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viernes, 28 de abril de 2017

Capítulo 5


No era un lunes como los demás, comprendió Vanessa mientras se dirigía una vez más hacia las ruinas de la calle Maple. Estaba de vuelta otra vez, había quedado con el inspector que estaba investigando el origen del fuego. Más tarde, esa misma semana, comenzaría la recuperación de los bienes que se habían conservado. En realidad, dudaba de que hubiera nada que rescatar, pero Zac aseguraba que era probable que se llevara una sorpresa.

Cuando salieron del coche que aparcaron en la acera, alzó la mirada hacia Zac y contuvo la respiración. No estaba acostumbrada a estar siempre al lado de un hombre tan atractivo. Y el mero hecho de mirarlo tenía un efecto extraño en ella: parecía achicharrarle las neuronas.

Zac fue consciente de su mirada.

Zac: ¿Ocurre algo?

Ness: En realidad, creo que no debería seguir contigo. En tu casa, quiero decir.

Zac: De momento creo que no hay otra idea mejor.

Ness: Me resulta un poco violento. La gente hablará.

Zac: Ése ha sido siempre tu problema, Vanessa. Te preocupa demasiado lo que dicen los demás.

Una observación interesante, sobre todo procediendo de él.

Ness: ¿Quieres decir que a ti no te importa?

Zac: ¿Actúo como si me importara?

Vanessa pensó en las mujeres con las que habitualmente salía.

Ness: Supongo que no. Pero a mí, sí.

Zac: Mira, nadie va a pensar nada raro de esto. Tú eres la víctima de una catástrofe y yo el jefe de policía. Hacemos una pareja ideal.

Ness: Muy gracioso.

Pasó por delante de él y se dirigió hacia las ruinas de su casa. Con la punta del pie, empujó lo que había sido en otro tiempo un archivador de madera. Era allí donde guardaba sus cuadernos. En cuanto había aprendido a escribir, había comenzado a trasladar todos sus secretos, sus sueños de niña y sus pensamientos a cuadernos de espiral que almacenaba después en aquel archivador. Pero ya no quedaba prácticamente nada, sólo algunas hojas que se desintegraban al menor roce o papeles empapados por el agua.

¿Cómo iba a recordar la chica que era antes después de aquello?

Rodeada por la devastación de la única casa que había conocido, se dijo que era una estupidez, que no podía preocuparse por cada una de aquellas pérdidas. Porque si lo hacía, estaría llorando hasta el día del juicio final. Metió la mano en el bolsillo y palpó el bote cilíndrico de los tranquilizantes. Había vuelto a comprarlos aquella mañana «Espera», se dijo. Alzó la mirada hacia Zac Efron y se apoderó de ella un sentimiento extraño, irracional. Se sentía de pronto a salvo, segura. Incluso se despertaba en ella una ligera esperanza. Y ni siquiera había tomado la pastilla.

No estaba segura de por qué. Lo único que hacía Zac era observarla como si estuviera dispuesto a arrojarse a las vías del tren si con ello pudiera salvarla. Y ella le creía, confiaba en él, se sentía segura a su lado. Lo que la hacía sentirse la mujer más estúpida de la ciudad. O a lo mejor, la más intuitiva.

El sonido del motor de un coche le llamó la atención. Se volvió y vio a Kate Hudgens saliendo de un todo-terreno plateado y corriendo hacia ella. Rubia y adorable, con aquellas botas de diseño y el anorak bordado, parecía la clase de mujer con la que Zac salía habitualmente. Aunque con una pequeña diferencia, Kate Hudgens tenía cerebro.

Kate: Vanessa -la saludó, envolviéndola en un enorme abrazo-. Acabo de enterarme. Gracias a Dios, a ti no te ha pasado nada -retrocedió y se quedó boquiabierta al ver lo que quedaba de la casa-. Lo siento mucho -añadió-.

Ness: Gracias -contestó sintiéndose muy torpe-.

Kate y ella eran hermanas, medio hermanas, aunque en realidad no se conocían muy bien. Se habían conocido el verano anterior, y de manera casi casual, cuando Kate había ido a la panadería de Vanessa para encargarle la tarta para celebrar las bodas de oro de sus abuelos que se celebraría en el campamento de verano que la familia tenía en las montañas, a orillas del lago Willow.

Descubrir que las dos eran hijas de Philip Hudgens había sido... al principio sorprendente, y después agridulce. Vanessa era el resultado de una aventura de juventud. Kate era hija de la mujer con la que Philip se había casado y después divorciado. Tras aquel encuentro, Vanessa y Kate estaban intentando hacerse a la idea de que eran hermanas. A diferencia del feliz rencuentro de las gemelas de Tú a Londres y yo a California, ellas todavía estaban intentando encontrar la manera de abrirse la una a la otra.

Kate: Deberías haberme llamado inmediatamente -le reprochó con cariño. Le dirigió a Zac una mirada fugaz-. Hola, Zac -después, se volvió de nuevo hacia Vanessa-. ¿Por qué no me llamaste?

Ness: Yo, eh, bueno, estaba en la panadería cuando todo empezó, y después... -no sabía por qué se sentía como si le debiera una disculpa. Todavía no estaba segura de cómo comportarse con su hermana-. La verdad es que todo ha sido una auténtica locura -terminó diciendo-.

Zac: Perdonadme -dijo cuando el jefe de bomberos le hizo un gesto para que se acercara-.

Kate: Creo que ni siquiera soy capaz de imaginármelo -le acarició cariñosamente el brazo-. Oh, Vanessa, me gustaría hacer algo para ayudarte. ¿Qué puedo hacer? -parecía casi desesperada y su preocupación era absolutamente sincera-. Estoy dispuesta a hacer lo que sea para echarte una mano.

Vanessa consiguió sonreír, agradeciendo, más de lo que podría llegar a expresar con palabras, tener una hermana después de haber perdido a su abuela. Si no fuera por Kate, ella se habría quedado completamente sola. Su hermana era el único pariente que le quedaba. Pero, al mismo tiempo, lamentaba y le apenaban los años que habían perdido. Vanessa había crecido en el mismo lugar en el que vivían los Cyrus, pero desconocía la relación que había entre ellos. Kate y ella eran muy diferentes. Kate había vivido siempre rodeada del dinero y los privilegios de su familia. La adoraban y, según el propio testimonio de Kate, la habían mimado todo lo que habían podido. Era hija única y había asistido a los mejores colegios del condado, se había graduado con honores en la universidad de Columbia y a los veinticuatro años ya se había lanzado a montar su propio negocio. Era una mujer maravillosa, atractiva, con éxito, y estaba enamorada de un hombre perfecto, un contratista de la ciudad llamado Charlie Davis. No sería difícil envidiarla hasta el punto de encontrarla antipática.

Pero la verdad era que a Vanessa le gustaba Kate. Le gustaba de verdad. Su hermana era una chica amable y divertida y estaba sinceramente interesada en mantener con ella una relación. Vanessa había leído en alguna parte que la fortaleza de una relación se ponía a prueba durante las crisis, de modo que suponía que estaba a punto de averiguar hasta qué punto podía confiar en su relación con su hermana.

Tomó aire y contestó:

Ness: En este momento estoy bastante desorientada. Espero que me perdones.

Kate: ¿Perdonarte? Dios mío, Vanessa, tienes que estar destrozada.

Ness: Bueno, si lo dices así.

Kate: Oh, Dios mío, lo estoy haciendo fatal...

Ness: Tranquilízate, Kate, es muy difícil etiquetar esta situación -se produjo un silencio incómodo-.

Vanessa estudió el rostro de su hermana, como hacía a veces, buscando algo, cualquier rasgo que pudiera recordarle al suyo. ¿La inclinación de los ojos? ¿La forma de la barbilla, los pómulos? Su padre decía que se parecían, pero Vanessa creía que era más un deseo que una realidad.

Ness: Escucha, sí hay algo en lo que podrías ayudarme. Voy a necesitar ropa.

Kate: Tendrás toda la que necesites. Yo te acompañaré a comprarla.

Vanessa sintió entonces el alivio y la gratitud de saber que alguien estaba dispuesto a cuidarla. Se acercó a Zac.

Ness: ¿Ya hemos terminado aquí?

Zac: Por ahora, sí, pero el inspector pasará aquí la mayor parte del día.

Ness: Muy bien. Voy a irme con Ka..., con mi hermana, a comprarme ropa -sentía una curiosa satisfacción al poder referirse a Kate como su hermana-.

Zac: Llámame -le pidió-.

No tenía ninguna excusa para no hacerlo. Tenía el teléfono móvil en el bolso, a salvo del fuego, y Zac ya le había conseguido un cargador. Se metió en el coche de Kate y sintió la calidez del asiento de cuero. Una prueba más de que los ricos eran diferentes, incluso en sus coches se sentía uno distinto.

Kate: ¿Dónde te estás alojando?

Vanessa no dijo nada, pero desvió la mirada hacia Zac.

Kate: ¿Te estás quedando en su casa?

Ness: Es algo temporal.

Kate: No estoy diciendo que me parezca mal -le aclaró-. Pero... ¿Zac Efron? Quiero decir que... si sumas eso a la fotografía que apareció en la portada del periódico... No sé, parece como si...

Ness: ¿Como si?

Kate: Como si hubiera algo entre vosotros.

Ness: ¿Entre Zac y yo? -sacudió la cabeza, preguntándose si Kate sabría algo de su historia-. No, jamás.

Kate: Nunca digas «nunca jamás». Eso es lo que decía yo de Charlie y mira cómo hemos terminado. El verano que viene nos casamos.

Ness: Me temo que eres tú la única sorprendida por esa boda.

Kate: ¿Qué quieres decir?

Ness: Charlie y tú estáis hechos el uno para el otro. Cualquier que os vea juntos puede darse cuenta.

Kate le dirigió una sonrisa radiante.

Kate: ¿Sabes? Si quieres, puedes quedarte en mi casa.

No era por ofender, pensó Vanessa, pero preferiría que le arrancaran una muela a tener que ir a vivir con su hermana. Kate y Charlie vivían en una parcela maravillosa, enfrente del río. Se estaban construyendo una casa de madera y piedra que era de ensueño y Vanessa no tenía la menor duda de que serían inmensamente felices. Sin embargo, la casa estaba a medio terminar, de modo que de momento se alojaban en una caravana en la que no debía haber mucho espacio para invitados.

Ness: Eres muy amable al ofrecérmelo, pero creo que paso.

Kate: No te culpo. Si no supiera que es algo temporal, yo tampoco me quedaría allí. Charlie me ha prometido que la casa estará terminada para abril. Intento recordarme constantemente que es contratista, y todos los contratistas calculan siempre menos tiempo del que al final necesitan.

Ness: Esperemos que no haga lo mismo con su prometida.

Antes de que Kate se hubiera alejado de la acera, llegó Ashley en una desvencijada camioneta y les indicó con un gesto que bajaran la ventanilla del coche. La mejor amiga de Vanessa era una mujer tan poco pretenciosa como leal. A menudo vestía con ropa que parecía salida de un mercadillo de Woodstock, lo que hacía que algunos de sus adversarios políticos la llamaran la «hippy feliz». Pero su dedicación a la comunidad acompañada por la sensatez de sus intervenciones, le habían hecho suficientemente popular como para ocupar la alcaldía de la localidad.

Ash: Me han dicho que estás viviendo con Zac -dijo sin ningún preámbulo. Miró hacia el interior del coche-. Hola, Kate.

Kate le sonrió en respuesta.

Kate: Me encantan los pueblos pequeños. Nunca faltan cosas de las que hablar.

Ness: No me he ido a vivir con Zac -respondió sonrojada-.

Ash: Pues no es eso lo que me han dicho.

Ness: Mira, Zac fue a buscarme a la panadería en medio de la noche porque mi casa estaba ardiendo. Después, me fui con él a su casa porque estaba agotada y era demasiado temprano para llamar a nadie. Y todavía estoy allí porque...

Se interrumpió antes de terminar diciendo que continuaba en su casa porque preparaba un café delicioso, tenía unas sábanas excelentes y se sentía segura a su lado.

Ashley olfateó y después se sonó la nariz.

Ash: Lo siento, creo que me he resfriado en Albany. Deberías haber ido a mi casa. Aunque yo estaba fuera, estoy segura de que a Sarah no le habría importado.

Pero Vanessa era consciente de que, al igual que Kate, tampoco Ashley tenía sitio para ella en su casa. Sarah y su madre vivían en un pequeño bungalow. La alcaldía era un trabajo prácticamente voluntario y el salario que recibía Ashley por ocupar aquel cargo era ridículo.

Ness: Gracias, pero como estoy empezando a acostumbrarme a decir, me quedaré allí hasta que sepa cuál será mi próximo paso.

Ashley, como era habitual, tenía cientos de asuntos de los que ocuparse y tenía que ir corriendo a una cita.

Ash: Llámame -le dijo mientras ponía la camioneta en marcha-.

Vanessa y Kate condujeron hasta la plaza principal. Allí estaba la panadería, al lado de una joyería, una librería y varias tiendas de ropa y recuerdos para los turistas. Se dirigieron a una tienda llamada Zuzu's Petáis, una de las tiendas preferidas de Vanessa para comprarse ropa.

Resultó inesperadamente agradable ir de compras con su hermana. Y también innegablemente liberador comprar todo un guardarropa nuevo. Insistió en comprar lo mínimo.

Ness: Tengo la sensación de que voy a tener que andar ligera de equipaje durante una temporada. Todavía no soy capaz de creer que lo haya perdido todo.

A Kate se le llenaron los ojos de lágrimas.

Kate: Oh, Vanessa -sacó el teléfono móvil del bolso-. Ahora mismo tenemos que contarle a papá lo que ha pasado.

Ness: No, no se lo cuentes.

Vanessa era incapaz de pensar en su padre como «papá». A lo mejor nunca sería capaz de hacerlo. Hasta el verano anterior, la única información que tenía sobre él era la críptica anotación que aparecía en su certificado de nacimiento: «padre desconocido». Cuando ambos habían descubierto que eran padre e hija, habían hecho un esfuerzo por conocerse. Pero aun así, para ella continuaba siendo Philip, un hombre bueno y amable que, muchos años atrás, había cometido el error de enamorarse de Anne, su madre.

Kate: Muy bien -admitió-, pero deberías contarle lo que ha pasado.

Ness: Y lo haré. Le llamaré... más adelante.

Kate: Y... -vaciló un instante y se sonrojó ligeramente- debería advertirte que mi madre y mis abuelos, los Lightsey, están pensando en aparecer pronto por aquí para ayudarme con los preparativos de la boda.

Ness: Por supuesto. Te agradezco que me lo digas.

Kate: ¿Te resultará violento encontrarte con ellos?

¿Estar con la mujer con la que se había casado su padre después de que Anne le hubiera abandonado? ¿Cómo no iba a resultarle violento?

Ness: Todos somos adultos, seremos capaces de superarlo.

Kate: Gracias. Los padres de mi madre y mis abuelos paternos siempre han sido amigos. Creo que fueron ellos los que decidieron que mi padre y mi madre deberían casarse mucho antes incluso de que se conocieran. A lo mejor ésa es la razón por la que terminaron divorciándose. Es posible que lo de casarse ni siquiera fuera idea suya.

Desgraciadamente, a Vanessa le resultaba fácil imaginarse que alguien podía casarse porque pensaba que era lo correcto, lo más práctico en una determinada circunstancia. Años atrás, había estado a punto de hacerlo. Descartó inmediatamente aquel pensamiento y aceptó el sujetador que le tendía su hermana. Kate tenía un gusto excelente. Vanessa se compró siete juegos de lencería. Aunque le llamaron la atención algunas prendas de encaje, eligió las más sencillas. Necesitaba ser práctica.

Kate se acercó a la sección de pijamas y, tras descartar un camisón ancho y atado hasta el cuello, eligió un picardías de color rosa y asintió mostrando su aprobación.

Kate: A lo mejor te convenía comprarte una cosa así si vas a quedarte en casa de Zac.

Ness: Te aseguro que no.

Kate. Eso nunca se sabe. Mírame a mí. Si alguien me hubiera dicho que iba a terminar viviendo en una caravana con un ex presidiario, me habría parecido una broma de mal gusto. Mi madre casi tuvo que someterse a terapia cuando le di la noticia. Fue todo muy repentino. En mayo del año pasado, yo estaba saliendo con el heredero de los Whitney, un tipo que en una ocasión fue portada en Vanity Fair y al final del verano, estaba completamente enamorada de Davis. Así que ahí tienes la prueba.

Ness: ¿La prueba de qué?

Kate: De que no siempre eliges a la persona de la que te enamoras. A veces es el amor el que le elige a uno.

Ness: ¿Por qué tengo la sensación de que estás intentando decirme algo?

Kate: No, no estoy intentando decirte nada -respondió dejando el picardías donde estaba-. Por lo menos todavía.


Para el final del día, Vanessa había descubierto un nuevo nivel de cansancio. Hasta entonces, había asumido el concepto de «hogar» como algo que daba por garantizado, como la mayoría de la gente hacía. El mero hecho de que tu casa, con tu silla favorita, tu aparato de música, tu cama y tus libros estuvieran esperándote al final del día, era una fuente de tranquilidad y consuelo, algo en lo que nadie pensaba hasta que lo perdía. En ese momento, vencida por el cansancio, pensaba con añoranza en su propia casa, en su propia cama. Y en el instante en el que entró en casa de Zac con las bolsas de la compra, la invadió una inmensa fatiga.

Zac: Parece como si estuvieras a punto de desmayarte.

Los perros corrieron a recibirla, moviendo alegre mente la cola. Clarence, una gata de un solo ojo, les seguía.

Ness: Y estoy a punto de desmayarme.

Zac dio de comer a los animales.

Les hablaba como si fueran personas, algo que Vanessa encontró inesperadamente encantador.

Zac: Apartaos, chicos -les ordenó-. Y no comáis todo de golpe que después os entra hipo.

A pesar del cansancio, Vanessa se descubrió a sí misma sonriendo mientras los perros se alineaban y observaban a Zac con adoración mientras él les ponía la cena. ¿Por qué no habría tenido nunca una mascota?, se preguntó Vanessa. Era maravilloso sentir aquel amor incondicional cuando se llegaba a casa.

Zac: ¿Tú quieres cenar algo?

Ness: La verdad es que en este momento no tengo muchas ganas.

Zac: Estupendo, porque no soy un gran cocinero.

Ness: ¿Quieres que te ayude a preparar algo? -se ofreció-.

Zac: No, lo que quiero es que te des una larga ducha y que después te metas directamente en la cama.

Vanessa pensó en la cama y se metió en la ducha anhelando el momento de acostarse.

La ducha, al igual que el resto de la casa, estaba extraordinariamente limpia. Resistió la tentación de mirar en el armario de las medicinas, un armario que, sabía, podía proporcionar mucha información sobre una persona. Además, cuanto más sabía de Zac, más misterioso le parecía.

Después de la ducha, se puso unos pantalones de yoga y una sudadera con capucha que se había comprado esa misma tarde, se peinó y se dirigió a la cocina, donde Zac estaba poniendo la mesa.

Ness: Así que en esto consiste lo de servir al ciudadano -bromeó-.

Zac: Me tomo muy en serio mi trabajo, aunque sólo consista en abrir una taza de sopa y en preparar un sándwich de jamón. Hecho con el mejor pan de centeno del mundo.

Ness: Tienes un gusto excelente para el pan -contestó al reconocer el pan de centeno de su panadería-. ¿Sabes que este pan lleva haciéndose más de setenta años con la misma masa?

Zac la miró sin comprender.

Ness: Para que el pan levante, se utiliza, en vez de levadura, un pedazo de la masa fermentada para un pan hecho anteriormente. Mi abuela tenía un bote de masa fermentada preparada por su abuela el día de su boda. De hecho, uno de los regalos tradicionales en las bodas francesas es una caja de pino del tamaño de una caja de zapatos con un bote dentro que contiene la masa. Cuando vino a los Estados Unidos en 1945, mi abuela se trajo su bote de masa, y lo mantuvo vivo durante toda su vida.

Zac se frotó suavemente la mandíbula.

Zac: No estás de broma.

Ness: ¿Cómo voy a inventarme una cosa así?

Zac: De modo que una mínima parte de este sándwich procede de Francia, de antes de la Segunda Guerra Mundial -frunció el ceño-. Espera un momento. No perderías la masa fermentada en el incendio, ¿verdad?

Ness: No, todos los fermentos los guardamos en la panadería.

Zac: Estupendo. Por lo menos, algo es algo. Pero, si la perdieras alguna vez, ¿podrías volverlo a hacer?

Ness: Por supuesto. Pero no sería igual. Al igual que el vino cambia con los años, también en este proceso el tiempo imprime carácter. Y en la tradición francesa, es la madre la que pasa el fermento a la hija en una cadena que nunca se rompe -tomó su sándwich-. Aunque supongo que no era algo que le preocupara mucho a mi madre.

Zac: La cuestión es que ahora la masa fermentada está a salvo en la panadería -era evidente que intentaba cambiar de tema-. Eso es lo más importante.

Ness: ¿Crees que la masa fermentada para el pan de centeno es más importante que mi madre?

Zac: No es eso lo que he dicho. Sencillamente, no quería sacar un tema que pudiera hacerte sufrir.

Ness: Créeme, ya no es un tema que me haga sufrir. Por lo menos después de todo lo que ha pasado. Digamos que tengo otras preocupaciones en este momento.

Zac: Desde luego -se mostró de acuerdo-. Y si he dicho algo que haya podido molestarte, lo siento.

Era increíble lo cuidadoso que estaba siendo con ella.

Ness: Zac, estoy segura de que me pondré bien.

Zac: Jamás he dicho lo contrario.

Ness: Pero tu mirada sí. Y también tu forma de tratarme.

Zac: ¿A qué mirada te refieres? ¿Y cómo piensas que te estoy tratando?

Ness: Me miras como si fuera una bomba a punto de explotar. Y me tratas con un cuidado casi excesivo.

Zac: Sinceramente, creo que eres la primera mujer que me reprocha que la cuide demasiado. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora? ¿Disculparme?

Vanessa se preguntó si debería sacar a relucir el pacto de silencio que durante tantos años había presidido su relación. En algún momento tendrían que hablar sobre ello. Pero no en aquél. Estaba demasiado cansada para abordar aquel tema.

Ness: Me basta con que dejes de comportarte así. Se me hace raro.

Zac: De acuerdo, a partir de ahora, dejaré de ser amable. Ayúdame a recoger esto -se levantó de la mesa-. No, mejor aún. Lava tú los platos y yo iré a ver la televisión.

Ness: Eso no tiene ninguna gracia, Efron.

Terminaron de llenar juntos el lavavajillas. Mientras lo hacían, Vanessa se fijó en una fotografía enmarcada que había encima de la repisa de la ventana del fregadero. Era uno de los pocos objetos personales de la casa y a Vanessa no le sorprendió que fuera una fotografía de Derek Morgan, el mejor amigo de juventud de Zac, y también el hombre con el que Vanessa había estado prometida. La fotografía la habían hecho cuando Derek, soldado del setenta y cinco regimiento de los Rangers, estaba sirviendo en Komar, en Afganistán. En la fotografía aparecía en una desolada pista de aterrizaje, con un helicóptero al fondo y parecía completamente feliz, porque así era Derek, un hombre al que hacía feliz el mero hecho de estar vivo. Con el mono de color tierra y apoyando el codo en un jeep, miraba riendo a la cámara, enamorado del mundo, enamorado de la vida incluso en medio de la tierra arrasada de un campo de batalla.

Ness: Yo también tengo esa fotografía. O, mejor dicho, la tenía. Desapareció en el incendio.

Zac: Te haré una copia.

Vanessa estuvo a punto de preguntarle si pensaba en Derek alguna vez, pero sabía que no hacía falta que lo preguntara. Conocía de antemano la respuesta. Todos los días.

Zac: Tengo un postre.

Cerró el lavavajillas y lo programó.

Aparentemente, daba el tema por zanjado.

Ness: No pienso comerme un Ho Ho.

Zac: ¿Y un helado?

Ness: El postre perfecto para invierno.

Zac sacó un cono de helado para Vanessa y no hizo caso de sus protestas sobre el tamaño. Se sentaron en el sofá y pelearon por el control del mando. Ganó Zac. A pesar de las protestas de Vanessa, se negó a ver Proyecto fuga e insistió en que vieran una reposición de American Chopper, un programa sobre motos. Colocó el mando entre la cadera y el cojín del sofá y dijo:

Zac: Ahora no puedes acusarme de ser demasiado amable.

Vanessa lamió el helado y observó el cuidadoso e intrincado montaje de lo que alguien llamó, en tono reverencial, un cilindro magistral. Desvió la mirada hacia Zac.

Ness: ¿No podríamos llegar a un acuerdo? Podemos ver un programa de esos de investigación.

Zac: ¿Te refieres a uno de esos programas que hacen parecer el trabajo de los policías como noble y atractivo?

Ness: ¿Acaso no lo es?

Zac: Sinceramente, es un trabajo bastante rutinario. Paso cantidad de horas al día revisando coches patrulla, algo que es completamente deprimente, pero el presupuesto no nos permite mejorar los vehículos hasta dentro de dos años. No sé si el administrador de la ciudad es un idiota o es el mismísimo Scrooge.

Ness: Te refieres a Matthew Alger.

Zac asintió.

Ness: ¿Entonces por qué trabajas de policía, si te parece que es algo tan rutinario?

Zac: Porque es mi trabajo -se limitó a contestar, y fijó la mirada en la televisión-.

Ness: ¿Pero por qué es tu trabajo? Podrías haber elegido cualquier trabajo que te apeteciera y, sin embargo, decidiste venirte a este pueblo en el que apenas ocurre nada.

Apareció un anuncio en la pantalla. Zac volvió el rostro hacia Vanessa.

Zac: A lo mejor estoy esperando que suceda algo.

Vanessa se moría de ganas de preguntarle qué, pero no quería parecer demasiado interesada.

Ness: Es increíble. Y yo que pensaba que ser policía era una aventura tras otra.

Zac: Odio desilusionarte, pero no es un trabajo ni noble ni sexy. Sin embargo, hacer tartas de chocolate y kolaches de frambuesa... Eso sí que es sexy.

Ness: Bueno, me temo que ahora voy a ser yo la que te decepcione. Yo no me dedico a hacer tartas y kolaches.

Zac: ¿Y? Aun así sigues siendo sexy.

A pesar de que intentó evitarlo, Vanessa se sonrojó violentamente. Era una estupidez sonrojarse a su edad por un comentario de ese tipo. Sobre todo cuando procedía de un hombre como Zac Efron. Intentó fingir que no le afectaba, aunque sentía el calor en las mejillas. Dios santo, ¿estaban coqueteando? La situación se estaba complicando, pero aun así, le resultaba irresistible.

Ness: ¿Y eso con qué parte de proteger y servir al ciudadano tiene que ver? -preguntó, intentando utilizar un tono divertido-.

Zac: Esto no tiene nada que ver con el trabajo. Y te estás sonrojando.

Ness: No es verdad.

Zac: Claro que sí. Y me gusta. Me gusta ser capaz de hacerte sonrojarte.

Y con una facilidad que le resultaba patética, pensó Vanessa. Todavía había algo entre ellos. Siempre lo había habido. Habían pasado años intentando ignorarlo, pero allí estaba de nuevo.

Ness: Lo tendré en cuenta. Eres realmente fácil de complacer, jefe Efron.

Zac: Siempre lo he sido. Y tú deberías saberlo mejor que nadie.




Ya empiezan a flirtear... 😉

¡Gracias por leer!


miércoles, 26 de abril de 2017

Capítulo 4


Miley Cyrus permanecía delante del instituto de Avalon. Alzó la mirada hacia el edificio que albergaba su nuevo instituto mientras el corazón parecía a punto de salírsele del pecho. Su nuevo instituto. Era uno de esos edificios de ladrillo estilo gótico tan habituales en la zona.

Apenas se lo podía creer. Ella, una chica del Upper East Side, uno de los barrios más prestigiosos de Manhattan y a punto de graduarse en un colegio de élite, viviendo en Avalon, en medio de ninguna parte.

Aquella vez estaba fastidiada de verdad, pensó, sintiendo el estómago revuelto.

¿De verdad habían pasado sólo dos semanas desde que estudiaba en aquella escuela exclusiva de la ciudad de Nueva York? Tenía la sensación de que había pasado toda una vida desde entonces. Desde que había tenido que abandonar el colegio. Desde que su padre la había obligado a trasladarse a Sleepy Hollow y a terminar los estudios en un centro público.

Por supuesto, todo el mundo decía que aquel traslado y cambio de escuela se debía a que Miley había hecho una mala elección. ¡Una mala elección! Era increíble.

Así que allí estaba Miley, en medio de la tundra helada que la rodeaba y sintiéndose completamente ajena a aquel mundo. Se sentía como si hubiera abandonado su propio cuerpo y estuviera viéndose a sí misma, una figura solitaria en la nieve, con un calidoscopio de desconocidos hablando a su alrededor y completamente ajenos a su presencia.

No, eso no era cierto. Nadie parecía ajeno a su presencia. Un par de chicas la miraron, acercaron la una a la otra sus cabezas y comenzaron a rumorear inmediatamente. Un segundo después, unos chicos que estaban jugando al fútbol se detuvieron para recorrerla con la mirada. Sus silbidos y sus expresiones de admiración resbalaron sobre ella como un viento helado.

Por ella, podían seguir criticándola todo lo que quisieran. ¿A quién podía importarle nada de eso?

Con esa actitud, entró en el instituto. Sintió al entrar una bocanada de calor húmedo. Olía a lana mojada o a lo que quiera que olieran los institutos públicos. Miley se quitó la bufanda Burberry y los guantes Portulano. Las personas que estaban tras el mostrador de secretaría estaban ocupadas atendiendo el teléfono, trabajando en los ordenadores o distribuyendo el correo. Una mujer de aspecto cansado alzó la mirada hacia ella.

**: ¿Puedo ayudarte en algo?

Miley se desabrochó la chaqueta de ante.

Miley: Soy Miley Cyrus. Hoy es mi primer día de instituto.

La secretaria buscó entre las bandejas que tenía sobre la mesa. Tomó después una carpeta y volvió con ella al escritorio, moviéndose con la lentitud de una mujer embarazada. Tenía una barriga enorme que Miley intentó no mirar.

**: Oh, estupendo -dijo la secretaria-. Aquí tenemos toda tu documentación. Tu padre se pasó el viernes por el instituto y está todo en orden.

Miley asintió, sintiendo de pronto un intenso calor y ganas de vomitar. Su padre la habría acompañado al instituto si no hubiera sido porque le había suplicado que no lo hiciera. Max, su hermano, estaba todavía en quinto, de modo que le necesitaba más que Miley. Mucho más.

La secretaria le explicó el horario, le entregó un plano del edificio y le indicó dónde estaba su clase. También le dijo dónde estaba su taquilla y le dio la combinación para abrirla. El sistema de timbres era bastante complicado: estaba el que señalaba el almuerzo, la entrada, las reuniones... Pero Miley apenas escuchaba. Miró el número de su clase, salió de la secretaría y comenzó a recorrer su nuevo instituto.

El pasillo estaba lleno de adolescentes gritones y olía a la ropa húmeda por la nieve. Los sonidos de las risas y los portazos en las taquillas lo inundaban todo. Miley localizó la taquilla que le habían asignado, introdujo la combinación que le habían dado y abrió la puerta metálica de la taquilla. A juzgar por los grafitis que encontró en su interior, el usuario anterior era un gran aficionado al hip-hop.

Metió en la taquilla la chaqueta, la bufanda y los guantes. Aquella mañana había estado a punto de ponerse algo más sencillo, que no llamara la atención, pero aquél no era su estilo. La única posible ventaja de haber cambiado de colegio a mitad de curso era que, por primera vez en su vida, iría a un colegio sin un código estricto por lo que a la indumentaria se refería. Así que había decidido aprovecharse de ello y aquel día se había presentado en el instituto con unos vaqueros de talle bajo y un jersey de rombos extremadamente corto, que le permitía enseñar uno de sus últimos gestos de rebelión contra sus padres: un piercing en el ombligo. No tenía la menor idea de si sus compañeros serían capaces de apreciar sus vaqueros y su jersey de marca, pero ella se sentía cómoda con ellos.

Entró en el aula 247, pasó por delante de las mesas de los otros alumnos y se plantó ante la mesa del profesor.

¿Pero ese tipo era el profesor? Ni siquiera parecía tener edad para serlo, con aquellos chinos arrugados, una camisa de color azul más arrugada todavía y una corbata con estampado de cachemira.

Miley: Soy Miley Cyrus -se presentó y le tendió la carpeta con los documentos que la secretaria le había entregado.

Michael: Michael Tisdale -respondió el profesor con una cariñosa sonrisa-. Bienvenida al instituto de Avalon.

Con aquellos ojos enormes y aquella actitud complaciente, tenía el encanto de un enorme cachorro, pensó Miley.

Michael: ¿Quieres que te presente a tus compañeros?

Por lo menos tuvo la deferencia de preguntar. Y parecía tan contento que Miley no quiso desilusionarle. Asintió, decidida a acabar con aquello cuanto antes y se volvió hacia la muy ruidosa clase.

Michael: Eh, escuchad -dijo en un tono sorprendentemente autoritario. Acentuó la orden dando unos golpes en la pizarra-. Tenemos una alumna nueva.

Las palabras «alumna nueva» obraron el milagro. Todos los ojos presentes en el aula se volvieron hacia Miley. Ella se limitó a fingir que estaba en otra de las representaciones del colegio. Había dado clase de teatro desde que a los cuatro años había hecho de ángel en una cabalgata y en la primavera anterior había participado en el musical Auntie Mame. Así que decidió enfrentarse a la clase como si fuera su público, brindándole una radiante sonrisa.

Michael: Ésta es Miley Cyrus. Por favor, dadle la bienvenida a vuestro instituto y enseñadle los alrededores, ¿de acuerdo?

**: ¿Cyrus como los Cyrus del campamento Kioga? -preguntó alguien-.

A Miley le sorprendió que su apellido pudiera significar algo en aquel instituto. En los ambientes en los que ella se movía, había que apellidarse Rockefeller o llevar como apellido el nombre de una cadena de hoteles o una marca de ropa para que sus compañeros le consideraran alguien especial. Asintió.

Miley: Sí, son mis abuelos.

El nombre Kioga conjuró las imágenes de una propiedad de la familia situada en las montañas, en las afueras del pueblo, que en otro tiempo había sido famosa porque se había convertido en un campamento de verano para niños y jóvenes adinerados de Nueva York. Hacía tiempo que el campamento había cerrado, pero continuaba perteneciendo a la familia. Miley sólo había estado allí en una ocasión, el verano anterior. Había estado trabajando con su prima Olivia, ayudándola a decorar la casa para la celebración de las bodas de oro de sus abuelos.

Michael: Miley, ¿por qué no te sientas ahí, entre Sarah y Troy?

El señor Tisdale señaló un pupitre situado a la derecha, entre uno que ocupaba un chico de pelo rubio y otro en el que estaba sentada una chica afroamericana con un rostro de modelo y una manicura perfecta.

Sarah: Gracias a Dios. Así ya no tendré que verle la cara.

Michael: Eh -le advirtió-.

Sarah: Vale, me callo.

Se reclinó en la silla y se cruzó de brazos.

Miley esperaba que el profesor la echara de clase. Ése habría sido el procedimiento habitual en su antiguo colegio, pero en cambio, el profesor se volvió y comenzó a escribir en la pizarra.

Troy: ¿Un kolache?

Miley se dio cuenta de que le estaba hablando a ella mientras le tendía un pastelillo sobre una servilleta. El olor a dulce le provocó náuseas.

Miley: No, gracias. Ya he desayunado.

Sarah: Gracias.

Sarah alargó la mano por encima del pupitre de Miley y le quitó a Troy el pastelito.

Troy: Oink, Oink.

Sarah: Parece que habla -respondió mientras mordisqueaba el pastel-. A lo mejor también sabe hacer otros trucos.

Troy: Estoy probando a ver si soy capaz de hacerte desaparecer.

Miley se sentía como si estuviera presenciando un partido de ping-pong mientras aquellos dos cruzaban insultos.

Troy: Trabajo en la panadería Sky River -comentó intentando entablar conversación-, en el turno de mañana, así que vengo todos los días con dulces recién hechos. Soy tu hombre.

Sarah: Todos tenemos que ser buenos en algo -replicó con una mirada de desprecio-.

Troy: Sí. A mí se me da bien hacerlos y a Sarah comérselos, como seguro podrás apreciar por el tamaño de su trasero.

Miley. Muy bien -dijo de pronto. Acababa de comprender por qué el profesor la había colocado entre aquellos dos-. ¿Le matamos ahora o esperamos a que suene el timbre?

Sarah se encogió de hombros.

Sarah: Por lo que a mí respecta, cuanto antes, mejor.

Troy se estiró y cruzó las manos detrás de la cabeza.

Troy: Me necesitas y lo sabes. Morirías de síndrome de abstinencia si no te trajera un pastelito cada día. Por cierto, ¿os habéis enterado de lo del incendio? -preguntó, cambiando repentinamente de tema-. A Vanessa se le ha quemado la casa.

Sarah: Tonterías.

Troy: Es verdad -extendió las manos-. Te lo juro por Dios. No voy a inventarme una cosa así. Seguro que ha salido en el periódico.

Miley escuchaba con interés. Sabía que tenía algún vínculo familiar con la panadería de Vanessa Hudgens, seguramente, la misma Vanessa de la que estaba hablando Troy. Vanessa era hija de Philip, un tío de Miley, de modo que eran primas, aunque en realidad no se conocieran.

Sarah: ¿Y Vanessa está bien?

Troy: Sí, está perfectamente. Me sorprende que no esté con tu madre.

Sarah: Vanessa y mi madre son amigas íntimas -le explicó a Miley-. Mi madre ahora está fuera, en una convención de alcaldes. Pero vuelve esta mañana.

Miley: Ah, ¿tu madre trabaja para la alcaldía?

Sarah tragó otro pedazo de kolache.

Sarah: Mi madre es la alcaldesa.

Miley: Eh, eso sí que está bien.

Troy: Pero no creo que vaya a durar mucho tiempo, porque mi padre quiere presentarse en las próximas elecciones.

Sarah: Le deseo suerte.

Troy: Es el administrador de la ciudad y nos está ahorrando toda una fortuna. A la gente le gusta eso -le contradijo-.

Sarah: Sí, claro. Le encanta que recorten algunos servicios públicos, como la piscina municipal. ¿Qué será lo siguiente? ¿La biblioteca? -terminó de comerse el kolache y se limpió las manos con una servilleta-.

Un anunció por el altavoz interrumpió la conversación. Había una reunión del club de debate a la salida del colegio, un entrenamiento de jockey sobre hielo y una fiesta del jarabe de arce, algo que, en un primer momento, a Miley le pareció atractivo. Sin embargo, por lo que le dijo Sarah, sólo consistía en salir a los bosques, hervir la savia del arce e intentar colocarse en el proceso. Después, ante la incredulidad de Miley, todo el mundo se levantó, se volvió hacia la bandera que había en una esquina de la habitación y recitó la Promesa de Lealtad a la bandera. La adolescente descubrió con sorpresa que en algún rincón de su mente continuaba recordando aquellas palabras que creía olvidadas.

Troy: Echemos un vistazo a tu horario.

Miley lo colocó encima de su mesa y lo estudiaron los tres.

Troy: Vaya. Cálculo, Física, Inglés de nivel avanzado. ¿Qué pasa, te gusta sufrir?

Miley: No las he elegido yo. Y en el colegio en el que estaba antes, tuve que estudiar inglés avanzado durante cinco cursos -se movió incómoda en su asiento-. Era un colegio muy duro.

Sarah: Así que tuviste que dejarlo a mitad de curso y te hicieron trasladarte hasta el quinto infierno. Qué faena.

Miley: Le supliqué a mi padre que me dejara quedarme en Nueva York -pensó que «suplicar» era un buen eufemismo para no tener que nombrar los gritos y las peleas-. Incluso le dije que podía darme clases él mismo, pero no quería ni oír hablar del tema.

Sarah: ¿Por qué no?

Miley: Dijo que no sabía nada de Matemáticas. Y yo le dije que de todas formas iba a suspender porque yo tampoco entendía nada.

Sarah: Probablemente no fue la mejor manera de convencerle. En cualquier caso, me sorprende que te hayan matriculado en este instituto.

Miley decidió no decirle que, en realidad, tenía suficientes créditos para haberse graduado ya. El único problema era que si dejaba los estudios, tendría que enfrentarse a su propia vida. Y todavía no estaba preparada para dar ese paso.

Comparando sus horarios, descubrió que tenía varias clases en común con Sarah y Troy. Sarah era una especie de cerebrito. Aunque sólo tenía dieciséis años, se graduaría ese mismo año. Y Miley imaginaba que a pesar de lo mucho que se metían el uno con el otro, Troy y Sarah eran buenos amigos. Pero, definitivamente, eso no mermaba en nada su rivalidad.

Troy: Sí, es un poco raro -se mostró de acuerdo con Sarah-. Yo estoy deseando salir cuanto antes de aquí. En el mes de octubre ya envié la solicitud a diferentes universidades. ¿Y tú?

Miley bajó la mirada hacia su libreta.

Miley: Sí, yo también -admitió. El psicólogo de su colegio prácticamente la había encerrado para obligarla a rellenar las solicitudes-. Pero en realidad no quiero ir a la universidad.

Sarah y Troy parecieron tomárselo con calma. En el antiguo colegio de Miley, decir «no quiero ir a la universidad» tenía el mismo impacto que anunciar que se tenía una enfermedad de transmisión sexual. La gente te miraba disimulando su disgusto tras una fingida compasión.

Pero por lo que a Miley se refería, las miradas de compasión que más lehabían molestado habían sido las de sus padres.

Troy y Sarah no mostraron ninguna compasión en absoluto. A lo mejor en aquel colegio nadie era considerado un monstruo por no aspirar a ser un científico nuclear o a trabajar en la Corte Suprema.

Hasta ese momento al menos, las cosas no le estaban yendo mal. Era una auténtica sorpresa. Aunque, por supuesto, todavía no había salido de su clase.

Sonó el timbre y todo el mundo se puso en acción: removían papeles, recogían mochilas y cuando lo tenían todo a punto se dirigían hacia la puerta.

En los pasillos, los adolescentes corrían como si fueran hojas flotando en un río y dejándose llevar por la corriente.

Troy se detuvo en un aula decorada con carteles de paisajes franceses.

Troy: Yo me quedo aquí. Nos veremos a la hora del almuerzo -y desapareció en el interior del aula-.

Sarah: ¿Tienes novio?

¿Novio? Bueno, si Sarah le hubiera preguntado que si se había acostado con algún chico, la respuesta habría sido diferente.

Miley: No, no tengo novio -respondió con calma-. ¿Por qué lo preguntas?

Sarah: Porque Troy está completamente loco por ti. Le has gustado desde que has entrado en clase.

Miley: Ni siquiera lo conozco.

Sarah: Yo tampoco conozco a Orlando Bloom, pero sé que seré esclava de su amor hasta el fin de mis días.

Miley: Créeme, yo no quiero ser esclava del amor de nadie -ya lo había sido y la experiencia no le había gustado-. Y, en cualquier caso, creo que te equivocas. Está loco por ti, no por mí.

Sarah sacudió la cabeza, moviendo al hacerlo todos sus rizos.

Sarah: Pero si me odia.

Miley: Sí, claro. Te odia, pero te trae un pastel cada día.

Sarah: Si eres tan inteligente, ¿por qué no quieres ir a la universidad?

Miley: Porque no estoy segura de nada -comenzaba a sentirse muy bien con aquella chica y esperaba que aquello pudiera ser el principio de una amistad-. Me gusta tu nombre -dijo, intentando cambiar de tema-.

Sarah: Gracias. Mi madre lo eligió porque no quería ponerme un nombre que sonara demasiado étnico. Todas mis primas por parte de madre se llaman Lucía, María, y cosas por el estilo. Sarah sólo es... un poco raro.

Miley: Es original -le aseguró-.

Sarah: Mi madre me contó que estaba leyendo un libro de los sonetos de Shakespeare cuando se puso de parto.

Los aterciopelados ojos de Sarah se suavizaron para adoptar una expresión que Miley no era capaz de identificar.

Miley: Tu segundo apellido es Tisdale, como el profesor -señaló, mirando el nombre que tenía Sarah escrito en su cuaderno-. ¿Es una coincidencia?

Sarah: No, Mike es mi tío. Es hermano de mi madre.

No parecían parientes, pensó Miley, pero no dijo nada.

Miley: ¿Y cómo llevas eso de tener a tu tío en clase?

Sarah: Estoy acostumbrada. En Avalon viven montones de Tisdale y la mitad son profesores, así que es algo difícil de evitar.

Miley: Así que llevas el apellido de tu madre en vez de el de tu padre -observó, esperando no estar tocando un tema delicado-.

Aparentemente no lo era, porque Sarah contestó con total naturalidad.

Sarah: Mi madre es soltera. No se casó nunca con mi padre.

Miley: Ah. -No sabía qué decir. Tenía la absoluta certeza de que decir «lo siento» no era lo más adecuado. Miró hacia el pasillo, abarrotado de gente-. Son imaginaciones mías, ¿o hay tres profesores en esta planta que se apellidan Tisdale?

Sarah sonrió con pesar.

Sarah: Y eso sólo es la punta del iceberg. Tengo familia por todas partes. Hay gente que dice que es así como gana mi madre la alcaldía. Tiene ocho hermanos. ¿Y tú? ¿Cómo son tus padres?

Divorciados, fue la primera palabra que se le ocurrió a Miley.

Miley: Mi madre es de Seattle, pero estaba en el campamento Kioga cuando conoció a mi padre. Se casaron siendo jóvenes, pero siguieron estudiando. Derecho y Arquitectura. Así que parecía que todo debería salir bien. Mi madre encontró trabajo en una firma de abogados internacional y mi padre comenzó a trabajar para una empresa de diseño. Pero la mejor amiga de mi madre murió de cáncer el año pasado y mi madre decidió cambiar de vida. Dijo que estaba fingiendo ser feliz o alguna tontería parecida, y que para ser feliz de verdad tenía que divorciarse -suspiró. Le cansaba incluso hablar de ello. En realidad, todo parecía cansarle últimamente-. Para mí nada de eso representa ningún problema, porque prácticamente ya estoy fuera de casa. Pero para mi hermano, que sólo tiene once años, todo está siendo muy difícil.

Sarah: ¿Y cómo es que tu hermano y tú habéis terminado con tu padre?

Miley: Mi madre está trabajando en el Tribunal de Justicia de la Haya, en Holanda.

Sarah resultó ser la amiga perfecta para el primer día de instituto. Fueron juntas a dos clases y le presentó a Miley a muchos otros chicos. Algunos la miraron con recelo, pero casi todos ellos se mostraron muy cariñosos. Aun así, Miley se sentía un poco observada e intentaba hacer todo correctamente. En clase de Historia, estuvieron analizando diferentes formas de enterramiento y hablaron de los túmulos, los montones de piedra que se utilizaban para marcar los lugares en los que se enterraba a los muertos y para evitar que los animales carroñeros devoraran los cadáveres.

Llegó la hora del almuerzo y Troy se reunió con ellas. La cafetería era grande, con enormes ventanales empañados por el vapor que se desprendía de los radiadores de hierro. Había mesas largas de fórmica abarrotadas de alumnos que se sentaban en diferentes grupos.

Troy: Muy bien. Mira, así es como va la cosa, ésos de allí son los chicos del equipo de jockey, y son majos, siempre y cuando no te importe estar hablando de deportes hasta acabar saturado. Los de la mesa del final, son del grupo de teatro. Actores, bailarines, cantantes... Los skaters están en esa mesa, y creo que se les distingue perfectamente. ¿Tú sabes patinar?

Miley: Sé esquiar.

Troy: Entonces no encajas con ellos.

Recorrió con ella el comedor, ofreciéndole una rápida visión del resto de los grupos: góticos, hip-hop, poperos...

El olor a cebolla de la comida de la cafetería estuvo a punto de hacerla vomitar. Siguió a Sarah a través del bufé, pero sólo se sirvió un cuenco de fruta y una botella de agua con gas.

Sarah: Dios mío -miró la bandeja de Miley con extrañeza-. No serás anoréxica, ¿verdad?

Miley se echó a reír.

Miley: No, te aseguro que no, pero ahora mismo no tengo hambre.

Se sentaron a la mesa con un grupo de gente interesante y ecléctico. Troy fue a llenar su bandeja por segunda vez y Sarah, con la barbilla apoyada en la mano, miró a Miley fijamente.

Sarah: Hay algo que no me estás contando.

Miley mordisqueó un pedazo de piña con desgana. ¡Mierda!, pensó.

Sarah: No consigo adivinar lo que es, pero lo que es evidente es que no es normal que una chica que está estudiando en uno de los mejores colegios del país, de repente decida que no quiere ir a la universidad.

Miley no contestó. No tenía nada que decir. Imaginó a Sarah como un águila que revoloteaba en círculos por encima de su cabeza e iba descendiendo lentamente, acercándose cada vez más a la verdad.

Se dijo a sí misma que le convenía ir acostumbrándose a ser objeto de preguntas y miradas. Lo único que esperaba era poder disponer de más tiempo, esperar a que la gente la conociera y se formara una opinión decente sobre ella antes de confesar la verdad, antes de que todo el mundo conociera el secreto que guardaba.




De vez en cuando hay capítulos así, dedicados a otros personajes de la novela. Cosa que está bien, ya que nos permite conocerlos mejor y conocer mejor el entorno de los protagonistas.
En el próximo volvemos con Zac y Ness 😉

¡Gracias por leer!

domingo, 23 de abril de 2017

Capítulo 3


Vanessa abrió los ojos al despertar sobresaltada de un profundo sueño. El corazón le latía con fuerza, le faltaba aire en los pulmones y su estado mental era de una confusión total, por decirlo de una manera suave. En su cabeza conservaba todavía las imágenes del sueño, en el que un editor de libros tiraba sistemáticamente en una mezcladora gigante de la panadería las páginas escritas por ella.

Permaneció tumbada boca arriba, con los brazos y las piernas ligeramente abiertos, como si la cama fuera una balsa y ella la superviviente de un naufragio. Clavó la mirada en el techo, un techo de una textura que le resultaba desconocida. Después, se sentó en la cama con cierto recelo.

Llevaba una camiseta gris de los Yankees tan grande que dejaba su hombro al descubierto. Y un par de calcetines de algodón, también enormes. Y tuvo que levantarse el dobladillo de la camiseta para comprobarlo, unos boxers a cuadros.

Estaba sentada en medio de la enorme cama de Zac Efron. Una cama de matrimonio cubierta con unas sábanas sorprendentemente lujosas. Miró la etiqueta de la almohada, sorprendida por la calidad de las sábanas. Era increíble, aquel hombre era de una sensualidad extrema.

Llamaron a la puerta e inmediatamente entró Zac sin esperar invitación, con una taza de café en cada mano y el periódico de la mañana doblado bajo el brazo. Llevaba unos vaqueros gastados y una camiseta ceñida con el logotipo del Departamento de Policía de Nueva York. Alrededor de sus piernas saltaban tres perros.

Zac: Hemos salido en la portada -dijo mientras dejaba las tazas en la mesilla de noche-.

Abrió después el ejemplar del Avalon Troubadour. En un primer momento, Vanessa no lo miró. Continuaba desconcertada, atrapada en el sueño, preguntándose por qué se habría despertado tan bruscamente.

Ness: ¿Qué hora es?

Zac: Poco más de las siete. He intentado no hacer ruido para que pudieras dormir.

Ness: Me sorprende haber sido capaz de dormir.

Zac: A mí no. Ayer fue un día muy largo.

Desde luego era un buen eufemismo para describir la locura del día anterior.

Había permanecido frente a la casa, observando la batalla contra el fuego hasta que se había apagado la última brasa. Bajo un cielo nublado y gris había visto cómo desaparecía el que había sido su hogar para convertirse en un montón de madera quemada, cañerías retorcidas y muebles imposibles de reconocer tras haber sido sometidos a la fuerza de las llamas. La chimenea de piedra era lo único que permanecía en pie en medio de los escombros, como un monumento solitario. Alguien le había explicado que cuando los investigadores determinaran la causa del fuego y el perito de la aseguradora hiciera un informe, una empresa se encargaría de rebuscar entre los restos de la casa para rescatar los objetos que se hubieran salvado del fuego. Después retirarían los escombros. Le habían entregado una serie de formularios para rellenar y le habían pedido que estimara el valor de lo perdido. Vanessa todavía no había tocado los formularios. ¿Acaso no entendían que las pérdidas más importantes no podían medirse con dinero?

Así que se había limitado a permanecer allí con Zac, frente a la casa, demasiado sobrecogida para decir o planear nada y había aceptado añadir su firma a algunos documentos. A última hora de la tarde, Zac le había planteado que ya era hora de ir a casa. Para entonces, a Vanessa ni siquiera le quedaban fuerzas para protestar. Zac le había preparado una sopa de sobre y unas galletas saladas y le había dicho después que intentara dormir. En eso, por lo menos, había conseguido cumplir, porque se había dormido de puro agotamiento.

Zac se sentó al borde de la cama. La luz de la mañana que se filtraba por los visillos blancos iluminaba su perfil. Todavía no se había afeitado y una sombra dorada suavizaba las líneas de su mandíbula. La camiseta, desgastada por los años, moldeaba la musculatura de su pecho.

Los perros se tumbaron en el suelo. Había algo en aquella situación que a Vanessa le resultaba, de alguna manera, surrealista. Estaba en la cama de Zac, en su habitación. Él acababa de llevarle el café y le estaba leyendo el periódico. ¿Qué era lo que no terminaba de encajar en aquella imagen?

Ah, sí, recordó. Que no se habían acostado juntos.

Aquel pensamiento debería parecer insignificante después de todo lo que había pasado. Su abuela estaba muerta y su casa había sido devorada por el fuego. Acostarse con Zac Efron no podía ser una prioridad en aquel momento. Aun así, no le parecía justo que todo lo que hubiera conseguido en su cama fuera una pesadilla.

Ness: Déjame verlo.

Alargó la mano hacia el periódico, acercándose a él al hacerlo. Aquello era lo que hacían los amantes, sentarse juntos en la cama, tomar un café y leer el periódico de la mañana. Después se fijó en la fotografía del periódico, una fotografía grande, en color.

Zac: Dios mío, parecemos...

Una pareja. No pudo evitar pensarlo. Les habían fotografiado en medio de lo que parecía ser un tierno abrazo. Zac la rodeaba por detrás y le susurraba algo al oído. El fuego proporcionaba un fondo dramático. Lo que no reflejaba la fotografía era que cuando la habían tomado, Vanessa estaba temblando de tal manera que le castañeteaban los dientes y que Zac no estaba susurrándole palabras dulces al oído, sino explicándole que se había quedado de pronto sin casa.

Vanessa no comentó nada. Esperaba que el matiz romántico de la fotografía estuviera solamente en su cabeza. Bebió un sorbo de café y leyó rápidamente el artículo.

Ness: ¿Un cortocircuito? ¿Cómo saben que ha sido un cortocircuito?

Zac: Sólo son especulaciones. Tendremos más datos cuando acabemos la investigación.

Ness: ¿Por qué está tan condenadamente bueno este café? Está riquísimo.

Zac: ¿Y eso supone algún problema?

Ness: No sabía que preparabas un café tan rico -bebió otro sorbo, saboreándolo con placer-.

Zac: Soy un hombre de muchos talentos. Hay personas que nacemos con el don de hacer un excelente café -añadió con fingida seriedad-. Nos llaman «los encantadores del café».

Ness: ¿Y cómo sabías que yo lo tomo con esta cantidad de crema exactamente?

Zac: A lo mejor he hecho un estudio sobre ti. Sé cómo tomas el café, el número de toallas que utilizas en la ducha y cuál es tu emisora de radio favorita -apoyó los codos en las rodillas mientras continuaba con la taza entre las manos-.

Ness: Muy bueno, Efron.

Zac: Imaginé que te gustaría -se terminó el café-.

Vanessa dobló las rodillas y se las tapó con la enorme camiseta que Zac le había prestado.

Ness: Ya sé que puede parecer una tontería, pero un buen café permite que incluso la situación más terrible lo parezca menos -cerró los ojos y bebió otro sorbo, paladeándolo e intentando disfrutar del momento-.

Teniendo en cuenta todo lo que había pasado, aquél era el único lugar en el que se sentía a salvo. Allí, con Zac, a salvo en su cama.

Zac: ¿Qué es lo que te parece tan gracioso?

Vanessa abrió los ojos. No se había dado cuenta de que se estaba riendo.

Ness: Siempre me he preguntado por lo que sería pasar la noche en tu cama.

Zac: ¿Y cómo ha sido?

Ness: Bueno -dejó la taza en la mesilla de noche-, las sábanas no pegan mucho, pero son de una calidad sorprendente. Y están limpias. Si a eso le añadimos cuatro almohadas y un colchón magnífico, es imposible quejarse.

Zac: Gracias.

Ness: No estoy segura de que eso fuera un cumplido -le advirtió-.

Zac: Te gusta mi cama, las sábanas están limpias y el colchón es cómodo. ¿Cómo no va a ser un cumplido?

Ness: Porque no dejo de preguntarme lo que eso indica sobre ti. A lo mejor lo único que quiere decir es que eres una persona que valora una buena noche de sueño. Pero a lo mejor lo que quiere decir es que estás acostumbrado a traer mujeres a casa y por eso prestas una atención especial a tu cama.

Zac: ¿Y tú por cuál de las dos posibles explicaciones te inclinas?

Ness: No estoy segura. Tengo que pensar en ello.

Se tumbó en la cama y cerró los ojos. Eran muchas las cosas que podría decir, pero decidió no seguir por allí. No quería recordar el pasado, ni revivir algo de lo que ninguno de ellos podría escapar nunca. No quería recordar lo que en otro tiempo habían sido el uno para el otro.

Ness: Me gustaría poder quedarme aquí el resto de mi vida -dijo, obligándose a imprimir un tono frívolo a sus palabras-.

Zac: No dejes que nada te lo impida.

Vanessa abrió los ojos y se incorporó en la cama, apoyándose sobre los codos.

Ness: Sólo hay algo que me gustaría preguntar, y te aseguro que es una pregunta sincera. ¿A quién demonios he ofendido? No sé si he hecho algo que haya afectado al equilibrio cósmico. A lo mejor es ésa la razón por la que me están pasando tantas cosas.

Zac: Probablemente.

Vanessa le lanzó una almohada.

Ness: Me estás sirviendo de mucha ayuda.

Zac se la devolvió.

Zac: ¿Quieres ducharte antes que yo, o prefieres que vaya yo primero?

Ness: Ve tú. Yo prefiero seguir un rato en la cama, terminando el café y pensando en mi maravillosa vida -bajó la mirada hacia el suelo-. ¿Cómo se llaman los perros?

Zac: Rufus, Stella y Bob -fue señalándolos uno a uno. A los tres les había rescatado de la perrera-. La gata se llama Clarence.

Por supuesto, a todos los había encontrado en la perrera o en la calle, pensó Vanessa.

Zac: Son muy cariñosos -añadió-.

Ness: Yo también -le acarició a Rufus la cabeza-.

Era una mezcla de husky malamute con alguna otra raza indefinida.

Zac: Me alegro de saberlo. Puedes prepararte algo de desayunar en la cocina. Aunque no tengas hambre, deberías comer. Hoy va a ser un día muy largo.

Cruzó el pasillo y, un segundo después, Vanessa oyó la radio, seguida por el ruido del agua de la ducha.

Miró el reloj. Era demasiado pronto para llamar a Ashley. Recordó entonces que Ashley estaba en Albany, Nueva York, en una convención de alcaldes. Se levantó y se acercó a la ventana. Sentía las piernas cargadas, como si el día anterior hubiera corrido la maratón, lo cual era realmente extraño, porque lo único que había hecho en todo el día había sido permanecer de pie en estado de shock mientras veía arder su casa.

Afuera, nada parecía haber cambiado. Toda su vida se había derrumbado y, sin embargo, Avalon dormía en paz. El cielo era un cielo invernal, blanco, impenetrable. Los árboles desnudos flanqueaban las calles y las montañas lejanas aparecían cubiertas de nieve. Desde la ventana de casa de Zac, Vanessa podía ver cómo el pueblo iba despertando a la vida. Algunos coches comenzaban a aventurarse por las calles después de la última nevada nocturna. Avalon era un lugar lleno de encanto. Las casas de ladrillo del centro de la ciudad se agrupaban alrededor de un parque municipal; el césped, cubierto en aquel momento de nieve, y los campos de juego llegaban hasta la ribera del río Schuyler, que fluía suavemente sobre las piedras heladas, formando carámbanos en su camino.

Aquél era el típico lugar con el que la gente de la ciudad soñaba para combatir la tensión y estrés. Algunos incluso se jubilaban allí después de comprar un pedazo de tierra en el que pasar los últimos años de su vida. En verano y otoño las carreteras comarcales, en otro tiempo ocupadas por camionetas y algún que otro remolque de ganado, estaban abarrotadas de todo-terrenos importados y potentes deportivos.

Había algunos rincones que continuaban intactos. En ellos, la naturaleza continuaba siendo tan salvaje como lo había sido cientos de años atrás. Había bosques, lagos y ríos escondidos entre los picos casi inalcanzables de las montañas. Desde la cima de la montaña en la que habían colocado una antena de telefonía, uno podía imaginarse mirando hacia el bosque en el que Natty Bumppo cazaba en El último mohicano. Parecía increíble que estuvieran a sólo unas horas de Nueva York.

Vanessa se apartó de la ventana para estudiar la habitación. No había objetos personales, ni fotografías, ni recuerdos. Nada que evidenciara que Zac tenía un pasado o una familia. Aunque Vanessa conocía a Zac Efron desde que era niño, años atrás se había abierto un abismo entre ellos y ella nunca había estado en su dormitorio. La verdad era que tampoco Zac la había invitado nunca a su dormitorio y, en el caso de que lo hubiera hecho, Vanessa no habría aceptado, por lo menos en circunstancias normales. Sencillamente, Vanessa y Zac no eran así. Zac era un hombre complicado. Y la historia que ambos habían compartido lo era todavía más.

Entre otras cosas, porque Zac era un enigma, y no solamente para Vanessa. Era difícil llegar al hombre que se escondía detrás de aquel rostro perfectamente cincelado y aquellos penetrantes ojos azules. Zac tenía muchas capas, aunque Vanessa sospechaba que algunas de ellas no eran difíciles de descubrir. Era un hombre que intrigaba a la gente, de eso estaba segura. Aquéllos que estaban al tanto de la política del Estado, sabían que era hijo del senador David Efron, el hombre que durante los últimos treinta años había representado a los hombres más ricos del Estado. La gente podía preguntarse por qué un hombre de buena familia, un hombre que podía elegir libremente lo que quería hacer en la vida, había terminado en un lugar como aquél, trabajando para vivir como cualquier otra persona de la localidad.

Vanessa sabía que ella había jugado algún papel en la decisión de Zac de instalarse allí, aunque él jamás lo admitiría. Años atrás, había estado comprometida con Derek Morgan el mejor amigo de Zac. En aquel entonces, los dos soñaban con los encantos de la vida en el campo, en la amistad que duraba toda una vida y en las lealtades jamás traicionadas. ¿Cómo podían haber sido tan ingenuos?

Ni Vanessa ni Zac hablaban nunca de lo que había pasado, por supuesto. Los dos se habían esforzado en asumir que era preferible no remover el pasado. Pero, por supuesto, ninguno de ellos lo había olvidado. La torpeza con la que se trataban y la manera de evitarse el uno al otro eran la prueba de ello. Vanessa estaba segura de que no olvidaría lo que había ocurrido aunque viviera cien años. Había pocas cosas de las que podía estar segura, pero ésa era una de ellas. Jamás olvidaría lo que había pasado entre Zac y ella, pero estaba segura de que Zac nunca lo comprendería.

Advirtió que dejaba de correr el agua corriente y a los pocos minutos, Zac apareció con una toalla alrededor de las caderas y el pelo empapado. Era increíblemente atractivo: un metro ochenta, hombros anchos y caderas estrechas. Tenía un rostro capaz de hacer que una mujer olvidara el teléfono de su novio. Ashley Tisdale, la mejor amiga de Vanessa, siempre decía que era demasiado guapo para ser policía de un pueblo como aquél. Con aquella mandíbula perfectamente cincelada, el hoyuelo en la barbilla, los ojos azules y la cicatriz en la mejilla, debería estar anunciando licores de lujo o coches de aquellos que pocos podían permitirse el lujo de comprar. Al verle prácticamente desnudo, Vanessa sintió una punzada de puro deseo, tan repentina y tan flagrante que estuvo a punto de echarse a reír.

Zac: ¿Te parezco gracioso? -preguntó extendiendo los brazos-.

Ness: Lo siento.

Pero no era capaz de dejar de reír. Su situación era tan dramática que tenía que reír para no echarse a llorar.

Zac: Deberías saber que esa cama es famosa por haber arrancado las lágrimas a muchas mujeres.

Ness: Creo que ese comentario sobraba.

Vanessa se frotó los ojos y lo miró con atención. Nunca había conocido a un hombre tan contradictorio. Parecía un dios griego, pero no era en absoluto vanidoso. Procedía de una de las familias más ricas del Estado, pero vivía como cualquier trabajador.

Pretendía no querer a nadie ni preocuparse por nadie, pero dedicaba su vida a servir a la comunidad. Acogía en su casa a perros y gatos abandonados. Llevaba a los pájaros heridos al refugio para la vida salvaje. Si alguien atravesaba por una situación difícil, se acercaba a ayudarle. Llevaba años haciéndolo. Era un hombre que había vivido muchas vidas, había sido un niño bien y un estudiante paupérrimo y al final había decidido trabajar como funcionario público, una elección en absoluto ortodoxa para alguien con su pasado.

Eran muchas las cosas de sí mismo que ocultaba. Vanessa sospechaba que aquello tenía que ver con Derek y lo que había pasado con él, con lo que les había pasado a los tres.

Zac: ¿Por qué me miras así?

Vanessa se dio cuenta entonces de que estaba absorta en sus pensamientos y se obligó a contestar.

Ness: Lo siento. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que hablamos. Estaba pensando en tu historia.

Zac la miró con el ceño fruncido.

Zac: ¿En mi historia?

Ness: Todo el mundo tiene una historia. Una serie de acontecimientos que le han llevado a la situación en la que se encuentra.

El ceño de Zac dio paso a una sonrisa.

Zac: Me gustan la ley y el orden y soy bueno con las armas. Ésa es mi historia.

Ness: Incluso el hecho de que bromees para ocultar tu verdadera historia me resulta interesante.

Za: Si eso te parece interesante, deberías ser escritora de ficción.

Aja. Así que quería fingir que su vida no era interesante.

Ness: Por lo menos tengo que reconocer que eres una buena fuente de distracción.

Zac: ¿Qué quieres decir?

Ness: Toda mi vida acaba de convertirse en humo y, sin embargo, yo estoy pensando en ti.

Aquello pareció ponerle nervioso.

Zac: ¿Y qué piensas de mí?

Ness: Sólo me estaba preguntando...

Zac: No -la interrumpió-. No te preguntes nada ni sobre mí ni sobre mi historia.

¿Cómo no iba a preguntárselo?, pensó Vanessa. La historia de Zac también era su historia. Y aquel incendio había conseguido que por fin cambiaran las cosas entre ellos. Habían dejado de evitarse. Vanessa no podía dejar de preguntarse si Zac la había llevado a su casa por la necesidad de protegerla o si aquel gesto escondía una motivación más profunda. ¿Podría aquel incendio obligarles a enfrentarse a algo que ambos habían evitado? A lo mejor, después de tanto tiempo, podían hablar por fin del pasado.

Pero aquél no era el momento para hacerlo, pensó Vanessa. No podía mantener una conversación tan trascendente después de todo lo ocurrido. Para empezar, era mucho más fácil continuar con aquel coqueteo sin importancia y esquivar lo que verdaderamente les preocupaba.

Ness: Será mejor que me meta en la ducha. ¿Dónde está mi ropa?

Zac: En la lavadora, pero todavía no está seca.

Ness: Me has lavado la ropa.

Zac: ¿Hubieras preferido que te la llevara a la tintorería?

Vanessa no dijo nada. Sabía que su ropa apestaba a humo y que debería agradecerle aquel favor. Aun así, le desconcertaba pensar que aquéllas eran las únicas prendas que le quedaban.

Zac abrió un cajón de la cómoda y sacó un paquete de ropa con la etiqueta de la tintorería.

Zac: Aquí tienes algunas prendas. Es posible que encuentres algo que te sirva.

Vanessa frunció el ceño con curiosidad, abrió el paquete e inspeccionó su contenido, sacando pieza tras pieza y sosteniéndola frente a ella.

Había una camiseta, un sujetador y bragas diminutas. También encontró unos vaqueros de diseño y unos zapatos de tacón.

Irguió la cabeza para mirar a Zac.

Ness: ¿Y esto que son? ¿Trofeos de guerra? ¿Recuerdos de alguna noche apasionada? ¿Las cosas que se han ido dejando en tu casa las mujeres con las que te acuestas?

Zac: No digas tonterías -su expresión avergonzada indicaba que Vanessa había dado en el clavo-. Las he llevado todas a la tintorería.

Ness: ¿Y?

Zac: Mira, no soy un monje.

Ness: Evidentemente no -le mostró un tanga, sosteniéndolo con el pulgar y el índice-. ¿Tú te pondrías algo así?

Zac: No soy un pervertido, Vanessa.

Ness: Yo llevo tus boxers -se levantó para dirigirse al cuarto de baño. Al hacerlo, su rostro quedó a sólo unos centímetros del pecho de Zac-. Será mejor que me duche. Me temo que hoy va a ser un día muy largo.

Se metió en el cuarto de baño y descubrió entonces que la radio estaba sintonizada en su emisora favorita. Sobre el mostrador había tres toallas limpias, el número que utilizaba ella en la ducha, y las tres del tamaño apropiado: una toalla de baño y dos de lavabo.

Por supuesto, le resultaba halagador pensar que Zac podía sentirse atraído por ella. Pero sabía que todo aquello había quedado en el pasado. No había dejado de repetírselo durante todos aquellos años. De hecho, hasta aquella noche, Zac no había vuelto a fijarse en ella. No había vuelto a prestarle atención hasta que ella se había encontrado sin familia y sin nadie a quien acudir. No le había prestado atención hasta que no había necesitado su ayuda. Un dato interesante.

Vanessa tuvo que tumbarse en la cama y contener la respiración para poder abrocharse los vaqueros por encima de los boxers. Según la etiqueta, aquellos eran de su talla. Pero tenía la sensación de que aquellos pantalones habían pertenecido a alguna chica llamada Bamby, o Fanny, esa clase de chicas a las que les gustaba ponerse ropa que parecía pintada sobre su piel.

Sin embargo, el sujetador le quedaba sorprendentemente bien, aunque aquel modelo que aumentaba el volumen de los senos no era en absoluto su estilo. Se puso una camiseta con el cuello de pico; era de color blanco, ribeteada en rojo y con el escudo de Harvard a la altura del seno izquierdo. Probablemente aquello era lo más cerca que había estado nunca de una universidad.

Cuando minutos después entró en la cocina, Zac se volvió hacia ella y su rostro mostró algo que Vanessa no había visto hasta entonces, algo que desapareció tan rápidamente que Vanessa estuvo a punto de perdérselo y que no era otra cosa que un puro e impotente deseo. Vaya, pensó Vanessa, lo único que hacía falta era vestirse como una modelo de Victoria'Secret.

Zac: Ho Ho.

Ness: Eh, que toda esta ropa ha salido de tu armario -le advirtió-.

Zac frunció el ceño.

Zac: No, quería decir que si te apetecía un Ho Ho -le mostró un paquete de aquellos dulces industriales cubiertos de chocolate-.

Vanessa negó con la cabeza.

Ness: Es posible que seas un mago del café, pero eso... -señaló los dulces-, es atroz.

Zac se había vestido ya para ir al trabajo y con el uniforme parecía casi un boy scout. Era el jefe de policía más joven del condado de Ulster. Normalmente hacían falta años de experiencia y una intervención inteligente en la política del departamento para alcanzar aquel rango. Pero en un lugar tan pequeño como Avalon, lo único necesario era estar dispuesto a aceptar un salario anormalmente pequeño. Aun así, Zac se tomaba muy en serio su trabajo, lo que le había permitido ganarse el respeto de la comunidad.

Vanessa tomó una naranja y se sentó frente al mostrador de la cocina.

Ness: ¿Los domingos trabajas?

Zac: Sí, siempre.

Por supuesto, ella ya lo sabía, pero no iba a admitirlo.

Ness: ¿Qué tengo que hacer ahora, jefe?

Zac: Iremos a tu casa y allí conocerás a la persona que está investigando el origen del fuego. Si tienes suerte, habrán determinado ya la causa.

Ness: Suerte -hundió el pulgar en la piel de la naranja para empezar a pelarla-. ¿Por qué será que no me siento una mujer con suerte?

Zac: Tienes razón, no era la palabra más adecuada. Lo único que pretendía decir era que cuanto antes termine la investigación, antes podrán empezar a recuperar tus objetos personales.

Ness: Todo esto me resulta casi surrealista -sintió una repentina punzada de ansiedad e inmediatamente se acordó de algo-. Has dicho que me has lavado la ropa, ¿verdad?

Zac: Sí, acaba de terminar la lavadora.

Ness: Oh, Dios mío.

Se levantó de un salto, corrió hacia el diminuto cuarto de la lavadora y la abrió.

Zac: ¿Qué te pasa? -preguntó mientras la seguía-.

Vanessa sacó de la lavadora los pantalones que llevaba el día anterior, metió la mano en el bolsillo y sacó un botecito de plástico. La etiqueta estaba todavía en su lugar, pero el bote estaba lleno de agua. Se lo tendió a Zac. Éste lo tomó y miró la etiqueta.

Zac: Parece que las pastillas se han disuelto.

Ness: Así que ahora tendrás la lavadora más zen y más tranquila de todo Avalon.

Zac: No sabía que estabas medicándote.

Ness: ¿Qué pensabas? ¿Que podría superar la muerte de mi abuela sin ninguna clase de ayuda?

Zac: Pues sí, la verdad es que sí.

Ness: ¿Y por qué pensabas que era capaz de algo así?

Zac dejó el bote encima del mostrador de la cocina.

Ness: Ahora mismo lo estás haciendo. Llevas bastante rato despierta y no parece que estés mal.

Vanessa vaciló un instante. Posó las manos en el mostrador buscando apoyo. Entonces se dio cuenta de que con aquella postura se marcaban más sus senos y se cruzó de brazos. El día de la muerte de su abuela, el médico le había pedido que determinara el grado de ansiedad que padecía en una escala de uno a diez y le había recomendado que se hiciera siempre esa pregunta antes de tomar la medicación, para evitar que su consumo se convirtiera en un hábito.

Ness: Ahora mismo, en una escala de uno a diez, me pondría un cinco -respondió suavemente-.

Sentía un zumbido apenas discernible en la cabeza y una tensión sutil en los músculos. No sudaba, no se le había acelerado el corazón y tampoco estaba hiperventilando.

Zac: Ya sé que esa ropa no es tuya, pero yo te pondría por lo menos un siete.

Ness: Ja, ja -tomó otra naranja-. El médico me dijo que se suponía que tenía que preguntarme por lo ansiosa que estaba en una escala de uno a diez, para que analizara conscientemente mi necesidad de medicación.

Zac arqueó una ceja.

Zac: Entonces, si estás en el cinco, ¿tenemos que ir corriendo a la farmacia?

Ness: No, a no ser que llegue al ocho. La verdad es que no entiendo por qué no estoy peor. Después de todo lo que ha pasado, me sorprende no haber tenido un ataque de nervios.

Zac: ¿Te apetecería tener uno?

Ness: No, por supuesto que no, pero en una situación como ésta, sería normal que me derrumbara, ¿no crees?

Zac: No sé si puede hablarse de algún tipo de normalidad después de una pérdida como ésta. Ahora estás relativamente bien, ¿verdad? Dejémoslo así.

Vanessa tenía la sensación de que se escondía algo detrás de sus palabras. Una sabiduría, un conocimiento nacido de la experiencia.

Cuando siguió a Zac a la calle, sintió el aire frío y dulce del invierno en la cara. Antes de marcharse, Zac se aseguró de que los perros tuvieran comida y agua y de que hiciera suficiente calor en el garaje para que pudieran protegerse allí del frío. Cerró la puerta del jardín y, con un gesto de caballerosidad, abrió la puerta del coche, marcada con un escudo con una rueda hidráulica en honor al pasado de Avalon y las palabras Avalon P.D.

Después, se sentó tras el asiento del conductor y puso el coche en marcha.

Zac: Átate el cinturón.

Zac la miró y la descubrió mirándolo con atención. Vanessa se preguntó entonces si sabría que estaba pensando en el enigma que representaba para ella el hecho de que fuera él la primera persona que la había ayudado a dejar de pensar en su abuela.

En cualquier caso, se dijo, no le vendría mal recordar que Zac estaba siendo caballeroso con ella porque era el jefe de policía. Haría lo mismo por cualquiera.

Zac: ¿Estás segura de que estás bien? Vuelves a mirarme de manera extraña.

Vanessa se ruborizó violentamente y desvió la mirada. Se suponía que tenía que estar desesperada después de haber perdido su casa tras haber perdido recientemente a su abuela. Y, sin embargo, allí estaba, teniendo pensamientos impuros con el jefe de policía del pueblo.

Ness: Sí, estoy bien.

Zac tomó aire.

Zac: Muy bien. Ahora intentaremos centrarnos en el día de hoy. Iremos haciendo las cosas una a una.

Ness: Soy todo oídos. Ya ves, no tengo la menor idea de lo que hay que hacer después de que se le queme a uno la casa.

Zac: Tendrás que empezar todo desde cero, eso es todo.

Vanessa se aferró a las palabras de Zac. Por primera vez desde que su abuela había muerto, comenzaba a ver la situación bajo una nueva luz. La tristeza la había dominado hasta tal punto que sólo había sido capaz de pensar en su soledad. Aquel comentario de Zac supuso un cambio de paradigma. «Sola» significaba también independiente. Era la primera vez que experimentaba algo parecido en su vida. Tras la muerte de su abuelo, había tenido que hacerse cargo de la panadería y después del derrame cerebral de su abuela se había visto obligada a continuar viviendo con ella. Hasta entonces, no había tenido la posibilidad de seguir su propio camino. Pero había algo terrible, algo que desearía poder ocultarse a sí misma. Y era que le asustaba ser independiente. Porque podía echar su vida a perder y la culpa sería solamente suya.

Aunque había estado allí el día anterior, al salir del coche y percibir el calor de las ascuas, sufrió un fuerte impacto. Tras la marcha de los bomberos, lo único que quedaba era el negro esqueleto de la casa rodeado por un foso de barro que se había helado durante la noche.

Ness: ¿Qué ha pasado en el garaje?

Zac: Uno de los coches de bomberos chocó contra él. Es una suerte que sacáramos ayer tu coche.

A Vanessa apenas le impactó la nueva pérdida. Le pareció minúscula comparada con todo lo demás. Se limitó a sacudir la cabeza.

Zac: Lo siento -dijo palmeándole el hombro con cierta torpeza-. El inspector no tardará en llegar y podrás echar un vistazo a todo esto.

Vanessa sintió un frío desagradable en su interior.

Ness: ¿Estás pensando que el fuego fue provocado deliberadamente?

Zac: En realidad, es algo que se hace siempre. Si no hay nada que justifique el fuego, se empieza a investigar la posibilidad de que haya sido provocado. El responsable del seguro dijo que no tardaría en llegar. Lo primero que hará será darte una tarjeta de crédito para que puedas comprar las cosas básicas.

Vanessa asintió, aunque continuaba temblando por dentro. Una cinta negra y amarilla rodeaba la propiedad.

La casa era una grotesca mutación de lo que había sido. Contra el cielo blanco de la mañana parecía un dibujo a carboncillo. El porche, otrora blanco y cruzando toda la parte delantera de la casa, se había convertido en cenizas. Sólo quedaban un par de vigas caídas sobre el jardín. La puerta delantera también había desaparecido y lo poco que quedaba de las ventanas estaba destrozado.

Las tuberías formaban formas extrañas y ya sólo quedaba el esqueleto final de todo lo que había ardido. Entre aquellas ruinas achicharrada, descubrió la cocina, el corazón del hogar. Sus abuelos eran gente frugal, pero habían derrochado en un congelador industrial y un doble horno. Más de cinco décadas atrás, su abuela había comenzado a hornear en aquella cocina.

La mayor parte de la escalera del piso de arriba se había derrumbado y parte de ella había terminado en el sótano. Vanessa podía verlo todo a través del jardín trasero, cubierto en aquel momento por un manto de nieve. Aquel jardín había sido el orgullo y la alegría de su abuela durante toda su vida. Después de que sufriera el derrame cerebral, Vanessa se había esforzado para mantenerlo tal como era, una gloriosa y artística profusión de flores y plantas. Sobre la nieve había quedado marcada la huella de los chorros a presión de las mangueras. El agua había formado carámbanos en la verja y la puerta de atrás, convirtiendo aquel patio trasero en muestrario de esculturas de hielo.

Quedaban también las huellas de las botas de los bomberos a lo largo del perímetro de la propiedad. Toda la zona olía a carbón mojado, un olor fuerte y punzante.

Ness: Ni siquiera sé por dónde empezar. Una pregunta interesante, ¿verdad? Cuando uno lo pierde todo en un fuego, ¿qué es lo primero que debería comprar?

Zac: Un cepillo de dientes -e limitó a contestar como si la respuesta fuera evidente-.

Ness: Tomaré nota.

Zac: El proceso ya está establecido. El responsable del seguro te pondrá en contacto con la empresa encargada de rescatar todo lo que sea posible y ellos te acompañarán durante todo el proceso.

Los coches que pasaban por la calle disminuían la velocidad y sus ocupantes miraban embobados aquel desastre. A Vanessa le dolían aquellas miradas. La gente siempre parecía encontrar una suerte de alivio en la desgracia de los demás, agradeciendo que en aquella ocasión al menos no les hubiera tocado a ellos.

Vanessa se puso un equipo protector y acompañó al inspector y al responsable de la aseguradora hasta una plancha de madera que conectaba el marco de la puerta principal con la escalera en ruinas. Pudo ver entonces lo poco que quedaba de las habitaciones, los recuerdos y los muebles carbonizados. Todo aquel espacio parecía haberse transformado en un territorio extraño.

También ella era una extraña. No era capaz de reconocerse a sí misma mientras respondía a decenas y decenas de preguntas sobre todo lo ocurrido el día anterior. Estuvo contestando hasta que sintió que le iba a estallar la cabeza. Revisaron todos los escenarios posibles. No se había quedado dormida fumando en la cama. El único pecado que había cometido había sido involuntario. Intentaba distanciarse de sí misma, fingir que era otra la persona que estaba explicando que se había quedado trabajando hasta tarde en el ordenador. Contó que estaba nerviosa y que había decidido ir a la panadería, sabiendo que habría alguien allí. Contestó a las preguntas con toda la sinceridad de la que fue capaz. No, no recordaba haber dejado ningún electrodoméstico encendido, ni la cafetera, ni el secador ni el tostador. No había dejado ningún fuego encendido, ninguna vela, de hecho, ni siquiera podía recordar dónde guardaba las cajas de cerillas de repuesto. El investigador le informó de que había una caja de cerillas debajo del fregadero. Su abuela las solía utilizar para poner velas en la iglesia.

Ness: Oh, no -susurró-.

**: ¿Señorita? -el investigador la animó a contar lo que le ocurría-.

Ness: Fui yo. El incendio fue culpa mía. Mi abuela tenía una caja llena de cosas de Francia: cartas, recetas y artículos que había ido recortando a lo largo de los años. La noche del incendio, yo... no podía dormir, así que decidí investigar para mi columna. Fui a buscar la caja y... Dios mío. -Se interrumpió durante unos segundos, sintiéndose terriblemente culpable-. Esa noche utilicé una linterna. No tenía pilas, así que saqué las del detector de humos de la cocina y me olvidé de volver a ponerlas. Yo misma desactivé la alarma contra incendios.

Zac no parecía preocupado.

Zac: No has sido la primera en hacer una cosa así.

Ness: Pero eso significa que el incendio fue culpa mía.

Zac: Una alarma contra incendios sólo funciona cuando hay alguien que puede oírla -señaló-, y aunque hubiera estado sonando durante toda la noche, la casa habría terminado ardiendo porque tú no estabas ahí para oírla, así que eso no tiene ninguna importancia.

Ojalá tuviera razón, pensó Vanessa. Lo último que quería era sentirse responsable de haber destrozado su propia casa.

Ness: He oído funcionar esa alarma, y te aseguro que suena suficientemente alto como para despertar a los vecinos cuando funciona.

Zac: Tú no tienes la culpa, Ness.

Vanessa pensó entonces en aquella lata llena de documentos y escritos en papel cebolla. Había desaparecido para siempre. De pronto, se sintió como si hubiera vuelto a perder a su abuela. Intentando no perder la compostura, estudió el lugar del fuego, imaginando todas las Navidades que habían compartido en aquella casa. Desde que su abuela había muerto no había vuelto a encender la chimenea.

Su abuela siempre tenía frío y decía que solamente el fuego de la chimenea la ayudaba a entrar en calor.

Ness: La envolvía como si fuera un kolache -dijo recordando en voz alta cómo reía su abuela cuando Vanessa iba cubriendo de mantas aquel cuerpo tan frágil-, pero continuaba temblando y parecía que nada podía hacerla parar.

Enterró entonces el rostro en el hombro de Zac. Los pulmones le dolían al tomar aire.

Sintió una tímida palmada en la espalda. Probablemente Zac no contaba con tener que consolar a una mujer desesperada aquella mañana. Se rumoreaba que Zac siempre sabía lo que tenía que hacer con una mujer, pero Vanessa sospechaba que esos rumores se aplicaban únicamente a mujeres sensuales, atractivas y dispuestas a todo. De hecho, por lo que ella sabía, ésa era la única clase de mujeres con las que Zac se relacionaba. No podía decir que ella anduviera siempre pendiente de lo que Zac hacía, pero era difícil de ignorar. Y con más frecuencia de la que le habría gustado admitir, le había visto acompañar a primera hora de la mañana a alguna rubia despampanante para que se fuera en el primer tren de la mañana.

Zac: ... podemos marcharnos -le estaba susurrando al oído-. Podemos hacer esto en cualquier otro momento.

Ness: No.

Vanessa se irguió y forzó incluso una valiente sonrisa. ¿Pero qué clase de persona era? ¿Cómo podía estar pensando algo así en aquellas circunstancias? Le dio un golpecito en el hombro.

Ness: Excelente hombro en el que llorar, jefe.

Zac se sumó a aquel obvio intento de desdramatizar la situación.

Zac: Para proteger y servir al ciudadano. Por lo menos eso dice mi placa.

Vanessa se volvió hacia el investigador, frotándose la mejilla con la mano.

Ness: Lo siento. Supongo que necesitaba desahogarme.

**: Le comprendo -la tranquilizó el inspector-. La pérdida de una casa siempre resulta traumática. Aconsejaremos un diagnóstico con un psicólogo lo antes posible -le tendió una tarjeta-. El doctor Barret, de Kingston, tiene muy buenas recomendaciones. Ahora, lo principal es que no tome decisiones particularmente importantes durante una temporada. Tómese las cosas con calma.

Vanessa se guardó la tarjeta en el bolsillo trasero del pantalón. Era asombroso que le cupiera. Aquellos pantalones eran tan estrechos que le hacían consciente de partes de su cuerpo que desconocía. Continuó el recorrido por la casa y, de alguna manera, consiguió dominarse a pesar de la enormidad de la pérdida. En menos de un mes había perdido a su abuela y la casa en la que había pasado todos los días de su vida.

Todavía estaba por determinar la causa oficial, pero tanto el investigador como el siempre receloso liquidador del seguro, parecían estar de acuerdo en que el fuego había comenzado en la cámara del ático, en el espacio para los cables y cañerías y era muy probable que la culpa hubiera sido de un cortocircuito.

Ness. ¿Y ahora qué tengo que hacer? -le preguntó al hombre de la aseguradora, agotada después de aquel recorrido por las ruinas-.

Se preguntaba si así era como se sentía uno después de una batalla.

El liquidador señaló el ordenador de Vanessa, que permanecía en medio de un escritorio achicharrado por el fuego.

**: ¿Ese es su ordenador?

Ness: Sí -estaba cerrado-.

**: Podemos pedirle a un técnico que venga a estudiarlo. Es posible que el disco duro haya sobrevivido.

Lo dudaba seriamente. No lo dijo, pero podía leerse en su rostro. Había perdido todos sus datos: los archivos, los informes financieros, los álbumes de fotos, las direcciones electrónicas, montones de correos, los libros de recetas... Su proyecto de libro. Tenía algunas copias, pero las guardaba en los cajones de aquel escritorio que había terminado convertido en cenizas.

Se le hundieron los hombros al pensar en lo que iba a costarle intentar reconstruirlo todo.

Zac: Es escritora.

**: ¿De verdad? -el hombre pareció intrigado-. ¿Y qué tipo de libros escribe?

Vanessa se sintió de pronto avergonzada. Le ocurría siempre cuando alguien le preguntaba por sus libros. Su sueño era tan ambicioso, tan imposible, que a veces tenía la sensación de no tener derecho a él. Ella, una chica sin formación, quería ser escritora. Una cosa era publicar una receta todas las semanas en un periódico local y fantasear en privado sobre la posibilidad de llegar a escribir algo más importante y mejor, y otra muy diferente hablarle de sus ambiciones a un desconocido.

Ness: Sólo escribo recetas para el periódico local -farfulló-.

Zac: Vamos, Ness -insistió-. Siempre has dicho que algún día escribirías un libro. Un superventas.

Vanessa apenas podía creer que todavía lo recordara. Y menos todavía que lo estuviera diciendo delante de aquel tipo.

Ness: Estoy trabajando en ello -dijo con las mejillas sonrojadas-.

**: ¿De verdad? Tendré que buscarlo en las librerías.

Ness: Me temo que va a tener que esperar algún tiempo -respondió con pesar-. Todavía no he publicado nada.

Fulminó a Zac con la mirada. Era un bocazas. ¿Cómo se le ocurría hablarle de sus sueños a un completo desconocido?

Imaginó que lo hacía porque no la tomaba en serio. No creía que tuviera ninguna posibilidad. Probablemente continuaría siendo la propietaria de una panadería durante toda su vida, siempre inclinada sobre los libros de contabilidad. O se convertiría en una anciana irascible, permanentemente detrás de un mostrador.

Zac: ¿Qué te pasa? -le preguntó cuando se quedaron solos-. ¿A qué ha venido esa mirada?

Ness: No tenías por qué haber dicho nada del libro.

Zac: ¿Por qué no? -su expresión de inocencia era irritante-. ¿Por qué te ha molestado?

Ness: Un superventas -musitó-. ¿No te parecería ridículo que fuera diciéndole a la gente que soy escritora de superventas?

Zac parecía sinceramente desconcertado.

Zac: No sé qué tiene de malo.

Ness: Es algo absolutamente presuntuoso. Escribo, ¿de acuerdo? Y eso es todo. Es la gente que compra libros la que los convierte en superventas.

Zac: Eso son nimiedades. En una ocasión me dijiste que para ti, ver un libro tuyo publicado sería como ver un sueño hecho realidad.

Realmente, aquel hombre no lo entendía.

Ness: Es un sueño -le dijo con fiereza-, es mi mayor sueño.

Zac: Entonces, no sé por qué tiene que ser un secreto.

Ness: Y no lo es. Pero tampoco es algo de lo que me apetezca hablar con el primero que me encuentro. Es algo mío, algo casi sagrado. No necesito proclamarlo a los cuatro vientos.

Zac: No entiendo por qué.

Ness: Pues porque si al final no publico ningún libro, quedaré como una estúpida.

Zac respondió con una risotada. Vanessa se recordaba a sí misma durante los últimos días de instituto, cuando estaba más que dispuesta a marcharse del pueblo diciéndole a todo el mundo que la próxima vez que vieran su rostro sería en un libro. Y realmente lo creía.

Ness: Esto no tiene ninguna gracia.

Zac: Déjame preguntarte algo. ¿Cuándo fue la última vez que pensaste que alguien era un idiota por intentar conseguir un sueño?

Ness: Jamás he pensado una cosa así.

Zac le sonrió. Y fue tal la bondad que reflejó su rostro que Vanessa sintió que se desvanecía todo su resentimiento.

Zac: Vanessa, nadie piensa de ese modo. Y cuanta más gente esté enterada de tu sueño, más real te parecerá a ti.

Vanessa no pudo evitar devolverle la sonrisa.

Ness: Parece una de esas frases que aparecen en las postales de felicitación.

Zac se echó a reír.

Zac: Me has pillado. Esa frase aparecía en una postal que me regalaron en mi último cumpleaños.

Había algo en su forma de acercarse a ella que comenzaba a hacerla sentirse incómoda.

Ness: ¿No tienes que ir a ninguna parte? ¿No tienes ninguna tarea pendiente en la ciudad del pecado? -señaló la calle Maple, todavía inmaculada bajo el manto de la nieve-.

Zac: Sí, tengo que estar aquí contigo -se limitó a decir-.

Ness: Para recoger mis pedazos en el caso de que me derrumbe.

Zac: No vas a derrumbarte.

Ness: ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Zac volvió a sonreír.

Zac: Porque tienes que escribir un libro.

Vanessa pensó en su ordenador destrozado.

Ness: Sí, claro. Pero hay un problema, Zac. El proyecto en el que estaba trabajando, no estaba en el disco duro. Estaba todo allí -señaló la estructura quemada de la casa. Cuando pensó en la caja que contenía las recetas y las cartas de su abuela y que había dejado descuidadamente sobre la mesa de la cocina se sintió enferma. Aquellos papeles se habían perdido para siempre, junto a las fotografías y otros muchos recuerdos de la vida de sus abuelos-. Creo que debería renunciar a ese libro.

Zac: No. Si estás dispuesta a olvidarte del libro por culpa de un incendio, eso quiere decir que en realidad no tenías tantas ganas de escribirlo.

Dio un paso hacia ella. La miraba de una forma que la hacía sentirse como si estuviera acariciándola de la forma más íntima.

Cuando la tocó, no lo hizo para abrazarla. Posó las manos en sus hombros y le hizo volverse hacia los restos de la casa.

Zac: Mira, las historias que necesitas escribir no están allí. Nunca han estado allí. Siempre han estado en tu cabeza. Lo único que tienes que hacer ahora es trasladarlas al papel, como has hecho siempre.

Vanessa asintió, intentando creerle, pero el esfuerzo la dejó agotada. Todo la dejaba agotada. Tenía un intenso dolor de cabeza, se sentía como si el cerebro estuviera a punto de explotarle.

Ness: No estabas bromeando cuando has dicho que hoy iba a ser un día muy ajetreado.

Zac: ¿Estás bien? ¿Todavía sigues en el cinco?

A Vanessa le sorprendió que se acordara de lo que le había dicho.

Ness: Estoy demasiado confundida como para sentirme ansiosa.

Zac: La buena noticia es que todo el mundo tiene derecho a descansar a la hora del almuerzo.

Ness: Gracias a Dios.

Regresaron al coche.

Zac: ¿Adónde vamos? ¿A la panadería? ¿Prefieres descansar en casa?

A casa, pensó Vanessa con pesar.

Ness: No tengo casa, ¿recuerdas?

Zac: Claro que tienes casa. Te quedarás conmigo todo el tiempo que haga falta.

Ness: Oh, eso sí que va a estar bien. El jefe de policía saliendo con una mujer sin techo.

Zac sonrió y puso el coche en marcha.

Zac: He oído peores rumores en el pueblo.

Ness: Llamaré a Ashley. Puedo quedarme con ella.

Zac: Ahora mismo está en esa convención de alcaldes, ¿recuerdas?

Ness: Llamaré a Leslie.

Zac: Su casa es más pequeña que un sello de correos.

Tenía razón. Leslie vivía en un pequeño apartamento junto al río y a Vanessa no le apetecía especialmente quedarse con ella.

Ness: En ese caso, utilizaré esta tarjeta de crédito que me acaban de dar.

Zac: Eh, ¿quieres dejarlo ya? No soy Norman Bates. Te quedarás conmigo y fin de la historia.

Vanessa cambió de postura para mirarlo, sorprendida por la tranquilidad con la que se tomaba la situación.

Zac: ¿Qué pasa? -preguntó bajando la mirada hacia su camisa inmaculada-. ¿Tengo una mancha en la camisa?

Vanessa se ató el cinturón de seguridad.

Ness: Sólo estaba pensando. De una u otra forma, me has estado rescatando desde que era una niña.

Zac: ¿Si? En ese caso, deberías tener una buena opinión de mí -giró el volante con una mano y colocó el espejo retrovisor-. A no ser que tus fantasmas sean especialmente difíciles de combatir.




¡Van a vivir juntos! ¡Puede pasar de todo!

¡Gracias por leer!


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