Zac Efron se sintió como un tonto. Y él no era del tipo de hombre al que le gustara sentirse así.
Incluso en la terminal internacional del aeropuerto de Calgary, que parecía un parque temático, se notaba que él era auténtico.
Casi metro ochenta de vaquero de verdad. Duro. Con cicatrices. Diferente.
La gente se volvía a su paso.
Era veintiuno de diciembre, el día más movido del aeropuerto, según le habían dicho. ¡Como si aquello fuera lo mejor que pudiera pasarle!
Las mujeres llevaban ramilletes de muérdago y los hombres iban cargado con bolsas llenas de cajas de regalos. Las niñas pequeñas iban encantadas con sus vestidos y leotardos rojos y los más pequeños tenían un aspecto ridículo vestidos de elfos verdes.
Por los altavoces se oían villancicos de Navidad y en cada ventanilla alguien lo saludaba con: «Feliz Navidad».
«Feliz Navidad, Feliz Navidad, Feliz Navidad...». No había manera de escapar de todo aquello, así que decidió quedarse quieto como una piedra, en medio de aquella avalancha de gente todo optimismo y sonrisas.
Pero no era el hecho de no encajar lo que más lo fastidiaba. No, él no tenía ningún interés en encajar en aquel lugar.
Él era un hombre de campo, de las Montañas Rocosas. Pertenecía a las cumbres, a los grandes árboles y a los arroyos. A las rocas y a los prados. Y lo sabía muy bien.
Era un tipo duro y solitario. Feliz en aquellos parajes que pocos hombres visitaban y en los que aún eran menos los que se quedaban. Estaba acostumbrado al silencio y a su propia compañía. Estaba acostumbrado a los ruidos del ganado y a la compañía de los caballos.
Se sentía como un tonto, pero, no por ser quien era; eso ya lo había aceptado hacía mucho tiempo. No, se sentía como un tonto por estar allí de pie, fuera de su lugar, haciendo algo totalmente contrario a su naturaleza.
Odiaba estar en un aeropuerto, rodeado por gente a la que le importaba la Navidad. Pero, sobre todo, odiaba estar allí de pie con un letrero en la mano. Llevaba escrito el nombre de dos personas a las que no conocía y a las que no quería conocer.
Vanessa y Jamie Hudgens.
El vuelo desde Tucson acababa de llegar, después de tres cancelaciones y un retraso de tres horas. Se suponía que iban a llegar esa mañana a las once y ya eran las tres de la tarde.
Zac estaba acordándose de su propia madre, Mary Efron, la mujer más dulce y más amable que pudiera existir en el mundo. Una anciana de pelo blanco, pequeña y con gafas que tenía un corazón de oro.
Pero, aparte de la dulzura, ella era la culpable de que él estuviera allí con aquel cartel estúpido. Y la próxima vez que le pidiera que le pintara la casa o que le cambiara los muebles de sitio pensaba desaparecer durante una buena temporada.
La dulzura de Mary era el motivo de aquel problema. Debía haber colgado cuando una extraña la llamó de Arizona y le dijo que quería que su sobrino viera la nieve en Navidad. Eso era lo que la gente chiflada se merecía.
Pero no. Su madre no podía hacer eso. Su madre tenía que ofrecerle su cabaña de caza a unos completos extraños. No era que él quisiera cazar en Navidades, ni tampoco iba a utilizarla. ¡Era por principios!
La cabaña de caza era para cazadores. Él la utilizaba para cazar osos en primavera y para cazar renos y alces en otoño. Su madre era la que se ocupaba de alquilarla el resto del año porque él casi nunca estaba cerca del teléfono.
Una cabaña de caza era un lugar para cazadores, para hombres. Un lugar duro donde se podía fumar puros y se bebía whisky y nadie se quitaba los zapatos para no llenar de barro el suelo ni se quejaba de los ratones.
Pero su madre nunca lo había sido.
De todas formas, se había sentido culpable de que su madre, a sus sesenta y tantos, hubiera tenido que conducir desde su casa en la ciudad hasta la cabaña ella sola, cargada de cortinas y todas esas cosas que los cazadores no necesitaban para nada.
Sin embargo, ella parecía estar pasándolo en grande, arreglando aquel decrépito lugar para sus visitantes misteriosos.
Él hizo lo que pudo para ignorar su entusiasmo, incluso cuando intentaba ganárselo con sus galletas.
Entonces sucedió:
Después, justo cuando ya estaba preparando la maleta, le recordó, con toda la dulzura del mundo, que había una pequeña complicación.
Y esa pequeña complicación eran los Hudgens de Arizona.
Así que, mientras su madre disfrutaba de un cóctel en una playa de las Bahamas, él estaba en el aeropuerto de Calgary, por segunda vez en menos de una semana. Pero esa vez, se sentía totalmente humillado con aquel letrero en la mano.
Una nueva oleada de personas comenzaba a salir por la aduana canadiense y él los miró sintiéndose infeliz, eliminando a aquellos que no podían ser.
«No, esa familia, no. No, ese señor de pelo blanco tampoco».
«Y, por supuesto, esa tampoco».
Era pequeña y preciosa y, con aquel sombrero rojo, del que sobresalía una larga melena negra ondulada, parecía un duendecillo. Iba detrás de un inmenso carro cargado de más equipaje del que cualquier persona pudiera necesitar en todo un año.
A pesar del gorro de Santa Claus, parecía una mujer incapaz de hacer nada impulsivo. Obviamente, había metido en la maleta de todo, seguro que había pensado en todas las posibilidades con mucho cuidado. No parecía del tipo de mujer que tomara un avión para ir a buscar nieve.
Llevaba a un niño pequeño de la mano y Zac pensó que parecía estar esforzándose por parecer contenta. Tras su sonrisa, parecía cansada y ansiosa.
Era el tipo de mujer que removía los instintos protectores de un hombre. Parecía muy vulnerable, tan vulnerable como un gatito.
Y él debería estar buscando a los Hudgens, pero algo en aquella mujer atraía su atención, incluso cuando él se obligaba a mirar hacia otro lado. Intentó pensar qué era lo que tanto lo atraía.
Era guapa pero nada llamativa. Su ropa parecía haber sido elegida para afearla: un traje marrón, color puré, con la falda totalmente arrugada. El conjunto la hacía parecer una niña disfrazada para parecer mayor o una bibliotecaria.
Y ninguna de las dos merecía que volviera a mirar.
Sacudió la cabeza, decidiendo que no iba a resolver el misterio de esa mujer con una sola mirada.
Aunque lo sorprendió haberlo deseado; quizá había pasado demasiado tiempo solo.
La chica había hecho una pausa y estaba mirando alrededor, un poco desesperada.
De repente, sintió una terrible duda.
«Que no sea ella», suplicó al universo. «Por favor, que no sea esa Vanessa Hudgens».
Por supuesto, el universo no oyó sus súplicas.
Se obligó a apartar los ojos de ella. Buscó a alguien que se pareciera más a los Vanessa y Jamie que él había imaginado. Había pensado que se trataría de una señora mayor excéntrica y un niño cínico y mimado.
Había una mujer que coincidía con aquella descripción, con un abrigo de pieles y la barbilla puntiaguda hacia arriba. Pero cuando, olvidándose de su orgullo, se movió en su dirección todo esperanzado, la mujer miró para otro lado.
Entonces apareció otra joven que podía ser, pero al acercarse, se dio cuenta de que llevaba dos niños.
Se arriesgó a mirar de nuevo a la bibliotecaria con la falda color puré. Ella miró hacia él, con los ojos muy abiertos, buscando en la multitud. Y, entonces, lo vio. Sus miradas se quedaron hipnotizadas durante unos segundos y él sintió algo extraño.
Ella también lo sintió, porque, inmediatamente, se miró los pies, nerviosa, mojigata. Después volvió a levantar la cabeza, con la compostura recobrada; pero el aplomo sólo le duró un instante porque enseguida vio el cartel.
Él luchó con la tentación de esconderlo detrás de su espalda y largarse corriendo de allí.
Los ojos de ella se llenaron de consternación y la vista se movió del cartel a él y de vuelta al cartel.
Sabía exactamente lo que estaba haciendo: suplicándole al universo que cambiara el cartel, o a él. Pero él ya sabía que el universo no aceptaba más peticiones por el día.
Aparentemente, un metro ochenta de vaquero no era lo que la señora había esperado. Al menos, él ya sabía que iba a recoger al aeropuerto a alguien que no le iba a gustar.
Ella volvió a mirarse los zapatos. Obviamente, estaba sopesando sus opciones. Dirigió una mirada hacia la aduana, pero las puertas ya se habían cerrado. ¿Qué era lo que pensaba que podía haber hecho de haber estado abiertas? ¿Volverse a subir al avión y pedir que la llevaran de vuelta a Arizona?
Zac esperó por ella, sin saber muy bien si su reacción lo divertía o lo molestaba.
El niño la miró a la cara y le tiró de la mano; pero ella no tomó ninguna decisión. Así que, el pequeño comenzó a mirar a su alrededor, con los ojos muy abiertos, absorbiendo toda la actividad y el bullicio.
El niño llevaba bien apretado un oso de peluche que también llevaba un sombrero rojo de Santa Claus, como el de la mujer; aunque en el muñeco no quedaba tan ridículo.
Entonces, vio a Zac y se quedó mirándolo con mucha curiosidad. Bueno, a los niños les gustaban los vaqueros. Era parte de la diversión de ser tan inocente.
Después, el pequeño vio el cartel. No parecía tener edad suficiente para saber leer, pero, obviamente, podía reconocer su nombre.
Zac vio cómo iba descifrando cada letra.
Y entonces, su cara se iluminó de una manera asombrosa. Zac no estaba acostumbrado a ese tipo de reacciones. Era la mirada que un niño podía dedicarle a su futbolista favorito o al mismo Santa Claus. ¿Pero a un extraño? ¿A un tipo duro como él?
Había un cierto halo de pureza en aquella mirada y a Zac le resultó bastante vergonzoso que alguien sintiera esa admiración por él. Él sabía muy bien que no se la merecía.
El niño se soltó de la mano de la mujer y corrió hacia él. Cuando llegó a su lado, se quedó parado y lo miró extrañado.
Pensó en el efecto de aquella excursión en su cuenta bancaria y se sintió, no por primera vez en aquel día, como una tonta. Como si hubiera cometido un terrible error al haber tomado aquella decisión basándose en el corazón en lugar de pensar las cosas fríamente.
Dirigió su mirada de nuevo hacia el vaquero. Llevaba unos pantalones vaqueros tan gastados que casi eran blancos, botas negras, una chaqueta forrada con piel de borrego y un sombrero negro calado hasta los ojos. Ness sintió que el hombre irradiaba una potencia masculina que era a la vez intrigante y amenazadora.
Su cara, a la sombra del sombrero, parecía tallada en piedra. Tenía los pómulos acentuados, la nariz rota y en la boca tenía una expresión dura e inflexible. No estaba segura de cómo era posible que tanta rudeza pudiera ser atractiva; sin embargo, una parte de ella estaba reaccionando de manera primaria.
Por supuesto, ella estaba casi inconsciente por la debilidad.
Su mirada azulada estaba barriendo la multitud y, de repente, sus ojos se clavaron en los de ella. ¡La había pillado mirándolo!
Y lo que era peor: se sintió, momentáneamente, incapaz de apartar la mirada. Era tan fuerte y decidido...
«Y tan sexy», le dijo una voz interior.
Se puso colorada y miró hacia el suelo. Se recordó que ella ahora era la guardiana de Jamie y, además, que no hacía mucho que había aprendido la desagradable lección de que los hombres eran de naturaleza egoísta. Se recordó que había hecho el voto de castidad para dedicarse por completo a Jamie hasta que tuviera los dieciocho años.
Cuando volvió a mirar al vaquero, vio el cartel que este llevaba y deseó que la tierra se la tragara.
Era imposible. Ella le había alquilado la cabaña a un ángel de mujer, no a Míster Universo. De nuevo, se volvió a sentir estúpida e impulsiva, pensando que quizá había cometido el mayor error de su vida.
Estaba en un país extranjero. Con su carga más preciada. No pensaba adentrarse en lo desconocido con aquel hombre.
«¿Por qué no?», le preguntó la voz interior. «Es fuerte y decidido. Justo lo que tú necesitas en este momento».
«Un hombre así», le dijo ella a la voz. «Puede hacerle sentir a una mujer débil y vulnerable». ¿Qué ejemplo le daría a Jamie si aquello sucedía? Llevaba un año haciéndose la fuerte para él y, algunas veces, hasta ella misma se lo creía.
Intentó buscar una salida. Sus ojos se dirigieron hacia la aduana; pero no podía volver. Aunque podía quedarse en un hotel a pasar la noche y volver al día siguiente.
Pero eso le rompería el corazón al niño y le demostraría que no se le podía confiar la sencilla tarea de hacer de Santa Claus.
Quizá debía aceptar que no había escapatoria. Estaba atrapada desde el mismo instante que abrió la carta dirigida a Santa Claus en el Polo Norte.
Recordó que casi la echó en un buzón. Inmediatamente, cayó en la cuenta de que Santa Claus no existía; ella era ahora el Santa Claus de Jamie.
Con todo, se había sentido bastante culpable al abrir aquella carta, como si estuviera leyendo algún secreto importante del niño. Después de leer la carta, se dejó caer en el suelo, sin importarle quién estuviera mirando, y volvió a leerla de nuevo.
«¿Un papá?».
¿Cómo podía hacerle aquello su encantador sobrino? ¿Acaso no sabía que tenía que pedir balones y cosas así?
Su hermana Penny y ella lo habían criado desde el principio. No había sido una familia muy tradicional, estaba claro, pero había sido una familia, al fin y al cabo. Jamie siempre se había sentido seguro, inmensamente satisfecho con el amor de las dos mujeres. Penny era «mamá». Ness era «tía Mami».
El único padre posible habría sido el novio de Ness, Austin, y a Jamie ni siquiera le había caído bien. Ya daba igual, la historia había terminado. ¡Le había dado a elegir entre el niño o él!
¿Qué tipo de persona podía hacer algo así? Como si ella pudiera escoger entre un hombre adulto y un niño que la necesitaba. Como si ella pudiera escoger a un hombre tan egoísta que podía pedirle a alguien, a quien se suponía que amaba, una cosa así.
El asunto del papá estaba descartado. Imposible. Se sentía traicionada. Se había esforzado tanto en serlo todo para el niño. Lo había llevado a partidos de fútbol, a la montaña, había hecho todo tipo de cosas de chicos y no había servido para nada.
La segunda petición de la carta era más imposible que la anterior. No era que quisiera nieve, quería que le aseguraran que su madre estaba mirándolo. Era como si Jamie hubiera articulado su propio deseo: tener alguna señal de que Penny seguía con ellos, de que no estaba sola.
Pensándolo mejor, lo de la nieve no era tan imposible como podría haber parecido en un primer momento. Era diciembre y en muchas partes del mundo nevaba en diciembre. Aunque Tucson, Arizona, no era uno de esos lugares. Pero el problema podía resolverse. Nada que ver con el tema del «papá».
A Ness Hudgens no le gustaban las aventuras. Esa también había sido parcela de Penny. Ella era cuidadosa y responsable. No tímida, se dijo así misma, pero muy madura para su edad.
Así que se sorprendió a sí misma con el repentino deseo de encontrar nieve para Jamie. Aunque no tenía dinero, lo conseguiría.
Nieve en Navidad.
Y por eso, allí estaba, en una ciudad extraña, en un aeropuerto extraño, mirando a un extraño que, aparentemente, tenía sus destinos en sus grandes manos.
Sin aviso previo, Jamie le soltó la mano y corrió hacia la multitud. Después de un instante de duda, ella empujó el carrito detrás de él. Pronto, se dio cuenta de que había descubierto el cartel que llevaba el vaquero y que había reconocido su nombre.
Pero su alivio al verlo se convirtió en horror cuando vio que rodeaba al hombretón con sus bracitos y lo abrazaba.
¡Oh, no! ¡Jamie pensaba que Santa Claus le había traído el papá!
¿Y cómo podría sacarle de dudas sin revelarle que había leído su carta?
Se dio cuenta de la mirada del vaquero, estudiando su cara. Dura. Fría. Un hombre tan poco contento con las circunstancias como ella misma.
Él se deshizo de Jamie y le ofreció la mano. La mano de ella se perdió en la de él. Su piel era cálida y áspera y su apretón poderoso.
«Y sexy».
Era demasiado pronto, se dijo Ness a sí misma, para saber si ese viaje iba a ser una pesadilla.
Zac sacó las maletas del carrito.
Jamie la tomó de la mano y fue dando saltitos, canturreando un villancico, mientras seguían al hombre hacia el aparcamiento.
Fue Jamie el que paró al salir al exterior.
Había querido decir que no había nieve en la cabaña.
Ness le tomó la mano a Jamie y atravesaron por encima de un charco que hacía pocas horas había sido nieve.
Definitivamente, las vacaciones iban a ser una pesadilla.
1 comentarios:
Ya quiero saber mas sigue pronto!!!
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