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sábado, 30 de noviembre de 2019

Capítulo 22


Cuando Patricia decidió que quería documentar su historia, en plan profesional, solo encontró a una persona que estuviera a la altura. A ver, Susan McMullen había estado allí, en el DownEast, y había entrado en racha con los vídeos que había grabado de aquel idiota de Paulson.

¿Quién mejor?

Además, Patricia sentía que Susan la había tratado con cierto respeto cuando concedió aquella entrevista de aniversario. Incluso le gustaban el aspecto y la voz de Susan; aunque, por supuesto, ella adoptara esa expresión de pobrecita de mí, soy tímida y estoy triste.

Eso sería diferente. Eso sería real. Y en el momento en que llegara a la televisión por cable y a internet, la gente por fin sabría quién era el puñetero cerebro, quién había sufrido las puñeteras injusticias.

Patricia incluso redactó una especie de guion y ensayó. Al hacerlo, quedó tan impresionada por sus propias habilidades que decidió que, cuando se diera a la buena vida en Florida, escribiría un guion sobre su vida y milagros.

Cuando lo tuvo preparado, cuando lo tuvo todo en su sitio, cuando pensó que todo era perfecto, estableció contacto.
 
Susan: Hola, soy Susan.
 
Patricia: No cuelgue -susurró con voz temblorosa-. No llame a la policía.
 
Susan: ¿Quién es?
 
Patricia: Por favor, tengo que hablar con alguien. ¡Tengo mucho miedo!
 
Susan: Si quiere hablar conmigo, necesito que me dé un nombre.
 
Patricia: Soy... soy Patricia. Patricia Hobart. ¡Por favor, no llame a la policía!
 
Susan: ¿Patricia Hobart? -Tono de duda-. Demuéstramelo.
 
Patricia: Usted entró en... lo llamó la habitación verde, antes de que me sacaran para el reportaje del último aniversario. Se sentó conmigo y me dijo que si alguna vez recordaba algo de mi hermano, cualquier cosa que no le hubiera dicho a la policía, llamara a este número. Que podía contárselo a usted.
 
Susan: Y aquí estoy, Patricia. -El entusiasmo ya era evidente-. Me alegro de que me hayas llamado.
 
Patricia oyó crujidos, imaginó a McMullen cogiendo una grabadora, un cuaderno. Y sonrió.
 
Patricia: ¡No sé qué hacer!
 
Susan: Dime dónde estás. Te está buscando el FBI. Y muchos policías.
 
Patricia: Las cosas no son como ellos dicen, para nada, para nada. No sé qué está pasando. No lo entiendo. Aunque he conseguido escapar, vivo asustada. Voy a entregarme, pero antes necesito hablar con alguien. Necesito hablar con alguien que me escuche y diga la verdad. -Añadió unos sollozos entrecortados-. No sabe..., no sabe lo que me hicieron.
 
Susan: ¿Quiénes?
 
Patricia: Mis abuelos. Dios, necesito contárselo a alguien. No puedo seguir huyendo, pero nadie me creerá.
 
Susan: Puedes contármelo a mí. Yo te creo. ¿Qué te hicieron?
 
Patricia: No, no, así no. En persona. Necesito que lo grabe todo para que, bueno, quede constancia. No puede decírselo a nadie o me matarán. Lo sé. Quizá debería suicidarme y terminar con todo.
 
Susan: No lo hagas, Patricia. Tienes que contar tu historia. Te ayudaré.
 
Patricia sonrió, permitió que un dejo de esperanza le permeara la voz temblorosa.
 
Patricia: ¿Me ayudará?
 
Susan: Claro. ¿Por qué no me dices dónde estás?
 
Patricia: Estoy... ¡Llamará a la policía!
 
Susan: No, no, no lo haré. Has dicho que vas a entregarte, pero que primero quieres contar tu historia. Quieres que yo me ocupe de que la gente oiga tu historia. No llamaré a la policía.
 
Una voz débil, pensó Patricia, con solo un ligero toque de esperanza desesperada.
 
Patricia: ¿Lo jura?
 
Susan: Patricia, soy periodista. Solo quiero la verdad, solo quiero tu historia. Jamás te traicionaría. De hecho, cuando estés preparada, conozco a un abogado que te ayudará. Lo dispondremos todo para que te entregues de manera que nadie te haga daño.
 
Patricia estudió la petaca de whisky de la que había bebido mientras McMullen hablaba.
 
Patricia: ¿Haría eso por mí?
 
Susan: Dime dónde estás e iré a reunirme contigo. Hablaremos.
 
Patricia: Si se lo dice a la policía, y vienen, me suicido. Te... Tengo pastillas.
 
Susan: No te tomes ninguna pastilla. No los llamaré. ¿Dónde estás? Iré ahora mismo.
 
Patricia: ¿Ahora mismo?
 
Susan: Sí, ahora mismo.
 
Patricia: Estoy en el Motel Traveler’s Best, en la autopista noventa y ocho, justo antes de la salida de Portland. Por favor, ayúdeme, señorita McMullen. No tengo a nadie más.
 
Susan: No te muevas, Patricia. Estaré allí en cuarenta minutos.
 
Patricia: Alguien tiene que escucharme -sollozó de nuevo-. Usted es la única.
 
Colgó y brindó consigo misma en el espejo con aquel whisky al que había cogido el gusto.

Susan se cambió a toda prisa para ponerse un traje digno de la cámara. Si las cosas salían bien, tendría a esa loca en su estudio al cabo de dos horas. La mayor exclusiva de todas, y le llovía del cielo.

En cuanto la tuviera hilvanada, llamaría al FBI. Primero la madre de todas las exclusivas, y luego se convertiría en la intrépida reportera que acabó con Patricia Jane Hobart.

Comprobó la hora mientras cogía el portátil; empezaría con una conexión digital remota. Casi medianoche. Recortaría esos cuarenta minutos si se daba prisa.

Metió en una bolsa la grabadora, por si Patricia se mostraba cohibida al principio, una cámara de fotos, el móvil y un neceser con maquillaje. Revisó su pistola, que tenía la culata rosa fucsia, y se plantó en el garaje en cinco minutos clavados.

Emily Devlon podría haberla avisado de que Patricia era bastante hábil con las puertas de garaje, pero las muertas no hablan.

Susan se sentó al volante.

Sus ojos se abrieron como platos en el espejo retrovisor cuando Patricia se incorporó en el asiento trasero. Estaba intentando echar mano al bolso y la pistola cuando le clavó la jeringuilla en el cuello.
 
Patricia: Buenas noches.
 
Cuando Susan se desplomó, Patricia salió y abrió el maletero. Sacó a Susan del coche, le ató las muñecas y los tobillos con bridas de plástico, y le puso una mordaza solo por si se le pasaba el efecto del sedante y armaba un escándalo.

Con un poco de esfuerzo, la arrastró hasta el maletero, la levantó y la metió dentro.
 
Patricia: Échate una buena siesta. Tenemos un largo camino por delante.
 
Cerró el maletero.
 

Vanessa no se lo dijo; no estaba preparada. Y en cualquier caso, el momento no parecía el más oportuno para una declaración de amor.

Sabía que Zac se quedaría con el perro. Si no estaba ya prendado de él, se veía que, como le había ocurrido a ella, era inevitable y cada vez estaba más cerca.

Como Zac ya había hecho una muy buena obra del día, ella hizo la suya y preparó un sencillo plato de pasta para cenar. No mencionó que le había enseñado a cocinarlo un violonchelista italiano.

Zac le explicó el miedo que el perro tenía a la gente y por qué, y Vanessa lo pasó por alto estratégicamente.

Zac alimentó al animal, que comió como si llevara semanas hambriento. A Vanessa se le rompió el corazón al preguntarse si en verdad sería así.

Para cuando terminó de preparar la cena, el perro había dejado de esconderse detrás de Zac y estaba acurrucado debajo de la mesa, dormido junto a su cuenco vacío.
 
Ness: Hay que ponerle nombre.
 
Zac negó con la cabeza mientras se sentaban a cenar a una mesa extensible de madera reciclada que le había comprado a un amigo de CiCi.
 
Zac: Si se va a otra casa, le pondrán otro nombre, y eso no hará sino confundirlo todavía más. Vaya, esto está muy bueno -dijo después de probar la pasta-. Me ocultas cosas. ¿Sabes cocinar?
 
Vanessa hizo un gesto de negación.
 
Ness: Hay un par de cosas que me salen bien y unas cuantas que me quedan bastante comestibles. Eso es supervivencia, no cocinar.
 
Zac: Según mis estándares, es cocinar. Gracias. ¿Cómo te han ido hoy las cosas?
 
Ness: Bien, pero me he dado cuenta de que necesito tomarme un descanso de mi... misión. Un cambio de ritmo. Necesito hacerte esos bocetos.
 
Zac: ¿Qué tal si me pongo un taparrabos? Podría ponerme un taparrabos.
 
Ness: ¿Tienes uno?
 
Zac: No, pero podría improvisar. Lo del desnudo...
 
Ness: Te he visto desnudo.
 
Zac: Verme desnudo es distinto a estudiarme desnudo y dibujarme desnudo. Tú te quedas al otro lado, vestida.
 
Ness: He estado a ambos lados.
 
Zac: ¿Qué?
 
Zac dejó de comer.
 
Ness: En Nueva York complementaba mis ingresos posando como modelo.
 
Zac: ¿Desnuda?
 
Ness: Estudios de figura. -La reacción de Zac le hizo gracia, aunque no la sorprendió; pinchó un fideo-. Es arte, Zac, no voyerismo.
 
Zac: Te garantizo que algunos chicos, y seguro que algunas chicas, estaban allí practicando el voyerismo.
 
Ella se echó a reír.
 
Ness: En cualquier caso me pagaban -zanjó-. Bueno, esta noche es perfecta. He traído mi cuaderno de bocetos. Puedes considerarlo un pago por la cena... y por lo que te daré después de la sesión.
 
Zac: ¿Me estás sobornando con favores sexuales? Eso... funcionará a la perfección.
 
Ness: Eso creía yo. No me has contado lo de que el FBI ha ido a hacerte una visita.
 
Zac: Radio macuto.
 
Ness: Está a tope de chismes. ¿No me lo has dicho porque pensabas que me afectaría?
 
Zac: No ha sido para tanto.
 
A ella le habían contado otra cosa, pero quería escuchar su versión.
 
Ness: Pues cuéntame cómo ha sido y confía en que sea capaz de gestionarlo.
 
Zac cogió la copa de vino que Vanessa había insistido en que iba mejor con la pasta que la cerveza. No podía decir que se equivocara.
 
Zac: No tiene que ver con que pudiera afectarte o no. Creo que tiene más que ver con no traerme el trabajo a casa.
 
Con las cejas enarcadas, Vanessa se agachó y miró con toda la intención al perro que dormía debajo de la mesa.
 
Zac: Vale, me has pillado.
 
Ness: Lo cual demuestra que tu trabajo nunca termina del todo, y el mío tampoco. ¿Y bien?
 
Zac: Al agente especial Caraculo no le ha gustado que un funcionario con un chollo de puesto en una isla de mierda perdida en mitad de la nada le haya pisado el terreno.
 
Ness: ¿Ha dicho que tu puesto es un chollo?
 
Zac: Sí -rompió a reír y luego comió más pasta-. Así de estirado es.
 
Ness: Ah. Y considera que esta es una isla de mierda perdida en mitad de la nada.
 
Zac: En cierto modo es verdad. A mí me gusta servir y proteger nuestra isla de mierda. Pero no me gusta que entre en mi despacho para intentar intimidarme. -Ya le había contado lo esencial, así que se encogió de hombros y añadió-: Básicamente lo he mandado a la mierda y se ha ido.
 
Ness: ¿No le importaba que hubiera muerto una mujer?
 
Zac: Tengo que creer que le importaba y que le importa, y que esa es una de las razones por las que ha decidido venir a por mí. Ha lanzado el golpe y ha fallado. Mira, la mayoría de los agentes del FBI con los que me he cruzado son personas entregadas, que quieren atrapar a los malos y que están dispuestas a cooperar con los funcionarios locales, a integrarlos en las investigaciones cuando tiene sentido hacerlo. Pero este tipo... se toma el «especial» de «agente especial» de manera literal. Se cree mejor que los policías.
 
Ness: No me cae bien.
 
Zac: Eh, a mí tampoco. Es imbécil de remate. Pero eso no significa que no sea bueno en su trabajo.
 
Ness: Entonces ¿por qué no ha atrapado a Hobart?
 
Zac: Porque ella es muy astuta. Inteligente, astuta y más lista que el hambre. Tiene talento, voluntad y un montón de dinero. No se me ocurriría machacar al agente especial Caraculo por no haberla pillado todavía. -Sacudió un hombro-. Lo he hecho porque es tan prepotente y territorial que se pasa por el forro la información y la ayuda de las fuentes externas... Sobre todo, a saber por qué, la que le ofrezco yo.
 
Ness: CiCi conoce a gente. Apuesto a que conoce a gente que conoce al jefe del FBI o a gente que conoce a gente que lo conoce.
 
Zac: No vayas por ahí. -Le dio unas palmaditas suaves en la mano-. Yo lo soluciono, y si resulta que no lo consigo... -Remató el vino-. Entonces podemos retomar la idea de recurrir al increíble poder de CiCi.
 
Se levantó para recoger los platos. El perro lo imitó de inmediato y, con tantas prisas, se golpeó la cabeza contra la pata de una silla.
 
Zac: Madre mía, relájate un poco. Tengo que darle otra pastilla y volver a aplicarle la pomada en los oídos. Lo de la pastilla es fácil. Se mete dentro de una especie de funda de distintos sabores. Lo de los oídos podría ponerse feo.
 
Ness: Seguro que es un perro muy bueno -se dio la vuelta en la silla al ver que el perro seguía a Zac hasta el fregadero-. Seguro que es muy valiente.
 
Pegado a la pierna de Zac, el perro la observaba.
 
Ness: Eres guapísimo, y tienes unos ojos muy tiernos. -Mientras hablaba, fue agachándose hasta sentarse en el suelo-. ¿Cómo es posible que se hayan portado tan mal contigo? Pero ahora ya irá todo bien. Has ido a parar a un enorme cuenco de comida para perros.
 
El animal dio un paso cauteloso hacia ella y volvió a retroceder, pero ella siguió hablando.
 
Ness: Y anda que no has sido listo al encontrar a Zac. Se quedará contigo. Él dice que no, pero se quedará contigo.
 
Otro paso cauteloso, luego otro más.

Quieto y en silencio para no distraerlo, Zac contemplaba la escena pensando que el perro parecía medio hipnotizado. El animal pegó la barriga al suelo y se acercó a la mano que Vanessa le había tendido. La olfateó, probó a lamerla.

Se encogió cuando ella levantó la mano, tembló cuando se la puso en la cabeza.
 
Ness: Ya está. Ya no va a pegarte nadie.
 
El perro se acercó más, con la mirada clavada en la cara de Vanessa mientras ella lo acariciaba.
 
Ness: Noto las cicatrices -murmuró-. Tiene corazón y fortaleza. Su alma debe de ser muy pura si aún es capaz de confiar en los humanos. No han conseguido volverlo malo. No tiene ninguna maldad -se agachó y besó al perro en el hocico-. Bienvenido a casa, forastero.

Zac sacó una de las pastillas y la metió en la funda. Y aceptó que tenía perro.
 

El lado negativo apareció cuando sacó al perro a pasear. Con el tiempo, pensó, el perro se familiarizaría con el terreno y saldría por su cuenta. Pero de momento lo llevaría a pasear al bosque.

Si los osos cagan en el bosque, los perros también.

Como el perro no imitaba a los osos, Zac supuso que aún no había ingerido suficiente comida como para expulsarla.

Hasta que llegaron al sendero de pizarra, momento en que el perro se acuclilló y se alivió.
 
Zac: Joder, ¿qué tiene de malo el bosque? Ahora tendré que limpiarlo con la pala.
 
Cuando la cogió, el perro se encogió y se echó a temblar.
 
Zac: Madre mía, tranquilo, no es para ti.
 
Se dio cuenta de que le ardía la sangre solo de pensar en que alguien pudiera golpear a un pobre perro con una pala.

Cuando volvieron a entrar, cogió una de las galletas para perros, se agachó y se la ofreció.
 
Zac: No es una recompensa por cagarte en el sendero, porque, tío, eso es de muy mala educación. Es solo porque sí. Bueno, ahora tengo que subir y desnudarme, y no para pasármelo bien y acostarme con ella. Ya me muero de vergüenza.
 
Empezó a subir las escaleras con el perro a su lado. Volvió la vista atrás cuando llegó arriba y oyó un gemido.
 
Zac: ¿Cómo has hecho eso? -Desconcertado, bajó la mitad de la escalera, hasta donde el perro se había quedado atascado al meter la cabeza entre los barrotes de la barandilla-. ¿Cómo se te ha ocurrido meter la cabeza ahí? Espera. Deja de retorcerte.
 
Consiguió ladearle la cabeza, tirar del cuerpo, volver a recolocarle la cabeza y, por fin, liberársela.
 
Zac: No vuelvas a hacer eso.
 
Esta vez el perro lo siguió pisándole los talones hasta el dormitorio.

Vanessa estaba sentada en el sillón, junto al fuego, haciendo bocetos arbitrarios en su cuaderno. Bocetos de posiciones de un cuerpo; de posiciones de un cuerpo desnudo. ¿Era el cuerpo desnudo de Zac?

Por si eso no fuera lo bastante incómodo, Zac miró la cama. Dio un paso hacia ella.

Zac: Eso es una espada. Hay una espada en la cama.
 
Ness: Te dije que te quería sosteniendo una espada.
 
Zac: Tienes una espada.
 
Ness: Se la he pedido prestada a CiCi.
 
Zac: CiCi tiene una espada.
 
La cogió (era pesada), estudió la larga funda tallada.

Parecía antigua, pensó. No era una espada llena de joyas y elegante, sino antigua y... usada en batalla.
 
Zac: Qué barbaridad.
 
La desenvainó y su brillo y la pureza de sus líneas lo asombraron.

La han usado en alguna batalla, pensó de nuevo, al detectar varias muescas. Acero contra acero.
 
Zac: Menuda pasada. ¿Por qué tiene CiCi una espada?
 
Ness: Se la regalaron. No sé qué embajador. O a lo mejor fue Steven Tyler. También tiene una catana, y he pensado en traerla, pero tú eres estadounidense de los pies a la cabeza y una catana sería demasiado exótica.
 
Zac: Tiene una catana y una... ¿Esto es un sable?
 
Ness: No tengo ni idea. Desnúdate, jefe.
 
Aún con la espada entre las manos, lanzando una estocada lenta hacia la derecha y otra hacia la izquierda, porque era imposible no hacerlo, Zac la miró con el ceño fruncido.
 
Zac: Un hombre tendría que estar loco para blandir una espada estando desnudo.
 
Ness: Los celtas lo hacían.
 
Zac: Pero primero se volvieron locos.
 
Ness: Desnúdate -repitió sin piedad-. Ahí tienes una botella de vino por si necesitas valor.
 
Zac: Tal vez primero deberías darme detalles sobre los favores sexuales.
 
Ness: Entonces no sería una sorpresa, ¿verdad? No seas tímido. Repito, ya te he visto desnudo.
 
Zac: El perro no -replicó, pero soltó la espada para desvestirse y acabar de una vez-.
 
Ness: Ha sido todo un detalle comprarle un perrito de peluche al perro.
 
Zac: No he sido yo. Ha sido Donna. Ningún perro mío jugará con muñecos.
 
Ness: ¿No? Pues será mejor que se lo digas a él.
 
Ya sin camisa y con las manos en el botón de los vaqueros, Zac levantó la vista y descubrió al perro hecho un ovillo y con una pata sobre el muñeco de peluche cuya cara lamía con cariño.
 
Zac: Acaba de llegar y ya me está avergonzando.

Resopló con fuerza y se desnudó del todo.
 
Ness: Acércate más al fuego, la luz es bonita. Con la espada. Ponte mirando hacia la izquierda pero vuelto hacia mí desde la cintura. Vamos a probar a hacer un par en los que sujetes la espada por la empuñadura, con la punta hacia abajo. Puedes hablar.
 
Zac: No tengo palabras.
 
Ness: La isla está empezando a prepararse para la temporada.
 
De cháchara en pelotas. De cháchara en pelotas con una espada. Madre mía. Pero lo intentó.
 
Zac: Sí, hay mucha gente haciendo limpieza de primavera y dando manos de pintura.
 
Vanessa dirigió una conversación casual entreverada de instrucciones de que se girara o cambiase de postura.
 
Ness: Quiero que levantes la espada sobre el hombro izquierdo, como si fueras a asestar una estocada. Aguántala ahí un minuto.
 
Buenos dorsales, pensó ella, bíceps fuertes, un torso esbelto. La cicatriz que se abultaba sobre el músculo oblicuo derecho del abdomen, el dorsal y el deltoides añadía una prueba tangible de violencia.
 
Ness: Bájala un momento, sacúdela -se levantó, le sirvió un poco de vino-. Relájate.

Zac: ¿Hemos terminado?
 
Ness: Aún no. Quiero que vuelvas la cabeza, mira hacia la puerta. Imagina a tu enemigo en ella, cargando contra ti.
 
Zac: ¿Puede ser Darth Vader?
 
Ness: ¿No sería mejor Kylo Ren? Él mató a Han Solo, Vader fue incapaz.
 
Zac: Es importante que sepas todo eso. -Le tendió de nuevo la copa de vino-. Pero nadie supera a Vader en fuerza oscura.
 
Ness: Pues entonces Darth Vader, no se hable más -cogió la copa, la posó y volvió a su sillón-. Quiero que respires un par de veces y luego mires hacia la puerta. Ahí ves a Vader. Luego clava la vista en él y no la apartes, levanta la espada y aguanta esa postura. Mantén la mirada, la pose. Quiero que estés tenso, preparado para asestar el primer golpe. ¿Entendido?
 
Zac: Sí, sí.
 
Ness: Que sea auténtico. Créetelo, y parecerá auténtico. Cuando quieras.
 
Zac intentó obligarse a oír la espeluznante respiración de Vader y, cuando la tuvo en la cabeza, miró y alzó la espada.
 
Ness: Aguanta, aguanta así.
 
Perfecto, pensó Vanessa. El ángulo, los músculos de los glúteos, los tendones, los cuádriceps. La ondulación a lo largo de los hombros y los brazos. La tensión de la mandíbula y la espalda.
 
Ness: Lo tengo. Lo tengo -murmuró mientras lo plasmaba en el papel-. Tú solo mantén la pose. -Cogió el móvil e hizo tres fotos rápidas para respaldar el esbozo-. Ya está. Has derrotado al Imperio. Relájate.

Zac bajó la espada, destensó los hombros.
 
Zac: ¿Hemos terminado?
 
Ness: Tengo lo que necesito. Eres un modelo excelente.
 
Zac: Déjame ver.
 
Ness: No, no.
 
Vanessa cerró el cuaderno de bocetos de un manotazo.
 
Zac: Venga ya.
 
Ness: Quiero que veas la pieza terminada. Además... -se levantó y caminó hacia él-, ahora que hemos terminado la sesión, me estoy dando cuenta de que tengo a un hombre desnudo solo para mí.
 
Lo besó en la boca, le dio un mordisco juguetón en el labio inferior.
 
Zac: Cuidado con la espada.
 
Tras acariciarle el pecho y el vientre con una mano, Vanessa le preguntó:
 
Ness: ¿Con cuál de las dos?
 
Zac: Ja, ja.
 
Ness: Suelta la de metal. Esta noche hay luna llena. Para cuando termine contigo, le estarás aullando como un lobo.
 
Para cuando Vanessa terminó con él, Zac había decidido que si aquella era la escala salarial, a lo mejor se dedicaba a posar desnudo profesionalmente.
 

Se despertó grogui, desesperado por un café, y se acordó del perro cuando tropezó con él.
 
Zac: Lo siento. Yo me encargo -dijo cuando Vanessa murmuró algo-.
 
Zac se puso algo de ropa y sacó al perro por la puerta de la cocina, no sin antes coger una Coca-Cola, que era más rápido que hacerse un café.

Habría dado igual que no se diera tanta prisa, porque el perro se hizo caca en el patio antes de que pudiera llevarlo hacia el bosque.

Después de limpiarlo, volvió a entrar en casa, le puso la comida al idiota del perro y preparó café. Se lo tomó mientras el perro vaciaba el cuenco. Repitió la rutina del día anterior para administrarle el medicamento y subió a ducharse.

Se detuvo a medio camino cuando vio que al perro, una vez más, se le había quedado la cabeza atascada entre los barrotes.
 
Zac: Pero ¿qué problema tienes? ¿Es que eres tonto del culo?
 
Repitió las maniobras de colocación y recolocación de la cabeza e hizo subir al perro justo a tiempo para ver a Vanessa saliendo de la cama.
 
Zac: Le he puesto nombre al perro.
 
Ness: ¿Cómo se llama?
 
Zac: Tonto del Culo.
 
Ness: No vas a llamar a este perro tan bonito Tonto del Culo.
 
Zac: Le queda bien, y los nombres tienen que quedar bien. Podemos dejarlo en TC para abreviar.
 
Ness: Piénsatelo bien.
 
Zac: Se ha cagado y meado por todo el patio, y se le ha vuelto a quedar la cabeza atascada en la barandilla. ¿Cómo quieres que no lo llame Tonto del Culo?
 
Mientras Zac hablaba, el perro lo miraba fijamente con los ojos llenos de amor.
 
Ness: Al menos ha esperado hasta estar fuera. Deberías ponerle un nombre bonito. Como Chauncy.
 
Zac: Chauncy es un... -Se interrumpió antes de decir «nombre de mariquita»-. Nunca tendría un perro llamado Chauncy -se corrigió-. Necesito más café. Necesito una ducha. A la ducha, y tú te vienes conmigo. -Agarró a Vanessa de la mano-. Tú no -le dijo al perro-.
 
El sexo en la ducha lo puso de mejor humor.
 
 
Tras vestirse y tomarse su primera taza de café, Vanessa cogió su abrigo.
 
Ness: Tráete a Herman esta noche a casa de CiCi.
 
Zac: No voy a llamarlo Herman. Pero lo llevaré.
 
Ness: Vale. Pues luego te veo. -Besó a Zac-. Y a ti también, Raphael. -Besó al perro en el hocico-.
 
Zac: Tampoco va a llamarse Raphael.
 
Zac cogió las cosas del perro: las pastillas, las fundas, la comida, los juguetes para masticar y un par de galletas.
 
Zac: Nos vamos a trabajar. Ya es hora de que empieces a ganarte el sustento. -Salió con el perro y se detuvo al ver que empezaban a brotar cosas del suelo-. ¿Qué te parece? Ha llegado la primavera. Si me escarbas todo eso, te quedas sin galletas. Sube al coche.
 
El perro obedeció encantado y no tardó ni un segundo en chocarse de cabeza contra la ventanilla cerrada.
 
Zac: Ves, Tonto del Culo. Eres lo que eres. -A pesar del frío, bajó la ventanilla-. Supongo que si voy a llevarte al trabajo todos los días tendré que nombrarte ayudante. Eso te convierte en ayudante canino. ¿Lo entiendes?
 
El perro se limitó a sacar la cabeza por la ventanilla abierta.
 
Zac: ¿Es eso? Mis asombrosas habilidades detectivescas me llevan a la conclusión de que crees que los puñeteros barrotes de la barandilla son una ventana y que el viento va a sacudirte las orejas. Pues eso te convierte en un ayudante muy tonto.
 
Zac negó con la cabeza, salió marcha atrás del camino de entrada y giró hacia el pueblo. Tuvo un golpe de inspiración.
 
Zac: Un ayudante tonto pero adorable. Barney Fife, como el de El show de Andy Griffith, ¿no? Eso es. Te llamas Barney. Arreglado.
 
Daba la sensación de que a Barney le parecía todo bien siempre y cuando pudiera llevar la lengua colgando y las orejas al viento.

Zac abrió la comisaría y se dirigió a su despacho. Llenó el cuenco de agua de Barney y le dio uno de los palitos de masticar.
 
Zac: No hagas que me arrepienta de esto.
 
Fue a por una taza de café y oyó a Donna, que casi siempre llegaba la primera, entrar cuando él ya volvía a su escritorio para encender el ordenador.
 
Donna: ¿Piensas traer a ese perro todos los días?
 
Zac: He nombrado ayudante a Barney.
 
Donna: ¿Barney? -Puso los brazos en jarras-. ¿Como el dinosaurio morado de los dibujos?
 
Zac: No. Como Barney Fife. El ayudante Barney Fife.
 
Donna: ¿Esa serie no era anterior a tu época?
 
Zac: Es un clásico.
 
Donna: Eso no te lo discuto. Puedes dejar de mirarme con esa cara de susto -le dijo a Barney-. He recogido el correo al entrar.
 
Donna se acercó y dejó caer un montón de papeles encima de su escritorio.

El perro y ella intercambiaron otra mirada antes de que la mujer saliera.

Cuando Zac empezó a abrir el correo, le sonó el móvil. Era Suzanna Dorsey, una llamada de seguimiento. Le dio la información que le pedía y luego escuchó la respuesta de la mujer cuando le preguntó por el empeño del perro en hacer sus necesidades en los senderos y los patios.
 
Suzanna: Teniendo en cuenta el resto de la historia, yo diría que estuvo encerrado en una jaula la mayor parte del tiempo. Con suelo de hormigón. Solo conoce las superficies duras, pobrecito. Aprenderá, Zac, pero puede que tarde un tiempo.
 
Zac: Dejaré la pala a mano.
 
Cuando colgó, bajó la vista hacia Barney. Barney se la devolvió, se arrastró un poco más hacia él con aquella expresión de adoración confiada en la cara.
 
Zac: Trabajaremos en ello -le rascó la cabeza y volvió a centrarse en el correo-.
 
La carta enviada a su nombre a la dirección de la comisaría, con matasellos de Coral Gables, Florida, lo dejó petrificado.

Se puso un par de guantes de los de analizar escenas del crimen y sacó su navaja para abrir la solapa con cuidado. Extrajo la tarjeta de felicitación.
 
“¡¡¡FELICIDADES!!!” 

Las letras brillantes destellaban sobre coloridos estallidos de fuegos artificiales. La abrió con la punta de un dedo enguantado y leyó la leyenda impresa dentro.
 
“¡CELEBRÉMOSLO!” 

Había dibujado calaveras y huesos cruzados alrededor de las palabras, y luego había añadido un mensaje manuscrito.
 
“¡Has sobrevivido! Disfrútalo mientras puedas. No hemos terminado, pero tú lo estarás cuando vaya a por ti. 

Besos, 
Patricia 

P. D. Te envío un pequeño recuerdo del gran estado de Florida.” 

Cogió la bolsita de plástico sellada y estudió el mechón de pelo que contenía.

Sería, no le cabía duda, de Emily Devlon.
 
Zac: Muy bien, zorra, adelante. Has dejado que se convierta en algo personal, y eso es un error.
 
Cecil: Hola, jefe, se... -se interrumpió al ver el brillo gélido de los ojos de Zac-. Ah, puedo volver luego.
 
Zac: ¿Qué necesitas?
 
Cecil: Pensé que debía informarte de que en el Beach Shack estaban pintando y se les ha caído un bidón de pintura entero desde la escalera. Han salpicado un poco la tienda Joyas del Mar y a su dueña, Cheryl Riggs, que había salido a limpiar el escaparate. Está muy enfadada, jefe.
 
Zac: ¿Puedes ocuparte?
 
Cecil: Sí, bueno, venía de camino al trabajo cuando ha ocurrido, así que he hecho todo lo que he podido. También hay pintura por toda la acera. Pero la señorita Riggs quiere que vayas tú.
 
Zac: Dile que iré, pero antes tengo que ocuparme de algo.
 
Cecil: De acuerdo.
 
Zac: Hazlo en persona, Cecil. Bloquea la acera para que la gente no termine pisando la pintura fresca. Y que Donna se ponga en contacto con los de mantenimiento del pueblo para que limpien a fondo la acera.
 
Cecil: Sí, señor, jefe.
 
Zac: Y cierra la puerta, Cecil.
 
Había que encargarse de la pintura derramada y de los comerciantes enfadados, pensó Zac. Pero tendrían que esperar.

Con el móvil, sacó fotos de ambos lados del sobre y del frente, del interior y del reverso de la tarjeta. Y otra del mechón de pelo.

Luego sacó la tarjeta de visita de Xavier de su cajón e hizo la llamada.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Tercera parte: Prueba de vida. Capítulo 21


En efecto, recibió una disculpa (tensa y sin duda por orden de un superior) del detective de Florida. Y una llamada de seguimiento del teniente del detective, que no parecía chuparse el dedo.

Intercambiaron información y promesas de mantenerse al tanto de las novedades que fueran surgiendo.

Donna golpeó el marco de su puerta con los nudillos.
 
Donna: Hemos recibido un aviso de Ida Booker, que vive en Tidal Lane, y está que se sube por las paredes.
 
Zac: ¿Por qué?
 
Donna: Un perro se ha colado en su contenedor de compost, ha escarbado todo el lecho de flores donde acababan de brotar los narcisos y ha perseguido a su gata hasta que esta ha trepado a un árbol.
 
Zac: ¿De quién es el perro?
 
Donna: De nadie, ese es el otro problema. La mujer dice que es la segunda vez en dos días que obliga a la gata a subirse a un árbol y, como nunca había visto al perro, ha preguntado por ahí. Cree que lo han abandonado, que lo trajeron en el ferri y regresaron sin él.
 
Zac: ¿Hay un problema de perros callejeros en la isla del que yo no sé nada?
 
Donna: No lo había, pero parece que ahora sí lo hay. Ida dice que si vuelve a ver al perro le pegará un tiro en la cabeza. Adora a su gata.
 
Zac: Aquí nadie va a disparar a ningún perro.
 
Donna: Entonces será mejor que lo encuentres antes que ella. Le hierve la sangre.
 
Zac: Yo me encargo.
 
Le iría bien distraerse.

Fue en coche hasta Tidal Lane, una bonita calle con ocho casas de residentes permanentes cuyos dueños se enorgullecían de sus jardines y habían formado una especie de comuna de artesanos informal.

Ida, una mujer robusta de cincuenta años, trabajaba con telas, había criado a dos hijos y adoraba a su gata.
 
Ida: Ha asustado a Bianca, y a saber lo que le habría hecho si ella no hubiera trepado al árbol. ¡Y mire esto! Ha desenterrado los bulbos, ha esparcido el compost por todas partes. Y cuando he salido, ha huido como un cobarde.
 
Zac pensó que prefería enfrentarse a un perro cobarde antes que a uno agresivo.
 
Zac: ¿Llevaba collar?
 
Ida: Yo no se lo he visto. Puede que hasta tenga la rabia.
 
Zac: Bueno, eso no lo sabemos. Deme una descripción.
 
Ida: Un chucho marrón y sucio. Rápido. La primera vez que vino y persiguió a Bianca, yo estaba justo ahí, preparando ese arriate para plantar. Me levanté, grité y se escapó corriendo. Hoy lo mismo. He oído los ladridos y la persecución. A Bianca le gusta dormir en el porche. He salido, y el perro ha huido disparado.
 
Zac: ¿Por dónde?
 
La mujer señaló con el dedo.
 
Ida: Con el rabo entre las patas. Ha tenido suerte de que no tuviera la escopeta a mano.
 
Zac: Señora Booker, le aconsejo que no coja esa escopeta y la dispare.
 
Ida: Mi gata, mi propiedad.
 
Zac: Sí, señora, pero usar un arma de fuego en un área residencial va contra la ley.
 
Ida: Defensa propia -dijo con tozudez-.
 
Zac: Veamos si consigo encontrar al perro. ¿Dice que ha huido y no la ha atacado?
 
Ida: Atacó a Bianca.
 
Zac: Sí, eso lo entiendo, pero ¿no se ha mostrado agresivo con usted?
 
Ida: Ha echado a correr en cuanto me ha visto. Cobarde.
 
O sea que no era agresivo con la gente. Probablemente.
 
Zac: Muy bien. Lo buscaré. Si no lo encuentro, enviaré a un par de agentes a echar un vistazo. Lo acorralaremos. Siento lo de los narcisos.
 
Preguntó por el barrio, habló con los que habían visto al perro, por lo general después de que hubiera tirado un cubo de basura y huido.

Deambuló un rato, preguntándose adónde iría si fuera un perro al que le gustaba perseguir gatos y desenterrar narcisos. Se dio cuenta de que la simple tarea de buscar a un perro callejero, recorriendo aquella zona de la isla en su coche patrulla y a pie, lo serenaba.

Estaba a punto de darse por vencido y enviar a Cecil a buscarlo cuando oyó ladridos.

Divisó al perro en un tramo de playa, perseguía a los pájaros y las olas junto a la orilla. Cogió la correa y la hamburguesa que se había parado a comprar y bajó caminando despacio y tranquilo mientras consideraba a su presa.

A juzgar por cómo chapoteaba y corría, no le pareció que tuviera la rabia ni que fuera mucho más que un cachorro. Estaba flaco, se le marcaban las costillas, así que tal vez la comida lo engañara.

Zac se sentó, desenvolvió la hamburguesa y dejó la mitad a su lado.

El perro levantó el hocico, olfateó el aire y luego volvió la cabeza. En el momento en que vio a Zac, se quedó inmóvil.

Continuó sentado, esperó a que la brisa le llevara el tentador olor a carne. El perro se agazapó y se acercó con sigilo. Tenía las patas largas, se fijó Zac, las orejas caídas y, sí, el rabo entre las patas.

Cuanto más se acercaba el perro, más se agazapaba, hasta que empezó a arrastrar la barriga como un soldado en combate. Con la mirada fija en Zac, clavó los dientes en la hamburguesa y echó a correr de vuelta a las olas. La devoró.

Zac colocó a su lado la segunda mitad de la hamburguesa y preparó la correa.

El perro volvió a acercarse arrastrando la barriga, pero esta vez Zac le pasó la correa por el cuello cuando el animal se lanzó a por la carne.

El perro trató de retroceder, con los ojos muy abiertos y asustados.
 
Zac: Eh, eh, de eso nada. Quedas arrestado. Y nada de morder.
 
Al oír la voz, el perro se quedó petrificado y luego se echó a temblar.
 
Zac: Yo diría que te lo han hecho pasar mal -recogió la hamburguesa, y aquel movimiento hizo que el perro se encogiera y se estremeciera-. Muy mal.
 
Con movimientos muy lentos, le ofreció el resto de la hamburguesa.

El hambre fue más fuerte que el miedo. Vacilante, meneó la cola que escondía entre las patas.
 
Zac. Tengo que arrestarte. Intento de agresión a un felino, destrucción de propiedad privada. La ley es la ley.
 
Despacio, muy despacio, Zac le puso una mano en la cabeza, la desplazó adelante y atrás, y notó los bultos de varias cicatrices en el cuello.
 
Zac: Yo también tengo unas cuantas.
 
Lo acarició durante unos minutos, y el perro lo recompensó con un lametón tentativo en el dorso de la mano.

El perro se echó a temblar de nuevo cuando Zac se puso de pie, y después levantó la vista cuando el golpe que esperaba no llegó. Zac aprendió muy pronto que al perro no le gustaba la correa. Tiraba, se retorcía, se quedaba paralizado cada vez que él se detenía y lo miraba. Con ese proceso, consiguieron llegar al coche.

Meneó la cola con más entusiasmo.
 
Zac: Te gusta ir en coche, ¿eh? Bueno, parece que hoy es tu día de suerte.
 
Se disponía a meterlo en el maletero, pero el animal lo miró con ojos enternecedores, el principio de la esperanza.
 
Zac: No vomites la hamburguesa en mi vehículo oficial.
 
En cuanto abrió la puerta, el perro subió de un salto, se sentó en el asiento del pasajero y chocó con el hocico contra la ventanilla.

Zac descubrió que un perro podía parecer sorprendido. Bajó la ventanilla y las orejas colgantes de su prisionero ondearon el viento todo el camino de regreso a la comisaría.
 
Zac: Tengo que abrirte un expediente y ver si consigo que el veterinario venga a echarte un vistazo. Luego ya pensaremos en lo demás.
 
Se fijó en el todoterreno negro que había en el aparcamiento y supo que tenía visita federal.

En la sala común, Donna atendía otro aviso, Cecil y Matty estaban sentados en sus respectivos sitios y el agente especial Xavier esperaba en una de las sillas para visitantes tomándose una taza de café mientras miraba algo en el móvil.

La imagen, el olor y el ruido de tantos humanos en una sola habitación hizo que el perro se pusiera a temblar con la cola metida entre las patas y la cabeza gacha.
 
Cecil: Vaya, has encontrado al cachorro.
 
Cecil hizo ademán de levantarse, pero Zac alzó una mano para detenerlo.
 
Zac: Tiene miedo de la gente.
 
Matty: A ti parece que te tenga miedo.
 
Zac: Todavía un poco, pero hemos hecho las paces cuando le he dado una hamburguesa. Donna, llama al veterinario.
 
Donna: El veterinario solo abre los miércoles y los sábados, excepto en caso de urgencia.
 
Zac: Ya lo sé. Llámalo a casa y cuéntale la situación. Necesito que eche un vistazo al perro y nos confirme que no está enfermo. Cecil, ¿por qué no lo llevas a...?
 
Cuando tendió la correa a su ayudante, el perro gimió, se apretó contra la pierna de Zac y se echó a temblar.
 
Zac: No importa. Espera un minuto.
 
Tirando de la correa, llevó al perro a la sala de descanso, cogió un cuenco y una botella de agua.
 
Zac: Agente especial Xavier -dijo cuando volvió-, ¿por qué no vamos a mi despacho?
 
Xavi: ¿Va a traerse al perro?
 
Zac: Está bajo mi custodia.
 
En el despacho, Zac señaló una silla y a continuación se sentó a su escritorio. Un instante después, el perro se coló bajo la mesa. Zac vertió agua en el cuenco y lo dejó en el suelo.
 
Zac: Bien, ¿qué puedo hacer por usted? -comenzó a decir por encima del ruido de los lametones húmedos y rápidos-.
 
Xavi: He pensado que un cara a cara podría aclararle que ni el FBI ni yo comprendemos su interferencia en una investigación en curso.
 
Zac: Bueno, no necesitaba coger el ferri para venir a decirme eso, pero tal vez sí para aclarar esa interferencia.
 
Xavi: Detective, se puso usted en contacto con dos personas, que nosotros sepamos, facilitó información a una de ellas, que nosotros sepamos, y le transmitió que, según su opinión personal, Patricia Hobart tenía intención de matarla.
 
Zac: En primer lugar, soy jefe, no detective. Y es evidente que mi opinión personal se convirtió en un hecho cuando Hobart mató a Emily Devlon.
 
Xavier juntó las palmas de las manos, bajó todos los dedos menos los índices.
 
Xavi: No tenemos pruebas, hasta ahora, de que Hobart sea la responsable de la muerte de Emily Devlon.
 
Zac se limitó a asentir.
 
Zac: ¿Le importaría cerrar la puerta? Si me levanto yo para hacerlo, este perro me seguirá tanto a la ida como a la vuelta, y parece que por fin se está tranquilizando -esperó mientras Xavier hacía lo que le había pedido-. Le he rogado que cerrara la puerta porque preferiría que mis subordinados no me oyeran llamar imbécil a un agente del FBI.
 
Xavi: Le conviene tener mucho cuidado. Jefe.
 
Zac: No, qué va. Creo que lo que me conviene aquí es ser claro. Tal vez no tenga ninguna prueba física, hasta la fecha, o ningún testigo ocular a mano, pero tiene todo lo demás. Devlon encaja a la perfección en el patrón de Hobart. Sobrevivió a lo de DownEast y, de paso, salvó una vida. Recibió atención de la prensa... No, estamos en mi despacho -dijo cuando Xavier hizo ademán de interrumpirlo-. Recibió algo de atención en aquel momento, reportajes y esas cosas. Además, se benefició económicamente cuando la mujer a la que salvó murió de causas naturales años después y le dejó cien mil dólares en su testamento. Todas las víctimas de Hobart hasta el momento recibieron atención mediática y obtuvieron algún tipo de beneficio.
 
Xavi: Se le ordenó de forma específica que se mantuviera al margen de esta investigación.
 
Zac: Ya no trabajo para el departamento de policía de Portland. No estoy interfiriendo en nada, y espero con todas mis puñeteras fuerzas que el FBI la pille, y rápido. Hasta que lo consigan, haré lo que hago.
 
Xavi: Manipulando a objetivos potenciales...
 
Zac: Y una mierda manipulación. Llamé a Lowen, se lo expuse porque tenía información que me hacía pensar que Hobart había cambiado de rumbo hacia Florida.
 
Xavi: ¿Y no compartió esa supuesta información con otros agentes?
 
Zac: Me facilitaron la información el domingo por la tarde y tenía toda la intención de pasársela a usted el lunes por la mañana. De hecho, le aconsejé a Lowen que lo llamara. Le di su nombre y su número. Habría hecho lo mismo con Devlon si hubiera conseguido hablar con ella. Y si la hubiera localizado, tal vez estaría viva. Así que no venga a mi casa, agente Xavier, y trate de engañarme. Usted está a cargo de la investigación de Hobart, pero a mí me va la vida en ella... y no es una metáfora.
 
Xavi: Y ese es justo el motivo por el que lo apartaron de la investigación.
 
Zac: Le repito que no trabajo para la policía de Portland. Trabajo para el pueblo y los visitantes de esta isla. Y, hasta donde yo sé, no hay ninguna ley ni regulación que diga que como tal, o como civil, no pueda reunir información o llamar a individuos que crea que podrían estar en peligro.
 
Xavier se limitó a mirarlo por encima de la nariz afilada.
 
Xavi: Deje que se lo aclare: el FBI no necesita la dudosa ayuda de un funcionario obsesionado que se las da de pez gordo en una isla de mierda perdida en mitad de la nada y que dedica su tiempo a recoger perros callejeros.
 
Zac bajó la vista hacia el perro, que había empezado a roncar a sus pies.
 
Zac: No he dedicado tanto tiempo. Voy a decirle una cosa, y después los dos deberíamos volver al trabajo: no pretendo interponerme en su camino, y ambos sabemos que no lo he hecho. Está cabreado porque ahora en los informes pone que un funcionario obsesionado de una isla de mierda perdida en mitad de la nada llamó a la siguiente víctima de Hobart, o lo intentó. Y usted, agente especial, con todo el potencial del FBI a sus espaldas, no. En su lugar, yo también estaría cabreado. Pero Emily Devlon sigue muerta, y hay personas que me importan que encajan en el patrón de víctimas de Hobart. Así que está perdiendo el tiempo al tratar de asustarme o intimidarme.
 
Xavi: Lo que estoy haciendo es advertirle. El FBI lleva el control de esta investigación.
 
Zac: Advertirme tampoco servirá de nada. Espero que la pille. Espero con todas mis fuerzas que la pille antes de que mate al siguiente de su lista. Cuando lo haga, le enviaré una caja de su vino favorito. Hasta entonces, yo diría que ambos sabemos a qué atenernos.
 
Xavi: Cruzará la línea -se puso en pie-. Cuando lo haga, me encargaré de que pierda este chollo de puesto que tiene aquí y cualquier oportunidad de que le den una placa en cualquier otro sitio.
 
Zac: Lo tendré en cuenta. ¿Sabe? No me ha preguntado cómo llegué a la conclusión de que Hobart estaba en Florida y que iría a por una de las dos personas con las que contacté. No pregunta porque está cabreado. Voy a enviarle esa información y espero que la revise cuando ya no esté tan cabreado. Es relevante, porque si aún no ha confirmado que Hobart es responsable de la muerte de Devlon, lo hará. Habrá dejado alguna pista porque quiere que se le reconozca el mérito.
 
Xavi: Limítese a no interponerse en mi camino.
 
Zac: Todavía estamos en temporada baja -comentó mientras Xavier se dirigía hacia la puerta-. Así que faltan un par de horas para el siguiente ferri de regreso a Portland. El café y la tarta del Sunrise Café están buenísimos.
 
Xavier salió dando zancadas y dejó la puerta abierta.
Zac volvió a mirar al perro, que seguía roncando.
 
Zac: Ese hombre, amigo mío, se las ha ingeniado para ser un capullo y un estirado al mismo tiempo.
 
Levantó la vista de nuevo cuando Donna se acercó a la puerta.
 
Donna: Tu visitante no parecía muy contento al salir. Y además ha sido un maleducado, ha cerrado de un portazo. Hemos deducido que te has metido en líos con los federales por algo, pero no pareces preocupado.
 
Zac: No lo estoy, porque soy un funcionario obsesionado que se las da de pez gordo en una isla de mierda perdida en mitad de la nada. Y eso es más que suficiente para mí.
 
Donna: Pez gordo -resopló-.
 
Zac: Eh, soy jefe de policía. Eso es ser un pez bastante gordo.
 
Donna: ¿En serio ha dicho que esto es una isla de mierda?
 
Zac: Sí, pero no nos preocupa porque nosotros sabemos que no es así.
 
Donna: ¿Le has dado su merecido a ese gilipollas?
 
Zac: No se ha ido contento, ¿no?
 
Donna expresó su aprobación con un breve gesto de asentimiento.
 
Donna: El doctor Dorsey ha dicho que puedes llevarle al perro.
 
Zac se preguntó si debería dejarlo dormir. Pero cuando se apartó un par de centímetros con la silla, el perro alzó la cabeza de inmediato. Miró a Zac a los ojos con miedo y anhelo.
 
Zac: Pues supongo que lo llevaré.
 
Decidió ir caminando, con la esperanza de que el perro dejara de temblar siempre que veía a alguien que no fuera el agente que lo había arrestado. Pero cada vez que detectaba la presencia de una persona, el animal se pegaba a la pierna de Zac y se echaba a temblar.

La consulta del veterinario estaba adosada a su casa, a menos de medio kilómetro del pueblo. Vivía en una edificación de color amarillo intenso con su esposa y su hijo menor, que estaba en el último año de instituto.

Doc Dorsey (hasta su mujer lo llamaba Doc) tenía un horario fijo dos días a la semana y una tercera mañana reservada a las cirugías. Por lo demás, abría para casos de urgencia, aunque estuviera pescando o trabajando en sus tres colmenas de abejas.

Cuando Zac entró, la esposa del veterinario estaba sentada al escritorio de la sala de espera. Era una especie de habitación para animales, observó Zac, con una variedad de sillas y mesas desemparejadas sobre un suelo de vinilo azul pálido.
 
Zac: Señora Dorsey, le agradezco que hayan abierto por mí.
 
Señora: Oh, no es ninguna molestia. -Hizo un gesto con la mano para dejar claro que no le importaba estar allí. Llevaba una coleta castaña y larga que le despejaba una cara hermosa y muy maquillada-. Así que este es nuestro perro callejero. Pobre cosita perdida.
 
La mujer se levantó. El perro retrocedió y se encogió detrás de las piernas de Zac.
 
Zac: Tiene miedo de la gente.
 
Señora: De usted no.
 
Zac: Bueno, le he dado una hamburguesa y un paseo en el coche patrulla.
 
Señora: Ha establecido un vínculo con usted. -Señaló a Zac sacudiendo un dedo y luego se agachó al nivel del perro-. Seguro que tenía hambre. Desde luego, está por debajo del peso que le correspondería. Qué cara tan dulce... Necesita un buen baño... Creo que tiene algo de rojo debajo del marrón, pero está sucísimo. ¿Ha traído una muestra de heces?
 
Zac: Eh... no hemos llegado a esas confianzas.
 
Señora: Bueno, pues necesitaremos una muestra. Llévelo a la parte de atrás, allí han hecho caca y pis muchos perros, a lo mejor el olor lo estimula. ¿Cuánto hace que se ha comido la hamburguesa?
 
Zac: Más de una hora, diría.
 
Señora: Entonces debería resultar. Tome. -Sacó un guante de médico y un bote de plástico de boca ancha de un cajón-. Le diré a Doc que ya ha llegado.

Zac salió con aire de resignación, pero antes de que tirara del perro hacia la parte de atrás, el animal se acuclilló e hizo cosas de perros en el sendero de hormigón.
 
Zac: Joder, mierda. Literalmente.
 
Zac se puso el guante e hizo lo que tenía que hacer.
 
Señora: ¡Qué rapidez! -exclamó la señora Dorsey cuando volvieron a entrar-.
 
Zac: Lo ha hecho en el sendero antes de que me diera cuenta... Lo siento. -Le entregó la muestra, que habría jurado que se movía-. He recogido la mayor parte.
 
Señora: No se preocupe, no es la primera vez. Llévelo atrás. Salga por la puerta y la primera a la izquierda. -Le devolvió la muestra-. Dele esto a Doc, pero ya le digo que el pobrecito tiene lombrices intestinales.
 
Zac: Qué divertido.
 
Entró en la sala donde examinaban a los animales, con sus mostradores, su mesa acolchada larga y elevada, y sus básculas.

El perro se echó a temblar de nuevo al ver a Doc. El veterinario tenía una larga coleta castaña como la de su esposa pero salpicada de canas. Lucía gafas tipo John Lennon, sonrisa beatífica, camiseta de Grateful Dead, vaqueros cargo y botas Doc Martens.
 
Doc: Bueno, ¿a quién tenemos aquí?
 
Zac: Se niega a darme su nombre, pero tengo esto -le entregó la muestra de buena gana-.
 
Doc: Hum -como su esposa, se agachó-. Lleva un tiempo sin comer con regularidad, por lo que parece. Le da miedo la gente, ¿no?
 
Zac: Tiembla mucho. Le he notado cicatrices en el cuello.
 
La hermosa sonrisa desapareció, y los ojos se le endurecieron detrás de las gafas.
 
Doc: Le echaremos un vistazo. Aún no es adulto, diría yo. Mire a ver si puede hacer que se suba a la báscula.
 
Costó un poco convencerlo, pero si Zac se arrodillaba a su lado, el perro se quedaba quieto y temblaba.

Doc anotó el peso y le pidió a Zac que lo colocara en la camilla.
 
Doc: Póngase delante de él para que pueda verlo. Y háblele con voz calmada.
 
Zac: Nadie va a hacerte daño, pero tenemos que echarte un vistazo.
 
Zac continuó mirando al perro, hablando con la misma voz tranquila, mientras Doc le pasaba las manos por encima con suavidad.
 
Zac: Varias personas informaron de la presencia de un perro callejero ayer mismo. Persiguió a la gata de Ida Booker hasta que esta trepó a un árbol, tanto ayer como esta mañana. Le ha removido la tierra del jardín y ha salido corriendo en cuanto la ha visto. Lo he encontrado persiguiendo pájaros en la playa de esa zona. Lo he atraído con una hamburguesa, pero antes he tenido que pasarme un rato sentado.
 
Mientras hablaba con la voz tranquila y relajada que emplearía con la víctima de una agresión, mantenía la mirada fija en los ojos del perro.
 
Zac: Le gusta ir en coche. Ha ido con la cabeza fuera todo el rato. Parece que conmigo está a gusto, pero se asusta con todos los demás. Hasta ahora. Si te mueves demasiado rápido o levantas el brazo, se encoge.
 
Doc: Típicas señales de maltrato.
 
Zac: Lo sé. Son más o menos las mismas que en las personas.
 
Doc: Es probable que estas cicatrices sean de un collar de ahorque. Tiran y tiran de él hasta que el metal se clava.
 
Zac: Hijos de puta. Lo siento.
 
Doc: No lo sienta. Hay que ser un hijo de puta para hacerle eso a un animal. Tengo que verle los dientes, los oídos y demás.
 
Zac siguió hablando. El perro tembló con mayor intensidad pero, con el policía sujetándolo, Doc pudo examinarle los dientes, los ojos y los oídos.
 
Doc: Tiene ambos oídos infectados. Los dientes están bien. Según mis cálculos tiene entre ocho y nueve meses, lo que significa que hay que multiplicar el «hijo de puta» por dos.
 
El veterinario se sacó un par de golosinas para perros del bolsillo. Dejó la primera en la camilla, esperó a que el perro desviara la vista de la golosina hacia Zac y de vuelta a la golosina, y luego se la comiera.

A la siguiente se resistió. El perro volvió a centrarse en Zac.
 
Doc: Dígale que no pasa nada.
 
Zac: No seas tonto -le dijo al perro-. Si alguien te ofrece una galleta, te la comes.
 
El perro lo hizo, miró a Doc.
 
Doc: Puedo hacerle una prueba para comprobar si lo han vacunado. Me extrañaría. Además, todavía no le han cortado las pelotas, y eso también tiene que cambiar. Voy a echar un vistazo a la muestra, usted controle que no se mueva de la camilla.
 
Doc entró en una pequeña alcoba.
 
Doc: Podemos quedárnoslo, atenderlo aquí, pero su persona es usted. Si pudiera organizarse, estaría mejor con usted hasta que se cure. Quienquiera que fuera el dueño de este perro no puede recuperarlo. Si lo encuentra, debe acusarlo de maltrato y negligencia.
 
Zac: No estoy en casa en todo el día, así que no debería...
 
El perro lamió el dorso de la mano de Zac, volvió a mirarlo con la misma combinación de anhelo y miedo.
 
Zac: Iremos día a día.
 
Doc: Tiene lombrices. Le daré un medicamento para eso... y necesitaremos otra muestra de heces para hacerle un seguimiento. También le daré una pomada para los oídos y un antibiótico. Le anotaremos las instrucciones. Le recomiendo que le dé comida de una buena marca para cachorros. Tres veces al día hasta que alcance su peso normal. Tengo que sacarle sangre, así que manténgalo distraído.
 
Fue Zac quien se distrajo con el perro. Prefería enfrentarse a un puño que a una aguja.
 
Zac: ¿Qué cree que es? Es decir, ¿qué clase de perro?
 
Doc: Creo que tiene algo de coonhound -le pellizcó la piel del flanco y le clavó la aguja-. Podría tener algo de labrador, y de muchas más cosas. Todavía no está desarrollado del todo. Le daré un champú, tiene pulgas y con eso se le irán. Necesitas un buen baño, muchacho.
 
Doc rodeó la camilla acariciando al perro. El animal ya no temblaba tanto, pero miraba al veterinario como si temiera que la mano amable se volviera malvada.
 
Doc: Le han dejado secuelas. Con tiempo, paciencia y buenos cuidados, podría llegar a superarlo. Algunos lo consiguen; otros, no. Voy a prepararle los medicamentos, y Suzanna le imprimirá todas las indicaciones. ¿Pasamos la factura al departamento de policía de la isla?
 
Zac pensó en el presupuesto.
 
Zac: No, adelante, pásenmela a mí.
 
Doc recuperó la sonrisa.
 
Doc: En ese caso, te cobraré el coste de los medicamentos y consideraremos el chequeo un servicio público.
 
Zac: Te lo agradezco. Mucho.
 
Doc ofreció otra golosina al perro. El animal se limitó a mirar a Zac, juzgó que le daban permiso y se la comió.
 
Doc: Si no puedes quedártelo, le encontraremos un hogar. Ahora mismo confía en ti, y ya ha sufrido bastantes traumas en su corta vida.
 
Suzanna, puesto que habían pasado a los nombres de pila y el tuteo, también le entregó una lista de los artículos que necesitaba para el cuidado básico del cachorro, lo ayudó con la primera aplicación de la pomada y le regaló una bolsita de golosinas y de lo que ella llamó «fundas comestibles» para pastillas, de distintos sabores.

Zac volvió a la comisaría con el perro y la bolsa del veterinario.
 
Donna: Cecil y Matty acaban de irse al instituto. Una pequeña pelea justo a la puerta. Un par de chicos dándose puñetazos. Seguro que por una chica.

Zac: Donna.
 
La mujer entornó los ojos al oír su tono.
 
Donna: Jefe.
 
Zac: Conozco la regla de no hacer recados personales, pero no puedo llevar a este perro al supermercado y lo tengo pegado a mí como un velcro. Suzanna Dorsey me ha dado una lista de todo lo que necesito para él.
 
Donna: ¿Esperas que deje mi puesto, vaya al supermercado y compre cosas para un perro callejero?
 
Zac: Tiene cicatrices en la nuca porque alguien le ponía una cadena de ahorque y tiraba tan fuerte y tan a menudo que se le clavaba. Tiene los dos oídos infectados y está pegado a mí porque hasta ahora todas las demás personas de su vida le han hecho daño. Doc dice que solo ronda los ocho meses.
 
Donna subió tanto la barbilla que su labio inferior desapareció casi por completo.
 
Donna: ¿Lo de la cadena de ahorque te lo ha dicho Doc?
 
Zac: Sí.
 
Dona: Dame la puñetera lista.
 
Zac: Gracias. De verdad.
 
Donna: No es un recado personal que te hago a ti. Se lo hago al perro. Y ahora dame tu tarjeta de crédito, porque no sabes cuánto va a costar.
 
Zac se la entregó y decidió que ya pensaría más tarde en su propio presupuesto.

Cuando por fin cerró la comisaría por la noche, se dijo que tanto el perro como él se tomarían un respiro y volverían a casa en el coche patrulla.
 
Zac: Estás en libertad condicional -le dijo mientras guiaba al perro al interior de la casa-. Cagarse y mearse dentro y mordisquear cualquier cosa que no te haya dado yo violan los términos de tu libertad condicional. Tómatelo en serio.
 
El perro olisqueó un poco el dormitorio, siempre con un ojo clavado en Zac, mientras este se ponía sus pantalones de chándal más desgastados, una sudadera vieja y unas zapatillas de deporte que no se decidía a tirar.

Porque, de los dos, Zac era el que sabía que lo que seguiría sería un desastre.

Volvió a salir con el perro, cogió la manguera y el champú. Y pasó los primeros diez minutos del proyecto luchando en un perro mojado que gemía, temblaba e intentaba escapar de la pesadilla del agua y el jabón.

Al final el perro se rindió y se limitó a mirar a Zac con unos ojos que reflejaban el dolor de la traición.

Los dos estaban empapados y no demasiado contentos el uno con el otro cuando llegó Vanessa.
 
Zac: Mejor no te acerques. Estamos hechos un asco.
 
Ness: Suzanna Dorsey le ha contado a Hildy, que se lo ha contado a CiCi, que te habías traído un perro callejero. Veo que la información de radio macuto vuelve a confirmarse.
 
Zac: Está en libertad condicional. -Sin piedad, roció al perro con la manguera para eliminar los restos de champú y pulgas muertas-. Y ahora mismo está al borde del abismo.
 
Ness: Tiene una cara muy dulce.
 
Zac: Sí, lo dice todo el mundo. También está plagado de pulgas y tiene lombrices.
 
Ness: Maltratado, según Suzanna.
 
Zac: Sí. Eso también.
 
Vanessa se apartó unos pasos y se sentó en los escalones porque el perro la miraba como si ella estuviera a punto de lanzarle una piedra a la cabeza.
 
Ness: Se supone que tengo que hacerle una foto y enviársela a CiCi.
 
Zac: Deberías esperar hasta que estuviera más presentable.
 
Ness: Es de un color bonito, como un caballo castaño.
 
Zac: Por lo visto tiene algo de coonhound, sea lo que sea eso.
 
Ness: ¿Te gustan los perros?
 
Zac: Claro. Tuve una de pequeño. Mi hermana la llamó Frisky antes de que mi hermano y yo pudiéramos oponernos. Era una buena perra. La perdimos justo antes de que me fuera a la universidad. -La miró-. ¿Y a ti?

Ness: No podíamos tener perros ni gatos. Mi madre es alérgica. O eso dice. La verdad es que nunca la he creído. Pero sí, me gustan los perros. ¿Vas a quedártelo?
 
Zac: No lo sé. Casi nunca estoy en casa. Doc me ha dicho que le encontrarían un hogar. Una vez que se acostumbre a estar con gente que no le pega estará mejor.
 
Soltó al perro para coger una de las toallas viejas que todavía no había tirado... y el animal aprovechó la oportunidad para sacudirse el agua, que salpicó en todas direcciones y a Zac de arriba abajo.

Con Vanessa muerta de risa, Zac usó la toalla para secarse la cara.
 
Zac: Necesito una ducha.
 
Ness: Yo diría que acabas de dártela.
 
Zac: Ja, ja. -Comenzó a frotar al perro enérgicamente con la toalla-. ¿Qué te parece esto?
 
El perro respondió meneando la cola y lamiéndole la cara.
 
Zac: Claro, claro, ahora somos amigos.
 
Vanessa lo observó secar al perro y vio que sonreía con los lametones y coletazos del animal.

Aunque sabía que era inevitable, que cada vez estaba más cerca, fue en aquel momento, con aquella imagen, cuando se enamoró.


martes, 26 de noviembre de 2019

Capítulo 20


A Rick Wagman le cayeron sesenta días, le retiraron el carnet de conducir (no había sido su primer rodeo conduciendo borracho) y lo obligaron a someterse a desintoxicación. Como el adulterio no era un delito, Zac decidió que el castigo era adecuado por ser un borracho gilipollas.

Abril llegó con una nevada de dos días. Los quitanieves y las palas trabajaban sin parar; era el inicio de la primavera y la isla parecía hallarse de nuevo en pleno invierno. Entonces el sol estalló y la temperatura subió unos diez grados de golpe. La nieve derretida fluyó a toda prisa y formó arroyos, abrió agujeros en el asfalto e inundó las playas.

Zac pasó la mayor parte de sus tres primeras semanas en el puesto atendiendo incidentes relacionados con el clima. Cuando no estaba de servicio, se hacía el encontradizo en el pueblo, paseaba o montaba en bicicleta por la isla, a menudo con CiCi, con Vanessa o con ambas. Pasó todas las noches que pudo con Vanessa en su cama.

Y dedicó al menos una hora todas las noches a Patricia Hobart.

En su día libre, a mediados de abril, cogió el ferri hasta Portland. No había conseguido convencer a Vanessa de que lo acompañara. Se dio cuenta de que no debería haber mencionado lo de conocer a sus padres.

Sacó el coche del ferri, paró a comprar flores y terminó eligiendo un arbusto de hortensias de un azul intensísimo. Se lo pensó bien y compró tres.

La de sus padres no fue la única visita que hizo aquel domingo de primavera.

Almorzó con su familia, jugó con los niños, hizo el idiota con su hermano, se metió con su hermana, ayudó más o menos a su padre a plantar el bien recibido arbusto de hortensias.

Y se llevó un paquete enorme de sobras.

En su parada siguiente, encontró a Leticia Johnson sentada en el porche de su casa plantando pensamientos en una maceta. La mujer se quitó los guantes de jardinería cuando Zac aparcó.

Le pareció increíble que Leticia tuviera justo el mismo aspecto que la noche en que la conoció.

Miró hacia el otro lado de la calle y pensó que no podía decirse lo mismo de aquella zona.

El dueño, en efecto, había vendido el terreno. Los nuevos propietarios habían arrasado con lo que quedaba del edificio y habían construido una casa pequeña y acogedora, en aquel momento de un azul suave con ribetes blancos. Habían añadido un porche, un sendero de hormigón en el jardín, un camino de entrada de alquitrán y unas cuantas plantas.

Al lado, la casa para reformar de Rob y Chloe llevaba reformada mucho tiempo y se había convertido en un bonito edificio de dos plantas de color verde salvia al que habían adosado un garaje en el extremo más alejado con una habitación extra encima.

Zac sabía que también habían añadido otra niña.

Sacó la hortensia del coche y se encaminó hacia la sonrisa de bienvenida de Leticia.
 
Leticia: Qué vista tan bonita en un día soleado.
 
Zac: No tanto como usted. -Se agachó para darle un beso en la mejilla-. Espero que le gusten las hortensias.
 
Leticia: Desde luego que sí.
 
Zac: Entonces escoja el lugar y dígame dónde puedo encontrar una pala.
 
Las quería justo delante, donde pudiera verlas cuando se sentaba en el porche. Mientras Zac cavaba, Leticia entró en la casa y volvió a salir con un contenedor de plástico.
 
Leticia: Posos de café y unas cuantas cáscaras de naranja que aún no había sacado al compost. Entiérralos con las raíces, muchacho. Ayudarán a que las flores sigan siendo azules.
 
Zac: Le caería bien mi padre. Acabo de regalarle otra planta igual y me ha dicho lo mismo. ¿Qué sabe de altramuces?
 
Hablaron de jardinería, aunque a Zac la mayor parte le sonó a chino.

Después se sentó en el porche con ella a beber té helado y comer galletas.
 
Leticia: Pareces sano y feliz. Vivir en la isla te sienta bien.
 
Zac no había olvidado que la anciana había ido a visitarlo al hospital... dos veces.
 
Zac: La verdad es que sí. Espero que vaya alguna vez, que me deje enseñarle el lugar. Podríamos sentarnos en mi porche.
 
Leticia: Lo que necesitas es a una mujer joven y bonita que se siente ahí contigo.
 
Zac: Estoy en ello.
 
Leticia: Vaya, alabado sea Dios.
 
Zac: ¿Cómo les va a los vecinos?
 
Leticia lo imitó y echó un vistazo al otro lado de la calle.
 
Leticia: Chloe, Rob y sus dos hijas están bien. Son una familia muy cariñosa. Los de enfrente, donde vivía esa pobre mujer, son nuevos.
 
Zac: ¿Sí?
 
Leticia: A la familia que construyó la casa, y es una casa bonita, se le quedó pequeña. Ahora hay una pareja joven que espera su primer hijo para otoño. Encantadores. Les llevé una tarta de manzana para darles la bienvenida y enseguida me invitaron a pasar y me enseñaron la casa. Y todas las semanas, la noche anterior al día de la recogida de basura, Rob y él se turnan para venir y sacar mis cubos a la acera.
 
Zac: Me alegra saberlo.
 
Leticia: Todavía piensas en lo que fue.
 
Zac: Ella sigue en libertad.
 
Leticia hizo un gesto de negación con la cabeza y acarició con una mano la cruz que llevaba alrededor del cuello.
 
Leticia: Una persona capaz de matar a su propia madre, de matar a sus abuelos... eso no es una persona. Es algo distinto, que no tiene ni nombre.
 
Zac: Yo tengo un montón de nombres para ella. Sé que usted no hablaba mucho con ella, pero la veía, señora Johnson. Entrando y saliendo. Estoy buscando patrones, y alteraciones en ellos.
 
Leticia: Como ya hemos hablado, venía con la compra, se quedaba un rato. El día de la Madre, en Navidad, traía algo. Nunca parecía alegrarse por ello.
 
Zac: ¿Alguna vez cambió de aspecto, de peinado, de estilo?
 
Leticia: Nada digno de mención. Pero bueno, una vez la vi con uno de esos conjuntos que utilizan las chicas para hacer ejercicio, para ir al gimnasio o salir a correr, por ejemplo. No iba como otras veces, y parecía muy enfadada. Y he de decir que tenía mejor figura de lo que habría imaginado.
 
Zac: Salía a correr casi todas las mañanas. Lo hemos verificado. Interesante.
 
Leticia: Ahora que lo pienso, fue un día que su madre se puso enferma.
 
Zac: A lo mejor Marcia Hobart llamó a Patricia, le insistió en que viniera antes y Patricia no se molestó en cambiarse de ropa tras su carrera matutina.
 
Leticia: Ahora me estás recordando otra cosa -se dio unos golpecitos en la rodilla-. No tenía un aspecto distinto ese día, ni tampoco un comportamiento muy diferente, pero tal vez fuera una alteración del patrón, como dices. -Se meció con los ojos cerrados mientras intentaba recordarlo-. Era invierno... No sé qué día exactamente, pero los niños estaban construyendo un muñeco de nieve justo ahí y, teniendo en cuenta las edades, supongo que de eso hará unos cinco o seis años. Mi nieto (el policía, ya sabes) estaba limpiando la nieve de los escalones y del camino, y llevaba puesta la bufanda que le había hecho como regalo de Navidad, así que fue después de las fiestas. Yo estaba aquí vigilando, había sacado a los niños una zanahoria para la nariz del muñeco de nieve, y ella llegó en su coche. -Volvió a abrir los ojos y asintió mientras miraba a Zac-. Me di cuenta de que se enfadaba nada más bajar porque el camino de entrada de su madre no estaba despejado. La llamé, le pregunté si quería que alguno de mis hijos lo limpiara un poco, porque la chica que solía quitarle la nieve estaba con gripe -se meció un rato, volvió a asentir-. Ahora me acuerdo. Me acerqué a ella mientras hablaba, creo, y ella agachó la cabeza como hacía siempre. Cogí el toro por los cuernos y le dije a mi nieto que fuera y quitara la nieve del camino de entrada de la señora; también le dije al mayor que fuera a ayudarla con las bolsas de la compra.

Zac: ¿Cómo se lo tomó ella?
 
Leticia: Se quedó un poco parada, ¿sabes? Necesitaba ayuda, y la ayuda iba en camino. Le dije que parecía que había tomado un poco el sol... Sí, estaba bronceada, lo recuerdo. Me contestó que se había tomado unos días de vacaciones. Mi nieto se pone a limpiarle el camino y los niños le llevan las dos bolsas de la compra hasta el porche, así que ella se queda ahí plantada y a todas luces cabreada. Dijo que odiaba haber vuelto al invierno, que ojalá pudiera pasar todos los inviernos en Florida.
 
Zac: ¿Dijo «Florida»?
 
Leticia: Sí. Que en Florida tenían sol, palmeras y piscinas, y que aquí teníamos nieve, hielo y frío. Creo que es la vez que más habló conmigo, así que le dije que qué bien que se hubiera ido de vacaciones y que a qué parte de Florida había ido. Farfulló que tenía que entrar a ver a su madre y se fue. Eso sí, se detuvo y se ofreció a pagar a mi nieto, que seguía quitando nieve, pero él no aceptó el dinero. Lo han educado bien.
 
Zac: Mató a una mujer en Tampa en febrero de 2011.
 
Leticia: Cielo santo. Todavía le duraba el bronceado de las vacaciones, así que esto no debió de pasar mucho después. Se había puesto morena mientras quitaba una vida y se quedó ahí plantada protestando por la nieve. ¿Crees que volvió a marcharse a Florida después de dispararte?
 
Zac: No, creo que se fue a Canadá. Le pegué un tiro, dejó un rastro de sangre. Así que tenía que moverse rápido.
 
Leticia: Le dio tiempo de matar a sus abuelos -volvió a acariciar la cruz con los dedos-. Que en paz descansen.
 
Zac: Los odiaba, igual que odiaba a su madre. Y la herida tenía que dolerle. ¿Por qué no desquitarse con ellos? Pero le dolía mucho, así que no la veo conduciendo hasta Florida con una herida de bala. Canadá está más cerca. Una identidad nueva, cruza la frontera, cava un hoyo y se esconde. Suponemos que tenía mucho dinero y tarjetas de crédito vinculadas a documentos falsos. Pero creo que ahora sí está en Florida. Se lo pasó bien allí. -Miró a Leticia-. Y creo que dos de sus objetivos viven allí en estos momentos.
 
Leticia: Tienes que advertírselo, Zac. Y no me digas que el FBI está al mando. A esas personas hay que darles la oportunidad de tomar precauciones, de protegerse.
 
Después de que Zac le diera un beso de despedida, Leticia lo vio alejarse. La preocupaba aquel chico. La persona que no era una persona, sino algo tan horrible que ella ni siquiera encontraba en su vocabulario una palabra que la describiera, ya había intentado matarlo una vez. Era obvio que él sabía que lo intentaría de nuevo. Leticia debía rezar, y lo haría, para que Zac fuera lo bastante listo, y lo bastante buen policía, para atraparla antes de que ella lo atrapara a él.
 

Sarah se quedó perpleja cuando Zac le regaló una hortensia.
 
Zac: Deberías plantarla con posos de café por razones que no acabo de entender. Te cambio la planta por una cerveza.
 
Sarah: Es bonita. ¡Hank! Zac nos ha traído una planta.
 
Dylan y Puck llegaron primero, a la carrera.
 
Zac: Ese es mi chico.
 
Zac chocó los cinco con el niño y se agachó para acariciar al perro, que no paraba de mover la cola.
 
Dylan: ¿Nos vamos a la isla? ¿Podemos irnos ya?
 
Zac: Todavía falta un poco para eso.
 
Dylan: ¡Jo! ¡Puck y yo queremos ir!
 
Zac lo cogió en brazos.
 
Zac: Ya queda poco. Cuando vayáis, os nombraré a Puck y a ti ayudantes caninos del día.
 
Dylan: ¿Y tendremos placa?
 
Zac: No se puede ser ayudante sin placa. Hola, Hank.
 
Hank: Zac, qué hortensia más bonita. De flor azul. Necesitan tierra ácida para mantener el color.
 
Zac: Entonces la delego en el tipo que sabe.
 
Se tomó una cerveza con Hank, admiró las figuras de los Power Rangers y los dinosaurios de Dylan. Hank captó la sutil señal que intercambiaban su esposa y su antiguo compañero.
 
Hank: Oye, Dylan, vamos a cavar un hoyo. He encontrado el lugar perfecto.
 
Sarah: ¿Otra cerveza? -le preguntó cuando sus chicos salieron a cavar-.
 
Zac: No, gracias. Tengo que coger el ferri de vuelta y no queda mucho tiempo. Me he pasado a charlar con Leticia Johnson -comenzó, y después le transmitió toda la nueva información-.
 
Sarah: Ya sabíamos que había ido a Florida, Zac.
 
Zac: Así es. Pero creo que hay algo allí que le gusta. Habló de su viaje, y por lo general se esforzaba en no decir casi nada. Lo mencionó... Y la mujer de la panadería donde Hobart solía parar por las mañanas nos comentó que le había dicho que se tomaría unos días de vacaciones en un balneario de montaña.
 
Sarah: Es una mentirosa, aunque eso ya lo sabíamos también. Pero entiendo a qué te refieres. Se le fue la lengua. Estaba cabreada. Vuelve del sol y las palmeras, y se encuentra con la nieve y el frío, y encima nadie ha limpiado el puñetero camino.
 
Zac: La señora Johnson la tuvo más o menos acorralada durante un minuto, así que se soltó un poco, protestó un poco.
 
Sarah: ¿Por qué iba a importar lo que le dijera a una vieja entrometida del barrio de su madre? Estaba cabreada por lo de la nieve, cabreada porque la chavala no hubiera limpiado el camino. Sí. Se fue de la lengua.
 
Zac: Está en Florida, Sarah. Lo sé.
 
Sarah: Zac, no tenemos ninguna pista que nos lleve allí.
 
Zac: Dos objetivos, y ha sido un invierno frío. -Se levantó y se puso a andar-. ¿Qué pensaste cuando viste esta casa, cuando la compraste?
 
Sarah: Este es mi hogar.
 
Zac: Sí, y yo sentí lo mismo con la mía. Ella vivía con sus abuelos, y los odiaba... Y antes con su madre, y lo mismo. Los mató a todos. Esos lugares nunca fueron su hogar. Estoy convencido de que cree que Florida sí es su hogar. Sale de Canadá (hasta los federales creen que se escondió allí) y se larga a las Bermudas. ¿Sabes qué opino?
 
Sarah asintió e hinchó las mejillas.
 
Sarah: Que allí recordó que le encantan el sol y las palmeras.
 
Zac: Exacto. Ya habíamos deducido que iría hacia el sur, y yo me inclinaba por Florida. Ahora estoy seguro, joder. Sé que es instinto, Sarah, pero encaja.
 
Sarah: Puedo filtrárselo al agente especial a cargo del caso.
 
Zac: No si eso te va a causar problemas.
 
Sarah: ¿Están llegando a estas conclusiones? No, no lo están haciendo. Y Hobart ha incrementado el número de víctimas. Seguiré el procedimiento. Mira, Sloop sabe que sigues en contacto con su abuela, y puede verificarlo. Has pasado a ver cómo estaba...
 
Zac: Le he llevado una hortensia, y la he plantado.
 
Sarah: Mucho mejor. Y ella se acuerda de esta nueva conversación, tú me la pasas a mí y yo la transmito a la cadena de mando. Así de sencillo.
 
Zac: De acuerdo. Dado que soy la persona que ha recopilado la información y ocupo un puesto de jefe de policía que ha jurado proteger y servir a la gente, voy a ponerme en contacto con los dos posibles objetivos.
 
Sarah: Zac...
 
Zac: Los federales tardarán en procesar lo que les pases y, cuando eso ocurra, ni siquiera podemos saber qué medidas tomarán. Voy a ponerme en contacto con ellos, Sarah. ¿Qué pueden hacerme?
 
Sarah: Supongo que no mucho, si es que pueden hacerte algo.
 
Zac: Y tampoco podrán ir por ti si soy yo quien contacta con ellos.
 
Sarah: Es posible que la llamada tenga más peso si viene de mí, una detective de la policía de Portland.
 
Zac: Detective, jefe -sonrió-. Venga ya.
 
Sarah: Listillo.
 
Zac: Te lo digo porque nunca nos hemos mentido, y no quiero que te enteres a posteriori. Tengo que irme. -Antes se acercó a la ventana, miró hacia el exterior-. Hombre, niño y perro. Es una imagen preciosa.
 
Sarah: Mi favorita. Estoy embarazada.
 
Zac: ¿Eh? -Se dio la vuelta a toda velocidad-. ¿En serio? ¿Por qué no lo me lo has dicho antes? Es una buena noticia, ¿no?
 
Sarah: Buenísima. Estoy solo de unas siete semanas y media, y se supone que no debes decirlo antes de cumplir las doce. Pero... -Se asomó a la ventana con gesto de preocupación-. Voy a tener dos hijos. Hank ha encontrado a un agente que va a intentar vender su libro y, Dios, ya ha empezado otro. Es feliz escribiendo, trabajando en casa. Yo también soy feliz. Dylan rebosa felicidad. Quiero que pillen a esa arpía, Zac. Tarde o temprano vendrá también a por mí. Soy la persona que mató a su hermano.

Zac: Vamos a pillarla, Sarah.
 
Sarah: Hobart no ataca a las familias. No le interesan. Pero en estos momentos yo llevo familia dentro.
 
Zac: Dilo ya. No esperes a las doce semanas. Mira, creo que ocupas un puesto alto en su lista (nunca nos hemos mentido), así que es demasiado pronto para que venga por ti. Pero saber que estás embarazada podría refrenarla si te tiene en el punto de mira.
 
Sarah: No es mala idea. -Como estaba tensa, se frotó la nuca por debajo de la coleta corta-. Puedo correr la voz. Hobart fue a por ti, y tú fuiste la segunda persona que llamó al nueve uno uno.
 
Zac: El segundo no importa. No fui yo quien llevó a la policía hasta allí. Fue Vanessa. Vanessa -añadió-, de quien estoy locamente enamorado.
 
Sarah: Tú... -tuvo que hacer un esfuerzo para despegar la mandíbula del suelo-. Ahora me toca a mí. ¿En serio?
 
Zac: Muy en serio. La primera de la lista o es Vanessa o eres tú. Y ni de coña va a llegar hasta ninguna de las dos.
 
Sarah: ¿Y ella está enamorada de ti?
 
Zac: Estoy en ello. Tengo que irme.
 
Sarah: ¿Ahora que había empezado a ponerse interesante? ¿Qué quieres decir con que estás en ello?
 
Zac: Ven a la isla y lo ves por ti misma -contestó mientras Sarah lo seguía hasta la puerta-. No puedo perder el ferri. Soy el jefe de policía.
 

En el ferri, Zac hizo las llamadas. Primero habló con Max Lowen, que vivía en Fort Lauderdale. Se identificó y le dijo que durante una investigación tangencial había conseguido información que le llevaba a pensar que era posible que Patricia Hobart estuviera en Florida.

Con Lowen cagado de miedo, Zac le habló de las precauciones básicas, le formuló preguntas importantes, le dio su número de móvil y le sugirió que se lo facilitara también a la policía local y que se pusiera en contacto con el agente especial del FBI a cargo de la investigación. Él estaría encantado de hablar con ellos y verificarlo todo.

Cuando llamó a Emily Devlon, le saltó el contestador automático. Dejó su nombre y su número, y le pidió que se pusiera en contacto con él lo antes posible porque tenía información sobre Patricia Hobart.

Luego se bajó del coche y contempló la vista de la isla ante sus ojos.

El hogar, pensó. Donde está el corazón.

Volvió a sacar el teléfono y envió un mensaje a Vanessa.
 
“En el ferri, a unos cinco minutos. Estaba pensando en encargar una pizza y sentarme un rato en el patio a mirar el atardecer con un par de mujeres hermosas.” 
 
Ella le contestó.
 
“CiCi está preparando lo que ella llama sopa de verduras para la eternidad y me ha obligado a hacer masa de pan, así que la pizza no hace falta. Hace demasiado frío para ver atardecer en el patio. Nos sentaremos junto al fuego.” 
 
“Trato hecho. Casi en casa.” 
 
Se metió el móvil de nuevo en el bolsillo. A la mañana siguiente volvería a llamar a Emily Devlon si aún no tenía noticias de ella. Pero de momento lo guardaría.
 

Emily oyó el timbre del teléfono cuando cerró la puerta trasera a su espalda. Dudó un instante y estuvo a punto de volver a entrar para cogerlo, pero al final se marchó. Su marido y sus hijos se habían ido a pasar un rato a la playa y a comer una pizza, así que no había de qué preocuparse. Si Kent la necesitara, la llamaría al móvil.

Tenían teléfono fijo porque a Kent le iba bien para los clientes y los mensajes. Así que sería un cliente u otra molesta llamada de política o publicidad.

Además, aquella era su noche. Su noche de chicas disfrazada de club de lectura, el primer y el tercer domingo de cada mes: dirigía uno y solo participaba en el segundo. Y aquella noche no le tocaba estar a cargo.

Entró en el garaje, que su esposo nunca usaba, pues lo tenía tan lleno de equipamiento deportivo, herramientas y mierdas para el césped que apenas quedaba espacio para el coche de Emily.

Oyó un ruido y sintió que la invadía un dolor abrasador.

Y después ya no oyó ni sintió nada.

Patricia abrió el bolso de Emily, cogió el móvil y rebuscó entre sus contactos hasta llegar al nombre de una de las mujeres del club de lectura. Escribió:
 
“Me ha surgido algo, ya te explicaré. No puedo ir. ¡Bu!” 
 
Por si la veía algún vecino, Patricia se colocó la peluca, del mismo estilo y color que el pelo de Emily. Cogió las llaves de la mujer, se subió al monovolumen y apretó el botón del mando del garaje.

Cruzó el barrio, salió, tomó una carretera que llevaba directamente al centro comercial, situado a unos cómodos tres kilómetros de distancia, y aparcó.

Guardó la peluca en el enorme bolso donde ya llevaba el arma, se ahuecó el pelo... A la mierda el ADN, quería que supieran que había vuelto a ganar.

Dio un paseo por el centro comercial disfrutando del sol de aquella apacible tarde de primavera. ¡Le encantaba Florida! Miró escaparates, se compró un par de cosas y volvió caminando a su propio coche, pues lo había dejado aparcado allí antes de recorrer los tres kilómetros a pie para matar a Emily.

Ya tenía las maletas en el maletero.

Suspiró. Odiaba tener que marcharse de Florida, desearía poder quedarse y airearse un poco. Pero tenía lugares a los que ir, gente a la que matar.
 
Patricia: ¡A quemar la carretera! -dijo entre risas-.
 
Abrió la bolsa de patatas fritas sabor jalapeño y la Pepsi Light que había comprado para el camino. Subió el volumen de la radio por satélite.

Cuando arrancó, decidió que Emily Devlon había sido su presa más fácil hasta el momento.

Estaba en racha.
 

Y su suerte continuó. El marido de Emily no entró en el garaje cuando llegó a casa. No tenía ningún motivo para hacerlo. Los niños -pasados de vueltas por la pizza y el helado que había sido lo bastante débil para comprarles después- lo mantuvieron ocupado y distraído. En cualquier caso, tampoco esperaba que su esposa volviera a casa hasta por lo menos las diez.

Dejó que los niños se volvieran locos en la bañera porque lo hacían reír aunque eso implicara pasar a fondo la fregona antes de que la madre volviera a casa.

Les leyó un cuento, los arropó, pasó la fregona, se sirvió lo que consideraba que era un vodka con tónica bien merecido. No escuchó los mensajes del contestador, ni se le pasó por la cabeza, y se quedó dormido en la sexta entrada del partido de béisbol que estaba viendo en la televisión del dormitorio.

Se despertó justo después de medianoche, desorientado, y cuando se descubrió solo en la cama se sintió más perplejo que enfadado.

Apagó la tele y fue al baño a hacer pis. Bostezando, echó un vistazo a los niños y se asomó a la habitación de invitados, donde Emily dormía a veces cuando él roncaba.

Bajó las escaleras y la llamó.

El enfado superó a la perplejidad. Las normas de la casa, pensó, eran para los dos: Si vas a llegar tarde, llama.

Buscó su móvil y recordó que lo había dejado cargándose junto a la cama. Entró en su despacho, que estaba al lado de la sala de estar, para llamar por el fijo y entonces vio la luz intermitente del contestador.

Le dio al botón y frunció el ceño. ¿Por qué coño llamaba el jefe de policía de una isla de Portland...? Oyó el nombre de Hobart y sintió que se le helaba la sangre.

Llamó al móvil de Emily y se le revolvió el estómago cuando escuchó el alegre mensaje de su buzón de voz.
 
Kent: Llámame. Llámame, Emily. Ahora mismo.
 
Empezó a caminar de un lado a otro mientras se repetía que Emily estaba bien. Solo había tomado unas cuantas copas de pinot de más, eso era todo. Emily estaba bien.

Pero salió, comprobó la piscina, el jacuzzi.

Exhaló un tembloroso suspiro de alivio.

Habían pasado casi diez minutos cuando se le ocurrió mirar en el garaje. Osciló entre el alivio y el miedo al no ver el coche.

Y entonces la encontró.
 

Zac no recibió la llamada, de un policía de homicidios, hasta las tres de la mañana. Cogió el teléfono y se dio la vuelta para sentarse en el borde de lo que recordó que era la cama de Vanessa y no la suya.
 
Zac: Efron.
 
**: ¿El jefe Efron de Tranquility Island, en Maine?
 
Zac: Sí. ¿Quién es?
 
Sylvio: Detective Sylvio, del departamento de policía de Coral Gables. He obtenido su nombre y su número de contacto de un contestador automático...
 
Zac: Emily Devlon. -Se aferró a la esperanza durante diez segundos-. ¿Se ha puesto en contacto con usted?
 
Sylvio: No, jefe Efron.
 
Zac: ¿Es usted de homicidios?
 
Sylvio: Afirmativo.
 
Zac: Maldita sea. Mierda. ¿Cuándo? ¿Cómo?
 
Sylvio: Estamos investigándolo. Tengo algunas preguntas.
 
Zac. Hágamelas.
 
Abrió la puerta de un empujón, salió a la larga terraza con vistas al mar. Necesitaba aire.

Vanessa encendió las luces. Sintió que el aire, una corriente fuerte y fría, entraba de golpe en la habitación. Se levantó, se puso una bata y, cuando se acercó a la puerta abierta, vio a Zac de pie, desnudo a la luz intermitente de la luna, gritando respuestas al teléfono.

Se dio cuenta de que él no notaba el frío. La rabia que lo abrasaba por dentro no se lo permitía. Nunca lo había visto enfadado... Hasta entonces incluso había dudado de que fuera capaz de enfadarse. Furioso seguro que no se ponía.

Y en ese momento no estaba furioso, pero rabia sin duda sentía.

Siguió escuchando, porque cuando Zac terminó de gritar respuestas, empezó a gritar preguntas. Resultaba evidente que las respuestas no le satisfacían.
 
Zac: Venga ya, detective. No me joda. Esa mujer podría estar viva si yo hubiera hecho esa llamada antes, si hubiera conseguido ponerme en contacto con ella. Porque ha sido Hobart, maldita sea. La habrá acechado en persona, a través de las redes sociales. Estará alojada, o lo habrá estado, en un lugar cercano desde el que llegar a pie o en coche sin problema. Conocerá la rutina de Emily Devlon. Dónde hace la compra, cuál es su banco, qué bebe, qué come. Habrá documentado hasta el último detalle. ¿Devlon salía todos los domingos por la noche? -se echó el pelo hacia atrás y comenzó a caminar de un lado a otro-. Me cago en la puta, llame al FBI. El agente especial a cargo es Andrew Xavier. Pero ahora mismo usted se enfrenta a la muerte de una madre de dos hijos. Estuve con ella en el centro comercial DownEast. Aunque no la conocía, yo también estuve allí. Y yo... Joder, ¿se está comportando como un imbécil a propósito? Entonces dígame la hora estimada de la muerte y yo le diré dónde cojones estaba. Estaba en casa de mi excompañera y su familia. La detective Sarah Parker. -Le soltó del tirón su número de teléfono y su dirección-. Ella lo corroborará. Salí de su casa y fui con el coche a coger el ferri de vuelta a Tranquility. Llamé a Emily Devlon, le dejé el mensaje durante el trayecto en el ferri. Antes me puse en contacto con Max Lowen, de Fort Lauderdale, puesto que creía que Hobart estaba en Florida. Pueden comprobar la hora del mensaje, joder, sabe muy bien que la llamé justo antes o justo después de la hora de la muerte.

Zac guardó silencio y escuchó. Sí, ahí estaba, Vanessa vio la rabia en todas y cada una de las líneas y los músculos de su cuerpo.
 
Zac: Hágalo. Hágalo, joder. Ya sabe dónde encontrarme. -se volvió y la furia salvaje que reflejaba su rostro hizo que Vanessa diera un paso atrás. Él se contuvo-. Necesito un minuto.
 
Pero cuando se acercó a la puerta para cerrarla e interponerla entre ellos, Vanessa se adelantó.
 
Ness: No hagas eso. No me dejes fuera. He oído lo bastante para entender que ha matado a otra persona. A una persona a quien trataste de advertir. Entra, Zac, ponte algo encima. No te das cuenta pero te estás congelando.
 
Zac: Joder, no sirvió de nada. No cogió el teléfono. Puede que ya estuviera muerta. Ya era demasiado tarde. -Tiró el móvil contra la cama y cogió sus pantalones-. Y ese gilipollas de homicidios se pone a interrogarme sobre por qué dejé el mensaje, por qué dejé la policía de Portland, por qué sé tantas cosas, dónde estuve durante la hora de la muerte. Menudo mamón. -Se recompuso-. Lo siento. Tengo que irme.
 
Ness: ¿Para qué? ¿Para atravesar la pared de un puñetazo en otro sitio? En cuanto el mamón ese haga unas comprobaciones mínimas, sabrá que es un mamón.
 
Zac: Eso no hará que Emily Devlon esté menos muerta. Tenía dos niños pequeños. Llegué demasiado tarde.
 
Vanessa se acercó a él y lo envolvió en un abrazo.
 
Zac: Joder, Vanessa. Llegué demasiado tarde. Se me adelantó.
 
Ness: ¿A ti? -Lo apretó con todas sus fuerzas y volvió a relajar el abrazo-. ¿Por qué a ti y solo a ti?
 
Zac: Soy el único al que ha intentado matar, la ha mirado a los ojos y ha sobrevivido.
 
Ness: Así que no vas a parar. Ahora mismo no piensas que sirva de mucho, pero te equivocas. El policía de Florida te llamará, se disculpará y te pedirá ayuda.
 
Zac: No quiero sus puñeteras disculpas.
 
Ness: Lo más probable es que te las ofrezca de todos modos. Pero ahora vamos a dar un paseo por la playa.
 
Zac: Hace frío, es plena noche. Tengo que irme -insistió-. Vuelve a la cama.
 
Qué curioso, pensó Vanessa; Zac solía mantener muy bien la calma, pero ahora que la situación lo había desbordado, era ella quien la mantenía con firmeza.
 
Ness: Espera a que me vista y luego saldremos a pasear. A mí me ayuda, al menos a veces, cuando estoy cabreada de verdad. Veamos si a ti también. -Se acercó a la cómoda para coger una sudadera y unos pantalones de chándal-. Viéndote en pleno ataque de furia, me he dado cuenta de la suerte que tenemos de que estés en la isla.

Zac: Sí, nada como un jefe de policía cabreado.
 
Ness: Tienes derecho a estar cabreado, pero aun así ya lo estás controlando. Y parte del cabreo, la parte que sigue viéndose, es tristeza. Sabía que eras astuto e inteligente como policía. Sabía que respetabas tu trabajo y que querías hacerlo bien. Y sabía que te preocupabas por los demás, pero esta noche he visto hasta qué punto. -Cogió una bufanda y se la enrolló alrededor del cuello-. Somos afortunados de tenerte, jefe. Tengo una chaqueta de abrigo abajo. La cogeremos, junto con la tuya, antes de salir.
 
Zac: Estoy enamorado de ti. Por el amor de Dios, no te alejes de mí por eso.
 
Vanessa se quedó sin aliento un instante y tuvo que hacer esfuerzos para continuar manteniendo la calma.
 
Ness: Me asusta. No voy a alejarme, pero necesito meditarlo un poco más antes de saber con seguridad lo que vamos a hacer al respecto. Nunca había sentido por nadie lo que siento por ti. Solo necesito asimilarlo.
 
Zac: Eso me vale. Y ahora ya estoy menos cabreado.
 
Ness: Vamos a dar el paseo de todas formas. Eres el primer hombre que me dice eso al que creo. Me parece que a los dos nos sentará bien un paseo por la playa.
 
El paseo ayudó, y aunque Zac no volvió a entrar, aunque no regresó a su cama, Vanessa sabía que ya se había tranquilizado. La besó, esperó hasta que ella hubo entrado en la casa, y entonces arrancó el coche.

Vanessa tampoco volvió a la cama, sino que se preparó una taza grande de café y subió a su estudio.

Allí encontró el boceto de Emily Devlon que había hecho a partir de la foto de la pizarra de Zac. Y tras seleccionar sus utensilios, empezó a hacer lo que sabía para honrar a los muertos.

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