellas semanas hubiera estado aguantando la respiración, esperando que él volviera y la reclamase, le jurara no volver a dejarla marchar nunca más.

Zac se acercó, tal vez demasiado para su tranquilidad, y se sentó junto a ella, la ligera lana de estambre de sus pantalones rozando, indiferente, su falda. Percibió el sutil olor a almidón de su camisa, a especias y limón de su jabón. Una pequeña parte de ella quería apartarse. El resto quería que él se acercara más todavía, la obligara a tumbarse, le impidiera moverse e hiciera con ella lo que le viniese en gana.

Pero él hizo algo todavía más desconcertante. Le cogió la mano y dijo:

Zac: He sido un canalla, ¿verdad? Viniendo aquí y sometiéndote a esta situación imposible.

Jugaba con sus dedos, abstraído, pasándole la yema del índice por la parte interior de los nudillos. Tenía las manos frías y un poco húmedas, como si acabara de lavárselas y se las hubiera secado con una toalla. La piel de la punta de los dedos le rozaba la palma muy ligeramente, recordándole que aquellas manos podían hacer algo más que tocar el piano y ejecutar dibujos a escala.

Ella quería besarle la mano, cada yema curtida, cada nudillo. Quería chuparle el pulgar y lamerle las líneas y arrugas de la palma.

Si hubiera concebido. Si... Si... Si...

Lo había deseado desesperadamente. Sin tregua, como las malas hierbas del jardín, así lo había pedido, soñado, deseado. Habría sido una plegaria escuchada, un toque de alarma, un catalizador en torno al cual cristalizarían, al instante, todos sus actos futuros.

Pero no había sucedido.

Ness: Entonces, ¿vas a volver a Nueva York? -preguntó, procurando no ahogarse-.

Zac: En el próximo barco, supongo. Mis ingenieros están muy entusiasmados con el progreso de nuestro automóvil. A mis contables se les hace la boca agua ante las oportunidades de inversión, dada la agitación que sufre en estos momentos el mercado bursátil -dijo, como si su marcha no tuviera nada que ver con el final de su unión-. Si te apetece adquirir algunas líneas de ferrocarril, deberías venir a Estados Unidos a finales de año o principios del próximo.

Ness: Lo recordaré -dijo atontada. Zac se puso en pie. Ella se levantó también-. Ahora tendrás que estar alerta ante las jóvenes cazafortunas -le dijo preguntándose si su torpe risita conseguía ocultar su infelicidad-.

Zac: Y ante las cazatítulos también. -Sonrió-. Y ante las que, simplemente, se sienten deslumbradas por la manera en que camino y hablo.

Ness: Ah, sí, especialmente esas.

«No llores. No te pongas a llorar.»

De repente, comprendió que ahora era ella la que se aferraba a él, no al revés. Él se limitaba a dejar, apenas, que ella siguiera aferrándole las manos, presa del pánico. Había acabado. Había dicho todo lo que quería decirle.

«Suéltalo -se dijo-. Suéltalo. Suéltalo. Suéltalo.»

Cuando por fin hizo lo que se ordenaba, no fue por su fuerza de voluntad. Fueron sus manos las que se aflojaron y resbalaron de las suyas, porque no le correspondía ni era privilegio suyo tocarlo por voluntad propia.

Ness: Entonces, adiós. Que tengas buen viaje.

Zac: Te deseo que seas muy feliz -respondió con grave formalidad. Luego, con un rápido beso en la mejilla añadió-: Partir es un pesar muy dulce.

No sabía qué había de dulce en un pesar que era como si las bocas del cancerbero le hubieran atravesado el corazón todavía latiendo. Solo podía mirar, impotente, cómo él desaparecía de su vista, y de su vida.

Esta vez para siempre.




Awwwwwwwwwww! ¡Super hiper mega triste capi! ="(

En ese último pensamiento de Ness, cuando dice "Suéltalo", me ha recordado a Elsa, de Frozen XD
Es que en España "Let it go" se traduce a "Suéltalo".

¡Thank you por los coments!

María, me alegro de que te animes a leer mi otra nove. No dejes de leerla aunque el principio te parezca un poco tonta o mala. Créeme que más adelante se anima. Yo misma me río de las tonterías que escribía al principio XD
Pero bueno, no tenía la misma edad que ahora, al igual que mis personajes. Digamos que yo he ido madurando junto con mis personajes, ya que vamos teniendo la misma edad desde que empecé la novela. Espero que te guste y te diviertas tanto como yo escribiéndola.

¡Comentad, please!

¡Un besi!


lunes, 27 de octubre de 2014

Capítulo 24


5 de junio de 1893

Harry: No, no, no, este no. Tráeme el verde.

Se desabrochó el chaleco de color burdeos, el tercero que rechazaba, y se lo devolvió a su ayuda de cámara.

Un hombre de mediana edad, con cara de pocos amigos, le devolvió la mirada desde el espejo. Nunca había sido realmente apuesto, pero, en su mejor momento, siempre impecablemente peinado y vestido, con las mujeres más deseables de las capas más altas de la sociedad cogidas de su brazo, había sido un hombre muy admirado.

Quince años en el campo y, de repente, se había convertido en un paleto. Su ropa estaba pasada de moda, era de una década atrás. Había olvidado cómo ponerse fijador en el pelo. Y estaba seguro de que ya no recordaba cómo seducir a una mujer. La seducción era una cuestión mental. Un hombre seguro de sí mismo, al cien por cien, tenía a las mujeres comiendo de su mano. Un hombre que solo está seguro de sí al ochenta por ciento, solo tiene palomas comiendo de su mano.

Y este hombre al ochenta por ciento, por razones que solo el diablo conocía, había invitado a la señora Hudgens a tomar el té -¡el té!- como si él fuera una ancianita temblorosa esperando anhelante unos cuantos chismes y cotilleos.

Peor todavía, como si fuera un pobre diablo sentimental que quiere hacer retroceder el tiempo treinta años.

Su ayuda de cámara volvió con un chaleco verde oscuro, el color de un valle densamente poblado de árboles. Harry se lo puso, decidido a quedarse con esta elección, tanto si le daba aspecto de príncipe como si tenía pinta de rana. No parecía ninguna de las dos cosas, solo parecía un hombre perturbado, confundido y ligeramente aprensivo, que no se había abandonado, exactamente, ni tampoco se había conservado.

Tendría que servir, suponía.

El coche de la señora Hudgens se detuvo delante de la mansión Ludlow Court justo cuando pasaban dos minutos de las cinco. Bajo su sombrilla de encaje, tenía un aspecto tan refinado y decoroso como una taza de té de la propia reina. Le gustó el atuendo que había elegido: un vestido de tarde de color perla y azul pálido. Le gustaban los cremas y pasteles que dominaban en su guardarropa, los colores de una eterna primavera, aunque si alguien le hubiera preguntado durante su época de hombre de mundo, habría decretado que esos tonos eran demasiado pedestres.

La recibió él personalmente, tendiéndole la mano, sin guante, para que se apoyara al bajar del coche. Ella estaba complacida y un poco desconcertada; bien, así ya eran dos.

Victoria: Vine a verlo hace unas semanas, excelencia -dijo entre tímida y desafiante-. No estaba en casa.

Los dos sabían que sí que estaba en casa. Pero solo él sabía que la había estado observando desde la ventana del piso superior, con una mezcla de exasperación y fascinación.

Harry: ¿Pasamos a tomar el té? -dijo, ofreciéndole el brazo-.

Según los criterios ducales, Ludlow Court era más que modesta; era absolutamente modesta. Mucho tiempo atrás, cuando él tenía algo más de veinte años, lo habían invitado al palacio de Blenheim. Mientras el carruaje se iba aproximando al imponente edificio, desde lejos, lo había consumido una sensación de inferioridad; comparada con el coloso que era la propiedad ancestral de los Marlborough, su propia mansión solariega parecía meramente una parroquia con pretensiones.

Sin embargo, la grandiosa fachada de Blenheim había demostrado ser solo eso, una fachada o, para ser más precisos, un espejismo. Porque según el vehículo se acercaba a la casa, resultó que esta estaba en muy mal estado. Dentro de la gran mansión, las cortinas estaban polvorientas y llenas de agujeros, las paredes oscurecidas por unos tiros de chimenea mal mantenidos y el techo con goteras en casi todas las habitaciones; esto después de que la familia hubiera vendido las famosas gemas Marlborough para aliviar las cosas. Pocos años después de su visita, el séptimo duque tuvo que pedir la autorización del Parlamento para romper los derechos de sucesión, a fin de que todo el contenido de la casa pudiera ser subastado para sufragar las deudas de la familia.

Por contraste, la casa solariega de Ludlow Court era una joya, un ejemplo diminuto, pero perfecto, de la arquitectura palladiana, con líneas luminosas y elegantes, bellas proporciones y un interior que Harry había podido conservar -y de vez en cuando modernizar- con relativa facilidad.

Pero mientras pasaba por la antesala y la grandiosa entrada, con la mano de la señora Hudgens apoyada, apenas, en su brazo, se preguntó qué pensaría ella de la casa. Su actual residencia quizá fuera poco mayor que un pabellón de caza, pero tenía entendido que antes vivía en una mansión mucho más grande, más grande que la suya y, probablemente, más moderna y más lujosamente amueblada, dada la fortuna de su difunto esposo.

Victoria: Ha reconstruido la terraza -dijo la señora Hudgens cuando entraron en el saloncito que daba al sur. Un lado de la estancia daba a la pendiente empedrada de la parte trasera de la casa, que conducía a los jardines de diseño formal, geométrico, y al pequeño lago, más allá-. A su excelencia solía preocuparla.

Harry: ¿De verdad?

Otra cosa más que él no sabía de su propia madre.

Victoria: Sí, bastante. Pero decidió no arreglarla para no molestar a su padre mientras estaba enfermo -dijo la señora Hudgens-. Era una persona muy buena.

Eso era algo que él había descubierto demasiado tarde. En sus arrogantes años de adolescencia, pensaba en secreto que su madre era demasiado anticuada y rústica, que no poseía nada de la majestuosidad y glamour apropiados para la consorte de un príncipe del reino. Había soportado su ansioso cariño como si fuera una piedra de molino que llevara colgada del cuello, sin sospechar ni por un momento que, sin ella, iría a la deriva.

Harry: Nunca me dijo nada sobre ello. Y me temo que yo era demasiado obtuso y estaba demasiado absorto en mí mismo para adivinarlo. No la hice reparar hasta que empecé a dar fiestas de fin de semana.

Victoria: Es muy bonita -respondió mirando por la ventana hacia las exuberantes rosas de color albaricoque que florecían a lo largo de la balaustrada. Llevaba rosas en su sombrero de ala ancha, rosas confeccionadas con cintas de color azul pálido-. A ella le habría gustado.

Harry: ¿Preferiría tomar el té en la terraza? -le preguntó impulsivamente-. Hace un hermoso día.

Victoria: Sí, gracias -aceptó con una leve sonrisa-.

Ordenó que instalaran una mesa fuera, bajo un amplio toldo, con un mantel blanco y unas rosas como las que ella estaba admirando colocadas en un jarrón de cristal.

Victoria: Me parece que es hora de que me disculpe -dijo mientras se acomodaban en sus asientos, uno al lado de otro, en un ángulo amplio, de forma que los dos pudieran disfrutar viendo los jardines-.

Harry: No es necesario. Disfruté muchísimo de la cena y encontré tanto la comida como la compañía fascinantes.

Victoria: No lo dudo. -Se echó a reír, un poco cohibida-. Como representación, no podía encontrar nada mejor. Pero quiero disculparme por todo mi plan, desde el principio, cuando hice que se marcharan todos mis criados y dejé a mi gatito en el árbol para poder pedirle que me ayudara.

Él sonrió.

Harry: Le aseguro que no fui una víctima inocente de sus planes. Sabía en qué me metía cuando acepté ser su sir Galahad temporal y un tanto maleducado.

La señora Hudgens se sonrojó.

Victoria: Ya lo había deducido, créame, por lo que sucedió posteriormente. Pero sigue siendo un deber pedirle disculpas por mi engaño inicial.

El té llegó con mucha pompa y ceremonia. La señora Hudgens tomó crema y azúcar, con el dedo meñique de la mano derecha separado muy ligeramente, dibujando una curva delicada, como el pétalo de un crisantemo oriental.

Harry: Por mucho que apruebe que reconozca su «engaño inicial», lo que más me preocupa es la historia que siguió después -dijo, sin hacer caso de su té y observando cómo ella removía el suyo con una finura lánguida y delicada-. ¿También se disculpará por eso?

Victoria: Solo si hubiera sido una evidente mentira.

Distraído, tomó un sorbo de té. Seguía sin gustarle aquel brebaje.

Harry: ¿Me está diciendo que no fue una evidente mentira?

Ella siguió removiendo el té.

Victoria: Después de pensarlo muy detenidamente, he decidido que ya no lo sé.

Maldijo su curiosidad y su falta de tacto. Un hombre más prudente no habría tenido que vérselas con las amplias perspectivas que abría aquella respuesta.

Victoria: Tal vez, podría ayudarme a decidirlo -prosiguió-. Me gustaría conocerlo mejor.

«Ya no soy joven. Así que decidí no utilizar las artimañas de una mujer joven y opté por una manera más directa de abordarlo.» Por lo menos esto no era mentira.

Harry: ¿Qué le gustaría saber?

Victoria: Muchas cosas, pero la primordial es cómo y por qué se convirtió en la persona que es hoy. Lo encuentro un misterio muy interesante.

El corazón empezó a latirle con fuerza.

Harry: No es ningún misterio. Estuve al borde de la muerte. -Pero ella no se conformaría con tan poco-. Mi hija estuvo a punto de morir cuando tenía dieciséis años. Aquella experiencia solo hizo que fuera más como ya era, no la convirtió en una persona completamente diferente, que es en lo que usted, según todos los informes, se ha convertido.

Levantó la taza y la dejó suspendida justo debajo de los labios, con la muñeca tan firme como la libra esterlina.

Victoria: El instinto me dice que no podré comprenderlo hasta que conozca la historia que hay detrás de su transformación. Y que esa historia es algo más que la de un hombre que ha estado al borde de la muerte. ¿Me equivoco?

Sopesó una serie de respuestas y las rechazó todas. Habiendo disfrutado toda la vida del privilegio de no andar con rodeos, no estaba preparado para entregarse ahora, de repente, a las evasivas.

Harry: No.

Ella seguía con la taza suspendida cerca de su barbilla, casi como un escudo o un disfraz para ocultar su peligrosa perspicacia detrás de una pieza de fina porcelana vidriada con un dibujo de  yedra y rosas.

Victoria: Si me permite la indiscreción, ¿había una mujer?

No tenía por qué responder a la pregunta. Pero tampoco tenía por qué haberla invitado a tomar el té. No conocía sus propios planes más que los de ella, posiblemente mucho menos.

Harry: Sí, había una mujer. Y un hombre.

Ella se quedó paralizada por la sorpresa. Con cuidado, dejó la taza en la mesa. Era de presumir que la estabilidad de su muñeca no estaba a la altura de la excitación de su muy salaz imaginación.  

Victoria: Santo cielo -murmuró-.

Él se rió, con pesar.

Harry: Ojalá fuera ese tipo de sordidez sin complicaciones.

Victoria: Oh.

Harry: Seguramente habrá oído hablar del incidente de caza. Me alcanzó un disparo, tuvieron que operarme, durante seis horas, y a punto estuve de no sobrevivir -explicó-. Pero tiene razón. En sí mismo, aquello no me hizo cambiar de vida, no más que lo haría una resaca o una fuerte indigestión.

Una semana después de que Harry estuviera fuera de peligro, Francis Elliot, el hombre que le había disparado, fue a verlo. Elliot había sido compañero de clase en Elton, y Harry visitaba su casa con frecuencia cuando estaba de vacaciones. Con los años, su amistad, que había sido muy estrecha, se había ido enfriando, ya que Harry llevaba una vida de desenfreno y Elliot se preparaba para ser un hacendado serio, responsable y carente de imaginación, siguiendo el ejemplo de sus antepasados.

Aquella mañana en concreto, Harry, de pésimo humor debido al dolor y al aburrimiento, había arremetido contra Elliot por su mala puntería y había insultado su hombría en general. Elliot estuvo callado hasta que a Harry se le agotaron los términos ofensivos, y no era fácil, porque con la formación propia de un hombre de letras poseía unas provisiones casi infinitas de palabras humillantes.

Luego, por primera vez en su vida, Harry oyó gritar a Elliot.

Harry: Resultó que el hombre que me disparó lo hizo deliberadamente, aunque no tenía intención de matarme. Eso fue el resultado de los nervios y la mala puntería... porque yo había seducido a su esposa.

La señora Hudgens acababa de coger un sandwich de pepino. Se quedó inmóvil. Ya estaba escandalizada y no había llegado todavía la peor parte.

Harry: No tenía ni idea de qué me hablaba. Por lo que yo sabía, no conocía a su esposa, hasta que recordé, muy vagamente, un encuentro en un baile de máscaras dado por otro amigo mío seis meses antes. Había una mujer, una matrona joven, con aire triste. Lo que no había sido más que una diversión de una noche para mí, había precipitado una crisis doméstica para mi amigo. Amaba a su esposa. Estaban pasando por unos momentos difíciles, pero la amaba. La quería profunda y apasionadamente, aunque también de forma torpe y sin expresarle su cariño.

Al principio, el relato de Elliot no despertó en Harry otra cosa que desprecio. Nunca dejaría que una mujer, ninguna mujer, le importara ni la mitad que a su amigo. Cualquier hombre que permitiera que eso le sucediese, solo podía culparse a sí mismo por un apego tan estúpido.

Luego, después del estallido inicial, Elliot hizo algo asombroso: se disculpó. Con los dientes apretados, le pidió disculpas por todo; por su falta de carácter, por su carencia de criterio, por hacerle pagar su desesperación a Harry, cuando era él quien tenía la culpa de que su esposa fuera infeliz.

Harry, todavía irritado, aceptó sus disculpas, sin dar muestras de amabilidad. Pero, una vez que Elliot se hubo marchado, no conseguía sacárselo de la cabeza, no podía dejar de ver la expresión en la cara de su amigo mientras se disculpaba, una expresión en la que solo había reproche hacia sí mismo, y la determinación de hacer lo correcto, pese a la avalancha de desdén que iba a provocar al hacerlo.

Con su disculpa incondicional, Elliot había demostrado que, pese a su acto anterior, era un hombre con fortaleza, conciencia y decencia; todo lo que Harry despreciaba y de lo que se burlaba por ser cualidades demasiado plebeyas para su elevada persona.

Harry: No quería cambiar ni que me cambiaran -prosiguió-. La vida que había llevado hasta entonces era muy agradable y adictiva. Detestaba abandonarla. Pero el daño estaba hecho. Aquello me había afectado. En los días siguientes a mi convalecencia, empecé a poner en tela de juicio todo lo que había dado por sentado sobre mis elecciones en la vida. ¿A cuántas personas más habría herido en mi búsqueda insensata de diversión? ¿Le había dado algún uso digno a mi talento y a mi enorme fortuna? ¿Qué habría pensado mi pobre madre de todo aquello?

La señora Hudgens escuchaba con grave concentración, sin apartar ni un momento los ojos de los de él.

Victoria: ¿Qué pasó con su amigo y su esposa?

Era una cuestión que todavía lo atormentaba en mitad de la noche. Por lo que sabía, parecían estar bien, no había informes de peleas vergonzosas ni de una afición indecorosa por la botella.

Harry: Según tengo entendido han tenido tres hijos. El mayor nació alrededor de un año después de que él me disparara.

Victoria: Me alegro.

Harry: Pero, en realidad, esto no nos dice nada por sí mismo, ¿verdad? Un hombre y su esposa bien podían procrear aborreciéndose mutuamente.

Quería imaginar una familia en armonía, pero su mente solo le ofrecía imágenes de niños silenciosos y asustados, siempre con el alma en vilo, en torno a unos padres encerrados en una amargura odiosa. Una amargura de la que Harry era responsable.

Victoria: Los matrimonios son una cosa extraña -afirmó-. Muchos son algo extremadamente frágil. Pero otros son excepcionalmente resistentes, capaces de recuperarse después de las heridas más graves.

A Harry le habría gustado creerla. Pero los matrimonios que él conocía eran, por regla general, indiferentes.

Harry: Habla por propia experiencia, espero.

Victoria: Así es -dijo con firmeza-.

Harry: Hábleme de ello -pidió-. Exijo algo que sea por lo menos la mitad de sensacional a cambio de haber divulgado mi incalificable pasado.

Ella cogió la taza y luego, con mucha resolución, la volvió a dejar.

Victoria: Sensacional no lo será. Lo más sensacional que he hecho en mi vida fue soltarle a usted que quería que se casara conmigo. Pero no debería sorprenderle saber que, en realidad, sí que deseaba casarme con usted hace más de treinta años.

Era sorprendente oírla hablar de ello con tanta franqueza.    

Victoria: Estaba convencida de que tenía el aspecto, el comportamiento y la aprobación de su madre. Los únicos obstáculos eran su juventud y su indudable falta de inclinación a casarse con una joven elegida por su madre, pero consideraba que ninguna de las dos cosas era insuperable. Cuando acabara la universidad, yo todavía estaría en edad de casarme. Y mientras tanto, me educaría en los clásicos, para distinguirme de otras mujeres que competirían por su mano. Sin duda, mi plan debe de parecerle arrogante e ingenuo a la vez. Lo era. Pero yo creía con fervor en él. Pensándolo ahora, veo que nos habría ido pésimamente juntos; que yo me habría sentido consternada por su promiscuidad y usted, a su vez, habría sentido repulsión por mi entrometimiento moralista, como lo llama mi hija. Pero en aquellos días vertiginosos de 1862, usted era mitológicamente perfecto y yo estaba obsesionada con usted. No es necesario decir que, cuando el señor Hudgens empezó a cortejarme, no me entusiasmaron sus atenciones. Yo anhelaba el rango y desdeñaba el dinero hecho con hollín, y él solo poseía esto último. No comprendía por qué mi padre recibía complacido sus visitas, hasta que me sucedió lo mismo. Créame, tener que casarme con él por algo tan humillante como la desastrosa situación económica de mi familia no hizo que me resultara más querido.

Había pesar en su voz. De repente, Harry comprendió que ese pesar no era por él, sino por el señor Hudgens, fallecido mucho tiempo atrás. Sintió una extraña punzada de celos.

Harry: ¿Quiere decir que su matrimonio se recuperó finalmente de esa herida dolorosa?

Victoria: Lo hizo. Pero necesitó mucho tiempo. Cuando me casé con el señor Hudgens, decidí ser una mártir entera y verdadera. Aunque me negué a rebajarme tratando de saber noticias suyas o sucumbiendo a cualquier aventura, también me negué a verlo a él como otra cosa que una entidad legal a la cual sacrificaba mis sueños por el bien de mi familia. Incluso cuando mis sentimientos cambiaron, no sabía qué hacer. Me parecía ridículo que sintiera otra cosa que deber y obligación hacia un hombre al que, durante tantos años, solo había llamado señor Hudgens. -La voz se apagó. Finalmente se llevó el sándwich de pepino a los labios-. Tuvimos tres años buenos antes de que falleciera.

Harry no sabía qué decir. Siempre había pensado que los matrimonios felices eran cosa de los cuentos de hadas, casi tan probables como los dragones que echaban fuego por la boca en esta edad mecanizada. Descubrió que no estaba en situación de decir nada sobre su pérdida.

En silencio, la señora Hudgens se comía el sándwich de pepino con mucha finura. Cuando acabó, meneó la cabeza y sonrió pensativa.

Victoria: Ahora recuerdo que la buena sociedad no se dedica a la sinceridad desenfrenada. Es incómodo, ¿verdad?

Harry: No es tanto eso como que obliga a reflexionar. No creo haber tenido una conversación más franca en toda mi vida, no sobre cosas que importaran.

Victoria: Y ahora ya no nos queda nada más de que hablar, salvo del tiempo -dijo irónica-.

Harry: Permítame que corrija su error, señora -respondió con igual ironía-. Entiendo que debajo de su fachada de feminidad ideal, es usted una mujer intelectual que quizá sea lo bastante instruida como para apreciar mi extensa sabiduría.

Victoria: Vaya, tiene que vigilar esa arrogancia, excelencia -dijo con una leve sonrisa-. Quizá descubra que es exactamente lo contrario. Mientras usted salía de juerga cada noche, yo leía todo lo que se había escrito durante la antigüedad clásica.

Harry: Puede que sea así, pero ¿tiene alguna idea original sobre ello? -preguntó, desafiante-.

Ella se inclinó ligeramente hacia delante. Él observó, con placer, el brillo de sus ojos.

Victoria: ¿Dispone de unos cuantos días para escuchar, señor?




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Sí María, tengo otro blog. Es una novela pero escrita por mí. La empecé hace cinco años, aún no la he terminado, pero la terminaré XD Si la lees, espero que te guste.

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sábado, 25 de octubre de 2014

Capítulo 23


El silencio de una casa que se prepara para la noche se vio roto mientras Zac se lavaba los dientes sobre un lavamanos lleno de agua. Se oyó un fuerte estrépito a su izquierda, una intensa vibración que le subió por los tobillos hasta las rodillas, seguido de un chillido ahogado.

En el piso de arriba había seis habitaciones. La de la señora Hudgens, que estaba en el ángulo este, y otras cinco, que daban al sur, se alineaban unas al lado de las otras. Zac estaba en la que quedaba más cerca de la señora Hudgens y Ness en la más alejada.

El grito procedía del lado de la habitación de Ness.

Escupió el dentífrico y salió al pasillo. La puerta de la señora Hudgens se abrió un segundo después.

Zac: Cielo santo, ¿qué ha sido eso? -exclamó-.

Victoria: El techo, probablemente.

Ness también estaba en el pasillo, con una cara muy pálida contra el azul noche de su salto de cama.

Ness: ¿Qué le pasa a tu casa? -le preguntó, tensa, a su madre-.

Zac empezó a abrir puertas. La habitación junto a la suya parecía estar bien, salvo que se habían caído varios cuadros de la pared. Abrió la puerta de la habitación de en medio. Lo recibió una ráfaga de escombros. Casi todo el techo se había desplomado, cubriendo el suelo y los muebles con polvorientos trozos de yeso y madera. Por encima de su cabeza, se abría el vacío cavernoso de la buhardilla.

Victoria: ¡Cielo santo! ¿Cómo ha podido pasar esto? -gimió la señora Hudgens-. Es una casa de lo más sólida.

Zac: Creo que nadie debería dormir en este piso hasta que reparen el techo e inspeccionen la integridad de toda la estructura -opinó-.

Ness: Tú y yo podemos compartir la habitación de la institutriz en la planta baja -le dijo a su madre-. ¿Tienes un cartre extra para Zac?

Victoria: ¡Tonterías! -exclamó la señora Hudgens-. Es la primera vez que lord Tremaine visita esta casa. No dejaré que pase la noche en un catre en la sala como si fuera un criado. Le pediré a la señora Moreland, de la casa que hay más abajo, que me dé alojamiento por una noche; tiene dos hijas que de vez en cuando vienen a verla, así que siempre tiene una habitación extra preparada. Tú y Zac podéis ocupar la habitación de la institutriz.

Ness: Cogeré el catre y dormiré en la sala. No es la primera vez que visito la casa. No importa dónde duerma. También puedo ir contigo a casa de la señora Moreland.

Victoria: ¡Me niego a tus dos absurdas propuestas! -La señora Hudgens se estremeció tremendamente horrorizada-. No toleraré que circule esa clase de rumores. Vosotros dos podéis divorciaros con todo el escándalo que queráis en Londres, pero aquí tengo que pensar en mi reputación. No toleraré que la gente me pregunte por qué mi hija no quiso compartir una habitación con su legítimo esposo. Me parece que oigo subir a Harold. Hablaré con él sobre los arreglos. Mucho cuidado, Ness; no hagas nada que pueda avergonzarme. Nada de catres.

Cuando la señora Hudgens se precipitó escalera abajo con una energía y agilidad sorprendentes, Ness maldijo entre dientes.

Ness: Qué arreglos ni qué historias -dijo furiosa-. ¡Se las ha ingeniado para que el techo se hundiera! La casa fue inspeccionada de arriba abajo hace solo un año, porque me preocupaba que estuviera un poco decrépita. Es segura. Los techos de las estructuras sólidas no se caen así como así y, ciertamente, con tanto atino, exactamente en una habitación desocupada para que nadie resulte herido.

Zac: Hemos subestimado la determinación de tu madre.

Ness: Debería estar teniendo una aventura con el duque; eso es lo que debería estar haciendo -bufó-. Mírala, sacrifica el techo de su casa para meternos en la misma habitación cuando ya hemos... no importa.

Zac notó que el corazón le latía con más fuerza. No había planeado hacerle una visita conyugal a Ness, por respeto a la casa de la señora Hudgens y todo eso. Pero si iban a verse forzados a estar juntos -y con toda probabilidad, muy juntos- en la misma habitación y compartiendo una cama, bueno...

Zac: ¿Necesitas bajar algo?

Ella le lanzó una mirada suspicaz, pero bajo la luz que salía de todas las puertas abiertas, Zac observó que ya no estaba tan pálida como un minuto antes.

Ness: No, gracias. Ve tú delante.

Bajó las escaleras. Harold lo acompañó a la habitación de la institutriz. Zac se encontró en una estancia más grande y muy bonita que la que le habían dado, con las paredes cubiertas de damasco crema con un elegante estampado con arabescos caqui y musgo. Había ranúnculos rosas y blancos en unos jarrones pintados de Limoges, colocados encima de cada mesilla de noche. La propia cama era bastante grande, con la ropa de la cama, de fino lino blanco, ya doblada hacia atrás con aire incitante.

Harold: La señora Hudgens usa esta habitación para descansar por la tarde, en verano -le informó-. Es más fresca que las habitaciones de arriba.

Zac apagó las luces y abrió las contraventanas. Entró el aire de la noche, fresco, húmedo e impregnado del perfume de la madreselva. La luna, en cuarto creciente, estaba ascendiendo, con su luz pálida y luminosa. Se quitó el batín y, después de una breve vacilación -¿a quién quería engañar? Napoleón deseaba apoderarse de Rusia con menos desesperación de la que él sentía por acostarse con ella-, se despojó del resto de la ropa.

Ness apareció al cabo de un buen cuarto de hora. Sus pasos se detuvieron delante de la puerta. Luego no pasó nada. El silencio se desplegó y extendió, envolviéndolo opresivamente, poniendo a prueba su paciencia y sus nervios.

Finalmente, el pomo de la puerta giró, despacio. Ness entró y cerró, pero no avanzó más; se quedó con la espalda apoyada en la puerta y los pies justo fuera del haz de luz de la luna. Zac recordó una noche, mucho tiempo atrás, en una casa diferente que también pertenecía a la señora Hudgens, donde también una luna igual de luminosa inundaba de luz plateada una gran parte de la habitación; el principio del final, el final del principio.

Zac: Como en los viejos tiempos, ¿verdad? -dijo, después de un largo minuto-.

Más silencio.

Ness: ¿Qué quieres decir? -preguntó por fin, con una voz un poco temblorosa-.

Zac: No me digas que lo has olvidado.

Ness cambió de posición y se oyó, apenas, el roce de la seda deslizándose sobre la carne y contra los paneles de la puerta.

Ness: Así que estabas despierto -dijo, acusadora-.

Zac: Tengo el sueño ligero. Además, estaba en una cama desconocida, en una casa desconocida.

Ness: Te aprovechaste de mí.

Él soltó una risa ahogada.

Zac: ¿Qué esperabas, después de que me manosearas por todas partes? Podría haber hecho más, y tú me habrías dejado.

Ness: Yo también podría haber hecho más. Casi volví a meterme en tu cama, aquella noche. Habría sido un atajo para llegar al altar.

Zac: No me digas -murmuró-. ¿Qué te detuvo?

Ness: Pensé que era deshonroso. Que era indigno de mí. Irónico, ¿verdad?

Se apartó de la puerta y avanzó hasta quedar junto a la cama, en el lado más alejado de él, su silueta aureolada por la luz de la luna, las oscuras curvas de su cuerpo apenas visibles dentro de las diáfanas sombras de su salto de cama.

Zac tragó saliva.

Ness: Tendría que haber seguido adelante y hacerlo aquella noche. Te habrías casado conmigo, sabiendo que te había embaucado. Pero no habrías estado tan furioso como para marcharte corriendo a América, lo bastante asqueado como para no ser feliz conmigo. Habríamos sido como cualquier otra pareja en la sociedad; una vida normal, ya sabes.

Zac: No -respondió, con una voz más áspera de lo que quería-. Tendrías que haber hecho lo que correspondía. Amber se casó un día antes que nosotros. De haber tenido un poco más de paciencia, cuando yo hubiera vuelto a Inglaterra por Pascua podrías haber tenido el pastel y comértelo también.

La cama se hundió bajo el peso de Ness. Se deslizó bajo las sabanas, prudentemente a su lado de la cama.

Ness: Creo que he aprendido la lección.

Zac: ¿De verdad?

Ella no contestó. En cambio, le hizo una pregunta.

Ness: ¿Por qué le das tanta importancia a alcanzar la paridad económica conmigo?

«Porque estoy casado contigo, la mujer más rica de Inglaterra después de Victoria Regina, idiota. ¿Qué va a hacer un hombre que todavía sueña con acostarse contigo?»

Alargó el brazo por debajo del cobertor, la cogió por la parte de delante del salto de cama y la atrajo hacia él. Ella soltó un gemido ahogado, y otro más cuando los dientes de Zac le rozaron la parte inferior del cuello.
Zac se puso encima de ella... gimiendo por lo divino que era tenerla debajo. Desde su vuelta, la había visto desnuda; había alcanzado el clímax dentro de ella. Pero no se había permitido sentirla, sentir la textura densa y suave de su piel, la firme ondulación de su cuerpo. Cogió en un puñado el salto de cama y tiró de él hacia arriba

Zac: Quítatelo.

Ness: No. Puedes hacer lo que quieres, perfectamente, sin que me lo quite.

Zac: Lo que quiero es a ti desnuda, sin nada.

Ness: Esto no es parte del trato. Nunca dijiste que tuviera que desnudarme para ti.

Zac: ¿Qué pasa? -le preguntó él al oído, en voz baja, disfrutando al notar que se estremecía-. ¿Tienes miedo de estar desnuda debajo de mí?

Ness: No está bien. No voy a deshonrar a Andrew permitiéndote más libertades de las que debo.

De repente, Zac se enfureció, qué obstinada y obtusa era. Lord Frederick la haría casi tan feliz como una almeja en un plato de bullabesa. Agarró el salto de cama a la altura de su garganta y lo rasgó todo a lo largo, y el agudo sonido desgarró bruscamente la aletargada oscuridad.

Zac: Ya está. Y si lord Frederick lo pregunta, algo que no es para nada asunto suyo, puedes decirle con total sinceridad que no me permitiste ninguna libertad.

Ness jadeaba; era el sonido de una mujer que no consigue aire suficiente, y sus exhalaciones ahogaban el chirrido amortiguado de los grillos despiertos en el jardín.

Se dejó caer sobre ella; la sensación de su piel contra la suya era, a la vez, extrañamente familiar y turbadoramente nueva, como si esta fuera solo la segunda noche de su luna de miel, y él se hubiera pasado el día entero mirándola, muriéndose de ganas de que se pusiera el sol y llegase la bendita e interminable noche.

Era un estúpido. Estúpido por enamorarse de ella la primera vez... Estúpido por volver ahora, cuando ya conocía su debilidad demasiado bien, después de haber luchado contra ella cada uno de los días de los diez últimos años.

Demasiado tarde.

Se sumergió en la aterciopelada sensación que ella le producía, maravillándose de la manera en que la piel se movía encima de sus clavículas, con cada respiración, trazando un camino de besos encima de sus hombros, reacio a abandonar cada pulgada de su gloriosa piel, impaciente por saborearla en su totalidad.

Ella apoyó las manos en sus brazos, pero no empujó. Solo emitió un sonido dulce, desesperado, cuando la besó en la base de la garganta. La melancolía de su corazón se alivió un poco, aunque sabía que era una locura pensar que esto era otra cosa que locura.

La besó hasta llegar a la barbilla, al suave punto justo debajo de los labios. Allí dudó. Besarla en la boca era informarla, abiertamente, de que para casarse con lord Frederick tendría que pasar por encima de su cadáver.

Debajo de él, notó los latidos de su corazón, tan rápidos, erráticos e inciertos como los suyos. ¿Quería adentrarse en aquel camino? ¿Se atrevía? ¿Qué le esperaba al final, si recorría aquella avenida de locura?

Ness: Hay algo que tengo que decirte -dijo de repente, rompiendo el momento de incertidumbre-. No sirve de nada que te acuestes conmigo. De nada en absoluto. Llevo puesto un diafragma. He utilizado uno todo el tiempo. No tienes ninguna posibilidad de dejarme embarazada, así que mejor sería que me dejaras en paz.

Cuando tenía seis años, durante un alocado juego de persecución por los pasillos de casa de su abuelo, había chocado contra una pared. Cuando se dio cuenta, estaba caído en el suelo, demasiado aturdido para comprender qué acababa de pasar. Ahora se sentía igual que entonces. No sabía cómo interpretar su arrebato, su brusca decisión de llevar las cosas a aquel extremo.

La miró. Sus rasgos solo eran visibles a medias, bajo la tenue iluminación de la luna, la sombra de un pómulo alto, la oscura plenitud de los labios, y unos ojos como agua al fondo de un pozo profundo, negros con puntitos que reflejaban la luz de las estrellas.

Zac: Entonces, ¿por qué me lo dices? ¿Por qué no seguir engañándome? Así habrías servido mejor a tus propósitos.

Ness: Porque ya no puedo más -dijo, absolutamente inmóvil-. Estoy segura de que está totalmente justificada la opinión que tienes de mí. Pero no me importa. No puedo seguir adelante.

Zac: ¿Porqué? -Le pasó los dedos por el pelo, el lujo definitivo. Era un pelo espeso, suave, brillante y frío como el rocío de la mañana. Nunca recordaba el pelo de otra mujer como recordaba el ella-. ¿Qué se ha hecho de tu legendaria crueldad?

Ella cerró los ojos y giró su cara para no verlo.

Los dedos le producían una sensación ridículamente reconfortante al tocarle el cráneo. Se movían con una ternura tranquilizadora, descansando por un momento junto a la sien y luego deslizándose a lo largo de la oreja, la mandíbula y, finalmente, los labios. La yema del pulgar le recorrió el labio inferior, lo abrió ligeramente y tocó la húmeda membrana interior.

Su reacción la confundía. Quería preguntarle, gritarle, si no había oído nada de lo que le había dicho, que no había cambiado, que no había aprendido la lección y que había intentado engañarlo de nuevo. Pero su caricia la hipnotizaba. Era cálida, curiosa y absolutamente sin rencor. No podía hablar. Era toda consciencia, una consciencia llena de carencias, hambrienta, insoportablemente aguda.

La besó en el lóbulo de la oreja, en el hueso que le articulaba la mandíbula, en la punta de la barbilla. La besó en el cuello, el hombro y la hendidura de la clavícula. Mantuvo los ojos apretadamente cerrados. En aquella absoluta oscuridad, él era todo ardor y sensualidad para ella, sus labios eran una fuente de fuego frío que quemaban todo lo que tocaban, engendrando sacudidas de deseo que se extendían por todo su cuerpo, dejándola desfallecida y sin sentido.

De repente su boca se cerró sobre el pezón. Soltó un grito ahogado, un sonido estupefacto de placer. Él la lamió. Ness quería retorcerse, girar y suplicar más. Clavó las uñas en el cubrecama. La mano de él encontró el otro pezón y lo frotó entre el pulgar y el índice, con la presión justa para hacer que abandonara todos sus esfuerzos por guardar silencio. Gimió con fuerza.

Su mano se trasladó más abajo, siguiendo el costado, descansando una fracción de segundo sobre la cadera y luego continuando para separarle las piernas. Hizo un débil intento por mantenerlas juntas, pero él solo tuvo que pasarle la lengua, lentamente, una vez alrededor del pezón para que se olvidara de todo.

Él la encontró, probablemente lo más fácil del mundo; solo tenía que ir a la fuente de su humedad. Y luego su dedo, no, sus dedos estaban dentro de ella.

Zac: Dime que pare y lo haré -dijo, justo antes de meterse el otro pezón en la boca-.

En algún lugar de su mente, comprendió lo que estaba haciendo; soltando y sacando el diafragma. Quizá habría protestado, de haber sido capaz de decir algo coherente. Pero no lo era, y los únicos sonidos que emitía eran ahogados gemidos de excitación.

Extrajo con facilidad el diafragma y lo tiró a un lado de la cama. Ness se estremeció.

Zac: Ahora ya no se interpone nada entre los dos.

Un súbito relámpago de terror la paralizó. Estaba completamente expuesta a él; su matriz, su futuro, toda su vida. De una manera igual de repentina, una oleada abrumadora de deseo la inundó. Lo quería dentro de ella, quería que la poseyera, que la hiciera pedazos, que llenara todo vacío y destruyera toda defensa.

Con un gemido de desesperación lo agarró y lo atrajo hacia ella, besándolo con tanta fuerza que sus dientes chocaron y rechinaron juntos. Él se apartó un poco, le sujetó la cara entre las manos y la besó a su manera, más lenta, más suave y mucho más plena. Ella abrió las piernas del todo y él entró en ella, grueso y ardiente, sin dejar de besarla. Lo rodeó con las piernas, apremiándolo, deseando algo rápido, furioso, que lo borrara todo. Pero él se negó a complacerla.

La atormentó con largas y lentas caricias, excitándole los pezones mientras la penetraba a un ritmo pausado. La hizo suplicar cada delicioso empujón. La hizo revolverse y girar; gritar y gemir. Y solo cuando estuvo absolutamente vencida, desesperada, convencida de que existiría para siempre en aquel estado de excitación sexual, temblorosa y febril, solo entonces cedió y la llevó a una satisfacción incoherente, salvaje, jubilosa y muy audible.

Si ella pudiera hacer que el tiempo se detuviese. Si no necesitara nunca apartarse de su abrazo y de la euforia de su acto amoroso. Si su mundo consistiera únicamente en esta única habitación oscura, empapada en el dulce aroma del sexo, protegida del mañana, y del día después, por unos muros inexpugnables de noche perpetua.

Si le hubieran dado una guinea por cada «si...» de su vida, podría pavimentar una carretera con oro desde Liverpool hasta Terranova.

Con la respiración todavía acelerada y errática, su esposo se separó de ella para echarse de espalda, sin llegar a tocarla. Ness se mordió el labio inferior mientras los tentáculos fríos y pegajosos de la realidad se arrastraban por sus piernas, subiendo hacia su corazón.

No dijo nada desagradable, pero su silencio era suficiente para recordarle todo lo que se había prometido no hacer nunca cuando él volvió. ¿Es que todas sus declaraciones de amor por Andrew no eran más que palabras, y palabras vacías, además?

Zac: Fui a verte a tu hotel en Copenhague.

Le costó todo un minuto descifrar lo que él acababa de decir. Incluso entonces, no lo comprendió.

Ness: ¿Tú... no dejaste tu tarjeta?

Zac: Ya te habías marchado, para embarcar en el Margrethe.

Un estallido de euforia la inundó, solo para verse sustituido por una sombría incredulidad, un desconcierto impotente ante los caprichos del destino.

Ness: No embarqué en el Margrethe -dijo, aturdida-. Ya había zarpado cuando llegué al puerto.

Zac: ¿Qué?

Nunca antes lo había oído decir «¿Qué?». Era demasiado perfecto para hacerlo; nunca había dejado de usar el más correcto y educado «¿Cómo dices?». Hasta este momento.

Zac: ¿Adonde fuiste entonces?

Ness: Volví al mismo hotel. Me marché al día siguiente.

Él se echó a reír, con amarga incredulidad.

Zac: ¿El empleado del hotel no te dijo que un estúpido había ido a buscarte, con flores?

Era como descubrir que estaba embarazada y llenarlo todo de sangre tres semanas después. Solo que estaba sucediendo en un abrasador momento.

Ness: El recepcionista de día debía de haberse marchado ya cuando decidí que necesitaba un lugar para pasar la noche.

Había ido a buscarla. Por la razón que fuera, había ido a buscarla. Y no se habían encontrado, como si el propio Shakespeare hubiera escrito su historia en un día de especial misantropía.

Ness: ¿Qué flores me llevaste? -preguntó, porque no se le ocurrió nada más que decir-.

Zac: Unas... -Se le entrecortó la voz, otra cosa que nunca había oído en él-. Unas hortensias azules. Ya estaban marchitas.

Hortensias azules. Sus favoritas. De repente, sintió ganas de llorar.

Ness: No me habría importado. -Siguió hablando, para mantener las lágrimas a raya-. Estaba tan trastornada que fui a buscar a Drake en cuanto desembarqué en Inglaterra, solo para encontrarme con que se había casado durante el tiempo en que estuve fuera. De todos modos, actué de una forma ridícula y molesta.

Él emitió un sonido a medio camino entre un bufido y un gruñido.

Zac: Casi detesto preguntarlo.

Ness: No tienes nada de qué preocuparte. No sucumbió a mis insinuaciones. Recuperé la cordura. Fin de la historia.

Zac: Yo también recuperé la cordura, después de un tiempo -dijo lentamente-. Me convencí de que lo que había sucedido entre los dos no se podía deshacer, nunca se podría deshacer.

Ness: Además, no existe lo de volver a empezar desde cero. La verdad es que no -coincidió, con los ojos anegados de lágrimas y la habitación convertida en un borrón oscuro-.

Por vez primera en su vida, veía exactamente lo que había echado por la borda cuando decidió conseguirlo por medios lícitos o ilícitos. Por vez primera, comprendió de verdad, en lo más profundo de su ser, que no solo no lo había salvado sino que había sido injusta con él al asignarle la misma capacidad que una tortuga dentro de un acuario para tomar sus propias decisiones. Había sido -justo lo que nunca había querido admitir- impetuosa, miope, egoísta.

Ness: No debería haber hecho lo que hice. Lo siento.

Zac: Yo tampoco fui exactamente un modelo de rectitud, ¿verdad? Debería haber tenido la franqueza de enfrentarme a ti, por muy triste que hubiera sido el encuentro. En cambio, me refugié en excusas y confundí la venganza con la justicia.

Ness se rió amargamente. Para ser dos personas inteligentes, no había duda de que habían tomado todas las decisiones equivocadas que podían tomar. Y alguna más.

Ness: Desearía...

Se detuvo. ¿De qué valía? Ya habían perdido su oportunidad.

Zac: Yo también. Haberte encontrado aquel día, de alguna manera. -Suspiró, un sonido profundo de pesar. Se volvió hacia ella y la hizo volverse hacia él, cogiéndola con fuerza por el brazo-. Pero todavía no es demasiado tarde.

Durante un largo momento, no lo entendió. Luego un rayo le estalló encima de la cabeza, dejándola ciega y aturdida. Hubo una época en su vida en que habría recorrido un kilómetro, descalza, encima de cristales rotos, para reconciliarse con él; en que habría muerto de alegría al oír aquellas mismas palabras.

De eso hacía años y años; había pasado mucho tiempo. Sin embargo, su estúpido corazón todavía daba saltos y estallaba y giraba en torpes volteretas de júbilo.

Hasta chocar contra una pared.

Estaba prometida a Andrew. Andrew, que confiaba en ella incondicionalmente. Que la adoraba mucho más de lo que merecía. Había reafirmado su deseo y determinación de casarse con él cada vez que se reunían, la última vez hacía solo dos días.

¿Cómo podía abofetear a Andrew con una traición tan flagrante?

Zac: Me esforzaba por no hacerlo -sus ojos eran los puntos más brillantes de luz en la noche-. Pero con demasiada frecuencia me preguntaba qué habría pasado, allá en el ochenta y ocho, si no me hubiera rendido. Si hubiera tenido el valor de volver a buscarte a Inglaterra.

«¿Por qué no lo hiciste? -preguntó ella en silencio-. ¿Por qué no viniste a buscarme cuando me sentía sola y abatida? ¿Por qué esperaste hasta que me comprometí con otro hombre?»

Ness se tapó los ojos, pero su cabeza era una torre de babel, una casa de locos, ideas salvajes que se devoraban unas a otras, emociones en un alboroto de sala de máquinas y pelea a puñetazos. Luego, de repente, surgió un canto de sirena de entre el ruido, dulce e irresistible, y ya no oyó nada más.

Un nuevo comienzo. Un nuevo comienzo. Un nuevo comienzo. Una nueva primavera después del crudo invierno. Un ave fénix renaciendo de sus propias cenizas. La segunda oportunidad mágica que siempre había eludido sus vanas búsquedas se le presentaba ahora en bandeja de oro, sobre un lecho de pétalos de rosa.

Solo tenía que alargar la mano y...

Era la misma ansia insaciable de él que la había vencido una década atrás, el mismo impulso de enviarlo todo y a todos los demás a paseo. Había renunciado a sus principios y actuado por conveniencia y absoluto egoísmo. Y mira qué sucedió. Al final, no le quedaba ni respeto propio ni felicidad.

Pero el contrapunto del canto de sirena se hizo más bello todavía. ¿Recuerdas cómo reíais y charlabais sobre todo y nada? ¿Recuerdas los planes que hicisteis para recorrer los Alpes y navegar por la Riviera? ¿Recuerdas la hamaca en la que ibais a meceros cuando hiciera buen tiempo, los dos, lado a lado, con Rich estirado encima de vosotros?

No, eran espejismos, recuerdos y deseos distorsionados por un cristal de color rosa. Su futuro estaba con Andrew; Andrew, que no se merecía que lo echara, deshonrosamente, a un lado. Que se merecía lo mejor que ella tenía que dar, no lo peor. Andrew, que le había confiado toda su felicidad. No podría vivir consigo misma, si jugaba con esa confianza. ¿Y qué pasaba...?

No. Si tenía que resistirse al canto de sirena, como Ulises, revolviéndose y agitándose bajo la tentación, lo haría. Pero no abandonaría a Andrew. Ni su propia dignidad. Esta vez no. Nunca más.

Miró a Zac.

Ness: No puedo -dijo, con una voz que apenas era un susurro-. Estoy comprometida con otro.

Los dedos de él se tensaron en su brazo de forma infinitesimal. Luego el frío de la noche sustituyó la calidez de su mano. Sus  ojos no se apartaron de ella, pero ya no veía luces en ellos. Solo una infinita oscuridad respondió a su mirada.

Zac: Entonces, ¿por qué, exactamente, me dijiste lo del diafragma?

¿Por qué, exactamente?

Ness: Estaba... -si hubiera tenido una fusta al alcance de la mano la habría usado contra ella misma-, pensé que sentirías tal repugnancia que no querrías tener nada más que ver conmigo.

Zac: Ya veo; seguías conservando tu lealtad hacia lord Andrew. -Su voz se había vuelto glacial. Igual que su propio corazón. Una extensión helada, salvo por una llama blanca de angustia-. ¿Por qué, entonces, no protestaste cuando te expuse a un riesgo real que puede tener consecuencias?

¿Qué podía decir? ¿Que siempre había sido así? ¿Que él solo tenía que mostrar la más leve dulzura y aprobación hacia ella para que olvidara todo lo que era importante? ¿Que era una idiota sin remedio en su cama?

Ness: No sabía lo que hacía. Lo siento.

La cama crujió. Durante un segundo fugaz vio el profundo canal de su espalda cuando él se sentó con las manos apoyadas a cada lado y la cabeza inclinada. Después, abandonó la cama.

Zac: Ojalá hubieras recordado todos esos escrúpulos un poco antes -dijo con una marea de cólera ardiendo bajo su impecable cortesía-.

Se puso el batín y anudó el cinturón con un movimiento salvaje.

Ella se incorporó, apretando el cobertor contra su pecho. «Quédate -quería decirle-. Quédate conmigo. No te vayas.» En cambio, farfulló como una absoluta necia:

Ness: Tú mismo dijiste que lo que había pasado entre los dos no podía cambiarse, nunca podría cambiarse.

Zac: Ojalá hubiera escuchado mi propio y sabio consejo -dijo cortante, dirigiéndose hacia la puerta-.

Ness: ¡Espera! -gritó-. ¿Adónde vas? Las habitaciones de arriba no son seguras. No sabes qué otros daños pueden haber sufrido.

Zac: Correré el riesgo. Tiene que haber una cama en esta casa que sea menos peligrosa que la tuya.

Zac permanecía echado en la primera habitación que le habían asignado. Miraba al techo y casi deseaba que se desplomara encima de él y lo dejara sin sentido.

No es que le quedara mucho sentido. «No sabía lo que hacía», había dicho ella. Ciertamente, no era la única. Probablemente, él no había tenido un día verdaderamente lúcido desde que le llegó la primera carta de los abogados de Ness, en septiembre, pidiendo la anulación.

Durante mucho tiempo, se había referido a su matrimonio como «esa tolerable situación». Tolerable porque mientras la legalidad fuera blindada e ineluctable, ella seguía casada con él, y cabía la posibilidad de que en un futuro lejano, envuelto en una niebla dorada, quizá pudieran superar su juvenil Sturm und Drang y alcanzar algún tipo de felicidad aceptable. No es que admitiera de buen grado, ni ante sí mismo, esos sueños, pero unas jornadas de trabajo de catorce horas se traducían en noches en que estaba demasiado cansado para censurarse.

Cuando ella dio el paso de disolver oficialmente su matrimonio, y una multitud de cartas de sus abogados oscurecieron el cielo, como si fueran la plaga de langostas de Egipto, la estasis de la cual dependía se convirtió en un desequilibrio caótico. Se encontró como observador estupefacto, incapaz de hacer otra cosa que no fuera tirar las cartas al fuego de la chimenea, con una rabia y una alarma crecientes.

La anulación era una cosa. El divorcio, sin embargo, era otra muy diferente. Cuando ella siguió adelante y presentó una demanda de divorcio, lo había dominado la ira, una cólera sangrienta de «matar a todos los campesinos y echar sal en la tierra». Este matrimonio era su pacto con el diablo, lo habían empezado con mentiras y sellado con rencor. ¿Cómo se atrevía ella a romper las cadenas de acritud que los unían? Ninguno de los dos merecía nada mejor.

Qué imprudente había sido al no comprender la erupción de años de decepción acumulada. Y qué ciego, cuando se calmó durante la travesía del Atlántico, para creer que había llegado a una solución razonable y madura en su demanda de un heredero como condición para liberarla del matrimonio.

Lo único que había conseguido era el coraje o la locura que hicieron pedirle directamente que no echara por la borda todo lo que tuvieron una vez. Solo sentía el negro dolor de su rechazo, una sensación de pérdida que apenas le permitía respirar.

De alguna manera, no podía creer que se hubiera acabado, que su historia terminase en una desgracia tan absoluta, como si al final Hansel y Gretel se hubieran convertido en la cena de la bruja, o la Bella Durmiente, en un montón de huesos roídos en el Bosque Encantado. Pero la voz de Ness, aunque apenas audible, había sido firme y clara. Podía aferrarse a él y retorcerse debajo de él -y perder la cabeza por un momento-, pero mantenía su meta final a la vista, sin dudar. Y esa meta era cortar todos los lazos que la unían a él.

Tal vez tenía razón. Tal vez, él se había quedado atascado en 1883. Tal vez, así era, realmente, como acabaría su historia, con ella como novia radiante de otro hombre y él como un pie de página polvoriento en los relatos de la historia de Ness.

Estaba en el comedor, con la mirada clavada en una taza de té ya fría, cuando él apareció a su lado, con ropa de montar y el pelo alborotado.

Zac: Supongo que sabremos, dentro de pocas semanas, si habrá consecuencias de nuestro acto de anoche -le dijo, sin preámbulos-.

Ness: Eso creo. -Volvió a mirar el té, demasiado consciente de su presencia, del olor a neblina matinal todavía pegado a él, y aterrada, ya ahora, al pensar en qué noticias le traería el final de su ciclo. Cualesquiera que fuesen-. Si no hay consecuencias, ¿me dejarás libre para que me vaya con Andrew?

Zac: Y si las hay, ¿seguirás insistiendo en casarte con él?

Ness: Si las hay -obligó a las palabras a atravesar el nudo que tenía en la garganta-, cumpliré con mi parte del trato y desearía que tú hicieras honor a la tuya.

En respuesta, él soltó una carcajada, un sonido sin calidez ni emoción. Le cogió la barbilla con la mano y, lentamente, le hizo inclinar la cabeza de forma que se vio obligada a mirarlo.

Zac: Espero que lord Frederick no viva para lamentar su elección. Tu amor es algo terrible.




Awww... Zac quiere reconciliarse. Ness es la estúpida (¬_¬)
Pero aún faltan seis capítulos. Así que todavía queda historia.

Recuerdo que os podéis pasar por mi otro blog que hay entrada nueva.

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