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miércoles, 23 de octubre de 2019

Capítulo 9


En los dieciocho meses y tres semanas que Vanessa pasó en Florencia, Patricia Hobart mató a tres personas.

Matar a Hilda Barclay, que durante el ataque había sostenido en sus brazos a su agonizante esposo, de cuarenta y siete años, implicaba viajar a Tampa, adonde Hilda se había mudado para estar más cerca de su hija. Pero Patricia consideró que la inversión de tiempo y dinero merecía la pena.

Le molestaba muchísimo la atención mediática que recibía Hilda, sobre todo después de que creara una beca para jóvenes desfavorecidos en nombre de su esposo.

Y una mierda desfavorecidos, pensó Patricia. Gorrones e imbéciles mimados por benefactores lloricas y liberales.

Además, su objetivo le proporcionaba diez días lejos del desagradable invierno de Maine y de aquellos abuelos suyos que parecía que no iban a morirse nunca.

Llevó a cabo su investigación como no podía ser de otra manera, se despidió con un beso de sus molestos y longevos abuelos, y puso rumbo a lo que todo el mundo estaba de acuerdo en considerar unas vacaciones bien merecidas.

A lo mejor ambos morían mientras dormían antes de que regresara y el gato odioso al que su abuela mimaba como un bebé se les comía los ojos.

Había que soñar, ¿no?

Le encantó Florida, y eso la sorprendió. Le encantaron el sol y las palmeras, el azul del cielo y del mar. Mientras contemplaba las vistas desde su suite (¿por qué no despilfarrar?) y sacaba fotos para enviarlas a casa, se imaginó viviendo allí.

Podría planteárselo, si no fuera por la cantidad de viejos que había.

Y de judíos.

Se lo plantearía de todas maneras.

En cualquier caso, le resultó sencillo hasta el absurdo seguir a Hilda y estudiar el adosado de dos dormitorios en el que vivía, situado en la misma manzana que la familia de su hija.

Al cabo de tres días, llegó a la conclusión de que ya se sabía la rutina diaria de Hilda al dedillo. Aquella vieja bruja llevaba una vida sencilla. Le gustaba trabajar en el jardín, tenía varios comederos para pájaros siempre llenos y daba vueltas por el barrio montada en una bicicleta de tres ruedas como si fuera un crío con arrugas.

Al cuarto día, cuando aún no había terminado de dar forma a sus ideas sobre trágicos accidentes de jardinería o ciclismo, Patricia pasó por delante del adosado mientras Hilda llenaba un comedero para pájaros, una réplica de un restaurante (tenía hasta flores en las ventanas y un cartel que rezaba COMIDA PARA PLUMAS).

Se detuvo, se alisó la peluca negra y corta, se puso las gafas de sol con cristales de color ámbar y luego bajó del coche.
 
Patri: Disculpe... Señora...
 
Hilda, una mujer vivaz y nervuda ataviada con un sombrero de ala ancha, se volvió.
 
Hilda: ¿Puedo ayudarte?
 
Patri: Espero que la pregunta no le parezca demasiado extraña pero ¿puede decirme dónde compró ese comedero para pájaros tan bonito? A mi madre le encantaría.
 
Hilda: Vaya. -Con una risa, hizo un gesto a Patricia para que se acercara-. ¿A tu madre le gustan los pájaros?
 
Patri: Le encantan. Madre mía, de cerca es aún más bonito. ¿Es un diseño exclusivo?
 
Hilda: Es artesanía local, pero la tienda que los vende tiene otros parecidos. La Casa de los Pájaros.
 
La mujer procedió a dar a Patricia indicaciones detalladas que ella anotó obedientemente en su móvil.
 
Patri: Genial.
 
Hilda: Creo que te vi pasar ayer con el coche.
 
A Patricia se le congeló la sonrisa durante un instante.

Patri: Es probable, sí. Mis padres acaban de mudarse a unas manzanas de aquí. Estoy haciéndoles recados. Ya no eran capaces de soportar los inviernos de Saint Paul.
 
Hilda: Lo entiendo. Yo escapé de los de Maine.
 
Patri: Entonces sabe de qué le hablo -dijo entre risas-. Si encuentro un comedero parecido a este, sería un regalo de bienvenida fantástico para mi madre.
 
Hilda: Mi favorito está en la parte de atrás, así puedo verlo desde la ventana de la cocina. Es una casa de campo inglesa.
 
Patri: ¡Venga ya! -Inspirada, alzó las manos hacia el cielo-. Mi madre se crio en una casa de campo inglesa en el Distrito de los Lagos. Se mudó a Estados Unidos de adolescente. Un comedero para pájaros con forma de casa inglesa... le encantaría.
 
Hilda: También pueden anidar en él. Acompáñame, te lo enseño.
 
Patri: Vaya, qué amable es usted. ¿No es demasiada molestia?
 
Hilda: Te lo enseño encantada. -Mientras se dirigían a la parte de atrás, aludó a un hombre que salía de la casa de al lado-. Hola, Pete.
 
Pete: Buenos días, Hilda. Voy a hacer la compra. ¿Necesitas algo?
 
Hilda: No, gracias. Tus padres estarán muy a gusto aquí -añadió dirigiéndose a Patricia-.
 
Patri: Eso espero. Los voy a echar muchísimo de menos, pero eso espero. -No puedo matarla ahora, pensó. El coche delante, ese vecino estúpido...-. Oh, qué terraza cubierta tan bonita. Apuesto a que puede nadar todo el año.
 
Hilda: En efecto. Nado todas las mañanas antes de desayunar.
 
Patricia sonrió.
 
Patri: Por eso está en tan buena forma.
 
Soltó todo tipo de exclamaciones de sorpresa ante el ridículo comedero para pájaros, alabó el jardín, las plantas y las macetas de la terraza cubierta, y dio mil veces las gracias a aquella mujer, cuya muerte era inminente.

No siguió las indicaciones para llegar a la Casa de los Pájaros, sino que se dirigió a unos grandes almacenes a comprar una tostadora y un alargador.

A las siete y cuarto en punto de la mañana siguiente, Hilda salió de la casa hacia la terraza cubierta, se despojó de su albornoz de rizo azul y se metió en la piscina ataviada con su sencillo bañador de color chocolate.

Mientras la mujer hacía sus largos con calma y tranquilidad, Patricia entró en la terraza cubierta por la puerta con mosquitera, que no estaba cerrada con llave, conectó el alargador al enchufe que había en el muro trasero de la casa y lanzó la tostadora a la piscina.

Vio cómo se sacudía el cuerpo de Hilda y los destellos en el agua. Lo vio flotar, bocabajo, mientras ella desconectaba el alargador y, con el recogedor de la piscina, sacaba la tostadora. Seguro que lo averiguaban, pero ¿por qué ayudarlos? Guardó las armas homicidas en la mochila y, vestida con las mallas de correr, una camiseta de tirantes y una gorra de béisbol, trotó tres manzanas hasta el coche de alquiler.

Tiró la tostadora en un contenedor de basura que había detrás de un restaurante y se deshizo del alargador a unos tres kilómetros de allí, en el aparcamiento de un centro comercial.

Hecho esto, volvió a meter la peluca caoba en la mochila y regresó al hotel para disfrutar del abundante desayuno que pidió al servicio de habitaciones: tortilla de espinacas, beicon de pavo, frutos del bosque y zumo de naranja recién exprimido.

Se preguntó quién encontraría a Hilda flotando. ¿Su hija? ¿Un nieto? ¿Pete, el buen vecino?

Tal vez echara un vistazo a los periódicos locales.

Pero por el momento decidió, sin ironía alguna, que pasaría el resto del día en la piscina del hotel.
 

Sus abuelos no le dieron la satisfacción de morirse mientras dormían, así que se conformó con seguir soñando con distintas formas de matarlos. El momento de matarlos de verdad tenía que esperar, pero su padre le hizo un favor emborrachándose antes de sentarse al volante de su camioneta Ford.

Se llevó con él a una madre y a uno de sus dos hijos, un adolescente, cuando invadió el carril contrario y se estrelló contra su coche, pero, en opinión de Patricia, así era la vida.

Ya podía tachar a otro de su lista.

A Frederick Mosebly lo había tachado una agradable noche de verano (pre-Hilda) con un artefacto explosivo que había fijado bajo el asiento del conductor de su coche, que se hallaba abierto.

Aquel tachón la satisfizo de una manera especial, ya que Mosebly había tenido cierto éxito local con un libro autopublicado sobre el centro comercial DownEast. Y además era la primera vez que construía una bomba.

Y pensó que tenía un don para ello.

Tachó al tercero del año -tenía que separarlos un poco más en el tiempo- chocando con él en un bar atestado de gente y clavándole una jeringuilla de toxina botulínica. Le pareció poético, ya que el doctor David Wu, que estaba allí para tomarse un cóctel antes de ir a cenar con su esposa y otra pareja a un restaurante de lujo y a quien se le había atribuido el mérito de haber salvado vidas aquella fatídica noche, era cirujano estético.

A Patricia se le ocurrió que, dado que Wu se ganaba la vida (y muy bien) inyectando bótox a la gente, podía morir por inyección de la misma sustancia básica.

Se deshizo de la jeringuilla de camino a casa y, al llegar, entró sin hacer ruido.

Durante un momento, un momento delicioso, pensó que sus plegarias habían sido escuchadas.

Su abuela yacía en el suelo del vestíbulo. Gemía, o sea que... aún respiraba, pero eso tenía arreglo.

Con otro gemido, su abuela volvió la cabeza.
 
**: Patti, Patti. -Dios, cómo odiaba que la llamaran así-. Gracias a Dios. Me... me he caído. Me he dado un golpe en la cabeza. Creo, ay, ay, creo que me he roto la cadera.
 
Podría rematarla, pensó Patricia. Solo tenía que cubrir la boca con una mano a la vieja bruja, taparle la nariz y...
 
*: ¡Agnes! ¡No encuentro el mando a distancia! ¿Dónde lo has...?

Su abuelo salió arrastrando los pies del dormitorio principal de la planta baja, con el ceño fruncido de irritación por encima de las gafas bifocales.

Vio a su mujer, soltó un grito y Patricia actuó con rapidez.
 
Patri: ¡Oh, Dios mío, abuela!

Se precipitó hacia ella, se arrodilló y la agarró de la mano.
 
Agnes: Me he caído. Me he caído.
 
Patri: No pasa nada. Todo irá bien. -Sacó el móvil de su bolso, marcó el 911-. ¡Necesito una ambulancia! -Recitó la dirección del tirón, asegurándose de que le temblara la voz-. Mi abuela se ha caído. Deprisa, por favor, deprisa. Abuelo, tráele una manta a la abuela. Está temblando. Coge la del sofá. Creo que está en estado de shock. Aguanta, abuela. Estoy aquí, contigo.
 
Así que no tendría la suerte de que la noche se convirtiera en un dos por uno, pensó Patricia mientras acariciaba con delicadeza, con suma delicadeza, la mejilla de su abuela. Pero una cadera rota (¡ojalá!) y una mujer de ochenta y tres años tenían mucho potencial.

Patricia ocultó su profunda decepción cuando su abuela se recuperó. Y se ganó la admiración del personal médico, los auxiliares y los vecinos con todas sus interpretaciones de cuidadora entregada.

Aprovechó para convencer a sus abuelos no solo de que le concedieran poderes notariales -los abogados se mostraron de acuerdo-, sino también de que añadieran su nombre a todas sus posesiones: cuentas, inversiones y escrituras de la residencia principal y de la casa de veraneo/propiedad inversión que poseían en Cape May.

Como iba a heredar las joyas de su abuela de todas formas, de vez en cuando cogía alguna pieza y la convertía en efectivo conduciendo hasta Augusta o Bangor, y una vez, durante un fin de semana que se tomó libre (a instancia de los médicos), en Bar Harbor.

Transformó parte del dinero en un buen documento de identidad falso y lo utilizó para abrirse una pequeña cuenta bancaria y alquilar una caja de seguridad en un banco de Rochester, en New Hampshire.

Entre las joyas, la regularidad con la que había esquilmado las cuentas y la venta de la casa de veraneo (que sus abuelos eran demasiado estúpidos para saber que habían firmado), Patricia tenía más de tres millones de dólares en la caja, además de cuatro documentos de identidad falsos, entre ellos pasaportes y tarjetas de crédito.

Guardaba cien mil dólares en efectivo, junto con otros artículos básicos, en una bolsa de viaje que tenía escondida en la parte superior de su armario por si necesitaba salir pitando, y había comenzado a llenar una segunda bolsa.

Como ninguno de sus abuelos podía subir ya las escaleras, disponía de toda la primera planta para ella sola. Instaló cerraduras policiales en su habitación y en la de invitados, que utilizaba como taller.

Si a la señora de la limpieza que acudía a la casa una vez por semana le parecía extraño que le prohibiera acceder al primer piso, no dijo nada. Le pagaban bien, y significaba menos trabajo.

Mientras se acercaba el siguiente aniversario de la tragedia del centro comercial DownEast, Patricia hacía planes. Muchos planes.

Y tachó a un par más de la lista.
 

Susan McMullen explotó la proximidad del 22 de julio en su blog y en su programa de entrevistas. Era una oportunidad de promocionar la edición actualizada de su libro.

No ponía objeciones al hecho de que la tragedia hubiera catapultado su carrera. Por pura rutina, cada vez que un lunático disparaba en un lugar público, ella hacía de presentadora en la televisión por cable.

Cada par de años hacía una gira por los platós y se embolsaba unos honorarios bastante decentes como oradora. Había participado como productora ejecutiva en un documental de éxito sobre el tiroteo y, cuando las cosas estaban en su máximo apogeo, consiguió un pequeño cameo en Ley y orden: UVE.

Su éxito no era constante, lo reconocía; en los aniversarios subía y la situaba en primera plana.

Tenía empleados, agente, un novio guapo (después de un matrimonio breve y un divorcio complicado). Y el divorcio y el novio guapo habían aumentado los índices de audiencia y los clics.

Con lo que tenía pensado para la semana del aniversario se dispararían.

Contaba con la policía que había eliminado a Hobart. Es cierto que Susan había tenido que presionar al alcalde para que este presionara al capitán de la policía para que este presionara a la policía, pero contaba con ella. No había conseguido al antaño héroe adolescente y ahora compañero de la policía, y eso se le había atravesado.

El departamento de policía de Portland la había obligado a escoger, o la una o el otro, no ambos. Se había decidido por ella, la primera en llegar al lugar de los hechos, y había renunciado al otro.

Tenía a una mujer que estuvo en el cine y había estado a punto de morir... y que vivía con cicatrices faciales y lesiones cerebrales. Había fichado al friki que había protegido una tienda llena de compradores atrincherándolos en la trastienda, a unas cuantas víctimas más, a un paramédico y a uno de los médicos de urgencias de aquella noche.

Pero ¿la joya de la corona? La hermana del tirador, la hermana menor del cabecilla.

Contaba con Patricia Jane Hobart.

A pesar de ello, y de la enorme importancia que tenía, puesto que, hasta la fecha, la hermana de Hobart no había concedido ninguna entrevista formal, Susan caminaba de un lado a otro de su despacho echando humo.

Quería el puñetero triplete. La policía, la hermana de Hobart y Vanessa Hudgens, la primera persona que había alertado a la policía para que Parker se cargara a Hobart.

La muy zorra ni siquiera contestaba sus llamadas. Incluso había hecho que un abogado gilipollas le enviara una carta de cese y desistimiento cuando localizó a Vanessa en una galería de arte de Nueva York.

Un evento público, se dijo Susan entonces. Tenía todo el puto derecho -según la Primera Enmienda- a plantarle un micrófono en la cara.

No le gustó que la echaran de la galería por hacer su trabajo.

Había escrito un editorial despiadado sobre el trato que le habían dispensado y sobre aquella zorra. Y lo habría publicado si su ex -antes de que se enterara de lo de su amante y se convirtiera en su ex no la hubiera convencido de que sería ella la que quedaría como una zorra.

Odiaba reconocer que su ex tenía razón.

Bueno, podía reproducir la llamada al nueve uno uno, y lo haría. Podía sacar a colación el nombre de Vanessa Hudgens y tal vez insinuar que, como artista de cierto renombre, la señorita Hudgens ya no quería que se la asociara con la tragedia del centro comercial DownEast.
 
Susan: Trabaja en eso -murmuró-. Trabaja en la forma de decirlo. Sembrando la duda sobre ella, pero sin desviarte del buen camino, del camino de la compasión. -Abrió la puerta de golpe y gritó:- ¡Marlie! ¿Dónde narices está mi cortado?

Marlie: Luca debe de estar a punto de llegar con él.
 
Susan: Por el amor de Dios. Averigua dónde está Vanessa Hudgens y dónde estará la semana que viene.
 
Marlie: Uy, señora McMullen, el abogado...
 
Susan se volvió a toda velocidad y la apocada Marlie dio un salto atrás.
 
Susan: ¿Qué coño te he pedido? Averígualo. Quiero saber dónde está cuando entreviste a Patricia Hobart y a la policía que mató a su hermano. Y quiero fotos suyas de antes y de ahora. Mueve el culo, Marlie -cerró de un portazo-. Ya veremos quién gana este asalto -murmuró-.
 
Lo ganó Vanessa. Pasó las semanas previas al aniversario viajando por Arizona, Nuevo México y Nevada. Hacía bocetos, fotografiaba el desierto y los cañones, a la gente, se imaginaba traduciendo aquellos colores, texturas y formas, aquellos rostros y siluetas, a obras de arcilla.

Se deleitaba en la soledad, disfrutaba explorando un territorio para ella tan diferente de la costa este de Maine como Marte lo era de Venus. Sin nadie ante quien responder salvo a sus propios caprichos, paraba dónde y cuándo quería y se quedaba el tiempo que le apetecía.

Cuando por fin puso rumbo al este, se desvió hacia el norte por Wyoming y Montana, donde compró más cuadernos de bocetos y cedió al impulso de hacerse con unas botas de vaquero.

Para cuando cruzó la frontera de Maine, las páginas del calendario habían pasado hasta agosto, y a pesar del empleo constante de protectores solares y sombreros, estaba bronceada y tenía el cabello más claro por el sol.

Y se sentía animada y feliz.

Quería ponerse a trabajar, revisar los cientos de bocetos y fotografías, las ideas y las visiones. Quería sentir la arcilla entre las manos.

Se planteó enviar un mensaje de texto a CiCi, pero al final decidió sorprenderla. Pararía a comprar una botella de champán (qué demonios, que fueran dos) y luego conduciría directamente hasta el ferri.

Pero una punzada de culpabilidad la hizo cambiar de dirección. Pasaría por casa de sus padres. Una rápida visita de cortesía.

Quizá la relación con sus padres, y con su hermana, siguiera siendo tirante, pero Vanessa no podía considerarse libre de culpa. Desde el día en que había abandonado el hogar de su infancia para perseguir sus sueños, en general había intentado mantenerse al margen de su familia.

Así se ahorraba discusiones.

Pero evitarlos significaba que tradiciones como las navidades, los cumpleaños, las bodas y los funerales se convirtieran en tensas zonas desmilitarizadas... o en campos de batalla.

¿Por qué no hacer un esfuerzo?, se dijo. Pasar por su casa un bonito sábado por la tarde, establecer contacto, tal vez tomarse una copa, admirar el jardín, contar unas cuantas anécdotas de sus viajes.

Qué triste y lamentable era que necesitara esbozar un orden del día para visitar a sus padres...

No lo planearía. Gestionaría la situación como había gestionado sus viajes. Sobre la marcha.

Alguien está celebrando una buena fiesta de verano, pensó al fijarse en los coches aparcados a lo largo de la calle. Cuando vio que el extenso camino de entrada en forma de U de sus padres también estaba lleno de coches, y que en el área de servicio varios aparcacoches maniobraban unos cuantos más, se dio cuenta de que había estado a punto de colarse en una fiesta.

No es el mejor momento para dejarse caer por aquí, decidió, pero vaciló lo suficiente para que uno de los aparcacoches le bloqueara la salida rápida. Mientras esperaba a que se despejara el camino, para escapar, Natalie y un par de mujeres ataviadas con elegantes vestidos de cóctel cruzaron el exuberante verde del jardín delantero.

Horrorizada por que su primer instinto hubiera sido agacharse, se obligó a esbozar una sonrisa cuando Natalie la reconoció.

Su hermana no sonrió, sino que se bajó las gafas de sol de chica glamurosa para mirarla por encima. Y para Vanessa aquello fue suficiente.

Abrió la puerta del coche y, muy despacio, salió vestida con su ropa de viaje, pantalones cortos verde militar, botas de vaquero rojas, sombrero de paja de ala ancha y una camiseta de tirantes en la que ponía: RED WINE AND BLUE.
 
Ness: Hola, Nat.
 
Natalie dijo algo a sus acompañantes, una de las mujeres le dio unas palmaditas en el brazo y ambas se alejaron... no sin lanzar atrás largas miradas de desaprobación.

Natalie se acercó a la acera.

Se parece a mamá, pensó Vanessa, un ejemplo perfecto de la mujer refinada.
 
Nat: Vanessa. No te esperábamos.
 
Ness: Está claro. Acabo de volver. Se me ha ocurrido pasar a saludar.
 
Nat: No es el mejor momento.
 
A Vanessa no le pasó desapercibido el tono de su hermana: el que se emplea con un conocido al que hay que tolerar de vez en cuando.
 
Ness: También está claro. Diles que he vuelto y que estaré en casa de CiCi. Ya los llamaré.
 
Nat: Eso sería toda una novedad.
 
Ness: Que yo sepa, los teléfonos funcionan en ambos sentidos. Pero, bueno, estás muy guapa.
 
Nat: Gracias. Les diré a mamá y papá que...
 
*: ¡Natalie!
 
El hombre que cruzaba el jardín con los mocasines del gris más claro posible, a juego con unos pantalones de lino almidonado, lucía el encanto de unos hoyuelos en un atractivo rostro hollywoodiense. Su elegancia (la camisa blanca debajo de la americana azul marino, el pelo ondulado dorado por el sol) encajaba a la perfección con la de Natalie.

Aunque lo conocía de antes, Vanessa tardó unos instantes en recordar su nombre. Harry (Harrison) Brookefield, una de las jóvenes promesas del bufete de su padre.

Y, según CiCi, el novio de Natalie con sello de aprobación paterna.
 
Harry: Por fin te encuentro. Solo quería... ¿Vanessa? -Con un fogonazo de sus hoyuelos, le tendió una mano para estrechar la suya-. No sabía que estabas aquí. Es genial. ¿Cuánto hace que has vuelto?
 
Ness: Unos cinco minutos.
 
Harry: Entonces seguro que te apetece una copa.
 
Harry le había pasado un brazo alrededor de la cintura a Natalie mientras hablaba y, en opinión de Vanessa, aún no había captado su rigidez. Luego volvió a tender la mano hacia la de Vanessa.
 
Ness: Oh, gracias, pero no voy vestida de forma apropiada para una fiesta. Mejor me voy...
 
Harry: No seas tonta -le agarró la mano con fuerza-. ¿Has dejado las llaves en el coche?
 
Ness: Sí, pero...
 
Harry: Estupendo. -Hizo una seña al aparcacoches-. Vehículo familiar.
 
Nat: En serio, Harry, Vanessa tiene que estar cansada después del viaje.
 
Harry: Razón de más para que se tome esa copa. -Como un cepillo de carpintero envuelto en terciopelo, lijó justo la corteza áspera-. Ahora tienes aquí a toda tu familia para celebrarlo, cariño.
 
Aquel hombre tenía un apretón de manos y una voluntad de hierro, pensó Vanessa, pero la razón principal por la que le permitió arrastrarla hacia el interior, por mezquina que fuera, era la patente incomodidad de Natalie.
 
Ness: ¿Qué estamos celebrando?
 
Harry: ¿No se lo has contado? Dios santo, Natalie -miró a Vanessa y le guiñó el ojo-. Ha dicho que sí.
 
Vanessa sintió que el cerebro se le vaciaba por completo durante tres segundos.
 
Ness: Estás prometida. ¿Vas a casarte?
 
Harry: Lo cual me convierte en el hombre más afortunado del mundo.
 
Oyó música, y voces, cuando enfilaron el sendero que serpenteaba por el jardín lateral hasta el patio trasero.

Ness: Felicidades.
 
¿Cómo había sucedido?, se preguntó Vanessa. ¿Cómo era posible que la hermana que se colaba en su cama para susurrarle secretos no hubiera compartido con ella una noticia tan vital, tan importante? Una noticia tan feliz que merecía una fiesta con vestidos elegantes y manteles blancos adornados con flores blancas, con camareros uniformados que llevaban bandejas de bebidas y canapés bonitos.
 
Ness: Es maravilloso. Emocionante.
 
Todavía eres muy joven, y estás tan... mimada, pensó Vanessa. ¿Estás segura? ¿Me lo dirías?

Harry detuvo a un camarero y cogió tres copas de champán de la bandeja.
 
Harry: Por lo maravilloso y emocionante -dijo después de repartirlas-.
 
Ness: Eso. Entonces ¿habéis fijado la fecha?
 
Nat: Octubre, pero del año que viene.
 
Harry: No he conseguido convencerla de que fuera en primavera. Esperaré. Si me disculpáis un minuto, voy a buscar a mi madre. Le encantará conocerte, Vanessa. Es una gran admiradora de la escultura de Natalie sosteniendo la balanza de la justicia que le hiciste cuando se licenció en derecho. Enseguida vuelvo.
 
Ness: Estás prometida. Madre mía, Nat, ¡prometida! Es guapísimo, y parece un chico estupendo. Yo...
 
Nat: Si te hubieras tomado la molestia de conocerlo a lo largo de los últimos dos años, sabrías que es estupendo.
 
Ness: Me alegro por ti -dijo con cautela-. Es evidente que está loco por ti, y me alegro. Si hubiera sabido lo de la fiesta, habría vuelto antes y me habría vestido con propiedad. Voy a marcharme, a esfumarme antes de avergonzarte.
 
Cici: ¡Vanessa! -su alegre grito se elevó por encima de la música y las conversaciones-.
 
Nat: Demasiado tarde -afirmó mientras su abuela cruzaba el patio a toda velocidad con su falda de gitana ondeando al viento-.
 
Cici: ¡Ahí está mi chica viajera! -Envolvió a Vanessa en un fuerte abrazo-. Mírate, toda morena y tonificada. ¿No os parece que esto es la bomba? -Atrapó también a Natalie en el abrazo-. Nuestra pequeña ha pescado un prometido. Y el chico está para chuparse los dedos. -Soltó una de sus sonoras y bonitas carcajadas y las estrujó a las dos-. Venga, vamos a beber champán a chorro.

Jess: Madre.
 
Cici: Oh, oh. -Con una risita disimulada, retrocedió-. Nos han pillado. -Cambió de posición, pasó un brazo alrededor de la cintura de cada una de sus nietas y sonrió con ganas a su hija-. Mira quién está aquí, Jess.
 
Jess: Ya veo. Vanessa -estaba preciosa con aquel vestido de seda shantung del color de los pétalos de rosa prensados. Se acercó para besar a Vanessa en la mejilla-. No sabíamos que habías vuelto.
 
Ness: Acabo de llegar.
 
Jess: Eso lo explica. -Con una sonrisa de compromiso inmutable en la cara y los ojos echando chispas de enfado, se volvió hacia Natalie-. Cariño, ¿por qué no acompañas a tu hermana arriba para que se refresque? Estoy segura de que puedes prestarle algo para que se cambie.
 
Cici: No seas tan aguafiestas, Jessica.
 
Jessica se limitó a volver aquella mirada chispeante hacia su madre.
 
Jess: Hoy es el día de Natalie. No permitiré que se lo estropeen.
 
Ness: No se lo estropearé. No pienso quedarme -entregó su copa de champán a Natalie-. Dile a Harry que no me encontraba bien.
 
Cici: Me voy contigo -comenzó a decir-.
 
Ness: No. Es el día de Natalie, y deberías estar aquí. Te veo más tarde.
 
Cici: Esto ha sido una estupidez, Jessica -dijo cuando Vanessa se alejó-. ¿Y la cara que has puesto tú, Nat? De tal palo, tal astilla. Me avergüenzo de las dos.
 
Vanessa tuvo que buscar durante un rato al aparcacoches que se había llevado su coche, y después esperar para que le devolviera las llaves.

Mientras esperaba, su padre se acercó con grandes zancadas por el sendero del jardín.

Bueno, pensó, ¿qué más daba otro codazo en las tripas?

Su padre, en cambio, la rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
 
David: Bienvenida a casa.
 
Las pullas y humillaciones no le habían formado un nudo en la garganta, pero aquel gesto sí.
 
Ness: Gracias.
 
David: Me he enterado de que has vuelto y un segundo después de que ya te has ido. Tienes que volver ahí atrás, cariño. Es un gran día para Natalie.
 
Ness: Por eso me voy. No me quiere aquí.
 
David: Eso es una tontería.
 
Ness: Me lo ha dejado claro. Mi llegada inesperada, con un atuendo inapropiado para la ocasión, ha avergonzado a tu esposa y a tu hija.
 
David: Podrías haber llegado un poco antes, haberte puesto algo apropiado.
 
Ness: Lo habría hecho de haberlo sabido.
 
David: Natalie se puso en contacto contigo hace dos semanas -empezó, y entonces captó la expresión de Vanessa y suspiró-. Entiendo. Lo siento. Lo siento mucho. Me dijo que lo había hecho; de haber sabido que no era verdad, te habría llamado yo mismo. Vuelve conmigo. Hablaré con ella.
 
Ness: No, no lo hagas, por favor. Ella no me quiere aquí, y yo no quiero estar aquí.
 
La mirada de David se entristeció.
 
David: Me duele oírte decir eso.
 
Ness: Lo siento. Quería haceros una visita, veros a mamá y a ti para intentar... arreglar algunas cosas. Al menos algunas. He pasado un buen verano. Productivo, satisfactorio, iluminador. Quería contároslo. Así a lo mejor veíais que tomé la decisión correcta para mí. A lo mejor tú te dabas cuenta.
 
David: Ya me he dado cuenta -dijo en voz baja-. Me he dado cuenta de que estaba equivocado. Me empeñé en tener razón y te perdí. Y al perderte, fue más sencillo culparte a ti que a mí. Ahora mi hija pequeña va a casarse. Será la esposa de alguien, y no solo mi niña pequeña. Caí en la cuenta de que, contigo, me había empeñado más en tener razón que en que fueras feliz. Me avergüenza tener que reconocerlo, pero es así. Espero que me perdones.
 
Ness: Papá. -Se lanzó a sus brazos y lloró un poco-. También es culpa mía. Me resultaba más fácil apartarme, mantenerme alejada.
 
David: Pongámonos de acuerdo. Yo acepto que no siempre tengo razón, y tú no te apartas de mí.
 
Vanessa asintió y recostó la mejilla en el pecho de su padre.
 
Ness: Al final ha sido un buen recibimiento.
 
David: Vuelve a la fiesta. Sé mi pareja.
 
Ness: No puedo. Para serte sincera, Nat me pone de los nervios, pero no quiero fastidiarle la fiesta. Creo que sería mejor que vinieras algún día a la isla, te contaré del viaje y te enseñaré algunas de las cosas en las que estoy trabajando.
 
David: Está bien. -La besó en la frente-. Me alegro de que hayas vuelto.
 
Ness: Yo también.
 
Me alegro de haber vuelto, pensó, sobre todo cuando se asomó por la barandilla del ferri y vio cómo se acercaban a la isla.


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