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domingo, 25 de agosto de 2019

Tercera parte: Lo dulce. Capítulo 22


Diecisiete años era mucho tiempo para especular. Mucho tiempo para planificar. Mucho tiempo para odiar. A sus pies, la extensión azul zafiro del Mediterráneo se veía como una alfombra salpicada por unas minúsculas nubes blancas y una masa de tierra que correspondía a la isla de Chipre. Jaquir estaba cerca. La espera tocaba a su fin.

Vanessa se puso cómoda. A su lado, en el confortable asiento del avión privado, dormitaba Zachary. Había dejado la americana, la corbata, incluso los zapatos, en el asiento de al lado para poder viajar tumbado, sin molestias, en el último tramo del trayecto. Vanessa, por el contrario, llevaba puesto hasta el último detalle, estaba completamente despierta y consciente de los minutos que iban pasando.

Habían hecho el amor con desespero tras el despegue en París. O tal vez el desespero había sido un sentimiento exclusivo de ella. Necesitaba aquel contacto salvaje, ciego, de carne contra carne, igual que posteriormente le hizo falta la tranquilidad y la serenidad que siguió.

Había dedicado buena parte de su vida a aquel regreso. Ahora que los años se habían convertido en minutos, sentía miedo, un miedo que no habría sabido explicarse a sí misma, ni tampoco explicar a Zachary. No era un sentimiento de los que humedecen las manos y dejan un sabor amargo en la boca, sino de los que crean un nudo en el estómago y provocan un dolor lacerante detrás de los ojos.

Seguía con la imagen de su padre creada durante su infancia, acompañada por un amor intenso y un gran temor. Casi lo veía como era entonces: un hombre delgado y atlético que nunca sonreía, con unas manos bellas y fuertes.

Había vivido durante casi veinte años bajo la ley, la tradición y las creencias de Occidente. Ni en una sola ocasión se había permitido poner en cuestión que era una mujer occidental de los pies a la cabeza. Pero lo cierto era que, aunque lo hubiera ocultado, llevaba sangre beduina en sus venas, y aquella sangre la podía hacer reaccionar de una forma que una persona occidental no habría comprendido.

¿Cómo reaccionaría una vez se encontrara en Jaquir, en casa de su padre, sometida a las leyes del Corán y a las tradiciones decretadas e impuestas por los hombres? Más agudo que el temor a que la descubrieran, la encarcelaran o incluso la ejecutaran, era el de perder la personalidad a la que con tanto ahínco había ido dando forma. Aquel temor era el que le impedía hacer promesas a Zachary, pronunciar unas palabras que afloraban con tanta facilidad en los labios de otras mujeres. Lo amaba, pero el amor no eran las suaves y tiernas palabras de los poetas. El amor, con su doble filo, era un sentimiento que debilitaba a muchas mujeres y las llevaba a prescindir de sus propias necesidades, de sus propios deseos para satisfacer las necesidades y los deseos de otro.

El avión inició el descenso. El mar parecía ir a su encuentro. Con los nervios a flor de piel, Vanessa puso la mano sobre el hombro de Zachary.

Ness: Tengo que prepararme. Dentro de poco aterrizaremos.

La tensión que denotaba la voz de Vanessa lo despertó al instante.

Zac: Aún puedes cambiar de parecer.

Ness: No, no puedo. -Se levantó y cruzó el pasillo para ir a buscar la bolsa-. Recuerda que en cuanto aterricemos saldremos del aeropuerto en dos coches distintos. Habrá que pasar el control de aduana. -Mientras hablaba, fue cubriéndose el cabello con un pañuelo negro hasta que no dejó ni un solo mechón a la vista-. Es un proceso humillante, pero la influencia de Adel nos ahorrará una parte de él. No te veré hasta que estemos en el interior del palacio, y aun así no puedo asegurar cuándo van a permitírnoslo. Fuera no se me permite contacto alguno. Dentro, como no soy de sangre pura, y saben que voy a casarme con un occidental, las normas serán algo más permisivas. Bajo ninguna circunstancia te acerques a mí. Si me dejan, seré yo quien vaya a verte.

Zac: Cuarenta y ocho horas. -Mientras se anudaba la corbata, veía cómo Vanessa se cubría de la cabeza a los pies con el abaaya negro, una pieza que más bien parecía un saco. Era más aquello que sus ojos o el color de su piel lo que la convertía en una mujer islámica-. Si en ese plazo no has encontrado la forma de contactar conmigo, seré yo quien te encuentre.

Ness: Jugándote como mínimo la deportación. -Lo que más molesto le parecía era el velo. Pero en lugar de sujetárselo, lo dejó bajo el cuello. Con la americana sobre los hombros, Zachary le pareció más británico que nunca, y de repente lo vio como un desconocido. Procuró no hacer caso de los latidos de un corazón que comenzaba a dispararse. El abismo se ensanchaba entre ellos-. Tienes que confiar en mi juicio, Zachary. No querría pasar más de quince días en Jaquir, ni salir del país sin el collar.

Zac: Preferiría que en lugar de hablar a título personal hablaras por los dos.

Ness: De acuerdo. -Con una leve sonrisa, esperó que él se hubiera puesto los zapatos-. A ver si sabes convencer a Adel de que vas a ser un buen marido para mí. Ah, y regatéale la dote.

Se acercó a ella para tomar sus manos. No temblaba pero las tenía muy frías.

Zac: ¿En cuánto te valoras?

Ness. Un millón podría ser un buen punto de partida.

Zac: ¿Un millón de qué?

La tranquilizó comprobar que todavía era capaz de reír.

Ness: De libras esterlinas. Todo lo que no llegue a esta cifra, con el historial que has inventado para ti, sería un insulto.

Zac: En ese caso, empezaremos por aquí. -Sacó una cajita del bolsillo. El anillo que contenía hizo retroceder a Vanessa. Zachary tomó su mano e introdujo el anillo en su anular. Había esperado hasta el último momento porque preveía la reacción de ella y no quería darle la menor oportunidad de rechazarlo-. Puedes considerarlo como parte del montaje.

Le calculó más de cinco quilates, y por su tono blanco gélido, Vanessa pensó que tenía que ser ruso, del agua más refinada. Como los mejores diamantes, representaba tanto la pasión como la distancia. En contraste con el negro abaaya, los destellos eran fuego puro, algo que la llevaba a desear lo que no podía alcanzar en aquellos momentos.

Ness: Un montaje que vale un imperio.

Zac: El de la joyería me aseguró que con mucho gusto me lo compraría de nuevo por el mismo precio.

Vanessa levantó rápidamente la vista hacia él y vio la sonrisa en sus labios antes de que estos se juntaran con los suyos. Hubo también fuego en aquel gesto, un fuego que la llevó por los aires justo en el momento en que el avión tomaba tierra. Por un instante quiso olvidarlo todo y no pensar más que en la promesa que tenía en el dedo y en la seducción del beso.

Ness: Yo bajo antes. -Con un profundo suspiro, se desabrochó el cinturón-. Cuidado, Zachary. No querría ver tu sangre sobre el Sol y la Luna.

Zac: Dentro de quince días tomaremos champán en París.

Ness: Que sea una botella mágnum -dijo antes de cubrirse el rostro con el velo-.

Aquello había cambiado. Aunque estaba al corriente del boom del petróleo que había revolucionado Jaquir en los setenta y de que Occidente estaba dejando huella en aquel país, no había imaginado ver tantos edificios de acero y cristal, ni aquellas carreteras tan nuevas que acogían el tráfico que iba en aumento. Cuando se había marchado, el edificio más alto de Karfia, la capital de Jaquir, era el del depósito del agua. Ahora este quedaba eclipsado por los bloques de oficinas y los hoteles. Sin embargo, a pesar de aquel despliegue de modernidad, flotaba la sensación de que aquella ciudad, si Alá lo decretaba, podía desvanecerse en el desierto.

Vio enormes camiones Mercedes circulando a toda velocidad por la carretera y cargueros que abarrotaban el puerto mientras la mercancía esperaba en los muelles las inspecciones pertinentes. Vanessa sabía que Jaquir nadaba entre dos aguas: con pericia, astucia y dinero, apaciguaba a sus vecinos en Oriente y a sus inquietos socios de Occidente. La guerra hacía estragos cerca de sus fronteras, pero Jaquir, cuando menos superficialmente, se aferraba a la neutralidad.

Aun así, en el fondo no había cambiado tanto. En el camino del aeropuerto a la ciudad, Vanessa se fijó en que a pesar de los edificios, de las modernas carreteras y de los persistentes esfuerzos de los occidentales que se habían trasladado allí, Jaquir era lo que el país deseaba ser. Ya en el aeropuerto había constatado que las mujeres subían, cargadas con sus pertrechos, a unos autobuses reservados para ellas y salían por una puerta en la que se leía «Mujeres y familias», protegidas siempre por unos policías que impartían órdenes a gritos. Lo vio también de los minaretes de la mezquita que parecían perforar el nítido cielo azul.

Había finalizado el rezo del mediodía y los mercados estaban abiertos. A pesar de que mantenía la ventanilla cerrada, casi oía el murmullo de la actividad en las calles, la cadencia del árabe, los clics de las cuentas para el rezo. Las mujeres iban de puesto en puesto, en grupos o acompañadas por algún miembro de la familia. Los matawain patrullaban sin perder nada de vista, con sus desgreñadas barbas con la punta teñida con alheña, con sus látigos. A través del cristal ahumado de la limusina, Vanessa vio que uno de ellos se dirigía a una mujer occidental que había tenido el poco juicio de remangarse y dejar sus brazos al descubierto.

En efecto, en las postrimerías del siglo XX Jaquir no había cambiado tanto. Las palmeras flanqueaban una carretera en la que se veían Mercedes, Rolls Royce y limusinas. La tienda Dior tenía dos puertas de entrada, una para hombres y otra para mujeres. Las piedras preciosas brillaban bajo el sol del mediodía en un escaparate de joyería. Cerca de allí, un hombre con una throbe blanca y unas sandalias medio rotas guiaba un polvoriento asno.

La mayoría de los edificios eran de barro, no más estables que la arena del desierto. Sin embargo, las flores trepaban por las paredes y las ventanas tenían siempre celosía, para esconder detrás de ellas a las mujeres, y no porque allí se las valoraba o apreciaba más, sino porque se consideraban seres insensatos, víctimas de su propio e incontrolable instinto sexual.

Los hombres, con túnica y turbante, se veían sentados sobre rojas alfombras tomando shwarma. Le pareció curioso rememorar el sabor del cordero con especias entre pan de pita.

La limusina dejó atrás el mercado y fue ascendiendo. Las casas se veían ya más elegantes, a la sombra de unos árboles. En alguna vio incluso el lujo del césped. Creyó recordar la visita a alguna de aquellas casas, donde había tomado té verde en un salón con luz tenue, en el que se oía el frufrú de la seda y el olor a incienso invadía la atmósfera.

Cruzaron la verja del palacio, avanzaron sin hacer caso a los guardias de ojos oscuros e inexpresivos. Aquello también había cambiado poco, a pesar de que su mirada infantil había atribuido al entorno más esplendor del que merecía. Bajo el potente sol de la tarde, los muros de estuco presentaban un blanco de lo más brillante. Las tejas verdes le daban un arrogante toque de color. Destacaba también el brillo de las ventanas, la mayoría de ellas cubiertas por cortinas para evitar las miradas. En lo más alto estaban los minaretes, aunque como deferencia a Alá, no eran más altos que los de la mezquita. Los parapetos describían un círculo, dispuestos para la defensa en caso de conflicto civil o ataque extranjero. En la parte posterior, el mar golpeteaba las rocas. Los lujuriantes jardines evitaban las miradas indiscretas del exterior y, sobre todo, evitaban a las mujeres la tentación de mostrarse a los hombres cuando paseaban por ellos.

Si bien el palacio tenía una puerta de entrada para las mujeres y otra para los hombres, la limusina no se dirigió a la entrada principal sino a la del jardín. Vanessa arqueó ligeramente una ceja. De modo que la llevaban al harén antes de ver a Adel. Tal vez fuera mejor así.

Esperó a que el chófer le abriera la puerta. A pesar de que tenía que estar emparentado de alguna forma con la familia, el hombre no le ofreció la mano para ayudarla a salir. En todo momento evitó su mirada. Recogiendo con cuidado su falda, Vanessa salió del coche y se encontró en medio de una explosión de sol y perfume. Sin volver la vista, pasó el portal del jardín.

Vio el chorro de agua de la fuente que Adel había mandado construir para su madre en el primer año de matrimonio. Iba a parar a un pequeño estanque donde se veían unas carpas largas como el brazo. Alrededor del agua se inclinaban las flores, atraídas por la humedad. La puerta secreta se abrió antes de que Vanessa llegara a ella. Entró, pasó delante de la sirvienta vestida de negro, aspirando el perfume de aquellas mujeres, que la llevó de nuevo a su infancia. Una vez dentro, hizo lo que había ansiado durante el largo trayecto desde el aeropuerto: quitarse el velo.

**: Vanessa. -Una mujer apareció entre las sombras. Llevaba un vestido rojo con lentejuelas, algo que habría resultado apropiado para un baile del siglo XIX, y olía a almizcle-. Bienvenida a casa. -La mujer la saludó al estilo tradicional, con un beso en cada mejilla-. La última vez que te vi eras una niña. Soy Laila, tu tía, la esposa de Fahir, el hermano de tu padre.

Vanessa le devolvió el saludo.

Ness: Ya me acuerdo de ti, tía Laila. No hace mucho vi a Donna. Me pareció que era muy feliz. Me ha mandado recuerdos para ti y su respeto para su padre.

Laila asintió. Si bien Vanessa estaba por encima de ella en el protocolo, la mujer había tenido cinco hijos fuertes y vigorosos y en el harén se la envidiaba y respetaba.

Laila: Pasa, que han preparado un refrigerio. Las demás querrán saludarte.

Allí tampoco había habido muchos cambios. Vanessa reconoció el aroma a café con especias y la mezcla de los perfumes y el incienso. Sobre la larga mesa cubierta con un mantel blanco ribeteado con una cenefa dorada, habían dispuesto un tentempié de unos colores tan vistosos como los vestidos que lucían las mujeres. Dominaban las sedas y los satenes, pero incluso con aquellas temperaturas no faltaba el terciopelo. Relucían las cuentas y las lentejuelas. Destacaba la calidez del oro, la frialdad de la plata y el centelleo de las piedras preciosas. Mientras se intercambiaban abrazos, sonaban las pulseras y crujían los encajes.

Rozó con sus labios las mejillas de la segunda esposa de Adel, la mujer que había hecho tan desgraciada a su madre años antes. Vanessa no sentía rencor hacia ella. Allí las mujeres hacían lo que se les exigía y venía a confirmarlo la gran barriga de Leila, quien, con más de cuarenta años y madre ya de siete hijos, volvía a estar embarazada.

Saludó a las primas que recordaba y a otras muchas princesas de segunda que aún no había visto. Algunas se habían cortado o rizado el cabello. Era algo, al igual que los vistosos vestidos, que hacían por su propio placer y, como críos con un juguete nuevo, para lucir entre ellas.

Conoció a Sara, la última esposa de Adel, una muchacha de unos dieciséis años, delgadita, con grandes ojos, que estaba ya en estado. Por lo que parecía, ella y Leila habían concebido más o menos por los mismos días. Vanessa se fijó en que las piedras que lucía en los dedos y en las orejas eran igual de brillantes que las de Leila. Aquello marcaba la ley. Un hombre podía tener cuatro esposas siempre que las tratara en un plano de igualdad.

Phoebe nunca había sido igual a las demás, pero Vanessa no podía despreciar por ello a aquella joven.

Sara: Bienvenida -dijo en un tono musical que chocaba con la expresión inglesa-.

Laila: Te presento a la princesa Yasmin. -La tía de Vanessa puso una mano sobre el hombro de una niña de unos doce años, de oscuras mejillas, con unos gruesos aros en las orejas-. Tu hermana.

Aquello no lo había imaginado. Sabía que iba a conocer a los otros hijos de Adel, pero no esperaba encontrarse ante unos ojos de la misma forma y color que los suyos. No estaba preparada para la sorpresa de aquel parecido. Por ello, el saludo quedó forzado al inclinarse para besar las mejillas de Yasmin.

Yasmin: Bienvenida a la casa de mi padre.

Ness: Hablas muy bien inglés.

Yasmin arqueó una ceja en un gesto que indicó a Vanessa que, aunque le quedara tiempo para el velo, era ya una mujer.

Yasmin: Voy a la escuela para no ser ignorante cuando mi padre me entregue a mi marido.

Ness: Comprendo. -Hubo un reconocimiento mutuo del parecido mientras Vanessa se quitaba el abaaya. Ella misma lo dobló, rechazando con un gesto la ayuda de una sirvienta, pues llevaba cosido en el forro algún instrumento que iba a utilizar para su trabajo-. Tendrás que explicarme lo que has aprendido.

Yasmin observó con ojos críticos la sencilla falda blanca y la blusa que Vanessa llevaba. En una ocasión, Donna había mostrado a la pequeña fotos de prensa de Vanessa, por ello sabía que era guapa, pero pensó que era una lástima que no se pusiera alguna pieza roja que destacara.

Yasmin: Primero te llevaré a ver a mi abuela.

Detrás de ellas, las mujeres daban cuenta del refrigerio. La comida, cuanto más refinada mejor, era su pasatiempo preferido. El tema de la conversación giraba en torno a los niños y las compras.

La anciana tenía un aspecto espléndido, iba vestida de verde esmeralda y estaba sentada en un sillón tapizado de brocado. Las arrugas y la flacidez del rostro le habían desplazado la piel por debajo de la mandíbula, pero seguía tiñéndose el pelo con alheña. En los dedos, algo curvados por la artritis, no faltaban unos anillos que emitían sus destellos mientras hacía carantoñas a un niño de dos o tres años que tenía en sus rodillas. Dos sirvientas situadas a uno y otro lado agitaban sendos abanicos junto a ella para que el humo que salía de un recipiente con incienso perfumara su cabello.

Habían pasado cerca de veinte años, Vanessa tenía solo ocho cuando se marchó, pero se acordaba bien de su abuela. Las lágrimas afloraron con tanta rapidez en sus ojos que no pudo hacer nada para contenerlas. En lugar de saludarla como era de esperar, se arrodilló y apoyó la cabeza en el regazo de aquella mujer, la madre de su padre.

Percibió sus finos y quebradizos huesos bajo la consistente tela de satén. Olía como siempre, parecía imposible pero notó en ella la misma mezcla de perfume a amapola y especias. Al advertir la mano que la acariciaba, se inclinó un poco más. Sus mejores y más dulces recuerdos de Jaquir los debía a aquella mujer que tantas veces le había cepillado el cabello mientras le contaba historias de piratas y princesas.

July: Sabía que volvería a verte -una delicada anciana de setenta años, madre de doce hijos y única esposa del rey Ahmend, acariciaba el cabello de su querida nieta al tiempo que estrechaba contra su pecho al más pequeño-. Lloré cuando te fuiste y lloro ahora que has vuelto.

Como una niña, Vanessa se secó las lágrimas con el reverso de la mano. Luego se levantó para besarla.

Ness: Eres más hermosa de como te recordaba. Te he echado mucho de menos.

July: Has venido hecha una mujer, y tan parecida a tu padre…

Vanessa se puso tensa, pero hizo un esfuerzo para sonreír.

Ness: Tal vez me parezca a mi abuela.

July le sonrió también, mostrándole unos dientes demasiado blancos y perfectos para ser suyos. Las dentaduras eran algo nuevo, y la anciana se sentía tan orgullosa de ella como del collar de esmeraldas que lucía.

July: Tal vez. -Aceptó el té que le ofrecía una sirvienta-. Bombones para mi nieta. ¿Aún te gustan tanto?

Ness: Sí -se instaló sobre un cojín, a los pies de July-. Recuerdo que me dabas unos envueltos en papel plateado y rojo. Tardaba tanto en desenvolverlos que se derretían. Pero tú nunca me regañabas. -Se dio cuenta de que Yasmin seguía de pie a su lado, impasible de no haber sido por el brillo en sus ojos, que podía haber nacido con los celos. Sin pensarlo, Vanessa levantó el brazo y la hizo sentar a su lado-. ¿Sigue explicando cuentos la abuela?

Yasmin: Sigue haciéndolo. -Tras una breve vacilación, se relajó un poco-. ¿Me contarás cosas de América y del hombre con el que vas a casarte?

Con la cabeza apoyada en las rodillas de su abuela y una taza de té verde en la mano, Vanessa empezó su relato. Tardó mucho tiempo en tomar conciencia de que estaba hablando en árabe.

En la cuestión de palacios, Zachary decidió que prefería el estilo europeo: la piedra, las ventanas con parteluz y la madera vieja u oscura. Aquel le parecía sombrío, con sus persianas, cortinas y celosías que impedían que penetrara el sol. Sin duda era lujoso, con tapices de seda y piezas Ming colocadas en las hornacinas de las paredes. También estaba modernizado. El baño de la suite que le habían asignado tenía grifos de oro. Se dijo que tal vez era excesivamente británico para apreciar el gusto oriental por las alfombras de oración y por las mosquiteras de gasa.

Le alegró, sin embargo, que sus estancias dieran al jardín. A pesar del sol, abrió una ventana y dejó que entrara el cálido aroma del jazmín.

¿Dónde estaba Vanessa?

El hermano de ella, el príncipe heredero Andrew, lo había recogido en el aeropuerto. El joven, que tendría unos veinte años, llevaba una chilaba por encima de un impecable traje occidental. A Zachary le había parecido la viva estampa del acercamiento entre Oriente y Occidente con su excelente inglés y su inescrutable porte. Se había referido a Vanessa solo para comunicar a Zachary que ella se instalaría en las estancias de las mujeres.

Cerrando los ojos, recordó los planos. Se encontraría dos plantas más abajo, en el ala oriental. La cámara acorazada estaba en el otro extremo del palacio. Aquella misma noche daría un paseo de reconocimiento por su cuenta. Pero por el momento decidió, mientras abría la maleta, meterse en la piel del invitado perfecto y del futuro marido.

Había tomado un baño en la lujosa bañera y guardado sus efectos personales cuando oyó la llamada a la oración. Por la ventana abierta le llegó la voz gutural del muecín. Allahu Akbar. Alá es grande.

Echó una ojeada al reloj y calculó que tenía que tratarse de la tercera llamada del día. Habría otra cuando se pusiera el sol y la última una hora después.

Los mercados y zocos cerrarían, y los hombres se arrodillarían hasta tocar el suelo con la frente. En el interior del palacio, como en todas partes, cesaría cualquier actividad en sumisión a la voluntad de Alá.

Sin hacer ruido, Zachary abrió la puerta. Era el momento ideal para inspeccionar los alrededores. Pensó que lo mejor sería empezar por los lugares que le quedaban más cerca. La habitación de al lado estaba vacía, las cortinas corridas, la cama hecha con una precisión militar. La de enfrente, tres cuartos de lo mismo. Avanzó por el pasillo y abrió otra, en la que vio a un hombre, mejor dicho, a un niño, inclinado, rezando, con el cuerpo orientado hacia el sur, hacia La Meca. Su alfombra estaba tejida en oro y colgaban de la cama unos tapices de un azul intenso. Zachary cerró discretamente la puerta antes de seguir su ronda hacia la segunda planta.

Allí debía de estar el despacho de Adel y las salas de reunión. Había tiempo para verlo si hacía falta. Bajó a la planta principal, donde se respiraba un silencio sepulcral. Consciente del paso del tiempo, siguió los serpenteantes pasillos hacia la cámara acorazada.

La puerta estaba cerrada. Con una lima de uñas se abriría. Echó una ojeada a derecha e izquierda, se metió en ella y cerró la puerta.

Si las estancias se encontraban en la penumbra, aquello estaba sumergido en la oscuridad total. Ni una sola ventana. Pensando que era una lástima no haberse arriesgado a salir con una linterna, fue avanzando a tientas. La puerta de la cámara era de fino acero, fría al tacto. Utilizando las yemas de los dedos y los ojos midió su longitud, su anchura y calculó dónde estaban las cerraduras.

Como Vanessa le había dicho, tenía dos combinaciones. Procuró no acercarse a las esferas. Se sirvió de la lima para medir y descubrió que el ojo de la cerradura era excesivamente grande y anticuado. Las ganzúas que había llevado no podían funcionar en una cerradura tan antigua, pero siempre habría otras soluciones. Satisfecho, salió de allí. Tendría que volver con luz, pero aquello podía esperar.

Tenía la mano en el tirador cuando oyó pasos fuera. No había tiempo ni para jurar entre dientes, de modo que se colocó contra la pared detrás de la puerta.

Dos hombres hablaban en árabe. Por el tono habría dicho que uno estaba enfadado y el otro nervioso. Zachary los dejó pasar. Luego oyó el nombre de Vanessa. No pudo hacer más que maldecir su estampa por no comprender aquel idioma.

Discutían a causa de ella. Estaba claro. Notó tal malevolencia en una de las voces que sus músculos se tensaron y sus manos se cerraron en dos puños. Al cabo de poco escuchó una orden, a la que siguió el silencio y luego el clic clac de los talones sobre las baldosas que indicaba que uno de aquellos hombres se alejaba. Con el oído pegado a la puerta, Zachary oyó que el que se había quedado murmuraba una maldición en inglés. El príncipe Andrew, pensó. Luego vio claro que la voz airada era la de Adel.

¿Por qué el padre y el hermano de Vanessa discutirían sobre ella? ¿Por ella?

Esperó a que Andrew se alejara y salió. El vestíbulo estaba otra vez desierto; la puerta, cerrada. Con las manos en los bolsillos, Zachary se dirigió hacia el jardín. Si lo encontraban allí tenía una excusa plausible: su interés por la flora. En realidad lo que quería era salir, reflexionar.

Vanessa no había previsto que pudiera ser tan difícil llevar a cabo lo que se había propuesto. Como mínimo a escala técnica, puesto que confiaba en su habilidad y también en la de Zachary. Lo que no había tenido en cuenta eran tantos recuerdos, que, como fantasmas, susurraban a su oído, pasaban a su lado rozándola. Le resultó reconfortante el harén, con las conversaciones de las mujeres, sus perfumes y sus secretos. Era posible olvidar por un corto tiempo sus límites y disfrutar de su seguridad. Comprendía que, ocurriera lo que ocurriera, nunca más podría darle del todo la espalda.

Seguían las conversaciones centradas en las relaciones sexuales, las compras y la fertilidad, pero habían aparecido cuestiones nuevas. Una prima suya había obtenido el título de médico y otra el de profesora. Una tía suya, joven, trabajaba como gerente en una empresa constructora, si bien todo el contacto con los hombres de la empresa lo llevaba a cabo por escrito o por teléfono. La educación había abierto puertas a las mujeres y estas se lanzaban a gusto a la tarea. Los profesores tenían que impartir las clases por medio de un circuito de televisión cerrado, pero llegaban a las mujeres y esas aprendían.

Si existía una forma de compatibilizar lo viejo con lo nuevo, ellas lo encontrarían.

No se dio cuenta de que una sirvienta se había acercado para decir algo al oído a su abuela. Cuando July le tocó el cabello para llamar su atención, Vanessa se volvió hacia ella sonriendo.

July: Tu padre quiere verte.

Vanessa notó que su alegría se evaporaba, como un charco bajo el ardiente sol del desierto. Se levantó y se echó el abaaya sobre los hombros, pero no se cubrió con el velo. Adel vería su cara y se acordaría de ella.




La segunda parte de la novela empieza en el capítulo 10 pero olvidé ponerlo. Ahora ya está modificado.


lunes, 19 de agosto de 2019

Capítulo 21


Vanessa se acurrucó bajo la almohada, parpadeó ante la luz y se desperezó. El brazo de Zachary se movió al ritmo de los suyos. Oyó un sonido metálico. Estupefacta, fijó la vista en las esposas que rodeaban su muñeca y la de él.

Ness: ¡Bastardo!

Zac: Eso ya había quedado claro. -De un tirón la hizo girar contra su pecho. Notó su piel suave, cálida y desnuda-. Buenos días, cariño.

Vanessa se apartó, pero cayó de nuevo contra él.

Ness: ¿Qué demonios significa esto?

Estiró bruscamente el brazo, con lo que arrancó a Zachary una mueca de dolor.

Zac: Una simple precaución… para evitar que salieras por debajo de la puerta. -Con la mano que le quedaba libre le cogió el cabello para situar su cabeza a la altura de la de él. Se excitaba con el puro recuerdo-. Te quiero, Ness, pero no confío en ti.

Ness: Quítame esto inmediatamente.

Zachary rodó de costado y sus piernas se enredaron.

Zac: Quería demostrarte que era capaz de hacer el amor contigo con una sola mano, por así decirlo.

Vanessa reprimió una risita.

Ness: Vamos a dejarlo para otro día.

Zac: Como quieras.

Zachary se apoyó en la almohada y cerró los ojos.

Ness: Te he dicho que me quites esto, Zac.

Zac: Lo haré cuando nos levantemos.

Ella estiró el brazo con fuerza.

Ness: No quiero estar encadenada como si fuera una especie de esclava…

Zac: Una idea encantadora.

Ness: Y me levanto ahora mismo.

Zachary abrió un ojo.

Zac: ¿A esta hora?

Ness: Son más de las doce. -Irritada, levantó la esposa para poder ver el reloj. Pretendía arrastrarlo hacia sus herramientas-. Antes de conocerte a ti me levantaba pronto.

Aquello le hizo abrir los ojos.

Zac: ¿Para qué?

Con un bufido de impaciencia, Vanessa se encaramó sobre su cuerpo.

Ness: ¿Dónde está la maldita llave?

Zac: Vale, no te pongas de mal humor.

Consiguió poner un pie en el suelo y pegó un fuerte tirón. Tuvo que arrodillarse pero le compensó ver caer a Zachary a su lado.

Zac: ¡Arrea! -Dejando a un lado la dignidad, se frotó la parte del cuerpo contra la que se había dado al caer-. ¿A qué viene tanta prisa?

Conteniendo de nuevo la risa, se apartó el cabello de los ojos.

Ness: Para tu información te diré que quiero… no, necesito, ir al váter.

Zac: Ah. ¿Por qué no lo decías antes?

El aire salió silbando entre sus dientes antes de que Vanessa los apretara con fuerza.

Ness: No pensaba que tuviera que pedirte algo así hasta que he visto los grilletes.

Zac: ¿A  que es una sensación guapa? -dijo inclinándose para besarla-.

Ness: ¡Zachary!

Zac: Sí, la llave. -Echó un vistazo y vio los téjanos junto a la cama-. Vamos. -Llevando a rastras a Vanessa, que iba echando pestes, alcanzó el pantalón-. Está en el bolsillo. -Metió la mano en uno, la sacó sin nada, y probó en el otro-. Me imagino que no querrás compañía.

Ness: ¡Zachary!

No podía reír. En aquellos momentos habría sido catastrófico.

Zac: ¿No? Pues… -Dejó de nuevo los téjanos-. ¿No tendrás una horquilla?


Cuando, un poco más tarde, bajó con la idea de tomar un café, lo último que esperaba era encontrar a Vanessa vestida con chándal y preparando beicon. Aquel olorcillo le habría bastado para enamorarse.

Zac: ¿Qué haces?

Ness: Preparar el desayuno. El café está caliente.

Zachary se acercó a la cocina para ver cómo se hacía el beicon en la sartén.

Zac: ¿Sabes cocinar?

Ness: Por supuesto. -Sacó una loncha y la puso a escurrir-. Mamá y yo vivimos muchos años sin servicio. Además, sigo prefiriendo preparar yo misma las cosas.

Zac: ¿Me has hecho el desayuno?

Algo confusa, cogió el envase de los huevos.

Ness: ¡Ni que con ello estuviera echando mi vida por la borda, por el amor de Dios!

Zac: ¿Me has hecho el desayuno? -Preguntó de nuevo, apartándole el cabello de la nuca para podérsela besar-. Me quieres, Ness, lo que ocurre es que aún no te has dado cuenta de ello.

Siguió observando, a la espera de que ella se relajara. Lo que no sabía era que Vanessa hacía exactamente lo mismo. Desayunaron junto a la ventana que daba a Central Park y se entretuvieron un rato tomando el café. Estaban mirando hacia el exterior cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve.

Ness: ¡Qué bonita es la ciudad cuando nieva! La primera vez que vi la nieve me puse a llorar pensando que no pararía hasta que estuviéramos todos sepultados. Luego mamá me llevó a la calle y me enseñó a modelar un muñeco de nieve -apartó la taza, consciente de que si seguía, la cafeína la pondría nerviosa-. Me habría gustado dedicar unos días a enseñarte Nueva York, pero tengo muchas cosas que hacer.

Zac: Si no te importa, te acompaño.

Vanessa se aclaró la voz y lo intentó de otra forma:

Ness: Si pudieras volver dentro de quince días, te llevaría a algún museo, a algún espectáculo y a un par o tres de galerías.

Zachary tamborileó con el cigarrillo en la mesa antes de encenderlo.

Zac: No he venido aquí a entretenerme, Ness, sino a estar contigo.

Ness: Este fin de semana me voy a Jaquir, Zachary.

Él aspiró profundamente el humo para calmarse.

Zac: Creo que tendríamos que hablar de ello.

Ness: No, no tengo intención de hacerlo. Si no lo comprendes o no estás de acuerdo, lo siento, pero eso no cambiará. No puede cambiar nada.

Él siguió contemplando la nieve. Un niño paseaba unos cuantos perros. Bonita escena, pensó. No le importaría pasar parte de su tiempo en aquel continente, en aquella ciudad, en aquella estancia. Cuando tomó de nuevo la palabra no lo hizo empujado por el enfado ni con la intención de amenazarla. Habló con calma, planteándole un hecho.

Zac: Puedo hacer alguna gestión, Ness, que te haría difícil, por no decir imposible, abandonar el país, sobre todo para ir a una zona tan inestable como Oriente Medio.

Vanessa levantó un poco la cabeza, lo justo para mostrar su porte mayestático.

Ness: Soy la princesa Vanessa de Jaquir. Si decido visitar mi país natal, ni tú ni nadie podrá impedírmelo.

Zac: Tienes razón -dijo mientras volvía a su cabeza la imagen del rostro del padre de Ness-. Y si todo se redujera a eso, a una visita, no me opondría a ello, pero teniendo en cuenta las circunstancias, Vanessa, puedo impedirlo y lo haré.

Ness: No es algo que tengas que decidir tú.

Zac: Para mí se ha convertido en una prioridad asegurar que no te ocurra nada.

Ness: Así comprenderás que si no voy a hacer lo que debo, casi me da igual seguir con vida.

Zac: No dramatices. -Cogió sus manos y la obligó a mirarlo-. Ahora sé muchas más cosas. En estos últimos días he leído sobre tu madre, me he informado sobre tu padre y tu infancia.

Ness: No tienes derecho a…

Zac: No tiene nada que ver con los derechos. Sé que para ti fue difícil, espantoso en muchos aspectos, pero ya se acabó. -Apretó con más fuerza sus manos-. Te aferras a algo que tenías que haber soltado hace mucho.

Ness: Recuperaré lo que me corresponde por derecho, por ley, por nacimiento. Recuperaré la dignidad que nos arrebataron a las dos, a mi madre y a mí.

Zac: Tú y yo sabemos que las piedras preciosas no confieren dignidad a nadie.

Ness: No lo entiendes. Es imposible que lo entiendas. -Por un instante sus dedos se cerraron sobre los de él; luego se relajaron-. Ven un momento.

Lo llevó del rincón del desayuno hasta el salón. Lo tenía pintado de blanco con algún toque de rojo pasión y de azul intenso. Sobre la impecable chimenea de mármol Zachary vio la fotografía.

No tenía nada que ver con los recortes de su madre ni con las películas que hubiera podido ver: ahí estaba Phoebe Spring en todo su esplendor. Su cabello, aquella indómita melena rubia, caía ondulante sobre sus hombros. Su piel, blanca como la leche, destacaba en contraste con el vestido verde esmeralda de generoso escote que dejaba al descubierto sus hombros. Mostraba una sonrisa tan franca que sus grandes y carnosos labios tenían aún más atractivo. Por otra parte, la inconfundible inocencia iluminaba aquellos ojos azul profundo. Era imposible que un hombre la viera y no se sintiera exaltado, atraído por el deseo.

Alrededor de su cuello, como había visto Zachary en otras imágenes, brillaba el Sol y la Luna.

Zac: Es soberbia, Ness. La mujer más bella que he visto en mi vida.

Ness: Sí, pero no era solo su aspecto. Era buena, Zachary, buena de verdad. El sufrimiento de una persona le rompía el corazón. Muchas cosas le dolían, una palabra dura, una mirada de enfado. Su objetivo en la vida era hacer feliz a la gente. Cuando murió ya no tenía este aspecto.

Zac: Ness…

Ness: No, quiero que lo veas. Mandé hacer este retrato a partir de una foto de antes de su boda. Era muy joven, mucho más que yo ahora, y estaba tan enamorada… Solo hay que verla para entender que era una mujer segura de sí misma, a la que la vida había hecho feliz.

Zac: Lo veo, Ness. Pero el tiempo pasa y las cosas cambian.

Ness: Para ella no fue una cuestión del paso del tiempo ni de un cambio natural. En una ocasión me explicó lo que había sentido la primera vez que se puso ese collar. Se sintió reina. Le daba lo mismo abandonar todo lo que había conocido hasta entonces, marcharse a otro país y vivir bajo unas normas distintas. Lo que contaba para ella es que estaba enamorada y se sentía como una reina.

Zachary le acarició la mejilla.

Zac: Y lo era.

Ness: No -respondió cogiéndole la muñeca-. No era más que una mujer, ingenua, con un gran corazón, a la que le daba miedo el lado oscuro de la vida. Lo había conseguido todo por sí misma. Había llegado a ser alguien y lo abandonó todo porque él se lo pidió. El collar era un símbolo, el de la promesa de que él se comprometía con ella, igual que ella con él. Cuando se lo arrebató, afirmó implícitamente que renunciaba a ella y a mí. Se lo quedó porque consideró que el divorcio no era suficiente. Quería borrar aquel matrimonio, como si nunca hubiera existido. Con ello quitó a mi madre lo que le quedaba de dignidad, y a mí, mi derecho de nacimiento.

Zac: Siéntate un momento, Ness, por favor. -La llevó al sofá sin soltarle las manos-. Comprendo lo que sientes. Hubo un tiempo en que buscaba a mi padre en cualquier rostro desconocido. En cada uno de los profesores que tuve, en cada policía al que esquivaba, incluso en los blancos que escogía para mis golpes. Pasé mi infancia odiándolo por haber abandonado a mi madre y no haberme reconocido. A pesar de todo, no sé qué habría hecho de haberlo encontrado, lo que sí sé es que llega un momento en el que tienes que bastarte a ti mismo.

Ness: Tú tienes a tu madre, Zachary. Lo que le tocó vivir no la destruyó. No te has visto obligado a verla morir poco a poco. La quería muchísimo… Y le debo tanto…

Zac: Entre padres e hijos no hay deudas.

Ness: Arriesgó su vida por mí. Ni más ni menos. No abandonó Jaquir tanto por ella como por mí. Si la hubieran encontrado y devuelto a aquel país, su vida habría terminado. No, él no la habría matado -añadió al ver que Zachary la miraba intrigado-, no se habría atrevido a hacerlo, pero ella habría preferido morir. Para ella habría sido una solución.

Zac: Por mucho que la hayas querido, Ness, por más que creas que le debes, no vale la pena arriesgar tu propia vida. Pregúntate si ella lo habría querido.

Ness lo negó con la cabeza.

Ness: Se trata de lo que quiero yo. El collar es mío.

Zac: Aunque consiguieras salir de Jaquir con el collar, jamás podrías reivindicarlo en público, nunca te lo pondrías.

Ness: No voy a recuperarlo para guardarlo o lucirlo. -Una llama se encendió en sus ojos; Zachary vio en ello el peligro-. Se lo quitaré para que sepa por fin hasta qué punto lo odio.

Zac: ¿Crees que le importará mucho?

Ness: ¿Qué su hija lo odie? No. Para un hombre como él, una hija no significa nada. Una mercancía que intercambiar, como ha hecho con las demás, para conseguir seguridad política. -Miró de nuevo el retrato-. Pero el Sol y la Luna lo significan todo para él. Nada en Jaquir tiene tanto valor, y no hablo de valor monetario, pues es algo inestimable, sino de un símbolo de orgullo y de fuerza. Si desaparece de las manos de la familia real, podría desencadenarse una revolución, un baño de sangre e incluso el desmoronamiento del poder. El malestar que se vive cerca de la frontera de ese país traspasaría sus límites y lo arrasaría todo.

Zac: ¿Quieres vengarte de tu padre o de Jaquir?

Vanessa volvió a la realidad. Tenía los ojos empañados como si despertara de un sueño.

Ness: Podría hacerlo de los dos, pero lo segundo dependerá de él. Adel nunca pondrá en peligro Jaquir ni su situación. Su orgullo. A fin de cuentas, será su orgullo quien decidirá.

Zac: Su orgullo puede arremeter contra ti.

Ness: Sí. Es un riesgo que acepto. -Se levantó, se puso de espaldas al retrato y ofreció la mano a Zachary-. De momento, no digas nada más. Quiero enseñarte otra cosa. ¿Me acompañas?

Zac: ¿Adónde?

Ness: Coge el abrigo y sígueme.

La nieve seguía cayendo en la calle, azotada por el viento que circulaba acanalado entre los bloques. Con el visón sobre el chándal, Vanessa intentó relajarse en la cómoda atmósfera de la limusina. No había hablado de aquello con nadie, ni siquiera con Celeste. Lo que quería mostrar a Zachary aún no se lo había enseñado a nadie.

Le importaba, por mucho que intentara negarlo, le importaba la opinión de él.  Por primera vez en muchísimos años necesitaba el apoyo y la aprobación de alguien.

El East Side no era un barrio tan selecto como la zona de Central Park donde ella vivía. A pesar de la espesa capa de nieve, destacaban las pintadas hechas con spray en las fachadas del edificio al que habían llegado. Se veían algunas ventanas cegadas, y algunos de los coches aparcados en la acera eran más sospechosos que un reloj de marca de cinco dólares. Una llamada a la puerta adecuada y conseguías una dosis de heroína, las mejores piezas de una cadena musical, aún calientes, o una puñalada en la espalda. Zachary no conocía aquello, pero le sonó enseguida.

Zac. Un lugar extraño para visitar en Año Nuevo.

Vanessa se ocultó la melena bajo un gorro de visón.

Ness: Volvemos enseguida -dijo al chófer-.

El hombre asintió, esperando fervientemente que fuera así.

Junto a la acera, había esparcidos una serie de objetos: un recipiente vacío que en su momento había contenido crack, un preservativo utilizado, cristales rotos… Zachary le hizo dar un rodeo. Su enojo iba en aumento.

Zac: ¿Qué demonios hacemos aquí? En un lugar así pueden cortarte el cuello para quitarte los zapatos y tú apareces con un visón.

Ness: Hace frío. -Buscó las llaves en el bolso-. No te preocupes, conozco a casi todos los que circulan por este edificio.

Zac: Es un alivio. -La cogió del brazo mientras se disponían a subir una escalera resbaladiza, medio desmoronada-. Esperemos que no hayan venido de visita los primos del pueblo. ¿Pero qué narices es esto?

Vanessa abrió tres cerraduras. Empujó la puerta y su voz penetró en el interior y rebotó luego hacia él.

Ness: Es mío.

Zachary cerró la puerta, pero no con ello se libraron del frío.

Zac: No sabía que especulabas en los barrios bajos.

Ness: No lo tengo alquilado.

Entraron en una gran sala vacía. Las tablas del suelo estaban rotas, lo que hizo pensar en la existencia de ratas por allí a Zachary. Dos de las ventanas estaba cegadas y las demás tenían una densa capa de mugre. Las bombillas prácticamente no hacían luz, pues estaban casi tan sucias como las paredes. En las esquinas se veían cajas y mesas destartaladas. Algún artista había dibujado una serie de parejas en distintas posturas eróticas y añadido debajo unas leyendas totalmente innecesarias.

Ness: Esto había sido un hotel bastante sórdido -sus pasos resonaron al avanzar por la estancia-. Te llevaría arriba para que veas las habitaciones, pero la escalera se hundió hace un par de meses.

Zac: Menos mal.

Ness: Hay doce habitaciones en cada planta. Las cañerías no son de fiar francamente, y hay que cambiar toda la instalación eléctrica. Evidentemente, habrá que colocar una caldera nueva.

Zac: ¿Habrá que colocar, para qué? ¡Qué barbaridad! -Empezó a apartar telarañas de su rostro-. Si lo que te planteas es un negocio hotelero, Ness, reflexiona un poco. Aquí tendrás que invertir más de un millón en quitar la mierda y eliminar los bichos.

Ness: He calculado millón y medio para la renovación y otro millón para equipamiento y personal. Quiero lo mejor.

Zac: Lo mejor está a unos cuantos kilómetros, en el Waldorf. -Oyó el roer de algún animalucho al otro lado de la pared-. No soporto los ratones.

Ness: Lo más probable es que sean ratas.

Zac: Perfecto. Te quiero, Ness. -Se quitó otras telarañas del pelo-. Si tienes en mente la idea de retirarte y echar un pulso con la cadena St. Johns en el ramo de la hostelería, allá tú, pero yo creo que se podría hacer algo mejor.

Ness: No será un hotel. Será un centro, el centro Phobe Spring, de acogida para mujeres maltratadas. Y contará con los mejores terapeutas que pueda conseguir. Cuando esté acabado, podría ofrecer cobijo a treinta mujeres que no tengan adónde ir y a sus hijos.

Zac: Ness…

Ella movió la cabeza indicándole que no la interrumpiera. En sus ojos brillaba un nuevo tipo de pasión.

Ness: ¿Eres capaz de comprender qué significa no tener adónde ir? ¿Vivir con alguien porque no sabes qué hacer si no estás con él, porque con los años casi te has acostumbrado a las palizas, a la humillación? Te has acostumbrado tanto que ya empiezas a pensar que es lo que mereces…

No se le ocurrió una respuesta simplista, un comentario tranquilizador.

Zac: No, no puedo.

Ness: Yo he visto a mujeres y niños así. No solo apaleados físicamente, sino con cicatrices en el alma, en el corazón. Y no es siempre gente pobre, que no ha recibido educación; sin embargo, son personas que tienen algo en común. La desesperanza, la indefensión. -Se volvió un momento. Sus emociones la llevaban siempre ahí, pero pretendía que él viera el lado práctico-. Y, como mínimo, podremos ocuparnos de treinta más en consultas externas. Y el doble cuando ampliemos. El personal estará formado por profesionales y voluntarios. Se pagará según la capacidad de cada cual. No se rechazará a nadie.

El viento silbaba a través de las rendijas de las ventanas y subía por entre las tablas del suelo. Aquel era un lugar deprimente en un barrio miserable. Zachary habría querido dejarlo allí, pero al igual que ella, tenía imaginación.

Zac: ¿Cuánto tiempo llevas planificándolo?

Ness: Hace unos seis meses que compré el edificio, pero la idea surgió mucho antes. -Sus pasos retumbaron de nuevo. El techo estaba combado y manchado de humedad-. Lo del collar es algo que tengo que hacer para mí misma. El motivo es del todo egoísta.

Zac: ¿De verdad?

Ness: Del todo. -Se volvió-. No me adjudiques un móvil noble, Zachary, ni a mí ni al proyecto. Se trata de venganza pura y simple. Pero una vez hecho, se habrá terminado. No quiero el collar, no lo necesito. Se lo devolveré, pero tendrá que pagar un precio. -Bajo aquella mortecina luz, sus ojos se veían aún más oscuros, y envuelta en el visón tenía todo el porte de una princesa-. Cinco millones de dólares. Es una pequeña parte de su valor, ya lo sé, tanto en el plano monetario como en el emocional, pero con eso me bastará. Tendré suficiente para construir el refugio, devolver a mi madre la dignidad que perdió y retirarme sin que me falte de nada. Tengo que hacer esas tres cosas. He pasado los últimos diez años de mi vida preparándolas. Nada que puedas decir o hacer me detendrá.

Zachary se metió las manos en los bolsillos.

Zac. ¿Y qué te hace pensar que él pagará? Aunque consiguieras el collar y salir de Jaquir viva, tu padre no tiene más que notificarlo a las autoridades.

Ness: ¿Y admitir públicamente que infringió la ley al quedarse con lo que pertenecía a mi madre? -Dibujó una leve sonrisa-. ¿Admitir públicamente que le ha vencido una mujer y llevar con ello la vergüenza a la casa de Jaquir? Querrá avergonzarme, es probable que incluso desee mi muerte, pero lo que no quiere perder es su orgullo, y mucho menos el Sol y la Luna.

Zac: Tal vez tenga una forma de reunir las tres cosas.

Vanessa se estremeció bajo el visón.

Ness: Hace frío. Regresemos.

Zachary no abrió la boca en el viaje de vuelta. No podía quitarse de la cabeza la imagen de Vanessa en medio de aquellas cochambrosas paredes. Era fácil comprender por qué lo había llevado allí, por qué le había comunicado sus planes. Le había mostrado el compromiso de una forma que no habría conseguido con palabras. No podía detenerla. Pero le quedaba algo por hacer. En el pasado no había tomado decisión alguna que no estuviera dirigida a su provecho personal. No se arrepentía de ello, ni se arrepentiría nunca. Lo único que esperaba era no tener que lamentar la decisión que tomaba desinteresadamente.

En cuanto hubo pasado la puerta del piso de Vanessa, se puso manos a la obra.

Zac: ¿Tienes planos del palacio?

Ness: Claro.

Zac: ¿Especificaciones del sistema de seguridad, horarios de las rondas, vías alternativas?

Ness se quitó el abrigo. El pantalón del chándal le quedaba holgado.

Ness: Conozco el oficio.

Zac: Muéstramelo.

Después de quitarse el gorro, se arregló el pelo con las manos.

Ness: ¿Para qué? No necesito asesor.

Zac: No me comprometo en un trabajo hasta que lo he estudiado a fondo. Vamos a instalarnos en la mesa del comedor.

Ness: ¡Pero qué dices!

Zac: Algo que tendría que ser evidente. -Se sacudió la nieve, que iba derritiéndose, del abrigo-. Iré contigo.

Ness: No. -Le cogió el brazo para detenerlo. Sus largos y delicados dedos parecieron hundirse como pinchos-. No, voy a ir sola.

Zac: Te juro que te pediré el mínimo.

Ness: No bromeo, Zachary. Trabajaré sola. Siempre lo he hecho.

Le quitó la mano del brazo y se la llevó a los labios.

Zac: Tu ego no te lo permite, ¿verdad, cariño?

Ness: ¡Basta! -Echó a correr hacia la escalera. Cuando él la alcanzó estaba ya en su habitación, paseando arriba y abajo-. He pasado media vida preparando este trabajo. Conozco el país, su cultura, y sus riesgos. La perspectiva es mía, Zachary. Me juego la vida. No quiero que tú estés allí. No quiero tu sangre en mis  manos.

Zachary se tumbó en la cama como había hecho la noche anterior.

Zac: Mi querida niña, yo ya hacía saltar cerraduras y tú aún jugabas con las muñecas. Había robado mi primer millón antes de que tú te probaras el primer sujetador. Puedes ser experta, Ness, puedes trabajar muy bien, pero nunca llegarás a mi altura en este campo.

Ness: ¡Un egocéntrico, un engreído y un cabrón es lo que eres! -exclamó dándose la vuelta, para deleite de él-. Soy tan buena profesional como tú, probablemente mejor, y no me he pasado los últimos cinco años holgazaneando y podando rosales.

Él se limitó a sonreír.

Zac: Nunca me pillaron.

Ness: Ni a mí. -Al ver que la sonrisa de Zac se ensanchaba, Ness soltó un juramento, dándose de nuevo la vuelta-. No es lo mismo. Albergabas alguna sospecha acerca de mí, pero no la confirmaste hasta que te lo conté todo.

Zac: No tomaste las precauciones necesarias cuando entraste en mi habitación para recuperar el collar, y no las tomaste porque estabas enofadada. Porque te dejas dominar por tus emociones. Ahora la que te empuja es la venganza, una de las más poderosas. Por tanto, no te irás a Jaquir sola.

Ness: Tú ya estás retirado.

Zachary cogió un tarrito de crema para las manos de su mesilla de noche, le quitó la tapa y olió su contenido.

Zac: Entraré de nuevo en el juego temporalmente. Un día me preguntaste si me apetecería un último trabajo, uno excepcional. -Cerró de nuevo el tarro y entrelazó las manos en la nuca-. He decidido que sea este.

Ness: Este es mío. Búscate uno.

Zac: O vas a Jaquir conmigo o no vas. Me basta con coger el teléfono. Sé de  alguien en Londres que estaría encantado de conocerte.

Ness: ¿Eso harías? -Confundida entre la ira y la incredulidad, se sentó al pie de la cama-. ¿Después de todo lo que te he contado?

Zac: Haré lo que tenga que hacer. -Era rápido. Vanessa casi había olvidado hasta qué punto. La atrajo hacia él-. Te quiero. Para mí esto es primordial. No tengo intención de perderte. He arreglado mi casa de campo teniéndote en mente sin saberlo. Cueste lo que cueste, conseguiré que estés en ella conmigo en primavera.

Ness: Pues iré en primavera. -Desesperada, incapaz de pensar con claridad, se agarró a la manga de su jersey-. Te doy mi palabra, pero no podría soportar que te ocurriera algo por mi culpa.

Él la miró intrigado, la agarró con más fuerza.

Zac: ¿Por qué?

Con un gesto evasivo, Ness intentó apartarse. Él quiso seguir, pero hizo un esfuerzo por tranquilizarse.

Zac: Vale, esto puede esperar. Pero, escúchame, no tienes más opción: o vas conmigo o no vas. Procuro comprender por qué es tan importante para ti, por qué no puedes dejarlo. Solo te pido que te plantees por qué es tan importante para mí.

La soltó y Vanessa se sentó. Zachary le vio el aspecto de aquella noche en la niebla: vestida de negro, la cara despejada, los ojos intensos. Ella acercó la mano a su rostro, por primera vez sin que de alguna forma él se lo pidiera.

Ness: Eres un romántico, Zachary.

Zac: Eso parece.

Ness: Voy a por los planos.

Extendieron todo el material de que Vanessa disponía en la mesa del comedor. Para aquella estancia había escogido Chippendale, Waterford e hilo irlandés. En un lienzo, sobre una pared de color salmón, se veía una ninfa de Maxfield Parrish. Al contemplarlo, Zachary pensó que Vanessa era más romántica de lo que quería admitir.

Empezó a cuestionarle cada cosa, punto por punto, volviendo hacia atrás cuando lo consideraba conveniente; mientras, la nieve seguía cayendo fuera. Cuando oscureció, encendieron las luces y calentaron el café. Los archivos, los libros de cuentas y el ocasional clic de una calculadora daban a la preparación del golpe el ambiente de una reunión de negocios. Zachary tomó sus propias notas durante la pausa que hicieron para tomar unos sándwiches.

Zac: ¿Cómo sabes que el sistema de seguridad no está actualizado?

Ness: Sigo teniendo contactos dentro -arrugó la nariz. Los posos del café eran amargos-. Primas, tías. Cuando el hijo de Adel…

Zac: ¿Tu hermano?

Ness: El hijo de Adel. -No quería mezclar allí las emociones. Le dolía demasiado pensar en aquel niño, en lo que lo había querido-. Cuando fue a la Universidad de California, nos veíamos a veces. Entonces pude sonsacarle alguna información. Al igual que los otros miembros de la familia real que viajan al extranjero, Andrew se consideraba un joven progresista, americanizado. Al menos cuando llevaba Levis y conducía un Porsche. Quería que Adel llevara a cabo algún cambio político y cultural. Se quejaba de que el palacio no había cambiado en siglos. Siguen con vigilantes armados cuando podrían sustituirlos por un buen sistema de alarma electrónico.

Zac: Eso en cuanto al exterior.

Ness: Sí. Los guardias y la situación del palacio son suficientes para garantizar la seguridad, sobre todo porque en Jaquir nadie se atrevería a ponerla en cuestión. En este lado están las murallas y las almenas, y en el otro, el mar, que dificulta un abordaje clandestino. Por ello pienso utilizar mi derecho de instalarme en el palacio.

Zac: Repasemos los detalles de la cámara acorazada -dijo señalando con un dedo en el plano-.

Ness: Tiene más de cien años. Seis metros cuadrados, hermética, insonorizada. A finales del siglo pasado encerraron allí a una mujer adúltera para que muriera sola entre montañas de joyas. Aquel lugar, que se había llamado la sala del tesoro, pasó a ser conocida como la tumba de Berina. -Se frotó los ojos, pues le escocían con la tensión-. Poco después de la Segunda Guerra Mundial modernizaron la puerta. Tiene tres cerraduras, dos combinaciones y una llave. La llave es tradicional. La lleva siempre encima el monarca de Jaquir como símbolo de su potestad para abrir y cerrar.

Zac: ¿Y las alarmas?

Con un suspiro, Vanessa apartó la taza vacía.

Ness: Es de los años setenta, época en que el boom del petróleo llevó a tantos infieles a Jaquir y a Oriente Medio.

Zac: ¿Infieles?

Vanessa pasó por alto el tono jocoso.

Ness: Sobre todo hombres de negocios estadounidenses. En la mayoría de los países árabes se los utiliza y menosprecia. Jaquir necesitaba desesperadamente su tecnología para sacar provecho del petróleo. Llegó el dinero a raudales y facilitó el progreso en muchos campos. La electricidad, las carreteras modernas, una mejora en la educación y en la atención sanitaria. Pero nadie ha confiado nunca en los extranjeros. Precisamente se instaló el sistema de alarma para impedir que entraran en el palacio sin permiso o para que el personal no confraternizara con esa gente. Se montó sobre todo para impedir los robos, pero también instalaron un sistema en la cámara. -Le acercó los detalles del sistema-. En realidad, es muy básico. Los circuitos pueden derivarse y desactivarse en este punto y este otro -dijo, señalándolos-. Prefiero esta solución a la de cortar los hilos, pues pasará un tiempo entre el robo y el momento en el que abandone el país.

Zac: Esto soluciona el problema de abrir la puerta, pero no el del interior de la cámara.

Ness: He tenido que preparar un mando a distancia para la alarma secundaria. Algo bastante parecido al mando de una cadena musical o de un televisor. He tardado casi un año en tenerlo listo.

Zac: ¿Estás segura de que te ha salido bien?

Ness: Lo utilicé el otoño pasado en el golpe en casa de los Barnsworth. -Le dirigió una sonrisa inexpresiva-. La electrónica es una de mis especialidades.

Zac: Ya me había dado cuenta.

Ness: Con el dispositivo, podré neutralizar la alarma a unos cincuenta metros. Lo más peliagudo será la cuestión humana. Los guardias también patrullan en el interior del palacio. Hasta que no me encuentre allí, no sabré sus horarios.

Zac: ¿Cámaras de seguridad?

Ness: Ni una. Adel no las soporta.

Zac: ¿Y esto qué es?

Ness: El antiguo túnel que une el harén con las estancias del rey. A través de él, una mujer podía salir del harén sin ser vista.

Zac: ¿Todavía se utiliza?

Ness: Posiblemente. Lo más seguro. ¿Por qué?

Zac: Estaba pensando en vías de escape. ¿A qué altura está de esta ventana?

Ness: A unos veinte, veinticinco metros. Da a los acantilados y al mar.

Zac: Prefiero el harén.

Ness: Es verdad, allí uno solo se arriesga a la castración si lo pillan. -Lo dijo como quien no quiere la cosa, pasándole un librito-. Toma, un excelente trabajo sobre las costumbres del país. Harás bien en leerlo, no sea que acabes en una oscura mazmorra por haber tocado el brazo a una mujer en la calle o haber preguntado lo que no debías.

Zac: Muchas gracias.

Ness: Es un lugar que te va a costar un poco entender, Zachary. Tú permanecerás fuera mientras yo esté dentro. Aún no sé cómo podré contactar contigo para comunicarte cómo va todo.

Zac: Si piensas que estaré comiéndome las uñas en un hotel de mala muerte pasando calor, mientras tú vas de princesa en el palacio, te equivocas. Yo voy contigo.

Vanessa se sentó de nuevo y, señalando el libro con el dedo, dijo:

Ness: De verdad que tienes que leerlo. Cuando estemos en Jaquir, ya no podrás hablar conmigo y mucho menos entrar en el palacio. Son las leyes del país. Yo tendré prohibido el contacto con cualquier hombre que no sea de mi familia. Si estuviera casada, podría relacionarme también con la familia de mi marido.

Zac: Hay que encontrar una solución -empezó a hojear el libro-. Deberás espabilarte para conseguirme una invitación de entrada al palacio.

Ness: Yo diría que no estoy en situación de pedir muchos favores a Adel. Tendrá que recibirme para no sentirse avergonzado, pero nada lo obligará a acceder a mis peticiones.

Zac: Entonces habrás de casarte conmigo.

Ness: No digas tonterías -se había levantado, cogido la cafetera y se dirigía hacia la cocina-.

Zac: Supongo que es algo que puede esperar un poco -la siguió hasta la cocina y abrió el frigorífico en busca de algo que le apeteciera más que los sándwiches-. Me gustaría que antes conocieras a mi madre.

Ness: Yo no me caso.

Echó los posos en la basura.

Zac: Vale, viviremos en pecado hasta que nazca el primer bebé, pero volvamos a lo nuestro. -Encontró un envase grande de helado en el congelador, cogió una cuchara y empezó a comérselo-. ¿Y si estuviéramos comprometidos? Lo digo por Adel… -dijo antes de que ella siguiera en sus trece-.

Ness: Ni por Adel ni por nadie, no estamos comprometidos.

Zac: Piénsalo un momento. Tiene su lógica. Después de todos estos años vuelves a Jaquir a hacer las paces con tu padre antes de casarte. Podrías redondearlo diciendo que he sido yo quien ha insistido. No me importa nada quedar como el típico macho arrogante.

Ness: Poco te costaría -empezó a darle vueltas a la idea. Le quitó el helado y lo probó-. Puede que funcionara. Incluso podría ser lo más adecuado. Él querría que te quedaras en el palacio para investigarte bien. Creerá que su aprobación tiene un gran peso. Si has de acompañarme pase lo que pase, por lo menos que sirvas de algo.

Zac: ¡Cuánto te lo agradezco! -Con un pequeño toque, le hizo meter la nariz en el helado-. Y ahora, ¿por qué no practicas tu papel de futura esposa discreta y servicial mientras hago unas llamadas?

Ness: Preferiría tragarme una cucaracha.

Zac: Tal como pueden ir las cosas, no estaría mal que ensayaras lo de asentir con aire sumiso y caminar dos pasos por detrás de tu hombre.

Ness: No pienso quedarme allí más de quince días. -Se limpió el helado de la nariz-. O sea, que no te acostumbres a nada.

Zac: Lo procuraré.

Ness: ¿A quién llamas?

Zac: Tengo que tocar alguna tecla para conseguir un visado para Jaquir. Luego habrá que asegurarse de que la noticia del compromiso circule deprisa. Hay que garantizarte una tapadera, Alteza.

Ness: No pienso casarme contigo, Zachary.

Zac: De acuerdo. -Salía de la cocina y al llegar a la puerta se volvió-. Una pregunta. Si me sorprenden haciendo el amor contigo en Jaquir, ¿qué me juego?

Ness: Como mínimo, unos buenos latigazos. Y no me extrañaría que acabara con la pena de decapitación… para los dos.

Zac: Hum… Todo esto da que pensar…

Vanessa movió la cabeza cuando se cerró la puerta tras él. Miró la cafetera y la apartó. Lo que necesitaba en aquellos momentos era una copa. Algo fuerte.


viernes, 16 de agosto de 2019

Capítulo 20


Había nevado en Londres. Las calles se veían grises por la nieve fangosa, que se acumulaba ennegrecida y fea en los bordes de las aceras. En cambio, los tejados la mostraban blanca e inmaculada, relumbrante incluso bajo un sol mortecino. El viento glacial no respetaba ni abrigos ni sombreros de quienes circulaban apresuradamente, encogidos, agarrándose a lo que podían. Era aquel frío que le llegaba a uno a los huesos y le pedía una buena cerveza. Hacía poco, Zachary se encontraba bajo el radiante sol mexicano.

Mary: Aquí tienes la comida, hijo.

Mary Efron entró en su acogedor salón deprisa, sin poder quitarse de encima la costumbre de hacerlo todo al instante. Zachary se volvió dando la espalda a la ventana y le cogió la bandeja, repleta de manjares.

Mary le había preparado todos los caprichos de su infancia. Aunque estuviera de mal humor, tuvo que sonreír. Su madre siempre había intentado consentirlo, tuviera o no medios para ello.

Zac: Has traído comida para alimentar a un ejército.

Mary: Hay que ofrecer algo a los invitados cuando aparecen. -Se sentó junto a la mesa y cogió la tetera para servir. Había puesto un delicado juego de porcelana de Meissen, decorada con rosas pálidas y hojas plateadas. Siempre se sentía divinamente cuando lo utilizaba-. Pero antes pensaba que podríamos charlar un poco tomando el té.

Mary añadió una nube de crema de leche al té de su hijo, recordando que no tomaba azúcar desde los doce años. Seguía asombrándola pensar que había pasado ya los treinta. Ella misma se sentía como si acabara de cruzar la línea de los treinta. Como casi todas las madres, consideraba que su hijo estaba demasiado delgado y le sirvió un par de pastelitos bañados.

Mary: ¡Así! -Satisfecha, se sirvió una cucharada colmada de azúcar. Para ella no había nada como un té dulce y caliente en una tarde de invierno-. ¡Qué delicia!

Zac. ¿Hum…?

Mary: Tómate el té, hijo. Siempre es una impresión para el cuerpo eso de pasar de un clima a otro.

Sabía que lo que preocupaba a su hijo iba a salir tarde o temprano.

Zachary obedeció con gesto mecánico, observándola por encima del borde de la taza. Su madre había engordado un poco en los últimos años. Unos kilos que la favorecían, pensó. De pequeño siempre la había visto excesivamente delgada. Ahora su rostro se había redondeado y, si bien a la piel le faltaba la hidratación de una joven, poseía el brillo de la madurez. Tenía alguna arruga, por supuesto, pero las habían provocada a partes iguales las risas y la edad. Mary era muy dada a reír. Sus ojos conservaban el azul claro y nítido.

Él no había heredado su aspecto de ella, sino del hombre que había entrado en su vida y salido en un abrir y cerrar de ojos, algo que de crío le había preocupado mucho, hasta el punto de que miraba de cabo a rabo a todos los hombres, del cartero al príncipe regente, buscando en ellos algún parecido. Pero ni siquiera en aquellos momentos sabía qué habría hecho si lo hubiera encontrado.

Zac: Te has cambiado el peinado.

Mary se ahuecó el pelo, un gesto de coquetería totalmente innato.

Mary: Sí. ¿Qué te parece?

Zac: Estás preciosa.

Mary rió a gusto, encantada.

Mary: Tengo un nuevo peluquero. El señor Mark. ¿Te imaginas? -Puso los ojos en blanco y chupó una gota de glaseado que tenía en un dedo-. Es tan galante que no tienes otro remedio que darle más propina de la cuenta. Trae locas a todas las chicas, pero yo creo que tiene que ser de otra doctrina.

Zac: ¿Episcopaliano?

El humor se reflejó en sus ojos. Zac había sido siempre un diablillo.

Mary: Eso. Y ahora… -Volvió a su té, sonriendo-. Háblame de tus vacaciones. Supongo que no habrás bebido agua allí. Se oyen cosas tan horribles sobre el tema… ¿Lo has pasado bien?

Acudieron a la cabeza de Zachary imágenes de cuando se arrastraba por los conductos, se escondía en los armarios y hacía el amor sin prisas con Vanessa.

Zac: Ha habido de todo.

Mary: No hay nada como unas vacaciones de invierno en un país tropical. Aún recuerdo cuando me llevaste a Jamaica en febrero. Pensé que me permitía demasiados excesos.

El regalo había sido como la propina del golpe a De Marco.

Zac: Y los nativos sin parar.

Mary: Pensaba que me estaba comportando como una auténtica matrona británica. -Le dio la risa. Si algo no le iba a Mary era el aire matriarcal-. Estaba pensando en hacer un crucero. Tal vez a las Bahamas. -Vio llegar a Chauncy, aquel gato que era como una bola, al que ella había adoptado hacía unos años. Antes de darle tiempo a saltar sobre la bandeja, le puso un poco de leche en un platito-. Me ha invitado el señor Paddington, ese encanto de persona.

Zac: ¿Cómo? -Un ruido sordo lo devolvió a la realidad y miró fijo a su madre. Detrás de ellos, el gato lamía con glotonería-. ¿Cómo has dicho?

Mary: Decía que pensaba en irme a las Bahamas con el señor Paddington. ¡Chauncy, eres un cerdito!

Se enterneció y puso medio pastelito en el plato del gato. Este lo tragó de un bocado.

Zac: ¿Irte a un crucero con ese horrible viejo verde? ¡Es ridículo!

Mary intentaba decidir si comía otro pastel.

Mary: El señor Paddington es una persona muy respetada en el barrio. No digas tonterías, Zac.

Zac: No permitiré que violen a mi madre en alta mar.

Mary: ¡Santo…! ¡Qué maravillosa idea! -Riendo, se acercó a él y le dio unas palmaditas en la mano-. De todas formas, tampoco lo verías, hijito. Vamos a ver, ¿por qué no me cuentas qué es lo que te preocupa? Espero que se trate de una mujer.

Zachary se levantó, nervioso con el té y los pasteles, y empezó a andar con aire impaciente por el salón. Como siempre, Mary había recargado el árbol navideño con todos los adornos que se le habían antojado. Aquello no tenía unidad ni armonía en el color. Colgaban de sus ramas desde un reno de plástico hasta unos ángeles de porcelana. Zachary tiró de una guirnalda y la sujetó entre las manos.

Zac: Cuestión de negocios.

Mary: Nunca te he visto pasear de un lado a otro por cuestión de negocios. ¿No será aquella dulce muchacha con la que hablé por teléfono? ¿La hija de Phoebe Spring? -Al ver que partía en dos la guirnalda, Mary estuvo a punto de frotarse las manos de emoción-. ¡Qué maravilla!

Zac: No tiene nada de maravilloso, o sea, que ya puedes olvidarte de las flores de azahar. -Se dejó caer en el sillón-. ¿Y ahora de qué te ríes?

Mary: Creo que te has enamorado. Por fin. ¿Cuál es la sensación?

Zachary frunció el ceño bajando la vista, a punto de pegar una patada al gato.

Zac: ¡De pena!

Mary: Vaya, vaya… Precisamente como tendrías que sentirte.

Incapaz de hacer otra cosa, Zachary se echó a reír.

Zac: Siempre me sirves de consuelo, mamá.

Mary: ¿Cuándo la conoceré?

Zac: No lo sé. Hay un problema.

Mary: Por supuesto que hay un problema. Como está mandado. El amor verdadero exige problemas.

Él dudaba de que el amor que fuera tuviera como impedimento un diamante de doscientos ochenta quilates y una perla de un valor incalculable.

Zac: Cuéntame lo que sepas de Phoebe Spring.

Mary: ¡Oh!, era un sol. Hoy en día no hay nadie que pueda compararse con ella… Su glamour, su… presencia. -Aquel recuerdo la hizo suspirar. Ella misma había soñado con ser actriz. Luego llegó Zachary y tuvo que dedicarse a vender entradas de cine en lugar de ser la estrella de la pantalla. Pero nunca lo había lamentado-. Piensa que hoy en día la mayoría de las estrellas tiene un aspecto más bien corriente, no te digo que no sean guapas, elegantes, pero eso lo conseguiría quien fuera con un poco de montaje. Phoebe Spring no era una persona corriente. Un momento… Quiero enseñarte algo.

Se levantó y se fue deprisa a otro cuarto. Zachary la oía revolviendo cajones, moviendo cajas. Un par de objetos chocaron. Él se limitó a mover la cabeza. Su madre era una coleccionista obsesiva, lo guardaba todo. En su casa siempre había visto trocitos de vidrios de colores, antiguas muestras, estantes llenos a rebosar de saleros, cajones hasta arriba de matrices de entradas de cine.

Los alféizares de las ventanas de Chelsea estaban atestados de animalitos de escayola. Como tenía prohibidos los animales domésticos, lo compensaba a su manera. Zachary la recordaba recortando y pegando fotos de todo el mundo, desde la familia real hasta el último astro de la pantalla. Aquello sustituía el típico álbum familiar en una persona que no se tenía más que a sí misma, aparte del hijo.

Volvió soplando el polvo de encima de un gran álbum de recortes rojo.

Mary: Ya sabes que guardo álbumes de mis personajes favoritos.

Zac: Álbumes de estrellas.

Mary: Exactamente. -Sin ningún reparo, se sentó y lo abrió. Cuando Chauncy saltó encima, chasqueó la lengua en señal de desaprobación y sin inmutarse lo puso de nuevo en el suelo-. Esta es Phoebe Spring. Mira, esta foto debe de ser del estreno de su primera película. No tendría más de veinte años.

Zachary se sentó en el brazo de la butaca de ella. La mujer de la foto iba del brazo de un hombre, pero él quedaba en segundo plano. Quien resaltaba era ella. El vestido era una fantasía de lentejuelas y filigranas, y su oscura cabellera le llegaba a los hombros. Incluso en blanco y negro el brillo era extraordinario. Sus ojos reflejaban la inocente emoción; su cuerpo, una gran promesa.

Mary: La convirtió en estrella -murmuró mientras iba pasando páginas-.

Aparecieron otras imágenes, algunas de estudio, otras más naturales. Siempre se la veía preciosa. Aquellas fotos, algo onduladas en sus extremos por el tiempo, emanaban una especie de atractivo sexual. Mary había intercalado recortes de revistas de cine y de diarios sensacionalistas. Rumores sobre aventuras de Phoebe con sus compañeros de reparto, con productores, directores, políticos.

Mary: Ahí está cuando la propusieron para el Oscar por La niña del mañana. Fue una lástima que no se lo concedieran, pero Gary Grant la acompañó en la ceremonia y eso dice mucho en su favor.

Zac: Ya vi la película. Se enamoró de quien no debía, tuvo una hija y le tocó luchar contra él y contra su acaudalada familia por la custodia.

Mary: Yo lloraba como una magdalena cada vez que la veía. Una mujer tan valiente, a quien trataron tan mal…

Suspirando de nuevo, volvió la página.

Zachary vio una foto de Phoebe vestida de pálido satén, haciendo una reverencia a la reina, y otra en la que se veía bailando con un hombre de piel oscura y marcados rasgos vestido de esmoquin. Los ojos, la estructura ósea, el color lo decían todo.

Zac: ¿Y ese?

Mary: Su marido. El rey Adel no sé cuántos. Ella se casó una sola vez. Huy, en los periódicos, las revistas no se hablaba de otra cosa. Que si se habían conocido en Londres mientras ella rodaba Rosas blancas, que si se habían enamorado en el instante en que se vieron. Contaban que le mandó dos docenas de rosas todos los días hasta que su suite del hotel quedó como un invernadero. Reservó todo un restaurante para poder cenar a solas con ella. Eso de que fuera rey le daba un aire tan romántico.

Desde su lugar como espectadora, a pesar de que habían pasado más de veinticinco años, a Mary se le nublaron los ojos.

Mary: Todo el mundo empezó a recordar a Grace Kelly y a Rita Hayworth, y como no podía ser de otra forma, Phoebe acabó dejando el cine y casándose con él. Y marchándose a aquel país tan pequeño de allá.

Hizo un gesto para acompañar con la mano lo que acababa de decir.

Zac: A Jaquir.

Mary: A Jaquir, exacto. Realmente un cuento de hadas. Aquí hay una foto del día de la boda. Parece una reina.

El vestido era imponente, capas de encaje y kilómetros de seda. Incluso bajo el tul, su pelo brillaba como un faro. Se la veía feliz y radiante, y tan joven… Llevaba en los brazos un gran ramo de rosas blancas. Y en el cuello, emitiendo destellos, resplandeciente, a punto de incendiar la fotografía, el Sol y la Luna.

El diamante y la perla caían alineados a partir de una gruesa cadena de oro de doble trenza. Los engarces eran como rayos de luz, adornados, anticuados y soberbios.

A pesar de que se había retirado, Zachary notó un hormigueo en las yemas de los dedos y un acelerón en el pulso. Tener aquello entre las manos, poseerlo aunque solo fuera un instante, tenía que ser como dominar el mundo.

Mary: Después de la boda, aparecieron pocas noticias y casi nunca publicaron fotos. Habrá alguna costumbre en aquel país que las prohíbe. Se dijo que estaba embarazada y luego que había tenido una niña. Será tu Vanessa.

Zac: Sí.

Mary: Se habló de ella un tiempo, pero luego no publicaron casi nada más hasta que hace unos años apareció en Nueva York con su hija. Al parecer su matrimonio no fue feliz y ella acabó dejándolo para volver a su país y retomar su carrera. Aquí hay una entrevista que le hicieron poco después de su regreso, pero casi solo habla de lo mucho que echaba de menos su profesión.

Pasó página y apareció otra foto. Phoebe seguía atractiva, pero había perdido aquella exuberancia, aquel esplendor. Y en lugar de ello, en su expresión destacaba la tensión y los nervios. A su lado estaba Vanessa. No tendría más de ocho años y era bajita para su edad. Se plantaba tiesa, con los ojos fijos en la cámara, aunque controlando perfectamente la mirada. La mano aferrada a la de su madre, o la de Phoebe a la de ella.

Mary: ¡Es tan triste! Phoebe nunca volvió a protagonizar una buena película. Solo alguna de destape y tal. -Fue pasando páginas y apareció otra Phoebe distinta, con patas de gallo y vestidos ceñidos que resaltaban sus aún generosos senos. Se la veía con una mirada ausente y la desesperación marcada en la sonrisa. Sustituir la inocencia exigía mucha energía-. Salió en la portada de una de esas revistas para hombres -arrugó la nariz. No es que tuviera nada de mojigata, pero pensaba que los límites son los límites-. Tuvo un asunto con su agente, entre otros. Además se insinuó que este se había encaprichado de la niña. ¡Qué asqueroso, un hombre de su edad!

Algo se revolvió en el fondo del estómago de Zachary.

Zac: ¿Cómo se llamaba?

Mary: Pues ya no me acuerdo; en realidad, no sé ni si lo he sabido nunca. Tiene que estar por aquí.

Zac: ¿Me prestas el álbum?

Mary: Claro. ¿Importa mucho, Zac? -Puso la mano sobre la de su hijo mientras este cerraba el álbum-. Fueran quienes fueran o hicieran lo que hicieran sus padres, no cambia la personalidad de la hija.

Zac: Lo sé.

Le dio un leve beso en la mejilla.

Mary: Es afortunada de tenerte a ti.

Zac: Sí. -Rió y la besó de nuevo-. Ya lo sé. -Sonó el timbre y miró su reloj-. Será Stuart, puntual como siempre.

Mary: ¿Caliento un poco el té?

Zac: Creo que está bien -dijo camino de la puerta-. ¡Stuart!

Spencer entró. Tenía la nariz y las mejillas enrojecidas por el viento.

Stuart: ¡Un frío espantoso! Antes de que anochezca nevará otra vez. Señora Efron… -Tomó la mano que ella le ofrecía y le dio unas palmaditas-. Me alegra verla.

Mary: Un té le hará entrar en calor, señor Spencer. Zac se lo servirá. Tendrá que disculparme, pero me quedan unos recados por hacer. -Se puso el visón negro que su hijo le había regalado en Navidad-. Hay más pasteles en la despensa si os apetecen.

Zac: Gracias, mamá. -Le puso bien el cuello-. Pareces una estrella de la pantalla.

Nada habría podido complacerla tanto. Dio un suave pellizco a su hijo en la mejilla y salió.

Stuart: Tu madre es un encanto.

Zac: Tienes razón. Ahora dice que se va de crucero con un verdulero que se llama Paddington.

Stuart: ¿Verdulero? Vaya… -dobló su abrigo, lo dejó bien puesto sobre una silla y se acercó a la bandeja del té-. No temas, que tu madre es prudente. -Se sirvió-. Creía que pasabas las vacaciones fuera.

Zac: Creías bien.

Spencer arqueó una ceja. Y el arco se pronunció algo más cuando sacó un cigarrillo.

Stuart. Creía que lo habías dejado.

Zac: Creías bien.

Spencer añadió un chorrito de limón a la taza.

Stuart: Creo que ha llegado el momento de que te ponga al corriente de la situación en París.

A pesar de que sabía exactamente lo que había sucedido, él se sentó y se dispuso a escuchar.

Stuart: Tal como sospechabas, la condesa estaba controlada. Metimos a un agente camuflado como pinche de cocina y a otros dos sobre el terreno. Seguro que nuestro hombre lo intuyó, porque actuó a gran velocidad. Se puso en guardia. La primera vez que ocurre.

Zachary preparó otra taza de té y dirigió una mirada de aviso a Chauncy.

Zac: En efecto.

Stuart. Los que teníamos fuera alcanzaron a verlo, pero la descripción es de lo más vago. Los dos aseguran que tiene que ser más parisino que una rata de alcantarilla, pero tal vez sea porque lo perdieron de vista.

Zac: ¿Y las joyas de la condesa?

Stuart: A buen recaudo -soltó un suspiro de satisfacción-. Ahí le fastidiamos la tarea.

Zac: Puede que más que eso -le ofreció los pastelitos. Spencer se resistió un momento pero luego tomó un pedazo-. He oído algún rumor.

Stuart: ¿Por ejemplo?

Zac: Tal vez no sea más que eso, pero no me he perdido detalle. ¿Sabías que nuestro hombre tiene a una mujer como cómplice?

Stuart: ¿Una mujer? -Dejó el pedazo de pastel para sacar su bloc-. No tenemos noticia de que haya una mujer.

Zachary sacudió la ceniza del cigarrillo.

Zac: Por esto me necesitas, capitán. No sé su nombre, pero es pelirroja, bastante casquivana y su cabeza da para poco más que seguir las órdenes del jefe. -No pudo remediar una sonrisa al pensar cómo se habría puesto Vanessa de oír aquella descripción-. En fin, la tipa habló con un contacto mío. -Levantó la mano, previendo la respuesta de él-. Sabes que no te lo puedo decir, Stuart. Es algo que está pactado desde el principio.

Stuart: Un pacto del que me arrepiento. Cuando pienso en todos los delincuentes y ladrones de tres al cuarto que podría quitar de en medio… En fin, vamos a dejarlo. ¿Qué dijo?

Zac. Que la Sombra… ¿Sabe que lo llaman la Sombra?

Stuart: Todo lo idealizan.

Zac: Al parecer, la Sombra va cumpliendo años y empieza a notar la artritis -flexionó los dedos-. Uno de los mayores temores de los artistas, independientemente de su especialidad. Músicos, pintores, ladrones. La destreza es una herramienta inestimable.

Stuart. Me cuesta un poco compadecerlo.

Zac: ¿Otro pastel, capitán? Se dice que la Sombra se retira.

Spencer detuvo el gesto a medio camino entre el plato y sus labios. Sus ojos se abrieron de par en par; parecían vidriosos. A Zachary le dio la sensación de ver a un buldog que acababa de descubrir que el jugoso hueso al que iba a hincar el diente era de plástico.

Stuart: ¿A qué te refieres con eso de retirarse? ¡No me fastidies que va a retirarse! Hace un par de días estuvimos a punto de echarle el guante en París.

Zac: Es un rumor.

Stuart: ¡Qué barbaridad!

Spencer dejó caer el trozo de pastel y se chupó los dedos.

Zac: Puede que solo se tome unas vacaciones.

Stuart: ¿Qué sugieres, pues?

Zac: Hasta que no vuelva a dar señales de vida, en caso de que lo haga, propongo esperar.

Spencer fue rumiando la información como si fuera un bocado que tuviera entre los dientes.

Stuart: Quizá valdría la pena centrarse en la mujer.

Zac: Quizá. -Descartó la sugerencia encogiendo los hombros-. Siempre que tengas tiempo para acorralar a todas las golfitas pelirrojas de los dos continentes. -Se inclinó para coger la taza-. Ya sé que es algo frustrante, Stuart, pero lo de París puede haber sido su último movimiento. -Tendría que recordar lo de mandar un cheque, generoso, a su viejo amigo André, quien había conseguido que los agentes de París tuvieran algo de que informar-. Tengo unos asuntos, cosas personales, de los que debo ocuparme en las próximas semanas. Si me entero de algo que pueda serte útil, te lo comunico.

Stuart: Quiero a ese hombre, Zachary.

Un amago de sonrisa se dibujó en los labios de este.

Zac: No tanto como yo, te lo juro.


Habían dado las dos de la madrugada cuando Vanessa entró en su piso. La fiesta de Nochevieja de la que se había escabullido probablemente duraría hasta el amanecer. Había dejado a Celeste flirteando con un antiguo novio y muchas botellas de champán sin abrir. El acompañante de Vanessa se estaría percatando en ese instante de su ausencia, pero seguro que encontraría algo, o a alguien, para distraerse.

Le había costado no mirar las joyas con ojo profesional. Durante muchos años había admirado un collar, observado una pulsera, calculando su importe en dólares y centavos. Una costumbre que intentaba dejar. Le quedaba un último trabajo, pero eran unas joyas que podía ver a cualquier hora del día o de la noche. Las tenía en el retrato que había hecho de su madre a partir de una antigua fotografía. Era capaz de notar su tacto, hielo y fuego en las manos.

Cuando volviera de Jaquir podría ser la mujer que todo el mundo creía que era. Su vida serían las fiestas, las funciones benéficas y los viajes a los lugares que frecuentaban las mujeres de su categoría. Intentaría disfrutar de ello de la forma en que una mujer saca partido del éxito cuando su carrera ha tocado a su fin. Y lo disfrutaría sola.

No se arrepentiría. El éxito tenía un precio; por caro que fuera, había que pagarlo. Había quemado las naves al coger aquel avión y salir de Cozumel. Tal vez había encendido la cerilla años antes.

Zachary la olvidaría. Probablemente lo estuviera haciendo ya. Al fin y al cabo, era una mujer más. Para él no había sido la primera, ni ella se hacía ilusiones de que fuera la última. En el caso de Vanessa, él había sido el primero y el último, y lo aceptaba así.

Se puso el abrigo sobre el brazo mientras subía la escalera hacia la segunda planta. No podía permitirse pensar en Zachary. Y mucho menos lamentar haberle amado, o cerrado la puerta a lo que podía haberle traído el amor. Callejones sin salida, pensó. Cuando una mujer amaba a un hombre, acababa siempre en un callejón sin salida.

Lo que quería en aquellos momentos era dormir, un sueño largo y profundo. La esperaban unos días en los que necesitaría toda su energía, toda su habilidad e ingenio. Tenía ya reservado el vuelo para Jaquir.

No encendió la luz del dormitorio, dejó el abrigo sobre una silla y empezó a soltarse el cabello a oscuras. Le llegaba el sonido del tráfico del exterior a oleadas, algo que le recordaba el mar. Casi notaba su olor: el mar, el punto acre del tabaco, la fragancia del jabón que le llevaba con tanta claridad a Zachary a la mente.

Se quedó paralizada, con los brazos levantados y las manos en el cabello, cuando se encendió la luz de la mesilla de noche.

Con el contraste de su piel dorada y la bata blanca bordada, con cuentas incrustadas, parecía una estatua esculpida en alabastro y ámbar. Aquella pieza se ajustaba a su cuerpo ciñéndolo y confiriéndole un nuevo resplandor. Pero Zachary se llevó la copa que sujetaba a los labios mirándola solamente a los ojos. Observó complacido como pasaban de la sorpresa a la alegría para terminar en un acto voluntario de control.

Zac: Feliz Año Nuevo, preciosa.

Levantó la copa de champán en un gesto de brindis, luego la dejó para servir la que iba a ofrecerle a ella.

Iba vestido de negro, con jersey de cuello alto, vaqueros cómodos y botas de piel suave. Mientras la había esperado, se había instalado cómodamente, tumbado en la cama y apoyado en las almohadas que ella tenía en la cabecera.

Vanessa experimentó de repente una serie de sentimientos: necesidad, irritación, placer y remordimiento. Aquello hizo que su voz saliera tan fría como el champán que él le estaba ofreciendo. Bajó lentamente los brazos y dijo:

Ness: No esperaba verte otra vez.

Zac: Pues tenías que haberlo hecho. ¿No vamos a brindar por el nuevo año?

Para demostrar a Zachary, y demostrarse a sí misma, que no sentía ningún interés, se acercó a él para aceptar la copa. Su salto de cama rielaba como una luz en el agua.

Ness: Brindemos pues por los comienzos y por el pago de antiguas deudas. -El cristal rozó el cristal-. Has venido de muy lejos para el brindis.

El perfume de ella se adhería a su piel, a la atmósfera, a todos los sentidos de Zachary. Habría sido capaz de estrangular por aquel perfume.

Zac: Pero has elegido la mejor cosecha.

El champán le supo a arena.

Ness: Si quieres, me disculpo por haberme marchado de una forma tan brusca.

Zac: No te molestes -dijo intentando dominarse. El enfado estaba a punto de estallar-. Tenía que haber imaginado que eras una cobarde.

Ness: No soy cobarde.

Dejó el champán, que apenas había probado, junto a la copa de él.

Zac: Eres -empezó a decir lentamente- una lastimosa cobarde que solo piensa en sí misma.

Vanessa le pegó un bofetón sin ni siquiera darse cuenta de lo que estaba haciendo, ni darle tiempo a él de detectar el movimiento. Aquel sonido de carne contra carne resonó en el silencio. A Zachary se le ensombreció la mirada, dispuesto a responder de alguna forma, pero consiguió calmarse y levantar de nuevo la copa. Sin embargo, sus nudillos cambiaron de color al asir con fuerza el pie de Ness.

Zac: Esto no cambia nada.

Ness: No tienes derecho a juzgarme ni a insultarme. Decidí marcharme creyendo que era lo mejor porque no quería ser una diversión para ti.

Zac: Puedo asegurarte, Vanessa, que la diversión no es algo que haya buscado nunca en ti. -Tras dejar de nuevo la copa, juntó las manos y la observó por encima de los dedos-. ¿De verdad creías que lo que me interesaba eran unos polvos tropicales?

Ante aquella salida, el rostro de Vanessa perdió el color, pero lo recuperó al instante y, con las mejillas encendidas, replicó:

Ness: Dejemos claro que no siento ningún interés por una aventura.

Zac: Puedes usar los términos que te den la gana, pero ten en cuenta que fuiste tú quien degradó lo que hubo entre nosotros dejándolo como un ligue de una noche.

Ness: ¿Tanta importancia tiene? -La ira se apoderó de su voz ante la vergüenza de oír la verdad-. ¿Una noche, dos, una docena?

Zac: ¡Maldita sea! -La cogió por las muñecas y tiró de ella hasta la cama. A pesar de que Vanessa se resistía, la inmovilizó con su cuerpo. El fuego se avivó-. Fue mucho más que eso y tú lo sabes perfectamente. No fue el sexo por el sexo, no fue una violación, y yo no soy tu padre. -Ante aquello, ella quedó paralizada. El color que el enfado había dado a su rostro desapareció del todo-. Porque se trata de eso, ¿o no? Cada vez que un hombre se ha acercado a ti, cada vez que has sentido la tentación, has pensado en él. Pero conmigo no, Vanessa. Conmigo jamás.

Ness: No sabes ni lo que dices.

Zac: ¿En serio? -Su rostro prácticamente rozaba el de ella. Zachary casi notaba en él la vida que latía de nuevo, el color, la ira, la negación-. Ódiale tanto como quieras, estás en tu derecho, pero a mí no me vas a comparar con él ni con nadie.

Juntó sus labios con los de ella, pero no con la ternura que había demostrado antes, no con aquel cuidado y aquella persuasión, sino con una actitud airadamente exigente que rayaba la voracidad. Vanessa no se defendió, pero las manos que él sujetaba se cerraron en dos puños mientras la sangre empezaba a hervir en sus venas.

Zac: Lo que pasó entre nosotros pasó porque tú lo quisiste igual que yo, lo necesitabas igual que yo. ¡Mírame! -exclamó al ver que ella mantenía los ojos cerrados. Esperó a que los abriera y que la luz que tenían al lado la enfocara de perfil-. ¿Serás capaz de negarlo?

Vanessa deseaba hacerlo. La mentira nació en sus labios pero al salir se transformó en verdad.

Ness: No. Pero lo pasado, pasado está.

Zac: No ha pasado ni de lejos. ¿O es que crees que es la cólera lo que te ha acelerado el corazón? ¿De verdad piensas que dos personas pueden compenetrarse como nos compenetramos nosotros y marcharse cada cual por su lado y olvidarlo?  -Soltó sus manos para acariciarle el cabello-. Aquella noche te mostré una vía. Y como que me llamo Zachary, que hoy te mostraré otra.

Su boca era todo calidez, dureza, hambre. Cuando se cerró sobre la de ella, Vanessa se mantuvo inerte, decidida a no entregarle nada, a no recibir tampoco nada. Pero su respiración cambió el ritmo, sus labios se calentaron y abrieron. Él introdujo la lengua en su boca para tentarla, los dientes para excitarla.

Era más seducción aquello que las palabras suaves y la luz tenue. Era un desafío, era arrojar el guante. Tenía ante ella la respuesta a las preguntas que nunca se había atrevido a plantearse.

De repente se pegó a él, respondió a su cuerpo, pero nada parecía satisfacer a Zachary.

Él recorrió su cuerpo, estirando la bata hasta la cintura para poner la piel al descubierto. Aquello no era exploración sino explotación. Cubrió con sus manos sus senos, tiró de ellos, los succionó y provocó hasta que se endurecieron los pezones, hasta que su cuerpo empezó a retorcerse, a arquearse, a estremecerse. Lo atrajo hacia sí y ella lo aceptó.

Le llamó con palabras incoherentes que hacían que la sangre de él latiera en sus entrañas a cada latido de su corazón. Y el seductor quedó seducido.

Aquella era una cerradura que él haría saltar de una vez para siempre. No en vano poseía habilidad, experiencia y sentía la necesidad acuciante de conseguirlo. El tesoro que se encerraba allí era mayor y más tentador que el que había ido a buscar a las cámaras acorazadas más profundas, a las cajas de seguridad más oscuras. Con sus manos, con su boca, la llevó al límite.

En aquella atmósfera densa y espesa se respiraba una especie de oscuridad, algo que parecía aterciopelado. Ella luchaba por atraer el aire hacia sus pulmones, pero lo poco que entraba se iba en gemidos. Tenía que haber captado por las insinuaciones de él que el placer era capaz de sacudir el cuerpo, convertirlo en una amalgama de sensaciones y necesidades. La opción de entregar y recibir, de ofrecer y tomar estaba fuera de su alcance.

Arrancó la ropa a Zachary: todo aquel instinto de conservación, toda la negación se vino abajo como la mecha de una vela. Había experimentado el placer antes, con su doble cara, con la del dolor. Aunque no de esa forma. Un ardor como aquel implicaba olvidar el resto de los deseos. En su vida había sido tan consciente de su cuerpo: notaba cada uno de los latidos de su corazón, cientos de ellos batiendo en el punto que él tocaba, en el que ella deseaba la caricia.

El sudor empezó a brotar del cuerpo de Vanessa y también del de él. Notó el sabor a sal al revolcarse en la cama. El olor a pasión se intensificó, una sensación aguda, acre, excitante. Oía la respiración de él, irregular, forzada, mientras la sujetaba de nuevo bajo su cuerpo. Sus miradas se encontraron. Adivinó su pulso en la cabeza mientras su pecho subía y bajaba con la respiración. Zachary notó las uñas de ella en su espalda y también cómo cedía el pecho de Ness bajo el suyo.

Zac: Quiero verte en la cumbre -aquellas palabras le hirieron la garganta-. Verás que soy el único que puede llevarte hasta allí.

Se sumergió en su interior, con una serie de acometidas, con tal ímpetu que vio que ella abría de par en par aquellos ojos que le parecieron vidriosos. El grito ahogado de placer quedó estrangulado en su garganta.

Zachary notaba cómo iba tensándose, estirándose cada músculo de su cuerpo. Los labios de ella se movían como el rayo, siguiendo las embestidas de él. Las sensaciones se agudizaban. Él veía la luz en su rostro, oía el frufrú de las sábanas, casi percibía cómo se iban abriendo los poros de su cuerpo. El perfume de Vanessa, al igual que sus brazos, piernas y cabello, lo envolvía. La realidad se centraba en la punta de un alfiler. Zachary pensó que aquello tenía que ser como morir. De pronto, sus ojos se empañaron, el grito de entrega le pareció un eco al verter en ella lo que llevaba dentro.

Vanessa esperaba el sentimiento de vergüenza, de repugnancia de sí misma. Pero no experimentaba más que el dulce calor que da el placer. Con él había vivido experiencias que jamás pensó que pudieran existir y había disfrutado de ellas. Se había regodeado en ellas. Incluso en aquellos momentos era consciente de que deseaba experimentarlo otra vez. Mantuvo los ojos cerrados, pues sabía que él la observaba.

No podía imaginar el aspecto que presentaba, pensaba Zachary. Desnuda, con las piernas abiertas, sin ningún tipo de reparo, la piel aún cálida por los rescoldos de la pasión, el cabello desparramado sobre las almohadas de encaje blanco. Desnuda, solo con un par de diamantes en las orejas que soltaban eróticos guiños a la luz de la lámpara.

Zac: Son auténticos -dijo jugando con ellos-.

Ness: Sí.

Zac: ¿Quién te los regaló?

Ness: Celeste. Cuando cumplí dieciocho.

Zac: Menos mal. De tratarse de un hombre, habría tenido que sentir celos, y ahora mismo no me queda energía para ello.

Vanessa abrió los ojos dibujando algo así como una sonrisa.

Ness: No sé qué hay que responder a eso.

Zac: Podrías decir, por ejemplo, que esa es una forma excelente de empezar el año.

Ness reprimió el deseo de acariciarle el pelo, casi dorado bajo aquella luz, enmarañado en su frente. La obra de sus manos presas de pasión, que en aquellos momentos mantenía inmóviles.

Ness: Tienes que comprender, Zachary, que esto no puede cambiar nada. Sería mejor que volvieras a Londres.

Zac: Hum… ¿Sabes que tienes un lunar aquí? -Pasó su dedo por la cadera de ella-. Lo encontraría incluso a oscuras.

Ness: Tengo que ser práctica. -Lo estaba diciendo, convencida, pero se acercaba a él-. Necesito ser práctica.

Zac: Una idea excelente. Brindemos por ello.

Estiró el brazo por encima de ella y cogió las dos copas.

Ness: ¡Escúchame, Zachary! Hice mal en marcharme de México de aquella forma, pero pensé que sería lo más fácil. Quería evitar decir ciertas cosas.

Zac: Tu problema, Ness, es que haces más esfuerzos por pensar que por sentir. Pero adelante, dime lo que tienes en la cabeza.

Ness: No puedo permitirme un compromiso contigo ni con nadie. Lo que tengo que hacer me exige toda la concentración. Sabes tan bien como yo que no hay que permitir que los elementos exteriores interfieran en el trabajo.

Zac: ¿De modo que eso soy yo? -Se sentía tan feliz que lo dijo en un tono más de diversión que de enfado-. ¿Un elemento exterior?

Ella guardó silencio un momento.

Ness: No hay lugar para ti en mis planes, en Jaquir. E incluso después tengo intención de seguir sola. Lo que no haré nunca es organizar mi vida alrededor de un hombre, tomar decisiones fundamentadas en los sentimientos que él me inspire. Si te parece que es algo egoísta, lo siento, pero sé muy bien que en determinadas circunstancias una es capaz de olvidar incluso quién es.

Zachary la escuchaba sin perderla de vista un instante, y no intervino hasta que terminó.

Zac: Me parece de lo más juicioso, pero olvidas un pequeño problema: que te quiero, Vanessa.

Los labios de ella se entreabrieron. Por la sorpresa, pensó Zachary luego. Estaba a punto de saltar de la cama, cuando él la sujetó.

Zac: No, no te alejarás. -Tiró de ella sin hacer caso de la copa que se había caído o del champán que empapaba la moqueta-. Ni tampoco te darás la espalda a ti misma.

Ness: No lo hagas.

Zac: Ya está hecho.

Ness: Te dejas llevar por tu imaginación, Zachary. Has dado tus pinceladas de color de rosa a lo que ha ocurrido entre nosotros, le has añadido violines y claro de luna.

Zac: ¿Te sientes más segura viéndolo así?

Ness: No es una cuestión de seguridad, sino de sentido común. -Pero sabía que aquello no era verdad, sobre todo porque notaba el miedo en la boca del estómago-. Y no vamos a complicarlo más.

Zac: Perfecto, simplifiquemos pues. -Tomó su rostro entre las manos, esta vez con dulzura-. Te quiero, Ness. Tendrás que acostumbrarte a ello, porque no te vas a deshacer de mí con tanta facilidad. Y ahora tranquilízate. -Bajó una de las manos para acariciarle el pecho-. Te enseñaré a lo que me refiero.


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