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miércoles, 20 de noviembre de 2019

Capítulo 17


De pie en el mirador del tejado, Sarah Parker estaba maravillada. El día se estremecía con el gris de febrero, el frío azotaba como un látigo congelado, y aun así la vista se extendía ante ella como un milagro.

El mar y el cielo, ambos de ese gris aburrido y melancólico, no lograban borrar su amplitud ni el poder de la costa rocosa sacudida por el movimiento incesante del agua gélida.

Olía a pino y a nieve, respiraba un aire tan frío y húmedo que tenía la impresión de haber tragado hielo picado. A lo lejos, hacia la derecha, los edificios de listones pintados formaban el pueblo, y un sendero de nieve pisoteada serpenteaba entre árboles con las ramas cubiertas de blanco.

Más allá se erguía el faro, una torre de color y alegría recortada contra la obstinada penumbra invernal.

Debajo de la casa, un embarcadero tambaleante, con varios huecos preocupantes, cruzaba en ángulo una abertura en las rocas.
 
Sarah: Tienes un embarcadero.
 
Zac: Sí, aunque no es gran cosa. También tengo un cobertizo para barcos. Sin barco. La señora Dorchet lo vendió cuando murió su marido. A lo mejor me hago con uno. Con un barco. Quizá.
 
Sarah: Un barco.
 
Zac: Puede. Ya tengo el cobertizo y el embarcadero. Supongo que me falta el motivo para tenerlos.
 
Sarah lo miró, recordó al chaval triste de aquel banco del parque, al joven policía que se abría camino aprendiendo, al compañero con el que había atravesado puertas. Al amigo al que había encontrado sangrando.

Y entonces eso. Un hombre que contemplaba lo que era suyo.
 
Sarah: Esto no es un estercolero, Zac.
 
Él sonrió.
 
Zac: Necesita unos cuantos arreglos aquí y allá, pero no, no es un estercolero.
 
Sarah: ¿Qué se siente siendo el jefe?
 
Zac: Te lo cuento el mes que viene. Voy progresando, cada día me siento más seguro. La mayoría de la gente parece que todavía no quiere pronunciarse sobre si el forastero está a la altura o no.
 
Sarah: Lo estarás.
 
Zac: Sí, claro. Las cosas estarán tranquilas durante los próximos meses, así que tendré tiempo para adaptarme, para saber quién es quién y qué es qué. Y para hacerme con el mando de la comisaría.
 
Sarah: ¿Algún problema en ese terreno?
 
Soltó un gruñido evasivo.
 
Zac: El jefe actual me apoya, y eso ayuda. Los ayudantes y la de la centralita tienen dos dedos de frente y las cosas están en una especie de pausa durante la transición. Tienen sus rarezas, como en todas partes, pero son bastante de fiar. La mejor del grupo es la única mujer.
 
Sarah: No me digas.
 
Zac: Inteligente y dura. Tiene un poco de mala leche, pero nada con lo que no pueda trabajar.
 
Sarah: Cuidado con los romances de oficina.
 
Zac: ¿Qué? Qué va. -Sin dejar de reír, se echó hacia atrás el cabello alborotado-. Ni de coña. No es mi tipo, y además sería su jefe. Jefe... ja, ja. De todas formas, tiene unos cuarenta años, está divorciada y liada con un fontanero de la isla. Luego está Leon Wendall. Exsuboficial de marina. Lleva siete años en el cuerpo de la isla. Le gusta pescar. Está casado desde hace treinta años con una maestra. Tres hijos, una nieta.
 
Sarah: ¿Siete años? ¿Y te dieron el puesto a ti en lugar de a él?
 
Zac: No tiene madera de jefe -contestó negando con la cabeza-. No quiere ser jefe. Pero no me pasará ni una. Garantizado. También tenemos a Nick Masterson, treinta y tres años, recién casado. Es competente. El Sunrise Café pertenece a su familia. Su madre lleva la contabilidad. Y el último de los ayudantes a tiempo completo es Cecil Barr. Veinticuatro, despreocupado pero no estúpido. Su padre es pescador, su madre enfermera, su hermana mayor estudia medicina y su hermano menor aún está en el instituto. Terminamos con Donna Miggins, la de la centralita. Sesenta y cuatro años, perspicaz. La propia señora me ha advertido de que ya puedo ir a buscarme el café y a hacer los recados yo solito, y que no tolerará ni la más mínima falta de respeto. Me cae bien. Me da un poco de miedo, pero me cae bien.
 
Sarah: Eres feliz.
 
Zac: Lo soy.
 
Sarah: Y has recuperado la mayor parte del peso que perdiste.
 
Zac: Me he hecho habitual del Sunrise Café. La mayoría de los isleños pasan por allí en algún momento u otro de la semana. Y de todos modos soy un desastre como cocinero.
 
Sarah: Deberías aprender a merecerte esa cocina.
 
Zac: Si no cocino -señaló-, sigue limpia.
 
Sarah: Eso tiene sentido, aunque sea una estupidez -admitió-.
 
Zac: Bajemos a tomar un café. Acabo de comprarme una de esas cafeteras de lujo.
 
Sarah: No sé por qué -dijo cuando entraron y empezaron a bajar las escaleras-, si tú siempre lo tomas solo.
 
Zac: A la chica de mis sueños le gustan los cafés con leche.
 
Sarah: ¿La artista?
 
Zac se llevó una mano al corazón.
 
Zac: Pum, pum.
 
Como no lo había hecho al subir, Sarah se detuvo delante de la suite principal y, con la confianza de una vieja amiga, entró.
 
Sarah: Es un espacio precioso, y también tiene unas vistas fantásticas. Todavía no tienes cama.
 
Zac señaló el colchón y el somier.
 
Zac: Eso es una cama.
 
Sarah: Una cama tiene bastidor, cabecero, a veces estribo. Un poco de estilo. Nunca conseguirás meter a la chica de tus sueños en eso.
 
Zac: Subestimas mi encanto y mi atractivo sexual.
 
Sarah: No, no los subestimo. -Miró a su alrededor y se fijó en que el oso de peluche policía descansaba sobre lo que él llamaba, equivocadamente, su cómoda-. Necesitas una cómoda de verdad en lugar de ese horrible bloque de madera que tienes desde la universidad. Puede que una silla bonita. Unas mesillas de noche, lámparas decentes. Una alfombra. Y... -Se quedó callada al asomarse al cuarto de baño-. Madre mía, el baño es fabuloso.
 
Zac: El hijo de la anterior dueña, igual que la cocina. ¡Se acabaron las duchas de chorrito de pis!
 
Sarah: Compra toallas nuevas, busca alguna pieza de un artista local para las paredes y un buen espejo para el dormitorio.
 
Zac: Eres difícil de complacer, Sarah.
 
Sarah: Sé lo que sé. -Salió y entró en una habitación vacía-. ¿Qué vas a hacer con esta habitación? ¿Un despacho?
 
Zac: No, el despacho ya lo tengo, al final del pasillo. Supongo que será un cuarto de invitados, terminaré teniendo dos. Tu familia y tú podríais venir a pasar alguna temporada. Voy a comprarme una barbacoa gigantesca. Comenzaré a devolverte todas las comidas y las noches que terminé de gorra en tu casa.
 
Sarah: Nos encantaría.
 
Zac: El primer fin de semana decente que los dos tengamos libre, barbacoa en la terraza.
 
Sarah: Hecho. Cama de matrimonio (entra de sobra), edredón y cortinas sencillas, un escritorio pequeño y una silla, lámparas y mesitas de noche bonitas, nada a juego, y una cómoda antigua, no una mierda, sino antigua.
 
Zac: ¿Ahora eres mi decoradora? Ya, ya -prosiguió antes de que Sarah pudiera hablar-. Sabes lo que sabes.
 
Su amiga continuó la exploración y se topó con el baño sin reformar. Baldosas de color verde mar con borde negro. Inodoro y combinación de ducha y bañera de color verde mar. Lavabo de color verde mar en un tocador blanco.
 
Sarah: Me gusta.
 
Zac: ¿En serio?
 
Sarah: Es retro y un tanto kitsch, y tiene posibilidades. Necesitas un tocador nuevo, algo de pintura, toallas divertidas y una cortina de ducha. Quedará precioso.
 
Sarah siguió deambulando por la casa, soltando ideas a tal velocidad que Zac empezó a pensar que debería estar tomando notas. Entonces abrió la puerta de su despacho.
 
Sarah: Ah.
 
Zac había instalado su escritorio -una reliquia de la universidad, enorme y tosca- en medio de la habitación. De esa manera, alcanzaba a ver las vistas, la puerta y el par de pizarras con ruedas que había colocado contra una pared.

En la primera pizarra, justo en el centro, había pegado la foto de Patricia Hobart. Junto a las fotos de sus víctimas y de las respectivas escenas del crimen, había trazado cronogramas y agregado copias de los informes.

Varias líneas, sólidas o punteadas, se abrían en abanico y se entrecruzaban.

En la segunda pizarra había pegado imágenes de los tres tiradores del centro comercial, más cronogramas, información sobre el armamento y las fotos, los nombres y las edades de los muertos. Separados por una línea roja, había dispuesto foto, nombre, edad, ubicación y empleo de los supervivientes.

En el despacho también había tres armarios archivadores de color gris plomizo, un par de sillas plegables apoyadas en una pared -de pladur, enyesada, lijada, pero no pintada-, su vieja mininevera -también de su época en la universidad- y un cubo de la basura de gran tamaño medio lleno de latas vacías de Coca-Cola y Mountain Dew, de botellas de agua y de tazas de café desechables.

El armario abierto contenía material de oficina: papel para la impresora, el escáner, carpetas, un bote lleno de rotuladores, un montón de blocs de notas.

En el suelo del armario había una caja de botellas de agua, una caja de Coca-Cola y otra de Mountain Dew, todas abiertas y saqueadas.

Sarah se acercó a las pizarras, las estudió.
 
Sarah: Buen trabajo, Zac. Muy exhaustivo.
 
Zac: Ahora las cosas están tranquilas por aquí, y todavía no soy el jefe. He tenido tiempo. Aun así, Hobart se ha cargado a otro, vuelve a estar activa. No hay forma de saber quién será su próximo objetivo, ni cuándo ni dónde. Hasta podría meter los nombres en un sombrero y sacar uno al azar.
 
Sarah: Esa zorra retorcida es más lógica. En su mente, todos los objetivos por los que ha ido hasta ahora recibieron cierta atención mediática a raíz de aquella noche. Tenían algo de fama, algo de fortuna... y una rutina que podía documentar y aprovechar. Veríamos eso si fuéramos uno por uno hasta terminar con Bob Kofax.
 
Zac: Estaba todo en su página de Facebook. Adónde iba, cuándo, por qué. Y publicó más cosas cuando llegó allí. Hobart se tomó unas vacaciones.
 
Sarah: Sí, así es. Los federales le siguieron el rastro hasta una habitación en el mismo complejo hotelero.
 
Zac se volvió de golpe.
 
Zac. ¿Estás segura?
 
Sarah: Sé mantener la cabeza agachada y el oído alerta. Añade este nombre a tu pizarra: Sylvia Guthrie. No volverá a utilizarlo, pero lo empleó para reservar y pagar la habitación y sus gastos, con una American Express. Y también para reservar el vuelo de ida y vuelta, en primera clase, directo desde Nueva York. Compañía JetBlue, desde el JFK.
 
Zac: Chad está en Nueva York. Lo ascendieron y se mudó a Nueva York.
 
Sarah: No creen que tuviera su guarida allí. Son de la misma opinión que nosotros. Canadá.
 
Zac: Ahora ya no se quedará allí.
 
Sarah: Es poco probable. Tengo copias del pasaporte a nombre de Guthrie y de las fotos de su carnet de conducir abajo, en el bolso. En los documentos figuraba una dirección de Nueva York, pero es falsa. Puedes quedártelas para ponerlas también en tu pizarra. Según la información de la que dispongo, voló a las Bermudas un día antes que el objetivo, fue a darse un puto masaje y cargó una botella de vino de cien dólares y una comida estupenda en su habitación. Los cargos del tercer día incluyen asimismo un par de daiquiris sin alcohol en el servicio de bar de la playa; el objetivo y su familia también acumularon varias facturas allí, en el mismo período de tiempo, antes de que Kofax se quedara sin aliento, se desplomara y muriera debido al cianuro de su mai tai.
 
Zac: Es la segunda vez que usa veneno. El doctor Wu -señaló la pizarra-. En el caso de Kofax, en una playa abarrotada en lugar de en un bar abarrotado, y cianuro en la copa en lugar de una inyección con una toxina como a Wu, pero se parece. Creo que le gusta disparar -añadió-. Creo que le gusta el impacto que produce, la sangre, pero a veces el veneno es más fácil.
 
Sarah: Estoy de acuerdo. La familia Kofax entraba y salía del agua -continuó mientras deambulaba por la habitación-. Surfeaban con boogieboards, hacían payasadas, se tumbaban bajo las sombrillas del complejo. El objetivo pidió su mai tai, el segundo de la tarde, una copa para su esposa y una limonada para uno de los nietos, y luego arrastró a su mujer hasta el agua para jugar con los niños de nuevo. Volvió, se tumbó, empezó a beber. Y murió a los cuarenta y nueve años, un día antes de cumplir cincuenta. Lo único que tuvo que hacer Hobart fue ponerse cómoda en algún lugar, ver dónde estaba sentado el objetivo, qué bebía. Echar el veneno mientras él estaba en el agua y largarse a tomar por culo de allí. Cosa que hizo antes de volver tan tranquila al spa y regalarse un tratamiento facial. Con reserva anticipada. Tenía claro que para este iba a ser veneno, diría yo. Si no en la playa, en el bar de la piscina o en la terraza o en uno de los restaurantes. Hobart vio su oportunidad y la aprovechó.

Zac. ¿La interrogaron?
 
Sarah: El complejo estaba en temporada alta, pero los de la policía local hablaron con ella un momento. Afirmó que había estado en la playa sobre aquella hora, que incluso se había fijado en la gran familia feliz. Se había marchado a su cita en el spa y no le había llamado la atención nadie que anduviera cerca del grupo familiar. Aunque, claro, ella estaba absorta en su libro. Para cuando los federales se enteraron, ya se había desvanecido.
 
Zac: Eso es suerte, además de inteligencia y planificación. -Mientras estudiaba la pizarra, se metió las manos en los bolsillos traseros-. Eso es mucha suerte.
 
Sarah: Le sale por las orejas. La única vez que sabemos que le falló la suerte fue contigo.
 
Zac: Sí.

Distraído, se llevó una mano al costado.
 
Sarah: ¿Cómo tienes el costado y el hombro?
 
Zac: Estoy bien. No te lo creerás, pero sigo haciendo yoga.
 
Sarah: Eso sería digno de ver.
 
Zac: No, de verdad que no. Deja que te prepare ese café.
 
Sarah: Te dejaré practicar cómo hacerle un café con leche a la chica de tus sueños, pero tomémonoslo aquí. -Se volvió para mirar la pizarra-. Vamos a dar una vuelta a las cosas, a ver si algo chirría.
 
Zac: Esperaba que dijeras eso.
 
Sarah le dedicó dos horas antes de coger el coche de vuelta al ferri. Zac no podía decir que algo hubiera chirriado, pero los dos especularon que tal vez Hobart se estableciera en un clima más cálido durante un tiempo.

¿Por qué no?

Con esa perspectiva, ambos estudiarían a los supervivientes que se habían trasladado hacia el sur.
 
Zac: Me alegro mucho de que por fin hayas venido a verme. La próxima vez, carne a la barbacoa para toda la familia.
 
Sarah: ¿Tienes platos de verdad?
 
Zac: Eh... más o menos.
 
Sarah: Compra platos y una cama. Llena el nido, compañero. Es un nido estupendo.
 
Zac: Vale, vale. Por Dios, mi madre me dijo lo mismo, y hasta amenazó con hacer que mi padre me trajera cosas del desván.
 
Sarah: Cómprate tú las cosas. -Le dio un golpecito en el pecho-. Ya eres un niño grande. -Iba a besarle en la mejilla pero miró quién estaba llamando a la puerta-. Tienes compañía.

Zac se dirigió hacia la puerta y cuando abrió y vio a CiCi sonrió de oreja a oreja.
 
Zac: Hola, preciosa. Llegas justo a tiempo para conocer a una de mis personas favoritas. -La agarró de la mano y tiró de ella-. CiCi Lennon, Sarah Parker.
 
Cici: Nos conocemos -con una boina de color verde chillón sobre la melena roja y suelta y calzada con sus viejas botas UGG, entró en la casa y estrechó la mano a Sarah-. Puede que no lo recuerdes.
 
Sarah: Sí, me acuerdo. Nos vimos un momento junto a la puerta de la habitación de hospital de Ashley Tisdale.
 
Zac: No lo sabía.
 
Cici: Fuiste para preguntar por Vanessa y por ella. Entonces me quedé con la sensación de que eras una mujer comprometida y cariñosa. Nunca me equivoco. Has venido hasta aquí a pasar un rato con Zac.
 
Sarah: Ya se me ha agotado el tiempo. Qué casa tan estupenda. Será mejor cuando tenga muebles de verdad.
 
Zac: Vale, mamá.
 
Sarah: Tengo que coger el ferri. Me alegro de haber tenido la oportunidad de volver a verla, señorita Lennon.
 
Cici: CiCi. Zac, la próxima vez, trae a Sarah a visitarnos. Espero que vengas con tu marido y tu hijo.
 
Sarah: Ese es el plan. Zac -lo abrazó, lo besó en la mejilla-, estoy orgullosa de ti, jefe.
 
Cici: Acompaña a Sarah al coche -le ordenó-. Hay un paquete para ti en el mío. Tráetelo. -Mientras hablaba, iba quitándose una bufanda verde chillón-. Si tienes vino, me serviré una copa, Zac.
 
Zac: Tengo el blanco y el tinto que te gustan.
 
Cici: Este es mi hombre. Vuelve pronto, Sarah.
 
CiCi tiró el abrigo, la bufanda y la boina sobre un sofá en un estado verdaderamente deplorable. Sarah tenía razón en cuanto a los muebles, pensó CiCi mientras se decidía por el blanco que Zac había puesto a enfriar en el frigorífico, como a ella le gustaba.

Sirvió dos copas. Zac preferiría tomarse una cerveza, pensó, pero ella esperaba que su regalo de inauguración para la casa mereciera una copa de vino.

No tardó en volver, cargado con el paquete.
 
Zac: Has tenido que venir con la ventana bajada para que entrara en el coche. Hace frío, CiCi.
 
Cici: Los isleños somos gente recia.
 
Zac: Es un cuadro. -Y bien grande; palpó el marco bajo el grueso papel marrón en el que lo había envuelto-. Me has pintado un cuadro.
 
Cici: Así es, y espero que te guste.
 
Zac: Ni siquiera necesito verlo para saber que me encantará.
 
Cici: Sería más divertido si lo vieras de una vez. Vamos, vamos, quita el papel. Tengo una opinión muy clara respecto a dónde debes colgarlo. Veremos qué piensas tú.
 
Zac tuvo que ponerlo encima de la isla de la cocina para arrancar la cinta adhesiva y quitar el cartón protector de las esquinas del marco. Le dio la vuelta, apartó una lámina de cartón del frente.
 
Y se quedó mirándolo, alucinado, agradecido, abrumado.
 
Zac: Joder, CiCi.
 
Cici: Me lo tomaré como una expresión de aprobación.
 
Zac: Ni siquiera sé qué decir. Es increíble.
 
La playa, las rocas, la franja de arena, todos aquellos colores tan vivos y fuertes. Los pájaros volaban sobre el agua; un barco blanco se deslizaba hacia el horizonte. El cielo más azul se extendía por encima de todo, y una de las vaporosas nubes blancas formaba un dragón como el que vigilaba la habitación de huéspedes de CiCi.

Unas cuantas conchas, exquisitamente detalladas, salpicaban la arena como tesoros desperdigados.

Y dos figuras sentadas en las rocas, muy juntas, miraban el mar.
 
Zac: Somos nosotros -murmuró-. Somos tú y yo.
 
Cici: No será la última vez que te pinte, pero es un buen comienzo.
 
Zac: No sé qué decir. -La miró-. De verdad, no sé cómo agradecértelo. Es mágico. Igual que tú.
 
Cici: Pues lo que acabas de decir ya es perfecto. Estamos bien, ¿no? Dos almas gemelas reunidas.
 
Zac: Te quiero mucho, CiCi.
 
Cici: Yo también te quiero mucho. ¿Dónde crees que te gustaría colgarlo?
 
Zac: Tiene que ir ahí, encima de la chimenea. Tiene que estar donde pueda verse desde todas partes.
 
Cici: Tienes toda la razón. Y no hay momento como el ahora. He traído alcayatas. -Las buscó en el bolsillo-. Y en el coche hay un taladro, por si no tienes.
 
Zac: Sí, tengo uno.
 
Cici: Y una cinta métrica. Hagámoslo ya, y hagámoslo bien.
 
CiCi se mostró muy puntillosa en cuanto a la precisión de las medidas y dejó a Zac a la altura del betún en la parte matemática. Pero gracias a su meticulosidad, sus cálculos y su ayuda, Zac colgó su primera obra de arte en su nuevo hogar.
 
Zac: Tengo un CiCi Lennon original. Joder, salgo en un CiCi Lennon original. Y es increíble.
 
Ella le pasó su copa y le dio un golpecito con la suya.
 
Cici: Por ti y tu feliz hogar.
 
Zac bebió con ella y luego la atrajo hacia sí.
 
Zac: ¿Dónde estaría ahora si no hubieras bajado aquella mañana?
 
Cici: Estabas destinado a estar aquí, así que aquí estás.
 
Zac: La verdad es que esa es la sensación que tengo. -Le dio un beso en la coronilla-. Supongo que voy a tener que tomarme en serio lo de los muebles. Aquí abajo no hay nada digno del cuadro.
 
Cici: Tienes razón. Empieza por deshacerte de ese sofá tan feo.
 
Zac sintió una punzada de dolor por los recuerdos creados en aquel sofá tan feo. Las siestas que se había echado, los partidos que había visto, las chicas a las que había desnudado.

Luego miró el cuadro y pensó en los recuerdos por llegar.
 

La isla no contaba con ninguna tienda de muebles propiamente dicha, pero sí con una especie de mercadillo de antigüedades. Allí encontró algunas cosas y, en la única tienda de regalos abierta durante todo el año que le gustaba, se conectó a internet para buscar más.

Intentaba no pensar demasiado en las heridas sangrantes que estaba infligiendo a su tarjeta de crédito.

En cualquier caso, ir de compras por la isla servía también a su propósito de hacer relaciones públicas. E invitar a Cecil a unas cervezas a cambio de que lo ayudara a transportar, ensamblar y colocar los muebles le dio la oportunidad de conocer mejor al joven ayudante.

Por ejemplo, descubrió que Cecil tenía más experiencia que él con las herramientas. Aquel chico no era rápido, pero sí infatigable.

Juntos, se apartaron para estudiar la cama. Había sido la primera compra de Zac, porque, sin duda, quería meter a la chica de sus sueños en ella. Incluso se había lanzado con un colchón nuevo.
 
Cecil: Te ha quedado bien la cama, jefe.
 
Zac: ¿Tú crees? Sí, está bien.
 
Sencilla, pensó, pero no tan básica como para que pareciera que le importaba un comino. Le gustaban los listones verticales, el estribo bajo que no lo molestaría, el color carbón desvaído.
 
Cecil: ¿Ponemos las sábanas y todo eso?
 
Zac: Ya me ocuparé de eso más tarde. Vamos a descargar el resto de las cosas. Te lo agradezco, Cecil.
 
Cecil: Qué va, no me importa. Me gusta montar cosas. Y es una casa genial.
 
Para cuando le sirvió la cerveza a Cecil, ya tenía un dormitorio amueblado, un sofá nuevo y una segunda cama -de matrimonio, como se le había ordenado- instalada en la habitación de invitados, junto con sus mesillas de noche y sus lámparas. Nada demasiado a juego, esperaba.

Agotado, se desplomó en su nueva cama, sin sábanas. La probó, dio unos botecitos.

¿Cómo narices había conseguido dormir en aquella porquería de colchón durante tanto tiempo? Pensó en alcanzar la cerveza que tenía en su nueva mesilla, encima de un posavasos, no era tonto. Volvió a pensarlo.

Y se quedó dormido.

Soñó con taladros y martillos, tornillos y destornilladores. Y, como la cosa más natural, aquello dio paso a un sueño erótico bastante espectacular protagonizado por Vanessa.

En el sueño, su nueva cabecera golpeaba la pared mientras Vanessa le rodeaba la cintura con las piernas.

Se despertó con una erección tremenda, algo jadeante. Y se dio cuenta de que los golpes no habían parado.
 
Zac: Mierda, joder, maldita sea. -Se levantó a toda prisa, hizo todo lo posible por recomponerse-. Abajo, chico -murmuró y se dirigió hacia la escalera-.
 
El fornido repartidor ya había pasado por allí otras veces.
 
Zac: Lo siento, estaba arriba.
 
**: Tienes otro paquete.
 
El conductor le tendió la tableta para que firmara.
 
Zac: Oye, si no contesto o no estoy en casa, puedes dejar las cosas aquí mismo.
 
**: Eso tienes que comunicarlo, por escrito.
 
Zac: Está bien. Lo haré.
 
El conductor volvió a su camioneta y dejó a Zac plantado con una caja grande y absurdamente pesada en la puerta de su casa.

La arrastró hacia el interior y sacó su navaja de bolsillo para cortar el precinto.
 
Zac: Platos. Ah, sí, compré platos.
 
Blancos, recordó, porque cuando se puso a buscar, todos los colores y estampados le daban dolor de cabeza. El blanco era sencillo.

Tenía que sacarlos y seguramente lavarlos, lo cual significaba cargar el lavavajillas, después vaciarlo de nuevo y luego guardarlos.

Aquella idea hizo que le entraran ganas de echarse otra siesta.

Además, todavía debía poner las sábanas a la cama y no había desempaquetado las toallas nuevas. ¿También tenía que lavarlas?

¿Cómo diablos iba a saberlo?

No tenía sentido llamar a su madre para preguntárselo, porque le diría que sí sin pensárselo. Zac lo tenía clarísimo.
 
Zac: Puede esperar -decidió, y volvió a subir a por su cerveza-.
 
No está del todo caliente, se dijo mientras se la llevaba a la ducha.

Pero los platos, y las toallas, todas aquellas puñeteras cosas lo incordiaron hasta que se rindió.

Se vistió, metió los platos en el lavavajillas y las toallas en la lavadora. Se recordó que tenía una televisión de pantalla plana en camino. Dos, de hecho, porque había pedido una para la habitación principal. La de la planta de abajo no iría encima de la chimenea, como se había imaginado, porque tenía el cuadro mágico. Pero había otras paredes.

Y le quedaba una semana entera por delante antes de asumir el cargo de jefe.

Lo dejaría todo hecho.

Subió a poner las sábanas en la cama. También eran nuevas (¿había perdido la cabeza?). Su madre, sin duda, aseguraría que era necesario lavarlas primero, pero al cuerno con eso. No podía hacerlo todo.

Había comprado un edredón de color índigo, básicamente porque era el que aparecía en la cama de la foto y parecía bastante bueno. Venía con fundas para cojines, y rellenarlas le parecía demasiado jaleo y molestia, pero aun así lo hizo.

No le apetecía salir a comer, así que optó por una pizza congelada de toda la vida.

Cambió la cerveza por Coca-Cola y se llevó la cena al despacho.

Se sentó y estudió sus pizarras mientras comía pizza.
 
Zac: ¿Dónde estás, Patricia, zorra asesina? Apuesto a que hace calor donde estás.
 
Desvió la vista hacia la pizarra de objetivos, hacia el grupo que había separado. Uno en Savannah, otro en Atlanta, otro en Fort Lauderdale, otro en Coral Gables.

Había que sumarles el chaval que se había alistado en la marina y que en aquellos momentos estaba destinado en San Diego y la mujer que se había mudado a Phoenix con su esposo e hija.
 
Zac: ¿Quién de ellos es? ¿Dónde te escondes ahora?
 

Patricia, Ellyn Bostwick en la actualidad, tenía un bonito bungaló de alquiler vacacional en Coral Gables.

Todos los días salía con una cámara, un sombrero de ala ancha y una mochila. Se ponía su disfraz, mantenía conversaciones agradables con los vecinos. Era, según les dijo, una fotógrafa independiente que iba a dedicar tres meses a crear su propio libro de fotografía de la zona.

Accedió de buen grado a sacar unas fotos a los mocosos de al lado para la idiota de su madre. Las imprimió, incluso las enmarcó.

Recién divorciada, les dijo a sus vecinos, quería tomarse un tiempo para estar a solas y alejarse del frío y las multitudes de Chicago.

Emily Devlon (de soltera Frank) tenía dieciocho años la noche de la masacre en el centro comercial DownEast. Tras su descanso, regresaba a Orange Julius, donde trabajaba durante el verano, cuando estalló la guerra.

Reconoció los disparos en cuanto los oyó, porque su padre era policía, así que echó a correr a toda velocidad en dirección contraria al ruido. Pero entonces el ruido empezó a llegarle desde ambas direcciones.

Supo lo que tenía que hacer a pesar de que la invadía el pánico: buscar un agujero y esconderse. Se dirigió hacia la tienda más cercana abriéndose paso entre la avalancha de gente. Una mujer se cayó delante de ella; Emily estuvo a punto de pisarla. Enseguida agarró a la mujer por debajo de los brazos -vieja, frágil, quejosa- y la arrastró hasta la tienda.

El cristal explotó; ambas sufrieron cortes, pero Emily se las arregló para llevar a la mujer hasta detrás de un expositor de camisetas y jerséis de verano.

Un empleado pasó corriendo junto a ella con los ojos desorbitados. En su cabeza, Emily gritó: No, no lo hagas.

Cerró los ojos cuando oyó el grito y el golpe sordo de un cuerpo al caer.

Se aferró a la anciana, que viviría otros ocho años antes de morir por causas naturales. Le dejó cien mil dólares en su testamento.

Emily, para entonces esposa y madre, invirtió parte de la herencia en la compra de una casa en una bonita comunidad lejos de los inviernos y los malos recuerdos de Maine.

Viviría más tiempo que la mujer a la que había salvado, pero su cuenta atrás estaba en marcha.


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