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martes, 15 de diciembre de 2020

Capítulo 1

 
Zac Efron se sintió como un tonto. Y él no era del tipo de hombre al que le gustara sentirse así.

Incluso en la terminal internacional del aero­puerto de Calgary, que parecía un parque temático, se notaba que él era auténtico.

Casi metro ochenta de vaquero de verdad. Duro. Con cicatrices. Diferente.

La gente se volvía a su paso.

Era veintiuno de diciembre, el día más movido del aeropuerto, según le habían dicho. ¡Como si aquello fuera lo mejor que pudiera pasarle!

Las mujeres llevaban ramilletes de muérdago y los hombres iban cargado con bolsas llenas de ca­jas de regalos. Las niñas pequeñas iban encantadas con sus vestidos y leotardos rojos y los más peque­ños tenían un aspecto ridículo vestidos de elfos verdes.

Por los altavoces se oían villancicos de Navidad y en cada ventanilla alguien lo saludaba con: «Feliz Navidad».

«Feliz Navidad, Feliz Navidad, Feliz Navidad...». No había manera de escapar de todo aquello, así que decidió quedarse quieto como una piedra, en medio de aquella avalancha de gente todo optimismo y sonrisas.

Pero no era el hecho de no encajar lo que más lo fastidiaba. No, él no tenía ningún interés en encajar en aquel lugar.

Él era un hombre de campo, de las Montañas Ro­cosas. Pertenecía a las cumbres, a los grandes árboles y a los arroyos. A las rocas y a los prados. Y lo sabía muy bien.

Era un tipo duro y solitario. Feliz en aquellos pa­rajes que pocos hombres visitaban y en los que aún eran menos los que se quedaban. Estaba acostumbrado al silencio y a su propia compañía. Estaba acostumbrado a los ruidos del ganado y a la compa­ñía de los caballos.

Se sentía como un tonto, pero, no por ser quien era; eso ya lo había aceptado hacía mucho tiempo. No, se sentía como un tonto por estar allí de pie, fuera de su lugar, haciendo algo totalmente contra­rio a su naturaleza.

Odiaba estar en un aeropuerto, rodeado por gente a la que le importaba la Navidad. Pero, so­bre todo, odiaba estar allí de pie con un letrero en la mano. Llevaba escrito el nombre de dos perso­nas a las que no conocía y a las que no quería co­nocer.

Vanessa y Jamie Hudgens.

El vuelo desde Tucson acababa de llegar, después de tres cancelaciones y un retraso de tres horas. Se suponía que iban a llegar esa mañana a las once y ya eran las tres de la tarde.
 
**: Feliz Navidad -lo saludó una señora mayor, con una encantadora sonrisa que se le heló en la cara al ver la mirada que él le dedicó-.
 
La pobre señora se escabulló entre la multitud y no miró para atrás.

Zac estaba acordándose de su propia madre, Mary Efron, la mujer más dulce y más amable que pudiera existir en el mundo. Una anciana de pelo blanco, pequeña y con gafas que tenía un corazón de oro.

Pero, aparte de la dulzura, ella era la culpable de que él estuviera allí con aquel cartel estúpido. Y la próxima vez que le pidiera que le pintara la casa o que le cambiara los muebles de sitio pensaba desaparecer durante una buena temporada.

La dulzura de Mary era el motivo de aquel pro­blema. Debía haber colgado cuando una extraña la llamó de Arizona y le dijo que quería que su sobrino viera la nieve en Navidad. Eso era lo que la gente chiflada se merecía.

Pero no. Su madre no podía hacer eso. Su madre tenía que ofrecerle su cabaña de caza a unos com­pletos extraños. No era que él quisiera cazar en Navidades, ni tampoco iba a utilizarla. ¡Era por princi­pios!

La cabaña de caza era para cazadores. Él la utili­zaba para cazar osos en primavera y para cazar re­nos y alces en otoño. Su madre era la que se ocu­paba de alquilarla el resto del año porque él casi nunca estaba cerca del teléfono.

Una cabaña de caza era un lugar para cazadores, para hombres. Un lugar duro donde se podía fumar puros y se bebía whisky y nadie se quitaba los zapatos para no llenar de barro el suelo ni se quejaba de los ratones.
 
Zac: La cabaña no es para alguien que busca una postal navideña -dijo con firmeza-.
 
Mary: Tonterías -dijo igual de contun­dente-. Yo misma hubiera pasado allí las Navidades si se me hubiera ocurrido. Es precioso en invierno: los árboles están cargados de nieve, se pueden ver renos y alces, el paisaje de las montañas es especta­cular...
 
Zac: Ni siquiera hay agua corriente -farfulló-. No hay nada como tener que salir al exterior para hacer tus necesidades para quitarle todo el romanticismo a una cabaña en invierno.
 
Mary: Yo me encargaré de todo -dijo alegre-.
 
Zac: Asegúrate de que les llevas calentadores.
 
Ella ignoró su tono sarcástico.
 
Mary: Cortinas nuevas, un poco de limpieza aquí y allá y parecerá un lugar salido de un cuento -dijo soñadora-.
 
«Un cuento. Las cabañas de caza no tenían que parecer salidas de un cuento».
 
Zac: ¿Cómo se enteró esa señora de mi cabaña? No me lo digas, apareció en una revista de decoración.
 
Su madre volvió a ignorar su sarcasmo.
 
Mary: Uno de tus colegas de caza está casado con una amiga suya. ¿No te parece una coincidencia? Por lo visto ya había buscado por todas partes.
 
Zac: Bueno, eso es lo que pasa cuando dejas la plani­ficación de tus vacaciones para el último momento.
 
Mary: Zac -lo amonestó-, no seas tan duro. La mujer estaba desesperada. Lo noté en su voz. Seguro que tú habrías hecho lo mismo si hubieras ha­blado con ella.
 
¿Era posible que su madre lo conociera tan poco?
 
Zac: ¡Estoy seguro que no habría hecho semejante cosa!
 
«Lo más juicioso es evitar a las mujeres desespe­radas, no invitarlas a que se metan en la vida de uno. O en la cabaña de uno, que para el caso es lo mismo».
 
Zac: No quiero que venga -añadió con firmeza-.
 
Después de todo, aquella era su cabaña.
 
Mary: ¿Es que no tienes espíritu de Navidad?
 
Él había intentado no pestañear, pero no pudo evitar que todos los músculos de su cuerpo se pusie­ran en tensión. Entonces, su madre se volvió y vio la expresión de su rostro antes de que él tuviera tiempo de ocultarla.
 
Mary: Oh, Zac, lo siento. Pero eso pasó hace tanto tiempo... ¿No puedes...?
 
Pero no podía.
 
Zac: Haz lo que quieras -le dijo a su madre, como si ella no lo fuera a hacer de todas formas-. Pero yo no quiero saber nada del asunto.
 
La cabaña estaba en las montañas, en el extremo más al sur de su finca, rodeada de árboles y a la sombra de las Montañas Rocosas. Estaba en un lu­gar alejado y salvaje. La carretera apenas se podía considerar como tal, estaba llena de curvas y cam­inos de rasantes y, en un día de sol, si no había nevado, se tardaba una media hora en llegar desde su casa. Desde luego, no era un camino para los débiles de corazón.

Pero su madre nunca lo había sido.

De todas formas, se había sentido culpable de que su madre, a sus sesenta y tantos, hubiera tenido que conducir desde su casa en la ciudad hasta la cabaña ella sola, cargada de cortinas y todas esas cosas que los cazadores no necesitaban para nada.

Sin embargo, ella parecía estar pasándolo en grande, arreglando aquel decrépito lugar para sus vi­sitantes misteriosos.

Él hizo lo que pudo para ignorar su entusiasmo, incluso cuando intentaba ganárselo con sus galletas.

Entonces sucedió:
 
Mary: Zac, no te vas a creer lo que ha pasado -le dijo sin aliento y él se esperó lo peor-.
 
Lo que había pasado era que el marido de Mandy Prince acababa de morir justo antes de su viaje anual a las Bahamas y la amiga de su madre, Alba, se había quedado con los billetes.
 
Mary: Zac, ¿qué te parece si voy? Pero no estaría aquí en Navidades, claro. Estarías solo.
 
Él evitó decirle que sería un placer porque así po­dría ignorar las fiestas, pero la animó a que hiciera el viaje.

Después, justo cuando ya estaba preparando la maleta, le recordó, con toda la dulzura del mundo, que había una pequeña complicación.

Y esa pequeña complicación eran los Hudgens de Arizona.

Así que, mientras su madre disfrutaba de un cóc­tel en una playa de las Bahamas, él estaba en el ae­ropuerto de Calgary, por segunda vez en menos de una semana. Pero esa vez, se sentía totalmente hu­millado con aquel letrero en la mano.

Una nueva oleada de personas comenzaba a salir por la aduana canadiense y él los miró sintiéndose infeliz, eliminando a aquellos que no podían ser.

«No, esa familia, no. No, ese señor de pelo blanco tampoco».

«Y, por supuesto, esa tampoco».

Era pequeña y preciosa y, con aquel sombrero rojo, del que sobresalía una larga melena negra ondulada, parecía un duendecillo. Iba detrás de un inmenso carro cargado de más equipaje del que cualquier persona pu­diera necesitar en todo un año.

A pesar del gorro de Santa Claus, parecía una mujer incapaz de hacer nada impulsivo. Obvia­mente, había metido en la maleta de todo, seguro que había pensado en todas las posibilidades con mucho cuidado. No parecía del tipo de mujer que tomara un avión para ir a buscar nieve.

Llevaba a un niño pequeño de la mano y Zac pensó que parecía estar esforzándose por parecer contenta. Tras su sonrisa, parecía cansada y ansiosa.

Era el tipo de mujer que removía los instintos protectores de un hombre. Parecía muy vulnerable, tan vulnerable como un gatito.

Y él debería estar buscando a los Hudgens, pero algo en aquella mujer atraía su atención, incluso cuando él se obligaba a mirar hacia otro lado. In­tentó pensar qué era lo que tanto lo atraía.

Era guapa pero nada llamativa. Su ropa parecía haber sido elegida para afearla: un traje marrón, co­lor puré, con la falda totalmente arrugada. El con­junto la hacía parecer una niña disfrazada para pare­cer mayor o una bibliotecaria.

Y ninguna de las dos merecía que volviera a mi­rar.

Sacudió la cabeza, decidiendo que no iba a resol­ver el misterio de esa mujer con una sola mirada.

Aunque lo sorprendió haberlo deseado; quizá ha­bía pasado demasiado tiempo solo.

La chica había hecho una pausa y estaba mirando alrededor, un poco desesperada.

De repente, sintió una terrible duda.

«Que no sea ella», suplicó al universo. «Por fa­vor, que no sea esa Vanessa Hudgens».

Por supuesto, el universo no oyó sus súplicas.

Se obligó a apartar los ojos de ella. Buscó a al­guien que se pareciera más a los Vanessa y Jamie que él había imaginado. Había pensado que se trata­ría de una señora mayor excéntrica y un niño cínico y mimado.

Había una mujer que coincidía con aquella des­cripción, con un abrigo de pieles y la barbilla pun­tiaguda hacia arriba. Pero cuando, olvidándose de su orgullo, se movió en su dirección todo esperanzado, la mujer miró para otro lado.

Entonces apareció otra joven que podía ser, pero al acercarse, se dio cuenta de que llevaba dos niños.
Se arriesgó a mirar de nuevo a la bibliotecaria con la falda color puré. Ella miró hacia él, con los ojos muy abiertos, buscando en la multitud. Y, entonces, lo vio. Sus miradas se quedaron hipnotiza­das durante unos segundos y él sintió algo extraño.

Ella también lo sintió, porque, inmediatamente, se miró los pies, nerviosa, mojigata. Después volvió a levantar la cabeza, con la compostura recobrada; pero el aplomo sólo le duró un instante porque ense­guida vio el cartel.

Él luchó con la tentación de esconderlo detrás de su espalda y largarse corriendo de allí.

Los ojos de ella se llenaron de consternación y la vista se movió del cartel a él y de vuelta al cartel.

Sabía exactamente lo que estaba haciendo: suplicándole al universo que cambiara el cartel, o a él. Pero él ya sabía que el universo no aceptaba más peticiones por el día.

Aparentemente, un metro ochenta de vaquero no era lo que la señora había esperado. Al menos, él ya sabía que iba a recoger al aeropuerto a alguien que no le iba a gustar.

Ella volvió a mirarse los zapatos. Obviamente, estaba sopesando sus opciones. Dirigió una mirada hacia la aduana, pero las puertas ya se habían cerrado. ¿Qué era lo que pensaba que podía haber he­cho de haber estado abiertas? ¿Volverse a subir al avión y pedir que la llevaran de vuelta a Arizona?

Zac esperó por ella, sin saber muy bien si su reacción lo divertía o lo molestaba.

El niño la miró a la cara y le tiró de la mano; pero ella no tomó ninguna decisión. Así que, el pequeño comenzó a mirar a su alrededor, con los ojos muy abiertos, absorbiendo toda la actividad y el bullicio.

El niño llevaba bien apretado un oso de peluche que también llevaba un sombrero rojo de Santa Claus, como el de la mujer; aunque en el muñeco no quedaba tan ridículo.

Entonces, vio a Zac y se quedó mirándolo con mucha curiosidad. Bueno, a los niños les gustaban los vaqueros. Era parte de la diversión de ser tan inocente.

Después, el pequeño vio el cartel. No parecía te­ner edad suficiente para saber leer, pero, obvia­mente, podía reconocer su nombre.

Zac vio cómo iba descifrando cada letra.

Y entonces, su cara se iluminó de una manera asombrosa. Zac no estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones. Era la mirada que un niño podía dedicarle a su futbolista favorito o al mismo Santa Claus. ¿Pero a un extraño? ¿A un tipo duro como él?

Había un cierto halo de pureza en aquella mirada y a Zac le resultó bastante vergonzoso que alguien sintiera esa admiración por él. Él sabía muy bien que no se la merecía.

El niño se soltó de la mano de la mujer y corrió hacia él. Cuando llegó a su lado, se quedó parado y lo miró extrañado.
 
Zac: ¿Qué? -preguntó notando perfectamente la antipatía de su tono-.
 
Jamie: ¡Es usted! -le dijo lleno de alegría-.
 
Y, entonces, lo rodeó por la cintura con sus bracitos di­minutos y lo apretó con fuerza, ignorando el hecho de que el hombre estaba intentando zafarse.
 
Zac: No te sentirías así si supieras lo que estaba pen­sando de mi madre -murmuró-.
 
 
Ness se había percatado del vaquero en cuanto salió de la aduana. ¿Quién podría ignorarlo? El hombre sobresalía entre la multitud, tan grande como una montaña, intocable por la energía que irradiaba.
 
Jamie: ¿Estamos en Canadá? -preguntó tirándole de la mano-.
 
Ness: Sí -respondió mirando hacia abajo-.
 
Jamie: No es muy distinto a casa -dijo un poco decepcionado-.
 
Ella estaba tan cansada... El vuelo se había retra­sado. No tenía ni idea de cómo encontraría a la se­ñora Efron ni cuánto tiempo pasaría hasta que pudieran descansar. Se habían levantado a las cinco de la mañana y Jamie tenía ojeras de cansancio.

Pensó en el efecto de aquella excursión en su cuenta bancaria y se sintió, no por primera vez en aquel día, como una tonta. Como si hubiera come­tido un terrible error al haber tomado aquella deci­sión basándose en el corazón en lugar de pensar las cosas fríamente.

Dirigió su mirada de nuevo hacia el vaquero. Lle­vaba unos pantalones vaqueros tan gastados que casi eran blancos, botas negras, una chaqueta forrada con piel de borrego y un sombrero negro calado hasta los ojos. Ness sintió que el hombre irradiaba una po­tencia masculina que era a la vez intrigante y ame­nazadora.

Su cara, a la sombra del sombrero, parecía ta­llada en piedra. Tenía los pómulos acentuados, la nariz rota y en la boca tenía una expresión dura e inflexible. No estaba segura de cómo era posible que tanta rudeza pudiera ser atractiva; sin em­bargo, una parte de ella estaba reaccionando de manera primaria.

Por supuesto, ella estaba casi inconsciente por la debilidad.

Su mirada azulada estaba barriendo la multitud y, de repente, sus ojos se clavaron en los de ella. ¡La había pillado mirándolo!

Y lo que era peor: se sintió, momentáneamente, incapaz de apartar la mirada. Era tan fuerte y deci­dido...

«Y tan sexy», le dijo una voz interior.

Se puso colorada y miró hacia el suelo. Se re­cordó que ella ahora era la guardiana de Jamie y, además, que no hacía mucho que había aprendido la desagradable lección de que los hombres eran de na­turaleza egoísta. Se recordó que había hecho el voto de castidad para dedicarse por completo a Jamie hasta que tuviera los dieciocho años.

Cuando volvió a mirar al vaquero, vio el cartel que este llevaba y deseó que la tierra se la tragara.

Era imposible. Ella le había alquilado la cabaña a un ángel de mujer, no a Míster Universo. De nuevo, se volvió a sentir estúpida e impulsiva, pen­sando que quizá había cometido el mayor error de su vida.

Estaba en un país extranjero. Con su carga más preciada. No pensaba adentrarse en lo desconocido con aquel hombre.

«¿Por qué no?», le preguntó la voz interior. «Es fuerte y decidido. Justo lo que tú necesitas en este momento».

«Un hombre así», le dijo ella a la voz. «Puede hacerle sentir a una mujer débil y vulnerable». ¿Qué ejemplo le daría a Jamie si aquello sucedía? Llevaba un año haciéndose la fuerte para él y, algunas veces, hasta ella misma se lo creía.

Intentó buscar una salida. Sus ojos se dirigieron hacia la aduana; pero no podía volver. Aunque podía quedarse en un hotel a pasar la noche y volver al día siguiente.

Pero eso le rompería el corazón al niño y le de­mostraría que no se le podía confiar la sencilla tarea de hacer de Santa Claus.

Quizá debía aceptar que no había escapatoria. Es­taba atrapada desde el mismo instante que abrió la carta dirigida a Santa Claus en el Polo Norte.

Recordó que casi la echó en un buzón. Inmedia­tamente, cayó en la cuenta de que Santa Claus no existía; ella era ahora el Santa Claus de Jamie.

Con todo, se había sentido bastante culpable al abrir aquella carta, como si estuviera leyendo algún secreto importante del niño. Después de leer la carta, se dejó caer en el suelo, sin importarle quién estuviera mirando, y volvió a leerla de nuevo.

«¿Un papá?».

¿Cómo podía hacerle aquello su encantador so­brino? ¿Acaso no sabía que tenía que pedir balones y cosas así?

Su hermana Penny y ella lo habían criado desde el principio. No había sido una familia muy tradi­cional, estaba claro, pero había sido una familia, al fin y al cabo. Jamie siempre se había sentido seguro, inmensamente satisfecho con el amor de las dos mu­jeres. Penny era «mamá». Ness era «tía Mami».

El único padre posible habría sido el novio de Ness, Austin, y a Jamie ni siquiera le había caído bien. Ya daba igual, la historia había terminado. ¡Le había dado a elegir entre el niño o él!

¿Qué tipo de persona podía hacer algo así? Como si ella pudiera escoger entre un hombre adulto y un niño que la necesitaba. Como si ella pudiera escoger a un hombre tan egoísta que podía pedirle a alguien, a quien se suponía que amaba, una cosa así.

El asunto del papá estaba descartado. Imposible. Se sentía traicionada. Se había esforzado tanto en serlo todo para el niño. Lo había llevado a partidos de fútbol, a la montaña, había hecho todo tipo de co­sas de chicos y no había servido para nada.

La segunda petición de la carta era más imposi­ble que la anterior. No era que quisiera nieve, quería que le aseguraran que su madre estaba mirándolo. Era como si Jamie hubiera articulado su propio de­seo: tener alguna señal de que Penny seguía con ellos, de que no estaba sola.

Pensándolo mejor, lo de la nieve no era tan im­posible como podría haber parecido en un primer momento. Era diciembre y en muchas partes del mundo nevaba en diciembre. Aunque Tucson, Arizona, no era uno de esos lugares. Pero el problema podía resolverse. Nada que ver con el tema del «papá».

A Ness Hudgens no le gustaban las aventuras. Esa también había sido parcela de Penny. Ella era cuida­dosa y responsable. No tímida, se dijo así misma, pero muy madura para su edad.

Así que se sorprendió a sí misma con el repentino deseo de encontrar nieve para Jamie. Aunque no te­nía dinero, lo conseguiría.

Nieve en Navidad.

Y por eso, allí estaba, en una ciudad extraña, en un aeropuerto extraño, mirando a un extraño que, aparentemente, tenía sus destinos en sus grandes manos.

Sin aviso previo, Jamie le soltó la mano y corrió hacia la multitud. Después de un instante de duda, ella empujó el carrito detrás de él. Pronto, se dio cuenta de que había descubierto el cartel que llevaba el vaquero y que había reconocido su nombre.

Pero su alivio al verlo se convirtió en horror cuando vio que rodeaba al hombretón con sus bracitos y lo abrazaba.

¡Oh, no! ¡Jamie pensaba que Santa Claus le había traído el papá!

¿Y cómo podría sacarle de dudas sin revelarle que había leído su carta?

Se dio cuenta de la mirada del vaquero, estu­diando su cara. Dura. Fría. Un hombre tan poco contento con las circunstancias como ella misma.
 
Zac: Señora Hudgens -saludó con voz profunda y se­gura. Y realmente sexy-. Soy Zac Efron, el hijo de Mary. Me temo que mi madre ha tenido que salir de viaje de manera inesperada. Yo los llevaré a la cabaña.
 
Sólo unas pocas palabras y le había dejado claro que no la quería allí.
 
Ness: Soy señorita -inmediatamente se dio cuenta de que había sentido la necesidad de aclararle que era soltera-.
 
«He renunciado a los hombres», se recordó a sí misma. «Especialmente a los hombres como este».

Él se deshizo de Jamie y le ofreció la mano. La mano de ella se perdió en la de él. Su piel era cálida y áspera y su apretón poderoso.

«Y sexy».

Era demasiado pronto, se dijo Ness a sí misma, para saber si ese viaje iba a ser una pesadilla.

Zac sacó las maletas del carrito.
 
Zac: Menos mal que no va a quedarse un par de se­manas -murmuró-.
 
Ness: Tenía que traer los adornos de Navidad -dijo a la defensiva a unos hombros anchos que se alejaban-.
 
De acuerdo, parecía que sí iba ser una pesadilla de vacaciones.

Jamie la tomó de la mano y fue dando saltitos, canturreando un villancico, mientras seguían al hombre hacia el aparcamiento.

Fue Jamie el que paró al salir al exterior.
 
Jamie: Pero tía Mami -dijo muy despacio-. No hay nieve.
 
Zac Efron se había parado y los estaba mi­rando por encima del hombro con impaciencia.
 
Zac: ¿Pasa algo?
 
Ness: No hay nieve -dijo desesperada-.
 
Zac: Sopló un viento muy fuerte anoche y derritió toda la nieve.
 
Ness: ¿Hay nieve en la cabaña? -preguntó in­tentando que no se notara que estaba a punto de llo­rar-.
 
Aunque sospechaba que Zac se había dado cuenta. Él la miró atentamente y, después, al niño que iba a su lado. Miró al cielo y olisqueó el aire.
 
Zac: Por aquí tenemos un dicho: «Si no te gusta el tiempo, espera cinco minutos».
 
Se colocó la bolsa que llevaba al hombro y se volvió hacia el coche.

Había querido decir que no había nieve en la ca­baña.

Ness le tomó la mano a Jamie y atravesaron por encima de un charco que hacía pocas horas había sido nieve.

Definitivamente, las vacaciones iban a ser una pesadilla.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya quiero saber mas sigue pronto!!!

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