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miércoles, 2 de octubre de 2019

Capítulo 3


Cuando CiCi regresó, Vanessa se levantó para que el señor Tisdale se sentara junto a su esposa. Antes de que ocupara otro asiento, la hermana de Ash, Mandy, la cogió del brazo.
 
Mandy: Ayúdame a traer té.
 
Vanessa cruzó con ella la enorme habitación hasta un mostrador sobre el que había jarras de agua caliente, café, bolsitas de té y tazas desechables.

Mandy, que era delgada y estudiosa y estaba en segundo año de carrera en el MIT, preparó una bandeja de cartón con gran eficacia.
 
Mandy: No te lo dirán -susurró; sus ojos oscuros la miraron largamente detrás de las gafas de montura negra-. Es grave. Le han pegado tres tiros.
 
Vanessa abrió la boca, pero no consiguió articular palabra. No había palabras.
 
Mandy: He oído a un policía hablar con una enfermera después de que se la llevaran al quirófano. Ha perdido mucha sangre. Es diminuta, y ha perdido mucha sangre. ¿Me acompañarías a donar sangre para ella? Puede que no la destinen a Ash, pero...
 
Ness: Sí. ¿Qué hacemos? ¿Adónde vamos?
 
Como era menor de edad, Vanessa necesitaba la autorización de CiCi. Fueron por turnos, porque había mucha gente haciendo eso mismo.

Vanessa miró a otro lado antes de que le introdujeran la aguja, porque las agujas la mareaban un poco. Después se tomó el vasito de zumo naranja, como le habían indicado que hiciera.

Cuando volvían a la sala de espera, le dijo a CiCi que tenía que ir al baño.
 
Cici: Voy contigo.
 
Ness: No, no pasa nada. No tardaré.
 
Quería ir sola, más que nada porque necesitaba vomitar el zumo de naranja.

Pero cuando entró en el baño, vio a una mujer de pie ante uno de los lavabos, llorando.

Era la madre de Tiffany. La señora Bryce había sido su profesora de lengua y literatura el primer año de instituto. Ese mismo curso, todo el mundo lo sabía, el señor Bryce se había divorciado de ella para casarse con una mujer (mucho más joven) con la que había tenido una aventura... porque estaba embarazada.

Vanessa cayó en la cuenta de que no había pensado ni en Tiffany ni en Austin, el chico al que pensaba que quería.
 
Ness: Señora Bryce.
 
La mujer se volvió sin dejar de sollozar.
 
Ness: Lo siento. Soy Vanessa Hudgens. Me dio usted clase en primero. Conozco a Tiffany. La he visto esta noche antes de... Antes.
 
**: ¿Estabas allí?
 
Ness: Con Ashley Tisdale y Miley Cyrus. En el cine. Ash está en quirófano. Le ha disparado. Le ha disparado. Ha matado a Miley.
 
**: Dios mío. -Se quedaron inmóviles, con las lágrimas resbalándoles por las mejillas-. ¿Miley? ¿Miley Cyrus? Dios mío.
 
Cuando abrazó a Vanessa, Vanessa se aferró a ella.
 
**: Tiffany está en quirófano. Ella..., no pueden decirme nada.
 
Ness: ¿Y Austin? Estaba con Austin.
 
La señora Bryce dio un paso atrás, se presionó los ojos con el pulpejo de las manos y negó con la cabeza.
 
**: Rezaré por Ash. -Se dio la vuelta hacia el lavabo, abrió el grifo y se mojó la cara una y otra vez-. Tú reza por Tiffany.
 
Ness: Lo haré -prometió, y lo dijo con sinceridad-.
 
Ya no tenía ganas de vomitar. Se sentía vacía.

En la sala de espera, se quedó dormida con la cabeza apoyada en el regazo de CiCi. Cuando despertó, permaneció allí acurrucada, tan aturdida que tenía la sensación de que una fina capa de humo desdibujaba la habitación.

A través de ella vio a un hombre de pelo gris y uniforme azul hablando con la señora Bryce. Y también con el señor Bryce y la mujer con la que se había casado tras dejarla embarazada.

La señora Bryce volvía a llorar, aunque no como en el baño. Tenía las manos entrecruzadas sobre el regazo y los labios apretados, pero no paraba de asentir. Y a pesar de la capa de humo, Vanessa advirtió su gratitud.

Tiffany no había muerto, no como Miley. No como Austin.

Ash tampoco moriría. No podía morir.

Esperaron. Volvió a quedarse dormida, aunque esta vez se sumió en un sueño ligero, de modo que notó el cambio de postura de CiCi.

La doctora tenía el pelo tan negro como la tinta y lo llevaba retirado de la cara. Tenía acento... indio, tal vez. Vanessa lo captó, pero el acento se desvaneció cuando las palabras atravesaron la niebla y Vanessa se puso en pie.

Ash había superado la operación.

Herida de bala en el brazo derecho. Sin daño muscular.

Otra bala le había rasgado el riñón derecho. Reparado, probablemente sin daños permanentes.

Herida en el pecho. Pulmones encharcados. Drenajes, reparaciones, transfusiones. Las siguientes veinticuatro horas críticas. Ash... joven y fuerte.
 
*: En cuanto salga de recuperación y esté en la UCI, podréis verla. Poco rato, un máximo de dos personas a la vez. Está sedada -continuó la doctora-. Pasará varias horas dormida. Deberían intentar descansar un poco.
 
La señora Tisdale lloró, pero como lo había hecho la señora Bryce.
 
**: Gracias. Gracias. Esperaremos e iremos a verla.
 
El señor Tisdale pasó un brazo por los hombros de su esposa.
 
*: Pediré que los acompañen a la UCI. Pero solo la familia -añadió mirando brevemente a Vanessa y a CiCi-.
 
***: Esta chica es de la familia -dijo el señor Tisdale-.
 
La doctora se ablandó y volvió a mirar a Vanessa.
 
*: Necesitaré tu nombre para la lista de visitas autorizadas.
 
Ness: Vanessa Hudgens.
 
*: ¿Vanessa Hudgens? ¿La primera que ha llamado a emergencias?
 
Ness: No sé si la primera, pero he llamado.
 
*: Vanessa, tienes que saberlo: al llamarlos tan rápido, le has dado a Ash la oportunidad de luchar. Incluiré tu nombre en la lista.
 

Después de que Vanessa se hubiera ido a casa a acostarse, a sumirse en sueños oscuros y fragmentados, Michael Foster permanecía sentado junto a la cama de hospital de su esposa mientras ella dormía.

Lisa se despertaba y volvía a preguntar por Brady. Su memoria a corto plazo se había visto afectada, pero la recuperaría, según le habían dicho. De momento, cada vez que recuperaba la consciencia, tenía que tranquilizarla diciéndole que Brady no había resultado herido.
Zac Efron. Estaban en deuda con Zac Efron por ello.

Lisa se despertaría, pensó Michael. Viviría.

Y, debido a una bala en la columna vertebral, nunca volvería a caminar.

Una bala le había impactado justo debajo del omóplato, pero la otra se le había clavado en la parte inferior de la médula espinal.

Michael intentaba creer que habían tenido suerte, porque debía creérselo para convencerla. Si la bala la hubiera alcanzado más arriba, podría haber perdido la sensibilidad en el tronco y en los brazos. Era posible que hubiera necesitado un respirador, que ya no hubiera podido girar el cuello.

Pero habían tenido suerte. Se había ahorrado el trauma de perder el control de la vejiga y los intestinos. Con tiempo y terapia, podría manejar una silla de ruedas motorizada, incluso conducir.

Pero su bella esposa, a quien le encantaba bailar, no volvería a caminar.

Nunca volvería a correr por la playa con Brady, a hacer senderismo, a subir y bajar las escaleras de la casa para la que tanto habían ahorrado.

Todo porque tres cabrones enfermos y egoístas se habían entregado a una especie de furor asesino sin sentido.

Ni siquiera sabía cuál de ellos había herido a su esposa, la madre de su hijo, el amor de su puñetera vida.

Daba igual cuál hubiera sido, pensó. Los tres eran culpables.

John Jefferson Hobart, alias JJ, diecisiete años.

Kent Francis Whitehall, dieciséis años.

Devon Lawrence Paulson, dieciséis años.

Adolescentes. Sociópatas, psicópatas. No le importaba qué etiqueta les pusieran los psiquiatras.

Conocía el número exacto de muertos, al menos el que correspondía a las cuatro de la madrugada, la última vez que lo había comprobado. Ochenta y nueve. Y su Lisa era una de las doscientas cuarenta y dos personas heridas.

Porque tres chavales perturbados, armados hasta los putos dientes, habían entrado en el centro comercial un viernes por la noche con el objetivo de matar y lisiar.

Misión cumplida.

No los contaba entre los muertos, no merecían que los contara. Pero podía estar agradecido a la agente de policía que se había cargado a Hobart, y agradecido por que los otros dos se hubieran suicidado... o matado el uno al otro.

Ese detalle seguía sin aclarar a las cuatro de la mañana.

Podía estar agradecido porque no fuera a celebrarse ningún juicio. Agradecido porque él, un hombre que se había dedicado a salvar vidas, no iba a pasarse las noches en blanco imaginando que los mataba personalmente.

Lisa se agitó en la cama, así que Michael se acercó aún más. Cuando ella abrió los ojos, su marido le besó una mano.
 
Lisa: ¿Brady?
 
Michael: Está bien, cariño. Está con tus padres. Está bien.
 
Lisa: Lo llevaba agarrado de la mano. Lo he cogido en brazos y he echado a correr, pero entonces...
 
Michael: Está bien, Lisa, cariño, está bien.
 
Lisa: Estoy muy cansada.
 
Cuando se quedó dormida, él volvió a vigilar su sueño.
 

Zac se despertó al amanecer con la cabeza a punto de estallarle, un escozor terrible en los ojos y la garganta reseca. La peor resaca del mundo sin una sola gota de alcohol.

Se duchó por tercera vez desde que había vuelto a casa con sus exhaustos y agradecidos padres y su pegajosa y sollozante hermana. Era incapaz de superar que la sangre de Britt le hubiera empapado los pantalones y manchado la piel.

Se tomó un ibuprofeno y bebió agua directamente del grifo.

Luego encendió el ordenador. No tuvo ningún problema en encontrar noticias sobre el tiroteo.

Estudió los tres nombres que facilitaban, luego las fotografías. Le dio la sensación de que Whitehall le sonaba, pero no sabía de dónde.

Reconoció a Paulson, estaba seguro. Lo había visto acribillar el cuerpo de un hombre a balazos y reírse.

Uno de los dos había matado a Britt, ya que los artículos decían que el tercero, Hobart, no había llegado a salir del cine.

Uno de ellos había matado a Justin, un ayudante de camarero del Mangia en su primer trabajo de verano. Y a Lucy, una camarera que tenía planeado jubilarse a finales de año y recorrer el país en caravana con su marido.

Y también a los clientes. No sabía a cuántos.

Dory estaba en el hospital, al igual que Bobby, Jack y Mary.

Rosie le había contado que el chaval armado había franqueado las puertas de cristal y había rociado de balas todo el comedor principal para luego volver a salir. Diez segundos, veinte. No más.

Leyó informes de testigos, hizo una pausa y leyó dos veces el de GameStop.
 
“Oímos el tiroteo, pero no estábamos seguros de qué era. En la tienda suele haber mucho ruido. Entonces entró un hombre corriendo y gritando que estaban disparando a la gente. Sangraba, pero ni siquiera parecía ser consciente de que le habían disparado. 

Fue entonces cuando el encargado de la tienda -no sé cómo se llama- empezó a decirle a todo el mundo que se metieran en la trastienda. Varias personas intentaron salir corriendo, pero los disparos estaban cada vez más cerca. Se oían, y el encargado no paraba de decir a la gente que se metieran en la trastienda. Estábamos muy apretados dentro, porque la tienda estaba abarrotada. Nunca en mi vida había pasado tanto miedo como mientras estuve metido en aquella habitación. La gente lloraba y rezaba, y el encargado nos decía que teníamos que guardar silencio. 

Entonces los oímos, disparos, muy fuertes. Justo en la tienda. Cristales rotos. Pensé que íbamos a morir todos, pero entonces paró. O supongo que avanzó hacia otro sitio. El encargado quería que nos quedáramos allí hasta que llegara la policía, pero a alguien le entró el pánico, supongo, y salió por la puerta a empujones. Unas cuantas personas se marcharon corriendo. Entonces llegó la policía y nos acompañó afuera. Ese chico nos salvó la vida, el joven encargado de las gafas gruesas. Estoy convencido de que nos salvó la vida.” 
 
Zac: Bien hecho, Chad -murmuró-.
 

En la minúscula cocina de su pequeño apartamento, Sarah puso la cafetera. Tendría tiempo de sobra para tomársela entera, puesto que la habían apartado del servicio.

Su inspector le había asegurado que volvería -y que lo más probable era que recibiera una medalla-, pero el proceso debía seguir su curso. No solo había disparado su arma, sino que había matado a una persona.

Sarah creía a su inspector y sabía que había hecho bien su trabajo, pero suponía que estaría con los nervios de punta hasta que le autorizaran volver al trabajo. No había caído en la cuenta de lo mucho que necesitaba ser policía hasta que le cupo la más mínima duda de que pudieran despedirla.

Mientras su viejo gato dormía en un cojín, Sarah se calentó un bollo y cogió el último plátano. Como el tamaño y la distribución del apartamento le permitían ver la pantalla desde la mesa de cocina/comedor/trabajo, se sentó a ella y encendió el televisor.

Sabía que la prensa conocía su nombre y, cuando había echado un vistazo por la ventana, le había quedado claro que la habían localizado. No pensaba salir del apartamento y enfrentarse a la avalancha de preguntas y cámaras. Se había filtrado su número de teléfono fijo, así que lo había desconectado. El timbrazo constante de las llamadas la sacaba de sus puñeteras casillas.

De momento su móvil seguía siendo seguro. Si su compañero o su inspector querían localizarla, podrían hacerlo. Además, aún contaba con el correo electrónico.

Mientras comía, abrió el portátil y vio los primeros programas de noticias en busca de cualquier información de la que no dispusiera todavía.

También hizo una lista de todos los nombres que tenía en la cabeza.

Vanessa Hudgens, su madre, su hermana. Zac Efron. Chad Danford. Michael, Lisa y Brady Foster. Ashley Tisdale.

Haría un seguimiento de todos ellos, aunque tuviera que ser en su tiempo libre.

Anotó los nombres de los tiradores. Tenía intención de averiguar todo lo que pudiera sobre ellos, sobre sus familias, sus profesores, sus amigos, sus jefes, si es que los tenían. Quería conocerlos.

Agregó los números -actuales- de muertos y de heridos. Añadió los nombres de los que tenía. Ya conseguiría el resto.

Ella había estado haciendo su trabajo, pensó mientras veía las imágenes, mientras comía, mientras trabajaba. Pero eso no significaba que no fuera personal.
 

CiCi Lennon vivía la vida según sus propias reglas. Dos de las más importantes («Intenta no hacer daño a nadie» y «Ten las pelotas de decir lo que piensas») chocaban a menudo, pero los resultados se mezclaban con la regla de «Compórtate como una imbécil cuando sea necesario», así que no le iba mal.

Sus padres, sobrios metodistas y republicanos tradicionales, la habían criado en Rockpoint, una tranquila zona residencial de clase alta en Portland, Maine. Su padre, ejecutivo financiero, y su madre, autoproclamada y orgullosa ama de casa, pertenecían al club de campo, iban a misa todos los domingos y organizaban cenas. Su padre se compraba un Cadillac nuevo cada tres años, jugaba al golf los sábados por la mañana y al tenis los domingos por la tarde (dobles con su esposa), y coleccionaba sellos.

Su madre iba a la peluquería los lunes, jugaba al bridge los miércoles y pertenecía al club de jardinería. Deborah (nunca Deb ni Debbie) Lennon guardaba el dinero para sus gastos dentro de un guante blanco en el primer cajón de su cómoda, no había escrito un cheque ni pagado una factura en su vida y, cuando su esposo volvía de trabajar, lo recibía con el maquillaje retocado. Para entonces ya le había preparado su cóctel nocturno -un martini seco con una aceituna, excepto durante el verano, cuando cambiaba al gin-tonic con un toque de lima- para que se relajara hasta la hora de cenar.

Los Lennon tenían contratados a un ama de llaves que trabajaba todos los días, a un jardinero que iba una vez a la semana y -durante la temporada- a un encargado de la piscina. Eran propietarios de una casa de veraneo en Kennebunkport y, tanto ellos mismos como los demás, consideraban que eran pilares de la comunidad.

Naturalmente, CiCi se rebeló contra todo lo que eran y representaban sus padres.

¿Qué iba a hacer una niña de los sesenta sino horrorizar a sus conservadores padres con su entusiasmo apasionado por la contracultura? Denunció la estructura patriarcal de la iglesia -y del estilo de vida de sus padres-, despotricó contra el gobierno, protestó de manera activa contra la guerra de Vietnam y quemó, literalmente, su sostén.

A los diecisiete años, CiCi cogió la mochila e hizo autostop hasta Washington para participar en las protestas. Desde allí empezó a viajar siguiendo el camino del sexo, las drogas y el rock and roll. Pasó la primavera en Nueva Orleans, donde compartió una casa destartalada con un grupo de artistas y músicos. Pintaba para los turistas, había nacido con ese talento.

Fue a Woodstock en una furgoneta que ayudó a convertir en una maravilla psicodélica con su pintura. En algún momento de aquel fin de semana de agosto y felicidad empapada de lluvia, concibió a una criatura.

Cuando se dio cuenta de que estaba embarazada, dejó las drogas y el alcohol, modificó su dieta, vegetariana -como haría innumerables veces por innumerables razones a lo largo de las décadas-, y se unió a una comuna en California.

Pintó, aprendió a tejer, plantó y cosechó verduras e intentó mantener una relación lésbica que fracasó..., pero lo intentó.

Dio a luz a su hija en un catre de una ruinosa casa de campo, durante una bonita tarde de primavera, mientras del tocadiscos emanaba el rock de Janis Joplin y los tulipanes se mecían con la brisa al otro lado de la ventana abierta.

Cuando Jessica Joplin Lennon tenía seis meses, CiCi, que echaba de menos el verde de la Costa Este, pidió a un grupo de músicos que la llevaran hasta allí con ellos. Por el camino, tuvo un rollo efímero con otro músico/compositor que, colocado, le ofreció tres mil dólares por pintarlo.

Y eso hizo, lo pintó cubierto únicamente con su guitarra Fender Stratocaster y un par de botas pesadas.

CiCi pasó página, el modelo de su cuadro logró un contrato discográfico y utilizó su cuadro para la portada del disco. La suerte quiso que obtuviera un gran éxito en las listas con el sencillo «Farewell, CiCi», y ganó un disco de oro.

Dos años más tarde, cuando CiCi y Jessica vivían en una casa compartida en Nantucket, el compositor murió de sobredosis. El cuadro salió a subasta y se vendió por tres millones de dólares.

Y la carrera artística de CiCi despegó de verdad.

Siete años después de que hiciera autostop hasta Washington, a su padre le diagnosticaron cáncer de páncreas. Aunque había enviado postales y fotos de su nieta y los llamaba dos o tres veces al año, la comunicación entre ellos siempre había sido escasa y tensa.

Pero el hecho de que su madre se desmoronara al teléfono hizo que CiCi siguiera otra de sus reglas: «Ayuda cuando puedas».

Metió a su hija, sus materiales y su bicicleta en una camioneta destartalada de tercera mano y volvió a casa.

Se dio cuenta de unas cuantas cosas. Se dio cuenta de que sus padres se querían, profundamente. Y ese amor profundo no implicaba que su madre pudiera enfrentarse al trabajo sucio. Se dio cuenta de que la casa en la que había crecido nunca volvería a ser su hogar, aunque podía vivir allí siempre y cuando sirviera a un propósito.

Se enteró de que su padre deseaba morir en casa y, como ella quería a su padre -sorpresa-, se aseguraría de que su deseo se cumpliera. A pesar de que rechazó la sugerencia insistente de su madre de que matriculara a Jessica en un colegio privado, sí la inscribió en la escuela pública de la zona. Mientras llevaba a su padre a quimioterapia y a las citas médicas y limpiaba vómitos, su madre se encargaba encantada de Jessica.

CiCi contrató a un enfermero cuya compasión, amabilidad y amor por el rock los convirtió en amigos de por vida.

Durante veintiún meses, CiCi ayudó a cuidar de su padre moribundo y a llevar las cuentas de la casa mientras su madre se aferraba a la negación y malcriaba a Jessica.

Su padre murió en casa, con la esposa que lo quería acurrucada a su lado en la cama y su hija sosteniéndole la mano.

A lo largo de los meses siguientes, CiCi aceptó que su madre nunca sería independiente, nunca aprendería a cuadrar un talonario de cheques o a arreglar un grifo que goteara.

Y aceptó que si se quedaba en un barrio residencial, en una mansión que no podía describirse precisamente como pequeña, con una mujer que a duras penas sabía cambiar una bombilla, se volvería loca de atar.

Como su padre había dejado a su madre en una posición económica más que segura, CiCi contrató a un gestor, a un manitas a domicilio y, dado que la otra se había jubilado, a un ama de llaves joven y entusiasta que también haría las veces de acompañante.

Cuando se enteró, durante aquellos veintiún meses, de que su padre había cambiado el testamento y le había dejado un millón de dólares -después de pagar los impuestos-, su primera reacción fue de rabia. Ella no necesitaba ni quería el dinero del establishment conservador de derechas. Ella podía -y, de hecho, lo estaba haciendo- mantenerse a sí misma y a su hija mediante su arte.

La rabia se desvaneció cuando se llevó a Jessica de excursión en ferri a Tranquility Island y vio la casa. Le encantaron los meandros, las amplias terrazas del primer y el segundo piso. Las vistas al mar, la estrecha franja de playa, esa curva de costa rocosa.

Podría pintar eternamente.

El cartel de SE VENDE fue toda una señal para CiCi.

A solo cuarenta minutos en ferri de Portland, estaba lo bastante lejos (¡gracias a Dios!) de su madre, pero lo bastante cerca para mitigar cualquier sentimiento de culpa. Y había un pueblo con una alegre comunidad de artistas a un paseo en bicicleta.

Después de una dura negociación, la pagó al contado e inició el siguiente capítulo de su vida.

En ese momento estaba de vuelta en un barrio residencial de clase alta, por poco tiempo, esperaba, en casa de una hija que siempre se había parecido más a su abuela que a aquella madre que había tratado de inculcarle cierto espíritu de aventura, independencia y libertad.

Porque «Ayuda cuando puedas» seguía siendo una regla. Y CiCi quería a sus nietas sin medida.

Preparó el desayuno a su hija y a David en la cocina, elegantemente moderna. Había desconectado los teléfonos y cerrado las cortinas cuando empezaron a acudir los reporteros.

Había escuchado las noticias en la televisión de la habitación de invitados y había oído la repetición de la llamada de Vanessa a emergencias. Le había provocado escalofríos. No solo habían filtrado la llamada, sino también el nombre de su nieta.

Se sentó con David y Jessica a la barra de la cocina y lanzó su propuesta.
 
Cici: Dejad que me lleve a Vanessa a la isla, al menos hasta que empiece el instituto.
 
Jess: Necesita estar en casa.
 
Cici: La prensa no va a dejarla en paz. Fue la primera en pedir ayuda y es una chica preciosa de dieciséis años. Una de sus amigas ha muerto, y la otra está en el hospital. Ash ha sobrevivido a la noche. Sigue en estado crítico, pero ha sobrevivido.
 
David dejó escapar un resuello tembloroso.
 
David: No querían darme información sobre ella cuando he llamado.
 
CiCi lo miró. Era un buen hombre, pensó. Un buen hombre, un buen marido, un buen padre. En aquel momento parecía agotado.
 
Cici: Howard pidió que incluyeran mi nombre y el de Vanessa en la lista de familiares. -Y como era un buen hombre, tendió una mano y la colocó sobre la suya-. Deberías llamarlo a él.
 
David: Lo haré. Sí, lo llamaré.
 
Entonces CiCi posó la otra mano sobre la de su hija.
 
Cici: Jessica, sé que necesitas a tus hijas, y ahora mismo ellas también te necesitan a ti. Yo me quedaré mientras pueda ayudaros. Vanessa no se moverá de aquí hasta que esté segura de que tú estás bien y de que Ash está bien. E imagino que la policía necesitará hablar con ella.
 
David: Tendremos que hacer una declaración ante la prensa. Tienes razón. No la dejarán en paz.
 
Cici: Sí, así es. Pero después de todo eso dejad que me la lleve, que le ofrezca unas semanas de paz y tranquilidad. A pesar de la locura de los veraneantes de la isla puedo ofrecérselas... y a Ash también, cuando esté lo bastante recuperada. Nadie la molestará, o las molestará, yo me encargaré. Y Vanessa necesitará a alguien con quien hablar de todo esto, aparte de nosotros. Conozco a alguien, pasa parte del verano en la isla. Es un terapeuta que tiene consulta en Portland, así que puedes comprobar sus credenciales, David. Podéis conocerlo, hablar con él.
 
David: Sí, tendría que hacer todas esas comprobaciones.
 
Cici: Lo sé, pero descubrirás que es muy bueno. Vanessa necesitará hablar con alguien. Natalie y tú también, cariño.
 
Jess: Ahora mismo no quiero hablar con nadie ni ver a nadie. Solo quiero estar en casa, con mi familia.
 
CiCi se dispuso a contestar, pero David negó con la cabeza a modo de advertencia.
 
Cici: Vale, pues piénsatelo. Después de que paséis ese tiempo juntos, unas semanas en la isla podrían ayudar a Vanessa a escapar de todo. A Natalie también, si quiere venir, pero sé que tiene muchas ganas de ir a ese campamento ecuestre, y solo quedan un par de semanas para que empiece. A ella le gusta la isla, pero a Vanessa le encanta.
 
David: Ya lo hablaremos. Te agradecemos, CiCi, que...
 
Cici: Ni se te ocurra. La familia está para lo que la familia necesita. Y ahora mismo creo que esta familia necesita más café.
 
Cuando se levantaba, entró Vanessa.

Los cercos oscuros que tenía bajo los ojos, aturdidos e hinchados, contrastaban con su palidez.
 
Ness: Ash se ha despertado. La enfermera me ha dicho que la doctora estaba examinándola, y su padre me ha dicho... me ha dicho que ha preguntado por mí. Tengo que ir a ver a Ash.
 
Cici: Claro que sí, pero tienes que desayunar algo. No conviene que Ash te vea tan pálida. No ayudará a que se sienta mejor, ¿verdad, Jessica?
 
Jess: Ven, siéntate, cariño -le rogó-.
 
Ness: No tengo hambre.
 
Jess: Solo un poco. CiCi te preparará solo un poquito.
 
Se sentó y examinó la cara de su madre. Las vendas, las magulladuras.
 
Ness: ¿Te encuentras mejor?
 
Jess: Sí.

No obstante, se le llenaron los ojos de lágrimas.
 
Ness: No llores, mamá. Por favor.
 
Jess: No sabía dónde estabas. Me di un golpe en la cabeza, y la pobre Nat... Fue solo un minuto -continuó-, pero estaba confusa y asustada. Oía los disparos y los gritos, y no sabía si estabas bien, si estabas a salvo. Sé que Ash necesita verte, pero antes yo te necesito un ratito conmigo.
 
Ness: No sabía si Nat y tú... No lo sabía. -Se sentó junto a su madre y apoyó la cabeza en su hombro-. Al despertarme he pensado que había sido una pesadilla. Pero no.
 
Jess: Ahora ya estamos bien.
 
Ness: Miley no.
 
Jessica la acarició, la meció.
 
Jess: Voy a llamar a su tía. Llamaría a su madre, pero creo... que llamaré a su tía. Le preguntaré si podemos hacer algo.
 
Ness: Austin también está muerto.
 
Jess: Oh, Vanessa.
 
Ness: Lo he visto en las noticias... Las he puesto antes de bajar y he visto los nombres y las fotos de los que lo hicieron. Iban a mi instituto. Los conozco. Iba al instituto con ellos. Uno de ellos iba a mi clase, y han matado a Miley y a Austin.
 
Cici: No pienses en eso ahora.
 
Negación, pensó CiCi, como su abuela. Cierra los ojos ante la mierda hasta que no puedas seguir haciéndolo.

CiCi observó a Vanessa levantarse e ir a sentarse en el otro banco, frente a sus padres.
 
Ness: Mi nombre salía en las noticias. Me he asomado y hay gente fuera, periodistas.
 
David: No te preocupes por eso. Yo me encargo.
 
Ness: Es mi nombre, papá. Y mi voz... Han reproducido la llamada que hice a la policía. Tenían mi foto del anuario. No quiero hablar con ellos, ahora no. Necesito ver a Ash.
 
Cici: Tu padre hablará con ellos -dijo para zanjar el asunto. Le sirvió un huevo revuelto, dos tiras de beicon y una tostada con mantequilla-. Y tu madre te ayudará a maquillarte un poco, que mi Jess siempre ha tenido buena mano para esas cosas. Después te recogemos el pelo debajo de una gorra, te pones las gafas de sol, y tú y yo salimos por detrás mientras tu padre los mantiene ocupados en la puerta principal. Atajaremos por los patios traseros hasta donde tengo aparcado el coche, en el camino de entrada de los Jefferson. Los llamé anoche para avisarlos. Luego lo único que tendremos que hacer es llamar al hospital y pedir que nos dejen acceder por una entrada lateral.
 
David: Vaya, qué buen plan -murmuró-.
 
Cici: Cuando has tenido que hacer unas cuantas salidas rápidas de hoteles, moteles o lo que sea, aprendes los trucos. Te llevaremos con Ash -acarició el enredado cabello de Vanessa-. Pero come un poco antes.


1 comentarios:

Maria jose dijo...

Pobre vanessa todo lo que sucedió es muy triste
Siguela pronto
Saludos!!!

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