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jueves, 31 de diciembre de 2020

Capítulo 10

 
Al mirar aquellas pisadas pequeñas y des­validas en la nieve, Ness sintió pánico. Miró al horizonte, pero no había ni rastro del niño. ¿Cuánto tiempo haría que se había marchado? ¿Me­dia hora, más?

Lo llamó a gritos, pero la inmensidad del manto blanco hacía que su voz sonara insignificante. Sólo un silencio gélido le respondió. Sintió que el terror comenzaba a atenazarla, pero se obligó a calmarse. El pánico no ayudaría a Jamie. Necesitaba estar calmada y fuerte, sobre todo en aquel momento, para pensar con absoluta claridad. Necesitaba salir a buscarlo; pero tenía que ir con cuidado.

Sabía que Penny habría salido corriendo detrás de él, sin pensárselo, con cualquier calzado, poniéndose la primera chaqueta que encontrara. Y sabía que Penny habría estado equivocada.

De manera deliberada, pero con rapidez, agarró ropa seca y botas. Se metió un puñado de caramelos en el bolsillo y tomó el maletín de primeros auxilios que había detrás de la puerta.

Intentó imaginarse qué ropa llevaría Jamie. El mono de nieve había desaparecido y también sus botas. Pero las dos cosas debían de estar empapadas.

Salió a la tormenta. La capa de nieve había au­mentado desde que estuvieron montando a trineo. De hecho, ya se había tragado algunas de las huellas de Jamie. ¿Les habría pasado lo mismo a las huellas que él estaba siguiendo?

De nuevo, volvió a controlar el pánico y se obligó a estudiar la situación con calma. El camino se distinguía con claridad entre los árboles y no había ningún motivo para que el niño lo dejara.

Eso, suponiendo que fuera detrás de Zac.

¿Qué pasaba si solamente estaba huyendo? ¿Fu­rioso con ella por su traición, con el corazón roto porque sus planes sobre su «papá» se habían desba­ratado?

Otra vez volvió a sentir pánico, pero, de nuevo, volvió a controlarlo. Sabía que no le serviría de nada. Necesitaba pensar con claridad y necesitaba toda su fuerza.

Decidió creer en el amor y en el coraje. En los suyos. Así, tomó aliento y salió.

Mientras caminaba, tenía la sensación creciente de que por fin sabía quién era ella.

Y por lo que estaba dispuesta a luchar.
 
 
La camioneta, cuando por fin llegó a donde es­taba, estaba cubierta por la nieve. Le había costado un gran esfuerzo llegar hasta allí. Debía haber aga­rrado unas raquetas para la nieve antes de salir, pero en su precipitación por marcharse no había pensado en nada. Al final, había acabado hundiendo los pies en la nieve, con todo el esfuerzo que eso suponía.

Estaba agotado. Aunque aquello no era algo tan malo. A lo largo de los años, había aprendido que el agotamiento físico era un buen remedio para las mentes que no dejaban de darle vueltas a las co­sas.

Zac apartó un poco de nieve, abrió una caja de la parte de atrás de la camioneta y sacó una pala.

Lo alegraba tener que hacer esa tarea, así, podría desconectar la mente para no pensar en el dolor que había dejado tras de sí.

Debería haber seguido el impulso del primer día y haberse alejado de la cabaña, en lugar de volver con todas aquellas excusas.

Debería haber dejado a los Hudgens en paz. Desde un principio, había sabido que podría arruinarles las Navidades.

¿Qué estarían haciendo en aquel preciso ins­tante? ¿Habría Ness logrado que Jamie saliera de la habitación? Los niños pequeños eran fuertes, ¿ver­dad? Probablemente, ya se le había pasado todo y Ness y él estarían sentados en el sofá, leyendo un cuento o entretenidos con los últimos preparativos para la cena.

Probablemente, estarían…

Dejó de pensar de manera abrupta y todos sus sentidos se pusieron alerta. ¿Qué había sido ese ruido? ¿El viento en las ramas? ¿El crujido del hielo? Se quedó un rato más escuchando, pero no oyó nada.

Volvió a su trabajo con la pala, pero los pelos de la nuca se le erizaron. Aquel sentimiento era extrañamente familiar, exactamente como aquella vez, cuando había intentado dejar atrás aquella luz en unas Navidades hacía seis años.

Otra vez era Nochebuena.

Se quedó parado y, aunque no oyó nada, tiró la pala. De tres grandes zancadas volvió al centro del camino y se quedó allí de pie, con todos los sentidos alerta.

Nada. Comenzó a correr carretera abajo, hun­diendo los pies con desesperación en la nieve. Des­pués de unos minutos, sentía que las piernas le do­lían y que le costaba respirar, pero siguió corriendo, buscando con la mirada, escuchando tan atenta­mente que le dolían los oídos.

La carretera giró de forma brusca y él voló por la curva y vio lo que parecía un montón de harapos en medio de la carretera.

Corrió hacia el niño con sus últimas fuerzas y se dejó caer de rodillas junto al bulto del pequeño, acurrucado.
 
Zac: Jamie -susurró-. Todo está bien. Estoy aquí.
 
El bulto estaba temblando, tiritando de manera incontrolada.

Le pasó las manos por debajo de los brazos y lo levantó con suavidad, apretándolo contra su pe­cho. Le miró la cara llena de lágrimas y se sintió aliviado. Los temblores no eran a causa de una hi­potermia sino porque estaba llorando, gracias a Dios.
 
Jamie: Per... per... perdí al señor oso -sollozó-. Estaba siguiendo tus pisadas y la nieve cubría mucho. A ve­ces no podía ver tus huellas y me caía todo el tiempo. La última vez que me levanté me di cuenta de que no tenía a mi osito y no sé dónde lo perdí y ahora no sé dónde está.
 
Zac lo abrazó con más fuerza. Las lágrimas cá­lidas del niño le corrieron por el cuello.
 
Zac: Lo encontraremos, te lo prometo.
 
Sintió que el niño empezaba a relajarse y le pasó la manga por la carita.
 
Jamie: Tenía tanto mié... miedo -sollozó el pequeño-. Nunca había tenido tanto miedo -hundió la cabeza en el hombro de Zac y lloró-.
 
De repente, a Zac se le ocurrió una idea terrible. ¿Por qué lo había seguido? ¿Le habría sucedió algo a Ness y había salido a buscarlo?
 
Zac: ¿Dónde está tu tía?
 
Jamie: Está dormida en el sofá. Salí sin que me oyera.
 
Zac: ¿Qué? ¿Por qué?
 
¿Qué pasaba si se había despertado? Seguro que ya se había despertado. Debía de estar muerta de miedo.
 
Jamie: Quería darte un regalo de Navidad -le dijo en voz baja-.
 
Zac se puso de pie, con el niño apretado contra el pecho, y comenzó a correr hacia la cabaña. Corrió rápido, pensando en el dolor de ella, pensando en que no podía permitir que ella sufriera.
 
Zac: No deberías haberlo hecho -le dijo con fir­meza-. ¿Me has oído? No deberías haber salido sin decírselo a tu tía. Te podías haber metido en un buen lío.
 
Jamie: Lo sé.
 
Zac: Como vuelvas a hacer algo así te doy un azote.
 
Zac sólo quería abrazar al niño y quererlo. Pero, a veces, el amor significaba actuar con fir­meza y sentar unos límites. Eso era lo que tenía que hacer. Era lo que un padre haría.

Si se hubiera salido de la carretera, ¿cómo lo ha­brían encontrado? Sólo pensar en ello hacía que el corazón le doliera.
 
Jamie: Tenía que darte mi regalo de Navidad. Tenía que hacerlo.
 
Zac: Nada -dijo con la respiración entrecortada- me­rece tanto la pena como para arriesgar la vida. ¿Me entiendes? Como vuelvas a hacerle a Ness o a mí algo así, te doy un azote -añadió, muy consciente de que con aquellas palabras se estaba involucrando en el futuro del niño-.
 
Jamie lloró en su hombro.
 
Jamie: Si he sido malo, Santa Claus no va a venir.
 
Zac: Seguro que sabe perdonar. Lleva mucho tiempo en el negocio. No habría gente a la que llevarle regalos si sólo los recibieran las personas perfectas.
 
Entonces, Zac vio algo en el camino delante de él. Un bulto sobre la nieve.

Cuando lo tuvo delante, se paró.

Jamie miró hacia abajo.
 
Jamie: Es él.
 
Era un paquete mal envuelto en papel de regalo. Cuando lo levantó, el ojo de cristal del peluche lo miró a través del papel ajado y empapado.

Zac se agachó a recoger el paquete y lo puso en los brazos del niño.

Jamie le susurró al oso que sentía mucho haberlo perdido. Lo apretó con fuerza y se metió el pulgar en la boca, Zac nunca lo había visto chuparse el dedo. Eso le recordó lo pequeño que era, a pesar de su sorprendente capacidad para mantener una con­versación.

Se obligó a caminar más deprisa, pero sabía que no iba a poder aguantar a ese ritmo durante mucho más tiempo.

Sin embargo, pensar en lo que ella debía de estar sufriendo lo hacía seguir corriendo. Entonces, vio la chaqueta de ella entre los árboles, donde el camino giraba de manera abrupta.
 
Zac: Ness -gritó-. Ness.
 
Ella se paró y miró entre los árboles. Después gritó:
 
Ness: ¿Zac, está Jamie contigo? ¿Lo tienes?
 
Zac: Está bien. Lo tengo.
 
Ella salió del camino y corrió entre los árboles hacia ellos, saltando, cayéndose y resbalando.

Era estúpido, con lo cansado que estaba, salirse del camino y correr cuesta arriba hacia ella; pero eso fue exactamente lo que hizo.

Ella fue a parar delante de él. Estaba cubierta de nieve y le costaba respirar.

Lo vio en sus ojos. Inmediatamente y sin pregun­tar. Algo de lo que no se sentía merecedor.

Por si acaso no se había dado cuenta, ella se puso de puntillas y lo besó en la boca. Apasionadamente, sin guardarse nada. Para que no cupiera ninguna duda sobre lo que sentía.

Lo que quedaba de su muralla cayó.

Cuando le entregó a Jamie, ella escondió la cara en su cabecita morena y lo cubrió de besos.
 
Ness: ¿En qué estabas pensando? -le preguntó al niño cuando consiguió dejar de besarlo-.
 
Lo dejó en el suelo y lo miró con los brazos en jarras.
 
Jamie: Tenía que darle su regalo de Navidad.
 
Zac pensó que la lección que había tratado de enseñarle no había servido de nada. Quizá no debía haberle hablado del perdón de Santa Claus tan pronto.
 
Ness: Pero si no tienes nada que darle a Zac... -se paró en seco al ver el paquete que llevaba en los brazos-.
 
Después comenzó a llorar.

Zac la rodeó con sus brazos.
 
Zac: Está bien -le susurró intentando calmarla-. Está bien.
 
Jamie se impacientó y se coló entre los dos. Pero en lugar de separarlos, el trío se convirtió en un triángulo perfecto.

Apretujado entre ellos, sintiéndose muy feliz, Ja­mie le ofreció el paquete a Zac.
 
Jamie: Toma. Ya puedes abrirlo. El papel estaba mejor antes de que se mojara.
 
Zac ya sabía cuál era el contenido del paquete. No quería tomarlo, pero, como Jamie seguía ofreciéndoselo, parecía que no tenía elección. Tomó el paquete y mientras pasaba de las manos del niño a las de él, sintió algo extraño y maravilloso.

Era como si algo de Jamie fuera en ese paquete; aquella parte del niño que creía en la magia, en los milagros y en la Navidad.

Lentamente, deshizo el envoltorio y la cara del osito apareció ante ellos.

Durante unos segundos, no se atrevió a hablar.

Finalmente, logró decir atragantado:
 
Zac: No puedo quedarme con el señor oso, Jamie.
 
Jamie: No tengo nada más que darte.
 
«Claro que sí. Y ya me lo has dado: confianza, fe, esperanza, amor».
 
Jamie: Para ti -le dijo con suavidad-. Tú lo ne­cesitas mucho más que yo. En serio. A veces estás muy triste, Zac, y mi osito es lo mejor. Escucha todo lo que le quieras contar.
 
Jamie, el niño al que había abandonado en la cabaña hacía menos de una hora, ya se había olvidado de la traición y estaba dispuesto a darle todo lo que tenía en el mundo.

De repente, Zac sintió vergüenza. Había inten­tado que Ness creyera que ella era la culpable de que él se fuera, de que los abandonara el día de Nochebuena. Y él sabía que esa no era la verdad.

La verdad era que había sentido miedo del amor que había visto brillar en los ojos de Ness y de no ser merecedor del cariño del niño.

Entonces, supo la verdad: la única manera de continuar con su vida era perdonándose por el fra­caso de hacía seis años.

Pero el perdón no era una palabra. Era un senti­miento. Y en aquel momento lo sintió, en lo más profundo de su ser. Lo que había sucedido hacía seis años ya había terminado. Ahora comenzaba la primera página de un nuevo libro.

Él también tenía un regalo que dar.

Lo había sabido todo el tiempo, quizá desde el primer momento que la vio en el aeropuerto, y lo había sabido la noche anterior.

Quizá ese era el motivo por el que había huido.

Nunca antes había regalado lo que ahora le esta­ban pidiendo: su corazón. Él sabía que estaba vapu­leado y amoratado y que no sería ningún chollo para la persona que lo recibiera. Había descubierto la no­che anterior que ella lo recibiría tal y como era, con todas sus virtudes y todos sus defectos.

Había conocido el amor.

Se guardó el oso dentro de la chaqueta y se subió al niño a los hombros.

Después, rodeó a Ness por la cintura y la besó en la boca. Un beso largo y apretado. Sintió la ternura de su respuesta. Y la respuesta a la pregunta que le iba a hacer.
 
Zac: ¿Qué opinas? ¿No crees que ya hemos vagado lo suficiente? ¿Es hora de volver a casa?
 
Ella lo estaba mirando y en sus ojos había un bri­llo de bienvenida, de calor, de ternura.
 
Ness: Sí. Ya es hora de que volvamos a casa.


🎆HAPPY NEW YEAR 2021!🎆


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Q dulces q bien q se encontraron todos bien... FELIZ AÑO NUEVO!!!!

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