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lunes, 29 de septiembre de 2014

Capítulo 12


Enero de 1883

Beckett, el mayordomo de Twelve Pillars, era un hombre de poco más de cincuenta años, alto, delgado y con el pelo empezando a ralear. Zac lo encontraba muy eficiente, pese a su untuosidad ocasional; presumiblemente a Alexander le gustaba que sus sirvientes fueran obsequiosos.

Beckett: ¿Deseaba verme, lord Tremaine?

Sin decir nada, Zac le hizo un gesto para que se sentara. Él permaneció de pie. El hombre de más edad se sentó, inquieto, en la silla indicada.

Zac se lo quedó mirando, no estaba seguro de por dónde empezar y deseaba intimidarlo. Después de veinte segundos, Beckett no podía sostenerle la mirada. A los tres minutos, no paraba de removerse en el asiento y secarse disimuladamente la frente y el labio superior.

Zac: Usted sabe, Beckett, que abusar de la confianza de su patrón es un crimen castigado por la ley, ¿verdad?

El mayordomo levantó la cabeza bruscamente. Por un momento, su expresión fue de pánico absoluto. Pero no había llegado a ser el jefe del personal de una casa ducal sin haber aprendido un par de cosas sobre el autocontrol. Al segundo, respondió con voz normal.

Beckett: Por supuesto, milord. Soy más que consciente de ello. La lealtad es mi credo.

Pero su mirada empapada de miedo había delatado demasiado. Era culpable. Pero ¿de qué?

Zac: Admiro su compostura, Beckett. No debe de ser fácil parecer tranquilo cuando está temblando de miedo.

Beckett: Lo... lo siento, señor, pero no sé de qué me está hablando.

Zac: Pues yo creo que sí lo sabe. Y creo que está consternado, horrorizado y, espero, avergonzado de que lo hayan descubierto. Si yo estuviera en su lugar, no insistiría en esas protestas de inocencia. Si no quiere admitir sus errores ante mí, en privado, me veré obligado a acudir a su excelencia y sacar a la luz sus mentiras, y él no tendrá más remedio que llamar a los alguaciles.

Beckett no iba a ceder fácilmente.

Beckett: Señor, si he hecho algo que le ha disgustado, por favor, dígame qué es.

Ahí estaba el problema. Zac no tenía nada en concreto en contra de Beckett, solo el conocimiento de que este había alterado el procedimiento habitual de la entrega del correo dentro de la casa, y de que le había dado una carta de Amber que estaba empezando a creer, que Dios lo ayudara, que no era en absoluto de Amber.

Fue hasta la chimenea y fingió examinar el paisaje marino enmarcado que había encima de la repisa. Si existía alguna relación entre Beckett y la carta de Amber, solo era indirecta. Estaba actuando a instancias de otra persona, era un agente pagado.

Zac se volvió y se tiró un farol.

Zac: Sé por qué hace que le entreguen todo el correo primero a usted. Sabe, Beckett, tengo malas noticias para usted. Para la persona que lo está utilizando usted ya no le es de utilidad y no tiene interés en pagarle el resto de sus honorarios. Así que ha decidido echarlo a los lobos.

Beckett: ¡No! -se levantó de un salto-. ¡El bastardo! -Su agitada respiración llenó la estancia. Luego, al comprender que se había delatado, se dejó caer en la silla y hundió la cara entre las manos-. Perdóneme, milord. Pero no he hecho nada. Nada, lo juro. Me dijeron que vigilara todas las cartas que llegaran para usted desde el extranjero. Se las tenía que llevar a ese hombre. Pero tampoco él se quedó nunca con ninguna. Solo las miraba y me las devolvía.

Todas las cartas que llegaran para él desde el extranjero. Zac sintió que algo le estallaba en el pecho como si los pulmones le dejaran de funcionar.

Zac: ¿Está seguro de que no ha hecho nada más?

Beckett: Hubo... -se secó la cara con el pañuelo-. Hubo una única vez, al principio, cuando el hombre me devolvió las cartas, que estuve seguro de que había una que antes no estaba entre ellas.

Una carta. No se necesitaba más. Una única carta.

Zac: ¿Dónde y cuándo se reúne con ese hombre?

Beckett: Junto a la verja, los martes y los viernes por la tarde.

Zac: ¿Y si, por alguna razón, no puede reunirse con él en persona?

Beckett: Entonces, tengo que envolver las cartas con cuidado y dejar el paquete debajo de una piedra junto al grosellero que hay a la izquierda de la verja. El viene a las tres.

Era viernes y eran las tres menos veinticinco.

Zac: Mala suerte. Supongo que ya no volverá. De lo contrario, yo podría hacer que lo metieran en la cárcel también a él.

Beckett se puso pálido.

Beckett: Pero, milord, usted ha dicho... usted ha dicho...

Zac: Sé lo que he dicho. Espero que presente su dimisión a su excelencia mañana después de la cena.

Beckett: Sí, señor. Gracias, señor.

A punto estuvo de besarle los pies a Zac.

Zac: Váyase. -Mientras Beckett se dirigía, tambaleándose, hacia la puerta, Zac recordó una última cosa-. ¿Cuánto le pagaron de entrada?

Beckett dudó.

Beckett: Dos mil libras. Tengo un hijo natural, milord. Tiene problemas. Utilicé el dinero para pagar sus deudas. Se lo restituiré en cuanto pueda.

Zac se apretó las sienes con los dedos.

Zac: No lo quiero. Y no deseo volver a verlo. Márchese.

Dos mil al principio y dos mil más tarde. ¿Quién tenía tanto dinero para gastar? ¿Y por qué querría hacerlo? Todos los indicios señalaban una única dirección. Pero no podía soportar reconocerlo. Tal vez, rezaba, tal vez se equivocaba. Tal vez, el miedo que le retorcía las entrañas no era la señal de algo inevitable, sino solo el resultado de su febril imaginación.

Tal vez todavía había esperanzas.

Dos horas más tarde, ya no era posible negarlo.

Zac envolvió las dos cartas de sus amigos, las escondió tal como Beckett hacía y esperó. Vino un hombre, de unos sesenta años y aspecto rufianesco, en un carro de dos ruedas tirado por un viejísimo jamelgo. Miró alrededor atentamente y luego se dirigió al grosellero. Como Beckett había dicho, echó una ojeada rápida a las cartas y luego las volvió a dejar donde las había encontrado.

Dio media vuelta al carro y se fue por donde había venido. Zac lo siguió a distancia, a pie, con el dolor del pecho haciéndose más agudo a cada kilómetro que pasaba, todo el camino hasta el amargo final, cuando el hombre y su carro desaparecieron por la verja de Briarmeadow, y las chimeneas de la casa de su prometida fueron apenas visibles en la luz del crepúsculo, por encima de los álamos desnudos.

Algo se marchitó y murió en su interior. Empezó a caminar y luego echó a correr, alejándose de Briarmeadow, alejándose de ella. Ness, la encantadora, la traidora Ness. ¿Había sido solo esa misma mañana cuando recorrió este camino, tan ansioso por complacerla e impresionarla como cualquier cachorro estúpido que haya vivido nunca?

No sabía la distancia ni el tiempo que estuvo corriendo ni en qué punto se desmoronó en el suelo, con los ojos secos y la mente embotada, excepto por un dolor de cabeza espantoso, como si los martillos de Lucifer lo golpearan para arrancarle hasta la última pizca de ilusión.

Lo había hecho ella. Por alguna razón, había decidido que él debía ser suyo, así que hizo que falsificaran la carta. Estaba claro que era ella; era con mucho la persona más astuta que había conocido nunca. Y él, como un imbécil calenturiento, le había seguido el juego encantado. Qué ilimitada debió de ser su satisfacción al verlo esta mañana, sabiendo que su victoria era completa y que él se derretiría entre sus manos como si fuera un trozo de sebo.

La ira -ardiente, helada, oscura como los abismos del infierno- crecía lentamente en su interior, hasta que poco a poco invadió todas las células de su cuerpo. Se aferró a esa ira, que disipaba el dolor y lo mantenía a raya.

Venganza. Se vengaría. Estaba dispuesta a aflojar cuatro mil libras por él, ¿no? Pues bien, la señora no iba a quedar decepcionaba. Sabría que él era su igual en doblez y crueldad.

Se obligó a levantarse del suelo y siguió corriendo, sin detenese, hasta tener Twelve Pillars a la vista. Una idea aislada luchaba por librarse de su estrecho control mientras se dirigía hacia la casa. Se lamentaba de lo cerca que había estado del paraíso, de lo alegre y despreocupado que se sentía solo unas horas antes. Quería que el tiempo retrocediera y que la tía Mia no hubiera venido nunca. Quería golpear contra las paredes y gemir: «¡Ness, mujer estúpida, más que estúpida! ¿Por qué no podías esperar? Amber se ha casado hoy. ¡Hoy! Habría sido...».

«¡Calla! ¡Cállate! Te mataré con mis propias manos, si vuelves a gemir por esa mujer».

«Venganza, recuerda, solo venganza».




Zac da miedo y Vanessa está en problemas =S

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sábado, 27 de septiembre de 2014

Capítulo 11


22 de mayo de 1893

Un club de caballeros le había parecido el remedio perfecto después de un largo y cansado viaje de negocios de una semana al continente, durante el cual había pensado muy poco en sus negocios y demasiado en su esposa. Pero Zac estaba empezando a lamentar haberse hecho socio. Nunca antes había puesto los pies en un club de caballeros ingleses, pero abrigaba la impresión de que sería un lugar silencioso y tranquilo, lleno de hombres que huían de las restricciones de la esposa y el hogar, bebían whisky escocés, sostenían desganados debates políticos y roncaban ligeramente detrás de sus ejemplares del Times.

Ciertamente, el interior del club, que parecía que no lo hubieran tocado en medio siglo -los descoloridos cortinajes de color burdeos, el papel de las paredes oscurecido por las manchas que dejaban las luces de gas y un mobiliario del que dentro de otra década, más o menos, dirían que había visto tiempos mejores-, le había parecido idóneo para un estado de somnolencia, con las falsas esperanzas de que así podría matar la tarde, rumiando en paz. Y eso había hecho durante unos minutos, hasta que se vio rodeado por una multitud que quería serle presentada.

La conversación derivó rápidamente hacia las propiedades de Zac. No le había dado demasiada credibilidad a la señora Hudgens cuando, en una de sus cartas, afirmaba que la sociedad había cambiado y que ahora la gente no podía dejar de hablar del dinero. Ahora lo creía.

**: ¿Cuánto costaría un yate? -preguntó un joven impaciente-.

*: ¿Se puede hacer un beneficio considerable? -inquirió otro-.

Tal vez la depresión agrícola que había reducido a la mitad muchas rentas de grandes propiedades tuviera algo que ver. La aristocracia empezaba a pasar apuros. La mansión, los carruajes y los sirvientes eran una sangría de dinero, un dinero que cada día era más escaso. El desempleo, durante siglos la norma para los caballeros -para poder dedicar el tiempo a ocupar el cargo de parlamentario y magistrado-, era, cada vez más, una posición insostenible. Pero, todavía, eran pocos los caballeros que tenían la audacia de trabajar. Así que hablaban para apagar la comezón de la ansiedad colectiva.

Zac: Un yate así cuesta tanto que solo un puñado de los americanos más ricos se lo pueden permitir. Pero, por desgracia, no tanto como para que los proveedores puedan hacerse ricos de forma instantánea.

Si tuviera que depender solo de la empresa de su propiedad donde diseñaban y fabricaban yates, sería un hombre acomodado, pero ni de lejos lo bastante rico como para codearse con la élite de Manhattan. Eran sus otras empresas marítimas, la línea de buques de carga y los astilleros donde construían barcos comerciales, las que formaban lo que los americanos llamaban «la carne y las patatas», es decir, la parte fundamental de su cartera.

***: ¿Cómo se llega a ser propietario de una firma así? -preguntó un hombre del grupo de interlocutores, este no tan joven como los otros y que, a juzgar por su silueta, parecía embutido en un corsé debajo del chaleco-.

Zac miró hacia el reloj de pie que había entre dos librerías, en la pared del fondo. Sin importar la hora que fuera, iba a decir que lo esperaban en otro sitio en media hora. Eran las tres y cuarto y, junto al reloj, estaba lord Wrenworth observando divertido a la multitud que rodeaba a Zac.

***: ¿Cómo? -Zac volvió a mirar al hombre encorsetado-. Se trata de buena suerte, el momento oportuno y una esposa que vale su peso en oro, querido amigo.

Su respuesta fue recibida con un silencio a mitad de camino entre el escándalo y el respeto. Aprovechó la oportunidad para levantarse.

Zac: Les ruego que me excusen, caballeros. Me gustaría hablar un momento con lord Wrenworth.

«Mi hija me envía postales desde el Distrito de los Lagos. Me han dicho que lord Wrenworth también está allí.»

«Mi hija va a Escocia con un numeroso grupo de amigos, lord Wrenworth entre ellos, para pasar una semana.»

«Mi hija, cuando la vi la última vez en una cena, exhibía un par de pulseras de diamantes que no le había visto antes. Se mostró inusualmente evasiva respecto a su procedencia.»

La señora Hudgens se había mostrado muy pródiga en sus elogios de lord Wrenworth -«un hombre con el que todos los hombres quieren estar y al que todas las mujeres quieren cautivar»-, pero casi no había exagerado. El hombre parecía elegante sin esfuerzo, a la moda sin esfuerzo y tranquilo y sereno sin esfuerzo.

Wrenworth: Ha congregado a toda una multitud, milord Tremaine -dijo con una sonrisa mientras Zac y él se estrechaban la mano-. Es objeto de enorme curiosidad por estas moradas.

Zac: Ah, sí, la última incorporación al circo, etcétera. Señor, es usted afortunado de estar tan bien situado que no necesite ensuciar su mente pensando en el comercio.

Lord Wrenworth se echó a reír.

Wrenworth: En cuanto a eso, milord, está muy equivocado. Los caballeros ricos necesitan dinero en igual medida que los caballeros pobres; tenemos unos gastos mucho mayores. Pero me atrevería a decir que su éxito material alimenta solo una parte de la curiosidad colectiva.

Zac: Déjeme que lo adivine; se trata de ese pequeño asunto del divorcio.

Wrenworth: A falta de un buen asesinato a la antigua usanza, un divorcio emparejado a acusaciones de adulterio es lo mejor que cualquiera puede esperar, cuando se está de humor para algunos chismorreos entretenidos.

Zac: Desde luego. ¿Qué ha oído decir?

Lord Wrenworth enarcó una ceja, pero procedió a responder a la pregunta de Zac.

Wrenworth: Tengo la suerte de contar con un batallón de cuñadas. Una, que cuenta con fuentes absolutamente fidedignas, declara que está usted dispuesto a aceptar una anulación siempre que lady Tremaine le entregue la mitad de su fortuna y prometa viajar al lugar donde ella pasará la noche de bodas en su buque insignia de lujo.

Zac: Interesante porque no me ocupo del tránsito de pasajeros.

Wrenworth: Debe de estar usted en un error. Aunque, por supuesto, otra de las hermanas de lady Wrenworth, con fuentes igualmente fidedignas, insiste en que está a un paso de una gran reconciliación.

Zac asintió.

Zac: Y usted está a favor del viejo statu quo. Quizá valga la pena que le informe de que lady Tremaine está bastante molesta con usted, ella creía que era usted mejor amigo de lord Frederick.

Wrenworth: Entonces no sería tan buen amigo de ella -replicó, hablando en serio-. Lord Frederick, aunque es un hombre de una bondad irreprochable... Hablando del diablo... los aficionados a los rumores tendrán nuevos chismes que contar esta noche.

Señaló con la barbilla hacia la puerta. Zac se volvió y vio a un joven que se les acercaba. Aunque se encorvaba ligeramente, seguía siendo alto, algo más de metro ochenta. Tenía la cara redonda, la mandíbula fuerte y unos ojos limpios y sin complicaciones. En toda la estancia, los hombres dejaron lo que estaban haciendo y se quedaron contemplando abiertamente cómo avanzaba, dirigiendo su mirada de Zac al joven y viceversa, pero lord Frederick permanecía ajeno al revuelo que había causado.

El joven le tendió la mano a lord Wrenworth.

Andrew: Lord Wren, encantado de verlo. -Tenía una voz melodiosa, sorprendentemente profunda-. Estaba pensando en enviarle una nota. Lady Wren me preguntó hace un par de meses si pintaría un retrato suyo. Bien, le dije que no era muy bueno con los retratos. Pero estos días... bueno, usted ya sabe lo que sucede... parece que dispongo de mucho tiempo. Si sigue interesada...

Wrenworth: Estoy seguro de que le encantará, Andrew -dijo lord Wrenworth tranquilamente. Se volvió hace Zac-. Lord Tremaine, ¿me permite que le presente a lord Frederick Stuart? Andrew, lord Tremaine.

Zac le tendió la mano.

Zac: Es un placer, señor.

Lord Frederick parpadeó. Se quedó mirando fijamente a Zac durante un segundo, como si esperara algo nefasto. Luego, tragó saliva y estrechó la mano de Zac con la suya, que era grande y un poco gordezuela.

Andrew: Oh, bien... Encantado, seguro, milord.

Por alguna razón, pese a todo lo que la señora Hudgens le había escrito, Zac esperaba ver un espécimen de hombre de primera clase. Lord Frederick no era ese hombre. Al lado de lord Wrenworth, parecía demasiado corriente, con un aspecto agradable, pero común y corriente, con ropa un par de años por detrás de la vanguardia de la moda y un porte sencillo.

Zac: ¿Es usted pintor, lord Frederick?

Andrew: No, no, solo soy un aficionado.

Wrenworth: Tonterías. Lord Frederick es un pintor consumado para su edad.

Su edad; otra cosa que Zac no esperaba. Lord Frederick no podía haber vivido más de veinticuatro inviernos; era una criatura, apenas lo bastante mayor para que empezara a salirle barba.

Andrew: Lord Wrenworth es demasiado amable -murmuró-.

Zac vio que estaba empezando a sudar, pese al frío interior del club.

Wrenworth: Permítame que disienta -insistió-. Tengo una de las obras de Andrew en casa. Lady Wrenworth la admira mucho. De hecho, creo que lady...

De repente, lord Frederick pareció presa del pánico.

Andrew: ¡Wren!

Lord Wrenworth se quedó desconcertado.

Wrenworth: ¿Sí, Andrew?

Lord Frederick no consiguió encontrar una respuesta rápida.

Andrew: Yo... esto... lo he olvidado.

Zac: ¿Qué estaba a punto de decir, lord Wrenworth?

Wrenworth: Solo que creo que mi madre política le rogó que se la regalara. Pero lady Wrenworth se negó a separarse de ella.

Andrew: Oh -musitó, con la cara de un color carmín que rivalizaba con las cortinas-.

Los dos hombres mayores intercambiaron una mirada. Lord Wrenworth se encogió de hombros imperceptiblemente, como si no tuviera ni idea de lo que había motivado el estallido de lord Frederick. Pero Zac lo había adivinado.

Zac: ¿Es lady Tremaine, al igual que lady Wrenworth, una admiradora de su obra, lord Frederick?

Lord Frederick miró a lord Wrenworth en busca de ayuda, pero este decidió no involucrarse y dejó que lord Frederick respondiera él solito a la directa pregunta de Zac.

Andrew: Esto... lady Tremaine siempre ha sido muy amable con... mis esfuerzos. Es una gran coleccionista de arte.

No era algo que Zac hubiera dicho de su esposa. Pero suponía que, posiblemente, en una sociedad enamorada de los estilos y temas clásicos de sir Frederick Leighton y Lawrence Alma-Tadema, bien pudiera ser dueña de una de las mayores colecciones de cuadros impresionistas.

Zac: Entiendo que aprueba las últimas tendencias en el arte, ¿me equivoco?

Andrew: Sí que las apruebo, señor.

Lord Frederick se relajó levemente.

Zac: Entonces debe venir a verme la próxima vez que esté en Nueva York. Mi colección es muy superior a la de lady Tremaine, por lo menos en cantidad.

El pobre chico no sabía a qué atenerse y se preguntaba si le estaban tomando el pelo, pero decidió responder a la invitación de Zac como si se la hubiera hecho de buena fe.

Andrew: Será un honor, señor.

En aquel momento, Zac vio lo que Ness debía de haber visto en el muchacho: su bondad, su sinceridad, su buena disposición a pensar lo mejor de todas las personas que conocía, una disposición que nacía menos de la ingenuidad que de una nobleza innata.

Lord Frederick dudó.

Andrew: ¿Va a volver a América pronto o se quedará con nosotros un tiempo?

También tenía valor para hacerle aquella pregunta directamente.

Zac: Supongo que permaneceré en Londres hasta que se resuelva el asunto de mi divorcio.

El rubor de lord Frederick superaba ahora a la paprika húngara, tanto en color como en intensidad. Lord Wrenworth sacó el reloj y miró la hora.

Wrenworth: Dios santo, tendría que haberme reunido con lady Wrenworth en la librería hace cinco minutos. Deben disculparme, caballeros. No hay en el infierno furia peor que la de una mujer a la que se ha hecho esperar.

Había que decir en su honor que lord Frederick no salió corriendo, aunque el deseo de hacerlo estaba claramente escrito en su cara. Zac miró alrededor de la sala. De repente, crujieron los periódicos, se reanudaron las conversaciones, y los cigarros, que habían estado dejando caer cenizas en la alfombra escarlata y azul, encontraron de nuevo su sitio en los labios, bajo los bigotes.

Satisfecho de que la curiosidad desenfrenada e indecorosa de la sala hubiera quedado refrenada por el momento, Zac volvió a prestar atención a lord Frederick.

Zac: Entiendo que desea casarse con mi esposa.

El color desapareció del rostro de lord Frederick, pero se mantuvo firme.

Andrew: Así es.

Zac: ¿Por qué?

Andrew: La quiero.

Zac no tenía más remedio que creerlo. La respuesta de lord Frederick rebosaba de la clase de claridad que nace de la más profunda convicción. No hizo caso de la punzada de dolor que sintió en el pecho.

Zac: ¿Y aparte de eso?

Andrew: ¿Cómo dice?

Zac: El amor es una emoción poco fiable. ¿Qué tiene lady Tremaine que le hace pensar que no lamentará casarse con ella?

Lord Frederick tragó saliva.

Andrew: Es amable, sensata y valiente. Comprende el mundo, pero no deja que la corrompa. Es magnífica. Es como... como...

No encontraba las palabras.

Zac: ¿Como el sol en el cielo? -ofreció, suspirando en su interior-.

Andrew: Sí, exactamente. ¿Cómo... cómo lo ha adivinado, señor?

«Porque en un tiempo yo pensaba lo mismo. Y, a veces, lo sigo pensando.»

Zac: Pura casualidad. Dígame joven, ¿ha pensado alguna vez que quizá no sea fácil estar casado con una mujer como ella?

Lord Frederick pareció perplejo, como un niño al que le permiten comer mucho helado cuando a él solo le dejaban tomar unas pocas cucharadas cada vez.

Andrew: ¿Cómo?

Zac hizo un movimiento negativo con la cabeza. ¿Qué podía decir?

Zac: No haga caso de las divagaciones de un viejo. -Le ofreció la mano de nuevo-. Le deseo mucha suerte.

Andrew: Gracias, señor. -Lord Frederick parecía a la vez aliviado y agradecido-. Gracias. Igualmente.

«Que gane el mejor.»

La respuesta llegó casi a la punta de la lengua de Zac antes de que se diera cuenta de lo que estaba a punto de decir y se la tragase entera. No podía ser que quisiera decir en serio nada que se acercara a aquello. Ni siquiera podía haberlo pensado. No la necesitaba. No quería que volviera con él. Eran solo los restos del naufragio que quedaban en su mente, arrojados a la playa por un súbito brote de posesividad masculina.

Saludó con un gesto a lord Frederick y a otros hombres, recuperó el sombrero y el bastón, y salió del club para encontrarse con una bella tarde. Todo estaba mal. El cielo debería haber sido amenazador, el viento, frío, la lluvia, violenta. Se habría alegrado de un tiempo así, habría recibido con los brazos abiertos la incomodidad de quedar empapado y el aislamiento de un aguacero helado.

En cambio, debía soportar aquel sol implacablemente bello de un día de principios de verano y escuchar el gorjeo de los pájaros y las risas de los niños mientras todos sus argumentos lógicos y cuidadosamente construidos amenazaban con derrumbarse a su alrededor.

Ness se equivocaba. No había sido por Amber. Nunca había sido por Amber. Siempre había sido por ella.


Ness le estaba causando problemas a Victoria.

Ness: Duque de Perrin. -Frunció el ceño-. ¿Cómo es que lo conoces?

Esta no era la reacción que Victoria esperaba de Ness. Había mencionado al duque solo de manera muy casual mientras trataba de convencer a Ness de que pasara algún tiempo fuera de Londres.

Victoria: Da la casualidad de que es mi vecino. Nos conocimos durante uno de sus paseos diarios.

Ness: Me sorprende que le permitieses que se presentara. -Una doncella con blusa blanca, falda negra y un largo delantal de peto se acercó y les llenó los vasos con agua mineral. Victoria lo había arreglado para que se encontraran en un salón de té para señoras. No confiaba en que los sirvientes de Ness no contasen chismes-. Pensaba que, por lo general, te mantenías lejos de canallas y libertinos.

Victoria: ¡Canallas y libertinos! -exclamó-. ¿Qué tiene eso que ver con su excelencia? Es muy respetado, para que lo sepas.

Ness: Tuvo un accidente de caza, casi mortal, hace unos quince años. Después de eso se retiró de la sociedad. Y para que lo sepas, hasta entonces había sido un auténtico libertino, un jugador y un malvado de la cabeza a los pies.

Victoria se llevó la servilleta a los labios para disimular que se había quedado boquiabierta. El duque había sido su vecino cuando ella era joven. Y volvía a ser su vecino ahora. Pero tenía que admitir que no tenía ni idea de lo que había hecho durante los más de veinte años que habían pasado.

Victoria: Bueno, no puede ser peor que Alexander, ¿o sí?

Ness: ¿Alexander? -se la quedó mirando fijamente-. ¿Por qué lo comparas con Alexander? ¿Estás pensando en casarte con él?

Victoria: ¡No, desde luego que no! -negó acaloradamente-.

Al instante siguiente, deseó no haberlo hecho, porque Ness la miraba con el ceño fruncido, suspicaz.

Ness: Entonces, ¿qué haces invitándolo a cenar? -Su voz se volvía más estridente a cada palabra-. Dime que no estás planeando alguna locura para convertirme en la próxima duquesa de Perrin.

Victoria suspiró.

Victoria: No hay ningún mal en ello, ¿verdad?

Ness: Madre, creo haberte dicho ya que voy a casarme con lord Frederick Stuart, una vez que me haya divorciado de Tremaine -habló lentamente, como si se dirigiera a un niño muy lerdo-.

Victoria: Pero no podrás divorciarte hasta dentro de un tiempo -señaló sensatamente-. Tus sentimientos hacia lord Frederick pueden haber cambiado para entonces.

Ness: ¿Me estás llamando voluble?

Victoria: No, claro que no. -Cielos, ¿cómo se le explica a una chica que su futuro esposo tiene menos cerebro que un mosquito?-. Solo digo que, bueno, no creo que lord Frederick sea el hombre más adecuado para ti.

Ness: Es bueno, amable y cariñoso, y no tiene absolutamente ningún vicio. Me quiere mucho. ¿Qué otro hombre puede ser mejor para mí?

Caramba. Aquella chica la estaba poniendo a prueba.

Victoria: Pero tienes que pensarlo con mucho cuidado. Eres una mujer inteligente. ¿De verdad puedes respetar a un hombre que no posee la misma perspicacia?

Ness: ¿Por qué no acabas de una vez y dices que es corto de entendederas?

Muchacha estúpida.

Victoria: De acuerdo, creo que es corto y que tiene un cerebro más espeso que el pudin Nesselrode. Y no puedo soportar la idea de que te cases con él. No te llega ni a la suela del zapato.

Ness se levantó con calma.

Ness: Me alegro de haberte visto, madre. Te deseo una estancia agradable en Londres. Lo lamento, pero no podré ir a Devon la semana que viene ni la siguiente ni la de después. Buenos días.

Victoria resistió el impulso de ocultar la cara entre las manos, estaba desconcertada. Había tenido mucho cuidado en no mencionar a Zac ni criticar a Ness por la petición de divorcio. ¿Y ahora tampoco podía afirmar algo obvio relativo a lord Frederick?

Ness llegó a casa echando humo. ¿Qué le pasaba a su madre? Había pasado un milenio desde que Ness acabó por aceptar la falta de sentido de un título. Pero la señora Hudgens seguía aferrada a la ilusión de que una corona de hojas de apio curaba todos los males. Fue a buscar a Rich. Nada ni nadie la sosegaban como hacía Rich, con su comprensión paciente y su afecto constante. Pero Rich no estaba en su habitación ni en la cocina, donde iba en ocasiones cuando recuperaba el apetito.

De repente, sintió un escalofrío de miedo.

Ness: ¿Dónde está Rich? -le preguntó a Parker-. ¿Está…?

Parker: No, señora. Está bien. Creo que está con lord Tremaine en el invernadero.

Así que Zac había vuelto de dondequiera que hubiera estado la semana anterior.

Ness: Muy bien. Iré a rescatarlo.

El invernadero se extendía casi a todo lo ancho de la casa. Desde el exterior, era un oasis de verdor, incluso en los días más grises del invierno; las parras y las frondas de los helechos tejían una cascada verde al otro lado de las paredes de cristal. Desde el interior, la estructura permitía ver sin impedimento la calle y el parque que había más allá.

Zac estaba desparramado, de forma poco elegante, en un sillón de mimbre al fondo del invernadero, con los brazos extendidos sobre el respaldo del sillón y los pies, descalzos, apoyados en una otomana de mimbre delante de él. Rich estaba tumbado, roncando, junto a él.

Zac estaba de perfil a ella, aquel perfil fuerte, perfecto, que antes tanto le había recordado a la estatua del Apolo de Belvedere. Apartó la mirada de las ventanas abiertas al oír que se acercaba, pero no se levantó.

Zac: Milady Tremaine -dijo, con burlona cortesía-.

Ella no le hizo caso, cogió a Rich -que se debatió y resoplo para luego acomodarse en sus brazos y seguir con su siesta- y dio media vuelta para marcharse.

Zac: Esta tarde, en el club, me han presentado a lord Frederick. Fue un encuentro edificante.

Ella se volvió como un rayo.

Ness: Déjame que lo adivine. Encuentras que tiene tanta inteligencia como un huevo duro.

Que se atreviera a decir lo contrario. Tenía ganas de darle una bofetada a alguien. A él.

Zac: No encontré que fuera una persona elocuente ni de mundo. Pero no era esa la intención de mi comentario.

Ness: ¿Cuál era esa intención, pues? -preguntó desconfiada-.

Zac: Que sería un esposo excelente para cualquier mujer. Es sincero, firme y leal.

Ness se quedó estupefacta.

Ness: Gracias.

La mirada de Zac volvió al mundo exterior. Una brisa agradable invadió el invernadero, alborotándole el pelo, liso y espeso. Los carruajes que abandonaban el parque se agolpaban ahora calle abajo. El aire resonaba con las llamadas de los cocheros, advirtiendo a sus caballos y a los demás cocheros que tuvieran cuidado con el atasco.

Al parecer, la corta conversación había tocado a su fin. Pero el asombroso elogio que Zac había hecho de Andrew había abierto una oportunidad que no podía dejar pasar.

Ness: ¿Harás lo que es honorable y me liberarás de este matrimonio? Quiero a Andrew y él me quiere a mí. Deja que nos casemos mientras todavía somos jóvenes para forjar una vida juntos. -En su perfecta inmovilidad percibió una súbita rigidez-. Por favor -dijo lentamente-. Te lo ruego. Devuélveme la libertad.

La mirada de Zac siguió fija en la marea cotidiana de faetones y birlochos, la exhibición del orgullo y la vanidad de Inglaterra.

Zac: No he dicho que sería un buen marido para ti.

Ness: ¿Y qué sabrás tú de lo que es ser un buen marido para alguien?

Lamentó las palabras en cuanto salieron de su boca. Pero no había manera de retirarlas.

Zac: Absolutamente nada -reconoció, sin dudar-. Pero por lo menos vi algunos de tus defectos. Te encontraba interesante y atractiva pese a ellos o, quizá, debido a ellos. Lord Frederick adora el suelo que pisas, porque tú tienes la clase de fuerza, resistencia y carácter con la que él solo puede soñar. Cuando te mira, solo ve el halo que ha creado a tu alrededor.

Ness: ¿Qué hay de malo en ser perfecta a los ojos de mi amado?

Sus miradas se encontraron.

Zac: Lo miro y veo a un hombre que cree que, en esta casa, vamos a ser tan castos como Dios Padre y María. ¿Sabe que lo estás protegiendo de la verdad? ¿Sabe que unas cuantas mentiras enormes al servicio del amor no significan nada para ti? ¿Sabe que tu fuerza puede llegar a la crueldad más despiadada?

Ness habría escupido en el suelo, de no haber sido educada por Victoria Hudgens.

Ness: Te miro y veo a un hombre que sigue anclado en 1883. ¿Ese hombre sabe que ya han pasado diez años? ¿Sabe que yo he seguido adelante, que es él quien se muestra implacable y cruel ahora? ¿Y de verdad cree que pienso decirle al hombre que amo que voy a ser fecundada por otro, en contra de mis deseos?

Alguien se rió a lo lejos, una risita aguda, femenina. Rich gimió y rebulló en sus brazos. Lo estaba aplastando con la rigidez de su abrazo. Soltó un suspiro entrecortado y obligó a sus músculos a relajarse.

Él se llevó dos dedos a la sien derecha.

Zac: Haces que suene muy feo, querida. ¿No crees que me merezco sacar algo de este matrimonio antes de que saltes a tu «felices para siempre»?

Ness: No lo sé. Y no me importa. Lo único que sé es que Andrew es mi última oportunidad de ser feliz en esta vida. Me casaré con él, aunque tenga que convertirme en lady Macbeth y destruir a todos los que se crucen en mi camino.

Él entrecerró los ojos. Tenían el azul oscuro de un mar de pesadilla.

Zac: ¿Preparándote para volver a tus antiguas tretas?

Ness: ¿Cómo puedo tener escrúpulos cuando tú no dejas de recordarme que no los tengo? -Su corazón era un pantano de amargura, hacia él y hacia ella misma-. Empezaremos nuestro único año esta noche. No más tarde. No cuando tú tengas, finalmente, ganas. Esta noche. Y no me importa lo más mínimo que tengas que pasarte el resto de la noche vomitando.

Él se limitó a sonreír.



No se pasará la noche vomitando, te lo digo yo XD
¿Por qué se empeñan en esconder sus sentimientos? XD ¡Qué tercos!

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Me alegro mucho de estaros induciendo a la lectura. Sienta muy bien saber que estoy dando buen ejemplo =D
Así que sabed que después de esta novela me quedan muchas más.

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¡Un besi!


miércoles, 24 de septiembre de 2014

Capítulo 10


Enero de 1883

**: Mi querido primo, el gran duque Allen, se casa hoy -dijo la condesa Von Loffler-Lisch, conocida más cariñosamente como la tía Mia, diminutivo de Amelia. Era prima en segundo grado de la madre de Zac y había venido desde Niza para asistir a la boda-. Me han dicho que la novia no es nadie, una cazafortunas.

Lo mismo dirían de él si no estuviera en línea directa de sucesión de un título ducal, se dijo Zac, irónicamente. En cambio, sería Ness quien cargaría con el peso del sarcasmo que su apresurada boda iba sin duda a generar, por sus hazañas en la escalada social.

Zac: Seguro que la boda de su noble primo habrá sido un evento grandioso.

Mia: Muy probablemente. -La anciana condesa asintió. Tenía el pelo de un raro matiz de pura plata y llevaba un complicado peinado-. ¡Jolín! No puedo recordar el nombre de la novia. ¿Elenora von Schellersheim? ¿Von Scheffer-Boyadel? ¿O ni siquiera se llama Elenora?

Zac sonrió. La tía Mia era famosa por su prodigiosa memoria. Debía irritarla en extremo no poder recordar algo que tenía justo en la punta de la lengua.

Se sentó junto a ella y le sirvió más curasao en una copita.

Zac: ¿De dónde es la novia?

Mia: De algún sitio en la frontera con Polonia, creo.

Zac: Conocemos a algunas personas de allí.

A Amber, por ejemplo.

La condesa frunció el ceño y trató de concentrarse en medio de la animada conversación que fluía en el magnífico salón de Twelve Pillars. Treinta de los parientes de Zac habían llegado del continente para asistir a su boda, pese a haberlos avisado con tan poco tiempo. Y su madre estaba encantada de poder recibir, por fin, en una mansión propia, por abandonada que estuviera.

Mia: ¿Von Schweinfurt? -se negaba a rendirse-. Detesto hacerme vieja. Cuando era joven, nunca olvidaba un nombre. Veamos. ¿Von Schwanwisch?

Zac: ¿Von Schnurbein? ¿Von Schottenstein? -dijo bromeando-.

Estaba de muy buen humor. A la mañana siguiente a esa misma hora se casaría con la joven más extraordinaria que había conocido nunca. Y por la noche...

Mia: ¡Von Tussle! -exclamó la condesa-. ¡Eso es! Todavía no he perdido del todo la chaveta.

Zac: ¿Von Tussle? -Una vez se había electrocutado accidentalmente durante un experimento en la Polytechnique. Ahora sentía exactamente la misma descarga en las puntas de los dedos-. ¿Se refiere a la viuda del conde George Von Tussle?

Mia: Cielo santo, no es tan horroroso. Hablo de su hija, Amber, ese es su nombre, no Elenora. El pobre Allen está loco por ella.

Algo sonaba en su cabeza, una incipiente alarma que intentaba ahogar. Los títulos que tenían su origen en el Sacro Imperio Romano se transmitían en perpetuidad por línea masculina. Bien podría haber otro conde George, de una rama lateral de la familia Von Tussle, que tuviera una hija casadera llamada Amber.

Pero ¿qué probabilidades había? No, se trataba de su Amber, de aquella cuya felicidad había esperado garantizar, en un tiempo. Pero ¿cómo? ¿Cómo se podía casar con dos hombres en un mes? Simplemente no podía. O bien la condesa se equivocaba o la propia Amber se equivocaba. Una alternativa ridícula, claro. Por supuesto, Amber sabía cómo se llamaba el hombre con quien iba a casarse. La condesa debía de estar equivocada.

Zac: La conocí hace años, cuando estábamos en San Petersburgo -dijo, cautelosamente-. Creía que se había casado con un príncipe polaco.

La condesa soltó un bufido.

Mia: Vaya, eso sí que sería interesante, una bígama real y auténtica. Por desgracia, no tengo ninguna esperanza de que ese sea el caso. Según Allen, su futura esposa es pura como los campos de hielo del Ártico y tiene una madre que vigila cada paso que da. Debes de estar equivocado, muchacho.

El lamento dentro de su cabeza se acrecentó. Se sirvió un vaso lleno del digestivo y se lo bebió de un largo trago. El coñac que era la base del licor le quemó la garganta, pero apenas si lo notó.

Mia: Son solo las dos de la tarde. Un poco temprano para empezar tu última borrachera de soltero, ¿no? -dijo riendo-. No empezarás a tener el corazón en un puño, ¿eh?

No habría sabido si tenía el corazón en un puño. No notaba ninguna parte de su cuerpo. Lo único que sentía era confusión y una creciente sensación de peligro como si el sólido suelo bajo sus pies se hubiera cuarteado de repente, abriendo una tela de araña de grietas oscuras, fisuras y fracturas hasta donde alcanzaba la vista.

Se levantó y se inclinó ante la condesa.

Zac: No creo. Pero le ruego que me disculpe, mi noble prima. Hay un pequeño asunto que requiere mi atención. Espero verla de nuevo en la cena.

Zac  no conseguía pensar con más claridad fuera del salón. Recorrió los pasillos silenciosos, llenos de corrientes de aire, mientras le daban vueltas por la cabeza retazos de lo que la tía Mia había dicho, igual que gallinas presas del pánico al enfrentarse a la invasión de una comadreja.

No entendía exactamente por qué, pero estaba asustadísimo. Lo que más miedo le daba era que, en lo más profundo de su ser, sabía que la tía Mia no se había equivocado.

Al doblar una esquina del pasillo, cerca de la parte frontal de la casa, chocó contra un joven lacayo que llevaba una bandeja con cartas.

**: ¡Perdón, milord!

El sirviente se disculpó de inmediato y se agachó para recoger las misivas esparcidas.

Mientras recogía las cartas, Zac vio dos dirigidas a él. Reconoció la letra de sus amigos. El nuevo trimestre de la universidad había empezado ya; debían de estar preguntándose por qué no había vuelto. No había informado a sus compañeros de clase de su inminente boda; Ness y él habían decidido dar una recepción sorpresa en París, en el espacioso piso que su agente había localizado para ellos en la montaña Sainte-Geneviève, en el Barrio Latino, a un paso de sus clases. Ya habían puesto unas cuantas piezas de mobiliario en el piso, donde también se habían instalado una cocinera y una doncella para preparar su llegada.

Alargó la mano hacia la bandeja.

Zac: Ya me las quedo yo, Elliot.

Elliot parecía desconcertado.

Elliot: Pero, señor, el señor Beckett dijo que todas las cartas debían entregársele a él primero, para poder seleccionarlas.

Zac: ¿Desde cuándo?

Elliot: Desde justo después de la última Navidad, señor. El señor Beckett dijo que a su excelencia no le gustaba recibir tantas cartas pidiéndole dinero para obras benéficas.

¿Cómo? Zac casi pronunció la palabra en voz alta. Su padre no había tropezado en toda su vida con un mendigo para que no le sobrara una moneda. Era su bondadoso corazón lo que, en parte, los había empobrecido.

Una sospecha atroz estaba empezando a concretarse en la cabeza de Zac. Quería apartarla de su mente, golpearla con algo pesado y fuerte -un bate, una maza- para disipar los filamentos de las deducciones e inferencias que amenazaban con ahogar su perfecta felicidad. Quería olvidar lo que acababa de saber sobre el mayordomo, no hacer caso del lamento que bullía dentro de su cabeza, que se había convertido en una sirena a toda marcha, y fingir que todo estaba exactamente como debía estar.

Al día siguiente iba a casarse. Ardía en deseos de acostarse con aquella mujer. Ardía en deseos de despertarse junto a ella todas las mañanas, de deleitarse con su adoración, de disfrutar de su energía.

Zac: Está bien, llévaselas a Beckett.

Elliot: Sí, señor.

Zac miró cómo el lacayo se alejaba por el pasillo.

«Deja que se vaya. Deja que se vaya. No hagas preguntas. No pienses. No investigues.»

Zac: ¡Espera! -ordenó-.

Elliot se volvió, obediente.

Elliot: ¿Sí, señor?

Zac: Dile a Beckett que quiero verlo en mis aposentos dentro de quince minutos.




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sábado, 20 de septiembre de 2014

Capítulo 9


14 de mayo de 1893

Al principio, no fue consciente de la música. Ness no estaba acostumbrada a oír música en su propia casa cuando no había pagado por ella. Dejó el informe que tenía en la mano y escuchó el débil pero inconfundible sonido de que alguien estaba tocando el piano.

En su cesta, junto a la cama, Rich gimió, resopló y abrió los ojos. El pobre no dormía bien por la noche, tal vez debido a todas las siestas que hacía durante el día. Sacudió el cuello, se levantó sobre sus cortas patas e inició la laboriosa ascensión por la escalerilla construida especialmente para él, después de que ya no pudiera subirse de un salto a la cama con la única ayuda de la banqueta.

Ness apartó el cobertor y lo cogió.

Ness: Es ese estúpido marido mío -le dijo al antiguo cachorro-. En lugar de lanzarse sobre mí, se lanza sobre el maldito piano. Vamos a decirle que deje de hacer ruido.

Su marido empezó a tocar algo dramático y violento mientras ella bajaba las escaleras -bong, bong, bong, bong, bing, bing, bing, bing-; sin duda una pieza compuesta por el excesivamente sombrío Herr Beethoven. Con un suspiro, Ness abrió la puerta de la sala de música.

Zac llevaba un batín de seda, tan elegante y oscuro como el propio piano. Tenía el pelo alborotado, pero por lo demás mostraba el aspecto serio y concentrado de un hombre con un propósito. Según la opinión general, era un hombre excelente, un hijo altruista, un hermano afectuoso, un amigo leal... además de tener unos modales impecables.

Y una vena de perversidad oculta que había que vivirla para oírla.

Ness: Te ruego que me disculpes, pero algunos necesitamos dormir para poder levantarnos temprano por la mañana.

Dejó de tocar y la miró de una manera rara. Le costó un momento darse cuenta de que no la miraba a ella, sino a Rich.

Zac: ¿Es Rich? -preguntó, frunciendo el ceño-.

Ness: Sí.

Se levantó de la banqueta del piano y se acercó, estudiando a Rich, con un ceño cada vez más fruncido.

Zac: ¿Qué le pasa?

Ella miró al perro. No le parecía diferente de como era habitualmente.

Ness: Nada -respondió con voz aguda, a la defensiva. Le gustaba pensar que le proporcionaba a Rich una vida feliz y cómoda-. Esta todo lo bien que un perro viejo puede estar.

Rich tenía diez años y medio y su pelaje, en un tiempo lustroso, estaba ahora apagado y gris. Tenía los ojos legañosos. Se tambaleaba, jadeaba, se cansaba fácilmente y comía mal. Pero cuando tenía ganas, cenaba foie gras con champiñones salteados. Y cuando estaba mal de salud, lo atendía el mejor veterinario de Londres.

Zac tendió la mano hacia Rich.

Zac: Ven aquí, viejo camarada. -Rich lo miró con ojos somnolientos. No se movió, pero tampoco protestó cuando Zac lo cogió-. ¿Te acuerdas de mí?

Ness: Lo dudo mucho.

Zac no hizo caso de su mordaz contestación.

Zac: Tengo dos cachorros en Nueva York. -Le hablaba a Rich-. Hannah y Buddy, un par de alborotadores. Les encantaría conocerte algún día.

Ness no entendía por qué una información tan trivial y corriente como que tuviera perros le causaba un dolor tan agudo.

Zac: Ya veo que no te acuerdas de mí. -Rascó, nostálgico, el pelaje detrás de la oreja de Rich-. Te he echado de menos.

Ness: Me gustaría que me lo devolvieras -dijo fríamente-.

La complació, pero no antes de abrazar a Rich y besarle la oreja al viejo perro.

Zac: Tu piano necesita que lo afinen.

Ness: Nadie lo toca.

Zac: Es una lástima. -Volvió la cabeza y miró, apreciativo, el instrumento-. Un piano Erard se merece que lo toquen.

Ness: Puedes llevártelo cuando vuelvas a Nueva York. Un regalo de divorcio.

Lo había comprado como regalo de bodas para él. Pero no llegó hasta meses después de que él se hubiera marchado.

Su mirada volvió a ella.

Zac: Gracias, puede que lo haga. En especial dado que ya tiene mis iniciales grabadas.

Estaba tan cerca que se figuró que podía olerlo, el olor de un hombre después de medianoche; piel desnuda bajo el batín de seda.

Ness: ¿Por qué no lo haces ya? -murmuró-. Todos estos jueguecitos sexuales no resultan muy atractivos en un hombre.

Zac: Sí, sí, soy muy consciente de ello. Pero la verdad sigue siendo que me resisto a tocarte.

Ness: Apaga todas las luces. Finge que soy otra persona.

Zac: Eso sería difícil. Tiendes a hacerte oír.

Ella se sonrojó. No pudo evitarlo.

Ness: Me coseré los labios.

Él negó con la cabeza, lentamente.

Zac: No sirve de nada. Respiras, y sabré que eres tú.

Diez años atrás lo habría tomado como una declaración de amor. Notó un dolor punzante en el corazón, un eco solitario.

Él se inclinó.

Zac: Una pieza más y me iré a la cama.

Mientras ella se marchaba, empezó a tocar algo tan suave y evocador como las últimas rosas del verano. Lo reconoció al segundo compás: Liebesträume. La señora Hudgens y él lo habían tocado juntos aquella primera noche, cuando se conocieron. Incluso Ness, pese a su falta de talento musical, podía tocar aquella melodía al piano con una sola mano.

Sueño de amor. Lo único que nunca tuvo con él.


La campaña de la señora Hudgens para cortejar al duque había tropezado con un obstáculo.

Durante un par de días, todo fue fantásticamente. Envió sin tardanza la caja de Château Lafite a Ludlow Court. Casi al momento, llegó una cortés nota de agradecimiento, acompañada de una cesta con confituras de albaricoque y melocotón, de los propios frutales de Ludlow Court.

Luego nada. Victoria envió una invitación al duque para su próxima gala de beneficencia. Él le remitió un generoso cheque, pero rechazó asistir al acto. Dos días después, ella reunió el valor para pasar por Ludlow Court en persona, pero el duque no estaba en casa.

Hacía cinco años que se había vuelto a establecer en Devon, en la casa de su infancia, que Victoria le compró a su sobrino. Cinco años durante los cuales ella había observado las idas y venidas del duque. Sabía perfectamente que nunca salía a ningún sitio salvo para dar su paseo diario.

Así que no tendría más remedio que volver a interceptarlo durante ese paseo.

Fingió estar examinando las rosas del jardín delantero, con un par de tijeras en la mano; no importaba que ningún jardinero que se respetara se dedicara a cortar nada a media tarde. El corazón le latía con fuerza cuando él dobló la esquina del camino a su hora habitual. Pero para cuando consiguió colocarse al lado de la pequeña verja, junto al sendero, solo recibió un «buenas tardes», sin que él se detuviera.

Al día siguiente, lo esperó cerca de la parte delantera del jardín, sin mejores resultados. El duque se negaba a iniciar una conversación. Su comentario sobre el tiempo solo cosechó el mismo «buenas tardes» del día anterior. Después de eso, llovió durante tres días. Él paseaba con impermeable y botas de agua, pero ella no podía, de ninguna manera, trabajar -o fingir que lo hacía- en medio de un aguacero.

Apretó los dientes y decidió convertirse en una molestia todavía mayor. Pasearía con él. Ponía a Dios por testigo que embolsaría, ataría y entregaría este duque a Ness, por mucho que le costara a su dignidad.

Vestida con un traje de paseo blanco y unas cómodas botas, espero en la salita de delante de la casa de campo. Cuando él apareció a lo lejos, doblando la esquina, saltó de inmediato sobre su presa, elevando su parasol con flecos de pompón.

Victoria: He decidido hacer yo también un poco de ejercicio, excelencia. -Sonreía mientras cerraba la puerta de la verja-. ¿Le importa que pasee con usted?

Él levantó un par de lentes que llevaba al cuello y la miró, desde arriba, a través de los lentes. Dios santo, aquel hombre era un duque hasta en los menores gestos. No era extraordinariamente alto, no llegaba al metro ochenta, pero una de sus glaciales miradas haría que el Coloso de Rodas se sintiera como un enano.

No le dio un permiso explícito. Se limitó a dejar caer los quevedos y asintió.

Harry: Señora -murmuró, y reanudó su paseo de inmediato, dejando que Victoria corriera tras él, apresurándose para atraparlo-.

Sabía, claro, que él caminaba deprisa. Pero no había sido consciente de lo rápido que andaba hasta que llevaba diez minutos intentando alcanzarlo. Por un momento, deseó tener la estatura de Ness en lugar de su propio y más discreto metro cincuenta y seis.

Dejando de lado toda la contención propia de una dama, echó a correr, maldiciendo los estrechos confines de su falda y, al final, llegó a su lado. Había preparado varios inicios de conversación, retazos de trivialidades locales, pero para cuando acabara de enumerar un montón de interesantes detalles históricos relativos a la siguiente casa que daba al camino, estaría de nuevo a un par de metros por detrás de él. Y habiendo observado toda su vida una conducta muy propia de una dama, no estaba segura de poder hacer otra carrera sin fallecer de desmayo.

Así que fue directa al grano.

Victoria: ¿Querría cenar en mi casa el miércoles, dentro de dos semanas, excelencia? Mi hija estará aquí de visita esa semana. Estoy segura de que le encantará conocerlo.

Tendría que ir a Londres y traer a Ness a rastras. Pero de eso ya se preocuparía más tarde.

Harry: Soy muy maniático con las comidas, señora Hudgens, y no suele gustarme nada que no haya preparado mi propia cocinera.

Maldita sea. ¿Por qué tenía que ser tan difícil? ¿Qué tenía que hacer una mujer para conseguir que entrara en su casa? ¿Bailar desnuda delante de él? Seguro que entonces se quejaba de vértigo.

Victoria: Estoy segura de que podríamos...

Harry: Pero podría considerar la posibilidad de aceptar su invitación, si me concediera un favor a cambio.

Si no fuera tan condenadamente agotador mantenerse a su paso, se habría parado en seco, estupefacta.

Victoria: Será un honor. ¿Qué puedo hacer por usted, excelencia?

Harry: Soy un admirador de la paz y la tranquilidad de la vida en el campo, como bien sabe -dijo. ¿Detectaba una sombra de sarcasmo en su voz?-. Pero incluso el más ardiente admirador de la vida en el campo, a veces echa de menos los placeres de la ciudad.

Victoria: Ciertamente.

Harry: No he jugado desde hace quince años.

¿Este duque, un jugador? Pero si era un solitario, un estudioso de la obra de Homero, con la nariz siempre enterrada en viejos pergaminos.

Victoria: Entiendo -dijo, aunque no lo entendía-.

Harry: Oigo el canto de sirena de una mesa de paño verde. Pero no quiero ir a Londres para satisfacer mi capricho. ¿Sería tan amable de jugar unas cuantas manos conmigo?

Esta vez sí que se paró en seco.

Victoria: ¿Yo? ¿Jugar?

Nunca había apostado ni siquiera un chelín. En su opinión, jugar era casi lo más estúpido que una mujer podía hacer, aparte de divorciarse de un hombre que un día sería duque.

Harry: Por supuesto, comprendería que tuviera objeciones a...

Victoria: Claro que no -se oyó decir-. No tengo ninguna objeción en absoluto a hacer alguna apuesta inocente.

Harry: A mí, me gusta que sea un poco más interesante. Mil libras la mano.

Victoria: Y yo admiro a los hombres que hacen apuestas altas -respondió, con voz aguda-.

¿Qué le pasaba? Cuando aceptó renunciar a su dignidad, no había planeado entregar también hasta el último resquicio de sentido común. Y además, mentir directamente, elogiándolo por el rasgo más estúpido, más autodestructivo que un hombre puede poseer.

Como le sucedía a todo buen protestante, llegaba un momento en la vida en que ansiaba poder hacer un simple viajecito al confesionario de los papistas para que la absolvieran de sus pecados.

Harry: Muy bien, entonces. -El duque de Perrin asintió, satisfecho-. ¿Acordamos una fecha y una hora?




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martes, 16 de septiembre de 2014

Capítulo 8


Diciembre de 1882

La carta de Amber llegó con el correo de mediodía, tres días después del encuentro de Zac con la señorita Hudgens. La hoja de papel, perfumada de rosas, le notificaba su inminente boda con un noble polaco; inminente solo en el pasado. La carta había sido redactada dos días antes de la boda, pero habían tardado otros tres en enviarla.

Zac no se podía imaginar a Amber casada con nadie que no fuera él. En general, la gente la ponía nerviosa; hasta cierto punto, incluso él la ponía nerviosa, aunque le permitía que le cogiera la mano y la besara. Habría sido feliz apartada del resto de la humanidad, una reclusa musical en un chalet en lo alto de los Alpes sin más vecinos que las vacas de los pastos estivales.

Ella le preocupaba. Pero incluso mientras se preocupaba, no podía contener el brote de excitación que las noticias engendraban. Deseo. Fascinada lujuria. Deslumbramiento sexual. La codicia, no importa el nombre que se le dé, sigue siendo rapacidad. Quería a la señorita Hudgens, quería reír con ella, quería arder con ella. Y ahora podía hacerlo.

Si se casaba con ella.

El matrimonio, sin embargo, era un asunto serio, un compromiso para toda la vida, una decisión que no había que tomar apresuradamente. Trató de abordar el asunto de una manera racional, pero, como todos los jóvenes idiotizados y confundidos de deseo a cuyo club nunca creyó llegar a pertenecer, lo único en lo que podía pensar era en la pasión de la señorita Hudgens en su noche de bodas.

Probablemente sería ella la que acudiera a su habitación, en lugar de al contrario. Le permitiría que dejara todas las luces encendidas para poder devorarla con los ojos a sus anchas. Abriría del todo las piernas y luego lo rodearía, apretadamente, con ellas. Quizá incluso la hiciera mirar lo que le haría, para poder observar sus mejillas sonrojadas, sus ojos empañados de deseo y escuchar sus quejidos y gemidos de placer.

Dios, le haría el amor días y días seguidos.

Después de una noche de debate interno, durante la cual hubo mucho fantasear voluptuoso y muy poco debate sensato, Zac decidió dejar la elección en manos del destino. Si la señorita Hudgens estaba de nuevo junto al arroyo ese día, le pediría que se casara con él antes de que pasara una semana. Si no, lo tomaría como una señal de que debía esperar hasta que acabara el siguiente trimestre, para tener tiempo de reflexionar con mayor seriedad.

Se pasó el día entero a la orilla del riachuelo, caminando arriba y abajo, haciendo de todo excepto trepar a los árboles desnudos. Pero ella no acudió. Ni por la mañana ni por la tarde ni cuando el cielo ya era de un azul muy oscuro. Y fue entonces cuando comprendió que estaba loco por ella; no solo estaba inmensamente descontento con los hados, sino que además decidió que podían, todos, ir a ahogarse en una fosa séptica.

Devolvió el caballo al establo y pidió que le prepararan un coche de inmediato.


El lacayo dudó e interrogó con la mirada a Ness. Apenas había tocado su plato. Ella lo apartó a un lado. El plato desapareció y fue sustituido por otro, una compota de peras.

Victoria: Ness, casi no has comido nada -dijo la señora Hudgens, cogiendo el tenedor-. Pensaba que te gustaba el ciervo.

Ness cogió el tenedor y extrajo un trozo de pera del transparente almíbar. Su disgusto era en extremo evidente. A su madre nunca le preocupaba que comiera tan poco. Todo lo contrario. Con frecuencia, la señora Hudgens temía que el apetito de Ness fuera excesivo, que sus corsés no se pudieran apretar lo bastante como para acercarse en un grado decente al talle de avispa.

Ness se quedó contemplando el tenedor y no consiguió realizar la sencilla tarea de llevárselo a la boca. Ya tenía el estómago revuelto. No tenía ninguna confianza en poder soportar aquel trozo de fruta empapado en azúcar.

Dejó el tenedor.

Ness: Esta noche no tengo hambre.

Solo estaba aterrorizada.

Lo que había hecho era algo carente de principios y muy posiblemente delictivo. Peor todavía, no solo había perpetrado un fraude, sino que había hecho una chapuza. Se había mostrado demasiado impaciente, y había aplicado unos métodos demasiado ordinarios. Hasta un imbécil cualquiera podría captar el rancio olor de la villanía y seguir el rastro hasta su puerta. ¿Qué haría lord Tremaine si se enterara? ¿Qué pensaría de ella?

Entró un lacayo en el comedor y le dijo unas palabras en voz baja a Harold, el mayordomo. Harold se acercó a la señora Hudgens.

Harold: Señora, lord Tremaine está aquí. ¿Debo decirle que espere hasta que acaben de cenar?

Fue una suerte que Ness dejara de fingir que comía; de lo contrario habría dejado caer cualquier cosa que tuviera en la mano.

La señora Hudgens se levantó, radiante de entusiasmo.

Victoria: Por supuesto que no. Iremos a recibirlo de inmediato. Ven, Ness. Sospecho que lord Tremaine no ha recorrido todo el camino para verme a mí.

No cabía duda de que la señora Hudgens oía campanas de boda. Pero el escándalo y la perdición dominaban la mente de Ness. Viviría el resto de su vida como la señorita como-se-llame, aquella solterona demente vestida con su traje de boda, que dejaba que su propiedad se cayera a pedazos y contagiaba su amargura a todo el mundo.

No tenía más remedio que seguir a su madre. Estaba sombría y triste como un soldado de a pie que no compartía el optimismo del general sobre la victoria y el botín y solo veía el baño de sangre que los aguardaba.

Allí estaba, de pie en medio del saloncito; la personificación de sus deseos, el instrumento de su caída, el joven heredero cotizable que se ocupaba de los caballos y organizaba juegos de apuestas solo un poco sospechosos.

Victoria: Milord Tremaine -dijo la señora Hudgens efusivamente-. Como siempre es un placer verlo. ¿Qué le trae a nuestra humilde morada a esta hora tan inusual?

Zac: Señora Hudgens. Señorita Hudgens. -¿La miró? ¿Era un brillo de intenso deseo o de pesar?-. Les ruego que me disculpen por importunarlas a estas horas.

Victoria: Tonterías -respondió la señora Hudgens, quitándole importancia-. Sabe que siempre es bienvenido, a cualquier hora. Ahora, por favor, cuéntenos. La curiosidad me está matando.

Zac: He venido para hablar en privado con la señorita Hudgens -contestó, con una franqueza increíble-. Con su permiso, por supuesto, señora Hudgens.

Por primera vez en su vida, Ness se sentía mareada sin haber sufrido primero una conmoción. Había dos posibilidades, o había venido a denunciarla o a proponerle matrimonio. Por impensable que hubiera sido solo unos días antes, esperaba fervientemente que fuera lo primero. La castigaría como la escoria que era. Luego se marcharía y ella se encerraría en su habitación y se daría de cabezazos hasta romper la pared.

Victoria: Desde luego -accedió la señora Hudgens, con una contención admirable-.

Se retiró, cerrando la puerta al salir. Ness no se atrevía a mirarlo. Estaba segura de que solo eso, por sí mismo, delataba ya su culpabilidad.

Él se le acercó.

Zac: Señorita Hudgens, ¿quiere casarse conmigo?

Nunca en su vida había oído palabras más aterradoras. Sus ojos se encontraron.

Ness: Hace tres días estaba decidido a casarse con otra.

Zac: Hoy estoy decidido a casarme con usted.

Ness: ¿Qué ha pasado en este espacio de tiempo para hacerle cambiar de idea tan drásticamente?

Zac: He recibido una carta de la señorita Von Tussle. Se ha casado con un miembro de la casa del príncipe de Lobomirski.

«No, no es verdad.» Ness había sacado aquel nombre de un libro sobre la nobleza europea que había encontrado en la colección de su madre. Estudió la nota de la señorita Von Tussle y después compuso su engaño, incorporando cuidadosamente las medias disculpas y la impotente nostalgia de la señorita Von Tussle. Luego se lo había llevado todo al guardabosque de Briarmeadow, un viejo que había sido falsificador en su juventud y que le tenía el afecto indulgente de un abuelo.

Ness: Entiendo -dijo, débilmente-. Así que ha decidido ser práctico.

Zac: Supongo que se podría decir que parte de mi decisión ha estado motivada por el materialismo -dijo en voz baja, acercándose tanto que ella podía percibir el frío y vigorizante olor del invierno que todavía se aferraba a su chaqueta-. Aunque le juro por mi vida que no puedo recordar ninguna de esas razones.

Le levantó la barbilla y la besó.

Había besado a otros hombres antes -a varios- cuando se aburría en los bailes o le irritaban las prohibiciones de su madre. Consideraba que era una actividad más extraña que interesante y, a veces, había estudiado al hombre que besaba con los ojos muy abiertos, calculando la magnitud de sus deudas.

Pero desde el momento en que los labios de lord Tremaine tocaron los suyos, se sintió perdida, como un niño que prueba un terrón de azúcar por vez primera, vencida por aquella dulzura. Su beso era tan ligero como el merengue, tan suave como las primeras notas de la sonata Claro de luna y tan intenso como las primeras lluvias de primavera, después de la interminable sequía del invierno.

Mareada y asombrada, bebió su beso. Hasta que un beso ya no fue suficiente. Le cogió la cara entre las manos y lo besó a su vez, con algo que iba más allá del entusiasmo, algo que estaba más cerca de la desesperación, trémula y desenfrenada.

Oyó el gemido apagado de su garganta, sintió el cambio físico que señalaba en él su excitación sexual. Él interrumpió el beso, la apartó y se la quedó mirando, respirando pesadamente, con dificultad.

Zac: Dios mío, si tu madre no estuviera al otro lado de la puerta... -Parpadeó y volvió a parpadear-. ¿Eso ha sido un sí?

Aún no era demasiado tarde. Aún podía tomar el camino más noble, confesarlo todo, pedir perdón y conservar su propio respeto.

Y perderlo. Si él sabía la verdad, la despreciaría. No podía enfrentarse a su ira. Ni a su menosprecio. No podía vivir sin él. Todavía no, todavía no.

Le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la mejilla en su hombro.

Ness: Sí.

El gozo que sintió con su apasionado abrazo estaba impregnado de terror. Pero había hecho su elección. Sería suyo, para bien o para mal. Lo mantendría en la ignorancia tanto tiempo como pudiera.

Y cuando estuvieran casados, miraría su cuerpo dormido, se maravillaría de la enorme suerte que había tenido y no haría caso de la invasión constante del miedo que le corrompía el alma.

Zac no tenía ni idea de que fuera capaz de ser tan feliz. No era del tipo que extrae una alegría desenfrenada del latir del universo ni de otras tonterías por el estilo. Nunca se levantaba de la cama queriendo respirar profundamente la propia vida; un hombre pobre con padres bienintencionados pero ineptos que cuidar y hermanos más jóvenes que mantener no tenía tiempo para esos lujos tontos.

Pero con ella a su lado, no podía menos que sentirse exuberante. Ness poseía propiedades mágicas, fuertes y vigorizantes como un trago del mejor vodka y, sin embargo, lo mantenía siempre en un grado delicioso de embriaguez, ese punto escurridizo de equilibrio en el cual todas las esferas del cielo alcanzaban un alineamiento exquisito y a un mero mortal le brotaban alas.

Durante las tres semanas que duró su noviazgo, él la visitaba con una frecuencia que era positivamente indecente: iba a caballo hasta Briarmeadow por la mañana y por la tarde, y aceptaba la invitación de la señora Hudgens para quedarse a tomar el té y la cena sin hacerse de rogar mucho, solo tras la usual protesta de que no debía abusar demasiado de su amable anfitriona.

Le encantaba hablar con Ness. Su visión del mundo era tan negativa y carente de romanticismo como la suya. Estaban de acuerdo en que, en aquel momento, ninguno de los dos importaba nada, a que él no era más responsable de su linaje que ella de su herencia de millones de libras.

Sin embargo, para ser una escéptica arraigada, era tan fácil de complacer como un cachorrillo. Los inadecuados ramos de flores que recogía del desaprovechado invernadero de Twelve Pillars provocaban unas reacciones tan eufóricas que Julio César, en su triunfal regreso a Roma después de la conquista de la Galia, no habría podido sentirse más loco de entusiasmo. El anillo de compromiso, bastante modesto, que compró para ella con fondos que había ahorrado para su pasaje a América y su primer taller, que construiría según el modelo de Herr Benz, casi la hizo llorar.

El día antes de la boda fue a su casa y pidió que se reuniera con él en el exterior. Nada de capa de un azul melancólico; esta vez ella apareció como una columna de fuego, con un manto de un intenso color rojo fresa, con las mejillas sonrosadas y los labios color vino a juego.

Sonrió, como hacía siempre cuando se encontraba con ella. Era tonto, claro, pero era un tonto feliz.

Zac: Tengo algo para ti.

Ella se rió, atolondrada, cuando abrió el pequeño paquete envuelto que dejó al descubierto un bollo de cerdo todavía caliente.

Ness: Ahora sí que he visto todo lo que había que ver. Seguro que ayer robaste hasta la última flor del invernadero.

Miró alrededor con aquel aire travieso tan suyo, que era la señal de que pensaba acercársele y besarlo, y que se fuera al infierno todo el mundo que pudiera verla en su jardín delantero. La detuvo, cogiéndola por los brazos, de forma que no se pudiera aproximar más.

Zac: Tengo otra cosa para ti.

Ness: Ya sé qué tienes para mí -dijo, con descaro-. Ayer no me dejaste que lo tocara.

Zac: Hoy puedes tocarlo -susurró-.

Ness: ¿Qué? -Después de todo, seguía siendo virgen-. ¿Aquí fuera, donde todos nos pueden ver?

Zac: Oh, sí.

Se echó a reír al ver su expresión de asombro y avergonzado interés.

Ness: ¡No!

Zac: Está bien. Entonces, cogeré el cachorro y me iré a casa.

Ness: ¿Un cachorro? -chilló, como la joven de diecinueve años que era-. ¡Un cachorro! ¿Dónde está? ¿Dónde está?

Él sacó la cesta del coche, pero la mantuvo lejos de sus ansiosas manos, que querían cogerla.

Zac: Me has dicho que no quieres tocarlo en público.

Ella agarró el otro lado de la cesta.

Ness: ¡Vamos, dámelo! ¡Dámelo! Por favooor. Haré lo que quieras.

Él se rió y cedió. Ella abrió la tapa de la cesta y asomó la cabeza marrón y blanca de un cachorro gales, que llevaba al cuello un lazo azul, ligeramente torcido, hecho con las cintas que Zac le había sustraído a Miley. Ness chilló de nuevo y sacó el cachorro de la cesta. El animal la miraba con ojos serios e inteligentes, no tan entusiasmado como lo estaba ella ante su encuentro, pero contento y obediente, de todos modos.

Ness: ¿Es macho o hembra? -preguntó sin aliento, mientras le ofrecía trozos del bollo-. ¿Qué tiempo tiene? ¿Tiene nombre?

Zac echó una mirada a los testículos bien a la vista del cachorro. Puede que ella no supiera tanto como él creía.

Zac: Es un macho. Tiene diez semanas. Y he decidido llamarlo Rich en honor a ti.

Ness: Rich, cariño. -Acercó la mejilla al morro del perro-. Te compraré un fantástico cuenco dorado para el agua, Rich. Y seremos los mejores amigos para siempre jamás. -Por fin, volvió a mirar a Zac-. Pero ¿cómo sabías que siempre había querido un cachorro?

Zac: Tu madre me lo dijo. Dijo que ella prefería los gatos y que tú te morías de ganas por tener un perro.

Ness: ¿Cuándo?

Zac: El día que nos conocimos. Después de cenar. Estabas allí. ¿No te acuerdas?

Ella negó con la cabeza.

Ness: No, no me acuerdo.

Zac: No me extraña, estabas demasiado ocupada mirándome.

Ella se llevó la mano a los labios, pero luego una lenta sonrisa se extendió por su cara.

Ness: ¿Te diste cuenta?

Sintió la tentación de decirle que ni siquiera en una velada memorablemente absurda en San Petersburgo, durante la cual tanto la anfitriona como el anfitrión intentaron seducirlo, se lo habían comido tanto con los ojos.

Zac: Me di cuenta.

Ness: Dios mío.

Enterró la cara en el cuello del cachorro. Se había ruborizado y, que Dios lo ayudara, él tenía una erección del tamaño del condado de Bedford.

Ness: Gracias -dijo con la voz apagada por el pelaje de Rich-. Es el mejor regalo que nadie me ha hecho nunca.

Él se sentía emocionado y humilde.

Zac: Me hace feliz verte feliz.

Ness: Hasta mañana, entonces -se inclinó y le dio un beso dulce y lento-. Se me hará muy larga la espera.

Zac: Serán las veinticuatro horas más largas de toda mi vida -dijo besándola una última vez en la punta de la nariz-. Una eternidad.

Las veinticuatro horas siguientes resultaron ser exactamente eso; una eternidad, una eternidad en el infierno.




Wait a minute! Vanessa, ¡eres una...! ¡Engañando a Zac de mala manera! Eso está feo, eh Vanessita.
Pero no sé si lo de Zac es peor, que como piensa que no se puede casar con la otra, coge a Vanessa como segundo plato XD ¡No fastidies!
Así les va el matrimonio que no se quieren ver ni en pintura XD

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domingo, 14 de septiembre de 2014

Capítulo 7


13 de mayo de 1893

El coche de punto se detuvo.

**: Ya hemos llegado, caballero -dijo el cochero-.

Una larga hilera de carruajes y clárens bordeaba toda la acera alrededor de la residencia Tremaine. Al parecer, su esposa daba una fiesta a la que asistían unas treinta o cuarenta personas. Zac había estado ausente cuatro días visitando a sus padres. ¿Es que ella celebraba ya su desaparición de la faz de la tierra?

El mayordomo, aunque consternado por su regreso, lo ocultó hábilmente bajo una capa de puntillosa solicitud. Milord debe de estar cansado. ¿Milord querría tomar un baño? ¿Afeitarse? ¿Qué le llevaran la cena a sus aposentos? Zac casi esperaba que le ofreciera una dosis de láudano, para que milord cayera rápidamente en un profundo sueño, de forma que la soirée de milady pudiera continuar sin obstáculos.

Zac: ¿Se esperan más invitados?

Debía de ser así, si iba a haber un baile.

Paker: No, señor -respondió ceremonioso-. Solo es una cena.

Zac consultó la hora. Las diez y media. A estas alturas los invitados estarían en el salón, tanto los hombres como las mujeres, preparándose para despedirse en la siguiente media hora, para poder seguir con la ronda de bailes y soirées danzantes.

Abrió la doble puerta del salón y lo primero que vio fue a su esposa, espléndida con un exceso de diamantes y plumas de avestruz. Junto a ella había un hombre excepcionalmente apuesto que, con el ceño fruncido, parecía estar reprendiéndola. Ella lo escuchaba con una expresión de exagerada paciencia.

Lentamente, de uno en uno y luego de dos en dos y de tres en tres, los invitados comprendieron quién era él, aunque ninguno lo conocía. El murmullo de las conversaciones se fue apagando, hasta que incluso ella tuvo que mirar hacia la puerta para ver qué era lo que había provocado el silencio.

Sus labios se tensaron al descubrir su presencia, pero no dejó pasar ni un segundo antes de que una sonrisa alegre y falsa apareciera en sus labios, y se acercó a él.

Ness: Zac, ya estás de vuelta. Ven, te presentaré a algunos de mis amigos. Todos se mueren de ganas de conocerte.

Qué insolencia tan increíble. Qué desfachatez. Qué narices. Esperaba que a lord Frederick le gustase llevar faldas. Zac cogió a su esposa por los codos, la acercó y la besó suavemente en la frente. Había oído decir que el suyo era el matrimonio más civilizado de toda la sociedad. Bien, para qué iba él a contradecir esa opinión.

Zac: Por supuesto. Estaré encantado.

Siguiendo el ejemplo de Ness, sus invitados lo recibieron amigablemente, aunque la mayoría no consiguieron actuar con su misma soltura. Ella le presentó al hombre apuesto de su conversación en último lugar y, para entonces, junto a él había una mujer alta y morena tan singularmente atractiva como él.

Ness: Permitidme que os presente a lord Tremaine. Zac, lord y lady Wrenworth.

Así que este era lord Wrenworth, el Caballero Ideal, según la señora Hudgens, y antiguo amante de Ness.

**: Es un placer, milord -dijo lord Wrenworth, con toda la sumisa inocencia de un hombre que nunca le hubiera puesto los cuernos a Zac-.

Zac descubrió que casi se estaba divirtiendo. Apreciaba un poco de farsa.

Zac: Lo mismo digo. ¿No será usted el mismo Drake Wrenworth que firmaba aquel fascinante artículo sobre la captura de cometas por Júpiter?

Esto los desconcertó a todos, especialmente a lady Tremiane.

*: ¿También es usted un entusiasta de la astronomía, milord? -preguntó lady Wrenworth, con tono indeciso-.

Zac: Sin ninguna duda, mi querida señora -respondió con una sonrisa-.

Su esposa miró incómoda a su antiguo amante.

Los invitados, ante el dilema de tener que elegir entre ser los primeros en observar y chismorrear sobre la aparición de los Tremaine juntos, en público, o asistir a un baile no tan diferente de algún otro al que habían acudido tres días antes, se olvidaron de marcharse.

Zac no los decepcionó. Era un anfitrión encantador, pero mejor todavía, era franco en grado sumo.

«¿Cuánto tiempo pensaba quedarse en Inglaterra?» Un año, por lo menos.

«¿Le gustaba su casa?» Su casa, que le gustaba sobremanera, estaba en la Quinta Avenida, en Manhattan. Pero la residencia de su esposa le parecía muy agradable.

«¿No tenía lady Tremaine un aspecto magnífico esta noche?» Magnífico era una palabra demasiado insípida. Conocía a lady Tremaine desde que era prácticamente una niña y su aspecto siempre había sido espectacular.

«¿Conocía ya a lord Frederick Stuart» ¿Lord qué?

Después de la medianoche, y después de unos cuantos recordatorios intencionados de su esposa sobre sus siguientes compromisos, sus invitados se dispusieron por fin a marcharse. Lord y lady Wrenworth fueron los últimos en irse. Mientras lady Wrenworth salía fuera, lord Wrenworth se volvió, atrajo a Ness hacia él y le susurró algo al oído, como si su esposo no estuviera a solo unos pasos de distancia.

Ella se echó a reír con una súbita carcajada de regocijo, y empujó, literalmente, a lord Wrenworth a la calle.

Zac: Déjame que lo adivine. ¿Te ha propuesto un revolcón? -preguntó, sin darle importancia, mientras subían las escaleras uno al lado del otro-.

Ness: ¿Drake? No. Desde que se casó, se ha convertido en un aburrido defensor del hogar y la familia. De hecho, antes de que tú llegaras, se ha pasado toda la noche argumentando muy fastidiosamente contra el divorcio. -También ella fingió de una manera encantadora-. Bien, si quieres saberlo, ha dicho: «Tirátelo hasta dejarlo sin sentido».

Zac: ¿Y vas a seguir su sabio consejo?

Ness: ¿Respecto a olvidarme del divorcio o a acostarnos? -dijo riendo, con su inconfundible aureola de atractivo sexual-. En esta coyuntura no acepto los consejos de lord Wrenworth ni de nadie lo bastante estúpido para pensar que debería seguir casada contigo. Francamente, esperaba algo mejor de él. Andrew lo considera un amigo.

«Pobre Andrew», pensó él.

Ness: Bien -dijo mientras se disponían a irse cada uno por su lado-, ¿debo esperar tu visita esta noche?

Zac: Es poco probable. No quiero descomponerme el estómago. Pero estate atenta los próximos días.

Ella puso los ojos en blanco.

Ness: Se me hará muy larga la espera.

Le había dicho lo mismo antes, una vez, el último día de su efímera felicidad. Entonces lo había dicho de verdad, con las mejillas arreboladas de placer y anticipación.

Zac: A mí no.

Ella suspiró, un cansado aleteo en el aire.

Ness: Vete al infierno, Zac.




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miércoles, 10 de septiembre de 2014

Capítulo 6


Diciembre de 1882

La señorita Hudgens no brincaba por encima de las piedras. Las lanzaba. Unas capas de hielo delgado de color marrón se adherían a las dos orillas del riachuelo, pero una estrecha banda de agua seguía corriendo libre en el centro. Era en esta parte del arroyo donde lanzaba las piedras, plop, plop, plop. No había ningún ritmo particular en sus lanzamientos. A veces, tiraba una docena de piedras en rápida sucesión, otras, pasaba un minuto o más entre dos plops. Era como si subrayara su propio estado mental, impaciencia seguida de un período de contemplación, superado por otra racha de agitación.

Cuando ya no quedaron más piedras, se sentó en un tronco de árbol, con la barbilla apoyada en una rodilla y su larga y lúgubre capa azul azotándole los tobillos con las constantes ráfagas de viento. Desde donde estaba Zac, en la parte superior de la orilla opuesta, no podía verle la cara, oculta por el ala del sombrero. Pero percibía la soledad que emanaba de ella, una soledad que despertaba ecos en algún sitio muy dentro de él.

No había podido pensar en nada que no fuera ella.

Años atrás, había acabado aceptando que cortejar a Amber -una mujer que no podía tomar una decisión respecto a él y a la que no había visto desde hacía un año y medio- no le impedía caer en otras tentaciones aquí y ahora.

Por alguna razón, un hombre joven, con bastante atractivo y comedimiento sexual, planteaba un desafío irresistible para determinado grupo de mujeres, de todas las clases sociales y en todas las capitales de Europa. Si le hubieran dado un franco, un marco o un rublo cada vez que le habían hecho proposiciones, desde la edad de dieciséis años en adelante, se habría podido retirar al campo y vivir como un caballero acomodado.

Las había rechazado a todas con tacto y dignidad, cuando era posible, y con ingenio cuando no lo era. Un hombre de honor no profesaba amor a una única mujer mientras recibía en su cama, con los brazos abiertos, a muchas otras.

No era fácil, pero se podía hacer. Estar muy ocupado ayudaba. No ser contrario moral o filosóficamente al alivio solitario también. Sumergirse en el campo que había elegido, las ecuaciones termodinámicas y el cálculo avanzado, tendía a mantener la cabeza lejos de pechos y nalgas.

Pero ahora nada de eso le servía de ayuda. Trabajaba de la mañana a la noche, ocupándose de aquella propiedad monstruosa que era Twelve Pillars y, sin embargo, la señorita Hudgens invadía todos sus pensamientos. Lo que hacía en la intimidad de su dormitorio solo creaba más fantasías sobre ella, que lo tenían todo el día siguiente en un estado de agitación. Pensar en sus pechos y nalgas -por no hablar de sus ojos taciturnos y hambrientos y su espesa y fresca mata de pelo- lo volvía lento y torpe ante sencillas ecuaciones de segundo grado y absolutamente incapaz ante las integrales de los logaritmos.

Además, si solo se tratara de simple y rampante deseo, sería perfectamente comprensible en un hombre joven con apetitos sanos, que se negaba tercamente a rendir su virginidad. Pero deseaba algo más que tocarla. Quería conocerla.

La madre de Amber, por dominante y decidida que fuera, no le llegaba ni a la suela de los zapatos a la señora Hudgens, la diosa madre de todas las mamas ambiciosas. Por lo menos, la condesa Von Tussle tenía la excusa de ser pobre y necesitar la seguridad de una hija bien casada, mientras que a la señora Hudgens la movía -eso creía él- su propia ambición insatisfecha, que la hacía blandir un látigo más implacable que el de cualquiera de los lugartenientes de Belcebú.

Sin embargo, la señorita Hudgens no temía a su madre en lo más mínimo. Si acaso, era la señora Hudgens la que se sentía intimidada por su hija, asombrada más allá de todas sus expectativas por esta Aníbal de la escalada social, que conseguía llevar sus elefantes cargados de libras esterlinas a través de los ficticios Alpes del desdén aristocrático para causar estragos en una sociedad londinense desprevenida.

Dos días después de su encuentro casual, hizo una visita oficial a los Hudgens en compañía de sus padres y de sus hermanos, Miley y un aburrido David. Miley, impresionada por los mármoles griegos, los muebles Luis XIV y los cuadros renacentistas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista, rogó que le permitieran recorrer Briarmeadow.

Mientras sus padres continuaban conversando con la señora Hudgens, la señorita Hudgens acompañó amablemente a los tres jóvenes visitantes por los salones, la biblioteca y el solárium. David estaba cada vez más impaciente y, finalmente, en la galería, ante un retrato en miniatura de Alexander, que este debió de darle a la señorita Hudgens con ocasión de su compromiso, perdió sus modales sociales y volvió a la grosería de los catorce años.

David: Madre siempre dice que el primo Alexander era un ejemplo horrible -afirmó-. Supongo que usted se casará con cualquier sinvergüenza que tenga una corona ducal.

Ella ni siquiera perdió el paso.

Ness: Milord David, con los recursos agotados de su familia y su enorme encanto personal, le pronostico que se casará con cualquier heredera que quiera aceptarlo; que tenga una buena dentadura y sepa leer y escribir será algo estrictamente opcional.

A Zac le dolía la cara del esfuerzo que tenía que hacer para no soltar una carcajada ante la consternación de su hermano. Puede que David fuera un asno, pero seguía siendo hijo de un duque inglés y nieto de un príncipe bávaro. Otra joven en su lugar, percibiendo la inferioridad de su posición, habría soportado su grosería o, como mucho, se habría reído. Pero ella golpeó al chico con fuerza y lo puso en su lugar con la eficacia sin miramientos de un depredador nato.

A diferencia de su madre, que adornaba la casa con recuerdos sutiles de su erudición -bronces de Micenas, sellos posiblemente más viejos de la isla de Creta, fragmentos de papiros enmarcados en cristal que se remontaban a la época de los faraones-, la señorita Hudgens no sentía ninguna necesidad de demostrarle al mundo que sabía distinguir a Antífanes de Aristófanes. Estaba bien, gracias, siendo la hija de un hombre cuyos antepasados, solo unas generaciones atrás, habían lavado la ropa y acarreado el carbón para aquellas elevadas familias en las que ella tenía intención de entrar por medio del matrimonio.

Admiró su seguridad. Ella sabía lo que valía y no fingía ser otra cosa para los que la juzgaban por su parentela. Pero al negarse a mostrarse agradable y tolerar a los ineptos, se había condenado a seguir un camino solitario, tanto en la derrota como en la victoria.

Zac caminó con su caballo por la pendiente hasta que estuvo al borde del agua y entonces montó para cruzar al otro lado. En cuanto llegó a terreno seco, desmontó y ató al animal. Para entonces, ella ya estaba de pie sacudiéndose el polvo de la falda.

Zac: Señorita Hudgens. -Obedeciendo a un impulso no le tendió la mano, sino que la cogió por los hombros y la besó en las dos mejillas, frías y satinadas. Seguía siendo forastero en estos parajes y no le importaba aprovecharse de ello-. Le ruego que me disculpe. Por un momento he pensado que todavía estaba en Francia.

Sus miradas se encontraron. Los ojos de ella eran completamente negros y era imposible distinguir el límite entre la pupila y el iris desde una distancia civilizada. Ella bajó los ojos un momento y sus pestañas destacaron largas y llamativas sobre la palidez de la piel. Luego volvió a mirarlo.

Ness: No es necesario disculparse, milord. Es del todo aceptable coquetear con una joven con la que no tiene intención de casarse. No me importa.

Debería haberse sentido violento, pero no fue así.

Zac: ¿Usted coquetea con los hombres con quienes no tiene intención de casarse?

Ness: Por supuesto que no. Ni siquiera coqueteo con los hombres con quienes sí planeo casarme.

Su querida tigresa. Toda altiva durante el día y toda pasión por la noche.

Zac: Claro, lo que hace es hablarles de sus libros de contabilidad -dijo, pinchándola-.

Esto la hizo sonreír levemente.

Ness: Prefiero el método directo.

Se excitó solo con esas palabras. Si su manera de abordarlo aquella noche hubiera sido solo un poco más directa, la habría retenido en la cama tanto tiempo que la propia señora Hudgens los habría descubierto.

Zac: Hace frío -le dijo-. Debería estar en casa. Aquí el invierno no se podía comparar con el del auténtico norte, donde las temperaturas llegaban a ser tan bajas que necesitaría mucho más que una taza de chocolate caliente para calentarse; le haría falta una botella de vodka y el cuerpo desnudo de un hombre.

Ella suspiró.

Ness: Lo sé. Casi no siento los dedos de los pies. Pero es la única manera de tener un poco de paz, lejos de mi madre. No ha dejado de hablar de usted desde que estuvo en casa. Y no quiere convencerse de que ya he hecho todo lo que he podido para convertirlo en su yerno. Después de mi éxito con Alexander, cree que solo tengo que desearlo para que cualquier hombre dé un paso al frente y me ofrezca su mano.

Zac: Yo podría disipar sus ilusiones.

Ness negó con la cabeza.

Ness: Mamá conoció a la señorita Von Tussle la temporada pasada. Yo no quisiera de ninguna manera ofender a la señorita Von Tussle, pero nada que usted pueda decir convencerá a mi madre de que yo no soy un partido mejor para usted.

Era difícil discutir aquello. Incluso más difícil resultaba recordar sus más nobles intenciones allí, junto a ella, sabiendo que ella lo deseaba con el ardor escondido de un incrédulo, sabiendo exactamente cómo se sentiría debajo de él.

Pero no debía pensar solo en él. Amber lo necesitaba. Este mundo la asustaba; no podía abandonarla a los caprichos de la fortuna.

La señorita Hudgens miró la hora en el pequeño reloj que colgaba de su muñeca.

Ness: Caramba. Ya son las tres y media. Será mejor que vuelva a casa, de lo contrario mi madre empezará a buscarme por todas partes. -Le tendió la mano-. Que tenga un buen día, lord Tremaine.

Él le estrechó la mano, pero no se la soltó cuando se suponía que tenía que hacerlo.

No quería que se marchara. Quería algo; no hacer el amor desenfrenadamente como en sus fantasías, sino algo razonable y medio decente que la retuviera junto a él un poco más.

Solo que su inteligencia lo había abandonado.

No se le ocurría nada. Y no podía soltarle la mano.

La cabeza de Ness era un caos de esperanzas y temores en conflicto. En un primer momento los dos habían exhibido sus mejores modales, siguiendo la establecida coreografía del respeto hasta el último paso y el último giro. Ahora lo único que ella sabía es que él le daría una disculpa o un beso.

No recibió ninguna de las dos cosas. Él se limitó a dar un paso atrás, ladear la cabeza y sonreír apenado.

Zac: Ha sido una torpeza por mi parte, ¿verdad?

Y nada más. Nada de titubeos, tratando de dar una explicación, nada de incomodidad, ninguna oportunidad para que ella le exigiera una compensación sin parecer palurda o histérica.

Lo miró con hosca admiración. Ese hombre sabía mucho más de las situaciones potencialmente comprometedoras de lo que había sospechado. La facilidad con que se había librado era a la vez impresionante e inquietante. Tal vez solo estaba coqueteando con ella, después de todo, una distracción para entretenerse durante su estancia en el campo.

Ness: Supongo que solo usted puede juzgarlo, milord.

Zac: Debería llevarse mi caballo.

Entonces una expresión de horror afloró en el rostro de él, como si acabara de declarar abierta y claramente delante de su madre y de la de ella que le gustaría meterse debajo de la falda de Ness y quedarse allí para siempre.

Se había esforzado por acordarse del temor de Ness, llevando al caballo a paso de tortuga y atándolo lejos de ella. Sin embargo, ahora se había olvidado por completo. El corazón de Ness se disparó. Por debajo de su elegante serenidad, estaba tan agitado como ella, posiblemente más.

Ness: No monto -le recordó-.

Él respiró hondo, y aquella audible exhalación era lo más cercano a reconocer su incomodidad que probablemente conseguiría de él.

Zac: ¿Por qué no? -preguntó de nuevo, frío y controlado-. ¡No puedo creer que su madre omitiera las lecciones de hípica!

Ella se encogió de hombros.

Ness: No lo hizo. Decidí no montar.

Zac: Dígame por qué. Me parece que disfrutaría montando, disfrutaría del control y la libertad que ofrece.

Sí que había disfrutado, sin duda. Le encantaba montar. Hasta que se cayó por segunda vez y se rompió tres costillas y el brazo derecho por dos sitios.

Ness: Me dan miedo los caballos. Eso es todo.

Zac: Pero ¿por qué le dan miedo? Son unas criaturas mucho más agradables y razonables que las duquesas viudas. De estas no tiene miedo, según me han dicho.

Sin duda, sabía soltarle la lengua, con su interés amable, persistente y -según todas las apariencias- genuino. Interés no por su dinero, porque ya había intentado dárselo. Interés en ella.

Ness: Me caí dos veces. Me hice bastante daño la segunda vez.

Pero él siguió moviendo la cabeza, incrédulo.

Zac: Habría vuelto a montar a caballo antes de que los médicos la dejaran levantarse de la cama. ¿Qué pasó realmente?

No era asunto suyo. No tenía nada que ver con él. Por lo menos no mientras siguiera considerándose prometido a otra. Abrió la boca para decirle exactamente aquello, pero se oyó a sí misma diciendo:

Ness: Un cazafortunas decepcionado. Estaba furioso con mi madre por mantenerlo a distancia y decidió hacérmelo pagar a mí. Cogió lo poco que le quedaba en la cartera y sobornó al mozo de cuadra.

Y cuando la primera caída no le causó daños -porque cuando se partió la cincha de la silla, acababa de frenar al caballo y solo resbaló y cayó sobre algo blando-, aquel hombre lo intentó de nuevo.

Ness: Tuve suerte. Los médicos dijeron que podía haberme roto la columna y quedar confinada en una cama para el resto de mi vida en lugar de solo dos meses.

El señor Henry Hyde, el que hubiera podido ser el autor de la invalidez de Ness, fue arrestado dos días después con cargos que no tenían relación alguna con sus accidentes. Al parecer, estaba tan desesperado por conseguir fondos que había intentado envenenar a su tía viuda para hacerse con los pocos cientos de libras que le prometía en su testamento. Murió mientras estaba en prisión.

Lord Tremaine escuchaba con gran atención. Por su solemne mirada, Ness no sabía si sentía repugnancia o tristeza. Ya se estaba lamentando de su franqueza. ¿Qué había sacado con contarle esa fea historia?

Zac: Por favor, espere aquí. Solo tardaré un minuto.

Regresó llevando el caballo detrás de él. Para ser un hombre tan alto se movía con elegancia natural, y su paso, en apariencia pausado, salvaba la distancia rápidamente. Sus altas botas de montar le llegaban a la mitad de los muslos. Ness tuvo que ejercer un considerable control para no seguir la línea de sus pantalones beige y quedarse mirando donde no debía.

Zac: ¿Viene a dar un pequeño paseo conmigo? -preguntó, con una gran solicitud que no le reveló nada-.

Ness: Por supuesto.

No comprendía qué quería, pero no le importaba. Haría casi cualquier cosa con él, incluyendo perder la virginidad, solo con que se lo pidiera, con o sin contrato nupcial.

Desde que lo conocía, cada mañana se despertaba con un dulce y desgarrador dolor en el corazón -el gozo y el abrumador miedo de estar enamorada- sin saber cómo conseguiría llegar al final del día sin él, sin saber cómo lograría sobrevivir a otro encuentro con él.

El terreno se elevaba y luego se allanaba, convirtiéndose en un prado, gris y amarillo en invierno, con densos bosques a ambos lados. Caminaron hasta llegar a una vieja posta que no se había usado desde hacía años. Allí, lord Tremaine se detuvo, ató el caballo, le quitó la silla y los correajes, y lo dejó todo con cuidado en el suelo.

Ness: ¿Qué hace? -le preguntó, empezando a desconfiar-. ¿Es que alguien va a montar a pelo?

Zac: Acérquese -le pidió-. Quiero que me mire.

Como si pudiera hacer otra cosa mientras él estaba cerca.

Zac miró los ojos y las orejas del semental, le pasó las manos por las patas y le levantó e inspeccionó las pezuñas una tras otra.

Zac: La verdad es que deberíamos venderlo. Alexander tenía buen ojo para los caballos, demasiado bueno para sus finanzas.

Cogió la manta, la alisó y la colocó en el lomo del caballo. Luego puso los estribos encima de la parte de atrás de la silla y dobló la cincha hacia arriba para que ninguna de las dos cosas golpeara al caballo mientras le colocaba la silla. Solo entonces levantó la silla en alto y la puso sobre el caballo, con la misma suavidad con que pondría a un bebé en su moisés, colocando el arzón un poco alto sobre la cruz para que, cuando el jinete se acomodara en la silla, se deslizara hasta su sitio manteniendo el pelaje del caballo en la dirección apropiada.

Estaba asombrada. Nunca había visto que los caballeros hicieran nada físicamente más exigente que levantar una escopeta de caza. Sin embargo, aquí estaba él, realizando el trabajo de un mozo de cuadra como si ya lo hubiera hecho cientos de veces. Había pulcritud y eficacia en sus movimientos; completaba cada tarea de forma rápida, atenta y precisa. Empezaba a comprender su aplomo; era más que confianza innata, era también conocimiento y experiencia.

Zac: Venga a tocar la cincha -le ordenó-.

Ella obedeció. La correa era fuerte y estaba en buen estado. Le hizo comprobar las correas y verificar con sus propios ojos que todo estaba adecuadamente sujeto a la silla. Solo entonces pasó la cincha y la ciñó, cerciorándose de no apretarla demasiado al caballo, de que quedara espacio para pasar dos dedos entre la cincha y la barriga del animal. Ella miraba sus manos, tan capaces, hábiles y diestras... e imposiblemente eróticas dentro de aquellos guantes de piel negra, suaves y ajustados.

Se colocó junto a la cabeza del caballo e hizo que este levantara las patas delanteras, primero una y luego la otra, para acomodar la silla y alisar las arrugas de la manta. Cuando por fin quedó satisfecho de que el caballo estaba bien ensillado, le volvió a poner la brida, para que ella viera que había tomado todas las precauciones, que había observado de forma impecable todos los procedimientos.

Zac: Sabe qué quiero que haga, ¿verdad? -le dijo con una leve sonrisa-. No tiene miedo de los caballos. Tiene miedo de las personas que desean hacerle daño.

Ness se encogió de hombros.

Ness: ¿Qué diferencia hay?

Él le tendió la mano.

Zac: Me gusta verla intrépida, sin temor a nada.

Los recuerdos de la caída llegaron sin que los llamara. Sintió aquel instante interminable de terror y pánico, la sacudida, el grito desgarrándole el pecho; sintió el deseo de no dejar la cama nunca más, entregarse al aturdimiento causado por el láudano.

Fue este incidente, más que ninguna otra cosa, lo que la convenció finalmente de hacer un casamiento tan alto como el cielo. No sería víctima de su fortuna. Cazaría, en lugar de ser cazada. Tres meses más tarde, había completado la compra de Briarmeadow. Pocas semanas después, había lanzado la primera andanada contra Twelve Pillars.

Puso la mano sobre la de lord Tremaine. Él se la estrechó brevemente, sin apartar los ojos de los de ella.

Zac: ¿Dispuesta?

Ness: No es una silla de mujer.

Zac: Algo me dice que sabe montar a horcajadas -respondió, con una confianza absoluta en su intuición-. Vamos. Solo cincuenta metros. Un paseo corto y tranquilo. Sostendré las riendas.

Sabía lo que él quería. Quería que venciera su miedo y quería ser él quien la ayudara a alcanzar esta elogiable meta. De haber sido otro quien la hubiera llevado hasta ese punto, habría respondido al reto simplemente porque se negaba a mostrar tanta debilidad.

Pero con él era diferente. No tenía miedo a que la viera menos que invencible. Ante él, de alguna manera, parecía permisible mostrarse franca, decepcionada y, a veces, incluso aprensiva.

Montaría aquel caballo porque quería complacerlo, quería que pensara que había logrado una mejora material en su vida. Y quizá, solo quizá, conseguiría recorrer los cincuenta metros si se agarraba fuerte, apretaba los dientes y rezaba a cualquier divinidad que tuviera un poco de compasión por las mujeres solitarias y arrogantes.

Zac: Prometo no quedarme embobado mirando sus finos tobillos -dijo alegremente-. Si eso es lo que la preocupa.

Ness: No debería mencionar mis tobillos. Y no puede decirse que sean lindos.

Además, las botas que llevaba no eran en absoluto de esas de cordones elegantes, llenas de ojetes, destinadas a hacer que a un hombre le flaqueen las rodillas si, por casualidad, las ve por un momento asomando por debajo del borde del vestido.

Zac: Eso lo decidiré yo. Bien, ¿vamos allá?

Ness: De acuerdo, cincuenta metros.

La admiración que había en sus ojos casi hacía que aquella insensata empresa valiera la pena. El apoyó una rodilla en el suelo y enlazó las manos. Ness soltó aire, larga y entrecortadamente, cogió las riendas con una mano, el pomo de la silla con la otra y puso el pie izquierdo en sus manos, él le dio un fuerte impulso, ella pasó la pierna derecha por encima de la grupa del caballo y se encontró sentada en la silla.

El caballo bufó y rebulló. Ella soltó un chillido y se lanzó desesperada en busca de las riendas. Él le cogió los brazos justo a tiempo.

Zac: Despacio -murmuró no estaba segura de si al caballo o a ella-. Despacio. -Luego levantó los ojos hacia ella, los ojos más tranquilizadores en los que se había mirado desde que murió su padre-. No se preocupe. No dejaré que corra ningún peligro.

Ness: Debería haberle pedido que fuera mi caballerizo en lugar de mi marido.

Él se limitó a sonreír.

Zac: Sujétese.

Condujo el caballo a paso lento. Dios santo, el suelo debía de estar quince metros más abajo y cada vez se alejaba más. Había olvidado cómo era estar sentada a tanta altura encima de un enorme caballo. Sabía que el movimiento del caballo era suave y tranquilo debajo de ella, pero se sentía como si estuviera encima de un potro salvaje, a punto de ser lanzada por los aires en cualquier momento. Sintió un principio de náusea en el estómago. Quería rodear el cuello del caballo con los brazos, pegar las piernas alrededor de su barriga y agarrarse con todas sus fuerzas; quería bajarse en aquel mismo instante.

Ness: En realidad, usted no es lord Tremaine, ¿verdad? -dijo, buscando desesperadamente una distracción-. Es un mendigo que se parece a él y los dos han decidido cambiar de papel, engañar a todo el mundo y pasárselo en grande.

Él se echó a reír.

Zac: Bueno, soy un mendigo, un «don nadie empobrecido», como usted tan acertadamente, salvo que estoy emparentado con todas las casas reales de Europa. Así que, de vez en cuando, me pongo mi ropa elegante y salgo a tomar champán con mis nobles primos. Otras veces, me pongo mis andrajos y trabajo en el establo. La verdad es que ni siquiera deberíamos tener caballos. Pero mi padre decía que igual podíamos dejar de llevar sombrero y zapatos. Fue un ahorro que no logré convencerle que hiciera.

Su respuesta fue tan pasmosamente franca que, por un momento olvidó el miedo a su inminente caída.

Ness: ¿Y sus padres permitieron esta... esta locura?

Zac: Se hicieron los sordos y fingieron que, de alguna manera, era capaz de llevar la casa mejor y con menos gastos, sin llegar a ensuciarme nunca las manos. Y organizar apuestas en cualquier liceo donde diese la casualidad que asistiera a clase.

Ness: ¿Apuestas?

Zac: Juegos que se desarrollan según probabilidades. Es decir, podía prometer un premio de, digamos, una libra y cargar a mis compañeros de clase, en especial a los que tenían problemas con las matemáticas, un chelín por cada uno de mis intentos de colocar seis monedas con la cara hacia arriba con los ojos vendados. Yo siempre ganaba.

Ness: Dios santo -exclamó-. ¿Nunca lo pillaron?

Zac: ¿Por tener unas cuantas monedas en el bolsillo? -Soltó una risita-. No. Era el joven más cortés, virtuoso y prometedor que cualquier profesor haya visto jamás.

Había una picardía encantadora en su voz. Era cortés, virtuoso (por lo que ella sabía) e infinitamente prometedor. Pero también era inteligente, astuto y dispuesto a apartarse un poco de las reglas.

¿Por qué los hados la tentaban de esa manera? ¿Por qué tenía que ser tan maravillosamente perfecto para ella y, sin embargo, tan absolutamente imposible de conseguir?

Ness: ¿Hay algo que no pueda hacer?

Zac: No -respondió riendo-. Pero hay cosas que no hago muy bien. Soy un cocinero horrible, por ejemplo. Lo intente, pero mi familia se negó a comer mis sobrios platos.

La idea la escandalizó. Incluso antes de convertirse en lord Tremaine, ya era primo de duques y príncipes. Ese hombre, cuya sangre era tan azul que probablemente era índigo, había trabajado en unos fogones y -con éxito o sin él- había elaborado por lo menos una comida completa. ¿Qué vendría a continuación? ¿El príncipe de Gales tendería vías de ferrocarril con sus propias manos?

Se le ocurrió una idea todavía más escandalosa.

Ness: ¿Pensaba en trabajar para vivir?

Zac: Sí. Pero últimamente no estoy tan seguro. Un título dificulta un poco las cosas, aunque solo sea un título de cortesía... por el momento. Supongo que administrar unas propiedades es una tarea noble y que exige mucho tiempo. -Se encogió de hombros y rozó con su manga el borde de la falda-. Pero no es lo que yo habría elegido.

Ness: ¿Qué habría elegido?

Zac: Ingeniería -respondió tranquilamente-. Estudio mecánica en la École Polytechnique.

Ness: Sus padres dijeron algo de física o economía.

Zac: Mis padres siguen en la fase de negación. Creen que mecánica suena demasiado vulgar, demasiada grasa, humo y hollín.

Ness: Pero ¿por qué ingeniería?

Su padre trabajó con docenas de ingenieros. Eran una tribu entusiasta y bastante resuelta, en apariencia sin nada en común con el elegante marqués que la acompañaba.

Zac. Me gusta construir cosas. Trabajar con las manos.

Hizo un gesto negativo con la cabeza. Manos. Al futuro duque le gustaba el trabajo manual.

Ness: Bueno, no le diga a nadie lo que me ha dicho a mí -le advirtió-. No lo entenderían.

Zac: No lo hago. Solo se lo he contado a usted porque pasa tanto tiempo con sus contables y abogados como con su modista. Está influyendo para definir una nueva normalidad, igual que lo hago yo.

Nunca había pensado en ella misma de esa manera. Era más bien que ignoraba, por carácter, los límites establecidos, en lugar de ansiar lo nuevo e inexplorado. Pero puede que fueran lo mismo y lo uno implicara lo otro.

Lo miró, miró su avance tranquilo y sin prisas, con la mano enguantada sujetando firmemente las riendas. Extendió la otra mano hasta las ramas bajas del viejo sauce, rozando las flexibles puntas.

Ness. Yo... -empezó, pero no acabó-.

«El viejo sauce.» Estaban pasando junto al viejo sauce, y eso estaba por lo menos a un estadio de distancia de la posta. No lo podía creer. Sin embargo, al mirar hacia atrás, la posta, allá lejos, tenía el tamaño de un fósforo.

Zac: ¿Decía? -la animó, manteniendo su majestuoso paso-.

Ella volvió a mirar atrás para asegurarse de que sus ojos no la habían engañado. No había error. Había recorrido casi doscientos metros, sus náuseas se habían disipado en algún momento del camino y las manos ya no se aferraban a las riendas, sino que las sostenían, casi despreocupadamente.

No sabía cómo, pero mientras mantenía su animada conversación con él, había sucedido lo imposible. Había olvidado su miedo y su cuerpo se había relajado, acomodándose a un ritmo agradable y conocido.

Ness: Me parece que hemos hecho más de cincuenta metros -murmuró-.

Él miró hacia atrás.

Zac: Es verdad.

Ness: Usted sabía que habíamos pasado los cincuenta metros hace rato, ¿verdad?

No le contestó directamente.

Zac: ¿Quiere que la ayude a desmontar?

¿Quería? De repente se sintió mareada de nuevo, no por el miedo, sino por la excitante ausencia de él, igual que una buena salud parece una bendición y un milagro después de una larga y dolorosa enfermedad. No, no quería desmontar. Quería cabalgar, lanzarse a toda velocidad a una carrera desenfrenada.

Él dio un paso atrás.

Zac: Adelante.

Así que lo hizo. Era maravilloso, una sensación tan nueva como los primeros brotes primaverales, tan ingrávida como caminar sobre el agua. Se entregó al momento, a la euforia de ser de nuevo joven y audaz. El caballo, como si percibiera su euforia, volaba.

Si pudiera destilar las sensaciones que la inundaban -la precipitada carrera, el sonido acompasado, terrenal de los cascos, golpeando debajo de ella, los densos bosques de hoja perenne que pasaban veloces en la periferia de su visión y el frío viento, absolutamente impotente contra el fuego de su exuberancia- tendría la esencia de la felicidad.

Se oyó reír, sin aliento, con un deleite incrédulo. Espoleó al caldillo para que corriera más, notando cómo su fuerza y su espíritu irradiaban dentro de ella, en cada órgano y en cada nervio.

Solo tiró de las riendas, obligándolo a pararse, cuando el caballo empezaba a enfilar la siguiente pendiente; luego le hizo dar media vuelta. Lord Tremaine estaba allí, lejos. Él se llevó el pulgar y el índice a los labios y silbó, una nota aguda de celebración cómplice. Ella sonrió, sintiendo que su alegría le llegaba de oreja a oreja y respondió a su llamada galopando hacia él, como si ella fuera un caballero medieval en un torneo y él, el poste que tenía que alcanzar.

Zac corrió hacia ella, ligero y ágil como una criatura de la sabana africana, y la alcanzó justo cuando ella aminoraba la marcha. Sacó los pies de los estribos y se lanzó a sus brazos, que la esperaban. Él encajó fácilmente el impacto de su ímpetu y su peso, alzándola en el aire y haciéndola girar.

Ness: ¡Lo he hecho! -exclamó, a voz en grito, entusiasmada y de una forma indigna de una dama-.

Zac: ¡Lo ha hecho! -exclamó casi en el mismo momento-.

Se sonrieron, con enormes sonrisas. Él la dejó en el suelo, pero no apartó las manos de su cintura. Ella, feliz, dejó también que sus manos siguieran apoyadas en sus hombros.

Ness: No podría haberlo hecho sin usted.

Zac: No me dé alas; no soy tan modesto.

Ella se echó a reír.

Ness: Excelente. Detesto la modestia con todas mis fuerzas.

Y lo quería con locura. Él lo había conseguido. La había engatusado, la había camelado y seducido para que abandonara el exilio de todas las cosas ecuestres que se había impuesto a sí misma y había restablecido un goce muy valioso en su vida.

Sus manos se deslizaron hacia su cuello y luego, antes de darse cuenta, tenía su cara entre las manos, con las puntas de los dedos acariciándole el lóbulo de las orejas. Él se quedó inmóvil mientras la risa de sus ojos adquiría una intensidad oscura y callada, casi intimidatoria, si no hubiera empezado a morderse el labio inferior.

Recorrió sus pómulos con el pulgar, dibujando su delicado contorno, sintiendo el peso y el ardor de su mirada fija y firme. Era -o debería ser- su momento, el encuentro de dos almas gemelas en un instante de gozosa camaradería.

Abrió las manos, introduciéndole los dedos enfundados en guantes de cabritilla entre el pelo, haciéndole bajar la cabeza hacia ella. Lo deseaba. Lo necesitaba. Eran perfectos el uno para el otro. Un beso, solo un beso. Y también él lo sabría no solo en lo más profundo de su corazón, sino sobre todo en su cabeza.

No la detuvo. Se amoldaba a la suave presión de sus manos, mirándola con un asombro casi ofuscado. La más absoluta felicidad estalló en su interior. Había visto la luz. Por fin había comprendido el esplendor raro, único que los unía.

Se acercaron tanto que podía contar sus pestañas... y ya no se acercaron más.

Zac: No puedo -dijo, con una voz apenas más alta que un susurro-. Estoy comprometido con otra.

Su felicidad se transformó en frías dagas clavadas en el corazón. Sus brazos se paralizaron. Pero seguía sin dar crédito a lo que oía, como una madre que se niega a admitir la muerte súbita y sin sentido de su hijo.

Ness: ¿De verdad quiere casarse con la señorita Von Tussle?

Zac: Le he dicho que lo haría -respondió, evasivamente-.

Ness: ¿A ella le importa?

Apenas podía impedir que su voz se tiñera de amargura.

Él suspiró.

Zac: A mí me importa.

Ness dejó caer las manos. El dolor que sentía en el pecho eran sus esperanzas reduciéndose a cenizas. Pero esas esperanzas seguían encendidas, eran puntos de una luz insoportable en medio de un montón de ascuas ardientes.

Ness: ¿Y si no se hubiera comprometido con ella?

Zac: ¿Y si mi fallecido primo hubiera elegido un medio menos fatídico de expresar su desdén por la gran ciudad de Londres? -Sus ojos eran pura embriaguez, ternura funesta y melancólica resignación-. La vida ya es lo bastante insoportable como es. No se atormente preguntándose «¿y si...?».

Las oportunidades que había perdido con la muerte de Alexander no la habían preocupado porque solo se trataba de títulos y privilegios, una alianza de negocios que había fallado. Era hija de un hombre emprendedor. Comprendía que ni siquiera los cultivos más cuidadosos rinden siempre los frutos que uno busca.

Con lord Tremaine había perdido toda la distancia y la perspectiva.

Ness: ¿Ya le ha propuesto matrimonio a la señorita Von Tussle?

Zac: Lo haré. -Se mostraba inequívoco-. Cuando vuelva a tener noticias suyas.

Lentamente, a regañadientes, ella empezó a comprender que, para bien o para mal, tenía el propósito de casarse con la señorita Von Tussle. Ni la perspectiva de la riqueza ni la promesa del goce carnal lo harían apartarse del camino que había elegido.

Toda su felicidad -algo que ni siquiera remotamente sabía que le importara- dependía de su respuesta. Y la había condenado a muerte. Igual podía haber disparado contra el caballo cuando galopaba hacia él en un éxtasis irresponsable.

Ness: Estoy segura de que serán muy felices juntos.

Toda una vida de entrenamiento bajo la señora Hudgens apenas fue suficiente para obligar a que ese lugar común saliera de su garganta con cierta apariencia de dignidad.

Él se inclinó y le tendió las riendas del caballo.

Zac: El tiempo pasa volando. Llegará a casa más deprisa a caballo.

La ayudó a montar. Se estrecharon la mano de nuevo y se desearon un buen día. Esta vez, él no se demoró al tocarla.

Ochenta metros más allá, Ness se dio cuenta de que lord Tremaine no sabía exactamente dónde estaba la señorita Von Tussle.

La temporada anterior, la señora Hudgens, en un arranque de generosidad, había invitado a la condesa y a la señorita Von Tussle a asistir a una recepción al aire libre. Habían rehusado la invitación con una larga nota llena de pesar de Amber, explicando que ya habían abandonado Londres.

A Ness le pareció extraño que un equipo que solo tenía en mente conseguir un matrimonio ventajoso se marchara antes del momento más fructífero del año para las proposiciones: finales de julio. No obstante, no se sorprendió cuando, más tarde, oyó rumores de que unas deudas urgentes las habían obligado a dejar la ciudad antes de lo que deseaban. Tal vez, habían subestimado el coste de una temporada en Londres. Tal vez, esta era su práctica habitual y esa vez se habían equivocado al juzgar la paciencia de su casero y sus acreedores.

Entonces no había sentido interés por averiguar cuál era exactamente el caso. Tampoco lo sentía ahora. Lo importante era que lord Tremaine tenía tan poca información sobre el paradero y las idas y venidas de la señorita Von Tussle en ese momento, como la propia Ness. Y a juzgar por la vacía postura de la señorita Von Tussle, él era de lejos el corresponsal más fiable de los dos.

Una parte de ella retrocedió ante la dirección que seguían sus pensamientos. «Más allá de este punto hay monstruos.» Pero igual que no es posible detener una locomotora que va lanzada a toda velocidad con una simple valla de madera atravesada en las vías, sus ideas avanzaron, al ritmo insistente de «¿Y si...?» «¿Y si...?» «¿Y si...?»

¿Y si la señorita Von Tussle estuviera ya casada? ¿Y si Tremaine creyera, por alguna razón, que ese era el caso?

«No consideres esa posibilidad -suplicaba su buen sentido-. No lo pienses siquiera.»

Pero su sensatez no era rival para el desgarrador dolor de su corazón, para su abrumadora necesidad de él. Podía soportar cualquier cosa solo para poder tenerlo durante un año, un mes, un día.

Si él no le ofrecía esa oportunidad, entonces la crearía ella misma, por medios lícitos o ilícitos, al coste que fuera, aunque cayesen sobre ella todas las plagas de Egipto.




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