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miércoles, 30 de octubre de 2019

Segunda parte: Propósito apasionado. Capítulo 11


Zac se sentó con Chad Danford en las rocas para contemplar el reflejo de la luna sobre la bahía. Sostenían sendas botellas de cerveza, técnicamente una infracción. Pero Zac suponía que, a las dos de la madrugada y en aquel tramo solitario de costa, a nadie le importaba.

Aunque Chad se había mudado a Seattle, donde había conseguido trabajo nada más terminar la universidad, no habían perdido el contacto y se mantenían informados de manera esporádica a través de mensajes de texto y emails.

Los encuentros cara a cara solían limitarse a las visitas de Chad por Navidad y algún que otro fin de semana largo en verano.
 
Zac: Siento no haber podido venir antes -dijo cuando se acomodaron-.
 
Chad: ¿Mierdas de policía?
 
Zac: Sí.
 
Chad: ¿Has pillado al malo?
 
Con un gesto de asentimiento, Zac dio su primer trago largo.
 
Zac: Lo tengo encerrado a cal y canto.
 
Chad: Detective Efron. Todavía me entra la risa cuando lo oigo.
 
Zac: Chad Danford, friki supremo de la informática. No me sorprende en absoluto -volvió a llevarse la botella a la boca y trató de relajarse tras un día difícil-. No esperaba volver a verte este verano. Si viniste en julio...
 
Chad: Ya.
 
Chad dio un sorbo más lento, más pequeño, y se subió las gafas por el puente de la nariz.

Mantenía la constitución fornida, pero había desarrollado algo de músculo. Tenía mucho más pelo que antes, lo suficiente para recogérselo en la nuca en un amago de coleta. Se había dejado crecer una extraña perilla que no conseguía ocultar al friki que había debajo.

Chad miró hacia el mar y se encogió de hombros.
 
Chad: Mi madre insistió mucho en que volviera para ese rollo con McMullen. Supongo que una parte de mí también quería participar. No tanto para hablar de ello como para ver a algunas de las personas que estaban en la tienda aquella noche.
 
Zac: Aquel chaval. Tenía unos doce años y está estudiando para ser médico.
 
Chad: Sí, y la mujer embarazada. Tuvo gemelos.
 
Zac: Los salvaste tú, tío.
 
Zac dio un golpecito a la botella de Chad con la suya.
 
Chad: Supongo. Y a todo esto, ¿cómo está Brady Foster?
 
Zac: Muy bien. Fue el mejor bateador del equipo del instituto el año pasado. Tuvieron otra criatura, ya sabes, Lisa y Michael.
 
Chad: Sí, es verdad. Me lo habías contado.
 
Zac: Una niña. Tiene cinco años. Camille. Es listísima, se parece a su madre. Te lo juro, Chad, Lisa es increíble. Vive con aquella noche a diario, pero, no sé, no deja que la defina. Desde luego no la frena. Veo a esa familia, y lo que les costó aquella noche, y que no se han limitado a sobrevivir a ello, ni siquiera a superarlo, sino que, bueno, que brillan, no sé si me explico. Brillan como esa puñetera luna de ahí arriba.
 
Chad: Nunca te lo he preguntado, pero ¿has vuelto alguna vez? Al centro comercial.
 
Zac: Sí. -Había trazado mapas, marcado puntos de ataque, víctimas, movimientos, números. Lo tenía todo en sus archivos-. Ha cambiado mucho.
 
Chad: Yo soy incapaz de entrar. Ni siquiera me gusta pasar cerca en coche. Nunca te lo había dicho, pero acepté el empleo en Seattle porque era lo más lejos que podía marcharme sin salir del país. Bueno, del continente, y no recibí ofertas de Alaska ni de Hawái. Es un gran trabajo, una buena empresa -añadió-, pero me fui por la distancia.
 
Zac: No tiene nada de malo -dijo al cabo de un momento-.
 
Chad: Me paso semanas, meses, sin pensar en ello. Pero vuelvo aquí y me sobreviene de nuevo. Y es raro... porque pasé la peor parte en una sala cerrada con llave y abarrotada de gente, no en el meollo como tú. Dios, éramos unos críos, Zac -bebió un trago más largo-. Oigo hablar de otro tiroteo en masa y todos los recuerdos vuelven de golpe.
 
Zac: Te entiendo.
 
Chad: Yo me voy a Seattle, y tú te plantas en primera línea.
 
Zac: Aceptaste un trabajo, tío. Te has forjado una carrera.
 
Chad: Sí, de eso quería hablarte. La razón por la que he vuelto es que voy a aceptar un traslado a Nueva York. Antes me tomaré un tiempo de descanso e iré a echar un vistazo a unos cuantos apartamentos que tiene la empresa -se encogió de hombros-. Quieren que dirija la división de ciberseguridad.
 
Zac: ¿Que la dirijas? Joder, Chad -le propinó un codazo de felicitación en las costillas-. Eres un puto mandamás friki.
 
El comentario lo hizo sonreír, pero Chad negó con la cabeza y se subió las gafas por el puente de la nariz.
 
Chad: Estuve a punto de rechazarlo. Nueva York está mucho más cerca que Seattle, pero no puedo dejar que esa puñetera noche, ese puñetero centro comercial... ¿cómo lo has dicho? Defina mi puñetera vida. Así que me mudo a Nueva York en noviembre.
 
Zac: Enhorabuena, tío, en todos los aspectos.
 
Chad: ¿Cómo lo haces? Me refiero a lo de la placa y el arma, y arriesgar tu vida todos los putos días.
 
Zac: El trabajo de detective consiste sobre todo en detectar y en hacer un montón de papeleo, trabajo de campo. No es como en la tele. Nada de persecuciones en coche y tiroteos.
 
Chad: Y ahora me dirás que nunca has participado en ninguna de esas dos cosas.
 
Zac: En algunas persecuciones en coche. En bastantes más a pie, no sé por qué les da por correr, pero también en algunas en coche. Son una locura, lo reconozco.
 
Chad: ¿Y en tiroteos?
 
Zac: Esto no es el Salvaje Oeste, Chad.
 
Chad siguió mirándolo con aquellos ojos tranquilos desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas.
 
Zac: Me he visto implicado en un par de situaciones en las que ha habido tiros.
 
Chad: ¿Pasaste miedo?
 
Zac: Puedes apostarte ese culo peludo que tienes.
 
Chad: Pero lo hiciste de todos modos, y sigues haciéndolo. ¿Ves?, a eso me refería, Zac. Tú plantas cara y haces las cosas de todos modos, y siempre ha sido así. Nueva York no es enfrentarse a un capullo con un arma, pero es algo así como mi «hacer las cosas de todos modos» -guardó silencio, sonrió-. Acompañado de un ascenso y un aumento gordísimo.
 
Zac: Eres un cabrón con suerte. Apuesto a que ese coche de alquiler tiene hasta una nevera llena de cervezas.
 
Chad: Siempre estamos preparados. Pero yo tengo que conducir, así que me planto con una.
 
Zac: Bueno, pues vámonos a mi casa y nos las pulimos. Mañana, bueno, hoy ya, es domingo y no me toca trabajar. Puedes dormir en el sofá.
 
Chad: Suena bien. ¿Por qué sigues viviendo en ese basurero?
 
Zac: No está tan mal, y se habla de cierto nivel de gentrificación en el barrio. Podría estar en el lugar ideal en un abrir y cerrar de ojos. De todos modos, quizá no pase allí mucho más tiempo. Mañana por la tarde iré a ver una casa. Desde fuera, y por lo que he visto en la visita virtual, podría ser la definitiva. Un jardín bonito, cocina nueva.
 
Chad: Tú no cocinas.
 
Zac: No importa. Un dormitorio principal magnífico, con baño y todo eso. Me gusta el barrio. Puedo ir a pie a varios pubs y restaurantes, cortar el césped de mi propio jardín. Y lo mejor: si consigo rebajar el precio un par de miles, podré permitírmela sin necesidad de vender mi sangre ni aceptar sobornos.
 
Chad: Podrías vender tu esperma -sugirió-. ¿Te acuerdas de aquel tío de la universidad que lo vendía, Fruenski?
 
Zac: Creo que primero intentaré negociar. Oye -dijo cuando se levantaban-, deberías acompañarme mañana a ver la casa.
 
Chad: Tengo que ir a ver a mis abuelos. Ya he quedado con ellos. Y luego, el lunes, me voy a Nueva York a echar un vistazo a mi propia casa.
 
Zac: Entonces aprovechemos al máximo las cervezas que quedan.
 
 
Zac durmió hasta el mediodía y luego preparó café y huevos revueltos, ya que tenía compañía. Se despidió de Chad con la promesa de pasar un fin de semana de juerga en Nueva York una vez que su viejo amigo se hubiera instalado.

Cuando se duchó con agua tibia, pues al parecer el calentador de agua del edificio estaba averiado de nuevo, pensó en lo bien que le había sentado estar con Chad. Y hablar de cosas de las que era consciente que Chad había evitado hablar hasta entonces.

Se vistió mientras estudiaba la pared de su dormitorio, la que utilizaba como improvisado tablero para los casos. Había pegado fotos de todos los supervivientes del centro comercial DownEast que habían muerto y había señalado la causa de la muerte encima de cada caso: accidental, causas naturales, homicidio, suicidio.

Tenía mapas con la ubicación de cada víctima en el momento de su muerte, con el nombre, la fecha y la hora.

Y los había relacionado con la información de la que disponía sobre su ubicación y cualquier lesión sufrida la noche del 22 de julio de 2005.

Demasiados, pensó de nuevo. Son demasiados.

No podía rebatir el argumento de Sarah sobre la variedad de armas y métodos empleados en los homicidios, pero sabía que había un patrón. Un patrón que todavía no veía con claridad.

Tenía los informes de las autopsias, las declaraciones de los testigos, copias de las entrevistas con familiares. Había recopilado artículos y grabaciones de los últimos doce años, hasta culminar en el especial de McMullen.

Le había sorprendido ver allí a la hermana de Hobart. Patricia Hobart, pálida, con los ojos hundidos, aparentaba más de veintiséis años. Aunque, supuso, el hecho de que tu hermano asesinara a un montón de gente, que tu madre volara su casa por los aires bajo la influencia de las drogas y el alcohol (según afirmaba el informe del forense) y que el imbécil de tu padre se emborrachara y matara a una mujer y a su hijo, además de a él mismo, justificaba el envejecimiento prematuro.

La chica no había llorado, recordó Zac mientras estudiaba su foto en la pared. Pero tenía muchos tics nerviosos. Mantenía los hombros encorvados y se retorcía los dedos o se tiraba de la ropa.

Un traje deslucido, rememoró, zapatos feos. Vivía con sus abuelos, ejercía de cuidadora principal de su abuela, que usaba un andador desde que se había recuperado de una fractura de cadera, y de su abuelo, que había sufrido dos pequeños derrames cerebrales.

Los abuelos paternos, con una posición económica verdaderamente cómoda, que habían desheredado a los gilipollas del padre y el tío, que habían dejado su arsenal a disposición de un trío de adolescentes pirados para que se llevaran las armas, las usaran y mataran a lo que resultaron ser noventa y tres personas en cuestión de minutos.

Menuda familia de mierda, pensó mientras se ajustaba el arma que llevaba cuando estaba fuera de servicio. Se metió la billetera, la identificación y el móvil en los bolsillos.

Al salir, sacó el móvil y llamó a Sarah. La llamó porque era posible que si le enviaba un mensaje de texto lo ignorara.

Bajaba la escalera al trote cuando ella contestó.
 
Zac: Voy de camino a la casa de la que te hablé, he quedado con la agente inmobiliaria Renee. Ven a verla conmigo. Tráete a toda la panda.
 
Sarah: Es una tarde calurosa y perezosa, Zac.
 
Zac: Por eso es perfecta. Después iremos al parque y así el perro y el niño podrán correr un rato. Y luego os llevaré a todos a comer pizza para celebrar que habré presentado una oferta. Estoy convencido de que esta es la definitiva.
 
Sarah: Eso mismo dijiste de aquella extraña casa victoriana de hace tres meses.
 
Zac: Me gustaba la extraña casa victoriana, pero me dio malas vibraciones cuando la recorrimos.
 
Sarah: Sí, sí, malas vibraciones. Estás enganchado a visitar casas, Zac.
 
Como era posible que fuera verdad, evitó responder.
 
Zac: Será divertido. Está a solo unas manzanas de tu casa.
 
Sarah: Es casi un kilómetro.
 
Zac: Un bonito paseo dominical, ¿no crees? Luego al parque y pizza. De camino compro una botella de vino.
 
Sarah: Eso es muy injusto.
 
Zac se echó a reír.
 
Zac: Venga. Necesito que alguien me convenza para que la rechace si no es la correcta o para que la compre si lo es. El puñetero calentador está a punto de palmarla otra vez. Tengo que salir de este sitio de una vez.
 
Supo, por el largo y ruidoso suspiro, que la había convencido.
 
Sarah: ¿A qué hora es la cita?
 
Zac: A las dos. Estoy saliendo para allá ahora mismo.
 
Sarah: A Puck y a Dylan no les iría mal dar un paseo y correr un rato. Y a Hank y a mí no nos vendría mal el vino. Tengo que organizarme primero. No se te ocurra hacer una puñetera oferta antes de que lleguemos.
 
Zac: Vale. Gracias. Hasta ahora.
 
Volvió la vista hacia el edificio. Alguien que no tenía ni idea de ortografía había añadido un grafiti nuevo que aconsejaba: FOYATE UN GANZO.

Asumió que se referían a «ganso», pero a saber.

En cualquier caso, no era más que otra señal de que su tiempo allí debía llegar a su fin.

Sin embargo, habían abierto una cafetería decente a un par de manzanas, y alguien había comprado uno de los edificios cercanos con grandes promesas de rehabilitación y apartamentos modernos.

Lo de la gentrificación era posible.

Otra razón para largarse. Agradecería ver el barrio limpio, arreglado, pero no quería pasarse la vida en un bloque de apartamentos.

Mientras conducía, se imaginó instalando una barbacoa en su nueva terraza trasera. Sabía cocinar a la parrilla... más o menos. A lo mejor hasta aprendía a cocinar algo que no fueran huevos revueltos y sándwiches de beicon con queso a la parrilla. A lo mejor.

Celebraría fiestas en las que la barbacoa echaría humo o, en invierno, con la chimenea de gas encendida en el gran salón. Dejaría uno de los tres dormitorios como habitación de invitados y convertiría el otro en lo que sería su primer verdadero despacho en casa.

Se compraría una gran pantalla plana (y cuando decía grande quería decir enorme) y se abonaría a todos los puñeteros canales de deportes de la tele por cable.

A esto me refiero, se dijo al entrar en el que había resuelto que sería su nuevo barrio.

Las casas eran más antiguas, desde luego, pero no le importaba. La mayoría se habían reformado siguiendo la siempre popular idea de espacio abierto, con baños y cocinas elegantes.

Había muchas familias, y eso tampoco le importaba. A lo mejor se topaba con alguna madre soltera sexy. Le gustaban los niños, los niños no le suponían un problema.

Giró hacia el camino de entrada de la sólida casa de ladrillo de dos pisos y pensó que prefería con mucho la descarada rareza de la casa victoriana al aspecto tradicional de aquella. Pero lo sólido estaba bien, lo robusto bastaba. Y estaba claro que los dueños se habían esforzado en aumentar el atractivo exterior con las plantas, los arbustos, las puertas nuevas en el garaje.

Le iría bien un garaje.

Al bajar del coche, se fijó en que ya había otro vehículo aparcado. Y no era el de Renee, su pacientísima agente inmobiliaria. Sintió curiosidad y anotó la matrícula (pura costumbre) mientras recorría lo que se dijo que sería su sendero de ladrillo.

La mujer abrió la puerta justo antes de que él tocara el (su) timbre.
 
*: ¡Hola! Zac, ¿no? -Aquella atractiva rubia, vestida con una camisa roja entallada y pantalones blancos, le tendió la mano-. Soy Maxie, Maxie Walters.
 
Zac: Vale. Se supone que he quedado con Renee.
 
Maxie: Sí, me ha llamado ella. Le ha surgido un imprevisto familiar. Su madre ha tenido un pequeño accidente, nada serio -añadió de inmediato-. Pero ya sabes cómo son las madres. Renee intentará llegar a tiempo, pero no quería que tuvieras que retrasar o posponer la visita, sobre todo porque hemos recibido el chivatazo de que los vendedores van a rebajar el precio cinco mil dólares mañana.
 
Zac: No pienso quejarme -entró en la casa y examinó el vestíbulo de techo alto que había admirado en la visita virtual-.
 
Maxie: He estado familiarizándome con la propiedad. Tiene algunos elementos maravillosos. Conserva los suelos de madera originales, y creo que han hecho un gran trabajo al restaurarlos. ¿Y no te encanta la sensación de espacio que transmite la entrada? -continuó mientras hacía un gesto a Zac para que siguiera adelante-.
 
Después cerró la puerta.
 
Zac: Sí, la casa me transmite buenas vibraciones.
 
Deambuló por la sala de estar (bien distribuida, pensó, pues había visto todas las distribuciones posibles) e imaginó la pantalla plana gigante en la pared.

Le gustaba que el campo visual se abriera hasta la misma cocina, que contaba con una barra amplia con taburetes, el comedor y los amplios ventanales con puerta corredera que daban a la terraza trasera que quería para él.
 
Zac: Entonces ¿trabajas con Renee?
 
No sabía por qué lo preguntaba. Ya conocía a todos los compañeros de Renee.

Se volvió hacia ella. Rubia con los ojos azules, veintitantos años, alrededor de un metro sesenta y cinco, y unos cincuenta y dos kilos. Buen tono muscular.
 
Maxie: Somos amigas -contestó mientras encabezaba la marcha hacia la cocina-. En realidad ha sido mi mentora. Hace solo tres meses que obtuve la licencia. Encimeras de granito -añadió-. Los electrodomésticos son nuevos. No son de acero inoxidable, pero creo que el blanco va bien con este espacio.
 
Su voz, pensó Zac. Había algo en su voz. Se detuvo de camino a la atrayente terraza y se dio la vuelta; la barra de la cocina entre ambos.
 
Maxie: ¿Se te da bien cocinar, Zac?
 
Zac: La verdad es que no.
 
Pensó que la sonrisa coqueta que la agente inmobiliaria le dedicó no encajaba en el espacio entre la nariz y la barbilla.

Maxie se acercó a la barra.
 
Maxie: Eres detective de policía. Debe de ser emocionante. No estás casado, ¿no?
 
Zac: No.
 
Maxie: Es una gran casa para formar una familia.
 
La mujer cambió de postura. Él no le veía las manos, pero su lenguaje corporal... Todos los instintos de Zac se pusieron en alerta. Los ojos, el pelo, incluso la forma de la boca, con aquella ligera sobremordida, eran diferentes. Sin embargo, la voz...

Cayó en la cuenta solo un instante demasiado tarde. La chica ya había sacado el arma. Zac se lanzó al suelo en busca de cobijo, pero ella lo alcanzó dos veces, en el costado y en el hombro.

Cayó con fuerza en el suelo de madera restaurada, detrás de la barra de granito de la cocina, y un dolor pasmoso le estalló por todo el cuerpo.
 
Maxie: Menudo policía. -Con una carcajada, la mujer rodeó la barra con paso tranquilo para rematarlo de un tiro en la cabeza-. Protegiste mejor a no sé qué crío idiota hace un montón de tiempo que a ti mismo ahora. Di adiós, héroe.
 
Zac vio que la expresión de su rostro cambiaba de ansiosa a conmocionada. Él ya había desenfundado su arma. Disparó tres veces con la mano izquierda, ya que no podía blandirla con la derecha.

La oyó gritar, pensó que le había dado, pensó que al menos la había alcanzado una vez antes de que aprovechara la barra para cubrirse. Antes de que la oyera salir corriendo hacia la puerta principal.
 
Maxie: ¡Hijo de puta! -gritó mientras corría-.
 
Zac tuvo que arrastrarse por el suelo, sin soltar el arma, para salir de detrás de la barra. La mujer había dejado la puerta abierta. Oyó el ruido de un coche al arrancar, el chirrido de neumáticos.

Era posible que volviera, pensó. Si esa mujer volvía... Con los dientes apretados, se forzó a sentarse y volver hasta la barra. Jadeante a causa del dolor, luchó por encontrar su teléfono.

Sintió que se desvanecía. No sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente. Sin dejar de tratar de respirar para controlar el dolor, sacó el móvil.

Empezó a marcar el 911, luego pensó en Sarah y su familia.

Su compañera contestó al segundo tono.
 
Sarah: ¡Ya vamos! Cinco minutos.
 
Zac: No, no. No vengáis. Quedaos donde estáis. Me han disparado. Me han disparado.
 
Sarah: ¿Qué? ¡Zac!
 
Zac: Necesito una ambulancia. Necesito refuerzos. No me jodas, me desmayo otra vez. Necesito una orden de búsqueda...
 
Sarah: ¡Zac! ¡Zac! Hank, quédate aquí, quédate con Dylan.
 
Hank: Sarah, ¿qué...?
 
Pero ella ya había echado a correr, con el teléfono en una mano y el arma en la otra.
 
Sarah: ¡Agente abatido, agente abatido! -gritó al teléfono-.
 
Hank cogió a su hijo en brazos, agarró la correa de Puck. Y rezó.

Sarah salvó los últimos cuatrocientos metros en menos de dos minutos, corriendo a la máxima velocidad que le permitían las piernas; la gente que trabajaba en sus jardines levantaba la vista para mirarla.

Sarah: ¡Agente de policía! Métanse dentro. Entren.
 
No dejó de correr hasta que llegó al porche de la casa de ladrillo. Empuñando el arma, comprobó que la entrada estaba despejada, apuntó hacia las escaleras que subían y luego hacia delante.

Y vio a Zac.
 
Sarah: Por favor, por favor, por favor.
 
Primero le tomó el pulso y después se abalanzó sobre la mesa del comedor, puesta para varios comensales, para coger aquellas servilletas de tela tan hábilmente dobladas.

Tras hacer un ovillo con ellas, presionó la herida que Zac tenía en el costado. Aquel súbito dolor nuevo le devolvió la conciencia.
 
Zac: Me han disparado.
 
Y estás en estado de shock, pensó ella.
 
Sarah: Sí, te pondrás bien. No te muevas. Ya viene la ambulancia. Y los refuerzos.
 
Zac: Necesito mi arma por si vuelve esa mujer.
 
Sarah: ¿Quién? ¿Quién es esa mujer? No, no, no, quédate conmigo. Quédate conmigo. ¿Quién te ha hecho esto?
 
Zac: Hobart, la hermana. Joder, joder, joder. Patricia Hobart. Conduce...
 
Sarah: No te duermas. ¡Mírame! Quédate conmigo, maldita sea.
 
Zac: Conduce un Honda Civic último modelo. Blanco. Matrícula de Maine. Mierda, mierda, no puedo...
 
Sarah: Sí que puedes. ¿Las oyes? ¿Oyes las sirenas? Ya llega la ayuda.
 
Y ella tenía las manos empapadas de sangre. No podía detener la hemorragia.
 
Zac: La matrícula, con esa langosta estúpida. -Resollaba, luchando por permanecer junto a Sarah. Para permanecer con vida-. Cuatro-siete-cinco-Charlie-Bravo-Romeo.
 
Sarah: Bien, bien, eso está muy bien. ¡Aquí dentro! ¡Aquí dentro! Deprisa, maldita sea. Está sangrando. No consigo detener la hemorragia.
 
Los paramédicos la hicieron apartarse, recostaron a Zac y se pusieron manos a la obra.

Policías, con las armas desenfundadas, entraron corriendo detrás de ellos.

Sarah levantó la mano izquierda, sintió que la sangre de Zac le resbalaba por la muñeca.
 
Sarah: Soy policía. Somos policías.
 
Toro: Detective Parker, soy Toro. Cielo santo, es Zac. ¿Quién cojones ha hecho esto?
 
Sarah: La atacante es Hobart, Patricia, veintitantos años, pelo castaño, ojos castaños. Conduce, o conducía, un Honda Civic blanco último modelo. La matrícula lleva dibujada la langosta de Maine. Cuatro-siete-cinco-Charlie-Bravo-Romeo. Comunícalo. No sé su dirección, vive con sus abuelos. Comunícalo. Coged a esa zorra.
 
**: Detective -dijo uno de los agentes-, hay un rastro de sangre, en la salida. Es posible que esté herida.
 
Sarah miró a Zac y rogó con todas sus fuerzas que así fuera.
 
Sarah: Alerta a clínicas y hospitales. Que dos de vosotros despejen la casa. ¡Y moveos, vamos, moveos!
 
 
Patricia se movió. Y rápido. El hijo de puta le había disparado. ¡No podía creérselo! Esperaba que ese poli muriera entre gritos. No podía parar para comprobarlo, pero la bala le había entrado justo por debajo de la axila izquierda. Y pensaba, esperaba, que hubiera vuelto a salir. Lo llamaban disparo con orificio de salida, recordó mientras se tragaba las lágrimas de dolor y furia.

Si aquel cabrón vivía lo suficiente, la identificaría. Además, sabía que había sangrado al salir, y eso significaba que tendrían su ADN.

Pegó un puñetazo al volante del coche robado mientras se adentraba en la curva del camino de entrada de sus abuelos.

Necesitaba su dinero, sus documentos identificativos falsos, varias armas, su bolsa de viaje de emergencia. Tendría que abandonar el coche robado, cogería el suyo hasta que pudiera deshacerse de él.

Lo tenía todo planeado, pensó. Lo tenía planeado. Solo que no esperaba echarse a la carretera con una herida de bala.

Entró a toda prisa en la casa y subió las escaleras.

Debería haber salido a la perfección, se dijo. Se había trabajado a la gilipollas de la agente inmobiliaria del policía visitando algunas de las casas que él había visitado. Se había ido de copas -¡como si fueran amigas!- con aquella zorra inútil. Y ella estaba justo ahí, bebiendo limonada con vodka, cuando el tipo que debería estar muerto llamó a la imbécil de Renee por la casa.

Fácil, después de eso. Te acercas el domingo por la mañana, te haces con el código de la caja de seguridad y luego matas a la estúpida de Renee y te llevas sus archivos de la casa y demás. Después solo hay que esperar.

Pero él la había pillado. ¿Cómo demonios lo había hecho?

Dejó escapar un gemido lloroso mientras se empapaba el orificio de debajo de la axila con agua oxigenada y se lo tapaba.

Patricia lo había notado, por la posición del cuerpo del poli, por cómo le estudiaba la cara.

Lo más seguro era que estuviera muerto, tenía que estar muerto, se dijo mientras se ponía una camisa limpia, sacaba la bolsa de emergencia y metía más dinero y más documentos de identidad en ella.

Tendría que haberse asegurado. Sabía que él llevaría un arma aunque estuviera fuera de servicio, no era tonta. Pero le había alcanzado dos veces: en el costado derecho y en el hombro derecho.

¿Cómo demonios iba a saber ella que aquel tipo sería capaz de desenfundar y disparar con la mano izquierda?

¡Cómo demonios iba a saberlo!

Cogió dos pistolas más, sus cuchillos de combate, un garrote hecho a mano, mucha munición e incluso se tomó el tiempo necesario para buscar otra peluca, varias prótesis faciales más, algunas lentillas, más vendas y los analgésicos que había birlado del suministro de sus abuelos.

La cabreaba muchísimo no sacar provecho de la venta de la casa y de los seguros de vida cuando sus abuelos por fin la palmaran. Pero tenía más que suficiente para mantenerse durante años.

Con una mueca de dolor, se echó la bolsa al hombro y comenzó a bajar.
 
Agnes: ¿Patti? ¿Patti? ¿Eres tú? El abuelo ha vuelto a hacerle algo a la tele. ¿Puedes arreglarla?
 
Patri: Claro. Claro que puedo arreglarla -dijo cuando su abuela salió traqueteando con el andador-.
 
Sacó una nueve milímetros y disparó a su abuela en plena frente. La anciana se desplomó con un suave siseo.
 
Patri: ¡Arreglado! -dijo en tono alegre, y luego entró en el dormitorio de sus abuelos, donde el aire sobrecalentado olía a viejo-.
 
Su abuelo, sentado en su sillón reclinable, daba golpes al mando a distancia con una mano mientras la pantalla del televisor emitía interferencias.
 
*: A esta cosa le pasa algo. ¿Has oído ese ruido, Patti?
 
Patri: Sí. Adiós.
 
El hombre levantó la vista y entrecerró los ojos detrás de las gafas.

Patricia también le disparó en la cabeza y soltó una risita feliz.
 
Patri: ¡Por fin!
 
Entró y salió de la casa en menos de diez minutos .al fin y al cabo había practicado, dejando dos cadáveres a su paso.

Sin superar los límites de velocidad, condujo hasta el aeropuerto, dejó el coche en un aparcamiento de larga estancia, robó un sedán del montón y se puso en camino.


domingo, 27 de octubre de 2019

Capítulo 10


La casa de CiCi ofrecía vistas a la bahía, al océano hacia el que esta se abría y a la escarpada costa de Tranquility Island, incluyendo el saliente rocoso del punto más oriental, sobre el que se erigía el faro.

Cuando CiCi se había establecido en la isla, el faro era de un blanco austero y nada original.

Ella lo había solucionado.

Formó un grupo de presión con la comunidad de artistas y convenció al ayuntamiento de la isla, así como a los dueños de negocios y propiedades, para animar las cosas. Hubo quienes se mostraron escépticos, por supuesto, ante la idea de que un grupo de artistas con escaleras y andamios pintara en el esbelto faro flores marinas, conchas, sirenas y corales.

Pero CiCi no se equivocaba.

Desde que lo habían terminado, e incluso en pleno proceso de trabajo, los turistas se acercaban a hacer fotos, y otros artistas incluían el excepcional faro en sus paisajes marinos. Era raro el visitante que se marchaba de la isla sin un souvenir o varios del faro de Tranquility que se vendían en un sinnúmero de tiendas del pueblo y de la playa.

Cada pocos años, la comunidad artística renovaba la pintura, y a menudo agregaba un par de florituras. A CiCi le encantaba contemplarlo desde el otro lado de la costa, admirar aquel dispendio de color y creatividad.

Su casa se hallaba al oeste del faro, encaramada a otro saliente de la irregular costa. Grandes ventanales y terrazas de piedra embellecían las dos plantas de la vivienda, tres con el desván remodelado y su balconcito. Un patio generoso bordeaba el lado del mar, el favorito de CiCi, y allí, durante la temporada, tenía espectaculares macetas de flores y hierbas que se empapaban de sol, además de grandes sillas llenas de cojines de colores brillantes y varias mesas pintadas.

A lo largo de la amplia terraza del segundo piso había más flores y asientos cómodos. Allí también, bajo una pérgola, había un jacuzzi que CiCi utilizaba durante todo el año y donde a menudo se relajaba -felizmente desnuda- con una copa de vino mientras contemplaba el mar y los barcos que lo surcaban.

Podía entrar en su estudio, con una cristalera orientada hacia la bahía -diseñada y añadida después de que comprara la casa-, desde el gran salón o desde el patio. Le encantaba pintar allí cuando el agua resplandecía tan azul como una piedra preciosa, o cuando se tornaba de un gris glacial y se revolvía entre las garras de una tormenta invernal.

CiCi había remodelado el desván (más bien lo había remodelado el equipo de Jasper Mink, quien le había calentado la cama alguna vez entre matrimonio y matrimonio) cuando Vanessa se había ido a Italia.

Ofrecía una luz encantadora y mucho espacio, y ahora contaba con un aseo encantador.

Como le gustaba decir, CiCi era algo adivina. Se había imaginado a Vanessa trabajando en aquel espacio, viviendo en la casa laberíntica hasta que encontrara su lugar.

CiCi no tenía ninguna duda de cuál era ese lugar, pero la joven debía encontrarlo por sí misma.

Entretanto, cada vez que Vanessa volvía a Maine, siempre volvía a CiCi.

A pesar de que ambas tenían un temperamento artístico, convivían sin problema. Cada una tenía su propio trabajo y sus propias costumbres. Podían pasar días sin apenas verse o pasar horas juntas en el patio, paseando en bicicleta por el pueblo, caminando por la estrecha franja de arena de la playa o sentadas en las rocas de la costa sumidas en un silencio cómodo.

Después de que Vanessa regresara del oeste, miraron juntas las fotos y los bocetos de Vanessa. CiCi le pidió prestadas un par de fotografías (una feria callejera en Santa Fe, una imagen austera de los cuellos volcánicos del Cañón de Chelly) para usarlas en su propio trabajo.

Cuando David iba de visita, CiCi se esfumaba para encender velas e incienso y meditar; le satisfacía que padre e hija estuvieran haciendo un esfuerzo por reconciliarse.

Durante diez días, cuando los veraneantes atestaban la isla, vivieron bastante felices en su propio mundo, con su arte, el mar y los cócteles al atardecer.

Entonces llegó la tormenta.

Natalie irrumpió en la casa como un vendaval. CiCi, todavía con la primera taza de café del día (seguía prefiriendo que el amanecer fuera la última cosa que veía antes de acostarse, en lugar de la primera al levantarse), parpadeó como un búho.
 
Cici: Hola, cariño. ¿Qué mosca te ha picado?
 
Nat: ¿Dónde está?
 
Cici: Te ofrecería café, pero ya pareces bastante alterada. ¿Por qué no te sientas y recuperas el aliento, preciosa?
 
Cici: No quiero sentarme. ¡Vanessa! ¡Maldita sea! -gritó furiosa mientras tomaba la casa por asalto repartiendo una energía negativa que CiCi ya había asumido que tendría que eliminar con salvia blanca-. ¿Está arriba?
 
Cici: No tengo ni idea -contestó con frialdad-. Acabo de levantarme. Y estoy a favor de la autoexpresión, pero vas a tener que cuidar ese tono conmigo.
 
Nat: Estoy harta, harta de todo esto. Puede hacer lo que le dé la gana, cuando le dé la gana, y a ti te parece bien. Me dejo los puñeteros codos estudiando, me gradúo entre el cinco por ciento de los mejores de mi promoción, ¡el cinco por ciento!, y vosotras dos no os molestáis ni en aparecer.
 
Atónita, CiCi dejó su taza de café.
 
Cici: ¿Has perdido la cabeza? Las dos estuvimos allí, solo nos faltó aplaudir con las putas orejas, jovencita. Y es increíble que me hayas cabreado tanto como para decir «jovencita». ¡He sonado como mi madre! Vanessa dedicó semanas de trabajo a tu regalo, y...
 
Nat: Vanessa, Vanessa, ¡joder con Vanessa!
 
Cici: Ahora pareces un personaje de La tribu de los Brady para adultos. Contrólate, Natalie.
 
Ness: ¿Qué está pasando? -entró corriendo-. Hasta en mi estudio se os oía gritar.
 
Nat: Tu estudio. ¡Tuyo, tú, tú!
 
Natalie se volvió e hizo retroceder a Vanessa tres pasos de un empujón.
 
Cici: ¡Para! -dio un paso al frente y emitió la orden con brusquedad-. No habrá violencia física en mi casa. Gritos y lenguaje soez, vale, pero nada de violencia física. No cruces mis límites.
 
Ness: ¿Qué coño te pasa, Natalie?
 
Vanessa se acercó a CiCi y le puso una mano en el hombro.
 
Nat: ¡Miraos! Las dos siempre juntitas. -Con la cara colorada de furia y los ojos azules vidriosos, Natalie las señaló con un dedo de cada mano-. También estoy harta de eso. No está bien, no es justo que la quieras más que a mí.
 
Cici: Primero, el amor no tiene nada que ver con lo «justo». Y segundo, te quiero tanto como a ella, incluso cuando te comportas como una loca. De hecho, puede que te quiera más cuando te comportas como una loca. Es una novedad interesante.
 
Nat: Basta ya. -Las lágrimas se desbordaron, ardientes de rabia-. Siempre ha sido ella. Siempre ha sido tu favorita.
 
Cici: Si vas a acusarme de algo, sé más concreta, porque no recuerdo haberte hecho ningún desaire.
 
Nat: A mí no me has remodelado un desván.
 
A punto de perder la paciencia, CiCi bebió un trago de café. Y no la ayudó.
 
Cici: ¿Querías que lo hiciera?
 
Nat: ¡Esa no es la puñetera cuestión!
 
Cici: Sí es la puñetera cuestión. No me llevé a Vanessa a Washington D. C. cuando terminó el instituto y no le organicé visitas guiadas al Congreso porque ella no quería que lo hiciera. Tú sí, así que lo hice. No seas egocéntrica.
 
Nat: Ya ni siquiera puedo venir porque ella vive aquí.
 
Cici: Eso es cosa tuya, y yo diría que ahora mismo estás aquí. Y una cosa más, antes de que vaya a cambiar este café por el bloody mary que ahora me muero de ganas de tomarme, Vanessa puede vivir aquí y vivirá aquí todo el tiempo que quiera. Tú no decides quién vive en mi puta casa. Si quisieras venirte a vivir aquí, serías bienvenida, pero no es lo que quieres -se encaminó hacia el frigorífico-. ¿A alguien más le apetece un bloody mary?
 
Ness: No lo dudes.
 
Nat: Ahí está -esbozó una sonrisa desdeñosa-. Como dice mamá: dos gotas de agua sarcásticas.
 
Ness: ¿Y qué? -alzó las manos al cielo-. O sea que CiCi y yo tenemos cosas en común. Mamá y tú tenéis cosas en común. ¿Y qué?
 
Nat: No le tienes ningún respeto a mi madre.
 
Ness: A nuestra madre, niña mimada, y desde luego que se lo tengo.
 
Nat: Mentira. Apenas pasas tiempo con ella. Ni siquiera te molestaste en ir a verla el día de la Madre.
 
Ness: Estaba en Nuevo México, por el amor de Dios, Nat. La llamé, le envié flores.
 
Los ojos de Natalie, del mismo azul intenso que los de su madre, echaban fuego.
 
Nat: ¿Y crees que comprarle unas flores por internet significa algo?
 
Vanessa ladeó la cabeza.
 
Ness: Eso deberías preguntárselo a mamá y a papá, porque es lo que han hecho en todas mis inauguraciones.
 
Nat: Eso es distinto, y no intentes desviar la culpa. No te preocupas por ella, ni por ninguno de nosotros, por mucho que hayas convencido a papá para que piense otra cosa. Han discutido por tu culpa. Por tu culpa, Harry y yo tuvimos una pelea terrible la noche de nuestra fiesta de compromiso.
 
Ness: Por Dios. No te cortes con el vodka -le dijo a CiCi-.
 
Cici: Confía en mí.
 
Nat: Vaya dos. Todo arrogancia aquí, en vuestra realidad alternativa. Bueno, pues yo vivo en el mundo real. Un mundo en el que irrumpiste, sin que nadie te invitara, con pinta de acabar de salir de una alcantarilla. Pero te las arreglaste para engañar a Harry y a papá, ¿verdad?, haciéndote la víctima.
 
Ness: Yo no engañé a nadie, no me anduve con jueguecitos. A lo mejor si tú no les hubieras mentido diciéndoles que te habías puesto en contacto conmigo, no habrías tenido ningún problema.
 
Nat: ¡No te quería allí!
 
Aquello desgarró a Vanessa por dentro, en lo más profundo de su ser, a pesar de que ya lo sabía.
 
Ness: Está claro. Pero no fuiste sincera al respecto, y eso no es culpa mía.
 
Nat: Eres una egoísta, estás llena de odio y no te importa nadie excepto tú.
 
Ness: Puede que sea una egoísta según tu criterio, pero no puede decirse que sienta mucho odio. Y si no me importara nadie, no me habría pasado por casa de nuestros padres ni habría acabado avergonzándonos a las dos. Tú, por el contrario, tú, pequeña zorra, eres una mentirosa y una cobarde, y en tu mundo real no asumes la responsabilidad de ninguna de las dos cosas. Que le den a todo esto, Natalie, y que te den a ti. No pienso ser ni tu saco de boxeo ni el de mamá. -Aunque tenía el corazón desbocado y las manos temblorosas, Vanessa cogió la bebida que CiCi había dejado en la encimera y la levantó en un brindis ruin-. Disfruta de tu versión de la realidad, Nat. Yo me quedo con la mía.

Lágrimas de rabia ardían en los ojos de Natalie.
 
Nat: Me das asco. ¿Lo sabes?
 
Ness: Soy bastante lista, así que sí, me había dado cuenta.
 
Cici: Muy bien, chicas. Ya es suficiente.
 
Nat: Siempre te pones de su lado, ¿no es así?
 
Con el corazón destrozado, CiCi se obligó a hablar con calma y claridad.
 
Cici: He estado haciendo un gran esfuerzo para no tomar partido, pero te estás pasando, Natalie. Vale, ya te has desahogado bastante, así que...
 
Nat: No significo nada para ninguna de las dos. También la has puesto en mi contra -gritó a Vanessa-. Te odio. Os merecéis la una a la otra.
 
Se volvió para marcharse hecha una furia y, cegada y resentida, empujó la escultura de Surgimiento de la peana que CiCi había encargado para ella. Vanessa estalló en un grito de dolor antes de que la escultura cayera y se estampara contra el suelo. El rostro hermoso y sereno, aquel nacimiento de la alegría, aquel rostro de una amiga perdida, se rompió en cuatro pedazos.
 
Nat: Dios mío, Dios mío. -El ruido, la visión de la destrucción, transformó de inmediato la ira de Natalie en horror y conmoción-. Lo siento, Vanessa, lo siento mucho. No pretendía...
 
Ness: Lárgate.
 
Vanessa apenas logró susurrar aquellas palabras por encima de la voz de una herida tan profunda que gritaba en su interior. Logró soltar la copa que sujetaba en la mano y no lanzarla, porque sabía que si arremetía contra su hermana, tal vez no parara nunca.
 
Nat: Vanessa, CiCi, lo siento muchísimo. No puedo...
 
Cuando Natalie dio un paso al frente con la mano tendida, Vanessa levantó la cabeza de golpe.
 
Ness: No te acerques a mí. No lo hagas. Fuera de aquí. ¡Largo!
 
Ahogada por la rabia y el dolor, Vanessa salió corriendo por la puerta trasera para evitar usar los puños en lugar de las palabras.

Sollozando, Natalie se tapó la cara con las manos.
 
Nat: Lo siento. Lo siento, CiCi, no era mi intención.
 
Cici: Sí era tu intención. Querías hacer daño a tu hermana, y a mí. Un «lo siento» no será suficiente esta vez.
 
Cuando Natalie se desplomó entre sus brazos, CiCi le acarició la espalda un momento, pero luego se volvió y le señaló la puerta principal.
 
Cici: Tienes que irte, y tienes que averiguar por qué has hecho lo que has hecho, por qué has dicho lo que has dicho y sientes lo que sientes. Y tienes que pensar en cómo arreglar las cosas.
 
Nat: Lo siento. Por favor.
 
Cici: Estoy segura de que lo sientes, pero has destruido una obra de tu hermana por una rabieta. Le has roto el corazón, y a mí también.
 
Nat: No me odies. -Cuando CiCi abrió la puerta, se aferró a ella-. Ella ya me odia. No me odies tú también.
 
Cici: Yo no te odio, y ella tampoco. Lo que odio son las palabras que he oído salir de tu boca. Odio lo que has hecho porque querías hacernos daño a ambas. Y odio tener que decir esto a mi propia nieta, y que conste que te quiero, Natalie, pero no vuelvas a esta casa hasta que afrontes lo que has hecho, hasta que encuentres la manera de arreglar las cosas.
 
Nat: Sí me odia. Ella...
 
Cici: ¡Para! -exclamó con brusquedad, y apartó a Natalie de sí-. Para y mira en tu interior en lugar de intentar achacar las cosas a alguien a quien te niegas incluso a tratar de entender. Te quiero, Natalie, pero en este momento tengo más claro que el agua que no me gustas. Vete a casa.
 
El corazón se le encogió aún más, pero CiCi cerró la puerta de su casa en las narices de su nieta.

Y cuando se recostó contra la puerta, con la mirada clavada en la belleza, la elegancia, la alegría tan temerariamente destruida, dejó que fluyeran sus propias lágrimas.

Las aceptó y fue a buscar a su otra nieta.

Vanessa estaba sentada en las piedras del patio, con las rodillas abrazadas con fuerza contra el pecho y la cara apoyada en ellas, llorando. CiCi se sentó en el suelo del patio y la abrazó para mecerla hasta que se les agotaron las lágrimas.
 
Ness: ¿Cómo ha podido hacer algo así? ¿Cómo es posible que me odie tanto?
 
Cici: No te odia. Está celosa y enfadada y, madre mía, llena de desprecio. En eso ha salido a su madre. Pero sé, lo sé con total seguridad, que Jessica nunca habría querido algo así. No encajas, cariño mío, y se lo toman como una ofensa. Se avergüenzan de nosotras, y esa vergüenza hace que se sientan pequeñas, así que se refugian en ese desprecio.
 
Con un brazo alrededor de Vanessa y la cabeza de su nieta apoyada en el hombro, CiCi miró hacia el mar, hacia los azules profundos y los toques de verde, hacia las olas que lamían la roca.
 
Cici: Yo podría asumir parte de la culpa, pero ¿qué sentido tiene? Lo hice lo mejor que pude. Jessica fue una niña feliz, y luego mi madre... Bueno, ella tampoco tiene la culpa. Somos quienes somos, y quienes elegimos ser -acarició el pelo de Vanessa con suavidad-. Está hecha polvo, cielo. Lo siente mucho.
 
Ness: No, no, no te pongas de su lado.
 
Cici: No, no pienso hacerlo. También me ha atacado a mí y no tenía ningún derecho a hacerlo. Hace mucho que debería haber dejado atrás las rabietas infantiles, que debería haber dejado de culparte a ti, a mí o a quien sea de sus propios problemas. Si acepta lo que ha hecho y hace todo lo posible por repararlo, podría ser un punto de inflexión para ella.
 
Ness: Me da igual.
 
Cici: Lo sé. No te culpo. Las familias la cagan. Qué coño, las familias se pasan la mitad del tiempo cagándola. Pero, la cague o no, siempre será tu hermana, siempre será mi nieta. A ninguna de las dos nos resultará fácil perdonarla, y así es como debe ser. Tendrá que ganárselo.
 
Ness: No sé si seré capaz de arreglarla. Es Miley, y no sé si podré arreglarla. No sé si tendré el valor necesario para intentarlo. Y si lo consigo, no será lo mismo.
 
Cici: La arreglarás -se volvió para besarla en la coronilla-. Sí tienes el valor necesario. No, no será la misma. Dirá algo distinto, algo más. Vamos a hacer lo siguiente: vamos a entrar a recoger los pedazos y a evaluar los daños. La subiremos a tu estudio, y cuando estés lista, empezarás a trabajar en la reparación. Entretanto limpiaremos la casa con salvia blanca y desterraremos toda esa energía negativa.
 
Ness: Vale, pero ¿podemos quedarnos aquí sentadas un rato más?
 
Cici: Claro.
 
 
Harry volvió a casa entusiasmado tras un partido de golf. Había bajado en un par de golpes su anterior récord personal para empezar lo que había decidido que sería un día excelente.

Le quedaba una hora antes de pasar a recoger a Natalie para ir a comer con unos amigos, y a media tarde tenía intención de sorprender a su futura esposa con una visita a una casa que creía que podría gustarles a ambos.

Una casa, para los dos, equivalía al paso siguiente. Algo que buscarían, comprarían y amueblarían juntos, y donde por fin vivirían juntos.

Ella quería una boda de otoño, él esperaría. Ella quería una boda grande y formal, él se apuntaba al plan. Pero quería dar el paso siguiente.

Entró en su apartamento y dejó los palos de golf junto a la puerta. Luego vio a Natalie hecha un ovillo en el sofá de la sala de estar. Su estado de ánimo, ya de por sí alegre, se disparó aún más.
 
Harry: Hola, cariño. No... -Entonces vio las lágrimas, la cara desfigurada cuando le tendió los brazos-. ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? -la abrazó, y Natalie rompió de nuevo en sollozos-. Dios mío, ¿son tus padres? ¿Tu abuela?

Ella sacudió la cabeza con vehemencia.
 
Nat: Ay, Harry. He hecho algo terrible.
 
Harry: Me cuesta creerlo. Chis, no llores. -Sacó un pañuelo (su madre le había enseñado a llevar siempre uno) y le secó la cara-. ¿Has robado un banco? ¿Le has dado una patada a un cachorro?
 
Nat: He ido a ver a Vanessa.
 
Harry: Vale. Deduzco que no ha ido bien.
 
Nat: Me odia, Harry. Y CiCi también me odia.
 
Harry: No es cierto.
 
Nat: Eso no lo sabes. Tú no lo entiendes. Vanessa siempre ha sido la favorita de CiCi. Mi abuela la consiente, son dos gotas de agua, como dice mi madre, y yo me quedo con las sobras.
 
Harry: Si es así, deben de quedar muchas sobras, porque siempre que te he visto con tu abuela he sido testigo de lo mucho que te quiere, de lo orgullosa que está de ti. Yo no veo odio por ninguna parte.
 
Nat: Me odian. Y si no me odiaban antes, ahora sí, después de lo que ha pasado.
 
Harry: ¿Qué ha pasado?
 
Nat: No era mi intención -se aferró a la camisa de Harry y se apretó contra él-. Estaba muy enfadada, y Vanessa no paraba de decirme cosas horribles. Y CiCi se ha puesto a preparar unos puñeteros bloody maries, y sentía que se estaba riendo de mí en mi cara. Al final he perdido los estribos.
 
Harry: Madre mía, Natalie, no habrás pegado a tu hermana, ¿verdad?
 
Nat: ¡No! Yo solo... he perdido los estribos, la he empujado y se ha roto. No era mi intención hacerlo, y lo sentía muchísimo, pero no han querido escucharme.
 
Harry: ¿Qué has empujado?
 
Nat: La escultura. El busto de la mujer. -Destrozada de nuevo, se tapó los ojos con las manos-. La escultura de Vanessa de aquella dichosa exposición de Florencia. CiCi la compró, siempre presumía de ella. La he empujado, y se ha caído y se ha roto. Y después, como un segundo después, era como si lo hubiera hecho otra persona. Estaba conmocionada y muy arrepentida, y he tratado de decírselo, pero no han querido escucharme.
 
Harry: ¿La de la mujer que sale del estanque? -La había visto, la había admirado-. ¿La que está en el gran salón de CiCi?
 
Nat: Sí, sí, sí. Es que he perdido los nervios. Se... han puesto las dos en mi contra, he perdido los nervios y se han negado a dejar que me disculpara.
 
Harry se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Veía aquella pieza en su cabeza, recordó que, cuando la había admirado, CiCi le había hablado de la exposición, de cómo se había sentido ella al ver la escultura.
 
Harry: Natalie, sabías lo que esa pieza significaba para tu abuela y para tu hermana.
 
Nat: Estaba ahí, y no era mi intención romperla.
 
Harry volvió, se sentó de nuevo y le cogió la mano.
 
Harry: Natalie, te conozco y sé que no me lo estás contando todo.
 
Nat: Te estás poniendo de su lado.
 
Intentó zafarse de él, pero Harry la agarró con firmeza.

Harry: Estoy escuchando tu versión, pero no disfraces la verdad.
 
Nat: No he venido aquí para pelearme contigo. No he venido a discutir contigo por Vanessa. Otra vez.
 
Harry: No nos peleamos por Vanessa. Nos peleamos porque no me habías contado la verdad. Me habías dicho que tu hermana no llegaría a casa a tiempo para la fiesta. Que estaba demasiado ocupada. Me hiciste creer que se lo habías contado y que ella había dicho que no podía venir.
 
Nat: Estaba por ahí, en el oeste, así que di por hecho...
 
Harry: Somos abogados -la interrumpió-. Ambos sabemos sacar provecho de las medias verdades y la semántica. No lo utilices conmigo. ¿Qué ha pasado hoy?
 
Aterrorizada de verdad, Natalie volvió a agarrarlo de la camisa.
 
Nat: No te pongas en mi contra, Harry. No podría soportar que te pusieras en mi contra.
 
Entonces él le sujetó la cara con ambas manos.
 
Harry: Eso no pasará nunca. Pero seamos sinceros el uno con el otro. Honestos el uno con el otro.
 
Nat: Mis padres... Mi madre está molesta porque mi padre ha ido dos veces a la isla desde la fiesta.
 
Harry: ¿Tu madre está molesta porque tu padre ha pasado tiempo con tu hermana?
 
Nat: ¡No lo entiendes! Tú no lo entiendes. A Vanessa no le importa lo más mínimo que mi madre esté preocupada, y es una desagradecida. Después de todo lo que hicieron por ella, dejó la universidad y se largó a Europa.
 
Harry ya había oído todo aquello antes, así que trató de ser paciente.
 
Harry: Y parece que fue la decisión correcta para ella. Y si hay algún problema es entre tu madre y tu hermana. No tiene nada que ver contigo, Natalie.
 
Nat: Quiero a mi madre.
 
Harry: Por supuesto que sí. Yo también. -Sonrió, la besó con suavidad-. Sois como dos gotas de agua. ¿Has ido a ver a Vanessa para hablar o para discutir?
 
Nat: Soy abogada. -Se apartó de él-. He ido para hablar, pero entonces ella... -Harry le sostuvo la mirada, con paciencia. El amor que Natalie sentía por él se mezcló con la culpabilidad-. No es cierto. Esa era mi intención cuando he salido de casa, pero para cuando he llegado a la isla, a casa de CiCi, estaba furiosa. Yo he empezado la pelea. La he empezado yo. Dios, Harry, soy una persona horrible.
 
Harry: No digas eso de la mujer a la que amo. -La abrazó durante un minuto, pues la quería tanto por sus defectos como por su perfección. La quería, sin más-. Siéntate un segundo, cariño. Voy a avisar de que no iremos a comer.
 
Y no veremos la casa, pensó.
 
Nat: Se me había olvidado. Lo había olvidado por completo.
 
Harry: Quedaremos otro día. Serviré un par de copas de vino y hablaremos de esto juntos. Lo resolveremos, cariño.
 
Nat: Te quiero, Harry. Te quiero de verdad. -Se agarró a él como a un clavo ardiendo-. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.
 
Harry: Lo mismo digo.
 
Nat: Quiero que todo sea culpa suya. Quiero seguir enfadada con ella. Es más fácil.
 
Harry: Te estoy viendo la cara, y esas lágrimas. Así que no creo que sea más fácil.
 
 
CiCi instaló el caballete en el patio. El verano se desvanecería antes de que se diera cuenta, así que valoraba hasta el último día. No iba a pintar el paisaje, sino que continuaría trabajando en el estudio a partir de una foto de Vanessa.

La mujer del sombrero rojo (el ala ancha y plana sobre un rostro arrugado por el tiempo y el sol) que examinaba una cesta de tomates en un mercado callejero, y el marchito anciano del puesto sonriéndole.

En su versión, los tomates se convirtieron en huevos mágicos, llamativos como piedras preciosas, y el pájaro posado en el toldo a rayas, en un dragón alado.

CiCi había jugado con los tonos, la emoción y el mensaje durante una semana. Y Vanessa había pasado esa misma semana sumida en la reparación atenta y meticulosa del busto.

CiCi deseó que ambas recibieran bendiciones en su trabajo, encendió sendas velas por ellas y comenzó a mezclar pinturas.

Gritó un «¡Pasa!» cuando sonó el timbre de la puerta. Rara vez cerraba la puerta con llave, y aquella era una buena razón: todo el que llamara podía entrar sin problema en lugar de obligarla a parar e ir a abrir.
 
Cici: Estoy aquí fuera.
 
Nat: CiCi.
 
Sin tener claro si debía sentirse aliviada o recelosa al oír la voz de Natalie, CiCi dejó las pinturas a un lado y se volvió.

La muchacha parecía arrepentida, decidió. Y muy nerviosa; aferraba con todas sus fuerzas la mano del chico en quien CiCi pensaba como Harry el Guapo.
 
Cici: Como siempre has sido de las que siguen las reglas, voy a pensar que has decidido asumir la responsabilidad y que has averiguado cómo arreglar las cosas.
 
Nat: Asumo la responsabilidad. Voy a intentar arreglar las cosas. No sé si podré, pero quiero intentarlo. Estoy muy avergonzada, CiCi, de lo que dije ese día, de lo que hice. Tengo mucho que decirle a Vanessa y espero que me escuche. Pero también tengo que decirte que sabía lo mucho que esa pieza significaba para ti. Sabía que representaba un vínculo entre Vanessa y tú. La rompí porque yo no comparto ese vínculo. Y eso es imperdonable.
 
Cici: Yo decido lo que puedo perdonar.
 
Nat: Creo que arreglar las cosas contigo empieza por tratar de arreglarlas con Vanessa. Y para intentarlo tengo que hablar con ella.
 
Cici: Entonces deberías hacerlo. Está arriba, en su estudio.
 
Natalie asintió con la cabeza y soltó la mano a Harry.
 
Nat: Siempre has sido maravillosa conmigo y me avergüenzo de lo que te dije. Nunca me has defraudado, jamás, ni siquiera cuando me lo merecía.
 
Cici: Un esfuerzo considerable para una persona como ella -murmuró cuando Natalie entró en la casa-.
 
Harry: Sí, así es. Hemos interrumpido tu trabajo. Puedo esperar fuera...
 
Cici: No seas tonto. No puedo trabajar mientras me pregunto si oiré gritos, voces y palabrotas. Vamos a tomarnos una cerveza.
 
Harry: No me vendría mal.
 
CiCi se acercó a la puerta y levantó una mano para darle unas palmaditas en la mejilla.
 
Cici: Eres bueno para ella, Harry. No estaba segura, pero eres bueno para ella.
 
Harry: La quiero.
 
Cici: El amor es como el pegamento. Empléalo bien, es capaz de arreglarlo casi todo.
 
 
Vanessa usó pegamento, alfileres, papel de lija, pinturas. Tras una semana de trabajo intenso, comenzó a creer que podría recuperar a Miley. Podría devolver la vida a aquella cara.

Oyó los pasos justo al apartarse para evaluar los progresos de la mañana.
 
Ness: Ven a verla. Creo que... Creo que es posible.
 
Entonces levantó la vista y vio a Natalie. Despacio, se puso de pie.
 
Ness: No eres bienvenida.
 
Nat: Lo sé. Solo te pido cinco minutos. Por favor. No hay nada... ¡Dios mío! La has arreglado.
 
Ness: Ni se te ocurra.
 
Natalie interrumpió su carrera hacia la mesa de trabajo y entrelazó las manos a la espalda.
 
Nat: No hay nada que puedas decirme que no me merezca. Estar arrepentida, avergonzada, asqueada de mí misma, no es suficiente. Saber que has arreglado lo que yo intenté destruir no me exime de culpa.
 
Ness: No está arreglada.
 
Nat: Pero es... Es preciosa, Vanessa. Eso era lo que me molestaba, me molestaba lo que eres capaz de crear a partir de un puñetero trozo de barro. Me avergüenzo de ello, ni siquiera puedo expresar la vergüenza que siento. No te conté lo del compromiso, lo de la fiesta, porque no quería que vinieras. Me dije que de todas maneras tampoco querrías venir. Que te daría igual. Solo iba a invitarte a la boda para que la gente no pensara mal de mí. Me permito pensar y sentir cosas terribles respecto a ti.
 
Ness: ¿Por qué?
 
Nat: Me abandonaste. Tuve la sensación de que me abandonabas. Después de lo del centro comercial... -Se interrumpió cuando el rostro de Vanessa palideció, cuando su hermana se dio la vuelta-. Así. Te negabas a hablar de ello conmigo.
 
Ness: Hablaba de ello en terapia. Hablé de ello con la policía. Una y otra vez.
 
Nat: Te negabas a hablar conmigo, y yo necesitaba a mi hermana mayor. Estaba muy asustada. Me despertaba gritando, pero tú...
 
Ness: Sufría pesadillas, Nat. Sudores fríos, falta de aire. Sin gritos, para que mamá no viniera corriendo, pero tenía pesadillas.
 
Sin apartar la vista de Vanessa, Natalie se enjugó las lágrimas de la mejilla.
 
Nat: No me lo habías contado nunca.
 
Ness: En aquella época no me apetecía hablar de ello. Ahora tampoco. Lo arrinconé.
 
Nat: Me arrinconaste a mí.
 
Ness: Mentira -se volvió de nuevo-. ¡Mentira!
 
Nat: No lo es. A mí no me parece mentira, Vanessa, para mí no lo es. Antes contabas conmigo. Erais Ash, Miley y tú, pero contabas conmigo. También eran mis amigas. Después me excluiste. Erais solo Ash y tú.
 
Ness: ¡Por el amor de Dios! Miley murió. Ash pasó semanas en el hospital.
 
Nat: Lo sé, lo sé. Tenía catorce años, Ness. Por favor, ten un poco de compasión. Pensé que mamá estaba muerta. Mientras la arrastraba hasta aquel mostrador, pensaba que estaba muerta. Y pensé que tú también habías muerto. Luego resultó que no, pero yo seguía soñando que sí. Que todo el mundo estaba muerto menos yo. Miley también era mi amiga. Y Ash. Y lo único que veía era que me estabas reemplazando como hermana. Sé que suena muy estúpido y egoísta. Las dos os vinisteis aquí cuando Ash salió del hospital. Con CiCi. Y lo único que yo era capaz de pensar era: ¿Por qué me han dejado atrás?
 
Ness: Ella me necesitaba, y yo la necesitaba...
 
Natalie no había sufrido heridas, pensó Vanessa. Pero claro que las había sufrido. Por supuesto que sí.
 
Ness: No pensé... -consiguió articular-. No pensé que te estuviera dejando de lado o atrás. Solo necesitaba alejarme de aquello. De los reporteros, la policía, las charlas, las miradas. Tenía dieciséis años, Natalie. Y estaba rota por dentro.
 
Nat: Desde entonces siempre fue Ash. Os teníais la una a la otra. Yo también estaba destrozada.
 
Ness: Lo siento -volvió a dejarse caer sobre su taburete y se frotó la cara con las manos-. Lo siento. No me di cuenta. Tal vez no quisiera darme cuenta. Tenías a mamá y a papá, a CiCi, a tus propios amigos. Te volcaste mucho en los estudios, en otros proyectos.
 
Nat: Me ayudaba a dejar de pensar. Me ayudaba a frenar las pesadillas. Pero yo te quería a ti, Vanessa. Estaba demasiado enfadada para decírtelo. No, no estaba enfadada -se corrigió-, me autocompadecía. Luego te fuiste a Nueva York, a la universidad. Con Ash. Empezaste a teñirte el pelo de colores raros, a ponerte ropa que mamá detestaba. Así que yo también la detestaba. Quería recuperar a mi hermana, pero quería recuperarte como yo te quería. No eras como quería que fueras, o como creía que debías ser. Entonces empezaste a serlo y... no me caías bien. -Por fin, se sentó y dejó escapar un suspiro que terminó con una risa desconcertada-. Acabo de darme cuenta. No me caía bien la Vanessa que llevaba trajes de ejecutiva y salía con... ¿cómo era?

Ness: El puñetero Gerald Worth Cuarto.
 
Nat: Eso -se sorbió la nariz-. Era un imbécil, pero no lo hacía a propósito. No me caías bien así, ni de la otra manera, porque no eras la hermana mayor que tenía antes de que el mundo cambiara para nosotras. Luego dejaste la universidad y regresaste a Nueva York, después te fuiste a Italia y yo ya no sabía quién demonios eras. Apenas venías a casa.
 
Ness: Las bienvenidas no eran lo que podría decirse cálidas.
 
Nat: Tú tampoco te esforzabas mucho.
 
Ness: Puede que no. Puede que no.
 
Nat: Todo lo que dije la semana pasada lo sentía. Lo creía. Estaba equivocada, pero lo sentía sinceramente. Me equivoqué al esperar que... no sé, que siguieras siendo igual que antes cuando en realidad todos cambiamos aquella noche. Me equivoqué muchísimo al decirle esas cosas a CiCi, que es la persona más cariñosa y asombrosa del mundo, y nunca dejaré de avergonzarme de ello.
 
Ness: Ella no querría que te pasaras la vida avergonzada.
 
Nat: Lo sé. Otra razón para avergonzarme. Estoy aquí por Harry, porque él me hace mejor persona. -Aquellos ojos azules volvieron a llenarse de lágrimas-. Me hace querer ser mejor persona. Has sido egoísta, Vanessa. Y yo también. Pero esta eres tú, y esta soy yo. Voy a intentar ser mejor persona, la persona que Harry ve cuando me mira. Voy a intentar ser mejor hermana. Esa es la única manera que se me ocurre de compensar lo que hice.
 
Ness: No sé si nos habríamos convertido en personas distintas, pero lo siento. Siento no haber estado ahí para apoyarte, no haberme dado cuenta de que no estaba ahí para apoyarte. Podemos probar a empezar de nuevo, con quienes somos ahora.
 
Nat: Sí. Sí. -Hecha un mar de lágrimas, se puso de pie y dio un paso al frente. Posó la mirada en el busto y vio lo que no había visto hasta entonces-. Es Miley.
 
Ness: Sí.
 
Natalie se llevó la mano a la boca a toda prisa y la dejó allí. Fluyeron más lágrimas, le empaparon los dedos.
 
Nat: Dios mío. Es Miley. Nunca la había visto de... No había querido verla.
 
Temblorosa, se retiró la mano de la boca y, cuando Vanessa se levantó, advirtió un profundo dolor en el rostro de su hermana.
 
Nat: Es Miley. Tú hiciste algo hermoso, y yo... Debiste sentirte como si hubiera muerto de nuevo. Oh, Vanessa.
 
Ness: Sí, así me sentí. -Pero se dirigió a la mesa de trabajo y se sintió capaz y más dispuesta a dejar que Natalie se acercara a ella-. Sentí que volvía a morir. Pero puedo recuperarla. Puedo recuperarla -dijo sin apartar la vista de la arcilla-. Esta vez, de esta forma.


miércoles, 23 de octubre de 2019

Capítulo 9


En los dieciocho meses y tres semanas que Vanessa pasó en Florencia, Patricia Hobart mató a tres personas.

Matar a Hilda Barclay, que durante el ataque había sostenido en sus brazos a su agonizante esposo, de cuarenta y siete años, implicaba viajar a Tampa, adonde Hilda se había mudado para estar más cerca de su hija. Pero Patricia consideró que la inversión de tiempo y dinero merecía la pena.

Le molestaba muchísimo la atención mediática que recibía Hilda, sobre todo después de que creara una beca para jóvenes desfavorecidos en nombre de su esposo.

Y una mierda desfavorecidos, pensó Patricia. Gorrones e imbéciles mimados por benefactores lloricas y liberales.

Además, su objetivo le proporcionaba diez días lejos del desagradable invierno de Maine y de aquellos abuelos suyos que parecía que no iban a morirse nunca.

Llevó a cabo su investigación como no podía ser de otra manera, se despidió con un beso de sus molestos y longevos abuelos, y puso rumbo a lo que todo el mundo estaba de acuerdo en considerar unas vacaciones bien merecidas.

A lo mejor ambos morían mientras dormían antes de que regresara y el gato odioso al que su abuela mimaba como un bebé se les comía los ojos.

Había que soñar, ¿no?

Le encantó Florida, y eso la sorprendió. Le encantaron el sol y las palmeras, el azul del cielo y del mar. Mientras contemplaba las vistas desde su suite (¿por qué no despilfarrar?) y sacaba fotos para enviarlas a casa, se imaginó viviendo allí.

Podría planteárselo, si no fuera por la cantidad de viejos que había.

Y de judíos.

Se lo plantearía de todas maneras.

En cualquier caso, le resultó sencillo hasta el absurdo seguir a Hilda y estudiar el adosado de dos dormitorios en el que vivía, situado en la misma manzana que la familia de su hija.

Al cabo de tres días, llegó a la conclusión de que ya se sabía la rutina diaria de Hilda al dedillo. Aquella vieja bruja llevaba una vida sencilla. Le gustaba trabajar en el jardín, tenía varios comederos para pájaros siempre llenos y daba vueltas por el barrio montada en una bicicleta de tres ruedas como si fuera un crío con arrugas.

Al cuarto día, cuando aún no había terminado de dar forma a sus ideas sobre trágicos accidentes de jardinería o ciclismo, Patricia pasó por delante del adosado mientras Hilda llenaba un comedero para pájaros, una réplica de un restaurante (tenía hasta flores en las ventanas y un cartel que rezaba COMIDA PARA PLUMAS).

Se detuvo, se alisó la peluca negra y corta, se puso las gafas de sol con cristales de color ámbar y luego bajó del coche.
 
Patri: Disculpe... Señora...
 
Hilda, una mujer vivaz y nervuda ataviada con un sombrero de ala ancha, se volvió.
 
Hilda: ¿Puedo ayudarte?
 
Patri: Espero que la pregunta no le parezca demasiado extraña pero ¿puede decirme dónde compró ese comedero para pájaros tan bonito? A mi madre le encantaría.
 
Hilda: Vaya. -Con una risa, hizo un gesto a Patricia para que se acercara-. ¿A tu madre le gustan los pájaros?
 
Patri: Le encantan. Madre mía, de cerca es aún más bonito. ¿Es un diseño exclusivo?
 
Hilda: Es artesanía local, pero la tienda que los vende tiene otros parecidos. La Casa de los Pájaros.
 
La mujer procedió a dar a Patricia indicaciones detalladas que ella anotó obedientemente en su móvil.
 
Patri: Genial.
 
Hilda: Creo que te vi pasar ayer con el coche.
 
A Patricia se le congeló la sonrisa durante un instante.

Patri: Es probable, sí. Mis padres acaban de mudarse a unas manzanas de aquí. Estoy haciéndoles recados. Ya no eran capaces de soportar los inviernos de Saint Paul.
 
Hilda: Lo entiendo. Yo escapé de los de Maine.
 
Patri: Entonces sabe de qué le hablo -dijo entre risas-. Si encuentro un comedero parecido a este, sería un regalo de bienvenida fantástico para mi madre.
 
Hilda: Mi favorito está en la parte de atrás, así puedo verlo desde la ventana de la cocina. Es una casa de campo inglesa.
 
Patri: ¡Venga ya! -Inspirada, alzó las manos hacia el cielo-. Mi madre se crio en una casa de campo inglesa en el Distrito de los Lagos. Se mudó a Estados Unidos de adolescente. Un comedero para pájaros con forma de casa inglesa... le encantaría.
 
Hilda: También pueden anidar en él. Acompáñame, te lo enseño.
 
Patri: Vaya, qué amable es usted. ¿No es demasiada molestia?
 
Hilda: Te lo enseño encantada. -Mientras se dirigían a la parte de atrás, aludó a un hombre que salía de la casa de al lado-. Hola, Pete.
 
Pete: Buenos días, Hilda. Voy a hacer la compra. ¿Necesitas algo?
 
Hilda: No, gracias. Tus padres estarán muy a gusto aquí -añadió dirigiéndose a Patricia-.
 
Patri: Eso espero. Los voy a echar muchísimo de menos, pero eso espero. -No puedo matarla ahora, pensó. El coche delante, ese vecino estúpido...-. Oh, qué terraza cubierta tan bonita. Apuesto a que puede nadar todo el año.
 
Hilda: En efecto. Nado todas las mañanas antes de desayunar.
 
Patricia sonrió.
 
Patri: Por eso está en tan buena forma.
 
Soltó todo tipo de exclamaciones de sorpresa ante el ridículo comedero para pájaros, alabó el jardín, las plantas y las macetas de la terraza cubierta, y dio mil veces las gracias a aquella mujer, cuya muerte era inminente.

No siguió las indicaciones para llegar a la Casa de los Pájaros, sino que se dirigió a unos grandes almacenes a comprar una tostadora y un alargador.

A las siete y cuarto en punto de la mañana siguiente, Hilda salió de la casa hacia la terraza cubierta, se despojó de su albornoz de rizo azul y se metió en la piscina ataviada con su sencillo bañador de color chocolate.

Mientras la mujer hacía sus largos con calma y tranquilidad, Patricia entró en la terraza cubierta por la puerta con mosquitera, que no estaba cerrada con llave, conectó el alargador al enchufe que había en el muro trasero de la casa y lanzó la tostadora a la piscina.

Vio cómo se sacudía el cuerpo de Hilda y los destellos en el agua. Lo vio flotar, bocabajo, mientras ella desconectaba el alargador y, con el recogedor de la piscina, sacaba la tostadora. Seguro que lo averiguaban, pero ¿por qué ayudarlos? Guardó las armas homicidas en la mochila y, vestida con las mallas de correr, una camiseta de tirantes y una gorra de béisbol, trotó tres manzanas hasta el coche de alquiler.

Tiró la tostadora en un contenedor de basura que había detrás de un restaurante y se deshizo del alargador a unos tres kilómetros de allí, en el aparcamiento de un centro comercial.

Hecho esto, volvió a meter la peluca caoba en la mochila y regresó al hotel para disfrutar del abundante desayuno que pidió al servicio de habitaciones: tortilla de espinacas, beicon de pavo, frutos del bosque y zumo de naranja recién exprimido.

Se preguntó quién encontraría a Hilda flotando. ¿Su hija? ¿Un nieto? ¿Pete, el buen vecino?

Tal vez echara un vistazo a los periódicos locales.

Pero por el momento decidió, sin ironía alguna, que pasaría el resto del día en la piscina del hotel.
 

Sus abuelos no le dieron la satisfacción de morirse mientras dormían, así que se conformó con seguir soñando con distintas formas de matarlos. El momento de matarlos de verdad tenía que esperar, pero su padre le hizo un favor emborrachándose antes de sentarse al volante de su camioneta Ford.

Se llevó con él a una madre y a uno de sus dos hijos, un adolescente, cuando invadió el carril contrario y se estrelló contra su coche, pero, en opinión de Patricia, así era la vida.

Ya podía tachar a otro de su lista.

A Frederick Mosebly lo había tachado una agradable noche de verano (pre-Hilda) con un artefacto explosivo que había fijado bajo el asiento del conductor de su coche, que se hallaba abierto.

Aquel tachón la satisfizo de una manera especial, ya que Mosebly había tenido cierto éxito local con un libro autopublicado sobre el centro comercial DownEast. Y además era la primera vez que construía una bomba.

Y pensó que tenía un don para ello.

Tachó al tercero del año -tenía que separarlos un poco más en el tiempo- chocando con él en un bar atestado de gente y clavándole una jeringuilla de toxina botulínica. Le pareció poético, ya que el doctor David Wu, que estaba allí para tomarse un cóctel antes de ir a cenar con su esposa y otra pareja a un restaurante de lujo y a quien se le había atribuido el mérito de haber salvado vidas aquella fatídica noche, era cirujano estético.

A Patricia se le ocurrió que, dado que Wu se ganaba la vida (y muy bien) inyectando bótox a la gente, podía morir por inyección de la misma sustancia básica.

Se deshizo de la jeringuilla de camino a casa y, al llegar, entró sin hacer ruido.

Durante un momento, un momento delicioso, pensó que sus plegarias habían sido escuchadas.

Su abuela yacía en el suelo del vestíbulo. Gemía, o sea que... aún respiraba, pero eso tenía arreglo.

Con otro gemido, su abuela volvió la cabeza.
 
**: Patti, Patti. -Dios, cómo odiaba que la llamaran así-. Gracias a Dios. Me... me he caído. Me he dado un golpe en la cabeza. Creo, ay, ay, creo que me he roto la cadera.
 
Podría rematarla, pensó Patricia. Solo tenía que cubrir la boca con una mano a la vieja bruja, taparle la nariz y...
 
*: ¡Agnes! ¡No encuentro el mando a distancia! ¿Dónde lo has...?

Su abuelo salió arrastrando los pies del dormitorio principal de la planta baja, con el ceño fruncido de irritación por encima de las gafas bifocales.

Vio a su mujer, soltó un grito y Patricia actuó con rapidez.
 
Patri: ¡Oh, Dios mío, abuela!

Se precipitó hacia ella, se arrodilló y la agarró de la mano.
 
Agnes: Me he caído. Me he caído.
 
Patri: No pasa nada. Todo irá bien. -Sacó el móvil de su bolso, marcó el 911-. ¡Necesito una ambulancia! -Recitó la dirección del tirón, asegurándose de que le temblara la voz-. Mi abuela se ha caído. Deprisa, por favor, deprisa. Abuelo, tráele una manta a la abuela. Está temblando. Coge la del sofá. Creo que está en estado de shock. Aguanta, abuela. Estoy aquí, contigo.
 
Así que no tendría la suerte de que la noche se convirtiera en un dos por uno, pensó Patricia mientras acariciaba con delicadeza, con suma delicadeza, la mejilla de su abuela. Pero una cadera rota (¡ojalá!) y una mujer de ochenta y tres años tenían mucho potencial.

Patricia ocultó su profunda decepción cuando su abuela se recuperó. Y se ganó la admiración del personal médico, los auxiliares y los vecinos con todas sus interpretaciones de cuidadora entregada.

Aprovechó para convencer a sus abuelos no solo de que le concedieran poderes notariales -los abogados se mostraron de acuerdo-, sino también de que añadieran su nombre a todas sus posesiones: cuentas, inversiones y escrituras de la residencia principal y de la casa de veraneo/propiedad inversión que poseían en Cape May.

Como iba a heredar las joyas de su abuela de todas formas, de vez en cuando cogía alguna pieza y la convertía en efectivo conduciendo hasta Augusta o Bangor, y una vez, durante un fin de semana que se tomó libre (a instancia de los médicos), en Bar Harbor.

Transformó parte del dinero en un buen documento de identidad falso y lo utilizó para abrirse una pequeña cuenta bancaria y alquilar una caja de seguridad en un banco de Rochester, en New Hampshire.

Entre las joyas, la regularidad con la que había esquilmado las cuentas y la venta de la casa de veraneo (que sus abuelos eran demasiado estúpidos para saber que habían firmado), Patricia tenía más de tres millones de dólares en la caja, además de cuatro documentos de identidad falsos, entre ellos pasaportes y tarjetas de crédito.

Guardaba cien mil dólares en efectivo, junto con otros artículos básicos, en una bolsa de viaje que tenía escondida en la parte superior de su armario por si necesitaba salir pitando, y había comenzado a llenar una segunda bolsa.

Como ninguno de sus abuelos podía subir ya las escaleras, disponía de toda la primera planta para ella sola. Instaló cerraduras policiales en su habitación y en la de invitados, que utilizaba como taller.

Si a la señora de la limpieza que acudía a la casa una vez por semana le parecía extraño que le prohibiera acceder al primer piso, no dijo nada. Le pagaban bien, y significaba menos trabajo.

Mientras se acercaba el siguiente aniversario de la tragedia del centro comercial DownEast, Patricia hacía planes. Muchos planes.

Y tachó a un par más de la lista.
 

Susan McMullen explotó la proximidad del 22 de julio en su blog y en su programa de entrevistas. Era una oportunidad de promocionar la edición actualizada de su libro.

No ponía objeciones al hecho de que la tragedia hubiera catapultado su carrera. Por pura rutina, cada vez que un lunático disparaba en un lugar público, ella hacía de presentadora en la televisión por cable.

Cada par de años hacía una gira por los platós y se embolsaba unos honorarios bastante decentes como oradora. Había participado como productora ejecutiva en un documental de éxito sobre el tiroteo y, cuando las cosas estaban en su máximo apogeo, consiguió un pequeño cameo en Ley y orden: UVE.

Su éxito no era constante, lo reconocía; en los aniversarios subía y la situaba en primera plana.

Tenía empleados, agente, un novio guapo (después de un matrimonio breve y un divorcio complicado). Y el divorcio y el novio guapo habían aumentado los índices de audiencia y los clics.

Con lo que tenía pensado para la semana del aniversario se dispararían.

Contaba con la policía que había eliminado a Hobart. Es cierto que Susan había tenido que presionar al alcalde para que este presionara al capitán de la policía para que este presionara a la policía, pero contaba con ella. No había conseguido al antaño héroe adolescente y ahora compañero de la policía, y eso se le había atravesado.

El departamento de policía de Portland la había obligado a escoger, o la una o el otro, no ambos. Se había decidido por ella, la primera en llegar al lugar de los hechos, y había renunciado al otro.

Tenía a una mujer que estuvo en el cine y había estado a punto de morir... y que vivía con cicatrices faciales y lesiones cerebrales. Había fichado al friki que había protegido una tienda llena de compradores atrincherándolos en la trastienda, a unas cuantas víctimas más, a un paramédico y a uno de los médicos de urgencias de aquella noche.

Pero ¿la joya de la corona? La hermana del tirador, la hermana menor del cabecilla.

Contaba con Patricia Jane Hobart.

A pesar de ello, y de la enorme importancia que tenía, puesto que, hasta la fecha, la hermana de Hobart no había concedido ninguna entrevista formal, Susan caminaba de un lado a otro de su despacho echando humo.

Quería el puñetero triplete. La policía, la hermana de Hobart y Vanessa Hudgens, la primera persona que había alertado a la policía para que Parker se cargara a Hobart.

La muy zorra ni siquiera contestaba sus llamadas. Incluso había hecho que un abogado gilipollas le enviara una carta de cese y desistimiento cuando localizó a Vanessa en una galería de arte de Nueva York.

Un evento público, se dijo Susan entonces. Tenía todo el puto derecho -según la Primera Enmienda- a plantarle un micrófono en la cara.

No le gustó que la echaran de la galería por hacer su trabajo.

Había escrito un editorial despiadado sobre el trato que le habían dispensado y sobre aquella zorra. Y lo habría publicado si su ex -antes de que se enterara de lo de su amante y se convirtiera en su ex no la hubiera convencido de que sería ella la que quedaría como una zorra.

Odiaba reconocer que su ex tenía razón.

Bueno, podía reproducir la llamada al nueve uno uno, y lo haría. Podía sacar a colación el nombre de Vanessa Hudgens y tal vez insinuar que, como artista de cierto renombre, la señorita Hudgens ya no quería que se la asociara con la tragedia del centro comercial DownEast.
 
Susan: Trabaja en eso -murmuró-. Trabaja en la forma de decirlo. Sembrando la duda sobre ella, pero sin desviarte del buen camino, del camino de la compasión. -Abrió la puerta de golpe y gritó:- ¡Marlie! ¿Dónde narices está mi cortado?

Marlie: Luca debe de estar a punto de llegar con él.
 
Susan: Por el amor de Dios. Averigua dónde está Vanessa Hudgens y dónde estará la semana que viene.
 
Marlie: Uy, señora McMullen, el abogado...
 
Susan se volvió a toda velocidad y la apocada Marlie dio un salto atrás.
 
Susan: ¿Qué coño te he pedido? Averígualo. Quiero saber dónde está cuando entreviste a Patricia Hobart y a la policía que mató a su hermano. Y quiero fotos suyas de antes y de ahora. Mueve el culo, Marlie -cerró de un portazo-. Ya veremos quién gana este asalto -murmuró-.
 
Lo ganó Vanessa. Pasó las semanas previas al aniversario viajando por Arizona, Nuevo México y Nevada. Hacía bocetos, fotografiaba el desierto y los cañones, a la gente, se imaginaba traduciendo aquellos colores, texturas y formas, aquellos rostros y siluetas, a obras de arcilla.

Se deleitaba en la soledad, disfrutaba explorando un territorio para ella tan diferente de la costa este de Maine como Marte lo era de Venus. Sin nadie ante quien responder salvo a sus propios caprichos, paraba dónde y cuándo quería y se quedaba el tiempo que le apetecía.

Cuando por fin puso rumbo al este, se desvió hacia el norte por Wyoming y Montana, donde compró más cuadernos de bocetos y cedió al impulso de hacerse con unas botas de vaquero.

Para cuando cruzó la frontera de Maine, las páginas del calendario habían pasado hasta agosto, y a pesar del empleo constante de protectores solares y sombreros, estaba bronceada y tenía el cabello más claro por el sol.

Y se sentía animada y feliz.

Quería ponerse a trabajar, revisar los cientos de bocetos y fotografías, las ideas y las visiones. Quería sentir la arcilla entre las manos.

Se planteó enviar un mensaje de texto a CiCi, pero al final decidió sorprenderla. Pararía a comprar una botella de champán (qué demonios, que fueran dos) y luego conduciría directamente hasta el ferri.

Pero una punzada de culpabilidad la hizo cambiar de dirección. Pasaría por casa de sus padres. Una rápida visita de cortesía.

Quizá la relación con sus padres, y con su hermana, siguiera siendo tirante, pero Vanessa no podía considerarse libre de culpa. Desde el día en que había abandonado el hogar de su infancia para perseguir sus sueños, en general había intentado mantenerse al margen de su familia.

Así se ahorraba discusiones.

Pero evitarlos significaba que tradiciones como las navidades, los cumpleaños, las bodas y los funerales se convirtieran en tensas zonas desmilitarizadas... o en campos de batalla.

¿Por qué no hacer un esfuerzo?, se dijo. Pasar por su casa un bonito sábado por la tarde, establecer contacto, tal vez tomarse una copa, admirar el jardín, contar unas cuantas anécdotas de sus viajes.

Qué triste y lamentable era que necesitara esbozar un orden del día para visitar a sus padres...

No lo planearía. Gestionaría la situación como había gestionado sus viajes. Sobre la marcha.

Alguien está celebrando una buena fiesta de verano, pensó al fijarse en los coches aparcados a lo largo de la calle. Cuando vio que el extenso camino de entrada en forma de U de sus padres también estaba lleno de coches, y que en el área de servicio varios aparcacoches maniobraban unos cuantos más, se dio cuenta de que había estado a punto de colarse en una fiesta.

No es el mejor momento para dejarse caer por aquí, decidió, pero vaciló lo suficiente para que uno de los aparcacoches le bloqueara la salida rápida. Mientras esperaba a que se despejara el camino, para escapar, Natalie y un par de mujeres ataviadas con elegantes vestidos de cóctel cruzaron el exuberante verde del jardín delantero.

Horrorizada por que su primer instinto hubiera sido agacharse, se obligó a esbozar una sonrisa cuando Natalie la reconoció.

Su hermana no sonrió, sino que se bajó las gafas de sol de chica glamurosa para mirarla por encima. Y para Vanessa aquello fue suficiente.

Abrió la puerta del coche y, muy despacio, salió vestida con su ropa de viaje, pantalones cortos verde militar, botas de vaquero rojas, sombrero de paja de ala ancha y una camiseta de tirantes en la que ponía: RED WINE AND BLUE.
 
Ness: Hola, Nat.
 
Natalie dijo algo a sus acompañantes, una de las mujeres le dio unas palmaditas en el brazo y ambas se alejaron... no sin lanzar atrás largas miradas de desaprobación.

Natalie se acercó a la acera.

Se parece a mamá, pensó Vanessa, un ejemplo perfecto de la mujer refinada.
 
Nat: Vanessa. No te esperábamos.
 
Ness: Está claro. Acabo de volver. Se me ha ocurrido pasar a saludar.
 
Nat: No es el mejor momento.
 
A Vanessa no le pasó desapercibido el tono de su hermana: el que se emplea con un conocido al que hay que tolerar de vez en cuando.
 
Ness: También está claro. Diles que he vuelto y que estaré en casa de CiCi. Ya los llamaré.
 
Nat: Eso sería toda una novedad.
 
Ness: Que yo sepa, los teléfonos funcionan en ambos sentidos. Pero, bueno, estás muy guapa.
 
Nat: Gracias. Les diré a mamá y papá que...
 
*: ¡Natalie!
 
El hombre que cruzaba el jardín con los mocasines del gris más claro posible, a juego con unos pantalones de lino almidonado, lucía el encanto de unos hoyuelos en un atractivo rostro hollywoodiense. Su elegancia (la camisa blanca debajo de la americana azul marino, el pelo ondulado dorado por el sol) encajaba a la perfección con la de Natalie.

Aunque lo conocía de antes, Vanessa tardó unos instantes en recordar su nombre. Harry (Harrison) Brookefield, una de las jóvenes promesas del bufete de su padre.

Y, según CiCi, el novio de Natalie con sello de aprobación paterna.
 
Harry: Por fin te encuentro. Solo quería... ¿Vanessa? -Con un fogonazo de sus hoyuelos, le tendió una mano para estrechar la suya-. No sabía que estabas aquí. Es genial. ¿Cuánto hace que has vuelto?
 
Ness: Unos cinco minutos.
 
Harry: Entonces seguro que te apetece una copa.
 
Harry le había pasado un brazo alrededor de la cintura a Natalie mientras hablaba y, en opinión de Vanessa, aún no había captado su rigidez. Luego volvió a tender la mano hacia la de Vanessa.
 
Ness: Oh, gracias, pero no voy vestida de forma apropiada para una fiesta. Mejor me voy...
 
Harry: No seas tonta -le agarró la mano con fuerza-. ¿Has dejado las llaves en el coche?
 
Ness: Sí, pero...
 
Harry: Estupendo. -Hizo una seña al aparcacoches-. Vehículo familiar.
 
Nat: En serio, Harry, Vanessa tiene que estar cansada después del viaje.
 
Harry: Razón de más para que se tome esa copa. -Como un cepillo de carpintero envuelto en terciopelo, lijó justo la corteza áspera-. Ahora tienes aquí a toda tu familia para celebrarlo, cariño.
 
Aquel hombre tenía un apretón de manos y una voluntad de hierro, pensó Vanessa, pero la razón principal por la que le permitió arrastrarla hacia el interior, por mezquina que fuera, era la patente incomodidad de Natalie.
 
Ness: ¿Qué estamos celebrando?
 
Harry: ¿No se lo has contado? Dios santo, Natalie -miró a Vanessa y le guiñó el ojo-. Ha dicho que sí.
 
Vanessa sintió que el cerebro se le vaciaba por completo durante tres segundos.
 
Ness: Estás prometida. ¿Vas a casarte?
 
Harry: Lo cual me convierte en el hombre más afortunado del mundo.
 
Oyó música, y voces, cuando enfilaron el sendero que serpenteaba por el jardín lateral hasta el patio trasero.

Ness: Felicidades.
 
¿Cómo había sucedido?, se preguntó Vanessa. ¿Cómo era posible que la hermana que se colaba en su cama para susurrarle secretos no hubiera compartido con ella una noticia tan vital, tan importante? Una noticia tan feliz que merecía una fiesta con vestidos elegantes y manteles blancos adornados con flores blancas, con camareros uniformados que llevaban bandejas de bebidas y canapés bonitos.
 
Ness: Es maravilloso. Emocionante.
 
Todavía eres muy joven, y estás tan... mimada, pensó Vanessa. ¿Estás segura? ¿Me lo dirías?

Harry detuvo a un camarero y cogió tres copas de champán de la bandeja.
 
Harry: Por lo maravilloso y emocionante -dijo después de repartirlas-.
 
Ness: Eso. Entonces ¿habéis fijado la fecha?
 
Nat: Octubre, pero del año que viene.
 
Harry: No he conseguido convencerla de que fuera en primavera. Esperaré. Si me disculpáis un minuto, voy a buscar a mi madre. Le encantará conocerte, Vanessa. Es una gran admiradora de la escultura de Natalie sosteniendo la balanza de la justicia que le hiciste cuando se licenció en derecho. Enseguida vuelvo.
 
Ness: Estás prometida. Madre mía, Nat, ¡prometida! Es guapísimo, y parece un chico estupendo. Yo...
 
Nat: Si te hubieras tomado la molestia de conocerlo a lo largo de los últimos dos años, sabrías que es estupendo.
 
Ness: Me alegro por ti -dijo con cautela-. Es evidente que está loco por ti, y me alegro. Si hubiera sabido lo de la fiesta, habría vuelto antes y me habría vestido con propiedad. Voy a marcharme, a esfumarme antes de avergonzarte.
 
Cici: ¡Vanessa! -su alegre grito se elevó por encima de la música y las conversaciones-.
 
Nat: Demasiado tarde -afirmó mientras su abuela cruzaba el patio a toda velocidad con su falda de gitana ondeando al viento-.
 
Cici: ¡Ahí está mi chica viajera! -Envolvió a Vanessa en un fuerte abrazo-. Mírate, toda morena y tonificada. ¿No os parece que esto es la bomba? -Atrapó también a Natalie en el abrazo-. Nuestra pequeña ha pescado un prometido. Y el chico está para chuparse los dedos. -Soltó una de sus sonoras y bonitas carcajadas y las estrujó a las dos-. Venga, vamos a beber champán a chorro.

Jess: Madre.
 
Cici: Oh, oh. -Con una risita disimulada, retrocedió-. Nos han pillado. -Cambió de posición, pasó un brazo alrededor de la cintura de cada una de sus nietas y sonrió con ganas a su hija-. Mira quién está aquí, Jess.
 
Jess: Ya veo. Vanessa -estaba preciosa con aquel vestido de seda shantung del color de los pétalos de rosa prensados. Se acercó para besar a Vanessa en la mejilla-. No sabíamos que habías vuelto.
 
Ness: Acabo de llegar.
 
Jess: Eso lo explica. -Con una sonrisa de compromiso inmutable en la cara y los ojos echando chispas de enfado, se volvió hacia Natalie-. Cariño, ¿por qué no acompañas a tu hermana arriba para que se refresque? Estoy segura de que puedes prestarle algo para que se cambie.
 
Cici: No seas tan aguafiestas, Jessica.
 
Jessica se limitó a volver aquella mirada chispeante hacia su madre.
 
Jess: Hoy es el día de Natalie. No permitiré que se lo estropeen.
 
Ness: No se lo estropearé. No pienso quedarme -entregó su copa de champán a Natalie-. Dile a Harry que no me encontraba bien.
 
Cici: Me voy contigo -comenzó a decir-.
 
Ness: No. Es el día de Natalie, y deberías estar aquí. Te veo más tarde.
 
Cici: Esto ha sido una estupidez, Jessica -dijo cuando Vanessa se alejó-. ¿Y la cara que has puesto tú, Nat? De tal palo, tal astilla. Me avergüenzo de las dos.
 
Vanessa tuvo que buscar durante un rato al aparcacoches que se había llevado su coche, y después esperar para que le devolviera las llaves.

Mientras esperaba, su padre se acercó con grandes zancadas por el sendero del jardín.

Bueno, pensó, ¿qué más daba otro codazo en las tripas?

Su padre, en cambio, la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
 
David: Bienvenida a casa.
 
Las pullas y humillaciones no le habían formado un nudo en la garganta, pero aquel gesto sí.
 
Ness: Gracias.
 
David: Me he enterado de que has vuelto y un segundo después de que ya te has ido. Tienes que volver ahí atrás, cariño. Es un gran día para Natalie.
 
Ness: Por eso me voy. No me quiere aquí.
 
David: Eso es una tontería.
 
Ness: Me lo ha dejado claro. Mi llegada inesperada, con un atuendo inapropiado para la ocasión, ha avergonzado a tu esposa y a tu hija.
 
David: Podrías haber llegado un poco antes, haberte puesto algo apropiado.
 
Ness: Lo habría hecho de haberlo sabido.
 
David: Natalie se puso en contacto contigo hace dos semanas -empezó, y entonces captó la expresión de Vanessa y suspiró-. Entiendo. Lo siento. Lo siento mucho. Me dijo que lo había hecho; de haber sabido que no era verdad, te habría llamado yo mismo. Vuelve conmigo. Hablaré con ella.
 
Ness: No, no lo hagas, por favor. Ella no me quiere aquí, y yo no quiero estar aquí.
 
La mirada de David se entristeció.
 
David: Me duele oírte decir eso.
 
Ness: Lo siento. Quería haceros una visita, veros a mamá y a ti para intentar... arreglar algunas cosas. Al menos algunas. He pasado un buen verano. Productivo, satisfactorio, iluminador. Quería contároslo. Así a lo mejor veíais que tomé la decisión correcta para mí. A lo mejor tú te dabas cuenta.
 
David: Ya me he dado cuenta -dijo en voz baja-. Me he dado cuenta de que estaba equivocado. Me empeñé en tener razón y te perdí. Y al perderte, fue más sencillo culparte a ti que a mí. Ahora mi hija pequeña va a casarse. Será la esposa de alguien, y no solo mi niña pequeña. Caí en la cuenta de que, contigo, me había empeñado más en tener razón que en que fueras feliz. Me avergüenza tener que reconocerlo, pero es así. Espero que me perdones.
 
Ness: Papá. -Se lanzó a sus brazos y lloró un poco-. También es culpa mía. Me resultaba más fácil apartarme, mantenerme alejada.
 
David: Pongámonos de acuerdo. Yo acepto que no siempre tengo razón, y tú no te apartas de mí.
 
Vanessa asintió y recostó la mejilla en el pecho de su padre.
 
Ness: Al final ha sido un buen recibimiento.
 
David: Vuelve a la fiesta. Sé mi pareja.
 
Ness: No puedo. Para serte sincera, Nat me pone de los nervios, pero no quiero fastidiarle la fiesta. Creo que sería mejor que vinieras algún día a la isla, te contaré del viaje y te enseñaré algunas de las cosas en las que estoy trabajando.
 
David: Está bien. -La besó en la frente-. Me alegro de que hayas vuelto.
 
Ness: Yo también.
 
Me alegro de haber vuelto, pensó, sobre todo cuando se asomó por la barandilla del ferri y vio cómo se acercaban a la isla.


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