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jueves, 31 de diciembre de 2020

Capítulo 10

 
Al mirar aquellas pisadas pequeñas y des­validas en la nieve, Ness sintió pánico. Miró al horizonte, pero no había ni rastro del niño. ¿Cuánto tiempo haría que se había marchado? ¿Me­dia hora, más?

Lo llamó a gritos, pero la inmensidad del manto blanco hacía que su voz sonara insignificante. Sólo un silencio gélido le respondió. Sintió que el terror comenzaba a atenazarla, pero se obligó a calmarse. El pánico no ayudaría a Jamie. Necesitaba estar calmada y fuerte, sobre todo en aquel momento, para pensar con absoluta claridad. Necesitaba salir a buscarlo; pero tenía que ir con cuidado.

Sabía que Penny habría salido corriendo detrás de él, sin pensárselo, con cualquier calzado, poniéndose la primera chaqueta que encontrara. Y sabía que Penny habría estado equivocada.

De manera deliberada, pero con rapidez, agarró ropa seca y botas. Se metió un puñado de caramelos en el bolsillo y tomó el maletín de primeros auxilios que había detrás de la puerta.

Intentó imaginarse qué ropa llevaría Jamie. El mono de nieve había desaparecido y también sus botas. Pero las dos cosas debían de estar empapadas.

Salió a la tormenta. La capa de nieve había au­mentado desde que estuvieron montando a trineo. De hecho, ya se había tragado algunas de las huellas de Jamie. ¿Les habría pasado lo mismo a las huellas que él estaba siguiendo?

De nuevo, volvió a controlar el pánico y se obligó a estudiar la situación con calma. El camino se distinguía con claridad entre los árboles y no había ningún motivo para que el niño lo dejara.

Eso, suponiendo que fuera detrás de Zac.

¿Qué pasaba si solamente estaba huyendo? ¿Fu­rioso con ella por su traición, con el corazón roto porque sus planes sobre su «papá» se habían desba­ratado?

Otra vez volvió a sentir pánico, pero, de nuevo, volvió a controlarlo. Sabía que no le serviría de nada. Necesitaba pensar con claridad y necesitaba toda su fuerza.

Decidió creer en el amor y en el coraje. En los suyos. Así, tomó aliento y salió.

Mientras caminaba, tenía la sensación creciente de que por fin sabía quién era ella.

Y por lo que estaba dispuesta a luchar.
 
 
La camioneta, cuando por fin llegó a donde es­taba, estaba cubierta por la nieve. Le había costado un gran esfuerzo llegar hasta allí. Debía haber aga­rrado unas raquetas para la nieve antes de salir, pero en su precipitación por marcharse no había pensado en nada. Al final, había acabado hundiendo los pies en la nieve, con todo el esfuerzo que eso suponía.

Estaba agotado. Aunque aquello no era algo tan malo. A lo largo de los años, había aprendido que el agotamiento físico era un buen remedio para las mentes que no dejaban de darle vueltas a las co­sas.

Zac apartó un poco de nieve, abrió una caja de la parte de atrás de la camioneta y sacó una pala.

Lo alegraba tener que hacer esa tarea, así, podría desconectar la mente para no pensar en el dolor que había dejado tras de sí.

Debería haber seguido el impulso del primer día y haberse alejado de la cabaña, en lugar de volver con todas aquellas excusas.

Debería haber dejado a los Hudgens en paz. Desde un principio, había sabido que podría arruinarles las Navidades.

¿Qué estarían haciendo en aquel preciso ins­tante? ¿Habría Ness logrado que Jamie saliera de la habitación? Los niños pequeños eran fuertes, ¿ver­dad? Probablemente, ya se le había pasado todo y Ness y él estarían sentados en el sofá, leyendo un cuento o entretenidos con los últimos preparativos para la cena.

Probablemente, estarían…

Dejó de pensar de manera abrupta y todos sus sentidos se pusieron alerta. ¿Qué había sido ese ruido? ¿El viento en las ramas? ¿El crujido del hielo? Se quedó un rato más escuchando, pero no oyó nada.

Volvió a su trabajo con la pala, pero los pelos de la nuca se le erizaron. Aquel sentimiento era extrañamente familiar, exactamente como aquella vez, cuando había intentado dejar atrás aquella luz en unas Navidades hacía seis años.

Otra vez era Nochebuena.

Se quedó parado y, aunque no oyó nada, tiró la pala. De tres grandes zancadas volvió al centro del camino y se quedó allí de pie, con todos los sentidos alerta.

Nada. Comenzó a correr carretera abajo, hun­diendo los pies con desesperación en la nieve. Des­pués de unos minutos, sentía que las piernas le do­lían y que le costaba respirar, pero siguió corriendo, buscando con la mirada, escuchando tan atenta­mente que le dolían los oídos.

La carretera giró de forma brusca y él voló por la curva y vio lo que parecía un montón de harapos en medio de la carretera.

Corrió hacia el niño con sus últimas fuerzas y se dejó caer de rodillas junto al bulto del pequeño, acurrucado.
 
Zac: Jamie -susurró-. Todo está bien. Estoy aquí.
 
El bulto estaba temblando, tiritando de manera incontrolada.

Le pasó las manos por debajo de los brazos y lo levantó con suavidad, apretándolo contra su pe­cho. Le miró la cara llena de lágrimas y se sintió aliviado. Los temblores no eran a causa de una hi­potermia sino porque estaba llorando, gracias a Dios.
 
Jamie: Per... per... perdí al señor oso -sollozó-. Estaba siguiendo tus pisadas y la nieve cubría mucho. A ve­ces no podía ver tus huellas y me caía todo el tiempo. La última vez que me levanté me di cuenta de que no tenía a mi osito y no sé dónde lo perdí y ahora no sé dónde está.
 
Zac lo abrazó con más fuerza. Las lágrimas cá­lidas del niño le corrieron por el cuello.
 
Zac: Lo encontraremos, te lo prometo.
 
Sintió que el niño empezaba a relajarse y le pasó la manga por la carita.
 
Jamie: Tenía tanto mié... miedo -sollozó el pequeño-. Nunca había tenido tanto miedo -hundió la cabeza en el hombro de Zac y lloró-.
 
De repente, a Zac se le ocurrió una idea terrible. ¿Por qué lo había seguido? ¿Le habría sucedió algo a Ness y había salido a buscarlo?
 
Zac: ¿Dónde está tu tía?
 
Jamie: Está dormida en el sofá. Salí sin que me oyera.
 
Zac: ¿Qué? ¿Por qué?
 
¿Qué pasaba si se había despertado? Seguro que ya se había despertado. Debía de estar muerta de miedo.
 
Jamie: Quería darte un regalo de Navidad -le dijo en voz baja-.
 
Zac se puso de pie, con el niño apretado contra el pecho, y comenzó a correr hacia la cabaña. Corrió rápido, pensando en el dolor de ella, pensando en que no podía permitir que ella sufriera.
 
Zac: No deberías haberlo hecho -le dijo con fir­meza-. ¿Me has oído? No deberías haber salido sin decírselo a tu tía. Te podías haber metido en un buen lío.
 
Jamie: Lo sé.
 
Zac: Como vuelvas a hacer algo así te doy un azote.
 
Zac sólo quería abrazar al niño y quererlo. Pero, a veces, el amor significaba actuar con fir­meza y sentar unos límites. Eso era lo que tenía que hacer. Era lo que un padre haría.

Si se hubiera salido de la carretera, ¿cómo lo ha­brían encontrado? Sólo pensar en ello hacía que el corazón le doliera.
 
Jamie: Tenía que darte mi regalo de Navidad. Tenía que hacerlo.
 
Zac: Nada -dijo con la respiración entrecortada- me­rece tanto la pena como para arriesgar la vida. ¿Me entiendes? Como vuelvas a hacerle a Ness o a mí algo así, te doy un azote -añadió, muy consciente de que con aquellas palabras se estaba involucrando en el futuro del niño-.
 
Jamie lloró en su hombro.
 
Jamie: Si he sido malo, Santa Claus no va a venir.
 
Zac: Seguro que sabe perdonar. Lleva mucho tiempo en el negocio. No habría gente a la que llevarle regalos si sólo los recibieran las personas perfectas.
 
Entonces, Zac vio algo en el camino delante de él. Un bulto sobre la nieve.

Cuando lo tuvo delante, se paró.

Jamie miró hacia abajo.
 
Jamie: Es él.
 
Era un paquete mal envuelto en papel de regalo. Cuando lo levantó, el ojo de cristal del peluche lo miró a través del papel ajado y empapado.

Zac se agachó a recoger el paquete y lo puso en los brazos del niño.

Jamie le susurró al oso que sentía mucho haberlo perdido. Lo apretó con fuerza y se metió el pulgar en la boca, Zac nunca lo había visto chuparse el dedo. Eso le recordó lo pequeño que era, a pesar de su sorprendente capacidad para mantener una con­versación.

Se obligó a caminar más deprisa, pero sabía que no iba a poder aguantar a ese ritmo durante mucho más tiempo.

Sin embargo, pensar en lo que ella debía de estar sufriendo lo hacía seguir corriendo. Entonces, vio la chaqueta de ella entre los árboles, donde el camino giraba de manera abrupta.
 
Zac: Ness -gritó-. Ness.
 
Ella se paró y miró entre los árboles. Después gritó:
 
Ness: ¿Zac, está Jamie contigo? ¿Lo tienes?
 
Zac: Está bien. Lo tengo.
 
Ella salió del camino y corrió entre los árboles hacia ellos, saltando, cayéndose y resbalando.

Era estúpido, con lo cansado que estaba, salirse del camino y correr cuesta arriba hacia ella; pero eso fue exactamente lo que hizo.

Ella fue a parar delante de él. Estaba cubierta de nieve y le costaba respirar.

Lo vio en sus ojos. Inmediatamente y sin pregun­tar. Algo de lo que no se sentía merecedor.

Por si acaso no se había dado cuenta, ella se puso de puntillas y lo besó en la boca. Apasionadamente, sin guardarse nada. Para que no cupiera ninguna duda sobre lo que sentía.

Lo que quedaba de su muralla cayó.

Cuando le entregó a Jamie, ella escondió la cara en su cabecita morena y lo cubrió de besos.
 
Ness: ¿En qué estabas pensando? -le preguntó al niño cuando consiguió dejar de besarlo-.
 
Lo dejó en el suelo y lo miró con los brazos en jarras.
 
Jamie: Tenía que darle su regalo de Navidad.
 
Zac pensó que la lección que había tratado de enseñarle no había servido de nada. Quizá no debía haberle hablado del perdón de Santa Claus tan pronto.
 
Ness: Pero si no tienes nada que darle a Zac... -se paró en seco al ver el paquete que llevaba en los brazos-.
 
Después comenzó a llorar.

Zac la rodeó con sus brazos.
 
Zac: Está bien -le susurró intentando calmarla-. Está bien.
 
Jamie se impacientó y se coló entre los dos. Pero en lugar de separarlos, el trío se convirtió en un triángulo perfecto.

Apretujado entre ellos, sintiéndose muy feliz, Ja­mie le ofreció el paquete a Zac.
 
Jamie: Toma. Ya puedes abrirlo. El papel estaba mejor antes de que se mojara.
 
Zac ya sabía cuál era el contenido del paquete. No quería tomarlo, pero, como Jamie seguía ofreciéndoselo, parecía que no tenía elección. Tomó el paquete y mientras pasaba de las manos del niño a las de él, sintió algo extraño y maravilloso.

Era como si algo de Jamie fuera en ese paquete; aquella parte del niño que creía en la magia, en los milagros y en la Navidad.

Lentamente, deshizo el envoltorio y la cara del osito apareció ante ellos.

Durante unos segundos, no se atrevió a hablar.

Finalmente, logró decir atragantado:
 
Zac: No puedo quedarme con el señor oso, Jamie.
 
Jamie: No tengo nada más que darte.
 
«Claro que sí. Y ya me lo has dado: confianza, fe, esperanza, amor».
 
Jamie: Para ti -le dijo con suavidad-. Tú lo ne­cesitas mucho más que yo. En serio. A veces estás muy triste, Zac, y mi osito es lo mejor. Escucha todo lo que le quieras contar.
 
Jamie, el niño al que había abandonado en la cabaña hacía menos de una hora, ya se había olvidado de la traición y estaba dispuesto a darle todo lo que tenía en el mundo.

De repente, Zac sintió vergüenza. Había inten­tado que Ness creyera que ella era la culpable de que él se fuera, de que los abandonara el día de Nochebuena. Y él sabía que esa no era la verdad.

La verdad era que había sentido miedo del amor que había visto brillar en los ojos de Ness y de no ser merecedor del cariño del niño.

Entonces, supo la verdad: la única manera de continuar con su vida era perdonándose por el fra­caso de hacía seis años.

Pero el perdón no era una palabra. Era un senti­miento. Y en aquel momento lo sintió, en lo más profundo de su ser. Lo que había sucedido hacía seis años ya había terminado. Ahora comenzaba la primera página de un nuevo libro.

Él también tenía un regalo que dar.

Lo había sabido todo el tiempo, quizá desde el primer momento que la vio en el aeropuerto, y lo había sabido la noche anterior.

Quizá ese era el motivo por el que había huido.

Nunca antes había regalado lo que ahora le esta­ban pidiendo: su corazón. Él sabía que estaba vapu­leado y amoratado y que no sería ningún chollo para la persona que lo recibiera. Había descubierto la no­che anterior que ella lo recibiría tal y como era, con todas sus virtudes y todos sus defectos.

Había conocido el amor.

Se guardó el oso dentro de la chaqueta y se subió al niño a los hombros.

Después, rodeó a Ness por la cintura y la besó en la boca. Un beso largo y apretado. Sintió la ternura de su respuesta. Y la respuesta a la pregunta que le iba a hacer.
 
Zac: ¿Qué opinas? ¿No crees que ya hemos vagado lo suficiente? ¿Es hora de volver a casa?
 
Ella lo estaba mirando y en sus ojos había un bri­llo de bienvenida, de calor, de ternura.
 
Ness: Sí. Ya es hora de que volvamos a casa.


🎆HAPPY NEW YEAR 2021!🎆


miércoles, 30 de diciembre de 2020

Capítulo 9


Jamie: Tía Mami, después de desayunar, Zac, el señor oso y yo nos vamos a montar en trineo. Sólo los hombres.
 
Ella levantó la cabeza, sorprendida. Aquella mañana estaba radiante. Zac no estaba seguro de que alguna vez hubiera visto a una mujer con un aspecto tan fantástico.

No, no era el tipo de belleza de Melanie. No había ningún maquillaje, nada artificial.
La noche anterior, se había salvado de cometer el peor error de su vida.
 
Ness: No vais a montar en trineo sin mí -dijo ofendida-.
 
Jamie: ¡Sólo los hombres! -insistió-.
 
Ness: No. ¿Qué es eso de sólo los hombres? Tu madre y yo no te criamos para que fueras un machista en miniatura.
 
Jamie frunció el ceño.
 
Jamie: ¿Qué es un machista?
 
Zac intentó no reírse de la mirada que el niño le estaba dedicando a su tía.
 
Ness: Pues verás, un machista es un hombre que cree que las mujeres no deberían hacer ciertas cosas. Por ejemplo, podría pensar que una mujer no debería conducir un camión.
 
Zac, de repente, vio muy claro por qué los niños debían tener un padre y una madre. Porque por muy buena que fuera Ness como madre, tenía la tenden­cia de explicarlo todo, de aprovechar cualquier oportunidad para enseñar. A veces un niño necesi­taba un jefe.
 
Zac: Tu tía viene con nosotros. Y no se hable más.
 
Jamie: Oh, bueno. Puedo contártelo más tarde.
 
Ness: ¿Contarle qué? -preguntó desconfiada-.
 
Al ver la cara de preocupación del niño, Zac dijo:
 
Zac: Nada, cosas de hombres.
 
Ella se llevó las manos a la cabeza y Jamie se su­bió en su regazo y le dio un beso.
 
Jamie: No es que no te queramos, tita.
 
Ella sonrió.
 
Ness: De acuerdo. Eso era lo que necesitaba saber.
 
Había una gran pendiente cerca de la cabaña. Zac la recordaba de cuando era pequeño e iba allí con su padre. Solían ir a cortar leña, pero el trineo siempre iba en la parte de atrás de la camioneta.

En unos segundos, estaba recordando aquellos días felices libres de preocupaciones.

Arrastró el trineo hasta la mitad de la pendiente, con Ness y Jamie detrás de él. Todos estaban jadean­tes del ejercicio. La nieve seguía cayendo.

Él les dijo cómo montarse. Jamie primero, Ness, detrás y, por último, él. Con los brazos rodeó a Ness por la cintura y le clavó la barbilla en el hombro.

Ella bajó toda la pendiente gritando. Jamie, riéndose.

Después de dos veces, Jamie estaba agotado y Zac lo subió al trineo y tiró de él.
 
Ness: Vamos a tirarnos desde arriba -sugirió-.
 
Él le lanzó una mirada. ¡Vaya si era intrépida! Pa­recía que, después de todo, había hecho bien en quedarse en la cabaña con ellos.
 
Zac: Detrás de ese exterior de chica recatada, veo que tienes un lado oculto.
 
Ness: ¿Recatada? -preguntó ofendida-. ¿Así es como me ves?
 
Zac: Cuando seas mayor, te explicaré lo que sienten los hombres por las mujeres recatadas.
 
Ness: Pero, si ya soy mayor -se quejó-.
 
Él se rio. Tuvo que subir corriendo para evitar que ella lo golpeara. Después, se lanzaron por la pendiente, a una velocidad de vértigo. El trineo los lanzó a los tres sobre un montón de nieve al final de la cuesta y ellos cayeron unos encima de otros sin parar de reírse.
 
Zac: Pensé que estaba en buena forma -dijo des­pués de la décima vez-, pero esto me está matando.
 
Por supuesto, no era cierto. Había pasado mucho, mucho tiempo desde que se había sentido tan feliz. No lo estaba matando, de hecho, le estaba diciendo sí a la vida.

Ella miró el reloj.
 
Ness: Es la hora de comer. Me imagino que, ya que estoy atrapada con un par de machistas, tendré que ir a preparar la comida.
 
Zac: Yo la puedo hacer si quieres.
 
Ness: No. Adelante. Disfrutad de vuestro momento para hombres -se sentó sobre la nieve y bajó deslizándose sobre los pantalones, sin parar de gritar-.
 
Zac se sentó y la observó mientras bajaba. Se quedó mirando a las montañas, a la nieve y respiró hondo.

Ese era el tipo de vida que un niño debía tener. Quizá podían volver en verano. Quizá él podía enviarles un par de billetes de avión.

Jamie se acercó a él y se sentó a su lado, con el oso de peluche en el regazo.
 
Jamie: Quiero contarte un secreto.
 
Zac: Muy bien.
 
Jamie: ¿Si te digo lo que le he pedido a Santa Claus por Navidad me lo traerá?
 
Zac se sintió que era un hombre demasiado duro para que alguien le hiciera una pregunta tan delicada.
 
Zac: No lo sé -le respondió con honestidad-. No soy un experto en el tema.
 
Jamie: Pero alguna vez fuiste niño, ¿verdad?
 
Zac: Sí. Hace mucho tiempo. Casi lo he olvidado.
 
Jamie: No seas tonto. No se pueden olvidar cosas así. ¿Siempre te trajo Santa Claus lo que le pedías?
 
Otra pregunta difícil.
 
Zac: No -dijo por fin-.
 
Jamie: ¿Ah, no? -dijo sintiendo pánico-.
 
Zac: No. Pero siempre me trajo lo que necesitaba.
 
Jamie se quedó pensativo un instante.
 
Jamie: ¿Cuál es la diferencia?
 
Zac: Bueno, quizá yo pedía balas para mi rifle, pero lo que necesitaba eran unos guantes.
 
El niño no pareció muy satisfecho.
 
Jamie: Lo que yo quiero y lo que necesito son la misma cosa.
 
Zac: Ah, entonces...
 
Jamie: En realidad no pedí algo para mí. Pedí algo para tía Ness.
 
Zac: ¿Le pediste a Santa algo para tu tía en lugar de para ti?
 
El niño asintió con vigor.
 
Jamie: Ya te he contado que siempre está preocupada.
 
Zac: ¿Y cómo crees que Santa puede ayudarla?
 
Jamie: Ese es el secreto -hizo una pausa y des­pués dijo con gran reverencia-: Le he pedido un papá.
 
Zac no se atrevió a hablar. De hecho, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
 
Zac: Ah, sí, ¿eh? -dijo por fin, a media voz-.
 
Jamie: Sí.
 
Zac intentó medir bien sus palabras.
 
Zac: ¿Sabes, Jamie?, creo que Santa Claus trae jugue­tes y guantes y bicis y cosas así. No creo que en su gran saco rojo lleve personas. Yo nunca lo he oído.
 
Jamie: ¿Ah, no?
 
Zac: No, nunca.
 
Jamie: Bueno -dijo con cabezonería-. Creo que lleva a la gente primero. Eso ya lo sé.
 
Zac: ¿Cómo lo sabes?
 
Jamie: Lo descubrí en el aeropuerto.
 
Fantástico. Aquel era el lío más grande en el que se había metido jamás. Jamie pensaba que él era el papá que Santa Claus le había enviado para Navidad. De alguna manera, aquello era culpa de ella; debería haberle advertido.

Él buscó en su memoria. Ella había intentado decirle algo... Le había dicho que el niño estaba buscando un héroe, pero eso estaba a años luz de un papá.

Y eso era lo que pensaba decirle. Tan pronto como se calmara, lo suficiente para no insertar una docena de dagas en la frase.
 
 
Ness los oyó abrir la puerta. Así que aquello era lo que se sentía al estar enamorada: el corazón latía más deprisa con sólo escuchar unas pisadas.

Igual que había pensado que él había sido muy afortunado al no casarse con Melanie, se dio cuenta de que ella también lo había sido al separarse de Austin.

Nunca lo había querido. En algún momento, ha­bía decidido que el amor era parte de los cuentos de hadas y había estado dispuesta a quedarse con lo que él tenía que ofrecerle.

Ahora, que por primera vez conocía el amor, no supo qué hacer cuando Zac entró en la habitación. ¿Debería dejar que se le notara en la cara lo que sen­tía? ¿O resultaría muy patética?

¿Qué haría Penny?

Penny se abalanzaría sobre él y se lo comería a besos.

Ella no podía llegar a tanto, pero sí buscar algo intermedio entre lo que haría la antigua Ness y lo que haría la lanzada Penny.

Se secó las manos en el delantal y fue a recibirlos.

La sonrisa se le heló en la cara. El latido de su corazón se paralizó. ¿Qué pasaba?

Toda la calidez se había evaporado de la cara de Zac. Toda la ternura. Toda la risa. Aquel no era el hombre que la había abrazado la noche anterior, el que le había preparado el desayuno, el hombre que la había sujetado en el trineo, el que la había hecho reír y había hecho que el sol brillara.

Aquel era el hombre que habían conocido en el aeropuerto.

Estaba enfadado. Se le notaba en los ojos, en la rigidez de la mandíbula.
 
Ness: Jamie. Ve a ponerte algo seco -se acercó a Zac-. ¿Qué pasa? -le preguntó en voz baja mientras le tocaba un brazo-.
 
Él se deshizo de su mano y ella dio un paso hacia atrás, horrorizada.
 
Zac: Me dijiste que estaba buscando un héroe, al­guien a quien imitar. Nunca mencionaste que estu­viera buscando un padre -dijo en voz baja con los dientes apretados-.
 
Ella se sintió desfallecer. No sabía qué contestar.
 
Zac: Si me lo hubieras dicho, esto nunca habría suce­dido.
 
Ness: ¿Qué ha sucedido?
 
Zac: Cree que Santa Claus me envió a mí para que fuera su papá. ¿Sabías que iba a creer eso?
 
Ness: Intenté decírtelo.
 
Zac: ¡Sí, pero no me dijiste la verdad!
 
Ness: Pensé que yo podía encargarme de todo.
 
Zac: Tú siempre crees que te puedes encargar de todo, ¿verdad?
 
Ella estaba empezando a sentir que su tempera­mento salía a relucir.
 
Ness: De hecho, sí. Porque esa es mi vida. Yo me en­cargo de todo, y se me da muy bien.
 
Zac: ¿Ah, sí? ¿Entonces por qué te preocupas tanto cuando llega el correo? ¿O qué pasa con la escalera rota?
 
Ella se quedó de piedra. Jamie le había dicho que no se las arreglaba, pero ella se las arreglaba muy bien.
 
Ness: Lo hago lo mejor que puedo -dijo con valentía-.
 
Sintió que iba a estropearlo todo echándose a llorar.

Penny nunca habría llorado en una situación así. ¡Nunca!
 
Zac: ¿Quizá lo podía haber evitado si me hubieras avisado?
 
Ness: ¿Cómo? ¿Impidiendo que cayera la nieve?
 
Zac: Me podía haber marchado.  
 
Ness: ¿A pie?
 
Zac: Si lo hubiera tenido que hacer lo habría hecho.
 
Ella lo miró con detenimiento. No era muy buen mentiroso. Y, de repente, supo la verdad.
 
Ness: Podrías haberte marchado en cuanto hubieras querido, ¿verdad? No estás atrapado aquí.
 
Él miró para otro lado.
 
Ness: ¿Estás atrapado aquí? -insistió-.
 
Zac: No exactamente. La camioneta se salió de la ca­rretera, pero podría haberlo arreglado, si me lo hubiera propuesto.
 
Ness: ¿Por qué no te lo propusiste?
 
Él dudó un instante.
 
Zac: Estaba seguro de que no te las podrías arreglar aquí sola.
 
Así que eso era: no podía confiar en ella. Había visto su verdadera personalidad: débil. Una fracasada. Una mujer que no podía arreglar unas escaleras y que se preocupaba por las facturas. Una mujer a la que ni siquiera se la podía dejar sola en vacaciones.
 
Ness: Así que, me mentiste.
 
Zac: Omití algunos detalles.
 
Ness: Bueno, eso es lo que yo hice: omití algunos de­talles. No era asunto tuyo lo que ponía en su carta.
 
Sin embargo, la noche anterior sí le había gus­tado. Al final, iba a ser igual que Austin. Quería robarle unos cuantos besos, pero no quería responsabi­lidades.

Aunque, en su favor, tenía que admitir que él era el que había parado la noche anterior.
 
Ness: Ya puedes marcharte -le dijo cruzada de brazos-.
 
Zac: Eso será lo más razonable.
 
Ness: ¿Marcharte? -preguntó desde la puerta del dormitorio mirando del uno al otro. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. No vas a marcharte, ¿ver­dad, Zac?
 
Zac: Creo que será lo mejor.
 
Jamie: Pero yo voy a ser tu niño pequeño. Me dijiste que sería genial, no tendrías que quitar pañales.
 
Zac le lanzó a ella una mirada oscura y se agachó.
 
Zac: Ven aquí, tigre.
 
Jamie corrió hacia él y le lanzó los brazos al cuello. Ella se dio cuenta de que Zac lo abrazaba con fuerza.
 
Zac: Yo no soy el hombre que tú crees, Jamie. Santa no me envió a mí.
 
Jamie: ¿Estás seguro?
 
Ness tuvo que mirar hacia otro lado porque Zac parecía estar luchando contra una emoción tre­menda.

Después de un rato, dijo con voz melosa:
 
Zac: Estoy seguro. ¿Sabes de qué más estoy seguro? De que siempre seré tu amigo.
 
Ness: Aunque Zac no sea el papá que pediste, al me­nos ha nevado -le recordó con amabilidad-.
 
Él soltó a Zac y la miró a ella.
 
Jamie: ¿Cómo lo sabías?
 
Ella no dijo nada, horrorizada por aquel desliz, horrorizada porque conocía su secreto más íntimo y él no quería.
 
Jamie: ¡Leíste mi carta a Santa Claus! -la acusó-.
 
Ness: Jamie...
 
El niño le dedicó una mirada de enfado y dolor y salió corriendo hacia su habitación.
 
Zac: Ness -dio un paso hacia ella-. Lo siento. -Ella se alejó de él-. Lo siento de verdad.
 
Lo último que quería de él era su compasión.
 
Ness: No es culpa tuya. Por favor, márchate.
 
Silencio. Sintió su presencia durante largo rato; después, desapareció.

Ella respiró hondo. No podía llorar. No en aquel momento.

Lo había hecho muy bien. No le había suplicado que la amara. Había sido fuerte. Había sido la mujer de la que su hermana habría estado orgullosa.

Pero aquel no era el momento de pensar en su hermana.

Ella era una mujer débil y un fracaso; pero desea­ba estar con alguien. No quería estar sola.

Pero aquel tampoco era el momento de pensar en aquello.

Se acercó a la habitación de Jamie y llamó a la puerta.
 
Jamie: Vete.
 
Ella giró el picaporte, pero sintió que el niño em­pujaba la puerta.
 
Jamie: Estoy envolviendo regalos -gritó-.
 
¿Cómo iba a estar envolviendo regalos? Ella había hecho las maletas y sabía lo que tenían.

Ella se había comprado un regalo de su parte, un jersey, y había planeado envolverlo juntos esa no­che.

Pero, ahora, pensándolo mejor, odiaba el jersey. Era liso y aburrido. De repente, pensó que represen­taba todo lo que no quería ser.

Se acercó a la ventana. Podía ver a Zac caminando en la distancia, dándole patadas a la nieve. Su ropa estaba mojada cuando se marchó. Podía enfer­mar y morir.

Penny probablemente habría dicho: «Eso espero, que enferme y se muera».

Ness intentó decirlo, pero las palabras se le atragantaron.

Oyó a Jamie con el papel de regalo.

Se marchó a la cocina y apagó el fuego; aparente­mente, nadie iba a tomar la sopa.

Así que, aquellas eran las Navidades que le iba a dar a su sobrino. El niño iba a encerrarse en su habitación, ella iba a tomar la sopa sola y, cuando acabara, iba a ponerse a llorar.

Pensándolo mejor, podía pasar de la sopa.

Se arrojó sobre la cama. Iría directamente a la parte de las lágrimas. Pero la verdad era que estaba muy cansada. Demasiado cansada para llorar. Cerra­ría sus ojos durante unos segundos. Solo hasta que Jamie saliera de la habitación.

Después, le contaría cuentos y lo acunaría para intentar que las cosas volvieran a ser como antes de cometer el error de ir a Canadá.

Cerró los ojos y se quedó dormida.

Cuando se despertó se había quedado fría.

Se sentó en la cama, pensando.
 
Ness: He dejado que el fuego se apague.
 
Zac sólo llevaba fuera unos minutos y ella ya lo estaba haciendo mal. Tenía que demostrarle que era una mujer competente. Tenía que demostrárselo a sí misma.

Pero cuando se levantó, se dio cuenta de que el frío provenía del exterior; la puerta de la cabaña es­taba entreabierta.

Durante unos segundos, no entendió qué pasaba.

Y, después, vio la puerta de la habitación de Ja­mie abierta de par en par.

Corrió hacia el cuarto. Había papel de regalo por todas partes.

Pero no había ni rastro del niño.

Ni del oso de peluche.

Corrió hacia la puerta.

Una larga fila de huellas pequeñas seguía a las más grandes por el camino.


martes, 29 de diciembre de 2020

Capítulo 8

 
Zac: ¿Quieres que abramos el sofá cama? Así podría quitarme este disfraz.
 
Aquello sonaba a problemas, pero también parecía parte de la rendición. Obviamente, no tenía intenciones de seducirla ya que le pidió que lo de­jara solo un minuto.

Ella se marchó a su habitación y revisó su rendi­ción. Era un alivio después de pasarse el día lu­chando contra lo que iba sintiendo.

Se había dado cuenta, a lo largo del día, de que se estaba produciendo un cambio, como si la magia flotara en el aire junto a los copos de nieve.

De alguna manera, Zac Efron había bajado la guardia. Su risa, profunda y real, la había salpicado todo el día.

Desgraciadamente, eso lo hacía todo más compli­cado. Sin el ceño fruncido, estaba realmente guapo. Cuando se volvía hacia ella, después de darle con una bola de nieve, y le sonreía, tenía la capacidad de robarle el aliento. Era sencillamente irresistible.

Jamie había estado exultante con tanta atención masculina.
 
Zac: ¡Ya! -gritó desde la otra habitación-.
 
Ella volvió al salón. Él estaba perfectamente acomodado, tapado hasta la barbilla con la manta y descansando en el respaldo del sofá.
 
Zac: No sé cómo se las arreglaban los romanos.
 
Pero ni aquel comentario gracioso la ayudó a olvidarse de que estaban los dos solos y que no podía negar la atracción que sentía por él. Era algo más que el interés desapegado de alguien que sabe apreciar la belleza.

Había algo más, algo bajo la risa, entre él y ella. Una sutil corriente y cierta tensión sexual.

Y, ahora, para complicar las cosas aún más, le es­taba ofreciendo su bien más preciado: la confianza.

Era una oferta inesperada. Como si de repente, un caballo salvaje y majestuoso se volviera, uno agachara la cabeza y se acercara.

Ella se sentó al lado de él, encima de la manta. Notó su barba crecida y, de improviso, tuvo el deseo de sentir esa aspereza en la mejilla.

Una voz interior traicionera le dijo que le gustaba más con la sábana que tapado con las mantas, sin embargo, había algo en la manera en que la manta le daba forma a los muslos que hacía que la boca se le secara.
 
Zac: Fue una Nochebuena -comenzó, y ella sintió la profundidad de su voz y se olvidó de todo lo demás-.
 
Se concentró en su boca, mientras notaba que él hacía un esfuerzo para hablar.
 
Zac: Hace cinco años. No. Seis. Mi vida no podía ha­ber sido mejor. Acababa de comprarle la finca a mi madre, que quería mudarse a la ciudad. Yo llevaba el rancho desde que mi padre murió. Estaba acostumbrado a domar caballos, criar ganado e iba a casarme con la chica con la que llevaba saliendo desde el colegio.
 
Ness: ¿Era guapa? -preguntó de repente, e inme­diatamente se arrepintió por hacerle una pregunta tan estúpida-.
 
Él abrió los ojos y la miró. Y lo hizo de verdad, como si estuviera viendo cosas que ella no veía al mirarse en el espejo.
 
Zac: Era muy guapa. Siempre le decían que debía hacerse actriz o modelo.
 
Ella sintió una punzada, pero, en realidad, no de­bía sorprenderla. Él era un hombre muy atractivo. ¿Por qué iba a elegir a alguien simple cuando podía elegir a quien quisiera? Ella ya se había dado cuenta de cómo lo miraban las mujeres.

Pero también lo había visto a él mirarlas sin mos­trar el más mínimo interés.
 
Zac: Melanie y yo éramos unos críos bastante locos -continuó-. Siempre buscando acción: carreras, rodeos, fiestas... Después, decidimos asentarnos. No para tener niños ni nada así, sólo para jugar a ser mayores. Construir una casa, llevar el rancho, criar ganado. Íbamos a casarnos en primavera.
 
Ness recordó la casa tan bonita que había visto de camino a la cabaña.

«La había construido para otra mujer», pensó, sintiendo una punzada de celos. Lo cual era bastante absurdo porque aún no la conocía a ella. Y, aunque la hubiera conocido, nunca hubiera construido algo así para ella.

Sin embargo, no le había parecido una casa para una mujer a la que le gustara estar de fiesta en fiesta. Más bien, parecía una casa para llenarla de niños. Debería de tener un estanque en la parte de atrás y un jardín y un poni.
 
Zac: Melanie y yo habíamos estado en una fiesta en Calgary y volvíamos a casa. Estábamos a escasos kilómetros cuando vi una caravana en un prado. Algo me llamó la atención, como una luz brillante en el salón. Al principio no le presté mucha aten­ción, pero me dejó pensativo. Varios kilómetros des­pués, decidí darme la vuelta. A Melanie la molestó mi decisión. Aún tenía que envolver varios regalos de Navidad y quería volver a casa. Así era Melanie.
 
«¡Oh, Dios! Estaban viviendo juntos».
 
Zac: Vivía a veinte minutos de mi casa.
 
«¡Uf! ¡No, no estaban viviendo juntos!». Aquello era una locura. Por supuesto que él tenía una historia. Y era increíble que ella reaccionara de aquella ma­nera. ¿Qué le estaba sucediendo?
 
Zac: Cuando estaba llegando, no me podía creer lo que veían mis ojos: la caravana estaba en llamas. Le dije a Melanie que llamara a los bomberos y aceleré al máximo; debí de poner la camioneta a doscientos por hora. Me acerqué todo lo que pude y salté del vehículo. Al acercarme a la ventana, vi el árbol de Navidad ardiendo y parte del salón en llamas.
 
Ness se dio cuenta de que, de repente, había de­jado de pensar en ella y estaba concentrada en él. En su voz había dolor. Se notaba que odiaba hablar de aquello.
 
Zac: Después, me di cuenta de que había juguetes por todas partes e imaginé que debía de haber niños dentro. Mi mente iba a la velocidad de un rayo y mientras pensaba en que debía de haber niños ya estaba dándole una patada a la puerta. Melanie estaba gritándome, suplicando que no entrara y que esperara a los bomberos. Pero yo sabía que todavía tar­darían mucho en llegar. Al abrir la puerta, me gol­peó un calor y un humo increíbles. Aparte del brillo del salón, todo estaba a oscuras y lleno de humo. Me costaba respirar y el calor era insoportable. Me puse la camisa por la cara y entré en la primera habitación. Era un dormitorio. Había una mu­jer y tuve que despertarla. Rompí la ventana y la lancé al exterior. Estaba medio dormida y aterrada. Me gritaba que sacara a los niños, estaban en la habitación contigua a la suya. Encontré la habitación. Tenía la puerta abierta por lo que estaba llena de humo. No se veía nada. Con las manos por delante iba tocando para ver qué encontraba. En una cama había dos niños, los agarré a cada uno con un brazo. Salí al exterior y los dejé en el suelo, los niños corrieron hacia su madre. Yo estaba lleno de sangre de romper los cristales de las ventanas y sentía los pulmones llenos de humo. No podía dejar de toser. Me sentía como si hasta aquel momento no hubiera apreciado la vida lo suficiente. Las llamas salían por el techo y la gente llegaba de los alrededores.
 
Hizo una pausa antes de continuar.
 
Zac: Y, entonces, escuché a alguien gritar el nombre de un niño. Ben. Una y otra vez. Me giré y vi que se trataba de la mujer que había sacado por la ventana. Tenía a los dos niños en sus brazos, pero, por la expresión de su cara desencajada, comprendí que toda­vía faltaba otro.
 
Hizo otra pausa. Ness podía sentir el ligero temblor de su cuerpo grande por lo que se acercó a él y le tomó la mano. Estaba totalmente centrada en lo que decía.

Tenía la mano áspera y, a pesar del temblor, se agarraba con fuerza. Ness pensó que nunca nada le había gustado tanto como tener su mano entre las de ella.
 
Zac: Volví a entrar. Melanie me agarró. Intentó sujetarme. Estaba como loca y no paraba de gritar y llorar. Pero yo me solté y la aparté. Y volví a entrar. Aquello era el infierno. Sentí que mi piel se derretía. Llamé al niño por su nombre, Ben, pero el rugido del fuego era más fuerte que mi voz. Intenté localizar la habitación, pero todo estaba en llamas, lleno de humo.
 
La voz se le rompió y se quedó en silencio. Tardó mucho en volver a hablar. Lo hizo después de tomar aliento.
 
Zac: No llegué muy lejos. Parte del techo se derrumbó encima de mí. Cuando me desperté, estaba en el hospital, en la zona de quemados. -Sus labios se torcieron en una sonrisa de dolor que no tenía nada de divertida-. Todos me consideraban un héroe.
 
Ella no quería preguntar. Ya sabía la respuesta. Sin embargo, necesitaba que se lo dijera. Necesitaba que él purgara todo su dolor.
 
Ness: ¿Y el otro niño? -susurró-.
 
Silencio. Después, Zac tomó aliento.
 
Zac: Tenía dos años. Lo encontraron acurrucado debajo de la cama, escondido. Nadie sabía por qué estaba allí. No... -se armó de valor-. No lo consiguió.
 
Ness: ¡Oh, Zac! ¡Oh, Zac! -las lágrimas le corrían por la cara y no intentó ocultarlas-.
 
Zac: Qué héroe ¿verdad?
 
Ella estaba muy, muy quieta. Sabía que no importaba lo que dijera, no iba a poder quitarle aquel dolor. No serviría recordarle que había salvado a tres personas. Él ya lo sabía y eso no lo había ayudado.
 
Ness: Cuéntame el resto -le dijo con dulzura-.
 
Él la miró sorprendido.
 
Zac: La mayoría de la gente habría dicho que ese era el final de la historia.
 
Ness: Cuéntame el resto -volvió a decir, sabiendo que ese no era el final, que aquella no era la única razón de la tristeza en sus ojos, de la manera en la que se mantenía apartado-.
 
La razón de que hubiera salido a cortar leña en lugar de decorar el árbol de Navidad.

Él suspiró.
 
Zac: El resto. No podía soportar el tema del héroe. Simplemente, no podía. Los periódicos querían hacerme entrevistas, las televisiones mandaban cámaras a las puertas del rancho. Dejé de abrir la puerta y de contestar al teléfono. Aquello acabó y, entonces, me concedieron una medalla al valor. El día que debía ir a recogerla me fui lo más lejos que pude para que nadie me encontrara. Entonces, descubrí que me gustaba estar solo en el campo. Ahora, me gusta perderme durante días, solo con mi caballo y algunas vacas.
 
Ness tenía la sensación de que lo entendía a la perfección, de que sabía exactamente por qué hacía aquello, por qué deseaba estar solo. Podía sentir que el corazón se le hinchaba en el pecho, como si amar a Zac fuera demasiado para él.

Amar a Zac. ¿Cómo iba a amarlo? Si apenas lo conocía. Pero, en aquel momento, sintió que todo el universo había conspirado para llevarla hasta aquel hombre. Y su amor por él era tan puro. Y tan sencillo. Por supuesto que lo conocía. Uno no podía escu­char una historia como aquella y sentir que no conocía a la persona que se la había contado.

Recordaba que cuando le acarició las cicatrices la primera noche pensó que eran parte de él.

Ahora ya sabía lo que aquellas cicatrices signifi­caban. A la perfección. Significaban que era un hombre fuerte y valiente.
 
Ness: Creo que eres un héroe -le dijo por fin-. Lo quieras o no.
 
Ella sabía que era un héroe.

Zac negó con la cabeza y miró al techo.
 
Zac: ¿Sabes, Ness? Para ser un héroe, tienes que to­mar una decisión. Y tengo que decirte una cosa que nunca le he dicho a nadie: nunca tomé una decisión desde que vi la primera luz. Era como si estuviera actuando por instinto. No decidí entrar en la cara­vana, simplemente, entré. Cuando la gente me dice que fui valiente, me entran ganas de reírme. No te­nía ningún miedo. Estaba actuando por instinto. Melanie nunca entendió aquello. Creo que nunca me perdonó que no la escuchara aquella noche. A veces, recuerdo su cara mientras me miraba las cicatrices y puedo ver su enfado y resentimiento. Su repulsión. Era como si sintiera que yo lo había planeado para arruinar nuestras vidas.
 
Ness: ¿Arruinar vuestras vidas?
 
Zac: Nuestra relación no funcionó. Después de aque­llo me vine abajo. No fue culpa suya. Yo había cam­biado. Antes de aquello era un joven ambicioso al que le gustaba pasárselo bien. A ella también. Iba a hacer una fortuna con los caballos y el ganado y ella iba a gastársela. Íbamos a viajar por el mundo con los caballos de raza... Pero, después de aquella no­che, nada me importó. Aquellos sueños me parecían idiotas. No podía soportar estar con gente. Las fies­tas me ponían enfermo. Ya nada me gustaba. Ni conducir deprisa, ni ir a rodeos, nada. Dejé de pen­sar que el dinero era importante. Y decidí que con las montañas tenía bastante, ya no quería ver mundo. De repente, empecé a sentir que mi vida hasta aquel momento había sido superficial y ridícula. Melanie se quedó a mi lado durante un par de me­ses, pero sólo estaba esperando a que las cosas vol­vieran a ser como antes y yo ya sabía que eso no iba a suceder jamás. Un día, me dijo que ya no era di­vertido y me devolvió el anillo. Era cierto. Ya no me interesaba divertirme. ¿Divertido? ¿Cómo iba a ser divertido si no de­jaba de pensar que yo había sobrevivido y aquel niño había muerto? ¿Qué había hecho yo en la vida que me hacía merecedor de seguir viviendo? Con todas las veces que me la había jugado. Y aquel niño, con toda la vida por delante, y no tuvo una oportunidad. Me pasaba el día entero dándole vuel­tas a la cabeza, preguntándome qué debía haber hecho. Debería haber parado la primera vez que noté algo extraño. Aquellos pocos minutos podían haber significado la diferencia. Nunca debería haber asumido que los llevaba a todos. Me pregunto si lo que le hizo al niño esconderse debajo de la cama fue el ruido que hice al romper la ventana para sacar a su madre.
 
El salón se estaba quedando a oscuras. Ness miró sus facciones tristes.
 
Zac: La madre me manda una postal todos los años. Con una foto de los otros dos niños: Sarah y Daniel. Nunca menciona a Ben. Nunca me culpó. Nadie lo hizo. Pero yo no puedo dejar de culparme. No creo que nunca consiga superarlo. Por ese motivo -dijo lentamente- es por lo que odio la Navidad.
 
La oscuridad los rodeó. Ella no dijo nada durante mucho rato. Después habló:
 
Ness: Me alegro de que no te casaras con ella. No creo que te dejara porque ya no se divertía después del fuego. Era porque ese fuego te estaba llevando a lu­gares a los que ella no podía ir. Te estaba enseñando las profundidades de tu alma. Ella nunca supo quién eras de verdad, Zac. Nunca te hubiera impedido acercarte a aquel fuego si lo hubiera sabido.
 
Zac: ¿En serio crees eso?
 
Ness: Lo sé.
 
Zac: No pienso mucho en ella. Cuando lo hago, me siento como si hubiera estado con una extraña -miró a Ness con una sonrisa; después, la sonrisa se desvaneció-. ¿Cómo una mujer tan joven como tú sabe tantas cosas de las profundidades del alma?
 
Ness: La muerte de mi hermana me despojó de las ca­pas que tenía y, ahora, estoy descubriendo, muy des­pacito, quién soy yo.
 
Zac: ¿Y?
 
Ella se rió.
 
Ness: Unos días es mejor que otros. Siempre pensé que no era muy buena, poco después descubrí que para Jamie sí lo era. También descubrí que ya no era una niña, que era una mujer. Aunque todavía hay días que no sé qué significa eso, ni quién soy, ni si soy fuerte o soy débil.
 
Zac: A propósito, Jamie me contó que tu novio te dejó por él.
 
Ness: ¿Jamie sabe que fue por él? -preguntó horrori­zada-.
 
Zac. Sí. No es nada personal, pero ese tipo era una basura-.
 
Ella se rió.
 
Ness: Cuando mi hermana murió, me di cuenta de que la vida estaba intentando enseñarme algo.
 
Zac: De la forma más dura -dijo con amargura-.
 
Ness: A veces es como funciona, Zac, de la forma más dura.
 
Zac: Lo siento. Es que me cuesta ver qué estaba in­tentando enseñarme a mí.
 
Ness: Quizá la vida estaba intentando enseñarte quién eras.
 
Él resopló.
 
Zac: ¿Un vaquero gruñón y solitario?
 
Ness: No. Un hombre de increíble fuerza, un hombre con un alma magnífica que no quería permitir que la vida que llevaba lo devorara. Un hombre de gran sensibilidad y gran fortaleza, y esa es una combinación rara.
 
Zac: Ness, en realidad no sabes tanto de mí.
 
Ella sonrió en la oscuridad.
 
Ness: Sí, lo sé. Sé un montón de cosas de ti. Sé que has caminado por lo desconocido y que estás intentando encontrar tu camino.
 
Él permaneció en silencio.
 
Ness: ¿Lo has encontrado? -susurró-.
 
Zac: No -susurró-.
 
Ella se inclinó hacia delante y le acarició la cara con los labios.
 
Ness: Yo tampoco. Creo que podríamos encontrarlo juntos.
 
Deslizó los labios sobre los de él, con timidez. Y, cuando él respondió, la timidez se evaporó y el atrevimiento ocupó su lugar.

De repente, sintió que, después de todo, sí sabía quién era ella.

Los labios de ella tocaron los de él, frescos como el agua de un manantial.

Y cuando él aceptó la dulzura de aquel beso, su serenidad y su perdón, descubrió algo muy impor­tante. Llevaba seis años huyendo. Y aquella dulzura de mujer que estaba a su lado lo había convencido para que se parara y se enfrentara a sus demonios. Lo sorprendió descubrir que los demonios se habían encogido. Y él también.

Se vio a sí mismo bajo una nueva luz. No vio al hombre grande y fuerte capaz de cambiar los sucesos
de la noche. Sólo se vio como un hombre co­rriente que se había encontrado ante unas circuns­tancias extraordinarias y que había hecho lo que había podido. Todo lo que había podido. No se ha­bía reservado nada. Incluso había estado dispuesto a sacrificar su propia vida.

Durante los seis años siguientes, había elegido una existencia solitaria y se había descubierto a sí mismo. Un hombre sencillo, sin grandiosidades. Un hombre que trabajaba mucho y que se conformaba con poco.

Había intentado encontrarse a sí mismo en los buenos momentos, con una mujer hermosa, en las cosas materiales y, al final, había tenido la oportunidad de descubrir la frivolidad de todo eso.

De alguna manera, durante esos seis años se ha­bía convertido en algo sorprendente: un buen hom­bre.

Un hombre que no podía permitir que una mujer y un niño se quedaran solos atrapados en la nieve.

Aquel fuego había sacado al descubierto una nueva cara, la cara de un hombre dispuesto a dar.

Y una vez que había salido a la superficie, ya no pensaba volver a las sombras.

Ahora entendió por qué lo había dejado Melanie: había cambiado en lo más profundo de su ser y se había convertido en una persona diferente.

Y ahora había encontrado a una persona igual que él. Una mujer que había salido fuerte de una desgracia. Una buena mujer.

Le pasó la mano por la suavidad de su brazo, de su hombro, le levantó el pelo para sentir la ternura de la piel de su nuca.

Después, separó la boca de la de ella y comenzó a besarle el cuello y los lóbulos. A continuación, deslizó los labios hacia el hombro.

Ella suspiró.

Fue ese suspiro de felicidad el que le hizo reco­brar el sentido. El hombre de hacía seis años habría tomado lo que ella hubiera querido ofrecerle sin hacerse ninguna pregunta sobre el mañana. Pero el hombre que era ahora había cambiado. Y sabía que tenía que vivir con una nueva realidad, la de un hombre bueno y decente.

Él había ido a la cabaña a protegerlos. Llevaba muchos años huyendo de la etiqueta de héroe, pero eso era lo que quería ser en aquel momento. Sobre todo, quería ser el héroe de Ness Hudgens. Así que, aunque le dolía en el alma, volvió a poner la camisa de ella en su sitio. Después, le dio un suave beso en la frente.
 
Ness: No pares -suplicó-.
 
Y él no quería parar. Dios sabía que no quería. Deseaba besarla hasta que se quedaran sin aliento. Quería quitarle la ropa, lentamente, descubrir todas sus formas deliciosas y saborearla.

Pero sabía que Ness no era una mujer que se tomara el amor a la ligera; aunque en aquel momento se estuviera dejando llevar por la pasión.
 
Zac: Tenemos que parar.
 
Ness: ¿Por qué?
 
Zac: Porque no eres ese tipo de chica.
 
Ness: Sí lo soy.
 
Él se rió y la abrazó para que ella no se sintiera rechazada. Quería que supiera que no paraba por dureza. Al contrario. Era un acto de amor.

De un amor puro que nunca había conocido. De poner las necesidades de ella por encima de las su­yas. Y ella no necesitaba pasar una noche con un vaquero que el destino le había puesto en la puerta.

Pasó mucho tiempo y sintió que ella se relajaba. Tanto que se quedó dormida.

Él también estaba cansado. Se estaba quedando dormido cuando se le ocurrió que había utilizado la palabra amor para definir lo que sentía por ella.

Aquello era imposible, por supuesto.

Apenas la conocía.

Y sin embargo, tenía la extraña sensación de que la conocía de siempre.

Entonces, sintió algo en el pecho no muy propio de un héroe. Sintió terror.

La deslizó con suavidad sobre la cama y se quedó mirando al techo.

¿Debería marcharse?

Probablemente, podría sacar la camioneta de la cuneta para volver a casa.

Pero, ¿qué había cambiado? Todavía no estaba en una posición de dejarlos solos. Todavía estaba nevando. ¿O acaso eso había sido sólo una excusa?

¿Habría visto su propia curación en los ojos de ella desde el primer momento?

Zac Efron estaba acostumbrado a estar solo. Estaba acostumbrado a ser una persona irritable. A vivir la vida según sus propios términos.

A lo que no estaba acostumbrado era a tener un sentimiento que no sabía cómo manejar. Él siempre había sido una persona decidida. Una persona de acción.

Irse o quedarse. Se quedó dormido dándole vuel­tas al asunto.
 
Oso: Esta noche es Nochebuena -lo despertó una voz entusiasmada-.
 
Zac abrió un ojo y se encontró cara a cara con el oso. Una manita alrededor de su cuello lo estaba haciendo bailar. Así que se había quedado. Después de todo, había tomado una decisión sin tomar ninguna.

Jamie miró por encima del brazo del sofá.
 
Jamie: ¿Es esa tía Mami?
 
Zac: Sí -respondió fingiendo sorpresa-.
 
Jamie: ¿Habéis dormido juntos?
 
«No, como suele interpretarse esa pregunta».
 
Zac: Algo así.
 
Jamie asintió sabiamente.
 
Jamie: ¿Tuviste miedo anoche?
 
«Estaba aterrado».
 
Zac: ¿Por qué lo preguntas?
 
Jamie: Tía Mami siempre se acuesta conmigo cuando tengo miedo.
 
Zac se dio cuenta de que estaba cara a cara con una inocencia increíble. Jamie no tenía ni idea de las connotaciones de que un hombre y una mujer durmieran juntos. Ese niño no había tenido a ningún hombre en su vida. Y el novio de su tía no se había quedado a pasar la noche.

¿Por qué se sentía tan bien por eso? ¿Posesión?
 
Jamie: Vamos a prepararle a tía Mami el desayuno -después, se le acercó al oído-. Hoy me podrías llevar en el trineo. Solos tú y yo. Y mi oso si quiere -hizo una pausa y bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Tengo un secreto que contarte.
 
Un héroe podía escuchar los secretos de un niño pequeño.


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