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domingo, 27 de diciembre de 2020

Capítulo 6

 
Jamie: Esta es mi bola -le dijo a Zac-. Mira, tiene mi nombre grabado y el año en que nací. Es la bola de mi primera Navidad. Me gustaría ponerla en lo más alto.
 
Jamie se había dado cuenta rápidamente de que su inesperado compañero tenía la ventaja de llegar a las ramas más altas sin necesidad de subirse en una silla.

Era Vanessa la que se sentía desilusionada por­que había esperado que ese extraño, alto, rubio y muy guapo fuera a ser de alguna manera emocionante.

Aunque no era muy hablador, desde la comida se había vuelto aún más reservado. Educado, pero como si no estuviera allí. Tenía la sensación de que estaba, de alguna manera, cumpliendo con alguna obligación. ¿Por qué se sentiría así? Se había salido de la carretera. ¿Por qué los hacía sentirse como si fuera culpa de ellos que estuviera allí?

Estaba allí atrapado, pero sólo en cuerpo porque su mente estaba a kilómetros de distancia.

Pero si había estado reservado durante la comida, durante la decoración del árbol se alejó de ellos aún más. Ella lo miró. Tenía la mandíbula tensa, como si estuviera apretando los dientes.
 
Ness: ¿Sabes? -le dijo con suavidad-. Se supone que esto tiene que ser divertido. Sé que preferirías estar en cualquier otro lugar, pero, ya que no puede ser, ¿por qué no intentas sacarle provecho a la situación?
 
Él la miró, sorprendido de que le hubiera leído la mente.
 
Zac: ¿En otro lugar? No, no es eso. Es que no me gusta mucho la Navidad.
 
Ness: ¿De verdad?
 
Zac: Mira, lo siento si se nota mucho. Tienes razón -dijo con un brillo nuevo en el rostro y, por un segundo, ella pensó que realmente iba a empezar a divertirse. Dejó la bola que tenía en la mano sobre el papel del que la había sacado-. Voy a cortar leña.
 
Eso no era lo que ella había querido decir con lo de sacarle provecho a la situación. Se había referido a que disfrutara con ellos, aunque no podía decírselo tan claro.
 
Ness: Me refería a que disfrutaras del árbol y del am­biente navideño que hay en la cabaña.
 
Él sonrió.
 
Zac: Voy a disfrutar del ambiente, cortando leña para el fuego.
 
Ella no dijo nada más; de repente se le ocurrió que Zac Efron era mucho más hombre de lo que una chica como ella podía manejar.

No había sabido llevar a Austin, un agente de la propiedad inmobiliaria bastante aburrido. Nada que ver con el hombre que se dirigía hacia la puerta.

Se preguntó, de repente, qué era lo que nunca había visto en Austin y vio la verdad. En realidad, no había visto nada en él.

Siempre había sido la chica tímida que vivía a la sombra de una hermana mucho más guapa y extrovertida. Por eso, cuando un día Austin la invitó a salir, se sintió adulada. Emocionada cuando él le dijo que le gustaba. Nunca se había parado a pensar qué era lo que sentía por él. Había sido suficiente con que a él le gustara ella.

Pero había comenzado a pasar una hoja nueva cuando llamó a Mary Efron para preguntarle por la cabaña. Una nueva Ness estaba apareciendo en la superficie, más atrevida y decidida.

Entonces, se preguntó qué significaba aquello en aquel momento. ¿Que no debía dejarse llevar por enamoramientos pasajeros o que debía explorarlos? Desde luego, la antigua Ness era mucho más sencilla.
 
Jamie: ¿Adónde vas? -le preguntó a Zac, con preocupación-.
 
Zac: Voy a cortar leña.
 
Jamie: Ya tenemos mucha leña -señaló-.
 
Zac: En este país, nunca se tiene bastante. Me gusta tener la reserva al completo.
 
Jamie: Vale. Entonces, voy a ayudarte.
 
Zac: No -dijo con firmeza-. Quédate a decorar el árbol con tu tía.
 
Jamie: Pero...
 
Zac: Esta vez no -dijo y cerró la puerta con firmeza a sus espaldas-.
 
Jamie: ¿Es que no le gusto? -preguntó con tris­teza-.
 
Ness: Por supuesto que sí.
 
Jamie: ¿Por qué no me deja ayudarlo?
 
Ness: Jamie, no quiere tu ayuda -inmediatamente se dio cuenta de que había sido demasiado directa-. Cortar leña no es un trabajo en el que los niños pequeños puedan ayudar. Puede ser muy peligroso. ¿Quieres que pongamos algunos villancicos mien­tras acabamos de decorar el árbol?
 
Jamie: Es mejor que guardemos las pilas para el día de Navidad -dijo muy juicioso-.
 
Una hora después, Ness deseó que el niño no hu­biera sido tan prudente. El sonido del hacha golpeando la madera penetraba en la cabaña de manera insis­tente.

Cuando el carro de los helados pasaba una vez, resultaba fácil decir que no. ¿Pero docenas de ve­ces? Después de todo, ella no estaba hecha de acero.
 
Ness: Necesitamos la otra caja de adornos -no era cierto-.
 
Lo que quería era una excusa para entrar en la habitación a asomarse por la ventana. Sólo un vistazo. Mirar no era exactamente lo mismo que ceder a las tentaciones.

El almacén de madera estaba detrás de la cabaña, justo enfrente de la ventana desde la que ella estaba mirando. La verdad era que parecía que ya no cabía ni un tronco más.

Zac estaba delante. La nieve caía a su alrededor en enormes copos de nieve. Él parecía no darse cuenta de nada.

Levantó el hacha con soltura y la dejó caer sobre un trozo de madera que se partió en dos. Sin hacer una pausa, agarró otro trozo.

Ella lo observó, avergonzada por su interés, mo­lesta con su falta de autocontrol y, a pesar de todo, hipnotizada por la fuerza masculina de sus movi­mientos.
 
Jamie: ¿Has encontrado los adornos? -preguntó desde el salón-.
 
Ella se alejó de la ventana y agarró la caja.

Pero, ahora, se sentía atraída por aquella ventana. Era patético. Logró alejar el deseo de volver a mirar durante otros veinte minutos.
 
Ness: Voy a ponerme un jersey.
 
Otra vez, volvió a colocarse junto a los cristales, dando rienda suelta a aquel placer secreto. Zac se había quitado el abrigo y estaba bajo la nieve con sólo un jersey.

Se dijo a sí misma que un poco de entreteni­miento no era malo. Nunca se sentiría culpable por ver una reposición de Urgencias solo para ver a George Clooney; pero allí no tenían televisor.

Después de un rato, volvió al salón junto al árbol. Allí hacía mucho calor con la estufa. ¡Y ella se ha­bía puesto un jersey!

A pesar de sus preocupaciones, no pudo pasar por alto que el árbol estaba quedando precioso. Pero no tanto como para atraer toda su atención.
 
Ness: Me pregunto si el osito necesitará un jersey -se sintió culpable de utilizar semejante ex­cusa para volver a mirar por la ventana-.
 
Luego, se sintió mucho peor cuando el niño ad­mitió que el osito necesitaba el jersey. Volvió a la habitación una y otra vez, sintiéndose como una al­cohólica con una botella escondida.

Zac, sin darse cuenta de que lo estaban observando, había comenzado a quitarse ropa. Era la única señal de que estaba haciendo un ejercicio ex­tenuante. El jersey había desaparecido y, ahora, estaba en mangas de camisa, echando vapor por la espalda.

¿Y ella tenía que pasar la noche bajo el mismo te­cho que aquel hombre? Volvió al árbol e intentó bo­rrar aquella imagen de su mente.

Pero Jamie decidió que ya había acabado.
 
Jamie: Quiero salir a jugar con la nieve. Antes de que se haga de noche.
 
Ness: De acuerdo. Voy contigo un rato, antes de pre­parar la cena.
 
Los dos se cubrieron de ropa. Ella se sentía gorda con todas aquellas capas y Jamie pensó que estaba muy graciosa. Dos buenas razones para mantenerse alejada de la parte de atrás de la cabaña.

Salieron al aire gélido.

Durante un buen rato, consiguió disfrutar de la nieve. El último ángel de Jamie casi había desapare­cido bajo el manto de nieve así que hicieron más. Hicieron ángeles hasta que ya no pudo mover más los brazos. Después, escribieron sus nombres en la nieve con letras de dos metros.
 
Jamie: Vamos a ver qué está haciendo Zac -dijo sentándose en el suelo-.
 
A ella le pareció una buena idea. Jamie era el que lo había sugerido y, además, ella se sentía gorda y ridícula. Él no iba a verla como a una mujer con la que fuera peligroso pasar la noche.

Aunque, no era que fueran a pasar la noche juntos, exactamente. No en el sentido en el que la ma­yoría de la gente utilizaría esa frase.
 
Jamie: Tía, ¿por qué tienes la cara tan roja?
 
Ness: Es por el frío -mintió-. La tuya también está colorada.
 
Jamie se dirigió hacia la parte de atrás y ella lo si­guió a distancia, como si se estuviera dejando arras­trar hacia allí.

Zac se estaba tomando un respiro. A pesar del frío, solo llevaba una camiseta blanca y la nieve se derretía en sus brazos desnudos. Ella podía ver la forma de sus bíceps, abultados debido al ejercicio, y la fortaleza de los antebrazos. La camiseta estaba empapada y se le pegaba al torso, a la espalda y a los hombros.

Cuando los oyó acercarse, levantó la cabeza. Mientras se acercaban, ella pudo comprobar que el trabajo no era tan fácil como le había parecido desde la ventana. Tenía la cara empapada en sudor y el pelo estaba empezando a rizársele.

Él echó mano del jersey, se secó la frente con él y, después, se lo metió por la cabeza.
 
Zac: Hace frío cuando se deja de trabajar -ella se preguntó si habría notado el calor de su mirada-.
 
¡Dios! Era realmente patética. Si algo había aprendido aquella tarde, había sido eso: era patética.

Afortunadamente, seguía siendo una mujer sen­sata. Si él no hacía ningún movimiento, ella estaría a salvo. Y él no tenía el aspecto de dar ningún primer paso con ella. Parecía que, después de todo, iba a te­ner un poco de suerte.

Había trozos de madera por todas partes a su al­rededor. Él dejó el hacha en el tronco y se puso a recogerlos. Sin que nadie le dijera nada, Jamie se puso a ayudarlo.

Ella estaba fuera de lugar. Eso estaba claro y tam­bién había comprobado que estaba en una posición muy vulnerable. Si él se mostraba amable con Jamie, se encontraría perdida.
 
Ness: Voy a preparar la cena -esperó que la ra­zón por la que él levantó la cabeza no hubiera sido porque había notado la nota estrangulada de su voz-.
 
Él la miró a ella y después al niño.
 
Zac: Ve a ayudar a tu tía.
 
Jamie: No. Estoy ayudándote a ti -dijo con to­zudez-.
 
Zac lo miró durante un segundo; después, se encogió de hombros y se alejó. Jamie tomó aquel gesto como una aceptación y se lanzó a recoger más madera.

Otra vez en la cabaña, Ness luchó contra sus de­monios. Una parte de ella quería preparar la mejor cena que Zac Efron hubiera probado jamás. Por un lado, deseaba con desesperación hacerlo, conquistarlo, y ganárselo de aquella manera tan tradi­cional. Pero otra parte, más inteligente, sabía que eso sería el principio del baile.

El baile del hombre y la mujer. Ancestral. Un baile que ella no conocía.

En lugar de ceder al deseo de bailar, buscó en una maleta hasta que encontró una novela que había llevado. Se puso a leer hasta que empezó a anochecer.

Pero cuando escuchó que Zac y Jamie se acercaban, tuvo que reconocer que no se había enterado de nada de lo que había leído.

Sin embargo, decidida aún a no dejar que él viera lo que estaba sucediendo en su interior, se levantó del sofá, abrió dos latas de comida y las puso en una cacerola para que se calentaran.

Cuando vio la cara de Zac al entrar, supo que había vuelto a la casa sólo por hambre. Parecía can­sado. Tenía copos de nieve en las pestañas y eso atrajo la atención de ella hacia sus enormes ojos azules. Sin ninguna duda, ocultaban un secreto.

Miró por encima del hombro de ella y vio lo que había en la cocina. Sin decir una palabra, sacó un tazón de un armario y lo llenó de agua; después, le añadió harina. En unos segundos, había puesto a calentar aceite en una sartén enorme y estaba friendo la mezcla.
 
Ness: ¿Qué es eso? -preguntó cuando el aroma delicioso del preparado comenzó a inundar la habitación-.
 
Era aún mejor que el olor del pino y de las palo­mitas.

Era el olor de él.
 
Zac: Es pan frito. Acompañará de ma­ravillas a ese guiso. Me lo enseñó un amigo. Los na­tivos lo utilizaban como comida principal; pero, en realidad, lo trajeron los primeros escoceses que lle­garon a Canadá.

Ella miró la sartén. El pan estaba duplicando su tamaño y, cuando lo sacó, estaba dorado y tenía un aspecto delicioso.

Intercambió una mirada con Jamie y en su expresión pudo leer que Zac acababa de subir unos pel­daños en la escala de padre perfecto.
 
Zac: Ya está. Pruébalo.
 
Le estaba ofreciendo un trozo de pan y ella se in­clinó y lo tomó. Estaba caliente y tierno, sin lugar a dudas, una de las cosas más deliciosas que había probado en la vida.

De repente, la cocina le pareció muy íntima. Sin­tió que le faltaba el aliento y no sabía qué hacer con los ojos; también se había quedado sin palabras.

No sabría decir si aquello era un sueño o una pe­sadilla. Podría decir que tenía elementos de los dos.

«No luches», le dijo una voz. «Déjate llevar».

Qué bien conocía aquella voz. La había escu­chado durante toda la tarde. No había parado de decir que Zac era el hombre más sexy que había co­nocido y que dejara de ser tan sensata.

Pero ella no podía dejarse llevar.

No se trataba sólo de ella. El niño era mucho más importante.

La única manera de no ceder era desaparecer.
 
Ness: No me encuentro bien -soltó-. Voy... voy a tumbarme. Lo siento.
 
Zac la miró a ella y miró el pan.
 
Zac: ¿Tan malo está?
 
Ness: No, no es eso -dijo cuando lo que quería decir era: «es por ti»-.
 
Se metió en la habitación y cerró la puerta. Se tumbó en la cama y miró al techo. Sintió claustrofo­bia y pensó que había tenido cuidado con ella pero había dejado a Jamie solo.

Porque él todavía estaba allí, queriendo cada vez más a aquel hombre. Podía escuchar sus voces, los sonidos de los platos, a Jamie convenciendo a Zac de que jugara con él.

Ya se encargaría de eso al día siguiente. Era de noche, necesitaba estar sola para poder pensar con claridad.

Más tarde, Jamie entró en la habitación, la rodeó con sus brazos y le dio un beso sonoro.
 
Jamie: El sofá del salón se hace cama. Allí va a dormir Zac. Le he dicho que me cuente un cuento, pero me ha dicho que no sabe ninguno.
 
Así que, se metió en la cama con ella y ella le contó un cuento y se hizo la ilusión de que nada ha­bía cambiado.

En mitad de la noche, se despertó sobresaltada. La cabaña estaba totalmente a oscuras y ella pensó que no podía engañarse ni esconderse.

El grito de angustia que la había despertado toda­vía flotaba en el aire.

Un escalofrío le recorrió la espalda y sintió que se le ponía la carne de gallina. ¿Hacía lo más peli­groso e iba a ver qué tal estaba Zac? ¿O lo más seguro y se quedaba allí?

Después, pensó que lo más decente era ir a ver si necesitaba algo.
 
 
Zac se obligó a respirar con tranquilidad. Des­pués, se paró a escuchar. Estaba seguro de que había gritado. Todavía podía sentir el horror de la pesadilla. Afortunadamente, no había despertado a nadie.

Hacía mucho tiempo que no tenía uno de esos sueños. Sin embargo, ni se le había ocurrido pensar que habían desaparecido. Ahora, mientras los ojos se ajustaban a la oscuridad, vio el árbol de Navidad. Ahí había empezado todo, cuando aceptó decorar ese árbol.

Fue entonces cuando sintió que lo invadía la oscuridad.

Por eso decidió salir y trabajar duro. Y sí que había trabajado. Tenía las manos duras como el cuero y, aun así, sabía que le estaban saliendo ampollas.

Había vuelto a la cabaña para protegerlos y enseguida se dio cuenta de que el que necesitaba protec­ción era él. Protección contra el niño que cada vez le gustaba más.

Y contra ella.

Vanessa Hudgens no era el remedio para un hombre confuso como él. ¿Protegerla? Oh claro, podía protegerla contra el puercoespín y podía mantener el fuego encendido y también podía encender la estufa. Pero mientras habían estado juntos en la cocina, preparando la cena, se había dado cuenta de que había otro tema.

La encontraba atractiva. Le gustaba cómo olía, cómo inclinaba la cabeza y también cómo reaccio­naba ante él. Tan pronto se mostraba tímida como estaba dispuesta a pelear. Le gustaba la suavidad de su voz y el brillo de sus ojos cuando miraba al niño. Le gustaba cómo se apartaba el pelo y la manera tan divertida de vestirse, como una monja, con mucho cuidado para no mostrar ninguna de esas fantásticas curvas que poseía.

Pensó que aquello no era lo más apropiado en un hombre que estaba allí para protegerla. Sin em­bargo, no pudo evitar ofrecerle un trozo de pan.

Ella mordió el pan con los ojos clavados en los de él.

Y, después, el pánico se apoderó de ella. Habría podido jurar que no se había puesto enferma. Ella lo sabía. Y él también.

No se podía poner juntos a un hombre y a una mujer como ellos sin que saltaran chispas.

¿Por qué no había pensado en eso antes, cuando podía haber sacado la camioneta de la cuneta y ha­ber vuelto a casa?

Oh, no. Él tenía que jugar a ser el héroe otra vez. Como si él no supiera lo mal que se le daba ese pa
pel.

Con el rabillo del ojo vio algo moverse y giró la cabeza.
 
Ness: ¿Zac? -susurró-. ¿Estás bien?
 
Zac: Sí, perfecto. Vuelve a la cama.
 
Pero ella no se volvió a la cama. Deslizó sus pies en la oscuridad y se dirigió hacia donde él estaba.
 
Ness: ¿Has tenido una pesadilla?
 
Él cerró los ojos y los volvió a abrir cuando sintió que ella se sentaba en el extremo del colchón.

Él no era un niño. No era Jamie. No quería que lo tratara como a un niño. Y, sobre todo, no quería su pena, su amabilidad, su consuelo.
 
Zac: Sí. He tenido una pesadilla. Vuelve a la cama. Siento haberte despertado.
 
Ness: He intentado quedarme dormida, pero no he podido. Había pensado que si me tomaba un poco de leche caliente a lo mejor lo conseguía. ¿Quieres una?
 
Zac: Sí.
 
Ness: No te levantes. Yo la preparo.
 
Como si fuera a levantarse. Estaba en ropa inte­rior.

Sintió como ella se levantaba y, en lugar de sentirse aliviado, se sintió perdido. Un rato después, la luz de la cocina se encendió y él se apoyó en el codo para verla.

No era justo que él pudiera mirarla sin que ella pudiera verlo. Se sintió como un espía. Sin em­bargo, no podía dejar de mirar.

Era como si ella fuera una tabla de salvación des­pués de su sueño turbulento.

Estaba encantadora. El pijama le quedaba dema­siado grande y flotaba alrededor de su figura. El pelo lo tenía alborotado, cada rizo por un lado. Tenía un aspecto muy natural. Totalmente distinta de Melanie, que siempre se levantaba con la cara manchada de maquillaje.

Ella sirvió la leche en dos tazas, apagó la luz y volvió al salón.

Él se incorporó y extendió una mano para agarrar la taza que ella le estaba ofreciendo.
 
Zac: Gracias.
 
Pensó que ella se marcharía a su habitación, pero no se movió. Después, no supo por qué, pero se apartó, invitándola.

No tenía la camisa puesta. Toda la ropa estaba empapada y la había dejado colgada junto al fuego, por lo que se enrolló en la manta.

Ella aceptó la invitación y se sentó junto a él.
 
Ness: Yo tenía insomnio. Después de la muerte de mi hermana. Y pesadillas.
 
Zac: ¿Cómo murió?
 
Ness: En un accidente de coche. Le gustaba conducir muy deprisa. ¿Quieres hablar de tu sueño?
 
Zac: No, creo que no -dijo sintiendo que crecía la tensión-.
 
Antes había pensado que lo último que que­ría era su amabilidad y ahora sabía por qué.

Lo hacía débil. Le hacía desear lo impensable: poner su cabeza sobre su hombro, sentir sus brazos rodeándolo y soltarlo todo.

Ella se quedó en silencio un buen rato. Él no es­taba acostumbrado a las mujeres que no llenaran los silencios con el sonido de sus voces.

Podía sentir su propia respiración relajada.
 
Ness: ¿Has soñado con el fuego? -le dijo en un susu­rro-. ¿El que mencionaste en la camioneta?
 
Él volvió a ponerse en tensión. Le había dicho que no quería hablar de eso. No iba a responderle. No era asunto suyo.
 
Zac: Sí -dijo, contrariando sus pensamientos-.
 
Aun­que sólo fue un gruñido, un susurro.

Después el silencio volvió a rodearlos.

Y entonces, sintió el roce de sus dedos. Cálido. Suave. Gentil. Ella le tocó la cicatriz justo donde co­menzaba, bajo la oreja.

Él sintió que se le tensaban todos los músculos del cuerpo y ella dejó de mover los dedos hasta que él volvió a respirar de nuevo. Después, deslizó los dedos por la cicatriz recorriéndole el hombro hacia el pecho.

Él podía sentir algo en aquella caricia sobre la piel dañada. No era rechazo y no era curiosidad.

Era una ternura exquisita.

Era como si pudiera penetrar la cicatriz y dirigirse a lo que no se veía: la herida de su corazón. Era como si ella tuviera algo que pudiera curarlo.

Si él la dejaba.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Ahhh dejate llevar dejate llevar ���� sigue pronto!!

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