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miércoles, 30 de diciembre de 2020

Capítulo 9


Jamie: Tía Mami, después de desayunar, Zac, el señor oso y yo nos vamos a montar en trineo. Sólo los hombres.
 
Ella levantó la cabeza, sorprendida. Aquella mañana estaba radiante. Zac no estaba seguro de que alguna vez hubiera visto a una mujer con un aspecto tan fantástico.

No, no era el tipo de belleza de Melanie. No había ningún maquillaje, nada artificial.
La noche anterior, se había salvado de cometer el peor error de su vida.
 
Ness: No vais a montar en trineo sin mí -dijo ofendida-.
 
Jamie: ¡Sólo los hombres! -insistió-.
 
Ness: No. ¿Qué es eso de sólo los hombres? Tu madre y yo no te criamos para que fueras un machista en miniatura.
 
Jamie frunció el ceño.
 
Jamie: ¿Qué es un machista?
 
Zac intentó no reírse de la mirada que el niño le estaba dedicando a su tía.
 
Ness: Pues verás, un machista es un hombre que cree que las mujeres no deberían hacer ciertas cosas. Por ejemplo, podría pensar que una mujer no debería conducir un camión.
 
Zac, de repente, vio muy claro por qué los niños debían tener un padre y una madre. Porque por muy buena que fuera Ness como madre, tenía la tenden­cia de explicarlo todo, de aprovechar cualquier oportunidad para enseñar. A veces un niño necesi­taba un jefe.
 
Zac: Tu tía viene con nosotros. Y no se hable más.
 
Jamie: Oh, bueno. Puedo contártelo más tarde.
 
Ness: ¿Contarle qué? -preguntó desconfiada-.
 
Al ver la cara de preocupación del niño, Zac dijo:
 
Zac: Nada, cosas de hombres.
 
Ella se llevó las manos a la cabeza y Jamie se su­bió en su regazo y le dio un beso.
 
Jamie: No es que no te queramos, tita.
 
Ella sonrió.
 
Ness: De acuerdo. Eso era lo que necesitaba saber.
 
Había una gran pendiente cerca de la cabaña. Zac la recordaba de cuando era pequeño e iba allí con su padre. Solían ir a cortar leña, pero el trineo siempre iba en la parte de atrás de la camioneta.

En unos segundos, estaba recordando aquellos días felices libres de preocupaciones.

Arrastró el trineo hasta la mitad de la pendiente, con Ness y Jamie detrás de él. Todos estaban jadean­tes del ejercicio. La nieve seguía cayendo.

Él les dijo cómo montarse. Jamie primero, Ness, detrás y, por último, él. Con los brazos rodeó a Ness por la cintura y le clavó la barbilla en el hombro.

Ella bajó toda la pendiente gritando. Jamie, riéndose.

Después de dos veces, Jamie estaba agotado y Zac lo subió al trineo y tiró de él.
 
Ness: Vamos a tirarnos desde arriba -sugirió-.
 
Él le lanzó una mirada. ¡Vaya si era intrépida! Pa­recía que, después de todo, había hecho bien en quedarse en la cabaña con ellos.
 
Zac: Detrás de ese exterior de chica recatada, veo que tienes un lado oculto.
 
Ness: ¿Recatada? -preguntó ofendida-. ¿Así es como me ves?
 
Zac: Cuando seas mayor, te explicaré lo que sienten los hombres por las mujeres recatadas.
 
Ness: Pero, si ya soy mayor -se quejó-.
 
Él se rio. Tuvo que subir corriendo para evitar que ella lo golpeara. Después, se lanzaron por la pendiente, a una velocidad de vértigo. El trineo los lanzó a los tres sobre un montón de nieve al final de la cuesta y ellos cayeron unos encima de otros sin parar de reírse.
 
Zac: Pensé que estaba en buena forma -dijo des­pués de la décima vez-, pero esto me está matando.
 
Por supuesto, no era cierto. Había pasado mucho, mucho tiempo desde que se había sentido tan feliz. No lo estaba matando, de hecho, le estaba diciendo sí a la vida.

Ella miró el reloj.
 
Ness: Es la hora de comer. Me imagino que, ya que estoy atrapada con un par de machistas, tendré que ir a preparar la comida.
 
Zac: Yo la puedo hacer si quieres.
 
Ness: No. Adelante. Disfrutad de vuestro momento para hombres -se sentó sobre la nieve y bajó deslizándose sobre los pantalones, sin parar de gritar-.
 
Zac se sentó y la observó mientras bajaba. Se quedó mirando a las montañas, a la nieve y respiró hondo.

Ese era el tipo de vida que un niño debía tener. Quizá podían volver en verano. Quizá él podía enviarles un par de billetes de avión.

Jamie se acercó a él y se sentó a su lado, con el oso de peluche en el regazo.
 
Jamie: Quiero contarte un secreto.
 
Zac: Muy bien.
 
Jamie: ¿Si te digo lo que le he pedido a Santa Claus por Navidad me lo traerá?
 
Zac se sintió que era un hombre demasiado duro para que alguien le hiciera una pregunta tan delicada.
 
Zac: No lo sé -le respondió con honestidad-. No soy un experto en el tema.
 
Jamie: Pero alguna vez fuiste niño, ¿verdad?
 
Zac: Sí. Hace mucho tiempo. Casi lo he olvidado.
 
Jamie: No seas tonto. No se pueden olvidar cosas así. ¿Siempre te trajo Santa Claus lo que le pedías?
 
Otra pregunta difícil.
 
Zac: No -dijo por fin-.
 
Jamie: ¿Ah, no? -dijo sintiendo pánico-.
 
Zac: No. Pero siempre me trajo lo que necesitaba.
 
Jamie se quedó pensativo un instante.
 
Jamie: ¿Cuál es la diferencia?
 
Zac: Bueno, quizá yo pedía balas para mi rifle, pero lo que necesitaba eran unos guantes.
 
El niño no pareció muy satisfecho.
 
Jamie: Lo que yo quiero y lo que necesito son la misma cosa.
 
Zac: Ah, entonces...
 
Jamie: En realidad no pedí algo para mí. Pedí algo para tía Ness.
 
Zac: ¿Le pediste a Santa algo para tu tía en lugar de para ti?
 
El niño asintió con vigor.
 
Jamie: Ya te he contado que siempre está preocupada.
 
Zac: ¿Y cómo crees que Santa puede ayudarla?
 
Jamie: Ese es el secreto -hizo una pausa y des­pués dijo con gran reverencia-: Le he pedido un papá.
 
Zac no se atrevió a hablar. De hecho, se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.
 
Zac: Ah, sí, ¿eh? -dijo por fin, a media voz-.
 
Jamie: Sí.
 
Zac intentó medir bien sus palabras.
 
Zac: ¿Sabes, Jamie?, creo que Santa Claus trae jugue­tes y guantes y bicis y cosas así. No creo que en su gran saco rojo lleve personas. Yo nunca lo he oído.
 
Jamie: ¿Ah, no?
 
Zac: No, nunca.
 
Jamie: Bueno -dijo con cabezonería-. Creo que lleva a la gente primero. Eso ya lo sé.
 
Zac: ¿Cómo lo sabes?
 
Jamie: Lo descubrí en el aeropuerto.
 
Fantástico. Aquel era el lío más grande en el que se había metido jamás. Jamie pensaba que él era el papá que Santa Claus le había enviado para Navidad. De alguna manera, aquello era culpa de ella; debería haberle advertido.

Él buscó en su memoria. Ella había intentado decirle algo... Le había dicho que el niño estaba buscando un héroe, pero eso estaba a años luz de un papá.

Y eso era lo que pensaba decirle. Tan pronto como se calmara, lo suficiente para no insertar una docena de dagas en la frase.
 
 
Ness los oyó abrir la puerta. Así que aquello era lo que se sentía al estar enamorada: el corazón latía más deprisa con sólo escuchar unas pisadas.

Igual que había pensado que él había sido muy afortunado al no casarse con Melanie, se dio cuenta de que ella también lo había sido al separarse de Austin.

Nunca lo había querido. En algún momento, ha­bía decidido que el amor era parte de los cuentos de hadas y había estado dispuesta a quedarse con lo que él tenía que ofrecerle.

Ahora, que por primera vez conocía el amor, no supo qué hacer cuando Zac entró en la habitación. ¿Debería dejar que se le notara en la cara lo que sen­tía? ¿O resultaría muy patética?

¿Qué haría Penny?

Penny se abalanzaría sobre él y se lo comería a besos.

Ella no podía llegar a tanto, pero sí buscar algo intermedio entre lo que haría la antigua Ness y lo que haría la lanzada Penny.

Se secó las manos en el delantal y fue a recibirlos.

La sonrisa se le heló en la cara. El latido de su corazón se paralizó. ¿Qué pasaba?

Toda la calidez se había evaporado de la cara de Zac. Toda la ternura. Toda la risa. Aquel no era el hombre que la había abrazado la noche anterior, el que le había preparado el desayuno, el hombre que la había sujetado en el trineo, el que la había hecho reír y había hecho que el sol brillara.

Aquel era el hombre que habían conocido en el aeropuerto.

Estaba enfadado. Se le notaba en los ojos, en la rigidez de la mandíbula.
 
Ness: Jamie. Ve a ponerte algo seco -se acercó a Zac-. ¿Qué pasa? -le preguntó en voz baja mientras le tocaba un brazo-.
 
Él se deshizo de su mano y ella dio un paso hacia atrás, horrorizada.
 
Zac: Me dijiste que estaba buscando un héroe, al­guien a quien imitar. Nunca mencionaste que estu­viera buscando un padre -dijo en voz baja con los dientes apretados-.
 
Ella se sintió desfallecer. No sabía qué contestar.
 
Zac: Si me lo hubieras dicho, esto nunca habría suce­dido.
 
Ness: ¿Qué ha sucedido?
 
Zac: Cree que Santa Claus me envió a mí para que fuera su papá. ¿Sabías que iba a creer eso?
 
Ness: Intenté decírtelo.
 
Zac: ¡Sí, pero no me dijiste la verdad!
 
Ness: Pensé que yo podía encargarme de todo.
 
Zac: Tú siempre crees que te puedes encargar de todo, ¿verdad?
 
Ella estaba empezando a sentir que su tempera­mento salía a relucir.
 
Ness: De hecho, sí. Porque esa es mi vida. Yo me en­cargo de todo, y se me da muy bien.
 
Zac: ¿Ah, sí? ¿Entonces por qué te preocupas tanto cuando llega el correo? ¿O qué pasa con la escalera rota?
 
Ella se quedó de piedra. Jamie le había dicho que no se las arreglaba, pero ella se las arreglaba muy bien.
 
Ness: Lo hago lo mejor que puedo -dijo con valentía-.
 
Sintió que iba a estropearlo todo echándose a llorar.

Penny nunca habría llorado en una situación así. ¡Nunca!
 
Zac: ¿Quizá lo podía haber evitado si me hubieras avisado?
 
Ness: ¿Cómo? ¿Impidiendo que cayera la nieve?
 
Zac: Me podía haber marchado.  
 
Ness: ¿A pie?
 
Zac: Si lo hubiera tenido que hacer lo habría hecho.
 
Ella lo miró con detenimiento. No era muy buen mentiroso. Y, de repente, supo la verdad.
 
Ness: Podrías haberte marchado en cuanto hubieras querido, ¿verdad? No estás atrapado aquí.
 
Él miró para otro lado.
 
Ness: ¿Estás atrapado aquí? -insistió-.
 
Zac: No exactamente. La camioneta se salió de la ca­rretera, pero podría haberlo arreglado, si me lo hubiera propuesto.
 
Ness: ¿Por qué no te lo propusiste?
 
Él dudó un instante.
 
Zac: Estaba seguro de que no te las podrías arreglar aquí sola.
 
Así que eso era: no podía confiar en ella. Había visto su verdadera personalidad: débil. Una fracasada. Una mujer que no podía arreglar unas escaleras y que se preocupaba por las facturas. Una mujer a la que ni siquiera se la podía dejar sola en vacaciones.
 
Ness: Así que, me mentiste.
 
Zac: Omití algunos detalles.
 
Ness: Bueno, eso es lo que yo hice: omití algunos de­talles. No era asunto tuyo lo que ponía en su carta.
 
Sin embargo, la noche anterior sí le había gus­tado. Al final, iba a ser igual que Austin. Quería robarle unos cuantos besos, pero no quería responsabi­lidades.

Aunque, en su favor, tenía que admitir que él era el que había parado la noche anterior.
 
Ness: Ya puedes marcharte -le dijo cruzada de brazos-.
 
Zac: Eso será lo más razonable.
 
Ness: ¿Marcharte? -preguntó desde la puerta del dormitorio mirando del uno al otro. Tenía los ojos llenos de lágrimas-. No vas a marcharte, ¿ver­dad, Zac?
 
Zac: Creo que será lo mejor.
 
Jamie: Pero yo voy a ser tu niño pequeño. Me dijiste que sería genial, no tendrías que quitar pañales.
 
Zac le lanzó a ella una mirada oscura y se agachó.
 
Zac: Ven aquí, tigre.
 
Jamie corrió hacia él y le lanzó los brazos al cuello. Ella se dio cuenta de que Zac lo abrazaba con fuerza.
 
Zac: Yo no soy el hombre que tú crees, Jamie. Santa no me envió a mí.
 
Jamie: ¿Estás seguro?
 
Ness tuvo que mirar hacia otro lado porque Zac parecía estar luchando contra una emoción tre­menda.

Después de un rato, dijo con voz melosa:
 
Zac: Estoy seguro. ¿Sabes de qué más estoy seguro? De que siempre seré tu amigo.
 
Ness: Aunque Zac no sea el papá que pediste, al me­nos ha nevado -le recordó con amabilidad-.
 
Él soltó a Zac y la miró a ella.
 
Jamie: ¿Cómo lo sabías?
 
Ella no dijo nada, horrorizada por aquel desliz, horrorizada porque conocía su secreto más íntimo y él no quería.
 
Jamie: ¡Leíste mi carta a Santa Claus! -la acusó-.
 
Ness: Jamie...
 
El niño le dedicó una mirada de enfado y dolor y salió corriendo hacia su habitación.
 
Zac: Ness -dio un paso hacia ella-. Lo siento. -Ella se alejó de él-. Lo siento de verdad.
 
Lo último que quería de él era su compasión.
 
Ness: No es culpa tuya. Por favor, márchate.
 
Silencio. Sintió su presencia durante largo rato; después, desapareció.

Ella respiró hondo. No podía llorar. No en aquel momento.

Lo había hecho muy bien. No le había suplicado que la amara. Había sido fuerte. Había sido la mujer de la que su hermana habría estado orgullosa.

Pero aquel no era el momento de pensar en su hermana.

Ella era una mujer débil y un fracaso; pero desea­ba estar con alguien. No quería estar sola.

Pero aquel tampoco era el momento de pensar en aquello.

Se acercó a la habitación de Jamie y llamó a la puerta.
 
Jamie: Vete.
 
Ella giró el picaporte, pero sintió que el niño em­pujaba la puerta.
 
Jamie: Estoy envolviendo regalos -gritó-.
 
¿Cómo iba a estar envolviendo regalos? Ella había hecho las maletas y sabía lo que tenían.

Ella se había comprado un regalo de su parte, un jersey, y había planeado envolverlo juntos esa no­che.

Pero, ahora, pensándolo mejor, odiaba el jersey. Era liso y aburrido. De repente, pensó que represen­taba todo lo que no quería ser.

Se acercó a la ventana. Podía ver a Zac caminando en la distancia, dándole patadas a la nieve. Su ropa estaba mojada cuando se marchó. Podía enfer­mar y morir.

Penny probablemente habría dicho: «Eso espero, que enferme y se muera».

Ness intentó decirlo, pero las palabras se le atragantaron.

Oyó a Jamie con el papel de regalo.

Se marchó a la cocina y apagó el fuego; aparente­mente, nadie iba a tomar la sopa.

Así que, aquellas eran las Navidades que le iba a dar a su sobrino. El niño iba a encerrarse en su habitación, ella iba a tomar la sopa sola y, cuando acabara, iba a ponerse a llorar.

Pensándolo mejor, podía pasar de la sopa.

Se arrojó sobre la cama. Iría directamente a la parte de las lágrimas. Pero la verdad era que estaba muy cansada. Demasiado cansada para llorar. Cerra­ría sus ojos durante unos segundos. Solo hasta que Jamie saliera de la habitación.

Después, le contaría cuentos y lo acunaría para intentar que las cosas volvieran a ser como antes de cometer el error de ir a Canadá.

Cerró los ojos y se quedó dormida.

Cuando se despertó se había quedado fría.

Se sentó en la cama, pensando.
 
Ness: He dejado que el fuego se apague.
 
Zac sólo llevaba fuera unos minutos y ella ya lo estaba haciendo mal. Tenía que demostrarle que era una mujer competente. Tenía que demostrárselo a sí misma.

Pero cuando se levantó, se dio cuenta de que el frío provenía del exterior; la puerta de la cabaña es­taba entreabierta.

Durante unos segundos, no entendió qué pasaba.

Y, después, vio la puerta de la habitación de Ja­mie abierta de par en par.

Corrió hacia el cuarto. Había papel de regalo por todas partes.

Pero no había ni rastro del niño.

Ni del oso de peluche.

Corrió hacia la puerta.

Una larga fila de huellas pequeñas seguía a las más grandes por el camino.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Pobre jamie! Pobre vane! Pobre zac! Sigue pronto ya quiero saber como sigue..

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