Zac: Papel, unas astillas y cerillas -el papel encendió dentro de la cocina de hierro y sopló sobre las astillas para avivar el fuego-. No hay que soplar mucho -le dijo sintiéndose ridículo- porque puede apagarlo.
No le gustaba nada tener aquellos pensamientos de un hombre y una mujer bailando juntos con Vanessa Hudgens a su lado, con los brazos alrededor del cuerpo y tiritando.
Una mujer hecha para estar en los brazos de un hombre. Tenía el color más intrigante de ojos que había visto jamás. Eran marrones, pero eran como chocolate fundido con miel. El efecto era un color dulce muy sensual.
Enfadado consigo mismo, se echó para atrás y evitó mirarla.
Vanessa se puso de rodillas delante del fuego, se puso el pelo detrás de las orejas y sopló con suavidad sobre la llama. Aquello era peor que cuando lo había estado mirando. Ahora, estaba demasiado cerca. Él podía ver la curva de sus hombros y la forma de sus senos. Y cuando ella volvió a soplar, se dio cuenta de que aquella postura de los labios era la misma que la que se utilizaba para besar.
Bueno, ya había tenido bastante por un día. Quería largarse a casa, meterse en la cama y ponerse la almohada sobre la cabeza para olvidar el aroma de aquella mujer que le llegaba inevitablemente, a pesar del olor a madera quemada.
Olía a limones.
No era que los limones fueran sexys. De hecho, su madre los utilizaba mucho, decía que tenían poderes curativos.
Pero, allí estaba él, de rodillas al lado de Ness Hudgens, pensando en su olor embriagador, deseando acercarse más, inhalar más profundamente, queriendo más. Aquello era suficiente para hacerle perder la cabeza a un hombre.
Eso, y la manera en la que el pelo se le venía hacia delante, su aspecto bajo la luz del fuego, haciéndolo brillar.
Entonces, soltó un juramento.
El ambiente empezó a caldearse y ella dejó de tiritar y la habitación cobró un brillo acorde con todas las decoraciones.
Se volvió hacia él con una sonrisa.
Si la sonrisa hubiera sido fea, le habría resultado fácil detestarla. Pero no era así. Tenía una sonrisa perfecta de dientes blancos y uniformes que hacía que los ojos le brillaran aún más.
«Divertido». Justo en lo que él había fallado. «Ya no me divierto contigo», le había dicho Melanie. No era que él y Melanie hubieran encontrado divertido algo tan sencillo como encender un fuego. No, para ellos sólo eran divertidas las cosas más salvajes como conducir muy rápido, estar de fiesta toda la noche, ir de rodeo en rodeo, la pasión desbordada.
Zac se dio cuenta de que no le gustaba la manera en la que una extraña le hacía revivir recuerdos y lo hacía pensar en relaciones. Esos pensamientos los había abandonado hacía mucho tiempo.
Ness todavía estaba sonriendo como una niña pequeña. Para conseguir una sonrisa así de Melanie habría hecho falta un anillo con un gran pedrusco.
«No te ofrezcas», se advirtió él. Pero su voz dijo.
Él no era responsable de que ella tuviera miedo. No podía hacer nada al respecto. Su obligación con ella había terminado.
Se subió a la camioneta y bajó la montaña. Durante el camino, no pudo evitar preguntarse si tendría miedo. ¿Conocería el aullido de los coyotes en mitad de la noche? ¿Sabría que el viento podía hacer que los árboles rechinasen como puertas oxidadas? ¿Conocería el grito del búho, el berreo de un reno, el crujido del hielo del lago?
Incluso cuando estaba en la cama, no podía dejar de pensar en ella. El aroma a limones parecía cosquillearle en la nariz y podía ver sus ojos marrón chocolate como si estuviera delante de él.
Por la mañana subiría a ver qué tal estaban. Sería lo más caballeroso. No había nada malo en comportarse como un caballero.
Lo consideraría como un regalo de Navidad para su madre.
Se había ido.
Jamie y ella estaban solos.
Después, colocó las cosas en los armarios e hizo recuento de las cosas que había en el frigorífico. Se dio cuenta de que había un bote lleno de galletas de chocolate caseras y una bolsa con pan.
El fuego crujió y ella dio un salto.
Pensó que no había hecho las suficientes preguntas sobre la cabaña y ahora era demasiado tarde. De alguna manera, se había imaginado que tendría luz y que estaría cerca de otras cabañas. Se había imaginado que sería una especie de estación de esquí con un montón de actividades.
Cosas con la nieve.
Ahora estaba allí, totalmente sola, sin teléfono ni vecinos y, lo que era peor, sin nieve. ¿Qué iban a hacer todo el tiempo? ¿Jugar a las cartas? Recordaba la cara de Zac cuando se lo había dicho. Su expresión parecía haber querido decir que qué aburrido sonaba. Pero ella ni siquiera lo conocía. ¿Qué le importaba lo que él pensara?
Sí le importaba.
A pesar de todos los adornos, Ness se preguntó si iría a vivir las vacaciones más deprimentes de su vida.
¿Debería haberlo invitado a comer el día de Navidad? A Jamie le habría encantado. Aunque, pensándolo bien, así era mejor. Así no tendría que enfrentarse a una vuelta a casa sin su «papá».
Pensó en las cicatrices que le había visto en el cuello. Iban desde la oreja a la mandíbula y bajaban por todo el cuello hasta esconderse bajo la camisa.
En otro hombre habrían resultado feas, pero en él era diferente. Como si fueran parte de él. Como parte de su fuerza y de su misterio.
«No vas a volver a verlo hasta el día de tu marcha», se dijo a sí misma. «Y eso es algo bueno. Un hombre así hace que una vea las cosas confusas».
Un hombre así hacía que una mujer se preguntara cosas que era mejor no preguntarse. ¿Qué se sentiría al besarlo? ¿Cuál sería la textura de su piel? ¿Cómo serían sus ojos azules si su mirada se suavizara un poco?
Pensando en eso, exploró el resto de la cabaña. Aparte de la habitación principal, había dos dormitorios diminutos. No había baño, de eso ya la había avisado la señora Efron. Desde la seguridad de su casa, aquello le había parecido algo insignificante, parte de una gran aventura.
Ahora, pensar que tendría que aventurarse en la noche antes de irse a la cama no le hacía ninguna gracia.
Pospuso el momento todo lo que pudo. Se llevó a Jamie a una habitación, le dio un beso en la frente y se quedó un rato mirando la inocencia de su adorable carita.
Por fin, agarró una linterna que había al lado de la puerta y se aventuró al exterior, no sin antes mirar alrededor desde la puerta.
No había ni un solo ruido. Ni de vecinos, ni de tráfico, ni del televisor. Se sentía como si, de repente, hubiera aterrizado en la Luna. El silencio era tan desconocido para ella que la ponía nerviosa.
Tomo aliento y salió al porche, cerrando la puerta detrás de ella. Durante un momento, le pareció que todo estaba muy negro, pero no se atrevió a encender la linterna.
Se paró un momento en la puerta a disfrutar del aire frío. Nunca había sentido algo así; era como si se le clavaran en la piel un millón de pequeños alfileres.
Esperó un instante a que sus ojos se adaptaran a la oscuridad. Las estrellas brillaban sobre su cabeza y los árboles parecían gigantes.
De repente, tuvo la necesidad de saber que no estaba sola. Sintió lo que le pasaba a Jamie y deseó que le aseguraran que su hermana estaba allí.
De repente, apareció una columna verde iridiscente. Parecía como si alguien estuviera lanzando fuegos artificiales en medio de la montaña. El verde desapareció y, después, volvió a brillar de nuevo, con intensidad, sorprendente. La banda de luz se estiró y se retorció, brillando con una impresionante gama de colores, desde el turquesa al rojo y de nuevo al verde.
Ness estaba sobrecogida. No tenía ni idea de lo que estaba sucediendo. Sólo sabía que era un milagro. Y una respuesta.
Mucho rato después, las luces desaparecieron. Entonces, se dio cuenta de que se estaba quedando helada y corrió hacia el servicio.
Era un lugar pequeño y estrecho, como los de las películas del Oeste.
«¡Qué frío!».
Cuando terminó, corrió de vuelta a la cabaña, cerró la puerta y se fue a su dormitorio. Cuando se metió en la cama se sintió segura. Se cubrió con las mantas y se durmió con una sonrisa en el rostro.
Levantó sus mantas y el niño se metió en la cama con ella. Después, se acurrucaron, los tres, el osito de peluche en el medio, y se taparon hasta las cejas.
Ella preparó el fuego, como lo había hecho la noche anterior. El fuego prendió sin problemas, pero, en seguida, se dio cuenta de que algo no marchaba bien: el humo salía hacia el salón en lugar de salir al exterior por la chimenea. En pocos segundos, sintió que no podía respirar.
Recordó que en los incendios la gente solía morir de asfixia más que quemada por las llamas, por lo que corrió a la habitación para sacar de allí a Jamie. Le dio una chaqueta al niño y ella agarró otra antes de salir al exterior. Ni siquiera el frío que había experimentado la noche anterior la había preparado para el frío gélido que hacía.
«No lo permitas», se advirtió a sí misma.
Sin dudarlo. Se dirigió hacia la cabaña y abrió todas las ventanas. Después, salió con los brazos llenos de mantas. Arropó con cuidado a Jamie y después a ella.
Ella lo miró y sintió que el corazón se le paraba. No sólo era guapo, sino que además era extraordinario.
Jamie miró hacia arriba y ella hizo lo mismo.
1 comentarios:
Sigue pronto.me gusta mucho ya quiero saber como sigue...
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