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miércoles, 30 de octubre de 2019

Segunda parte: Propósito apasionado. Capítulo 11


Zac se sentó con Chad Danford en las rocas para contemplar el reflejo de la luna sobre la bahía. Sostenían sendas botellas de cerveza, técnicamente una infracción. Pero Zac suponía que, a las dos de la madrugada y en aquel tramo solitario de costa, a nadie le importaba.

Aunque Chad se había mudado a Seattle, donde había conseguido trabajo nada más terminar la universidad, no habían perdido el contacto y se mantenían informados de manera esporádica a través de mensajes de texto y emails.

Los encuentros cara a cara solían limitarse a las visitas de Chad por Navidad y algún que otro fin de semana largo en verano.
 
Zac: Siento no haber podido venir antes -dijo cuando se acomodaron-.
 
Chad: ¿Mierdas de policía?
 
Zac: Sí.
 
Chad: ¿Has pillado al malo?
 
Con un gesto de asentimiento, Zac dio su primer trago largo.
 
Zac: Lo tengo encerrado a cal y canto.
 
Chad: Detective Efron. Todavía me entra la risa cuando lo oigo.
 
Zac: Chad Danford, friki supremo de la informática. No me sorprende en absoluto -volvió a llevarse la botella a la boca y trató de relajarse tras un día difícil-. No esperaba volver a verte este verano. Si viniste en julio...
 
Chad: Ya.
 
Chad dio un sorbo más lento, más pequeño, y se subió las gafas por el puente de la nariz.

Mantenía la constitución fornida, pero había desarrollado algo de músculo. Tenía mucho más pelo que antes, lo suficiente para recogérselo en la nuca en un amago de coleta. Se había dejado crecer una extraña perilla que no conseguía ocultar al friki que había debajo.

Chad miró hacia el mar y se encogió de hombros.
 
Chad: Mi madre insistió mucho en que volviera para ese rollo con McMullen. Supongo que una parte de mí también quería participar. No tanto para hablar de ello como para ver a algunas de las personas que estaban en la tienda aquella noche.
 
Zac: Aquel chaval. Tenía unos doce años y está estudiando para ser médico.
 
Chad: Sí, y la mujer embarazada. Tuvo gemelos.
 
Zac: Los salvaste tú, tío.
 
Zac dio un golpecito a la botella de Chad con la suya.
 
Chad: Supongo. Y a todo esto, ¿cómo está Brady Foster?
 
Zac: Muy bien. Fue el mejor bateador del equipo del instituto el año pasado. Tuvieron otra criatura, ya sabes, Lisa y Michael.
 
Chad: Sí, es verdad. Me lo habías contado.
 
Zac: Una niña. Tiene cinco años. Camille. Es listísima, se parece a su madre. Te lo juro, Chad, Lisa es increíble. Vive con aquella noche a diario, pero, no sé, no deja que la defina. Desde luego no la frena. Veo a esa familia, y lo que les costó aquella noche, y que no se han limitado a sobrevivir a ello, ni siquiera a superarlo, sino que, bueno, que brillan, no sé si me explico. Brillan como esa puñetera luna de ahí arriba.
 
Chad: Nunca te lo he preguntado, pero ¿has vuelto alguna vez? Al centro comercial.
 
Zac: Sí. -Había trazado mapas, marcado puntos de ataque, víctimas, movimientos, números. Lo tenía todo en sus archivos-. Ha cambiado mucho.
 
Chad: Yo soy incapaz de entrar. Ni siquiera me gusta pasar cerca en coche. Nunca te lo había dicho, pero acepté el empleo en Seattle porque era lo más lejos que podía marcharme sin salir del país. Bueno, del continente, y no recibí ofertas de Alaska ni de Hawái. Es un gran trabajo, una buena empresa -añadió-, pero me fui por la distancia.
 
Zac: No tiene nada de malo -dijo al cabo de un momento-.
 
Chad: Me paso semanas, meses, sin pensar en ello. Pero vuelvo aquí y me sobreviene de nuevo. Y es raro... porque pasé la peor parte en una sala cerrada con llave y abarrotada de gente, no en el meollo como tú. Dios, éramos unos críos, Zac -bebió un trago más largo-. Oigo hablar de otro tiroteo en masa y todos los recuerdos vuelven de golpe.
 
Zac: Te entiendo.
 
Chad: Yo me voy a Seattle, y tú te plantas en primera línea.
 
Zac: Aceptaste un trabajo, tío. Te has forjado una carrera.
 
Chad: Sí, de eso quería hablarte. La razón por la que he vuelto es que voy a aceptar un traslado a Nueva York. Antes me tomaré un tiempo de descanso e iré a echar un vistazo a unos cuantos apartamentos que tiene la empresa -se encogió de hombros-. Quieren que dirija la división de ciberseguridad.
 
Zac: ¿Que la dirijas? Joder, Chad -le propinó un codazo de felicitación en las costillas-. Eres un puto mandamás friki.
 
El comentario lo hizo sonreír, pero Chad negó con la cabeza y se subió las gafas por el puente de la nariz.
 
Chad: Estuve a punto de rechazarlo. Nueva York está mucho más cerca que Seattle, pero no puedo dejar que esa puñetera noche, ese puñetero centro comercial... ¿cómo lo has dicho? Defina mi puñetera vida. Así que me mudo a Nueva York en noviembre.
 
Zac: Enhorabuena, tío, en todos los aspectos.
 
Chad: ¿Cómo lo haces? Me refiero a lo de la placa y el arma, y arriesgar tu vida todos los putos días.
 
Zac: El trabajo de detective consiste sobre todo en detectar y en hacer un montón de papeleo, trabajo de campo. No es como en la tele. Nada de persecuciones en coche y tiroteos.
 
Chad: Y ahora me dirás que nunca has participado en ninguna de esas dos cosas.
 
Zac: En algunas persecuciones en coche. En bastantes más a pie, no sé por qué les da por correr, pero también en algunas en coche. Son una locura, lo reconozco.
 
Chad: ¿Y en tiroteos?
 
Zac: Esto no es el Salvaje Oeste, Chad.
 
Chad siguió mirándolo con aquellos ojos tranquilos desde detrás de los gruesos cristales de sus gafas.
 
Zac: Me he visto implicado en un par de situaciones en las que ha habido tiros.
 
Chad: ¿Pasaste miedo?
 
Zac: Puedes apostarte ese culo peludo que tienes.
 
Chad: Pero lo hiciste de todos modos, y sigues haciéndolo. ¿Ves?, a eso me refería, Zac. Tú plantas cara y haces las cosas de todos modos, y siempre ha sido así. Nueva York no es enfrentarse a un capullo con un arma, pero es algo así como mi «hacer las cosas de todos modos» -guardó silencio, sonrió-. Acompañado de un ascenso y un aumento gordísimo.
 
Zac: Eres un cabrón con suerte. Apuesto a que ese coche de alquiler tiene hasta una nevera llena de cervezas.
 
Chad: Siempre estamos preparados. Pero yo tengo que conducir, así que me planto con una.
 
Zac: Bueno, pues vámonos a mi casa y nos las pulimos. Mañana, bueno, hoy ya, es domingo y no me toca trabajar. Puedes dormir en el sofá.
 
Chad: Suena bien. ¿Por qué sigues viviendo en ese basurero?
 
Zac: No está tan mal, y se habla de cierto nivel de gentrificación en el barrio. Podría estar en el lugar ideal en un abrir y cerrar de ojos. De todos modos, quizá no pase allí mucho más tiempo. Mañana por la tarde iré a ver una casa. Desde fuera, y por lo que he visto en la visita virtual, podría ser la definitiva. Un jardín bonito, cocina nueva.
 
Chad: Tú no cocinas.
 
Zac: No importa. Un dormitorio principal magnífico, con baño y todo eso. Me gusta el barrio. Puedo ir a pie a varios pubs y restaurantes, cortar el césped de mi propio jardín. Y lo mejor: si consigo rebajar el precio un par de miles, podré permitírmela sin necesidad de vender mi sangre ni aceptar sobornos.
 
Chad: Podrías vender tu esperma -sugirió-. ¿Te acuerdas de aquel tío de la universidad que lo vendía, Fruenski?
 
Zac: Creo que primero intentaré negociar. Oye -dijo cuando se levantaban-, deberías acompañarme mañana a ver la casa.
 
Chad: Tengo que ir a ver a mis abuelos. Ya he quedado con ellos. Y luego, el lunes, me voy a Nueva York a echar un vistazo a mi propia casa.
 
Zac: Entonces aprovechemos al máximo las cervezas que quedan.
 
 
Zac durmió hasta el mediodía y luego preparó café y huevos revueltos, ya que tenía compañía. Se despidió de Chad con la promesa de pasar un fin de semana de juerga en Nueva York una vez que su viejo amigo se hubiera instalado.

Cuando se duchó con agua tibia, pues al parecer el calentador de agua del edificio estaba averiado de nuevo, pensó en lo bien que le había sentado estar con Chad. Y hablar de cosas de las que era consciente que Chad había evitado hablar hasta entonces.

Se vistió mientras estudiaba la pared de su dormitorio, la que utilizaba como improvisado tablero para los casos. Había pegado fotos de todos los supervivientes del centro comercial DownEast que habían muerto y había señalado la causa de la muerte encima de cada caso: accidental, causas naturales, homicidio, suicidio.

Tenía mapas con la ubicación de cada víctima en el momento de su muerte, con el nombre, la fecha y la hora.

Y los había relacionado con la información de la que disponía sobre su ubicación y cualquier lesión sufrida la noche del 22 de julio de 2005.

Demasiados, pensó de nuevo. Son demasiados.

No podía rebatir el argumento de Sarah sobre la variedad de armas y métodos empleados en los homicidios, pero sabía que había un patrón. Un patrón que todavía no veía con claridad.

Tenía los informes de las autopsias, las declaraciones de los testigos, copias de las entrevistas con familiares. Había recopilado artículos y grabaciones de los últimos doce años, hasta culminar en el especial de McMullen.

Le había sorprendido ver allí a la hermana de Hobart. Patricia Hobart, pálida, con los ojos hundidos, aparentaba más de veintiséis años. Aunque, supuso, el hecho de que tu hermano asesinara a un montón de gente, que tu madre volara su casa por los aires bajo la influencia de las drogas y el alcohol (según afirmaba el informe del forense) y que el imbécil de tu padre se emborrachara y matara a una mujer y a su hijo, además de a él mismo, justificaba el envejecimiento prematuro.

La chica no había llorado, recordó Zac mientras estudiaba su foto en la pared. Pero tenía muchos tics nerviosos. Mantenía los hombros encorvados y se retorcía los dedos o se tiraba de la ropa.

Un traje deslucido, rememoró, zapatos feos. Vivía con sus abuelos, ejercía de cuidadora principal de su abuela, que usaba un andador desde que se había recuperado de una fractura de cadera, y de su abuelo, que había sufrido dos pequeños derrames cerebrales.

Los abuelos paternos, con una posición económica verdaderamente cómoda, que habían desheredado a los gilipollas del padre y el tío, que habían dejado su arsenal a disposición de un trío de adolescentes pirados para que se llevaran las armas, las usaran y mataran a lo que resultaron ser noventa y tres personas en cuestión de minutos.

Menuda familia de mierda, pensó mientras se ajustaba el arma que llevaba cuando estaba fuera de servicio. Se metió la billetera, la identificación y el móvil en los bolsillos.

Al salir, sacó el móvil y llamó a Sarah. La llamó porque era posible que si le enviaba un mensaje de texto lo ignorara.

Bajaba la escalera al trote cuando ella contestó.
 
Zac: Voy de camino a la casa de la que te hablé, he quedado con la agente inmobiliaria Renee. Ven a verla conmigo. Tráete a toda la panda.
 
Sarah: Es una tarde calurosa y perezosa, Zac.
 
Zac: Por eso es perfecta. Después iremos al parque y así el perro y el niño podrán correr un rato. Y luego os llevaré a todos a comer pizza para celebrar que habré presentado una oferta. Estoy convencido de que esta es la definitiva.
 
Sarah: Eso mismo dijiste de aquella extraña casa victoriana de hace tres meses.
 
Zac: Me gustaba la extraña casa victoriana, pero me dio malas vibraciones cuando la recorrimos.
 
Sarah: Sí, sí, malas vibraciones. Estás enganchado a visitar casas, Zac.
 
Como era posible que fuera verdad, evitó responder.
 
Zac: Será divertido. Está a solo unas manzanas de tu casa.
 
Sarah: Es casi un kilómetro.
 
Zac: Un bonito paseo dominical, ¿no crees? Luego al parque y pizza. De camino compro una botella de vino.
 
Sarah: Eso es muy injusto.
 
Zac se echó a reír.
 
Zac: Venga. Necesito que alguien me convenza para que la rechace si no es la correcta o para que la compre si lo es. El puñetero calentador está a punto de palmarla otra vez. Tengo que salir de este sitio de una vez.
 
Supo, por el largo y ruidoso suspiro, que la había convencido.
 
Sarah: ¿A qué hora es la cita?
 
Zac: A las dos. Estoy saliendo para allá ahora mismo.
 
Sarah: A Puck y a Dylan no les iría mal dar un paseo y correr un rato. Y a Hank y a mí no nos vendría mal el vino. Tengo que organizarme primero. No se te ocurra hacer una puñetera oferta antes de que lleguemos.
 
Zac: Vale. Gracias. Hasta ahora.
 
Volvió la vista hacia el edificio. Alguien que no tenía ni idea de ortografía había añadido un grafiti nuevo que aconsejaba: FOYATE UN GANZO.

Asumió que se referían a «ganso», pero a saber.

En cualquier caso, no era más que otra señal de que su tiempo allí debía llegar a su fin.

Sin embargo, habían abierto una cafetería decente a un par de manzanas, y alguien había comprado uno de los edificios cercanos con grandes promesas de rehabilitación y apartamentos modernos.

Lo de la gentrificación era posible.

Otra razón para largarse. Agradecería ver el barrio limpio, arreglado, pero no quería pasarse la vida en un bloque de apartamentos.

Mientras conducía, se imaginó instalando una barbacoa en su nueva terraza trasera. Sabía cocinar a la parrilla... más o menos. A lo mejor hasta aprendía a cocinar algo que no fueran huevos revueltos y sándwiches de beicon con queso a la parrilla. A lo mejor.

Celebraría fiestas en las que la barbacoa echaría humo o, en invierno, con la chimenea de gas encendida en el gran salón. Dejaría uno de los tres dormitorios como habitación de invitados y convertiría el otro en lo que sería su primer verdadero despacho en casa.

Se compraría una gran pantalla plana (y cuando decía grande quería decir enorme) y se abonaría a todos los puñeteros canales de deportes de la tele por cable.

A esto me refiero, se dijo al entrar en el que había resuelto que sería su nuevo barrio.

Las casas eran más antiguas, desde luego, pero no le importaba. La mayoría se habían reformado siguiendo la siempre popular idea de espacio abierto, con baños y cocinas elegantes.

Había muchas familias, y eso tampoco le importaba. A lo mejor se topaba con alguna madre soltera sexy. Le gustaban los niños, los niños no le suponían un problema.

Giró hacia el camino de entrada de la sólida casa de ladrillo de dos pisos y pensó que prefería con mucho la descarada rareza de la casa victoriana al aspecto tradicional de aquella. Pero lo sólido estaba bien, lo robusto bastaba. Y estaba claro que los dueños se habían esforzado en aumentar el atractivo exterior con las plantas, los arbustos, las puertas nuevas en el garaje.

Le iría bien un garaje.

Al bajar del coche, se fijó en que ya había otro vehículo aparcado. Y no era el de Renee, su pacientísima agente inmobiliaria. Sintió curiosidad y anotó la matrícula (pura costumbre) mientras recorría lo que se dijo que sería su sendero de ladrillo.

La mujer abrió la puerta justo antes de que él tocara el (su) timbre.
 
*: ¡Hola! Zac, ¿no? -Aquella atractiva rubia, vestida con una camisa roja entallada y pantalones blancos, le tendió la mano-. Soy Maxie, Maxie Walters.
 
Zac: Vale. Se supone que he quedado con Renee.
 
Maxie: Sí, me ha llamado ella. Le ha surgido un imprevisto familiar. Su madre ha tenido un pequeño accidente, nada serio -añadió de inmediato-. Pero ya sabes cómo son las madres. Renee intentará llegar a tiempo, pero no quería que tuvieras que retrasar o posponer la visita, sobre todo porque hemos recibido el chivatazo de que los vendedores van a rebajar el precio cinco mil dólares mañana.
 
Zac: No pienso quejarme -entró en la casa y examinó el vestíbulo de techo alto que había admirado en la visita virtual-.
 
Maxie: He estado familiarizándome con la propiedad. Tiene algunos elementos maravillosos. Conserva los suelos de madera originales, y creo que han hecho un gran trabajo al restaurarlos. ¿Y no te encanta la sensación de espacio que transmite la entrada? -continuó mientras hacía un gesto a Zac para que siguiera adelante-.
 
Después cerró la puerta.
 
Zac: Sí, la casa me transmite buenas vibraciones.
 
Deambuló por la sala de estar (bien distribuida, pensó, pues había visto todas las distribuciones posibles) e imaginó la pantalla plana gigante en la pared.

Le gustaba que el campo visual se abriera hasta la misma cocina, que contaba con una barra amplia con taburetes, el comedor y los amplios ventanales con puerta corredera que daban a la terraza trasera que quería para él.
 
Zac: Entonces ¿trabajas con Renee?
 
No sabía por qué lo preguntaba. Ya conocía a todos los compañeros de Renee.

Se volvió hacia ella. Rubia con los ojos azules, veintitantos años, alrededor de un metro sesenta y cinco, y unos cincuenta y dos kilos. Buen tono muscular.
 
Maxie: Somos amigas -contestó mientras encabezaba la marcha hacia la cocina-. En realidad ha sido mi mentora. Hace solo tres meses que obtuve la licencia. Encimeras de granito -añadió-. Los electrodomésticos son nuevos. No son de acero inoxidable, pero creo que el blanco va bien con este espacio.
 
Su voz, pensó Zac. Había algo en su voz. Se detuvo de camino a la atrayente terraza y se dio la vuelta; la barra de la cocina entre ambos.
 
Maxie: ¿Se te da bien cocinar, Zac?
 
Zac: La verdad es que no.
 
Pensó que la sonrisa coqueta que la agente inmobiliaria le dedicó no encajaba en el espacio entre la nariz y la barbilla.

Maxie se acercó a la barra.
 
Maxie: Eres detective de policía. Debe de ser emocionante. No estás casado, ¿no?
 
Zac: No.
 
Maxie: Es una gran casa para formar una familia.
 
La mujer cambió de postura. Él no le veía las manos, pero su lenguaje corporal... Todos los instintos de Zac se pusieron en alerta. Los ojos, el pelo, incluso la forma de la boca, con aquella ligera sobremordida, eran diferentes. Sin embargo, la voz...

Cayó en la cuenta solo un instante demasiado tarde. La chica ya había sacado el arma. Zac se lanzó al suelo en busca de cobijo, pero ella lo alcanzó dos veces, en el costado y en el hombro.

Cayó con fuerza en el suelo de madera restaurada, detrás de la barra de granito de la cocina, y un dolor pasmoso le estalló por todo el cuerpo.
 
Maxie: Menudo policía. -Con una carcajada, la mujer rodeó la barra con paso tranquilo para rematarlo de un tiro en la cabeza-. Protegiste mejor a no sé qué crío idiota hace un montón de tiempo que a ti mismo ahora. Di adiós, héroe.
 
Zac vio que la expresión de su rostro cambiaba de ansiosa a conmocionada. Él ya había desenfundado su arma. Disparó tres veces con la mano izquierda, ya que no podía blandirla con la derecha.

La oyó gritar, pensó que le había dado, pensó que al menos la había alcanzado una vez antes de que aprovechara la barra para cubrirse. Antes de que la oyera salir corriendo hacia la puerta principal.
 
Maxie: ¡Hijo de puta! -gritó mientras corría-.
 
Zac tuvo que arrastrarse por el suelo, sin soltar el arma, para salir de detrás de la barra. La mujer había dejado la puerta abierta. Oyó el ruido de un coche al arrancar, el chirrido de neumáticos.

Era posible que volviera, pensó. Si esa mujer volvía... Con los dientes apretados, se forzó a sentarse y volver hasta la barra. Jadeante a causa del dolor, luchó por encontrar su teléfono.

Sintió que se desvanecía. No sabía cuánto tiempo había pasado inconsciente. Sin dejar de tratar de respirar para controlar el dolor, sacó el móvil.

Empezó a marcar el 911, luego pensó en Sarah y su familia.

Su compañera contestó al segundo tono.
 
Sarah: ¡Ya vamos! Cinco minutos.
 
Zac: No, no. No vengáis. Quedaos donde estáis. Me han disparado. Me han disparado.
 
Sarah: ¿Qué? ¡Zac!
 
Zac: Necesito una ambulancia. Necesito refuerzos. No me jodas, me desmayo otra vez. Necesito una orden de búsqueda...
 
Sarah: ¡Zac! ¡Zac! Hank, quédate aquí, quédate con Dylan.
 
Hank: Sarah, ¿qué...?
 
Pero ella ya había echado a correr, con el teléfono en una mano y el arma en la otra.
 
Sarah: ¡Agente abatido, agente abatido! -gritó al teléfono-.
 
Hank cogió a su hijo en brazos, agarró la correa de Puck. Y rezó.

Sarah salvó los últimos cuatrocientos metros en menos de dos minutos, corriendo a la máxima velocidad que le permitían las piernas; la gente que trabajaba en sus jardines levantaba la vista para mirarla.

Sarah: ¡Agente de policía! Métanse dentro. Entren.
 
No dejó de correr hasta que llegó al porche de la casa de ladrillo. Empuñando el arma, comprobó que la entrada estaba despejada, apuntó hacia las escaleras que subían y luego hacia delante.

Y vio a Zac.
 
Sarah: Por favor, por favor, por favor.
 
Primero le tomó el pulso y después se abalanzó sobre la mesa del comedor, puesta para varios comensales, para coger aquellas servilletas de tela tan hábilmente dobladas.

Tras hacer un ovillo con ellas, presionó la herida que Zac tenía en el costado. Aquel súbito dolor nuevo le devolvió la conciencia.
 
Zac: Me han disparado.
 
Y estás en estado de shock, pensó ella.
 
Sarah: Sí, te pondrás bien. No te muevas. Ya viene la ambulancia. Y los refuerzos.
 
Zac: Necesito mi arma por si vuelve esa mujer.
 
Sarah: ¿Quién? ¿Quién es esa mujer? No, no, no, quédate conmigo. Quédate conmigo. ¿Quién te ha hecho esto?
 
Zac: Hobart, la hermana. Joder, joder, joder. Patricia Hobart. Conduce...
 
Sarah: No te duermas. ¡Mírame! Quédate conmigo, maldita sea.
 
Zac: Conduce un Honda Civic último modelo. Blanco. Matrícula de Maine. Mierda, mierda, no puedo...
 
Sarah: Sí que puedes. ¿Las oyes? ¿Oyes las sirenas? Ya llega la ayuda.
 
Y ella tenía las manos empapadas de sangre. No podía detener la hemorragia.
 
Zac: La matrícula, con esa langosta estúpida. -Resollaba, luchando por permanecer junto a Sarah. Para permanecer con vida-. Cuatro-siete-cinco-Charlie-Bravo-Romeo.
 
Sarah: Bien, bien, eso está muy bien. ¡Aquí dentro! ¡Aquí dentro! Deprisa, maldita sea. Está sangrando. No consigo detener la hemorragia.
 
Los paramédicos la hicieron apartarse, recostaron a Zac y se pusieron manos a la obra.

Policías, con las armas desenfundadas, entraron corriendo detrás de ellos.

Sarah levantó la mano izquierda, sintió que la sangre de Zac le resbalaba por la muñeca.
 
Sarah: Soy policía. Somos policías.
 
Toro: Detective Parker, soy Toro. Cielo santo, es Zac. ¿Quién cojones ha hecho esto?
 
Sarah: La atacante es Hobart, Patricia, veintitantos años, pelo castaño, ojos castaños. Conduce, o conducía, un Honda Civic blanco último modelo. La matrícula lleva dibujada la langosta de Maine. Cuatro-siete-cinco-Charlie-Bravo-Romeo. Comunícalo. No sé su dirección, vive con sus abuelos. Comunícalo. Coged a esa zorra.
 
**: Detective -dijo uno de los agentes-, hay un rastro de sangre, en la salida. Es posible que esté herida.
 
Sarah miró a Zac y rogó con todas sus fuerzas que así fuera.
 
Sarah: Alerta a clínicas y hospitales. Que dos de vosotros despejen la casa. ¡Y moveos, vamos, moveos!
 
 
Patricia se movió. Y rápido. El hijo de puta le había disparado. ¡No podía creérselo! Esperaba que ese poli muriera entre gritos. No podía parar para comprobarlo, pero la bala le había entrado justo por debajo de la axila izquierda. Y pensaba, esperaba, que hubiera vuelto a salir. Lo llamaban disparo con orificio de salida, recordó mientras se tragaba las lágrimas de dolor y furia.

Si aquel cabrón vivía lo suficiente, la identificaría. Además, sabía que había sangrado al salir, y eso significaba que tendrían su ADN.

Pegó un puñetazo al volante del coche robado mientras se adentraba en la curva del camino de entrada de sus abuelos.

Necesitaba su dinero, sus documentos identificativos falsos, varias armas, su bolsa de viaje de emergencia. Tendría que abandonar el coche robado, cogería el suyo hasta que pudiera deshacerse de él.

Lo tenía todo planeado, pensó. Lo tenía planeado. Solo que no esperaba echarse a la carretera con una herida de bala.

Entró a toda prisa en la casa y subió las escaleras.

Debería haber salido a la perfección, se dijo. Se había trabajado a la gilipollas de la agente inmobiliaria del policía visitando algunas de las casas que él había visitado. Se había ido de copas -¡como si fueran amigas!- con aquella zorra inútil. Y ella estaba justo ahí, bebiendo limonada con vodka, cuando el tipo que debería estar muerto llamó a la imbécil de Renee por la casa.

Fácil, después de eso. Te acercas el domingo por la mañana, te haces con el código de la caja de seguridad y luego matas a la estúpida de Renee y te llevas sus archivos de la casa y demás. Después solo hay que esperar.

Pero él la había pillado. ¿Cómo demonios lo había hecho?

Dejó escapar un gemido lloroso mientras se empapaba el orificio de debajo de la axila con agua oxigenada y se lo tapaba.

Patricia lo había notado, por la posición del cuerpo del poli, por cómo le estudiaba la cara.

Lo más seguro era que estuviera muerto, tenía que estar muerto, se dijo mientras se ponía una camisa limpia, sacaba la bolsa de emergencia y metía más dinero y más documentos de identidad en ella.

Tendría que haberse asegurado. Sabía que él llevaría un arma aunque estuviera fuera de servicio, no era tonta. Pero le había alcanzado dos veces: en el costado derecho y en el hombro derecho.

¿Cómo demonios iba a saber ella que aquel tipo sería capaz de desenfundar y disparar con la mano izquierda?

¡Cómo demonios iba a saberlo!

Cogió dos pistolas más, sus cuchillos de combate, un garrote hecho a mano, mucha munición e incluso se tomó el tiempo necesario para buscar otra peluca, varias prótesis faciales más, algunas lentillas, más vendas y los analgésicos que había birlado del suministro de sus abuelos.

La cabreaba muchísimo no sacar provecho de la venta de la casa y de los seguros de vida cuando sus abuelos por fin la palmaran. Pero tenía más que suficiente para mantenerse durante años.

Con una mueca de dolor, se echó la bolsa al hombro y comenzó a bajar.
 
Agnes: ¿Patti? ¿Patti? ¿Eres tú? El abuelo ha vuelto a hacerle algo a la tele. ¿Puedes arreglarla?
 
Patri: Claro. Claro que puedo arreglarla -dijo cuando su abuela salió traqueteando con el andador-.
 
Sacó una nueve milímetros y disparó a su abuela en plena frente. La anciana se desplomó con un suave siseo.
 
Patri: ¡Arreglado! -dijo en tono alegre, y luego entró en el dormitorio de sus abuelos, donde el aire sobrecalentado olía a viejo-.
 
Su abuelo, sentado en su sillón reclinable, daba golpes al mando a distancia con una mano mientras la pantalla del televisor emitía interferencias.
 
*: A esta cosa le pasa algo. ¿Has oído ese ruido, Patti?
 
Patri: Sí. Adiós.
 
El hombre levantó la vista y entrecerró los ojos detrás de las gafas.

Patricia también le disparó en la cabeza y soltó una risita feliz.
 
Patri: ¡Por fin!
 
Entró y salió de la casa en menos de diez minutos .al fin y al cabo había practicado, dejando dos cadáveres a su paso.

Sin superar los límites de velocidad, condujo hasta el aeropuerto, dejó el coche en un aparcamiento de larga estancia, robó un sedán del montón y se puso en camino.


2 comentarios:

Lu dijo...

Por dios!!!
Esta tipa si que esta loca, matar a sus abuelos e intentar matar a Zac.. Espero que no le pase nada a el.
Lo bueno es que ya saben quien esta atras de todos los asesinatos...


Cuantos capis faltan?
Sube pronto

Carolina dijo...

My god!!!
Que va a hacer esa loca???
Necesito saberlo
Y también necesito saber cuando se conocen Zanessa xD
Publica pronto porfis

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