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viernes, 18 de diciembre de 2020

Capítulo 2


Jamie: ¡Qué camioneta más chula! -exclamó lleno de admiración-.
 
Ness intentó ocultar su expresión de sorpresa, pero se dio cuenta de que Zac Efron no hizo nada por ocultar la suya, e incluso levantó una ceja. El gesto le dio a la cara un toque sarcástico que no lo hizo menos atractivo, pero sí más intrigante, como si escondiera grandes misterios que suplicaran ser descubiertos.

«¿Descubiertos?», se regañó a sí misma. Penny siempre había detestado su gusto por las novelas de amor y allí estaba ella, cara a cara con un vaquero de verdad, duro, independiente, inmensamente fuerte y bastante impaciente.

No era un hombre al que se le pudiera confiar el entusiasmo de un niño, se recordó a sí misma. Jamie era su prioridad, una prioridad que impedía la exploración de cualquier misterio masculino.

La camioneta era la típica de un vaquero: grande, vieja y desvencijada. Pensó que debajo de todo el polvo y el barro debía de ser azul oscura.

Esperaba que no le hiciera mucho daño a Jamie ignorándolo de aquella manera. Aunque, pensándolo bien, quizá eso fuera lo mejor para que se olvidara de esa idea de un papá.
 
Zac: Hace lo que tiene que hacer -le dijo con un gruñido a Jamie, con total indiferencia, aunque el niño no se percatara del matiz-.
 
Después, comenzó a arrojar el equipaje a la parte de atrás con tan poco cuidado que ella no pudo contenerse.
 
Ness: ¡Esos son mis adornos de Navidad! -se quejó, e inmediatamente pensó que debía haber sido más contundente-.
 
Penny habría dicho: «¡Eh! ¡Deja de tirar así mis cosas o te quedas sin propina!».

¿Propina? Le echó un vistazo al vaquero. ¿Cuan­do los dejara en su destino, debía darle una propina?

Desde luego que no, si le rompía los adornos de Navidad.
 
Zac: Si no se los han roto ya en el aeropuerto, difícil­mente los voy a romper yo.
 
Pero ella se dio cuenta de que con la siguiente caja tuvo más cuidado.

Jamie estaba ocupado limpiando el barro de la puerta con la manga para descubrir un letrero.
 
Jamie: ¿Qué pone aquí?
 
Ness se fijó en las letras desgastadas.
 
Ness: Pone: «Rancho Rocky Ridge».
 
Jamie: ¿Es un rancho de verdad?
 
Zac: Sí.
 
Zac abrió la puerta del asiento del copiloto. Aunque tenía una expresión impasible, estaba claro que no le gustaba que lo trataran como a un criado.

Eso significaba que no aceptaría una propina.

Jamie se metió dentro como un torbellino y se sentó en el medio. Ness subió detrás de él, después de un momento de indecisión. Era su última oportunidad para cancelarlo todo, para recobrar el sentido. Zac esperó con paciencia. Después, cerró la puerta y se dirigió a su asiento.

Sin mirar a ninguno de los dos, arrancó la camio­neta.

Por el rabillo del ojo, mientras él cambiaba de marcha, ella se fijó en la fuerza de su muñeca y de su mano.
 
Jamie: ¿Hay caballos en el rancho? -preguntó dándole la oportunidad a Ness de pensar en otra cosa que no fuera la mano del hombre-.
 
Zac: Sí.
 
Una respuesta más larga habría sido más agrada­ble, ya que ella necesitaba distracción. Miró por la ventana, lejos de su mano sobre la palanca de cam­bios. Pero en lugar de concentrarse en el paisaje, pensó que dentro de la camioneta olía muy bien. A pino y piel, junto a otro olor a limpio que no podía definir muy bien.

Aunque quizá sí podía: olor a hombre.
 
Jamie: ¿Y ganado?
 
Zac: Sí.
 
La voz de Zac, aunque parecía que a él no le gustaba utilizarla, era tan perturbadora como el trozo de brazo que asomaba por la manga de la chaqueta. Profunda. Fuerte. Segura.

«Estoy demasiado cansada», se dijo Ness a sí misma para explicarse lo que le estaba sucediendo. Estaban rodeando la ciudad. La noche estaba cayendo. En la distancia se veían las siluetas oscuras de edificios altos que contrastaban con el colorido del cielo. La carretera circulaba por grandes extensiones de tierra, sin ningún árbol. Y sin nieve.

Estaban volviendo a entrar en la ciudad y ella se fijó en las casas nuevas, pequeñas y acogedoras con un pequeño jardín en la parte delantera.

Eran el tipo de casa que a ella le gustaría para Ja­mie en el futuro.
 
Jamie: ¿Está la cabaña cerca de los caballos y las vacas?
 
Zac: No.
 
Jamie: ¡Oh! -la falta de entusiasmo no lo detuvo-. Es la primera vez que me monto en una camioneta.
 
Zac: No tiene que ser muy diferente de un coche.
 
Eso era algo más que un monosílabo, pero, desde luego, nada mejor. ¿Tan difícil sería ser amable con un niño pequeño? Aunque, pensándolo mejor, si era amable todo sería más difícil para ella.

Ness puso un brazo protector sobre los hombros del niño.
 
Ness: Mira -le dijo con entusiasmo para distraerlo y que no intentara hablar con el hombre-, un McDo­nald's.
 
Jamie la miró con el ceño fruncido.
 
Jamie: Eso lo tenemos en casa.
 
Zac la miró.
 
Zac: ¿Tiene hambre?
 
El tono que utilizó le dejó claro que si la tenía era mejor no decirlo.
 
Ness: No. Pero tendré que comprar algo de comida para la cabaña.
 
Zac: Mi madre compró algunas cosas -dijo con un tono que indicaba que era el fin de la conversación-.
 
Su madre. Era muy difícil imaginar a aquel hom­bre con una madre. Era más fácil imaginar que lo habían dejado en una cueva y que lo habían criado unos lobos.

¿Cómo un hombre como Zac Efron podía te­ner una madre tan dulce como la mujer con la que había hablado por teléfono?
 
Zac: Créame, cuando mi madre dice que ha comprado «algunas cosas», quiere decir que habrá suficiente para el niño, para usted y para otros seis más. Lleva cocinando desde que llamó.
 
¿Cocinando? Otro gesto de increíble amabilidad que la alejaba aún más del hombre que estaba sen­tado al volante, demasiado impaciente para parar un momento para que ella hiciera unas compras.

De acuerdo. Era grande. Era intimidante. Era an­tipático. Sólo deseaba llegar a la cabaña cuanto an­tes y olvidarse de él. Pero tenía que conseguir lo que quería.

Con Austin nunca lo había hecho. Siempre se había sentido feliz al verlo a él contento, aunque eso signi­ficara que ella tenía que renunciar a algo. A su her­mana nunca le pareció bien.

¿Y qué había conseguido con ser tan compla­ciente? Que pensara Austin que también era más im­portante que Jamie.

No. Había llegado el momento de hacer algo. Se imaginaba lo que habría dicho su hermana.
 
Ness: Señor Efron, tengo que comprar un par de co­sas -por supuesto, Penny lo habría dejado ahí, sin más explicaciones; pero ella necesitaba decirle el motivo-. Necesito unas cuantas cosas a las que esta­mos acostumbrados. Para que Jamie se sienta como en casa. Tenemos nuestras costumbres de Navidad.
 
Zac la miró y mantuvo la mirada sobre ella du­rante más tiempo de lo que se podía considerar se­guro, teniendo en cuenta el tráfico y el escalofrío que ella sintió en la espalda.

De su boca no salió ni una palabra, pero sus ojos azules y fríos como el hielo lo dijeron todo: «si que­rías que se sintiera como en casa, haberte quedado en casa».

Ella se quitó el sombrero de Santa Claus de la ca­beza. Jamie la había convencido de que se lo com­prara mientras esperaban en el aeropuerto de Denver. Uno para ella y otro para el peluche. En aquel momento, a ella le había parecido bastante apro­piado para una aventurera que iba a recorrer tantos kilómetros para jugar a Santa Claus.

Ahora, se dio cuenta de que podía impedir que la tomara en serio.
 
Ness: ¿Le parece mal que nos quedemos en la cabaña de su madre? -dijo sin contemplaciones, y pensó que su hermana se habría sentido orgullosa del tono-.
 
Zac: En realidad no es de mi madre. Es mía.
 
Penny habría señalado que eso no cambiaba el contrato.
 
Ness: ¿Le parece mal que nos quedemos en su ca­baña?
 
Él se encogió de hombros y frunció el ceño mien­tras cambiaba de carril. Después de un rato dijo:
 
Zac: Me imagino que no, señora.
 
Una mentira, pensó ella mientras comprobaba que mentía muy mal. Después, dejó el sombrero en­tre Jamie y ella y dijo lo que pensó que su hermana habría dicho:
 
Ness: Bienvenidos a Canadá.
 
Zac le lanzó una mirada antipática como si ella no se hubiera dado cuenta del esfuerzo que había hecho para no ser del todo desagradable.
 
Jamie: Tenemos que comprar pavo -intervino al notar la tensión entre los mayores-. Mi madre, tía Ness y yo siempre comemos pavo en Navidad, siempre. Pero mi mamá no está aquí este año.
 
Zac: ¿Y dónde está tu mamá?
 
Jamie: Está en el Cielo -dijo con total naturalidad-.
 
Durante unos segundos, hubo un silencio. Ness se atrevió a mirar al vaquero. Estaba mirando hacia delante. El semáforo se puso en verde y él avanzó mirando fijamente al tráfico.

Ella vio un brillo especial en su mirada. Pensó que dejaría pasar el momento, pero no lo hizo.

Cuando habló, su voz carecía de su rudeza habi­tual.
 
Zac: Lo siento, hijo. Eso es muy duro.
 
Ness sintió que a Jamie se le cortaba la respira­ción. «Hijo». Ella cerró los ojos. Por Dios Santo. Si lo hubiera hecho adrede, no habría encontrado unas palabras peores. Jamie quería un papá y ella no que­ría que pensara en él.
 
Jamie: Es muy duro -asintió, bostezó y apoyó la cabeza en el brazo del hombre-.
 
Ness lo tomó como una mala señal.

«¡Oh, Jamie! ¿No te das cuenta de que Zac Efron no puede ser padre?».

Zac no se había apartado, pero parecía muy in­cómodo con la cabeza del niño sobre su brazo y, en cuanto vio un supermercado, se dirigió hacia él con premura.
 
Ness: Vamos, Jamie -le dijo, ofreciéndole la mano mientras se disponía a bajar del vehí­culo-.
 
Jamie: Volveremos en un momento -le explicó entusiasmado de ir a comprar su pavo-.
 
Zac: Genial -el tono sonó un poco seco y Ness no pudo discernir si lo había dicho con sarcasmo o no-.
 
Jamie: ¿Le gustaría cuidar de mi osito mientras vamos de compra?
 
Ness contuvo el aliento. Jamie no había soltado el muñeco desde que su madre había muerto. No es­taba preparada para que sucediera de una manera tan repentina.
 
Zac: No. No soy un buen ni­ñero de osos de peluche.
 
Jamie pareció bastante aliviado cuando se metió el oso bajo el brazo.

Estaban llegando a la puerta cuando oyó que la llamaban.
 
Zac: ¡Oiga! Ha olvidado su cartera.
 
Se volvió y vio a Zac con su cartera en la mano.
 
Zac: Se le olvidaba esto.
 
Ella se puso colorada y vio como una mujer se chocaba con el carrito por mirar a Zac.

La sonrisa que él le ofreció hizo que ella también tuviera dificultades para manejar el carrito. Su sonrisa era como una luz, como el brillo de la esperanza para un marinero perdido en una tormenta.

«Yo no estoy perdida», se dijo a sí misma, aun­que a veces, así se había sentido desde que murió su hermana.

Ness hizo un esfuerzo por concentrarse en las es­tanterías de la tienda. Cuando llegó a la parte de los productos frescos, no le resultó difícil encontrar un pavo. Como hacía cada año, Jamie los estudió con cuidado antes de elegir uno.
 
Jamie: Este.
 
Ness: Es muy grande para los dos -le dijo con amabilidad-.
 
Jamie: Y también para el señor Efron.
 
Ness: Creo que no va cenar con nosotros, cariño.
 
Jamie: ¿Por qué no? -preguntó con los ojos muy abiertos-.
 
Ness: Porque apenas lo conocemos -le dijo de­jando el pavo en la nevera y eligiendo otro-. Tendrá otros planes.
 
El niño volvió a tomar el pavo.
 
Jamie: Tómalo. Por si acaso. La Navi­dad está llena de sorpresas, tía.
 
Ella lo miró descorazonada.
 
Ness: Como quieras, Jamie.
 
Compraron algunas cosas más y salieron del su­permercado.

Las sorpresas de Navidad comenzaron, por des­gracia, justo delante de la camioneta, cuando la bolsa de plástico se le rompió y todas las cosas ca­yeron al suelo.

No se dio cuenta cómo llegó hasta allí, pero, enseguida, Zac estaba a su lado recogiendo cosas del suelo. Ella se había vuelto a poner colorada y cuando él la rozó con el hombro, agradeció que ya hubiera empezado a oscurecer.

Él hizo una pausa y ella lo miró. Tenía en la mano una bolsa para hacer palomitas en el microondas.
 
Zac: ¿Sabía que no hay electricidad en la cabaña?
 
Ness: Sí, claro -mintió arrancándole la bolsa de la mano-.
 
Él la miró fijamente; ella tampoco sabía mentir muy bien.

«¿No hay electricidad?».
 
Ness: A Jamie y a mí nos gusta hacer las palomitas al estilo tradicional -y estaba segura de que, al no te­ner electricidad, iba a saber qué estilo era ese-.
 
¿Por qué seguía mintiendo? Porque no quería admitir que no tenía ni idea. Quería decirle que era muy responsable y que siempre estaba preparada. Estaba segura de que él era el tipo de hombre al que no le gustaban los caprichos y deseaba decirle que ella no era la clase de mujer que solía tenerlos.

Pero eso sería como buscar su aprobación.

Él agarró el pavo, lo sopesó con el ceño fruncido y lo puso en la bolsa.
 
Ness: Jamie come mucho -volvió a mentir-.
 
Él se encogió de hombros.
 
Zac: ¿Listos?
 
Otra oportunidad para abandonar aquella aven­tura. Para decirle que los dejara en el hotel más cer­cano. ¿Cómo iban a poder celebrar las Navidades sin electricidad?

Pero el orgullo no le iba a permitir abandonar. Se subió a la camioneta, con la frente bien alta, se co­locó el sombrero de Santa Claus y dijo:
 
Ness: Lista.
 
 
Zac tenía la sensación de que Ness no sabía que en la cabaña no había electricidad. Era el tipo de co­sas que su madre podía haber pasado por alto mien­tras hablaba de los ciervos y los renos en los prados cubiertos de nieve.

La falta de electricidad no era un gran problema, no tanto como la falta de agua corriente; sobre todo, en ciertas épocas del año. En el centro de la habita­ción principal había una enorme chimenea y las lu­ces funcionaban con propano. Eso no era ningún problema para él, pero quizá sí lo sería para ella, pensó mirándola de soslayo.

El niño había vuelto a apoyar la cabeza sobre su brazo y a cada momento le lanzaba miradas tímidas de adoración.

El tráfico se hizo más denso y él se concentró en borrar aquel pavo gigante de su cabeza.

Bueno, si lo invitaban a cenar, sólo tenía que de­cir que no. Eso era muy sencillo. Él había quedado en recogerlos en el aeropuerto y dejarlos en la cabaña; eso era todo.

A la tenue luz de las farolas, ella parecía una mu­jer poco inclinada a invitar a cenar a extraños; aun­que se hubiera vuelto a poner el sombrero de Navi­dad. Sus facciones mostraban una expresión distante.

El niño, pensó, era otra historia. Había estado tan quieto que Zac pensó que se había dormido. Pero no, tenía los ojos muy abiertos y lo estaba mirando como si fuera Superman.
 
Zac: ¿Qué? -dijo un poco a la defensiva-.
 
Jamie: ¿Qué son esas marcas que tiene en el cuello? -preguntó con suavidad-.
 
Zac se subió el cuello de la camisa y después el de la chaqueta.
 
Zac: Son quemaduras.
 
Ness: Jamie, no es de buena educa­ción preguntarle a la gente cosas así.
 
Zac le lanzó una mirada oscura. ¿Le había visto ella las marcas? ¿La horrorizarían? ¿Y a él que le importaba?

Iba a dejarla a ella, al niño y al pavo en la cabaña y no iba a volver a verlos hasta que tuviera que devolverlos al aeropuerto.
 
Jamie: ¿Cómo se quemó?
 
Ness: ¡Jamie! -regañó-.
 
Personalmente, Zac prefería la curiosidad franca y abierta a las miradas de soslayo que ella le estaba dedicando en aquel momento.
 
Zac: Me quemé en un incendio.
 
Jamie: ¡Oh! ¡Un bombero!
 
Le hubiera gustado dejar que el niño pensara lo que quisiera, pero creyó que ya había demasiada ad­miración en sus ojitos.
 
Zac: No, no soy un bombero. Sólo alguien que estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
 
Jamie: ¿Le duelen?
 
Zac: No, ya no.
 
Jamie: ¿Pero le dolieron?
 
Ness: Jamie, por favor...
 
Zac: Sí, antes sí; pero ya hace mucho que no me duele.
 
Sintió algo en el cuello y se puso tenso.
 
Jamie: Estará mejor si el señor oso de peluche le da un beso -le dijo con solemnidad-.
 
Zac aguantó el impulso de darle un puñetazo al oso. Aguantó con resignación la nariz del oso junto a su cuello mientras Jamie hacía los ruidos correspon­dientes a los besos. Se alegraba de que el coche estuviera a oscuras porque sintió que se estaba poniendo colorado. No estaba acostumbrado a aquello. ¿Cariño?

Las curas del oso pararon y volvió a sentir el peso sobre su brazo. Al rato, sintió que la respira­ción del niño se hacía rítmica y profunda.
 
Ness: Lo siento. Todavía es muy pe­queño.
 
Zac: No importa.
 
El silencio creció en el interior de la camioneta. Él la miró de soslayo y comprobó que ella también se había dormido.

Estaba muy guapa dormida. Parecía un ángel. Inocente.

Sintió como si tuviera la camioneta llena de ino­cencia. Y de cariño. Y con ninguna de las dos cosas había tratado en mucho tiempo.

Ella se despertó sobresaltada cuando él paró junto a la puerta de su casa.
 
Ness: ¿Hemos llegado?
 
Zac: No. Esta es mi casa. La cabaña está a media hora de aquí.
 
La casa y el establo estaban iluminados en el ex­terior.
 
Ness: ¡Qué casa tan bonita! -exclamó, y él notó la sorpresa de su tono-.
 
Probablemente había esperado que viviera en una choza descuidada y, a decir ver­dad, no le hubiera importado demasiado.

Cuando la construyó, lo hizo pensando en que se­ría su hogar. Un lugar con cortinas bonitas, juguetes por el suelo y el olor a galletas recién hechas. Pero ese sueño terminó. Ahora era sólo una casa.

Los sueños se habían convertido en humo. Lite­ralmente.

«Ya no me divierto contigo», le había dicho Melanie, mirándole a las cicatrices. Entonces eran más rojas y tenían peor aspecto. Ella nunca había podido ocultar el asco que le daban.
 
Ness: ¿Vive aquí solo?
 
Zac: Sí.
 
Ness: Es muy grande.
 
Él se encogió de hombros como diciéndole que no era asunto suyo y ella captó el mensaje. Debido a la reciente borrasca, el camino a la cabaña estaba lleno de barro y la camioneta se deslizó en un par de ocasiones. Ella contuvo el aliento como si se fuera a caer por un precipicio.

Por fin, llegaron a un claro donde estaba la ca­baña. Era una edificación bastante sencilla: un cua­drado hecho de troncos de madera. Aun así, el anochecer le daba un aspecto mágico. Las estrellas brillaban en el cielo y las montañas eran una sombra oscura en la distancia. Estaba al borde de un bosque de árboles enormes.
 
Ness: Mira -dijo sorprendida, cuando dos renos cruzaron por el prado que estaba delante de la ca­baña-.
 
Él apagó el motor de la camioneta pero dejó las luces encendidas. Sacó las cajas de la parte de atrás y fue hacia la puerta, que estaba decorada con muér­dago y un gran lazo rojo.

Abrió la puerta y entró. La estancia estaba fría y a oscuras. Escuchó que ella entraba detrás de él y se paraba.
 
Zac: Espere.
 
Encendió una cerilla y conectó el propano. Las luces no se encendieron de repente como las que van con electricidad, sino que fueron poco a poco revelando una maravillosa transformación.

Su ruda cabaña de caza había sufrido un encanta­miento.

Él miró alrededor con la boca abierta por la sor­presa. Había cortinas rojas recogidas con grandes la­zos blancos. Los cristales de las ventanas estaban decorados con escarcha y bajo la mesa había una gran alfombra roja. La superficie áspera de la mesa estaba cubierta con un mantel blanco.
 
Ness: ¡Oh! Es como un sueño.
 
Él la miró por encima del hombro. Ella tenía las manos en la cara y los ojos muy abiertos y brillan­tes. A su madre le habría encantado estar allí.

Ness estaba encantada. Él, no tanto.

¿Cuánto dinero se había gastado su madre en todo aquello? Probablemente mucho más de lo que había conseguido con el alquiler.

Pasó al salón, separado de la cocina por una gran estufa de leña y encendió la segunda lámpara.

Más cortinas rojas. Más adornos navideños.

Por el rabillo del ojo, vio a Ness paseando por la habitación, tocando las cosas con sorpresa. Allí esta­ban todos los adornos navideños de su madre y el Portal de Belén con su pesebre y los tres Reyes Ma­gos.
 
Zac: No me extraña que se haya ido a las Bahamas. No le quedaba nada.
 
Ness: ¿Qué?
 
Él la miró, como si fuera culpa suya que su ca­baña la hubieran convertido en aquello. Pasó por su lado y salió al exterior. Sólo le quedaban cinco mi­nutos más y estaría libre.

Sacó el resto del equipaje de la camioneta y vio que ella había salido detrás de él.

Ness se dirigió hacia la parte de delante y tomó a Jamie en brazos con cuidado para que no se despertara.

«Despídete», se ordenó a sí mismo. «Incluso puedes desearle feliz Navidad. Pero márchate ya». Pero no podía dejarle que llevara al niño. Era dema­siado grande para ella.

Se acercó para tomarlo.
 
Ness: Yo puedo sola -dijo en un susurro-.
 
Pero él se dio cuenta, claramente, de que no po­día. Además, no era sólo Jamie, tenía que enseñarle cómo funcionaban las lámparas de propano y la cocina de leña. Incluso estaba seguro de que no sabría encender el fuego.

Con un suspiro, tomó al niño en brazos y sintió una punzada de dolor, como si se le volviera a abrir una vieja herida. Era un atisbo de la vida que él no iba a tener. Nunca llevaría a su niño dormido en bra­zos y nunca disfrutaría del placer de mirar a los ojos de una mujer bajo una noche estrellada.

Se dirigió con premura hacia la cabaña con el niño en brazos y lo dejó en el sofá. Hacía frío y, des­pués de dudar un momento, se quitó la chaqueta y se la puso a Jamie por encima. Jamie movió la boca, pero no abrió los ojos.
 
Zac: Entonces -dijo esperanzado-, sabrá cómo encender un fuego, ¿verdad?
 
Por la expresión que puso, no debía de tener ni idea. Tendría que posponer la huida.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Pobre zac q tonta esa mujer parece tan solo�� pero ya llego ness���� siguela pronto

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