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domingo, 20 de diciembre de 2020

Capítulo 3


Zac: Papel, unas astillas y cerillas -el papel encendió dentro de la cocina de hierro y sopló sobre las astillas para avivar el fuego-. No hay que soplar mucho -le dijo sintiéndose ri­dículo- porque puede apagarlo.
 
Siempre había pensado que encender un fuego era como un baile de delicadeza y equilibrio, bas­tante parecido a la relación entre un hombre y una mujer. Demasiado de un elemento introducido de­masiado pronto y podía apagarlo.

No le gustaba nada tener aquellos pensamientos de un hombre y una mujer bailando juntos con Vanessa Hudgens a su lado, con los brazos alrededor del cuerpo y tiritando.

Una mujer hecha para estar en los brazos de un hombre. Tenía el color más intrigante de ojos que había visto jamás. Eran marrones, pero eran como chocolate fundido con miel. El efecto era un color dulce muy sensual.

Enfadado consigo mismo, se echó para atrás y evitó mirarla.
 
Zac: Inténtelo. No voy a estar por aquí para ayudarla con cosas así.
 
De eso nada, él era un hombre con un fuerte sentido de la supervivencia, y cuando uno empezaba a pensar que un fuego le estaba dando mensajes sobre relaciones y uno intentaba mirar a una mujer a los ojos de soslayo, intentando buscar las palabras para definir su color, entonces, ese era el momento de largarse, y rápido.

Vanessa se puso de rodillas delante del fuego, se puso el pelo detrás de las orejas y sopló con suavi­dad sobre la llama. Aquello era peor que cuando lo había estado mirando. Ahora, estaba demasiado cerca. Él podía ver la curva de sus hombros y la forma de sus senos. Y cuando ella volvió a soplar, se dio cuenta de que aquella postura de los labios era la misma que la que se utilizaba para besar.

Bueno, ya había tenido bastante por un día. Que­ría largarse a casa, meterse en la cama y ponerse la almohada sobre la cabeza para olvidar el aroma de aquella mujer que le llegaba inevitablemente, a pe­sar del olor a madera quemada.

Olía a limones.

No era que los limones fueran sexys. De hecho, su madre los utilizaba mucho, decía que tenían po­deres curativos.

Pero, allí estaba él, de rodillas al lado de Ness Hudgens, pensando en su olor embriagador, deseando acercarse más, inhalar más profundamente, queriendo más. Aquello era suficiente para hacerle per­der la cabeza a un hombre.

Eso, y la manera en la que el pelo se le venía ha­cia delante, su aspecto bajo la luz del fuego, haciéndolo brillar.
 
Zac: Parece que va bien -dijo cuando no pudo aguantar más el calor. Y el del fuego tampoco. Ahora podemos poner algo más grande.
 
En su desesperación por irse de allí cuanto antes, eligió un tronco demasiado grande y apagó la llama con la misma precisión que si hubiera echado agua.

Entonces, soltó un juramento.
 
Ness: Déjeme intentarlo esta vez -pidió-.
 
Zac: ¿Ha hecho alguna vez un fuego?
 
Ness: Bueno, de pequeña fui a campamentos -dijo un poco resentida por su falta de confianza-.
 
Ness se concentró en lo que estaba haciendo y, con precisión y paciencia, consiguió reavivar el fuego. Un fuego perfecto.

El ambiente empezó a caldearse y ella dejó de ti­ritar y la habitación cobró un brillo acorde con todas las decoraciones.

Se volvió hacia él con una sonrisa.

Si la sonrisa hubiera sido fea, le habría resultado fácil detestarla. Pero no era así. Tenía una sonrisa perfecta de dientes blancos y uniformes que hacía que los ojos le brillaran aún más.
 
Ness: ¡Qué divertido! -dijo mientras se ponía de pie-.
 
Él también se puso de pie.

«Divertido». Justo en lo que él había fallado. «Ya no me divierto contigo», le había dicho Melanie. No era que él y Melanie hubieran encontrado divertido algo tan sencillo como encender un fuego. No, para ellos sólo eran divertidas las cosas más salvajes como conducir muy rápido, estar de fiesta toda la noche, ir de rodeo en rodeo, la pasión desbordada.

Zac se dio cuenta de que no le gustaba la manera en la que una extraña le hacía revivir recuerdos y lo hacía pensar en relaciones. Esos pensamientos los había abandonado hacía mucho tiempo.

Ness todavía estaba sonriendo como una niña pe­queña. Para conseguir una sonrisa así de Melanie habría hecho falta un anillo con un gran pedrusco.
 
Ness: Calienta mucho.
 
«Y que lo digas», pensó él, pensando en ella.
 
Zac: Le enseñaré cómo funcionan las luces de propano y la estufa, y después me marcharé.
 
Ella se puso a su lado mientras él le explicaba todo. Demasiado cerca para el gusto de él. Al rato, sintió que estaba sudando. Los milagros de la combinación de un buen fuego y las hormonas.
 
Zac: ¿Necesita algo más? -preguntó con cortesía, de­seando marcharse de allí-.
 
Ness: No, nada. Bueno, el teléfono. No sé dónde está.
 
Zac: ¿Teléfono?
 
Ness: Sí, por si ocurre algo.
 
Zac: No hay teléfono.
 
Ness: ¿Y un móvil? -preguntó con los ojos muy abiertos-.
 
Zac: No tienen cobertura.
 
Ness: Pero, ¿qué puedo hacer si ocurre algo? -pre­guntó muy seria-.
 
Zac: ¿Algo como qué?
 
Ness: No sé, si me rompo una pierna o si Jamie se abre la cabeza.
 
Sólo a una mujer se le podían ocurrir esas cosas.
 
Zac: Pero ¿qué piensa hacer aquí?
 
Ness: Si no nieva, jugaremos a las cartas o algún juego de mesa.
 
Zac: No creo que los juegos de mesa puedan ser peli­grosos.
 
Ella seguía preocupada.
«No te ofrezcas», se advirtió él. Pero su voz dijo.
 
Zac: ¿Quiere que venga de vez en cuando para com­probar que todo va bien?
 
Ness: Por supuesto que no.
 
Él la miró fijamente. Aquella seguridad sólo era superficial. Si miraba bajo la superficie seguro que veía otra cosa; por eso no pensaba mirar.
 
Zac: Entonces, me marcho.
 
Ness: Sería una molestia venir de vez en cuando. ¿Verdad?
 
«Muchísima».
 
Zac: Puedo hacerlo.
 
Ness: No, no -se rió ella nerviosa-. Es que nunca he estado lejos de un teléfono o vecinos.
 
Zac: ¿No era eso lo que buscaba al venir aquí?
 
Ness: Bueno, yo sólo quería nieve.
 
Tenía miedo. Podía olerlo. También se daba cuenta del esfuerzo que estaba haciendo para que no se le notara, pero podía vérselo en los ojos.
 
Zac: Me pasaré por aquí.
 
Ness: No, no, de verdad. Seguro que no pasa nada.
 
Zac: Como quiera. Hasta dentro de una semana. Para Año Nuevo ya estará con sus teléfonos y sus veci­nos.
 
Ness: Bien -dijo demasiado alegremente-. Hasta el día veintiocho. No se olvide la chaqueta.
 
Él la miró. Con el calor que sentía, una chaqueta era lo último que necesitaba; pero eso no se lo iba a decir a ella.
 
Zac: ¿Quiere que lo lleve a la cama? -preguntó mi­rando al niño-.
 
Ness: Ya me las arreglaré. Gracias.
 
Él se puso la chaqueta y abrió la puerta.
 
Ness: ¡Espere!
 
Zac: ¿Qué?
 
Ness: ¿Si tengo que marcharme de aquí, cuánto tiempo me llevaría?
 
Zac: ¿Qué? -preguntó incrédulo-.
 
Ness: Sí, si nos pasara algo. Por ejemplo, si un oso nos atacara o algo así.
 
Estaba claro que no se había olvidado del tema.
 
Zac: Los osos duermen durante el invierno.
 
Ness: Es verdad. Hibernan, ¿verdad?
 
Zac: Tardarían una mañana.
 
Ness: ¡Una mañana entera!
 
Zac: ¡Adiós! -dijo calándose el sombrero-.
 
Ness: ¿Alguna vez viene alguien por aquí? -preguntó como el que no quiere la cosa-.
 
Zac: ¿Qué? -preguntó incrédulo, con un pie ya en el exterior-.
 
Ness: ¿Que si alguien viene por aquí? ¿Cazadores, ex­cursionistas?
 
Zac: No es época de caza. ¿Se refiere a asesinos en serie, violadores y tipos de esa calaña?
 
Ness: Claro que no -no pudo evitar morderse el labio con aprensión-.
 
Zac: No. Nunca viene nadie. Nunca. Además, para lle­gar aquí, hay que pasar por la carretera que hay de­lante de mi casa. Aquí está segura, señorita Hudgens. Probablemente más segura que en su propia casa.
 
Ness: Lo sé. Puede llamarme Ness.
 
Zac: De acuerdo, Ness -pensó que su nom­bre sonaba a música-. Hasta luego.
 
Ness: Feliz Navidad.
 
Zac: Sí. Feliz Navidad.
 
Por fin, consiguió salir por la puerta. Se quedó unos segundos en el umbral, saboreando el aire puro y limpio de la noche y pensó cómo alguien podía te­ner miedo allí.

Él no era responsable de que ella tuviera miedo. No podía hacer nada al respecto. Su obligación con ella había terminado.

Se subió a la camioneta y bajó la montaña. Du­rante el camino, no pudo evitar preguntarse si ten­dría miedo. ¿Conocería el aullido de los coyotes en mitad de la noche? ¿Sabría que el viento podía hacer que los árboles rechinasen como puertas oxidadas? ¿Conocería el grito del búho, el berreo de un reno, el crujido del hielo del lago?

Incluso cuando estaba en la cama, no podía dejar de pensar en ella. El aroma a limones parecía cosquillearle en la nariz y podía ver sus ojos marrón chocolate como si estuviera delante de él.

Por la mañana subiría a ver qué tal estaban. Sería lo más caballeroso. No había nada malo en comportarse como un caballero.

Lo consideraría como un regalo de Navidad para su madre.
 
 
Al otro lado de la puerta cerrada, Ness oyó la ca­mioneta alejarse.

Se había ido.

Jamie y ella estaban solos.
 
Ness: Ness -se dijo en voz alta-. Te lo ha dicho con total seguridad: no hay nada de qué tener miedo.
 
Después de decirse eso, volvió a comprobar que la puerta estaba cerrada.

Después, colocó las cosas en los armarios e hizo recuento de las cosas que había en el frigorífico. Se dio cuenta de que había un bote lleno de galletas de chocolate caseras y una bolsa con pan.

El fuego crujió y ella dio un salto.

Pensó que no había hecho las suficientes pregun­tas sobre la cabaña y ahora era demasiado tarde. De alguna manera, se había imaginado que tendría luz y que estaría cerca de otras cabañas. Se había imaginado que sería una especie de estación de esquí con un montón de actividades.

Cosas con la nieve.

Ahora estaba allí, totalmente sola, sin teléfono ni vecinos y, lo que era peor, sin nieve. ¿Qué iban a hacer todo el tiempo? ¿Jugar a las cartas? Recordaba la cara de Zac cuando se lo había dicho. Su expresión parecía haber querido decir que qué aburrido sonaba. Pero ella ni siquiera lo conocía. ¿Qué le im­portaba lo que él pensara?

Sí le importaba.

A pesar de todos los adornos, Ness se preguntó si iría a vivir las vacaciones más deprimentes de su vida.

¿Debería haberlo invitado a comer el día de Na­vidad? A Jamie le habría encantado. Aunque, pensándolo bien, así era mejor. Así no tendría que enfrentarse a una vuelta a casa sin su «papá».

Pensó en las cicatrices que le había visto en el cuello. Iban desde la oreja a la mandíbula y bajaban por todo el cuello hasta esconderse bajo la camisa.

En otro hombre habrían resultado feas, pero en él era diferente. Como si fueran parte de él. Como parte de su fuerza y de su misterio.

«No vas a volver a verlo hasta el día de tu mar­cha», se dijo a sí misma. «Y eso es algo bueno. Un hombre así hace que una vea las cosas confusas».

Un hombre así hacía que una mujer se preguntara cosas que era mejor no preguntarse. ¿Qué se sentiría al besarlo? ¿Cuál sería la textura de su piel? ¿Cómo serían sus ojos azules si su mirada se suavizara un poco?

Pensando en eso, exploró el resto de la cabaña. Aparte de la habitación principal, había dos dormito­rios diminutos. No había baño, de eso ya la había avisado la señora Efron. Desde la seguridad de su casa, aquello le había parecido algo insignificante, parte de una gran aventura.

Ahora, pensar que tendría que aventurarse en la noche antes de irse a la cama no le hacía ninguna gracia.

Pospuso el momento todo lo que pudo. Se llevó a Jamie a una habitación, le dio un beso en la frente y se quedó un rato mirando la inocencia de su adorable carita.

Por fin, agarró una linterna que había al lado de la puerta y se aventuró al exterior, no sin antes mirar alrededor desde la puerta.

No había ni un solo ruido. Ni de vecinos, ni de tráfico, ni del televisor. Se sentía como si, de repente, hubiera aterrizado en la Luna. El silencio era tan desconocido para ella que la ponía nerviosa.

Tomo aliento y salió al porche, cerrando la puerta detrás de ella. Durante un momento, le pareció que todo estaba muy negro, pero no se atrevió a encender la linterna.

Se paró un momento en la puerta a disfrutar del aire frío. Nunca había sentido algo así; era como si se le clavaran en la piel un millón de pequeños alfileres.

Esperó un instante a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Las estrellas brillaban sobre su cabeza y los árboles parecían gigantes.

De repente, tuvo la necesidad de saber que no es­taba sola. Sintió lo que le pasaba a Jamie y deseó que le aseguraran que su hermana estaba allí.
 
Ness: Penny -susurró-. ¿Estás ahí? ¿Cómo has po­dido hacerme esto? Yo no estoy preparada para ser madre. Estoy liando todo este asunto de Santa Claus. Voy a fastidiar las Navidades de Jamie. Yo no tengo tu seguridad, tu aplomo. Algunos días no sé qué ha­cer sin ti. Algunos días, ni siquiera puedo tomar las decisiones más sencillas, como qué preparar para cenar. Después, cuando tengo que tomar una gran decisión como la de venir aquí, me lanzo de cabeza, sin mirar atrás. Tú sabes que yo no soy así.
 
Sintió que las lágrimas le atenazaban la garganta.
 
Ness: Penny, él necesita saber que tú estás cuidando de nosotros. Y yo también lo necesito.
 
Entonces, sucedió la cosa más sorprendente. El cielo comenzó a bailar. Al principio fue solo un bri­llo pequeño, tan pequeño que pensó que se lo había imaginado. Después, volvió a suceder. Como si el cielo fuera una enorme sábana negra y la luz inten­tara atravesarla.

De repente, apareció una columna verde iridis­cente. Parecía como si alguien estuviera lanzando fuegos artificiales en medio de la montaña. El verde desapareció y, después, volvió a brillar de nuevo, con intensidad, sorprendente. La banda de luz se es­tiró y se retorció, brillando con una impresionante gama de colores, desde el turquesa al rojo y de nuevo al verde.

Ness estaba sobrecogida. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. Sólo sabía que era un mila­gro. Y una respuesta.

Mucho rato después, las luces desaparecieron. Entonces, se dio cuenta de que se estaba quedando helada y corrió hacia el servicio.

Era un lugar pequeño y estrecho, como los de las películas del Oeste.

«¡Qué frío!».

Cuando terminó, corrió de vuelta a la cabaña, ce­rró la puerta y se fue a su dormitorio. Cuando se me­tió en la cama se sintió segura. Se cubrió con las mantas y se durmió con una sonrisa en el rostro.
 
Jamie: Tía Mami. Estoy helado.
 
Abrió los ojos y se encontró a Jamie a su lado ti­ritando. Estaba comenzando a amanecer y la habita­ción estaba helada.

Levantó sus mantas y el niño se metió en la cama con ella. Después, se acurrucaron, los tres, el osito de peluche en el medio, y se taparon hasta las cejas.
 
Ness: Jamie, anoche vi la cosa más increíble del mundo.
 
Intentó describirle las luces, pero se dio cuenta de que no podía.
 
Jamie: Seguro que eran marcianos -dijo encan­tado-.
 
Ness: ¡Me alegro de que a mí no se me ocurriera pen­sar en eso anoche! -sintió que el frío comenzaba a atravesar las mantas y decidió levantarse-. Espérame aquí, voy a calentar esto.
 
El niño la miró esperanzado.

Ella preparó el fuego, como lo había hecho la no­che anterior. El fuego prendió sin problemas, pero, en seguida, se dio cuenta de que algo no marchaba bien: el humo salía hacia el salón en lugar de salir al exterior por la chimenea. En pocos segundos, sintió que no podía respirar.

Recordó que en los incendios la gente solía morir de asfixia más que quemada por las llamas, por lo que corrió a la habitación para sacar de allí a Jamie. Le dio una chaqueta al niño y ella agarró otra antes de salir al exterior. Ni siquiera el frío que había ex­perimentado la noche anterior la había preparado para el frío gélido que hacía.
 
Ness: Dejaremos que se vaya el humo y luego inten­taré volver a encenderlo -dijo sintiendo que la segu­ridad de la noche anterior comenzaba a desvanecerse. A los pocos minutos, oyó el ruido de un motor-. Aquí llega la caballería -le dijo a Jamie con una sonrisa de alivio-.
 
El niño también sonrió.
 
Jamie: No. Es Zac. Sabía que vendría.
 
Zac saltó de la camioneta y se acercó corriendo hacia ellos, sus piernas fuertes y ágiles, todo masculinidad y fortaleza. Podía hacer que cualquier mujer se sintiera débil.

«No lo permitas», se advirtió a sí misma.
 
Zac: ¿Estáis bien? -la agarró por los hombros y ella sintió la fuerza de sus manos-.
 
Afortunadamente, el gesto solo duró unos segun­dos.

Sin dudarlo. Se dirigió hacia la cabaña y abrió to­das las ventanas. Después, salió con los brazos lle­nos de mantas. Arropó con cuidado a Jamie y des­pués a ella.
 
Zac: En un par de minutos se habrá ido el humo.
 
Ness: ¿Qué ha pasado? -preguntó tiritando-.
 
Zac: Olvidaste abrir el regulador del tiro de la estufa.
 
Ness: ¿Qué regulador?
 
Zac: El que controla la entrada de aire. Si entra mu­cho hay mucho fuego, si entra poco, un fuego más atenuado, y si no entra nada, mucho humo.
 
Ness: Yo no he tocado nada -dijo a la defensiva-.
 
Zac: Quizá lo hayas movido sin darte cuenta. A mí a veces me pasa que lo muevo con la pierna. Estás temblando -le dijo rodeándola con un brazo-. ¿Qué tal, Jamie?
 
Jamie: Fenomenal -dijo el niño entusiasmado-. Esto parece una película del Oeste.
 
Zac soltó una carcajada por el entusiasmo del niño ante la dificultad.

Ella lo miró y sintió que el corazón se le paraba. No sólo era guapo, sino que además era extraordinario.
 
Ness: ¿Qué te ha traído por aquí? -preguntó cuando recobró el aliento-.
 
Zac: Bueno, pasaba por aquí...
 
Había estado preocupado por ella y ahora com­probaba que tenía motivos para estarlo.
 
Jamie: Anoche casi raptan a mi tía unos marcianos -le dijo muy serio-.
 
Zac la miró sorprendido.
 
Ness: No es ningún cuento -dijo a la defensiva-. Ha­bía unas luces muy extrañas en el cielo. Pero yo ni siquiera pensé en marcianos.
 
Zac: Vamos adentro -dijo haciendo un es­fuerzo para no reírse de ella-.
 
Ness: ¿Qué te parece tan divertido?
 
Zac: Lo que viste fue la aurora boreal.
 
Ella abrió la boca. Después de todo, si había po­dido ser testigo de un fenómeno tan maravilloso de la naturaleza, aquellas vacaciones ya habían merecido la pena.
 
Zac: ¡Eh! He sentido algo.
 
Entonces, ella también lo sintió. Era algo hú­medo, frío y suave.

Jamie miró hacia arriba y ella hizo lo mismo.
 
Jamie: ¡Nieve! -gritó-. ¡Está nevando!
 
Ness se dio cuenta de que Zac no parecía tan entusiasmado como ellos.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Sigue pronto.me gusta mucho ya quiero saber como sigue...

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