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martes, 15 de octubre de 2019

Capítulo 6


Patricia Jane Hobart devoró el blog de McMullen junto con un cuenco de palitos de verduras acompañados con un montón de humus.

Había sido una niña gordita cuya madre solía malcriarla con galletas, pasteles y sus M&M favoritos. Sus aficiones -los ordenadores, leer, ver la televisión y, de vez en cuando, jugar a videojuegos- combinaban bien con su apetito. No era raro que se tomara un paquete entero de Oreos -prefería las que llevaban doble relleno, recién sacadas de la nevera- y un litro de Coca-Cola cuando estaba inmersa en la lectura de una novela de espías, policíaca o, a veces, romántica, o poniendo a prueba sus habilidades como pirata informática.

Mientras su padre (un paleto fracasado) y su madre (una idiota desgraciada) se peleaban hasta reducir su matrimonio a polvo, ella disfrutaba poniendo a uno en contra del otro y cosechando el fruto de más caos... y más galletas.

A los doce años pesaba más de setenta y dos kilos con una estatura de uno sesenta.

Manipulaba a profesores y vecinos con la misma astucia que a sus padres, poniéndose la máscara de niña estoica a la que acosaban sus compañeros. Era cierto que la acosaban, pero ella lo buscaba y se aprovechaba de ello.

Mientras los adultos la acariciaban y la mimaban, ella planeaba y ejecutaba la venganza con un sigilo y una determinación que hasta un operativo de la CIA admiraría.

El chico que le había puesto el apodo de Patty la Cerda salió volando de su bicicleta y cayó de cabeza cuando la cadena que ella había saboteado se rompió.

Patricia consideró que la fractura de mandíbula, los dientes rotos, la estancia en el hospital y los miles de dólares en dentistas que tuvieron que desembolsar sus padres eran casi venganza suficiente.

La cabecilla de las chicas que le habían robado las bragas mientras estaba en la ducha después de gimnasia, y que luego hicieron gala de una gran creatividad al pegarlas en el dibujo de un elefante que colgaron en el tablón de anuncios, estuvo a punto de morir cuando los cacahuetes que Patricia molió y le echó a escondidas en el termo de cacao caliente le causaron un choque anafiláctico.

Para cuando llegó a la adolescencia, Patricia ya era una virtuosa de la venganza.

De vez en cuando reclamaba la ayuda de su hermano, la única persona en el mundo a quien quería casi tanto como a sí misma. Lo implicaba en sus artimañas -e incluso lo ayudaba a tramar alguna- lo justo para mantener la fortaleza de su vínculo tras el divorcio.

Odiaba que JJ viviera con el inútil de su padre y odiaba que su hermano lo prefiriera así. Entendía por qué: podía hacer lo que le diera la gana sin repercusiones, beber cerveza y fumar hierba a hurtadillas mientras ella tenía que aguantar a la mártir plañidera de su madre.

Pero JJ dependía de ella. No era especialmente listo, así que requería su ayuda con los deberes. Le costaba controlar sus impulsos y necesitaba que ella le recordara que la venganza funcionaba mejor cuando se planeaba hasta el último detalle.

Y no había nada de lo que Patricia disfrutara más que de una venganza planeada hasta el último detalle.

A los diecisiete años, su hermano mostraba al mundo con excesiva frecuencia la bestia furiosa, violenta y resentida que llevaba dentro. Por el contrario, la fachada de niña con problemas de sobrepeso, tranquila y estudiosa de Patricia ocultaba a una psicópata astuta y brutal.

Perfectamente consciente de que los adolescentes -y ella incluía a todos los hombres en esa categoría- serían capaces de meter la polla donde fuera, se acostaba tanto con Whitehall como con Paulson. Era una forma de controlarlos -eran herramientas útiles- y de hacerles creer que la controlaban.

JJ lo sabía, pero la sangre tiraba más.

Patricia ideó el plan. Un tiroteo masivo que sacudiría no solo el núcleo de la comunidad que ella despreciaba, sino la ciudad, el país entero. Trabajó en él durante meses, seleccionando y rechazando ubicaciones, puliendo sin parar el ritmo, el armamento.

No se lo dijo a nadie, ni siquiera a JJ, hasta que se decidió por el centro comercial. El centro comercial, donde las adolescentes que la trataban como si fuera basura se movían en manada. Donde los padres perfectos con sus hijos perfectos comían pizza e iban al cine. Donde las personas mayores que deberían morirse de una puta vez caminaban con un feo chándal o circulaban en escúter.

Llegó a la conclusión de que el centro comercial era el lugar perfecto para vengarse de todos y de todo lo que repudiaba.

Aun después de contárselo a JJ, lo obligó a jurar que lo mantendría en secreto. No podía decírselo a nadie, no podía anotar nada de lo que hablaban. Cuando llegara el momento, cuando ella lo tuviera todo a punto, todas las contingencias controladas, podrían implicar a sus dos amigos.

Hizo muchísimos kilómetros en aquel centro comercial, se sumó a aquellos ancianos repugnantes que hacían ejercicio antes de la hora de apertura de las tiendas y se convirtió en su mascota.

Sacó fotografías, trazó mapas, estudió las medidas de seguridad del centro comercial. Perdió algo de peso para que le sirviera de coartada y le ordenó a JJ que consiguiera un trabajo a media jornada en el centro comercial.

Su hermano eligió el cine, así que Patricia le asignó ese sector.

Según sus cálculos, podría dar luz verde a la “Operación Nacido para Matar” a mediados de diciembre, lo que le permitiría calibrar con anterioridad todos los obstáculos y aprovechar las multitudes de compradores navideños para lograr el mayor impacto posible.

Se cargarían a cientos.

Pero entonces JJ apretó el gatillo, y no en sentido metafórico. Sin decírselo siquiera.

Con todo lo que había trabajado ella y su hermano dejó que lo dominasen sus impulsos. Patricia se enteró del tiroteo por medio de un boletín informativo local que interrumpió una reposición de Friends.

Había tenido que salir pitando para destruir sus notas, los mapas, las fotos, hasta la última prueba de su trabajo de los seis últimos meses. Escondió su portátil en el cobertizo ruinoso de un vecino. Había comprado el ordenador -que utilizaba en exclusiva para el proyecto del centro comercial- en efectivo durante una visita a la enorme y elegante casa de sus abuelos en Rockpoint.

La policía iría a verlas, lo sabía. Las interrogarían a ella y a su madre, registrarían de arriba abajo aquella casa destartalada y situada en un mal barrio. Hablarían con los vecinos, los profesores, otros alumnos.

Porque pillarían a JJ. Aunque su hermano hubiera seguido el plan tal como ella lo tenía trazado hasta el momento, lo pillarían. Él no la delataría, pero los idiotas de sus amigos, sí.

Aunque eso sería lo único que tendrían los policías, la palabra de dos imbéciles contra la de una estudiante de matrícula de quince años sin una sola mancha en su expediente.

Mientras caminaba de un lado para otro con nerviosismo, a la espera del siguiente telenoticias, calculó lo que diría, cómo reaccionaría, hasta la última palabra, hasta la última expresión, el lenguaje corporal.

La conmoción y un dolor profundo y genuino la hicieron desplomarse contra el suelo cuando el reportero de mirada lúgubre anunció que los tiradores, que se creía que eran tres, estaban muertos.

JJ no. La única persona en el mundo que la conocía y a la que no le importaba una mierda no. Su hermano no.

El dolor se convirtió en un único lamento. Pero entonces lo acalló. Se lo reservaría para la policía. Se lo reservaría para la idiota de su madre cuando la policía la sacara de su segundo empleo (limpiando el despacho de una panda de abogados mentirosos).

Se lo reservaría para las cámaras.

Y cuando llegaron, cuando se lo notificaron y la interrogaron (con su temblorosa madre a su lado), cuando registraron la casa de arriba abajo y hablaron con los vecinos, vieron a una chica de quince años en estado de shock. Una chica que se aferraba a su madre y sollozaba. Una chica tan inocente como culpable era su hermano.

Como era de esperar, su madre se derrumbó, su padre montó en cólera y se aferró a la botella, que nunca había soltado. Patricia mantuvo la compostura, pidió a uno de los abogados del despacho donde limpiaba su madre que la ayudara a escribir una declaración que expresara su conmoción, horror y dolor, una declaración, insistió, con lágrimas en los ojos, que pidiera disculpas a todo el mundo.

Y como sus padres no lo soportaron, ella misma leyó la declaración entre sollozos ahogados.

Tuvieron que mudarse. Ocultó el portátil en una caja de peluches. No pudieron marcharse muy lejos; su madre necesitaba sus empleos y sus jefes no la despidieron. Ella terminó el instituto en casa, con una tutora a la que pagaban sus adinerados abuelos paternos.

Patricia intentó pasar desapercibida y se guardó la venganza para sí, preparándose para servirla bien fría.

A los dieciocho años lucía unos perfectos cincuenta kilos con una estatura de uno sesenta y dos. Su familia atribuía la pérdida de peso inicial al estrés y la pena, pero Patricia había trabajado para convertirse en un arma flexible.

Tenía objetivos a los que matar y acumulaba expedientes sobre todos ellos.

Calculó que tenía el tiempo de su parte, y además debía acabar la universidad. Con su inteligencia y sus calificaciones estelares, tuvo numerosas opciones, pero se decidió por Columbia, ya que dos de sus objetivos, uno de ellos el principal, habían elegido estudiar allí.

¿Qué mejor manera de vigilar a la persona a la que consideraba la principal responsable, incluso más que la policía que le había disparado, de la muerte de su hermano?

Sin Vanessa Hudgens, los policías no habrían llegado tan rápido, no habrían entrado en el cine, no habrían matado a su hermano. Él se habría marchado por donde había llegado, de no ser por Vanessa Hudgens.

Patricia podría haber matado a Hudgens y terminado el trabajo de JJ con su amiguita miles de veces. Pero el plato todavía no estaba lo bastante frío.

Y no serían ni por asomo las primeras en pagárselas.

En la cadena trófica de su venganza, sus padres eran los primeros. Pero en aquel momento, mientras leía el blog de McMullen en el estudio que pagaban sus abuelos -¡era incapaz de compartir piso!-, se lo replanteó.

La policía, no, y el joven héroe que también se había convertido en agente, tampoco. Ocupaban un puesto demasiado alto en la pirámide para desplazarlos tan abajo. Pero tal vez, solo tal vez, pudiera seleccionar a uno de los menores, hacer una especie de prueba.

Continuó masticando el humus y los palitos de verduras en un apartamento situado frente al de su objetivo principal y comenzó el proceso de selección.
 

El 22 de julio de 2005, Rebecca Flisk tenía treinta y seis años. Había ido al centro comercial con su hermana y su sobrinita para que le hicieran los agujeros en las orejas a Caitlyn, la pequeña, de diez años.

Tenían pensado concluir aquel rito de iniciación con unos helados. Pero cuando Caitlyn, ya con sus diminutos pendientes dorados, Shelby, cargada con la bolsa de la carísima solución desinfectante, y Rebecca salieron de la tienda de bisutería, todo cambió.

Rebecca se detuvo en un quiosco para comprar a su hijo unos juguetes de playa para el fin de semana largo que iba a pasar con sus abuelos. Su marido y ella también habían planeado marcharse de puente a Mount Desert Island, solos, con la esperanza de reavivar su matrimonio.

Más tarde, contaría a la policía, a su familia, a los periodistas, que había visto al chico identificado como Kent Francis Whitehall entrar en el centro comercial cuando su hermana, su sobrina y ella se dirigían hacia la misma puerta.

Pensó que Whitehall iba disfrazado para algún evento. Hasta que levantó el rifle. Su hermana fue la primera víctima del ataque.

En cuanto Shelby cayó, Caitlyn dio un grito y se desplomó contra el suelo, como su madre. Rebecca se lanzó sobre su sobrina y su hermana. Whitehall le disparó dos veces (en el hombro izquierdo y en la pierna izquierda) antes de avanzar hacia otros objetivos.

Con su hermana muerta, su sobrina traumatizada, y las dos operaciones y los meses de terapia, física y emocional, que habían requerido sus propias heridas, Rebecca no se había cortado a la hora de hablar con la prensa.

Se convirtió en una defensora a ultranza del control de las armas de fuego. Ayudó a lanzar “Por Shelby”, una organización activista entregada a «soluciones seguras y sanas».

La web y la página de Facebook de la organización publicaban a diario el número total de muertes causadas por armas en el país, tanto asesinatos, como suicidios o accidentes.

Su matrimonio también murió, otra víctima del DownEast.

Dio discursos, organizó mítines y manifestaciones, apareció en televisión... siempre luciendo el medallón con forma de corazón que contenía una foto de su hermana.

En la tragedia se convirtió en una guerrera, en un nombre y un rostro, en una voz bien conocida no solo a nivel local, sino también nacional.

Por esa razón encajaba a la perfección en las necesidades de Patricia.

Esta dedicó un mes entero a estudiar, acechar, tomar notas y fotos, a planearlo. Volvió a Rockpoint a pasar la mayor parte del verano, en apariencia para estar con sus abuelos, y redactó informes meticulosos de los hábitos y rutinas de Rebecca.

Al final le resultó ridículamente fácil.

Una mañana temprano, antes del amanecer, salió de la casa de sus abuelos sin que la vieran y corrió menos de un kilómetro hasta la de una amiga de su abuela. Después de ponerse una peluca rubia y corta y unos guantes de látex, extrajo la llave de repuesto del coche de la caja magnética que había debajo del guardabarros. Condujo, respetando el límite de velocidad con escrupulosidad, hasta el tranquilo vecindario de Rebecca, aparcó y sacó de la mochila la pistola y el silenciador que había quitado a su padre mientras estaba inconsciente tras una de sus borracheras.

Al amanecer, como un reloj, Rebecca salió por la puerta de atrás. En un día normal habría cruzado el jardín trasero y la puerta de la valla de un vecino para reunirse con la primera de sus dos compañeras de jogging matutino.

Pero esa mañana la esperaba Patricia.

Salió de detrás de un robusto arce rojo.

Cuando Rebecca, que estaba ajustándose los auriculares, la miró sorprendida, Patricia la derribó con dos disparos rápidos en el pecho. El silenciador redujo el sonido a un «pum» inofensivo. El estallido del tercer disparo, un tiro mortal a la cabeza, sonó más fuerte, pero era necesario.

Sacó de la mochila el cartel que había hecho y lo arrojó al cuerpo de Rebecca.
 
¡AQUÍ TIENES TU SEGUNDA ENMIENDA, ZORRA!

Recogió los casquillos y los guardó con el arma y el silenciador en la mochila. La luz trazaba vetas rojas y rosadas sobre el cielo oriental mientras Patricia conducía de vuelta a casa de la vecina y volvía a dejar la llave en su sitio.

Con la peluca y los guantes en la mochila, sacó los auriculares, se los puso y echó a correr.

No sentía... nada especial, reflexionó. Esperaba haber sentido cierta euforia o asombro. Algo. Pero no sentía nada, aparte de lo que solía experimentar cuando completaba con éxito una tarea imprescindible.

Un poco de satisfacción.

Corrió, tal como se había acostumbrado a hacer desde que observaba las rutinas matutinas de Rebecca, hacia una panadería situada a kilómetro y medio de distancia.

Escuchó las noticias... y las especulaciones sobre que el visible y ruidoso activismo de Rebecca la había convertido en el objetivo de algún chiflado defensor del derecho a la posesión de armas.

Hora de esperar otra vez, decidió. Esperar, conspirar y estudiar. Pero ¿la prueba? La había bordado. Matar era sencillo si te limitabas a trazar un plan y seguirlo al pie de la letra.

Entró en la panadería y la recibió la enorme sonrisa de bienvenida de Carole, la mujer que abría todas las mañanas.
 
Carole: Hola, Patricia. Justo a tiempo.
 
Patri: ¡Qué buen día! -le devolvió la sonrisa y continuó trotando con ligereza sin moverse del sitio-. Creo que hoy voy a llevarme tres magdalenas de manzana, Carole.
 
Carole: Aquí tienes. Es un detalle por tu parte comprar un dulce a tus abuelos todas las mañanas.
 
Patri: Son los mejores abuelos del mundo. No sé qué haría sin ellos.
 
Patricia sacó el dinero del bolsillo lateral de la mochila y, tras inclinarla un poco, abrió la cremallera del compartimento principal para guardar la bolsa de las magdalenas junto con la peluca y la pistola.

Llegó a casa y ocultó la peluca, los guantes, el arma y el silenciador. Después de una ducha rápida, llevó las magdalenas a la cocina y las puso en un cuenco pequeño sobre la encimera.

Acababa de empezar el café cuando entró su abuela.
 
**: ¡Ya has salido a correr! -exclamó, como hacía todos los puñeteros días-.
 
Patri: Me he levantado con el sol, y hace una mañana preciosa. Hoy magdalenas de manzana, abuelita.
 
**: Nos malcrías demasiado, cariño. Estas magdalenas están de muerte.
 
Patricia se limitó a sonreír. Sí, los malcriaría todo lo posible y, cuando por fin murieran, se lo quedaría todo.

Podría hacer muchas cosas con ese todo.
 

Aquella noche Sarah y su prometido organizaron una barbacoa de verano en el jardincito trasero de la casa que ella misma se había autoconvencido de comprar cuando ascendió a detective.

Tuvo que apretarse el cinturón, pero, madre mía, qué feliz la hacía tener una preciosa casa de tres habitaciones con un jardín pequeño y alegre.

Y desde que Hank se había ido a vivir con ella, el cinturón ya no apretaba tanto... y todo la hacía aún más feliz.

En aquel momento tenía una casa y un jardín lleno de policías y profesores, además de unos cuantos familiares y vecinos. Y todo estaba saliendo a pedir de boca.

Hank, para ella una visión adorable con su perilla bien cuidada, sus gafas de erudito y su delantal de «Cocino a cambio de sexo», estaba al mando de la parrilla. También había preparado la ensalada de patata, los huevos rellenos y otros entrantes. Ella había pelado y picado, incluso removido, pero el delantal de Hank decía la verdad... y había demostrado ser un cocinero buenísimo.

Sarah se sirvió un margarita -los cócteles sí que se le daban bien- y observó al hombre al que amaba, que bromeaba con su excompañero.

Brad y ella no se habían distanciado a nivel personal cuando Sarah cambió el uniforme por una placa dorada. La tranquilizaba ver lo bien que se llevaban su chico y aquel policía, por el que sentía cariño y respeto.

Tal vez la sorprendiera que se entendieran, incluso que ella se llevara bien con el profesor Coleson, el especialista en Shakespeare que lucía unas elegantes gafas con montura de carey.

Desde luego, Sarah no estaba buscando una relación, y solo había acudido a la cita a ciegas (la primera y la última de su vida) porque una amiga había vencido su resistencia a base de darle la lata.

En los entrantes se había quedado embelesada con su apariencia; en el plato principal, con su sinceridad, y para los postres la lujuria se había apoderado de ella.

Y con la patética excusa de «tomar la última copa», una expresión que Sarah no había usado hasta entonces, habían acabado en la cama.

Cuando a la mañana siguiente él le preparó el desayuno, Sarah salvó la distancia que la separaba del amor.

Se acercó a la parrilla y todo su cuerpo sonrió cuando él se inclinó para darle un beso despreocupado.
 
Sarah: ¿Necesitas ayuda?
 
Hank: En cuanto ponga estas hamburguesas en la bandeja, puedes llevártelas a la mesa, y también los perritos calientes.
 
Sarah: Vale. ¿Te has comido ya tu perrito incinerado, Brad?
 
Brad: Me he comido dos. La casa está preciosa, Sarah. El problema es que Ginny ha echado un vistazo y ha empezado a quejarse de que nosotros no tengamos unos macizos de flores tan bonitos.
 
Sarah: Necesita una Terri -señaló a una rubia llena de energía que corría detrás de un par de gemelos de corta edad-. Nuestra vecina de al lado es un genio con las plantas. Nos está enseñando.
 
Hank: Ha evitado varios asesinatos de flora este verano. Sarah está empezando a cogerle el truco a lo del jardín. Lo mío sigue siendo cuestionable. Aquí tienes, preciosa.

Sirvió las hamburguesas en la bandeja y añadió los perritos calientes.
 
Sarah: Listo, esto debería entretener a las hordas un rato. Deberías descansar un poco y comer algo, Hank.
 
Hank: Buena idea. ¿Y si antes nos tomamos una bebida fría para adultos, Brad?
 
Brad: Cuenta conmigo.
 
Sarah zigzagueó hacia la mesa y por el camino perdió unas cuantas hamburguesas y perritos calientes que la gente le fue arrebatando directamente de la bandeja en movimiento.

La dejó en la mesa y cogió el cuenco de ensalada de patatas, ya casi vacío, para llevárselo a la cocina, junto con una fuente que había contenido rodajas de tomate (del jardín de Terri), y rellenarlos.

Se encontró a Zac apoyado en la encimera, tomándose una cerveza y sumido en lo que parecía una discusión muy seria con el hijo de diez años de su compañero.
 
Zac: De ninguna manera, es imposible. Estoy contigo en lo de que estaría reñido, pero no hay forma de que Batman venza a Iron Man. Iron Man tiene el traje.
 
Ken, con la cara redonda, pecas y gafas, expresó su desacuerdo.
 
Ken: Batman también tiene su traje.
 
Zac: No puede ponérselo y echar a volar, colega.
 
Sarah escuchó el debate mientras rellenaba el cuenco y la fuente.
 
Ken: Voy a escribir la historia. Y ya verás. El Caballero Oscuro es el mejor.
 
Zac: Tú escríbela, que eso ya lo juzgaré yo.
 
A todas luces encantado, Ken salió corriendo al jardín.
 
Sarah: Se te da bien tratar con él.
 
Zac: Es fácil. Ese crío es genial. Aunque se equivoca con Tony Stark.
 
Sarah: ¿Quién es Tony Stark?
 
Zac: Creo que ahora mismo soy incapaz de dirigirte la palabra.

Negó con la cabeza y dio un trago a su cerveza. Aun así, hizo ademán de coger el cuenco para llevarlo a la mesa justo en el momento en que a Sarah empezó a sonarle el móvil en el bolsillo.

Lo sacó, frunció el ceño y a continuación suspiró.
 
Sarah: Mierda.
 
Zac: No estás de servicio.
 
Sarah: No es eso. Tengo programada una alerta que me avisa si sale en las noticias alguien relacionado con el tiroteo del centro comercial. Y tenemos a una persona.
 
Zac: ¿Quién? ¿Qué ha pasado?
 
Sarah: Rebecca Flisk. La han encontrado muerta en el jardín trasero de su casa esta mañana temprano. Le han pegado tres tiros. Era...
 
Zac: Lo recuerdo -conservaba sus propios archivos. Había estudiado al milímetro todos los reportajes y artículos de prensa, había leído hasta el último libro que se había escrito sobre esa noche, y seguía haciéndolo-. Su hermana fue la primera víctima fuera del cine. Ella misma recibió un par de disparos. Ahora es un activo importante en la lucha por el control de las armas de fuego.
 
Sarah: Los detalles que se han filtrado dicen que dejaron un cartel junto al cadáver. «¡Aquí tienes tu segunda enmienda, zorra!». Joder.
 
Zac: ¿Quién la ha encontrado?
 
Sarah: Un par de amigas. Según cuenta, salían a correr juntas todas las mañanas, al amanecer.
 
Zac: ¿Todas las mañanas?
 
Cuando Sarah levantó la vista y asintió, intercambiaron una mirada que solo podrían haber intercambiado dos policías.
 
Sarah: Sí, rutina. Alguien conocía su rutina. O la conocía o la vigilaba. Esto es algo más que un loco fetichista de la Segunda Enmienda.
 
Zac: Estaba divorciada, ¿verdad? ¿Volvió a casarse? ¿Algún novio? ¿Ex?
 
Sarah: ¿Quieres hacerte detective?
 
Zac: Serán las primeras cosas que tendrás que investigar.
 
Sarah: Sí, así es. -Ya no era un novato, pensó, y Zac tenía cualidades para convertirse en un investigador inteligente y fiable-. Pero no.
 
Zac: Pero vas a indagar. Ella estuvo allí. Nosotros estuvimos allí. Tienes que indagar.
 
Sarah: De nuevo, así es, pero no ahora. Hoy no. -Le pasó el cuenco a Zac y cogió la fuente-. Mañana me pondré en contacto con quienquiera que lo haya cogido.
 
Zac: ¿Me mantendrás informado?
 
Sarah asintió y miró hacia el jardín a través de la puerta trasera.
 
Sarah: Nunca terminará de verdad. Es de ese tipo de cosas que nunca cierras y olvidas. Pero tampoco se puede vivir con ello a diario.

Zac: Los medios lo harán circular de nuevo. Así son las cosas.
 
Sarah: No te metas en líos, haz tu trabajo.
 
Zac: Pero ¿me mantendrás informado?
 
Sarah: Sí, sí, pero olvídalo por hoy. Tómate otra cerveza.
 

Durante los días siguientes, Zac dedicó todo el tiempo que pudo a recopilar información sobre la investigación de Flisk. Fiel a su palabra, Sarah lo mantuvo al tanto, incluso presionó a los investigadores principales para que lo autorizaran a visitar la escena del crimen.

Estudió el jardín; los árboles y plantas frondosos ofrecían muchos escondites desde los que acechar.

La víctima sale por la puerta de atrás, pensó, una rutina que confirmaban múltiples declaraciones.

Realizó el recorrido en persona, se apartó de la puerta de atrás, cruzó el patio y se detuvo a la altura de la hierba manchada de sangre.

Dejó que se internara en el jardín, concluyó. Menos probabilidades de que la víctima volviera corriendo a la casa, más difícil que cualquiera que estuviera en las casas vecinas presenciara el asesinato, y desde la calle no se veía nada.

Inteligente.

Tres disparos, dos en el pecho, luego el de la cabeza.

Entonces se alejó del ángulo que el forense y el equipo de investigación habían designado. El agente se fijó en que había muchos escondites a la derecha de la trayectoria del objetivo mientras se dirigía hacia la puerta de la valla.

¿Habría dicho algo el asesino? A Zac le daba la sensación de que, si alguien decidía asesinar a una mujer debido a su lucha por el control de las armas de fuego, querría dejarle claro por qué lo hacía.

Pero lo único que percibía, al imaginárselo, era silencio.

¿Se habría retrotraído Flisk -se preguntó- a aquel momento en que había visto a Whitehall levantar el AR-15 en el centro comercial?

A veces se sorprendía preguntándose si el destino le tendría reservada la bala que no había recibido aquella noche, una bala suspendida en el aire, como en un vídeo en pausa, que lo desgarraría por dentro cuando el destino pulsara el botón de reproducción.

¿Le habría ocurrido eso también a Flisk?

Como Zac ya había llegado a la conclusión de que no podía hacer nada por cambiar el botón que el destino decidiera apretar, trabajaba para vivir y para mejorar las cosas, al menos para intentarlo. Pensó que Rebecca Flisk había hecho lo mismo.

Visualizó a la mujer: sobre el pelo corto y rubio apagado, una gorra negra con un logotipo de un revólver dentro de un círculo tachado; los auriculares puestos. Una camiseta de tirantes con refuerzo, de color azul oscuro, y unos pantalones cortos azul oscuro. Complexión atlética (las cicatrices que tenía en la pierna eran el recordatorio constante de una pesadilla); la llave de su casa metida en el bolsillo interior de la riñonera. Unas Nike rosas y blancas, y calcetines blancos.

En la cabeza de Zac, la mujer detenía su avance solo un momento.

¿Sorpresa, reconocimiento, resignación? Nunca lo sabría.

Dos pums suaves, pensó, puesto que balística había verificado que se trataba de una 32 silenciada. Ambos impactaron en el pecho. La víctima cae, pensó, se desploma sobre las manchas endurecidas en el césped por el sol del verano.

Tercer pum -más fuerte, ya que el silenciador era menos efectivo- dirigido desde arriba hacia la nuca.

Y luego la rúbrica del cartel, el mensaje.

Tenía la sensación de que algo no encajaba. El asesinato contaba con todos los elementos de un golpe frío, incluso profesional; pero el cartel reflejaba acaloramiento, rabia y descuido.

El asesino había tomado la precaución de recoger los casquillos, había dedicado el tiempo necesario a no dejar más rastro que las balas en el cadáver, ¿y luego va y añade un cartel escrito a mano que lo señala como un cabreado defensor de la Segunda Enmienda?

No encajaba porque el asesino no estaba cabreado, el asesinato no parecía personal.

Habían descartado al exmarido, reflexionó Zac mientras recorría la escena una vez más. La víctima y él mantenían una relación cordial. Él no poseía armas y, de hecho, hacía una donación anual a la organización de Flisk en nombre de su hijo.

En el momento del asesinato, él estaba ayudando a preparar el desayuno -había numerosos testigos- para unos veinticinco boy scouts, entre ellos su propio hijo, en un campamento de Mount Desert Island.

Flisk no tenía novio ni problemas con los vecinos, los voluntarios o el personal de la organización.

Algunas cuantas amenazas de muerte, seguro, procedentes precisamente del tipo de persona que habría escrito aquel mensaje. Pero aquello no encajaba.

O encajaba demasiado bien.

Zac regresó a su coche y recordó que, cuando había aparcado, habían salido dos personas de sendos jardines para preguntarle qué estaba haciendo allí. Había tenido que enseñarles su identificación policial.

Pese a que los vecinos habían declarado que en el momento del asesinato o bien seguían en la cama o bien estaban levantándose, a Zac le parecía que el asesino, para poder acechar a la presa, tenía que haber pasado bastante desapercibido en aquel tranquilo vecindario de clase media-alta.

Se subió al coche y redactó cuidadosas notas sobre sus observaciones y teorías. Quizá su principal teoría no fuera más que un error de novato, pero la detalló de todos modos.

El asesino poseía paciencia y control, podía pasar desapercibido en el barrio de la víctima, había matado con eficiencia y precisión. ¿Y el mensaje?

Una táctica defensiva.

Por supuesto, ninguna de sus notas, teorías y especulaciones ayudarían ni a Rebecca Flisk ni a su hijo, ya huérfano de madre, lo más mínimo. Pero él lo transcribiría todo, lo archivaría.

Y no lo olvidaría.
 

Cuando Vanessa oyó hablar de Rebecca Flisk y de la muerte violenta de una superviviente del centro comercial DownEast, apagó el televisor.

Estaba empeñada en olvidar.

Le había dado a Ash lo que quería: subalquiló el apartamento, volvió a casa. Y al cabo de menos de una semana conviviendo con sus padres y su hermana, huyó a la isla.

Quería a sus padres, de verdad. Y si bien la perfección de su hermana -de tal palo, tal astilla, en este caso- la sacaba de sus puñeteras casillas, también quería a Natalie.

Pero era incapaz de vivir con ellos.

CiCi le daba más espacio, en sentido literal, en la casa de invitados, que parecía de muñecas, situada encima del estudio acristalado. Y también le proporcionaba espacio emocional.

Si quería pasarse la mitad del día durmiendo, CiCi no le preguntaba si se encontraba bien. Si quería pasear por la playa en plena noche, CiCi no la esperaba despierta con gesto preocupado.

No le dedicaba una mirada ceñuda por dejar el trabajo, ni un largo suspiro por el color de su pelo.

Hacía tantos recados para CiCi como podía y preparaba algunas de las comidas, aunque no podía fardar de dotes como cocinera. Accedía a posar siempre que se lo pedía.

En consecuencia, al cabo de dos semanas, Vanessa tuvo que dar las gracias a Ash virtualmente. Hacía meses que no se sentía tan relajada y cómoda. De hecho, incluso empezó a pintar un poco.

Soltó el pincel cuando CiCi salió al patio con una bandeja sobre la que llevaba una jarra de sangría, vasos, un cuenco con salsa y patatas fritas.
 
Cici: Si no te apetece tomarte un descanso, me llevaré todo esto a mi estudio y me beberé la jarra entera.
 
Ness: Eso no puedo tolerarlo.
 
Vanessa dio un paso atrás para estudiar el paisaje marino en el que llevaba trabajando las tres últimas horas.

Cici: Es bueno.
 
Ness: No lo es.
 
Cici: Claro que sí.
 
Mientras CiCi, con una pamela de ala ancha sobre la trenza a rayas blancas y negras (su último look), servía la sangría, Vanessa se dejó caer en una de las sillas del patio.

El último tatuaje de CiCi le envolvía la muñeca con símbolos celtas como un brazalete.
 
Ness: Me lo dices como abuela, no como artista.
 
Cici: Como ambas cosas. -Entrechocó su vaso con el de Vanessa, se sentó, estiró las piernas y cruzó los pies, calzados con unas Birkenstock-. Es bueno, tienes sentido del movimiento y sabes captar la atmósfera.
 
Ness: La luz no está bien, y cagarla con eso aún empeora más el cuadro. Me encantan tus paisajes marinos. Tus retratos son increíbles, siempre, y no pintas paisajes marinos a menudo. Pero cuando lo haces, son temperamentales y mágicos.
 
Cici: En primer lugar, tú no eres yo, y deberías celebrar tu carácter único. En segundo lugar, pinto paisajes marinos o terrestres y naturalezas muertas cuando necesito calma o cuando me apetece. La mayoría de las veces prefiero sentarme aquí y contemplar el mar sin más. ¿Y lo de los retratos? Mi fascinación por las personas y por pintarlas es infinita. La pintura es mi pasión, punto. No la tuya.
 
Ness: Eso está claro.
 
Cici: Tienes diecinueve años. Te queda mucho tiempo para encontrar tu pasión.
 
Ness: He probado con el sexo.
 
Tras soltar una risa gutural, CiCi brindó y bebió.
 
Cici: Yo también. Es una afición estupenda, ya lo creo.
 
Divertida, Vanessa untó un poco de salsa.
 
Ness: Me estoy tomando un descanso en ese terreno.
 
Cici: Yo también. Eres una artista, y no se te ocurra llevar la contraria a tu abuela. Eres una artista, con talento y visión. La pintura es una disciplina que se te da bien, pero no es tu pasión, y no será tu principal medio de expresión. Experimenta.
 
Ness: ¿Con qué? Mi padre sigue intentando convencerme para que estudie derecho y mi madre cree que debería buscarme un novio bueno y formal.
 
Cici: Son conservadores, nena. No pueden evitarlo. Yo no lo soy, pero tampoco puedo evitarlo. Así que te diré que serías tonta si hicieras cualquiera de esas dos cosas. Experimenta -repitió- con todo. En lo referente al arte, voy a darte lo que nadie quiere: un consejo. ¿Recuerdas el agosto que pasaste aquí después de lo horrible?
 
Vanessa desvió la vista hacia la playa, las rocas que la bordeaban, el agua interminable.
 
Ness: Creo que me salvó de volverme loca, así que, sí, lo recuerdo.
 
Cici: Ash y tú pasasteis mucho tiempo en la playa la semana que ella también estuvo aquí. Construíais castillos de arena. Los de Ash eran precisos, bonitos y tradicionales, muy parecidos a ella. Y los tuyos eran fascinantes, imaginativos y extravagantes.
 
Vanessa bebió otra vez.
 
Ness: Entonces ¿debería dedicarme a construir castillos de arena?
 
Cici: A crear. Prueba con la arcilla, para empezar, a ver adónde te lleva. Hiciste una asignatura de introducción el año pasado.
 
Ness: ¿Cómo lo sabes?
 
CiCi se limitó a sonreír y a tomar un sorbo de sangría.
 
Cici: Sé muchas cosas. Y como sabía que íbamos a tener esta conversación, he pedido algunos materiales. Están en mi estudio. Podemos compartirlo, estableceremos turnos. Prueba. Si no es la arcilla, será otra cosa. Tómate el verano para empezar, para ver si descubres cuál es tu pasión.


1 comentarios:

Lu dijo...

Por dios, que loca que essss!!
Jamas pense que alguien mas estaba involucrado, me quede sin palabras.
Ahora ya veo que va a seguir con eso, e ira por Zac y Ness.


Sube pronto :)

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