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sábado, 30 de abril de 2011

Capítulo 6


Al menos en ciertos aspectos, el destino parecía estar de parte de Ness. En los días siguientes, no se publicó nada más acerca del robo sufrido por el barón de Harwood, ni del ataque del que había sido objeto. Sin duda, las murmuraciones no cesarían en la alta sociedad, pero lord Brant estaba demasiado ocupado para hacer caso de rumores y escándalos.

Brant. Ness hacía lo posible por no pensar en él. No quería verlo, no quería mirar aquellos ojos azules, recordar sus arrebatadores besos, su cuerpo fundiéndose con el suyo, sus caricias… No quería volver a sentir la horrible tentación a la que había estado a punto de entregarse aquella noche.

Ni reprimir de nuevo su deseo de estar con él.

Por suerte, había logrado ocultar a Alysson los agitados pensamientos que poblaban su mente. Cuando Ness volvió a bajar aquella noche, su hermana la estaba esperando. Ella le comunicó que lo de la nota había sido un malentendido, que el conde había escrito «medianoche» pero que había querido decir «mediodía», y que lo que en realidad quería era saber si ellas se sentían a gusto con sus nuevos trabajos.

La historia era de lo más absurda, y sólo una persona tan ingenua como Alysson la habría creído. Ness se sintió culpable por mentirle, pero agradeció a Dios que su hermana no la pusiera en duda, y dio el asunto por zanjado.

Desde aquella noche, sólo veía al conde cuando por azar se cruzaban en los pasillos, y entonces él mostraba una gran cortesía y discreción. Una cortesía y una discreción que, en el fondo, a ella le resultaban desesperantes.

En su gabinete, el tablero de ajedrez permanecía olvidado en su rincón, y cada vez que Ness lo veía, debía reprimir el impulso de acercarse y mover pieza, para retarlo de nuevo. Pero sabía muy bien adónde conducía aquel camino: al desastre.

Y entonces, una mañana, en el London Chronicle apareció otra noticia sobre la búsqueda que seguía llevándose a cabo en relación con los delitos cometidos contra el barón de Harwood. Por suerte, Ness había logrado hacer desaparecer aquel ejemplar, lo mismo que había hecho con el anterior.

Sin embargo, no dejaba de preguntarse cuánto tiempo más lograrían ocultarse en la mansión de lord Brant. Ahorraban todo lo que podían en previsión de que tuviesen que escapar precipitadamente, y cuanto más tiempo se mantuvieran al servicio del barón, más dinero reunirían, y cuanto más dinero tuvieran, más probabilidades habría de que su huida terminara bien.

Además, siempre quedaba la esperanza de que el barón se cansara de seguir buscando y regresara a Harwood Hall, o que se convenciera de que ellas se escondían en algún lugar remoto del campo. Todas las noches rezaba por que así fuera.

Entretanto, el conde le había hecho llegar una nota con los nombres de los invitados a la cena que aquella noche ofrecería en la casa. Entre éstos se contaban su prima Ashley y su esposo, lord Aimes; el coronel Pendleton, del Ministerio de la Guerra, y lord John Chezwick. También asistiría el duque de Sheffield, además del doctor Geoffrey Snow, su esposa y la mayor de sus hijas, Brittany.

Cuando Ness leyó el último nombre de la lista el corazón le dio un vuelco. Ella conocía a Brittany Snow. Habían ido juntas a la academia de señoritas de la señora Thornhill. En realidad, Britt había sido su mejor amiga durante aquellos años.

Ahora le parecía que de todo aquello hacía siglos, que había sucedido en otra era, en otra vida. Cuando el barón le prohibió regresar a la academia, Ness había recibido pocas noticias de Brittany, más allá de alguna carta ocasional. Con los problemas que tenía en casa, las respuestas de Ness habían sido escasas y de vez en cuando, y sus amigas habían acabado por distanciarse de ella.

Con todo, Brittany la reconocería al instante, por más que llevara aquel horrible uniforme de ama de llaves. Así, no le quedaba otro remedio que mantenerse alejada del comedor, y no entrar en él bajo ningún concepto.

Zac: Ah, aquí está, señora Hudgens.

Ness se puso rígida al oír aquella voz profunda y familiar a sus espaldas. Armándose de valor, aspiró hondo y se volvió.

Ness: Buenas tardes, señor.

Zac: Sólo deseo asegurarme de que todo estará listo esta noche.

Ness: Por supuesto, señor. Precisamente ahora revisaba los nombres para poner las tarjetas en la mesa.

Zac: Supongo que sabe cómo deben sentarse los invitados.

Lord Brant parecía tan ausente, tan distante, que se diría que jamás había mostrado el menor interés por ella. Ojalá el que ella sentía por él se hubiera esfumado con la misma rapidez.

Ness: Los invitados deben sentarse según su rango, señor.

Zac: Bien, dejaré el asunto en sus manos -repuso él, asintiendo, antes de alejarse por donde había venido-.

Ness lo vio desaparecer por el pasillo, e hizo esfuerzos por no fijarse en sus anchos hombros, sus largas piernas y sus elegantes movimientos. Esfuerzos por ignorar aquellas manos fuertes, el recuerdo de ellas acariciándole los pechos, quedándose en sus pezones. Esfuerzos por no pensar en el placer embriagador que le había hecho sentir.

Alysson: ¡Ness!

Alysson venía hacia ella por el pasillo. Había estado trabajando abajo, ayudando con los preparativos de la cena, es decir, supervisando que las doncellas que iban a servirla dispusieran de todo lo necesario.

Ness: ¿Qué sucede, cielo?

Alysson: La señora Reynolds acaba de despedirse. Le ha ofendido que le ordenaras añadir más especias al relleno de las perdices. También se negó a echar más ron a los pasteles borrachos. Y cuando supo que pretendías que pusiera unas gotas de zumo de limón en la salsa de los espárragos, arrojó su delantal sobre la mesa y salió por la puerta de atrás dando un portazo. La señora Whitehead, su ayudante, la ha seguido.

Ness: ¿Se han ido? ¿Las dos?

Alysson: Sí, y han dicho que no volverán hasta que… hasta que el infierno se hiele, e incluso entonces sólo si tú ya no estás al servicio de esta casa.

Ness: ¡Dios bendito! -Bajó corriendo a la cocina, seguida de su hermana-. No puedo creerlo. Tal vez no sea cocinera, pero sé qué sabe bien y qué no.

-La comida que preparaba la señora Reynolds era comestible, pero demasiado sencilla y sosa-. Creía que… he estado leyendo un libro de recetas francesas maravilloso. Lo encontré en la biblioteca. Me pareció que añadiendo algunas especias, logrando unos sabores algo más definidos, todo sabría mucho mejor.

Alysson: Supongo que la señora Reynolds no era de la misma opinión.

Ness: No, parece que no.

Cuando Ness entró en la cocina se encontró con un verdadero caos: las ollas hervían, había vapor y humo por todas partes, las llamas bailaban en los quemadores. La señora Honeycutt tenía los ojos como platos, y a la señora Smith le temblaban las manos.

Smith: ¡Vaya, vaya! -exclamó la vieja. Ancha de caderas, de pelo rubio desaliñado y con un ligero acento londinense, era una de las pocas criadas que siempre la había tratado con educación-. ¿Qué vamos a hacer ahora?

Ness echó un vistazo a los cuencos llenos de ostras vivas que esperaban a convertirse en sopa, se fijó en los manojos de espárragos todavía sin cortar, el cuarto de ternera que se asaba en las brochetas y enviaba columnas de humo por la chimenea de la hoguera.

Echó atrás los hombros para transmitir una confianza y una calma que no sentía, y dijo:

Ness: ¿Hay alguien más en el servicio que sepa algo, por poco que sea, de cocina? ¿La señora Rathbone, tal vez?

Smith: No, señora. Sólo la señora Reynolds y la señora Whitehead, y ahora las dos se han ido.

Ness suspiró.

Ness: Muy bien, entonces primero sacaremos esas sartenes del fuego para que las salchichas no sigan quemándose, y luego terminaremos la cena nosotras mismas.

Smith: Pero, señora… nosotras no… la señorita Honeycutt y yo no solemos trabajar en la cocina. No tenemos ni idea.

Ness cogió un trapo para agarrar el mango de la sartén de hierro y apartarla del fuego.

Ness: Bueno, no puede ser tan difícil, y más si tenemos en cuenta que más de la mitad de la comida está ya preparada.

La señora Smith miró los fogones con desconfianza.

Smith: No sé, señora, no sé…

Ness se recogió las faldas, cruzó con paso decidido la cocina y se puso el delantal de la señora Reynolds.

Ness: Tenemos que hacerlo lo mejor que podamos, eso es todo. Entre las cuatro ya iremos solucionando las dificultades a medida que surjan. -Se obligó a sonreír-. Tengo la absoluta convicción de que esta cena será una de las que más satisfecho quedará el señor.

Pero transcurrieron las horas, y ella, limpiándose las manos de grasa y sacudiéndose la harina del delantal, se había convencido de que aquello no sería así.

Con todo, vertió la sopa de ostras en una sopera de plata, arregló la ternera, demasiado hecha, en una fuente y colocó en otra las perdices asadas, algo crudas todavía en ciertas partes. Mientras aderezaba el relleno de salchichas chamuscadas en los cuencos de plata, ordenó a los lacayos que llenaran las copas de vino hasta el borde, con la esperanza de que los invitados se achisparan lo suficiente para que, una vez servida la cena, no se percataran del desastre.

Al menos, las horas pasadas en aquella cocina asfixiante hicieron nacer cierto compañerismo entre ambas hermanas y el resto del personal: las señoras Honeycutt y Smith, los lacayos recién contratados y los señores Peabody y Kidd, cuyos servicios también requirió. Además, durante todo ese tiempo se puso al día de un montón de cotilleos.

Había pocos secretos en una casa del tamaño de la del conde. El más destacado era la búsqueda que lord Brant hacía de su primo, el capitán Seeley. Más intrigante resultaba lo que la señora Honeycutt había ido recopilando a partir de fragmentos de conversación entre el conde y su prima, lady Aimes: el señor pretendía casarse con una heredera.

Smith: Su padre, el anterior conde, que Dios lo tenga en su gloria -intervino la señora Smith-, dejó a su hijo en una situación algo apurada. Perdió la mayor parte de su fortuna. Pero el hijo, éste sí que es listo. Ha sabido arreglar las cosas y ahora todo vuelve a ser como antes. Y al parecer, su intención no era sólo recuperarse de las pérdidas, sino incrementar la fortuna de la familia.

Ness habría preferido no enterarse de aquellas cosas.

Honeycutt: ¡Ya vuelven los lacayos! -exclamó, sacando a Ness de su embelesamiento y devolviéndola al desorden de la cocina-. Es el momento de servir el postre.

Todos se pusieron manos a la obra, ayudando a Peabody a llenar las bandejas, mientras Kidd se cargaba una al hombro. Las cuatro mujeres sonrieron cuando una de ellas colocó la tapa semicircular sobre la fuente en que habían preparado los bizcochos borrachos de ron, muy borrachos.

Smith: Con éstos terminarán como cubas -comentó maliciosa-. Cuando acaben de comérselos, sobre todo si los acompañan con un poco más de licor, no observarán que parecen caras de cerdo.

Alysson miró a su hermana de reojo y se tapó boca, pero de todos modos se le escapó una risita. Y, por más que lo intentó, Ness tampoco logró ahogar la suya.

Era cierto, el interior de los moldes se asemejaba a un lechón. La señorita Honeycutt y la señora Smith se unieron al concierto de carcajadas, que cesaron inesperadamente cuando la puerta de la cocina se abrió de golpe y entró el conde.

Echó un vistazo a la montaña de cazuelas y sartenes sucias, a la comida esparcida por los mármoles y a la harina que cubría el suelo, y arqueó las cejas.

Zac: Muy bien, ¿qué diablos está ocurriendo aquí? -Alysson se ruborizó y las señoras Smith y Honeycutt empezaron a temblar, asustadas. En cambio, Ness sólo pensó que el pelo se le había rizado y le salía por debajo del gorro, porque durante los preparativos de la tarde se lo había retirado, y que debía de verse horrible, y que además tenía la blusa y la falda llenas de grasa-. ¿Señora Hudgens?

Ness: Lo… lo siento, señor. Soy consciente de que la cena no ha salido tan bien como esperábamos, pero…

Zac: ¡Tan bien como esperábamos! -Estalló-. Mis invitados están ebrios y la comida, si es que se puede denominar así, sabía a rayos y centellas.

Ness: Sí, supongo que sí, pero es que…

Zac: Pero es que qué.

Ness: En el último momento la cocinera y su ayudante se despidieron, de modo que las que quedábamos… bueno, hemos intentado hacerlo lo mejor posible. -Miró fugazmente a las demás-. Para serle franca, creo que con un poco de práctica no tardaremos en formar un buen equipo.

El atractivo rostro del conde pareció encenderse y sus mejillas se tensaron. Sin embargo, respondió en un tono engañosamente tranquilo.

Zac: Me gustaría hablar un momento a solas con usted, señora Hudgens.

Vaya, su enfado era más serio de lo que imaginaba. Se preparó para lo peor, intentando no demostrar el nerviosismo que la angustiaba. Caminando delante del conde, cruzó la cocina en dirección al vestíbulo.

Respiró hondo y se volvió.

Ness: Como ya le he dicho, siento lo de la cena -se disculpó de nuevo-. Esperaba que saliera mejor.

Zac: ¿En serio? -Lord Brant le clavó una mirada dura-. Deduzco que tiene más dificultades de las previstas para asumir sus responsabilidades.

Había algo en su forma de mirarla… como si estuviera hablando con la señora Rathbone o con algún lacayo. Como si jamás la hubiese besado, como si nunca le hubiera acariciado los pechos. Algo en la frialdad de su expresión hizo que, de repente, a Ness la abandonara su sentido común.

Ness: Pues en realidad no tengo ningún problema. Sin embargo, algunos miembros del servicio sí los tienen para aceptarme como superior, y debo decir que la culpa es del todo suya, señor.

Lord Brant abrió los ojos exageradamente.

Zac: ¿Mía?

Ness: No fue justo por su parte contratarme a mí en lugar de ascender a la señora Rathbone, y el resto de criados lo sabe.

El conde arqueó una ceja, incrédulo.

Zac: No me estará sugiriendo que la despida…

Ness: ¡No! Quiero decir que no, claro que no… Necesito este trabajo. Y creo que estoy más preparada para él que la señora Rathbone. Con el tiempo, espero poder demostrarlo. Una vez lo logre, el problema quedará resuelto.

Lord Brant frunció el ceño y la observó un largo instante antes de dar media vuelta y alejarse.

Zac: No se preocupe más, señora Hudgens -dijo sin girarse-. Mañana solucionaré su problema.

Ness: ¿Qué? -Preguntó, y corrió hacia él. Le agarró la manga y lo obligó a volverse-. Ni se le ocurra meterse en esto. Lo único que conseguiría sería empeorar la situación.

Zac: Supongo que deberemos esperar y ver qué sucede.

Ness: ¿Qué… qué piensa hacer?

Zac: Mañana a las diez -zanjó él-. Asegúrese de que todo el personal de servicio esté presente. Entretanto, le agradecería que iniciara lo antes posible las gestiones para la contratación de una nueva cocinera.

Ness lo vio subir las escaleras camino del comedor. Dios santo, ¿por qué le había hablado de aquel modo? No podría pegar ojo hasta que descubriera qué se traía el conde entre manos.

La cena había sido un desastre, sí, pero allí, sentado con los hombres, disfrutando del coñac y los puros, Zac no dejaba de ver el lado divertido de la situación. Contemplar a Vanessa tan despeinada y desaliñada, con harina en la nariz y el pelo rizado casi compensaba la pésima calidad de los platos servidos.

Que en aquellas circunstancias hubiera demostrado aquel valor para expresar lo que sentía no dejaba de sorprenderle. No le pasaba por alto que se trataba de una mujer realmente extraordinaria.

Si la cena había sido un desastre sin sedantes, la compañía era agradable. Aunque su buen amigo Sheffield se reía con más ganas que de costumbre y el joven John Chezwick no disimulaba su estado de embriaguez, resultaba evidente que sus invitados lo pasaban bien.

Pendleton se mostraba todo un caballero, como siempre.

Pendleton: Espero recibir a un mensajero en los próximos días -comentó poco antes de que todos se terminaran el coñac y se dispusieran a reunirse de nuevo con las damas en el salón-. Espero noticias de su primo.

Zac sintió una punzada de emoción.

Zac: ¿Cree usted que su hombre puede haber encontrado la prisión donde lo retienen?

Pendleton: Max Bradley es muy eficaz en esta clase de asuntos. Si hay alguien que pueda descubrir el paradero del capitán Seeley, ése es él.

Zac: Entonces esperaré impaciente su comunicación.

Pendleton asintió y se retiró, devolviendo a Zac una esperanza que prácticamente había perdido hacía mucho tiempo. Se disponía a regresar con el resto de invitados cuando le salió al paso John Chezwick, amigo del esposo de Ashley, Scott, que avanzaba algo tambaleante.

John: Debo decirle, señor, que me he enamorado perdidamente. -Puso los ojos en blanco-. Dios misericordioso, jamás en mi vida había contemplado un rostro de tal hermosura. Era como un ángel. Cuando me ha sonreído, juro que mi corazón casi ha dejado de latir. Y vive aquí, bajo este mismo techo. Debe revelarme su nombre.

Alysson. Debía ser ella. Por el gestoapenado del joven John, no podía llegarse a otra conclusión.

Zac: La dama se llama Alysson, pero me temo que no es para usted. Tal vez no se haya percatado, pero se trata de una empleada del servicio. Y es inocente, Chez, no de las que se usan para pasar el rato. Además, sospecho que su padre no aprobaría un enlace entre usted y una criada.

John miró hacia el vestíbulo, pero Alysson no se veía por ninguna parte. Era del todo extraño que un joven mencionara siquiera a una mujer en público. Zac suponía que el vino ingerido le había proporcionado una inyección de moral.

En cierto sentido, era una lástima que el estatus los separara de aquel modo. John Chezwick era un soñador, lo mismo que Alysson, un joven ingenuo con la cabeza llena de pájaros que escribía unos poemas que no leía por timidez. Se trataba de un chico rubio, de ojos azules y atractivo para el sexo opuesto, aunque algo delgado y pálido. También era el hijo menor del marqués de Kersey, por lo que su matrimonio con una camarera era bastante improbable.

Además, por curioso que resultara, Zac había desarrollado una especie de instinto protector hacia Alysson. No consentiría que ningún amigo suyo se aprovechara de ella. En realidad, le alegraría verla bien casada. Tal vez con el tiempo él mismo la ayudaría a lograrlo. Sus pensamientos le llevaron a Vanessa. A ella también podría encontrarle marido, pero la idea no le satisfacía de igual modo.

Zac siguió al coronel Pendleton y a lord John hasta el salón. Ashley y Scott ya se encontraban allí, los dos rubios, de piel clara, una pareja de oro, enamorada aún tras ocho años de matrimonio. Conversaban con el doctor y la señora Snow, mientras Brittany, al parecer, se había escapado al cuarto de las damas.

Zac suspiró. Su prima volvía a las andadas y había vuelto a organizar un encuentro entre ellos. Parecía no entender que no se sentía atraído por la hija del médico, por más guapa que fuera. Él iba a casarse con una heredera. En los últimos tiempos pensaba cada vez más en Samantha Fairchild y Mary Anne Winston. Ambas eran rubias y guapas, y ambas poseían considerables fortunas.

Un conde no era un trofeo pequeño en un matrimonio. Cualquiera de las dos aceptaría su proposición, y sus riquezas aumentarían de manera nada insignificante en el momento en que tuviera lugar la ceremonia.

Se lo debía a su padre. Pretendía satisfacerlo de la única manera que sabía.

Se acercó al aparador y se sirvió un coñac. Su mente abandonaba el pasado y regresaba a la cena desastrosa que había dado esa noche. Pensó en los bizcochos demasiado borrachos y sonrió mientras regresaba junto a sus invitados.

Brittany Snow cruzó el vestíbulo en dirección a la gran escalera, camino de la habitación de las damas. La velada le estaba resultando interminable. Decir que la comida había sido horrible era decir poco, y además la habían sentado junto al coronel Pendleton, que no era mal conversador pero sólo sabía hablar de la guerra, tema que Brittany hacía esfuerzos por olvidar.

Ahora que la cena había terminado, Ashley proseguiría con su labor de celestina, pues ésa era la verdadera razón por la que sus padres y ella habían sido invitados: organizar un encuentro entre el conde y ella. Su madre estaba contentísima y no dejaba de insistirle en que hablara más con lord Brant. Pero poco importaba que lo hiciera o dejara de hacerlo. Todos en Londres sabían que lord Brant sólo se casaría con una heredera.

Brittany no veía el momento de regresar a casa.

Tras asegurarse de que la blusa de su vestido ajustado de seda color burdeos estaba bien puesto, se sujetó las faldas, bordadas con perlas, y se dispuso a iniciar el ascenso. Pero en ese instante, un movimiento en el vestíbulo llamó su atención. Al girarse distinguió una figura delgada que le resultaba familiar, y ahogó un grito.

Britt: ¡Ness! ¡Vanessa Whiting! ¿Eres tú de verdad? -Alejándose de la escalera, volvió a cruzar la entrada en dirección contraria, agarró del brazo a la joven y, ya en el pasillo, la obligó a girarse-. ¡Ness! ¡Soy yo! Britt. ¿No me reconoces? -Estrechó a su amiga en un cálido abrazo, y así transcurrieron varios segundos hasta que se dio cuenta de que ésta no mostraba el mismo entusiasmo. Entonces la soltó y retrocedió un paso-. ¿Qué ocurre? ¿No te alegras de verme? -Sólo entonces se fijó en su atuendo, en la falda estirada de seda negro, en la blusa blanca de algodón-. Vamos a ver… ¿qué está sucediendo aquí? ¿Por qué vas vestida como una sirvienta?

Ness suspiró y bajó la cabeza.

Ness: Oh, Britt, tenía la esperanza de que no me vieras.

Britt: ¿Qué estás haciendo aquí? Supongo que no estarás trabajando al servicio de esta casa, ¿verdad?

Ness: Tengo tanto que explicarte… Han sucedido tantas cosas desde que dejé la academia… -Echó un vistazo a la puerta del salón-. Esta noche no tengo tiempo. Prométeme que no le dirás a nadie que estoy aquí.

Britt: Si estás metida en algún problema…

Ness: Te lo ruego, Britt. Si sigues considerándote mi amiga, prométeme que no dirás ni una palabra.

Britt: Está bien, no diré nada, pero con una condición: mañana nos reuniremos y me explicarás qué pasa.

Ness negó con la cabeza.

Ness: Sería mejor que las dos olvidáramos habernos visto en estas circunstancias.

Britt: Mañana, Ness. La taberna King está cerca de aquí, al doblar la esquina. Se trata de un lugar apartado y tranquilo. Nadie nos verá. Nos encontraremos a la una en el comedor.

Ness asintió, resignada.

Ness: Está bien.

Brittany vio alejarse a su amiga. Su mente se pobló de pensamientos, de preguntas, de preocupación. Hacía años que no veía a Vanessa. ¿Qué le habría sucedido en toedo ese tiempo? Se preguntó si la vida de su mejor amiga se habría complicado tanto como la suya.




Tengo un coment más que de costumbre, ¡yuju! XD XD
¡Seguid comentando que cada vez se pondrá mas interesante!
Me gusto cuando Zac entro en la cocina y todos temblaban de miedo y Ness solo se preocupaba por su aspecto XD XD
De cada vez se les hará mas difícil resistirse el uno al otro XD XD
¡Comentad!
¡Bye!
¡Kisses!


viernes, 29 de abril de 2011

Capítulo 5


De pie en la oscuridad de su gabinete, Zac avivó la lámpara, ahora que Vanessa se había llevado la suya. Sonrió al pensar en los acontecimientos de la noche. Había regresado pronto a casa a propósito, con la esperanza de atrapar in fraganti al jugador secreto. Aunque le costaba reconocerlo, en el fondo esperaba que la infractora fuera Vanessa Hudgens.

Le habían sorprendido, y agradado, sus dotes para el juego. Le gustaban las mujeres inteligentes. Su prima Ashley era una mujer aguda e interesante. También lo había sido su madre, muerta hacía diecisiete años. Se imaginaba pasando horas deliciosas con Vanessa frente al tablero, después de haber pasado otras, más deliciosas aún, en la cama de aquella encantadora mujer.

Sin embargo, llegar hasta él tal vez no fuera tan fácil como había imaginado.

Zac se acercó al aparador de madera grabada y se sirvió un coñac. Había supuesto que aquella misma noche podrían llegar a un acuerdo. Sin duda aquella chica no podía ser tan ingenua como para no comprender que, como amante, su situación -y la de su hermana- mejoraría notablemente.

En la próxima oportunidad, le explicaría las ventajas en términos prácticos y objetivos, aunque tenía la sospecha de que no serviría de nada. Vanessa Hudgens era una mujer de principios. Se trataba de una chica soltera, por más que él hubiera creído conveniente llamarla «señora». Acostarse con un hombre que no fuera su futuro esposo no entraba en sus planes.

Aunque se sentía atraída por él, de ello no le cabía duda. Conocía a las mujeres lo bastante como para saber cuándo alguna correspondía a su interés. Y él se lo había demostrado. En realidad, su «interés» seguía vivo y coleando dentro de sus boxers, recordando la tibia suavidad de sus labios temblorosos, que tan perfectamente se habían amoldado a los suyos.

Su excitación creció, se endureció. Deseaba a Vanessa Hudgens. No recordaba que otra mujer le hubiera gustado tanto como ella.

A menos, claro, que todo aquello fuera teatro.

A Zac le gustaban las mujeres, pero también sabía lo astutas que podían ser algunas. Por más educada que pareciera, por más distinguidos que resultaran sus modales y su forma de hablar, lo cierto era que a Vanessa la había encontrado en la calle. ¿Estaría representando un papel, o era en realidad tan inocente como parecía?

Por el momento, confiaría en su instinto y llevaría a cabo un plan que le permitiría resolver sus dos problemas; iniciaría una sutil misión de seducción. Después de todo, sería en beneficio de Vanessa. Sin duda, y a pesar de las desgraciadas circunstancias en las que pudiera encontrarse en la actualidad, había recibido una buena educación. Se vería bien vestida, con ropas elegantes, en el interior de un carruaje negro. Y, con el dinero que le diera, podría proporcionarle muchas cosas a su hermana Alysson.

La idea le dio que pensar. ¿Quiénes eran exactamente Alysson y Vanessa Hudgens? Zac tenía por principio conocer los puntos fuertes y débiles de las personas de su entorno. Tal vez no estuviera de más contratar a alguien que realizara algunas investigaciones. Debería pensárselo.

Se concentró en el tablero de ajedrez. La seducción no era tan distinta al juego que tenía delante. El hombre daba el primer paso, la mujer reaccionaba, el juego seguía desarrollándose hasta que uno de ellos salía victorioso. Él se veía sin duda en el papel de vencedor, aunque sabía que no sería fácil. Si deseaba obtener el premio, debía actuar según un plan bien trazado.

Sonrió. «El que gana se lleva el trofeo.»

Ness se levantó temprano, ocultó un bostezo con la mano y sintió los ojos algo hinchados. ¡Había dormido tan poco aquella noche! La mayor parte de ella la había pasado dando vueltas y más vueltas en la cama, avergonzada, sin dejar de pensar que se había puesto en evidencia en el gabinete de lord Brant.

Dios santo, ¿qué debía pensar de ella, si le había permitido que se tomara aquellas libertades? A ella no la habían educado para comportarse de ese modo. Sus padres, y la academia privada de la señora Thornhill, le habían enseñado a comportarse como una dama. Fuera cual fuese la debilidad que se había apoderado de ella, Ness rezaba para que aquello no volviera a suceder.

Con aquella idea firmemente instalada en su mente, subió la escalera que conducía a la planta principal. Debía dar instrucciones a las criadas, asegurarse de que limpiaran los armarios roperos y de que los forraran con papel nuevo. Había de ocuparse del suministro de velas, asegurarse de que hubiera suficientes hojas y tinta en los escritorios.

Estaba cruzando el vestíbulo cuando Simon apareció corriendo con el periódico matutino bajo el brazo.

Simon: Ah, señora Hudgens. ¿Le sería mucha molestia? Debo ocuparme de un encargo urgente y voy algo justo de tiempo -le dijo, alargándole el London Chronicle-. Al señor le gusta leerlo mientras desayuna -añadió, antes de desaparecer tras la puerta, y trasladando así a Ness la responsabilidad de hacérselo llegar a lord Brant-.

«Y yo que esperaba no tener que encontrármelo más», se dijo entre suspiros. Esperanza nada realista, si su intención era conservar el empleo. Al menos, tras lo sucedido la noche anterior, a él le habría quedado claro que no tenía interés en ser otra cosa que su ama de llaves.

La calva de Simon brilló al sol cuando, mientras cerraba la puerta, se encontró en la calle. Ness se dirigió al comedor donde se servían los desayunos, una habitación alegre, decorada en tonos amarillos y azules que daba al jardín. Tal vez el conde no hubiera bajado todavía. Si se daba prisa, podía dejar el periódico junto al plato, y así evitaría el encuentro.

Mientras se dirigía a la puerta desdobló el periódico y echó un vistazo rápido a los titulares. Cuando se encontraba a dos pasos del comedor, se detuvo en seco, petrificada.

«El barón Harwood llega a Londres y expone un extraño suceso de robo e intento de asesinato.»

Su corazón pareció detenerse en seco, lo mismo que sus pies, antes de reanudar sus latidos, convertidos ahora en palpitaciones aceleradas. Según el Chronicle, el barón había sido herido de gravedad en la cabeza en el transcurso de un robo cometido en Harwood Hall, su residencia campestre del condado de Kent. Su atacante le había producido un violento golpe que le había hecho perder temporalmente la memoria. Acababa de recobrarla en parte, y acudía a Londres en busca de los responsables del delito.

El artículo hacía referencia al valioso collar de perlas robado, aunque en él no se acusaba a sus hijastras. Al parecer, el barón valoraba demasiado su reputación como para originar un escándalo social. Lo que sí se facilitaba era una descripción resumida de dos jóvenes a quienes él consideraba sospechosas del crimen. Por desgracia, dicha descripción encajaba punto por punto con el aspecto físico de Alysson y de ella misma.

«Al menos no lo maté», pensó Ness con alivio, aunque a continuación, y no sin sentirse algo culpable, se le ocurrió que tal vez habría sido mejor haberlo hecho.

En aquel preciso instante, la puerta del comedor se abrió y entró el conde. Ness dio un respingo, escondió el periódico tras su espalda y se obligó a mirarlo.

Ness: Buenos días, señor.

Zac: Buenos días, señora Hudgens -respondió él, fijándose en la mesa-. ¿Ha visto usted mi periódico matutino? Simon suele dejármelo en la mesa del desayuno.

El ejemplar parecía quemarle entre los dedos.

Ness: No, señor. Tal vez esté en su gabinete. ¿Quiere que vaya a ver?

Zac: Iré yo

Tan pronto lord Brant se alejó, ella escondió el periódico entre sus faldones. Le disgustaba tener que engañarle, pero se alegraba de que el encuentro hubiera sido tan breve.

O al menos una parte de ella se alegraba. La otra se lamentaba de que él fuera capaz de mirarla como si nunca la hubiera estrechado entre sus brazos, contra su musculoso cuerpo, como si nunca le hubiera besado los labios, como si su lengua no la hubiera explorado…

Se detuvo, escandalizada con el curso de sus propios pensamientos. Fuera cual fuese su situación actual, no dejaba de ser una dama, no una de las mujerzuelas con que se relacionaba el conde. Pensar en lo sucedido la noche anterior era lo que menos le convenía. Decidida a olvidar el incidente, se dirigió a la planta superior en busca de Alysson, para advertirle de la publicación de aquel artículo.

Sin duda, lo más sensato en aquellas circunstancias era irse de Londres. Pero todavía no habían recibido la siguiente paga, y lo que habían cobrado hasta el momento apenas les alcanzaría para salir de la ciudad.

Después de mucho pensar, decidió que lo mejor sería seguir allí, pues era una manera de ocultarse a la vista de todos, con la esperanza de que no aparecieran más noticias en los periódicos o de que, si lo hacían, nadie relacionara la extraña historia del barón con su aparición en casa de lord Brant.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Ojalá así fuera. En caso contrario, no sólo acabaría en la cárcel; el barón tendría, al fin, la vía libre para hacer con Alysson lo que quisiera.

Transcurrieron tres días. Nadie mencionó el artículo del periódico, pero Ness seguía preocupada. Con todo, tenía muchas cosas que hacer, y debía supervisar las tareas de los demás empleados.

Una vez terminada la breve visita de lady Aimes, ordenó que cambiaran las sábanas de las habitaciones de invitados e inició la labor de registrar la despensa de la cocina. Cuando hubo terminado, fue en busca de Alysson.

Ness: Disculpe, señora Honeycutt, ¿ha visto usted a mi hermana? Creía que se encontraba en el salón Azul.

Honeycutt: Ahí estaba, señora Hudgens. Abrillantaba los muebles cuando el señor pasó por ahí. En ese momento ella miraba por la ventana. Ya sabe lo mucho que le gusta contemplar el jardín.

Ness: Ya.

Honeycutt: Bien, el caso es que el señor le preguntó si le apetecería salir a dar un paseo. Comentó algo de mostrarle el nido de petirrojos que había encontrado.

La preocupación de Ness se disparó al momento, lo mismo que su enfado. ¡Menudo canalla! Hacía sólo unos días había estado besándola a ella, y ahora se encontraba en el jardín intentando seducir a la pobre Alysson.

A paso ligero, se dirigió a las puertas ventana que daban al jardín, las abrió y accedió a la terraza de ladrillo rojo. El perfume de lavanda, mezclado con el de la tierra húmeda recién arada inundó sus fosas nasales, pero no vio a Alysson por ninguna parte.

Sus temores se dispararon. Si Brant le había puesto la mano encima, si la había lastimado de algún modo…

Recorriendo el sendero de grava, se dirigió a toda prisa hacia la fuente, punto donde todos los caminos del jardín se reunían como los radios de una rueda. Esperaba que, una vez allí, algo le indicara qué dirección habían tomado. Pero, para su sorpresa, no tardó en descubrir que se encontraban a plena luz del día, a pocos pasos de ella. Alysson contemplaba un racimo de hojas y bastoncillos que formaban un pequeño nido de ave.

Se encontraba a una distancia prudencial del conde, contemplando las ramas de un abedul. Al oír los pasos de Ness sobre la grava, lord Brant apartó la vista de Alysson y la clavó en ella.

Zac: Ah, señora Hudgens, me preguntaba en qué momento aparecería por aquí.

Ella intentó esbozar una sonrisa, pero descubrió que su rostro se mantenía rígido, como a punto de romperse.

Ness: Vengo a buscar a Alysson. Hay bastante trabajo pendiente y necesito su ayuda.

Zac: ¿Ah, sí? El caso es que he invitado a su hermana a acompañarme. Me ha parecido que le gustaría ver el nido de petirrojos que ha encontrado el jardinero.

Al fin Alysson los miró, con sus grandes ojos azules llenos de asombro.

Alysson: Ven a ver, Ness. Hay tres huevecitos azules manchados. Son preciosos.

Ignorando al conde que, lejos de enfadarse, mostraba un gesto parecido a la satisfacción, Ness ocupó el lugar de su hermana, se subió al taburete que el jardinero había colocado en la base del árbol y contempló el nido.

Ness: Sí, son preciosos, Alysson.

Bajó, impaciente por alejarse de Brant cuanto antes, y descubrió que se sentía algo celosa. Se trataba de un sentimiento del todo nuevo, que jamás había experimentado, por más que fuera consciente de la belleza de su hermana. En realidad, no era de su hermana de quien estaba celosa, pues aunque el conde se hubiera fijado en ella, su hermana no demostraba el menor interés por él.

Alysson: Supongo que el conde es un hombre agradable -le había dicho en una ocasión-, pero me pone nerviosa. Parece tan… tan…

Ness: Bueno, sí, en ocasiones puede intimidar un poco.

Alysson: Sí, y es tan… tan…

Ness: Lord Brant es… bueno… un hombre sin duda muy masculino.

Alysson había asentido.

Alysson: Nunca sé qué decirle ni qué hacer.

La voz profunda de lord Brant desvaneció aquel recuerdo de la mente de Ness.

Zac: Vamos, señorita Sarah. Parece que su hermana la necesita, de modo que nuestro agradable descanso ha terminado.

Miraba a Alysson y le sonreía, pero en sus ojos Ness no reconoció el calor que había visto en ellos cuando era ella el objeto de su mirada. Tomó a su hermana de la mano y la ayudó a bajar del taburete al que una vez más se había subido para contemplar el nido.

El conde les dedicó una última y cortés reverencia, como si fueran invitadas en vez de sirvientas.

Zac: Que pasen ustedes una buena tarde, miladies.

Una vez se encontraron lo bastante alejadas, Ness preguntó:

Ness: ¿Estás bien?

Alysson la miró.

Alysson: Ha sido muy amable al mostrarme el nido.

Ness: Sí… claro, muy amable.

Quería añadir algo, prevenirla de algún modo. Alysson ya había tenido una mala experiencia, aunque por fortuna no había sucedido nada irreparable. Se le hacía difícil creer que lord Brant pudiera resultar parecido a su padrastro, pero, si no era así, ¿por qué se habría molestado en salir al jardín con Alysson?

La oscuridad avanzaba al otro lado de la ventana. La niebla se apoderaba de las calles y cubría las casas. Después de la cena, Ness se había retirado a su habitación para seguir leyendo la novela de la señora Radcliffe que había sacado de la biblioteca. Poco después de las once, se quedó dormida en el sofá de la salita.

Al cabo de un rato la despertó alguien que llamaba a la puerta muy suavemente. Por un momento temió que fuese lord Brant, pero de haber sido él los golpes habrían resonado. Se puso el batín y se dirigió a la puerta a toda prisa. Para su sorpresa, era su hermana.

Ness: ¡Alysson! ¿Qué diab…?

La hizo entrar y cerró la puerta, alarmada por la expresión grave de su rostro. Se acercó a la lámpara que ardía con llama baja y aumentó su intensidad. Al momento la salita quedó inundada por un resplandor amarillento.

Ness: ¿Qué sucede, Alysson? ¿Qué te pasa?

La joven tragó saliva y, asustada, abrió mucho los ojos.

Alysson: Es… es el señor.

A Ness se le heló la sangre.

Ness: ¿Brant? -A la luz de la lámpara, distinguía la palidez de sus mejillas-. ¿Qué ha hecho el conde?

Alysson: Lord Brant me ha enviado un mensaje… Lo encontré bajo mi puerta. -Con dedos temblorosos, le alargó una hoja doblada, que Ness cogió-.

«Alysson: Desearía hablar con usted en privado. Suba a mi dormitorio a medianoche.» Y firmaba simplemente «Brant».

Alysson: No quiero ir, Ness, tengo miedo. ¿Y si… y si me toca igual que hacía el barón?

Ness releyó la nota y sintió que su indignación crecía por momentos. ¡Que Dios las protegiera! Sus temores sobre el conde eran fundados.

Ness: No te preocupes, cielo. No tienes que ir. Iré yo en tu lugar.

Alysson: Pero ¿no tienes miedo? ¿Y si te pega?

Ness negó con la cabeza.

Ness: Puede que el conde sea malvado, pero creo que no es de los que van por ahí pegando a las mujeres -replicó, pero sin saber qué le hacía pensar de ese modo-.

Hasta el momento se había equivocado del todo con ese hombre. Había llegado a creer que era distinto de los demás, más abierto, algo menos tolerante. Le había importado más de la cuenta descubrir que él también carecía de escrúpulos.

Fuera la clase de hombre que fuese, esa noche pensaba enseñarle una lección sobre las consecuencias de intentar seducir a una niña inocente.

Zac echó otro vistazo al reloj de la chimenea, como ya había hecho al menos en otras veinte ocasiones. Pasaban dos minutos de las doce. Vestido sólo con camisa y boxers, se recostó en la cama. Esperaba que su plan funcionara, que su estratagema le diera la victoria.

Que sacrificando al peón lograra atrapar a la reina.

Era un movimiento peligroso, y lo sabía. Aun así, Vanessa Hudgens era una rival difícil, por lo que se había visto obligado a idear una aproximación distinta de la que en principio pretendía.

Sonrió al oír, al fin, cuatro golpes secos en la puerta. No se trataba de la forma de llamar suave e insegura que Alysson habría empleado, sino de una mucho más firme y furiosa; sólo podía corresponder a su hermana.

Zac: Entre -murmuró. Esperó a que se abriera la puerta y comprobó que, en efecto, era Vanessa. Pese a la oscuridad, aunque no pudo verle el rostro reconoció su menor estatura y su gesto combatiente-. Llega tarde -informó , posando la vista en el reloj de la chimenea-. Especifiqué que debía presentarse a las doce. Y pasan tres minutos.

Ness: ¿Tarde? -repitió ella en un tono que no dejaba lugar a dudas respecto a la furia que la dominaba-. Sean tres minutos o tres horas, el caso es que Alysson no va a venir.

Vanessa avanzó un paso, penetrando en un espacio iluminado por el claro de luna que se filtraba por la ventana. Zac se fijó en que llevaba el pelo suelto, que se ondulaba ligeramente por su espalda y resplandecía aquí y allí. Se moría de ganas de pasarle los dedos y palpar su tacto sedoso. Bajo el batín, sus senos se movían al compás de su respiración, y él deseaba cogerlos con las manos, agachar la cabeza y llenarse la boca con ellos.

Ness: Siento decepcionarle, señor, pero su plan de seducción ha fracasado. Alysson sigue a salvo en su dormitorio.

Zac se levantó de la cama y fue hacia ella, como un león dispuesto a atrapar su presa.

Zac: Mejor así.

Ness: No le entiendo. Usted le envió una nota y le pidió que viniera. Planeaba seducirla. Usted…

Zac: Se equivoca, querida Vanessa. Le pedí que viniera porque sabía que usted no se lo permitiría y se presentaría en su lugar. -Entonces le puso las manos en los hombros y sintió su tensión. Muy despacio, la atrajo hacia sí-. Es a usted a quien deseo, Vanessa. Así ha sido casi desde el principio.

Y la besó.

Ness sintió que le faltaba el aire cuando la boca del conde se posó sobre la suya. Durante un instante, permaneció inmóvil, dejando que el calor invadiera todo su cuerpo, absorbiendo su sabor, apenas consciente de la dureza del cuerpo varonil que se pegaba contra el suyo. Pero entonces recordó por qué se encontraba allí, que era a Alysson a quien lord Brant deseaba en realidad. Apoyó las manos contra su pecho para alejarlo, apartó la cabeza y forcejeó hasta liberarse de su abrazo.

Ness: ¡Miente! -exclamó con la respiración entrecortada por la ira, o eso quiso creer-. Lo dice porque soy yo quien está aquí y no Alysson. -Retrocedió unos pasos-. Tomaría usted a cualquier… a cualquier mujer que se presentara en su habitación.

El conde negó con la cabeza y avanzó hacia ella, que siguió retrocediendo hasta que alcanzó la pared. Ya no podría alejarse más.

Zac: ¿No se lo cree? Usted y yo jugamos a un juego. Y el premio que yo deseo es usted, no Alysson.

Ness: No me lo creo. Todos los hombres desean a mi hermana.

Zac: Alysson es una niña y siempre lo será, por más años que cumpla. Usted es una mujer, Vanessa. -Le clavó los ojos leoninos en los suyos-. En el fondo, sabe muy bien que es a usted a quien quiero.

Ness tragó saliva, miró aquellos ojos azules e hizo esfuerzos por no echarse a temblar. Recordó aquella misma mirada la noche en que había irrumpido en su cuarto, recordó cómo la había besado en su gabinete, las vagas indirectas sobre su deseo de convertirla en amante suya. Por más improbable que pareciera, creía que él decía la verdad.

El conde le levantó la barbilla, acercó el rostro y le atrapó los labios con los suyos. Fue un beso dulce y persuasivo, que la llevaba a entregarse, la seducía con cada roce. Luego le besó las comisuras de los labios y en torno al cuello.

Ness: Si dice usted la verdad -susurró-, ¿por qué no me envió la nota a mí?

Sintió que el conde esbozaba una sonrisa.

Zac: ¿Habría venido?

Por supuesto que no.

Ness: No.

Zac: Eso creía yo -pactó, y volvió a besarla-.

Las manos de Ness ascendieron por el torso del conde y se posaron sobre la pechera de su camisa. Dios bendito, aquello era como llegar al cielo, la dulzura y el calor de aquellos besos, aquellos labios blandos y duros a la vez que encajaban a la perfección en los suyos, que vencían todas sus defensas y la atraían, que daban y tomaban a la vez.

Zac: Ábrete a mí -murmuró, y su lengua se coló entre sus labios-.

Ness se agitó, recorrida por un escalofrío. Los besos del conde eran cada vez más profundos, y ella sintió flaquear sus fuerzas. Le rodeó el cuello con los brazos y él la atrajo aún más hacia sí. Ness temblaba.

Sabía que debía detenerle. Él era el conde de Brant, un conquistador y un vividor que la arruinaría si ella permitía que sucediera lo que estaba a punto de suceder. A él todo le traía sin cuidado excepto el deseo de satisfacer sus bajos instintos. Sin embargo, percibía una necesidad en él, la había percibido desde la noche en que se había presentado en su dormitorio.

También su necesidad afloraba a la superficie a borbotones, renacía a cada embestida de su lengua, se hacía más profunda con cada caricia que él dedicaba a sus senos, quedándose en ellos, moldeándolos por encima del camisón, transmitiéndole un calor que le recorría el cuerpo. Le temblaban las piernas. El conde volvió a besarle el cuello mientras le abría el batín azul e introducía una mano en su interior, sobre la delgada tela de algodón. Cubrió su pecho y con el pulgar empezó a acariciarle el pezón.

Zac: Dios, cómo te deseo -musitó él, tirando de la cinta que le cerraba el camisón a la altura del cuello, aproximándose más para acariciar la plenitud de sus pechos. A Ness se le secaba la boca. No podía tragar. Sus pezones, presionados contra aquellas manos, se hinchaban por momentos-. Entrégate a mí -añadió él en voz muy baja-. Sé que tú también lo deseas.

Dios santo, era cierto. Jamás había deseado tanto una cosa. Ansiaba saber adónde conducía aquel calor, deseaba que él la acariciara, que le besara todo el cuerpo. Él figuraba en todos sus sueños prohibidos, todas sus desbocadas fantasías. Hacía tiempo que sabía que ella no era como Alysson, sino que sentía impulsos y deseos, y desde luego deseaba al conde de Brant.

Ness meneaba la cabeza, intentaba escabullirse. El conde la mantenía firmemente sujeta.

Zac: No me digas que no. Deja que cuide de ti. Tendrás una vida mejor, y podrás velar por Alysson. A ninguna de las dos os faltará de nada.

Lord Brant lo decía sin rodeos. Quería convertirla en su amante. No deseaba a Alysson, la deseaba a ella, la hermana mayor, la más vigorosa, no a la guapa. La idea le aturdía. Considerando la vida a que debía enfrentarse y el deseo que sentía por él, no se trataba de una mala proposición.

Pero Ness no se veía capaz de aceptarla.

Le sorprendió descubrir que los ojos se le inundaban de lágrimas. Sin dejar de mover la cabeza a izquierda y derecha, se apartó un poco, logró levantar la vista y vio aquel atractivo y malicioso rostro.

Ness: No puedo… no puedo… Por más perverso que sea, me gustaría poder pero… -volvió a negar con la cabeza- sencillamente no puedo.

Él, con gran ternura, le rozó la mejilla con un dedo.

Zac: ¿Estás segura? No es algo tan perverso, entre dos personas que comparten necesidades similares, y además en tu caso debes pensar en Alysson. Las dos tendríais el futuro asegurado.

Ness se sintió culpable. Tal vez sí debiera hacerlo por ella. Aunque tal vez aquello fuera sólo una excusa.

En cualquier caso, sencillamente no podía renunciar a sus principios de ese modo. Además, por si fuera poco, estaba el asunto del robo y el intento de asesinato de su padrastro. Tuvo que reprimir un repentino y necesario impulso de relatarle todo lo sucedido, de echarse en sus brazos e implorarle su ayuda.

Pero no podía correr ese riesgo.

Ness: Estoy convencida, señor.

Con dulzura, muy despacio, él se inclinó y le besó las lágrimas.

Zac: Tal vez con el tiempo cambies de opinión.

Ness dio un paso atrás y, temblorosa, aspiró hondo, aunque en aquel momento nada deseaba más que otro beso suyo, nada quería más que permitir que le hiciera el amor.

Ness: No cambiaré de opinión. Dígame que no volverá a proponérmelo. Dígamelo, o me veré obligada a marcharme.

Notó algo en la expresión del conde, un remolino de sentimientos que no era capaz de descifrar. Transcurrieron unos momentos y lord Brant suspiró.

Zac: Si ése es de verdad su deseo -dijo, recuperando el tratamiento formal-, no volveré a proponérselo.

Ness: Quiero que me dé su palabra de caballero.

Las comisuras de sus labios se curvaron ligeramente.

Zac: Después de lo sucedido esta noche, ¿todavía me considera caballero?

Ella logró esbozar una temblorosa sonrisa.

Ness: Sí, aunque no me haga explicarle por qué, pues lo desconozco.

El conde se volvió y se alejó más de ella.

Zac: Está bien, le doy mi palabra. Está a salvo de mí, señora Hudgens, aunque estoy seguro de que lo lamentaré mientras usted siga sirviendo en esta casa.

Ness: Gracias, señor.

Se volvió para irse, convenciéndose de que había hecho lo correcto y sintiéndose tan desgraciada como el día en que le informaron de la muerte de su madre.

El débil eco de la puerta al cerrarse se le clavó como un cuchillo. Su cuerpo aún latía de deseo, le dolía de frustración. Zac la deseaba mucho, más incluso de lo que había creído. No obstante, el sentimiento que ahora le embargaba no podía describirse sino como alivio.

Con el paso de los años había ido sintiéndose algo aburrido de las mujeres, volviéndose más insensible a ellas, pero jamás se había rebajado tanto en sus intentos de seducción como esa noche.

Podía haberle insistido en las ventajas que ella obtendría. Como amante, Vanessa, junto con su hermana, habría estado bien cuidada. Él habría velado por su estabilidad económica, incluso después de que su relación hubiera terminado.

Sin embargo, no sin cierta perversión, le aliviaba que ella no hubiera aceptado. En las semanas que llevaba a su servicio en la casa, había llegado a respetarla e incluso a admirarla. Se entregaba a su trabajo, por menos colaboración que recibiera del resto de los empleados. Era inteligente, aguda, decidida y leal con sus seres queridos. De la integridad de sus valores morales ya no le cabía duda; aquella noche había vuelto a demostrárselo.

Se merecía mucho más que la breve relación sexual que habría tenido con él.

Con todo, seguía deseándola. Al quitarse la camisa y los boxers, a punto de acostarse, su cuerpo seguía excitado. Recordó sus besos inocentes pero apasionados, y se estremeció con el dolor de la ausencia.

Pero Vanessa Hudgens se encontraba a salvo de él. Zac le había dado su palabra y no la rompería. Ella seguiría siendo su ama de llaves, y nada más.


jueves, 28 de abril de 2011

Capítulo 4


Alysson: ¿Ness? -subía corriendo las escaleras. Habían transcurrido tres días desde que el conde había irrumpido en su dormitorio y las cosas parecían haber vuelto a la normalidad-. Gracias a Dios te encuentro.

Ness: ¿Qué sucede, tesoro?

Alysson: La señora Green y su hija Ainhoa. Han tenido que retirarse. La señora Green dice que tiene fiebres, y cree que Ainhoa también las ha contraído.

Ness: ¿Fiebres? Esta mañana se las veía perfectamente.

Entonces recordó que les había encomendado la tarea de preparar dos de las habitaciones de invitados de la planta de arriba, pues el señor esperaba la llegada de lady Aimes, una de sus primas, que vendría con su hijito David. Aquello no era sino otro intento de boicotearla y obligarla a abandonar el puesto, pero ya era demasiado tarde para hacer nada al respecto.

Se volvió y consultó el reloj de la entrada. El día avanzaba con rapidez. El resto del personal se encontraba ocupado, trabajando a regañadientes en las tareas que les había asignado. Cualquier intento de reorganizar sus horarios no haría sino empeorar las cosas, y el remedio sería peor que la enfermedad.

Ness: Ya me ocupo yo de todo, Alysson. Tú vuelve junto a la señora Wadding y ayúdale a terminar. Está fuera, sacudiendo alfombras.

Alysson bajó apresuradamente la escalera para incorporarse a sus labores, y Ness se dirigió a la planta inferior a buscar la escoba, la fregona y un cubo.

Todas las habitaciones de la casa eran preciosas, y las dos que había escogido para alojar a los invitados de lord Brant daban al jardín. Los colores elegidos para la decoración de una de ellas eran el melocotón y el crema, mientras que en la otra predominaban los tonos azul celeste.

Tras decidir que ésta debía ser la del niño, puso manos a la obra. Abrió las ventanas para que la brisa veraniega la aireara, ahuecó los almohadones de plumas, quitó el polvo de los cuadros y de la repisa de la chimenea. Cuando acabó, repitió la misma operación en el otro dormitorio, contenta al ver que al menos ya habían cambiado las sábanas. Acto seguido, se dispuso a fregar los suelos de parquet.

Se encontraba arrodillada, frotando una mancha especialmente rebelde, cuando un par de brillantes zapatos de hombre aparecieron en su campo de visión. Alzó la mirada, que recorrió unas piernas largas masculinas, un amplio torso y unos hombros anchos.

Ness se incorporó y quedó en cuclillas, mirando al conde.

Ness: ¿Señor?

Zac: ¿Qué demonios está haciendo?

Ness bajó la mirada y comprobó que se le habían mojado los faldones, que la blusa, empapada, se le pegaba a los senos y silueteaba sus pezones.

Al parecer, Brant también se había dado cuenta. Sus ojos se mantenían clavados en ese punto, y parte del calor que había intuido en su mirada días atrás volvió a asomar a ellos. Como él seguía concentrado en la tela húmeda adherida a su escote, Ness acabó por ruborizarse y tragó saliva, fingiendo que todo era normal.

Ness: Dos camareras se han puesto enfermas -aclaró-. Así que las sustituyo para terminar las tareas antes de que lleguen sus invitados.

Zac: ¿Es eso cierto?

El conde apretó la mandíbula. Ness sintió deseos de salir huyendo de allí. Cuando Brant la agarró del brazo y la levantó del suelo, no pudo evitar soltar un gritito.

Zac: Maldita sea, no la he contratado para que friegue suelos sino para que lleve la casa. Hay una gran diferencia entre ambas cosas.

Ness: Pero es que…

Zac: Hay un ejército de criados en esta casa. Busque a alguien que se ocupe de las habitaciones. -La expresión de horror que detectó en el rostro de ella lo desconcertó-. No se moleste, ya envío yo mismo a alguien.

Para asombro de la chica, el conde abandonó el dormitorio y se dirigió a la planta inferior. Le oyó llamar a Simon gritando y, minutos después, la señorita Honeycutt y la señora Wadding se presentaron en la habitación.

Decidida a actuar con al menos un esbozo de la autoridad de un ama de llaves, Ness les ordenó que terminaran de fregar el suelo de las dos habitaciones y que luego rociaran unas gotas de esencia de lavanda sobre los cojines bordados.

Como todavía debía organizar los menús de la semana y preparar las listas de la compra, las dejó solas y regresó a la planta de servicio. Cuando iba camino de su habitación para cambiarse de blusa, pasó frente al gabinete del conde, cuya puerta estaba abierta. Sus pasos parecieron frenarse en contra de su voluntad, y se descubrió a sí misma volviendo la cabeza para echar un vistazo. Su mirada buscó el tablero de ajedrez.

Le sorprendió que el caballo blanco no hubiese sido devuelto a su casilla original, sino que seguía exactamente en la que ella lo había dejado. Y, aún más sorprendente, el conde había contraatacado con otro movimiento.

No es que él supiera que la partida la había continuado ella. Sin duda creía que se trataba de algún criado, pues durante la escena de la otra noche había usado siempre el género masculino para referirse al responsable del desaguisado. Aquello era lo que más la irritaba. Tal vez el conde creía que había sido Simon quien lo había desafiado, o uno de los lacayos contratados no hacía mucho.

Como fuese, al mover su alfil en respuesta al desafío, era evidente que había aceptado el reto. O eso, o se trataba de una trampa para descubrir si el responsable tenía agallas como para desobedecer una vez más sus órdenes.

Ness consideró esa segunda opción, temerosa ante la posibilidad de perder su trabajo. No obstante, se dijo que el señor no la despediría por una simple partida de ajedrez. Y así, segura de que podría convencer al conde si hacía falta, incapaz de no asumir cualquier desafío que se le presentara, se sentó frente al tablero y pensó en la mejor manera de responder al contraataque de su rival.

Caía la tarde. Había transcurrido otra jornada. Los días de junio eran cada vez más largos y calurosos. Con tantos proyectos en marcha, Zac apenas tenía tiempo para recibir visitas. Su prima Ashley era la excepción.

Sentada en un sofá turquesa pálido con bordados, en el salón Azul, Ashley Seeley Tisdale, vizcondesa de Aimes, era la hermana que Zac nunca tuvo. Rubia, de piel clara, era alta, delgada y con una estructura ósea privilegiada. Cuando eran niños, Zac siempre se había mostrado protector con ella, la única mujer entre tres niños salvajes, aunque, a decir verdad, Ashley era más que capaz de cuidar de sí misma.

Zac cruzó la habitación de techos altos, de los que colgaba una araña, y se detuvo ante el sobrecargado aparador para servirse otro coñac.

Zac: ¿Cómo está Scott? -preguntó, refiriéndose al esposo de la vizcondesa-. Espero que bien.

Sosteniendo una delicada taza de porcelana adornada de oro, Ashley bebió un sorbo de su manzanilla.

Ash: Aparte de quejarse por haber contraído compromisos con anterioridad y no poder acompañarnos, se encuentra bien. Te envía recuerdos.

Zac bebió de su copa.

Zac: David ha crecido mucho desde la última vez que le vi. Apenas lo reconocí.

Ashley sonrió complacida. Su esposo y su hijo eran las personas más importantes de su vida.

Ash: La verdad es que cada vez se parece más a su padre.

Zac: Tienes una familia encantadora, Ashley.

Ash: Sí, soy afortunada en ese sentido. Tal vez va siendo hora de que tú también pienses en tener la tuya, Zac.

El conde se acercó al sofá con la copa en la mano.

Zac: Últimamente he pensado bastante en ello. Intento armarme de valor para entrar en el mercado del matrimonio, aunque admito que, por el momento, no me siento con fuerzas.

Ash: Al menos ya has empezado a considerar la idea, que no es poco.

Zac: Y no sólo la he considerado. He decidido casarme. Ahora ya sólo es cuestión de escoger a la mujer adecuada.

Ash: ¿Has pensado en alguna en concreto?

Sus candidatas, por el momento, eran Mary Anne Winston y Samantha Fairchild, las dos jóvenes que encabezaban su lista particular, aunque de momento no se sentía preparado para revelar ningún nombre.

Zac: No, aún no.

Ash: Dime, al menos, que has abandonado la absurda idea de casarte con una heredera. Por experiencia te digo que es más importante amar a la persona con la que vas a compartir tu vida.

Zac: Tal vez para ti lo sea -objetó él, y bebió un sorbo de coñac-. Me temo que yo no podría reconocer siquiera ese sentimiento, aunque veo que tú eres feliz con Scott, se te nota en la cara.

Ash: Soy muy feliz, Zac. Y si no lo soy del todo es porque echo de menos a Andrew.

Aquél era el motivo de su visita. Había acudido a obtener noticias de su hermano, y esa misma mañana, durante el desayuno, ya habían hablado brevemente de él. Zac dejó la copa sobre una mesita.

Zac: Ojalá pudiera contarte más. Al menos sabemos que el Sea Witch no se hundió durante una tormenta. Según Edward Legg, Andrew estaba vivo cuando lo sacaron del barco.

Ash: Sí, y en cierto modo supongo que es una excelente noticia. Mi hermano es un hombre fuerte, y los dos sabemos lo testarudo que puede llegar a ser. Debemos creer que sigue con vida. Lo que implica que nuestra misión ha de consistir en averiguar dónde lo han llevado.

Ojalá fuera tan fácil, pensó Zac. Aspiró hondo, acumulando fuerzas para explicarle las dificultades a las que deberían hacer frente en su renovado esfuerzo por localizar a su hermano. Cuando se disponía a hablar, alguien llamó tímidamente a la puerta.

Zac: Será Pendleton -expuso, y agradeció la interrupción-. Esta mañana he recibido un mensaje suyo, tal vez haya obtenido más información.

Abrió la puerta, y el coronel de pelo plateado entró en la sala. Hizo una reverencia a Ashley y se fijó en su pelo rubio, suelto, en sus preciosos rasgos, en su vestido de seda verde pálido, que se ajustaba como un guante a sus curvas femeninas.

Intercambió unas frases con Zac, antes de dirigirse a Ashley.

Pendleton: Supongo, lady Aimes, que lord Brant le habrá informado de las últimas noticias acerca del capitán Seeley.

Ash: Así es. Los dos esperábamos que tal vez llegara usted con información sobre su paradero.

Pendleton: Por desgracia, todavía no es así. Sin embargo, esta misma mañana ha llegado a las costas de Francia un informante contratado por nosotros con la misión de localizar la prisión en que tal vez se encuentre su hermano.

El semblante de Ashley palideció.

Ash: Una prisión. Supongo que siempre me he negado a contemplar esa posibilidad. No soporto la idea de que mi hermano se encuentre sufriendo en un lugar así.

Pendleton: Estimada dama, no desespere. Una vez conozcamos con exactitud el paradero del capitán, hallaremos la manera de rescatarlo.

Ashley asintió y logró esbozar una temblorosa sonrisa.

Ash: Sí, estoy segura de que así será.

Zac: Entretanto -intervino-, el coronel Pendleton ha prometido mantenernos informados de todas las noticias que reciba, y yo haré lo mismo.

El encuentro se prolongó unos minutos más, y al fin Pendleton se marchó. Ashley, que quería asegurarse de que David se encontraba bien, salió tras él, dejando solo al conde.

Una vez más, las noticias sobre Andrew habían sido positivas. Por primera vez en un año, sentía que hacían progresos.

Al pensar en Andrew, su mirada se trasladó al tablero de ajedrez. Había algo distinto. Se acercó y comprobó que alguien había movido otra pieza. Un arrebato de ira lo recorrió.

Estaba seguro de que el ama de llaves habría transmitido sus órdenes a los criados. Para asegurarse, había tendido una trampa al malhechor, retándolo a desobedecer una vez más sus instrucciones. El caballo de marfil seguía en su sitio, pero en respuesta a su contraataque, ahora la reina blanca había avanzado tres casillas.

Estudió el tablero. Se trataba de un movimiento intrigante. Su alfil seguía en peligro, y si no se andaba con cuidado, tal vez perdiera la torre. Se dijo que debería volver a colocar las piezas en su posición original. Era Andrew quien debía proseguir la partida, pero no lograba convencerse del todo. Tal vez era buena señal que, con las últimas noticias de su primo, el juego hubiera proseguido.

Se preguntó si Simon se habría tomado la molestia de desafiarlo, con la intención de darle ánimos en el asunto de Andrew. Quizá, como ya había pensado la primera noche, se tratara de alguno de los nuevos lacayos.

De pronto, una idea inquietante cruzó por su mente. Seguro que Alysson Hudgens no tendría ni idea de jugar a algo tan sofisticado como el ajedrez, pero su hermana… No podía ser. Vanessa Hudgens no podía estar jugando -y ganando- la partida.

Eran pocas las mujeres que jugaban, y menos aún las que lo hacían con un mínimo de destreza, y sin embargo aquellas últimas jugadas demostraban que su nuevo -o nueva- contrincante sabía lo que se hacía. Que su rival fuera Vanessa Hudgens le resultó, además de improbable, intrigante en grado superior.

Se sentó en una de las adornadas sillas y siguió estudiando el tablero. En el silencio del gabinete oía el tictac del reloj. El tiempo transcurría. Levantó su caballo negro y respondió al último ataquede su misterioso oponente.

Ness bostezó y arqueó la espalda, tratando de aliviar la tensión en hombros y cuello. La jornada había resultado más dura que la anterior. El ambiente que se respiraba en la planta del servicio era inequívocamente hostil hacia ella, y el enfado silencioso de la señora Rathbone atacaba los nervios de todos.

Ness, en tanto que ama de llaves, estaba autorizada para despedir a aquella mujer y contratar una sustituta, pero en cierto modo no le parecía justo. Lo que debía hacer era ganarse su lealtad, aunque no tenía la menor idea de cómo lograrlo.

Después de todo el día trabajando, le pareció que le convendría respirar un poco de aire puro, de modo que se acercó a los ventanales que daban al jardín y, casi sin querer, los abrió; al momento se sintió bañada por los rayos de aquel sol de verano. Nubes blancas surcaban el cielo, una con forma de dragón, otra con forma de damisela atormentada. Aquella última imagen no le gustó demasiado y se puso a caminar por el jardín, frondoso y verde, con vivas flores de azafrán que crecían entre los senderos de grava, y pensamientos granates que, débiles, le salían al paso.

No debía estar ahí fuera. Ella no era una invitada, sino una sirvienta. Sin embargo, hacía tanto que no disfrutaba del murmullo del agua de las fuentes, de la fragancia de la lavanda en el aire… Se detuvo junto a la fuente redonda, escalonada, cerró los ojos y aspiró hondo.

David: ¿Es usted la señora Hudgens?

Ness abrió los ojos al momento. Bajó la vista y se encontró con un niño pequeño, de pelo castaño oscuro.

Ness: Eh… sí, lo soy -sonrió-. Y tú debes de ser el señorito David Tisdale.

El pequeño sonrió también y, al hacerlo, reveló la ausencia de los dos dientes delanteros. Tenía cinco o seis años, unos preciosos ojos azules y una sonrisa que le iluminaba el rostro.

David: ¿Cómo ha sabido mi nombre?

Ness: Oí a tu madre y a lord Brant durante el desayuno. Hablaban de ti.

David: Yo también he oído hablar de usted a alguien. -Levantó más la cabeza para mirarle a los ojos-. ¿Por qué no cae bien a nadie?

Ness torció el gesto.

Ness: ¿Fue el conde quien hablaba de mí?

David negó con la cabeza.

David: No, una señora que se llama Rathbone, y que le decía cosas a un cocinero. Le decía que es usted la amancebada de lord Brant, que por eso la ha contratado. ¿Qué es «amancebada»? Yo creía que era un cereal, o algo así.

Seguro que se había ruborizado hasta las orejas. ¡Cómo se atrevían a decir algo así! Volvió a pensar en la posibilidad de despedir a aquella arpía, pero una vez más se contuvo.

Ness: Bueno, una amancebada es una mujer que hace algo que no debe. Pero eso no es verdad. Y por eso mismo tú no deberías hacer caso de los cotilleos de la gente. -Se agachó y le agarró la mano. Tenía que cambiar de tema cuanto antes-. ¿Te gustan los cachorros?

El niño asintió con entusiasmo.

Ness: Bueno, pues entonces estás de suerte. En las caballerizas acaba de nacer una nueva camada de perritos.

El niño sonrió y un hoyuelo se le formó en la mejilla.

David: Me encantan los cachorros, en especial los negritos de pelo rizado.

Ness: Vamos a verlos -dijo aliviada. Sin soltarle la mano, tiró de él para que la acompañara-.

David la acompañó sin soltarle la mano. Cuando iban a entrar en las caballerizas, en ese momento lord Brant salía de ellas.

El conde se detuvo frente a los dos.

Zac: Vaya, veo que ya se conocen.

La infamia de la señora Rathbone resonó en su mente, y con ella volvió el rubor a sus mejillas. Habría querido gritarle, decirle que él era el culpable de los rumores que circulaban por la casa, pero lo cierto era que ella también tenía parte de responsabilidad, pues jamás habría debido aceptar el puesto de ama de llaves. Trató de mantener las formas.

Ness: Sí, nos hemos conocido en el jardín -dijo con cierta dureza en la voz. Ojalá tuviera el valor de despedirse en ese mismo instante. Pero eso no podía hacerlo de ninguna manera. Debía pensar en Alysson y en lo que les sucedería a las dos si lo hacía…- David y yo hemos venido a visitar a los cachorros. Si nos disculpa, señor.

Pero Zac no se movió lo más mínimo y siguió ahí, alto y tan ancho de hombros que les impedía el paso.

Zac: Sí, he oído que ha nacido una camada del chucho del cochero. Si no le importa la compañía, a mí también me apetecería verlos.

Sí que le importaba la compañía, y mucho. Los criados ya habían empezado a murmurar. No quería echar más leña al fuego de aquellas lenguas dañinas.

Sin embargo, tampoco podía echarlo de sus propias caballerizas. David y ella avanzaron y el conde les siguió, situándose junto al ama de llaves. Ness se estremeció al sentir el roce de su mano en la cintura mientras la guiaba por el sombrío recinto. Pasaron junto a un carruaje negro y brillante situado al fondo.

Oyó el amortiguado frufrú de sus propios faldones en contacto con la pierna del conde, y el corazón empezó a latirle con más fuerza. Cuando su brazo musculoso le rozó el pecho en el momento de cederle el paso a través de la puerta que conducía a un espacio de dimensiones más reducidas, lleno de arneses y cubierto de heno, sintió un vacío en el estómago.

Al fin llegaron al cercado donde los cachorros dormían junto a su madre, una perra flaca, blanca y negra, pero el conde seguía pegado a ella. Ness intentaba mantener la distancia, pero en realidad no podía, pues el lugar era muy estrecho.

Ness: Tienen apenas unos días de vida -comentó con dulzura y ella, que sintió su aliento en la mejilla, empezó a temblar, ruborizada-.

David: ¿Puedo coger uno? -preguntó sin apartar la vista de los cachorros, tan fascinado como si se tratase de ejemplares de pura raza-.

Zac: Son demasiado pequeños -respondió Brant, que se agachó y, cariñosamente, despeinó al pequeño-. Tal vez la próxima vez que vengas de visita.

David: ¿Crees que podría quedarme con uno?

El conde sonrió y Ness volvió a sentir un hormigueo en el estómago.

Zac: Si tu madre te deja. ¿Por qué no vas a preguntárselo?

David salió como un rayo de las caballerizas, dejándola sola con lord Brant en la oscuridad de aquel lugar.

Ness: Yo… eh… será mejor que vuelva a la casa. Tengo mucho que hacer.

Zac: Parece usted algo acalorada -apuntó clavándole la mirada-. ¿Se encuentra bien, señora Hudgens?

El conde se había acercado tanto a ella que oía los latidos de su corazón, y veía con todo detalle la curva de su labio inferior, el ligerísimo pliegue que se le formaba en las comisuras.

Ness: Es que… es que esto está un poco encerrado. Creo que me vendría bien respirar aire fresco.

Zac esbozó una sonrisa.

Zac: Sí, por supuesto. -Se apartó tan bruscamente que ella estuvo a punto de perder el equilibrio. Pero entonces alargó la mano y la sostuvo-. Parece algo débil. Permítame ayudarla.

Ness: ¡No! Quiero decir… estoy bien. De verdad.

Zac: Déjeme al menos que la ayude a salir.

¡Dios santo! La ayuda de Brant era precisamente lo que menos le convenía. Lo que de verdad le hacía falta era salir corriendo de allí, alejarse de él lo antes posible. ¿Por qué de pronto aquello se convertía en una tarea tan difícil?

Intentó ignorar la cercanía de sus cuerpos, la fuerza de la mano de aquel hombre que le agarraba la cintura y la guiaba por las caballerizas camino del sol, que se ocultaba tras la fuente del jardín. Aun así, no podía evitar el rubor en las mejillas y un aleteo incesante en el vientre.

Al salir al aire libre recuperó parte del control y se sintió algo mejor.

El conde, educadamente, se retiró unos pasos.

Zac: ¿Se encuentra mejor?

Ness: Sí, mucho mejor, gracias.

Zac: Entonces me retiro para que pueda seguir con su trabajo. Buenas tardes, señora Hudgens.

Ness lo miró alejarse. El corazón seguía latiéndole con fuerza y le temblaban las piernas. Se había comportado como un perfecto caballero y, sin embargo, ella seguía sin aliento. Dios del cielo, ¿y si en verdad tuviera malas intenciones respecto a Alysson…?

En aquel estado de inquietud, regresó a la casa, más preocupada que nunca por la honra de su hermana.

Una tormenta de verano barría la ciudad y negros nubarrones ocultaban la delgada rendija de la luna. Los truenos resonaban más allá de las ventanas, y Ness avanzaba con sigilo por la casa a oscuras, camino del gabinete del conde. El reloj de pared de la entrada dio las doce. Ya era medianoche.

En Londres, la temporada social estaba en la cumbre. Lady Aimes asistía a una fiesta en compañía de amigos y, como era su costumbre, el conde había salido aquella noche.

Hacía un rato que la mayoría de criados se había retirado a sus habitaciones, entre ellos Ness. Tendida en la cama, se repetía una y otra vez que no debía moverse de allí, que debía ignorar el último movimiento de lord Brant en la partida de ajedrez. Sin embargo, el desafío le resultaba insoportablemente tentador.

Tan pronto la casa quedó en silencio, se echó el batín acolchado sobre los hombros, cogió la lámpara de aceite de ballena que iluminaba su salita y se dirigió hacia las escaleras.

Al entrar en el gabinete se fijó de inmediato en el tablero de ajedrez. A la luz de la lámpara, las piezas de ébano y marfil proyectaban sus alargadas sombras. Iba descalza y el suelo de madera estaba frío, aunque no lo notaba. Avanzó silenciosamente de puntillas hacia el tablero y se sentó en una de las sillas de respaldo alto que lo rodeaban.

Tras dejar la lámpara en la mesa, estudió la evolución de la partida, apenas consciente del crujido de las ramas que rozaban la fachada de ladrillo y de las fugaces apariciones de la luna entre nubes pasajeras. Al contemplar la posición de las piezas tuvo un instante de satisfacción. El conde había mordido el anzuelo. La trampa que ella le había tendido le haría perder la torre.

Levantó un peón para cobrarse la pieza, pero se dio cuenta de que la reina quedaba desprotegida. Sonrió. Aquel hombre no era tan tonto. Debería proceder con más cuidado. Se puso a meditar, y así seguía, totalmente absorta en sus pensamientos, planeando una estrategia que le permitiera ganar la partida, cuando una voz ronca, a sus espaldas, la devolvió a la realidad.

Zac: Tal vez lo mejor sea comer la torre, como quería en un principio. Siempre existe la posibilidad de que su contrincante no se dé cuenta del peligro en que deja a su reina.

La mano de Ness quedó petrificada sobre el tablero. Se giró despacio y, al alzar la vista, se topó con el rostro del conde.

Ness: Eh… no creo que… que le pase por alto. Creo que él… que usted es un excelente jugador.

Zac: ¿En serio? ¿Es por eso que ignoró mis deseos y ha seguido jugando a pesar de que le ordené que no lo hiciera?

Ness se incorporó, confiando en reducir de ese modo la desventaja en que se encontraba. Pero al levantarse se percató de su error, pues al ponerse en pie quedó a apenas un palmo de lord Brant que, lejos de retirarse, la obligó a permanecer en su sitio, atrapada entre la silla y la sólida muralla de su pecho.

Zac: ¿Y bien, señora Hudgens? ¿Es por eso que desobedeció mis órdenes? ¿Porque soy un excelente jugador?

Ness tragó saliva. El conde era un hombre alto, de complexión fornida, y ella conocía de primera mano lo inestable de su temperamento. De su padrastro había aprendido qué sucedía cuando hacías enfadar a esas personas. Aun así, por algún extraño motivo, no sentía miedo.

Ness: No… no sé decirle exactamente por qué lo hice. El ajedrez es un juego que me encanta. En cierto modo me sentí retada. Cuando usted entró en mi dormitorio la otra noche y yo… Me pareció que volver a jugar le haría bien.

Lord Brant se relajó un poco.

Zac: Quizá tiene usted razón y sí me ha hecho bien. ¿Por qué no se sienta, señora Hudgens? Está preparada para su próximo movimiento, ¿verdad?

También la tensión de Ness disminuyó, sustituida por un nerviosismo diferente. En un acto reflejo, se humedeció los labios con la punta de la lengua. A la luz de la lámpara, el dorado de sus ojos parecía oscurecerse. La miraba con tal sensualidad que sintió un calorcillo en el estómago.

Ness: Sí, señor, estoy preparada.

Era una locura. Iba descalza y llevaba ropa de cama. Si alguien los descubría, el escándalo sería mayúsculo.

Incapaz de ponerse freno, y consciente del riesgo que corría, se colocó de nuevo en su silla, rezando para que la mano no le temblara demasiado, y levantó el alfil. Lo hizo correr en diagonal sobre los preciosos recuadros de colores alternos, y atacó con él uno de los caballos del conde.

Éste ahogó una risita y se sentó frente a ella.

Zac: ¿Está segura de que matarme la torre no habría sido más inteligente por su parte?

La confianza de Ness regresaba por momentos.

Ness: Bastante segura, señor.

Él estudió la jugada y al fin movió la reina, que se acercó peligrosamente a un peón de Ness.

La partida proseguía. El viento aullaba y arrancaba las hojas de los árboles, pero en el interior de aquel pequeño círculo de luz, en el gabinete del conde, Ness se sentía curiosamente protegida.

Ahora sí movió su torre.

Ness: Me temo que es jaque, señor.

Brant frunció el ceño.

Zac: Lo es, lo es.

Siguieron jugando. Las piezas caían como en una batalla salvaje. Ya habían dado las dos cuando tuvo lugar el movimiento final.

Ness: Jaque mate, señor.

En lugar de enfadarse, como había temido que tal vez sucediera, el conde se echó a reír. Meneaba la cabeza y no dejaba de mirarla.

Zac: Nunca deja de sorprenderme, señora Hudgens.

Ness: Espero que ello signifique que conservo el puesto de ama de llaves.

Lord Brant arqueó una de sus cejas negras.

Zac: Tal vez debería dejarse ganar de vez en cuando para asegurarse el trabajo.

Ness sonrió.

Ness: Creo que en realidad eso no le gustaría lo más mínimo.

El conde también esbozó una sonrisa.

Zac: Tiene razón, no me gustaría nada. Espero que me conceda la revancha, señora Hudgens, en un futuro cercano.

Ness: Estaré encantada, señor.

El conde se puso en pie y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Ness se encontró exactamente en la misma posición en que había estado por la tarde, tan cerca de él que se perdía en el azulado profundo de sus ojos, que parecían mantenerla clavada en el suelo, con los pies pegados a la alfombra. Sintió que la mano del conde le rozaba la mejilla, que le levantaba el rostro, que su boca se unía a la suya.

Entornó los párpados y se vio envuelta por un calor suave. Él no se acercó más. Siguió besándola, moviendo lentamente los labios sobre los suyos. Los saboreaba, se aventuraba cada vez más, los entreabría, hasta que logró traspasarlos con la lengua. Ella empezó a temblar. Involuntariamente, adelantó una mano y se agarró de la solapa de su batín de noche. El emitió un sonido ronco y la rodeó con un brazo, atrayéndola hacia sí con firmeza.

En ese preciso instante, al notar el alcance total de su excitación, Ness recobró los sentidos con la intensidad del viento que soplaba al otro lado de la ventana.

Interrumpiendo el beso, se echó hacia atrás tratando de liberarse de él, de recobrar el dominio de sí misma.

Ness: ¡Señor! Sé… sé qué debe estar pensando pero está usted… está usted del todo equivocado si cree que yo… si por un momento ha creído que yo… que yo… si por un momento ha creído que yo haría… haría…

Zac: Ha sido sólo un beso, señora Hudgens.

¿Sólo un beso? A ella le había parecido como si el mundo se hubiera puesto patas arriba.

Ness: Un beso que no debería haber existido. Una indiscreción que no… volverá a suceder.

Zac: Siento que no lo haya disfrutado. Le aseguro que a mí sí me ha complacido.

Ness se ruborizó al oír aquellas palabras. Sí lo había disfrutado. Y demasiado.

Ness: No está bien. Usted es quien me ha contratado, y yo soy su ama de llaves.

Zac: Eso es cierto. Tal vez podríamos hacer algo para solucionarlo.

¿Qué demonios quería decir con eso? La palabra «amancebada» regresó a su mente.

Ness: ¿No estará sugiriendo que…? No es posible que pretenda que yo... -Con las piernas temblorosas, irguió mucho los hombros y levantó la lámpara de la mesa-. Me temo que debo desearle unas buenas noches, señor.

Dicho lo cual se dio la vuelta y se alejó.

Mientras cruzaba el gabinete, sentía que los ojos del conde se clavaban en su espalda, la quemaban por dentro.

Zac: Buenas noches, señora Hudgens -respondió él cuando ella cruzaba el quicio de la puerta-.


miércoles, 27 de abril de 2011

Capítulo 3


El problema de la ropa de Ness se resolvió. La señora Wiggs, la lavandera, defendió su inocencia con manos temblorosas cuando se acercó a examinar el uniforme planchado en exceso.

Aquella noche, la mujer se quedó trabajando hasta muy tarde para lavar y planchar las prendas, y a la mañana siguiente se presentó con otro conjunto de blusa y falda que se sumaría al limitado ropero de Ness. En ese caso, la longitud de los faldones sí era la correcta.

Aquel día, todo el servicio, junto con unos deshollinadores jóvenes a los que el ama de llaves había contratado, se hallaba inmerso en la limpieza de las chimeneas. Los días cálidos habían permitido que los ladrillos se enfriaran, de manera que el único peligro al que se enfrentaban los mozos era una accidental caída desde una altura de tres pisos.

Sin embargo, según descubrió Ness, las probabilidades de que eso sucediera eran escasas pues, como un grupo de monos, trepaban por los ladrillos con tal soltura que su trabajo, sin serlo, parecía sencillo. Varios criados hacían las veces de asistentes, entre ellos la señora Rathbone. Mientras los deshollinadores y el servicio trabajaban, Ness se dedicaba a inspeccionar las chimeneas.

Satisfecha con los progresos en el salón Azul, se trasladó al gabinete de Lord Brant, donde éste había estado trabajando horas antes. No le había pasado por alto que el conde permanecía muchas horas en aquella habitación, estudiando montañas de papeles y revisando las columnas de sumas en los gruesos libros de cuentas colocados en una esquina de su escritorio. En cierto modo, aquella dedicación le sorprendía.

Ninguno de los miembros de la adinerada elite que visitaba Harwood Hall trabajaba lo más mínimo. Hacerlo habría sido rebajarse, por lo que se limitaban a malgastar las sumas que hubieran heredado. El padrastro de Ness se comportaba de igual modo.

Aquel pensamiento despertó en ella una oleada de ira. Jack Whiting, primo de su padre y persona más próxima a heredar el título, no sólo había logrado hacerse con las tierras y la fortuna de los Harwood, sino que había sabido ganarse el afecto de su madre viuda e incluso desposarla, despojándola así de la casa de sus antepasados.

En opinión de Ness, Jack Whiting era -si es que aún seguía con vida- la forma más baja que podía adoptar un espécimen de la raza humana. Se trataba de un ladrón, de un canalla, de un vil ser que abusaba de jovencitas indefensas. Además, durante los últimos años había empezado a sospechar que tal vez fuera responsable de la muerte de su padre. Ness había jurado mil veces que, algún día, Jack Whiting pagaría por todas sus injusticias.

Aunque tal vez ya lo hubiera pagado.

Decidida a no pensar en el barón y en su suerte, Ness se acercó a la chimenea que ocupaba un rincón del gabinete.

Ness: ¿Cómo avanza el trabajo, señora Rathbone?

Rathbone: Parece que en ésta hay más problemas. No sé si desea echar un vistazo usted misma.

Ness se adelantó un poco más, se agachó, metió la cabeza por la abertura y miró hacia arriba justo en el momento en que un deshollinador desprendía un montón de hollín. La boca y los ojos se le llenaron del negro polvillo. Tosió y, al aspirar, éste se le metió por la nariz. Aturdida y congestionada, se retiró de la chimenea y dedicó una mirada asesina a la señora Rathbone.

Rathbone: Parece que ya han resuelto el problema -observó la vieja bruja-.

Se trataba de una mujer flaca, de nariz aguileña y pelo moreno y liso que le asomaba por debajo del gorro. Aunque no sonreía, a sus ojos asomó el inconfundible brillo del triunfo.

Ness: Ya -pactó entre dientes-. Supongo que lo han resuelto.

Se dispuso a abandonar el gabinete, con las manos y el rostro cubiertos de hollín. Con la mala suerte que había tenido hasta el momento, no le sorprendió ver aparecer al conde por la puerta, haciendo esfuerzos por no reírse.

Ness le dedicó una mirada que habría bastado para fulminar a un hombre de menos talla que la suya.

Ness: Sé bien que el señor es usted, pero en este caso le aconsejo que no pronuncie ni una palabra.

Dicho lo cual se alejó, pasando por su lado y obligándolo a apartarse para no mancharse de hollín su entallada chaqueta marrón. Siguió sonriendo, eso sí, pero obedeció los sabios consejos de la nueva ama de llaves y no comentó nada.

De nuevo en sus aposentos, maldiciendo a su padrastro y las circunstancias que la habían llevado a caer tan bajo, Ness se puso la muda del uniforme que la señora Wiggs, tan oportunamente, le había llevado esa misma mañana. Transcurridos unos momentos se arregló y bajó a reanudar sus tareas.

Se le ocurrió que, de todos los miembros del servicio, su único aliado era el mayordomo, Simon, que a pesar de las apariencias era un hombre humilde y bastante ostentoso. Pero Simon apenas hablaba con nadie. No importaba, se dijo Ness, como ya había hecho en ocasiones anteriores. No lograrían echarla.

Zac recuperó su gabinete a los quince minutos. Los deshollinadores se fueron a otra zona de la casa seguidos prudentemente por la señora Rathbone. No estaba seguro de si la anciana había tenido algo que ver con lo sucedido a la nueva ama de llaves, aunque sospechaba que sí.

No le gustaba la idea de que la mayor de las Hudgens tuviera problemas, pero no podía evitar sonreír cada vez que la recordaba negra de hollín, con unos círculos blancos alrededor de aquellos ojos que lo miraban furiosos.

Se notaba que las cosas no le resultaban fáciles. Con todo, Vanessa Hudgens parecía capacitada para hacer frente al trabajo que le había encomendado y él no creía que una intromisión suya fuera bien recibida. Se trataba de una mujercita muy independiente, y eso era lo que admiraba en ella. Se preguntó de dónde habría salido, porque tanto ella como su hermana poseían los modales y el acento que normalmente se atribuía a las clases altas. Tal vez, con el tiempo, aquella información acabaría por aflorar a la superficie.

Entretanto, Zac tenía cosas más importantes de las que ocuparse que de sus sirvientas, por más intrigantes que resultaran. Aquella tarde, su intención era entrevistarse con el marino Edward Legg en relación con el paradero de su primo. La situación de éste ocupaba sus pensamientos, y su intención era explorar todas las vías que pudieran llevar a su regreso.

Zac echó un vistazo al tablero de ajedrez de la esquina, sobre el que seguía en pie una partida inacabada. Las piezas, talladas con confusos motivos, llevaban casi un año en la misma posición. El juego a distancia se había convertido en una tradición entre los dos hombres, y los enfrentamientos tenían lugar siempre que Andrew se embarcaba. En las cartas que enviaba a Zac, Andrew le escribía sus movimientos y, en sus respuestas, el conde le informaba de sus contraataques. Su nivel de destreza era similar, aunque Zac había ganado dos de las tres últimas partidas que habían disputado.

En la que libraban ahora, Zac había movido su reina y enviado la información en una carta, que un mensajero militar había hecho llegar a Andrew. Pero nunca había recibido respuesta. El tablero seguía en su rincón como recordatorio silencioso de la desaparición de su primo. El conde había ordenado que nadie tocara las piezas hasta el regreso de Andrew. ¿Cuándo se produciría éste?, se preguntó entre suspiros.

Sentándose a su escritorio, se concentró en el montón de papeles que debía revisar, inversiones que examinar y cuentas que repasar. Con todo, no tardó en distraerse y su mente regresó una vez más a la cómica escena presenciada un rato antes en ese mismo gabinete.

Una tímida sonrisa se instaló en sus labios al recordar que su ama de llaves había tenido la insolencia de darle una orden, y que él, con buen criterio, la había obedecido.

Al menos, el aspecto de la casa empezaba a mejorar. Los suelos de la planta baja brillaban tanto que Ness veía en ellos su propio reflejo, y la plata brillaba de nuevo. Lograr que los criados terminaran las tareas que tenían encomendadas era como pedir manzanas al olmo, o como fuera aquel refrán. Con todo, poco a poco, empezaban a verse algunos resultados.

Y Alysson parecía feliz en su nuevo hogar. Por el momento, los temores de Ness sobre las intenciones del conde no se habían materializado. Tal vez estuviera demasiado ocupado para prestar atención a una joven sirvienta, por más guapa que fuera. Aun así, no se fiaba de él. Lord Brant era un hombre soltero, muy varonil, y era posible que se tratara de otro pervertido con malas intenciones hacia Alysson.

La cena había terminado. Como muchos otros sirvientes, Alysson se había retirado a su dormitorio a descansar, pero Ness seguía recorriendo los pasillos oscuros. No tenía ni pizca de sueño; quizás era su padrastro quien agitaba sin cesar sus pensamientos. ¿Y si lo había matado sin querer? En aquel momento no había tenido otra salida.

Claro que, si había muerto, las autoridades habrían iniciado una investigación para dar con su asesino, o incluso ya la habrían localizado. No había leído nada en los periódicos, aunque lo cierto era que no siempre había podido consultarlos desde su llegada a Londres, ocupada como había estado en sobrevivir.

Tal vez un libro le ayudaría a conciliar el sueño. Confió en que al conde no le importara que tomara uno prestado, así que cogió la lámpara de aceite y subió por la escalera. Al pasar junto al gabinete de lord Brant, camino de la biblioteca, se dio cuenta de que éste se había dejado encendido la lámpara del escritorio. Entró para apagarla, y fue entonces cuando se fijó en el tablero de ajedrez de la esquina.

Ya lo había visto con anterioridad, había admirado el exquisito trabajo de talla, las piezas de marfil y caoba, se había preguntado cuál de los conocidos del conde sería su contrincante. Pero los días transcurrían y las piezas seguían en el mismo sitio.

Ness se acercó a él. El ajedrez se le daba muy bien, su padre le había enseñado a jugar, y antes de su muerte se enfrascaban a menudo en largas partidas. No pudo resistir la tentación de sentarse en una de las sillas de adornado respaldo para estudiar los movimientos que habían hecho el conde y su misterioso rival.

Al fijarse mejor comprobó que, aunque aquellas piezas se encontraban libres de polvo, habían dejado unos círculos bajo las bases, prueba de que llevaban bastante tiempo en la misma posición.

Ness estudió el tablero. Tras decidir que las piezas de ébano debían de ser las del conde -no sabía por qué, pero le pareció que le iban mejor-, y movida por su innato espíritu de competición, se inclinó y movió un caballo de marfil, situándolo en una casilla que amenazaba a un alfil negro.

Debía volver a colocar la pieza en su sitio. Sin duda el conde se enfadaría si descubría que ella la había movido, pero una maliciosa parte de sí misma no le dejaba hacerlo. Se decía que, de querer, el conde siempre podía reponer el caballo donde estaba. Y si se quejaba, siempre podría alegar que, al quitarle el polvo, lo habían cambiado de sitio sin querer. Así pues, Ness no devolvió la pieza a su posición original.

Al fin, apagó la lámpara del escritorio, cogió su lámpara y, soñolienta, enfiló el camino de su dormitorio.

El acabado dorado de la puerta brilló iluminado por la lámpara que sobresalía a un lado del carruaje de Brant cuando éste se detuvo frente a la mansión. Era más de medianoche. Tras su inútil encuentro de aquella tarde con Edward Legg, que tenía muy poco que añadir a lo que ya había contado con anterioridad -además de extenderse sobre lo caballeroso y valiente que se había mostrado el capitán Seeley durante la batalla de triste final, y sobre lo mucho que él lo admiraba-, el ánimo del conde estaba por los suelos.

Dado que su aproximación a Alysson Hudgens se encontraba en una especie de punto muerto, y que no deseaba volver a los brazos de su última amante, había sentido la inevitable necesidad de visitar la muy exclusiva casa de placer de madame Fontaneau.

Todavía no estaba seguro de qué le había llevado a cambiar de opinión, por qué se había visto a sí mismo ordenando al cochero que se detuviera y lo llevara a su club de caballeros, el White. Pero lo cierto era que allí había pasado varias horas, sentado en un cómodo butacón de cuero, saboreando su coñac, absorto en una partida de whist, ensimismado, perdiendo dinero.

Su buen amigo William Hemsworth, duque de Sheffield, también se encontraba en el White, y había hecho todo lo posible para animar a Zac, aunque con escaso éxito.

Así, el conde había terminado su copa, había pedido su carruaje y regresado a casa. Y ahora, una vez el vehículo se detuvo frente al edificio de ladrillo de tres plantas y el lacayo abrió la portezuela, Zac descendió y entró en su mansión.

Metió los guantes de cabritilla dentro de su sombrero de copa, hecho con pelo de castor, y lo dejó en la mesilla que había junto a la puerta. Miró la escalera, consciente de que debía acostarse, pues tenía que revisar unos documentos importantes a primera hora, antes de la visita de su administrador. Además, últimamente no dormía demasiado bien.

Pero en lugar de dirigirse a la primera planta, tomó la escalera que, desde el vestíbulo, conducía a su gabinete. Anteriormente, no sabía por qué, su mente se había alejado de su deseo de acostarse con una mujer y se había concentrado en el trabajo pendiente, en Andrew y, lo más sorprendente, en sus dos nuevas empleadas.

Esto último le sorprendía en extremo. De haberse tratado sólo de deseo lujurioso por Alysson, lo habría comprendido, pero la encantadora y sutil chica le atraía cada vez menos, mientras que la mayor, aquella hermana algo impertinente, le intrigaba cada vez más.

Era ridículo. Sin embargo, mientras observaba a Alysson Hudgens realizar sus tareas con el aspecto de una princesa de cuento, no podía apartar de su mente la idea de que seducirla sería totalmente injusto. Por lo que respectaba a las mujeres, Zac era un hombre de amplia experiencia, y sabía que Alysson… bueno, no estaba seguro de que la joven conociera siquiera la diferencia entre hombres y mujeres.

A decir verdad, seducirla sería como arrancar las alas a una bella mariposa.

Maldiciéndose por no concederse el alivio sexual que tanto necesitaba antes de regresar a casa, Zac miró de reojo el montón de papeles acumulados sobre el escritorio. Tras quitarse el abrigo y aflojarse el corbatín, se arremangó la camisa y se dispuso a dedicar un par de horas al trabajo.

Al cruzar el gabinete, le llamó la atención el tablero de ajedrez. Frunció el ceño y se acercó a la mesa donde descansaban las piezas, rodeada por dos sillas de alto respaldo.

Estudió todas y cada una de ellas. Sabía muy bien cuál era su posición exacta, las había contemplado en tantas ocasiones que hasta dormido sabría reproducir su colocación en el tablero. Pero hoy había algo distinto, algo que no encajaba del todo. Al darse cuenta de que una pieza no se encontraba en su sitio, Zac fue preso de la ira.

Se dijo que debía estar equivocado, pero al ver que el caballo amenazaba al alfil, recordó el juego que Andrew y él habían iniciado, el juego que tal vez no terminaría jamás, y la tensión se acumuló en su rostro. Seguro de que la pieza la había movido algún criado, abandonó furioso su gabinete y, hecho una furia, descendió la escalera que conducía a las habitaciones del servicio.

El recuerdo de Andrew le amenazaba a continuar, y tras dejar atrás los dos pasillos de la planta inferior de la casa, atravesó la cocina. Al llegar al final y llamar a la puerta del ama de llaves, seguía colérico. No esperó a que ella le respondiera, se limitó a levantar el tirador. Una vez dentro, cruzó la pequeña sala y se plantó en el dormitorio.

Los golpes la habrían despertado. Cuando la puerta del dormitorio se abrió de par en par, estampándose contra la pared, Zac la vio incorporarse de un respingo en su estrecha cama y parpadear asustada.

Zac: Buenas noches, señora Hudgens. Deseo tratar con usted un asunto de suma importancia.

Ness seguía parpadeando.

Ness: ¿Aho… ahora?

Llevaba puesto un fino camisón de algodón blanco, y sus ojos, que por lo general eran de un marrón claro, se veían algo hundidos por el cansancio. También sus labios estaban más hinchados que de costumbre. Una sola trenza negra reposaba sobre el hombro, y varios mechones de pelo le cubrían las mejillas.

A él, hasta ese momento, el ama de llaves le había parecido simplemente atractiva, pero ahora observó que era algo más. Con sus rasgos bien trazados, sus labios carnosos y su nariz recta, patricia, Vanessa Hudgens era una joven encantadora. De no haber quedado prendado por la belleza sobrenatural de su hermana menor, se habría percatado de ello mucho antes.

Ella se movió en la cama, y el corazón del conde empezó a latir con más fuerza. La luz de la luna, que se colaba por la ventana de la habitación, le permitió ver el perfil de sus pechos, las oscuras sombras de sus pezones, el pálido arco de su cuello bajo el lacito rosado con que se ataba el camisón. El deseo le bajó a la entrepierna.

Ness: ¿Señor?

Se obligó a mirarla a la cara y vio que ella lo contemplaba como si él hubiera perdido el juicio. En ese instante, la ira volvió a hacer acto de presencia en su interior.

Zac: Sí, señora Hudgens, debemos tratar este asunto ahora mismo, en este mismo momento.

Vanessa parecía haber despertado al fin. Bajó la mirada y fue consciente de su semidesnudez, y entendió que había un hombre junto a su cama. Soltando un gritito, levantó las sábanas y se cubrió sus apetecibles senos.

Ness: ¡Lord Brant, por el amor de Dios! Es noche cerrada. ¿Acaso debo recordarle que resulta del todo inadecuado que se encuentre usted en mi dormitorio?

Del todo inadecuado, y de lo más excitante.

Zac: Tengo un motivo, señora Hudgens. Como ya le he dicho, deseo tratar con usted un asunto de vital importancia.

Ness: ¿Y de qué se trata?

Zac: Sin duda la señora Mills le habrá informado en relación con mi tablero de ajedrez.

Vanessa estaba echándose hacia atrás, arrastrando consigo las mantas, y se detuvo a medio camino al oír aquellas palabras, antes de seguir hasta que sus hombros tocaron el cabecero.

Ness: ¿Qué sucede con él?

Zac: La señora Mills y el resto del servicio recibieron órdenes estrictas de no mover las piezas en ninguna circunstancia.

Ness: ¿Me está diciendo que alguien ha desobedecido esa orden?

Zac: Exacto, señora Hudgens, y espero que encuentre usted al culpable y se asegure de que no vuelva a hacerlo.

Ness: ¿Ha entrado usted en mi habitación a las… -se giró para consultar la hora en un pequeño reloj que descansaba sobre la cómoda- tres y media de la madrugada porque alguien ha cambiado de sitio una pieza del ajedrez? No veo que sea un asunto de tanta importancia como para ello.

Zac: Lo que usted vea o deje de ver no me interesa. No quiero que nadie mueva esas piezas hasta que mi primo regrese.

Ness: ¿Su primo?

Zac: Exacto. Andrew Seeley, capitán del Sea Witch. Tanto él como su tripulación están desaparecidos.

Ness guardó silencio y luego dijo:

Ness: Lo siento. -Zac no estuvo seguro de lo que ella adivinaba en su rostro, pero sin duda sus rasgos se habían suavizado-. Debe de estar muy preocupado por él.

Fue su manera de decirlo, o tal vez el modo de mirarlo al pronunciar las palabras. El caso fue que su ira desapareció, como si se hubiera escurrido por un agujero.

Zac: Sí, lo estoy, y agradezco su comprensión. En cualquier caso, si descubre usted al hombre que ha movido la pieza, le ruego que le ordene a no hacerlo de nuevo.

Ella lo miró allí, a la luz de la luna, y se fijó en el cansancio que afloraba a su rostro.

Ness: Tal vez sería mejor terminar la partida, señor. En ocasiones los recuerdos causan más mal que bien. Siempre podrá comenzar otra nueva cuando el capitán Seeley regrese.

A él ya se le había ocurrido esa idea. El tablero se había convertido en un recordatorio siniestro, en un elemento que le obsesionaba y no le permitía olvidar la desaparición de Andrew, su posible muerte.

Zac: Haga lo que le pido, señora Hudgens -insistió-.

Zac se fijó por última vez en la chica, que seguía cubierta en la cama, y pensó en lo muy apetecible que resultaba. A la luz de la luna, sus ojos brillaban como dos gotas de miel, luminosos, y mantenía los labios apretados, como en un puchero. Deseó apartar aquellas mantas y levantarle el camisón, regalarse la vista con aquel cuerpo delicioso que se insinuaba bajo la tela de algodón. Ansió desanudar la cinta con que se sujetaba la trenza, pasar los dedos por sus gruesos mechones oscuros.

Su cuerpo se hinchó de deseo, y se dio la vuelta. Salió de la habitación meneando la cabeza, preguntándose qué le pasaba últimamente. Nunca había sido de los que perseguían a las criadas pero en los últimos tiempos dos de ellas habían despertado su deseo.

No. No era eso. Una de ellas había estimulado su apreciación de la belleza, como un jarrón bellamente elaborado o una pintura exquisita. La otra lo intrigaba con su naturaleza descarada y protectora en grado superior. Ahora que la había visto en ropa de cama, también había despertado su lujuria.

Debería haber ido a casa de madame Fontaneau, se reprochó mientras subía la escalera. Pero el caso era que prefería mantener una relación con las mujeres con las que se acostaba. Al llegar al último peldaño, volvió a pensar en Vanessa Hudgens.

Amber Landers ya no formaba parte de su vida. Necesitaba otra amante. Ahora que se había desvanecido el deseo que había creído sentir por Alysson, empezaba a pensar que tal vez se hubiera fijado en el blanco equivocado. Si Alysson era tímida y asustadiza, Vanessa era audaz y no parecía sentir el menor temor ante él. Bajo su apariencia fría, percibía una naturaleza apasionada.

Por supuesto, cuidaría de ella, la mantendría como una princesa y le daría todos sus caprichos. Ella podría ocuparse de Alysson, que parecía su preocupación principal. En el fondo, les haría un favor a las dos.

Sí, Vanessa suponía un reto mucho mayor que el de su dulce e inocente hermanita. En realidad, a juzgar por la fiereza de su mirada cuando él había irrumpido en la habitación, la caza de aquella pieza no iba a resultarle fácil. Pero a él le encantaban los desafíos, y al final la haría suya. Sería mejor que Vanessa Hudgens se resignara a su suerte.

A la mañana siguiente, Ness continuó sus tareas, realizó el inventario de la bodega y recibió los pedidos del carnicero y el lechero, en todo momento intentando apartar de su mente la aparición del conde en su habitación la noche anterior.

Pero cuando la recordaba, el corazón le latía con fuerza. Dios mío, qué enfadado estaba. Seguro que su reacción no podía deberse sólo a que hubiera movido una pieza del ajedrez.

Era más probable que se debiera a su preocupación por ese primo que al movimiento de la pieza en sí. Sin duda los dos hombres eran íntimos amigos. Ella sabía bien lo que era perder a un ser querido; se había quedado sin padre y, al poco, sin madre. Conocía el dolor que se sentía.

Aun así, no lamentaba haber movido la pieza. Tal vez, en cierto modo, aquel estallido de ira le había venido bien a su jefe, le había ayudado a expresar su impotencia. Recordaba su mirada echando chispas, sus ojos azulados encendidos por la rabia y la frustración.

No llevaba puesta la chaqueta, iba arremangado y mostraba unos antebrazos fuertes. Los boxers negros le ceñían la cintura y marcaban la sólida musculatura de sus muslos. Respiraba con fuerza, y el pecho, ya musculoso en condiciones normales, se dilataba aún más.

Por más furioso que estuviera, era la primera vez que la miraba de verdad desde que se habían conocido. Y el calor que adivinó en sus ojos azules le hizo sentir que sus huesos se derretían lentamente. Le pareció que el corazón se le salía por la boca, que su cuerpo estaba a punto de echar humo. Y entonces, para sacrificio suyo, sus pezones se habían erguido bajo el camisón.

En secreto, ya se había mostrado preocupada por el curioso cosquilleo que sentía cada vez que se encontraba con lord Brant. Ahora, Dios, sus peores temores quedaban confirmados. ¡Se sentía atraída por el conde!

Resultaba ridículo, absurdo. Ni siquiera estaba segura de que le gustara. Lo cierto era que no se fiaba de él y, además, se trataba de un conde, mientras que ella no era más que una sirvienta. Incluso como hija de barón, lord Brant era el último hombre por quien ella debería sentir interés.

¿Acaso no había sido aquella misma mañana cuando había pillado a la señorita Honeycutt en la despensa del mayordomo riéndose al escuchar la historia que le contaba Alice Payne, camarera de la vizcondesa de Westland?

-Alice dice que está hecho un semental. Dice que es capaz de cabalgar toda la noche y que por la mañana quiere más. Mi señora confiesa que quedó dolorida una semana entera la última vez que la mandó llamar-.

Como toda joven, Ness esperaba casarse algún día. Siempre había imaginado que lo haría con un hombre amable y considerado, con un caballero, con un hombre que se pareciera a su padre, que jamás había pronunciado una palabra más alta que otra en presencia de sus hijas y su esposa. Sin duda no con un hombre como Brant, de temperamento fogoso y fogosas pasiones.

Por suerte, exceptuando las miradas encendidas que le había dedicado la noche anterior -debidas, no le cabía duda, a los instintos naturales masculinos en presencia de una joven semidesnuda-, lord Brant sólo tenía ojos para Alysson. En ese sentido, Ness rezaba por poder mantenerse vigilante. Si el conde era tan vicioso como parecía, o incluso menos, su hermana seguía en peligro.

Ness estaba más decidida que nunca a aumentar esfuerzos para proteger a Alysson de lord Brant.




Espero que os esté gustando. La novela es buena de verdad, y si a veces hay pocos diálogos, que no os de pereza, haced un esfuerzo en leerla que os gustará, y me lo tenéis que hacer saber con comentarios, que se ven muy poquitos. Cada vez se pondrá mas interesante, ya veréis. ¡Comentad mucho eh! ^_^
¡Bye!
¡Kisses!

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