Jamie: ¡Qué camioneta más chula! -exclamó lleno de admiración-.
Ness intentó ocultar su expresión de sorpresa, pero se dio cuenta de
que Zac Efron no hizo nada por ocultar la suya, e incluso levantó una ceja. El
gesto le dio a la cara un toque sarcástico que no lo hizo menos atractivo, pero
sí más intrigante, como si escondiera grandes misterios que suplicaran ser
descubiertos.
«¿Descubiertos?», se regañó a sí misma. Penny siempre había detestado
su gusto por las novelas de amor y allí estaba ella, cara a cara con un vaquero
de verdad, duro, independiente, inmensamente fuerte y bastante impaciente.
No era un hombre al que se le pudiera confiar el entusiasmo de un
niño, se recordó a sí misma. Jamie era su prioridad, una prioridad que impedía
la exploración de cualquier misterio masculino.
La camioneta era la típica de un vaquero: grande, vieja y desvencijada.
Pensó que debajo de todo el polvo y el barro debía de ser azul oscura.
Esperaba que no le hiciera mucho daño a Jamie ignorándolo de aquella
manera. Aunque, pensándolo bien, quizá eso fuera lo mejor para que se olvidara
de esa idea de un papá.
Zac: Hace lo que tiene que hacer -le dijo con un gruñido a Jamie, con
total indiferencia, aunque el niño no se percatara del matiz-.
Después, comenzó a arrojar el equipaje a la parte de atrás con tan
poco cuidado que ella no pudo contenerse.
Ness: ¡Esos son mis adornos de Navidad! -se quejó, e inmediatamente
pensó que debía haber sido más contundente-.
Penny habría dicho: «¡Eh! ¡Deja de tirar así mis cosas o te quedas sin
propina!».
¿Propina? Le echó un vistazo al vaquero. ¿Cuando los dejara en su
destino, debía darle una propina?
Desde luego que no, si le rompía los adornos de Navidad.
Zac: Si no se los han roto ya en el aeropuerto, difícilmente los voy
a romper yo.
Pero ella se dio cuenta de que con la siguiente caja tuvo más cuidado.
Jamie estaba ocupado limpiando el barro de la puerta con la manga para
descubrir un letrero.
Jamie: ¿Qué pone aquí?
Ness se fijó en las letras desgastadas.
Ness:
Pone: «Rancho Rocky Ridge».
Jamie: ¿Es un rancho de verdad?
Zac: Sí.
Zac abrió la puerta del asiento del copiloto. Aunque tenía una
expresión impasible, estaba claro que no le gustaba que lo trataran como a un
criado.
Eso significaba que no aceptaría una
propina.
Jamie se metió dentro como un torbellino y se sentó en el medio. Ness
subió detrás de él, después de un momento de indecisión. Era su última
oportunidad para cancelarlo todo, para recobrar el sentido. Zac esperó con
paciencia. Después, cerró la puerta y se dirigió a su asiento.
Sin mirar a ninguno de los dos, arrancó la camioneta.
Por el rabillo del ojo, mientras él cambiaba de marcha, ella se fijó
en la fuerza de su muñeca y de su mano.
Jamie: ¿Hay caballos en el rancho? -preguntó dándole la oportunidad a Ness
de pensar en otra cosa que no fuera la mano del hombre-.
Zac: Sí.
Una respuesta más larga habría sido más agradable, ya que ella
necesitaba distracción. Miró por la ventana, lejos de su mano sobre la palanca
de cambios. Pero en lugar de concentrarse en el paisaje, pensó que dentro de
la camioneta olía muy bien. A pino y piel, junto a otro olor a limpio que no
podía definir muy bien.
Aunque quizá sí podía: olor a hombre.
Jamie: ¿Y ganado?
Zac: Sí.
La voz de Zac, aunque parecía que a él no le gustaba utilizarla, era
tan perturbadora como el trozo de brazo que asomaba por la manga de la
chaqueta. Profunda. Fuerte. Segura.
«Estoy demasiado cansada», se dijo Ness a sí misma para explicarse lo
que le estaba sucediendo. Estaban rodeando la ciudad. La noche estaba cayendo.
En la distancia se veían las siluetas oscuras de edificios altos que
contrastaban con el colorido del cielo. La carretera circulaba por grandes
extensiones de tierra, sin ningún árbol. Y sin nieve.
Estaban volviendo a entrar en la ciudad y ella se fijó en las casas
nuevas, pequeñas y acogedoras con un pequeño jardín en la parte delantera.
Eran el tipo de casa que a ella le gustaría para Jamie en el futuro.
Jamie: ¿Está la cabaña cerca de los caballos y las vacas?
Zac: No.
Jamie: ¡Oh! -la falta de entusiasmo no lo detuvo-. Es la primera vez
que me monto en una camioneta.
Zac: No tiene que ser muy diferente de un coche.
Eso era algo más que un monosílabo, pero, desde luego, nada mejor.
¿Tan difícil sería ser amable con un niño pequeño? Aunque, pensándolo mejor, si
era amable todo sería más difícil para ella.
Ness puso un brazo protector sobre los hombros del niño.
Ness: Mira -le dijo con entusiasmo para distraerlo y que no intentara
hablar con el hombre-, un McDonald's.
Jamie la miró con el ceño fruncido.
Jamie: Eso lo tenemos en casa.
Zac la miró.
Zac: ¿Tiene hambre?
El tono que utilizó le dejó claro que si la tenía era mejor no decirlo.
Ness: No. Pero tendré que comprar algo de
comida para la cabaña.
Zac: Mi madre compró algunas cosas -dijo con un tono que indicaba que
era el fin de la conversación-.
Su madre. Era muy difícil imaginar a aquel hombre con una madre. Era
más fácil imaginar que lo habían dejado en una cueva y que lo habían criado
unos lobos.
¿Cómo un hombre como Zac Efron podía tener una madre tan dulce como
la mujer con la que había hablado por teléfono?
Zac: Créame, cuando mi madre dice que ha comprado «algunas cosas»,
quiere decir que habrá suficiente para el niño, para usted y para otros seis más.
Lleva cocinando desde que llamó.
¿Cocinando? Otro gesto de increíble amabilidad que la alejaba aún más
del hombre que estaba sentado al volante, demasiado impaciente para parar un
momento para que ella hiciera unas compras.
De acuerdo. Era grande. Era intimidante. Era antipático. Sólo deseaba
llegar a la cabaña cuanto antes y olvidarse de él. Pero tenía que conseguir lo
que quería.
Con Austin nunca lo había hecho. Siempre se había sentido feliz al
verlo a él contento, aunque eso significara que ella tenía que renunciar a
algo. A su hermana nunca le pareció bien.
¿Y qué había conseguido con ser tan complaciente? Que pensara Austin
que también era más importante que Jamie.
No. Había llegado el momento de hacer algo. Se imaginaba lo que habría
dicho su hermana.
Ness: Señor Efron, tengo que comprar un par de cosas -por supuesto,
Penny lo habría dejado ahí, sin más explicaciones; pero ella necesitaba decirle
el motivo-. Necesito unas cuantas cosas a las que estamos acostumbrados. Para
que Jamie se sienta como en casa. Tenemos nuestras costumbres de Navidad.
Zac la miró y mantuvo la mirada sobre ella durante más tiempo de lo
que se podía considerar seguro, teniendo en cuenta el tráfico y el escalofrío
que ella sintió en la espalda.
De su boca no salió ni una palabra, pero sus ojos azules y fríos como
el hielo lo dijeron todo: «si querías que se sintiera como en casa, haberte
quedado en casa».
Ella se quitó el sombrero de Santa Claus de la cabeza. Jamie la había
convencido de que se lo comprara mientras esperaban en el aeropuerto de Denver.
Uno para ella y otro para el peluche. En aquel momento, a ella le había
parecido bastante apropiado para una aventurera que iba a recorrer tantos
kilómetros para jugar a Santa Claus.
Ahora, se dio cuenta de que podía impedir que la tomara en serio.
Ness: ¿Le parece mal que nos quedemos en la cabaña de su madre? -dijo sin
contemplaciones, y pensó que su hermana se habría sentido orgullosa del tono-.
Zac: En realidad no es de mi madre. Es mía.
Penny habría señalado que eso no cambiaba el contrato.
Ness: ¿Le parece mal que nos quedemos en su cabaña?
Él se encogió de hombros y frunció el
ceño mientras cambiaba de carril. Después de un rato dijo:
Zac: Me imagino que no, señora.
Una mentira, pensó ella mientras comprobaba que mentía muy mal.
Después, dejó el sombrero entre Jamie y ella y dijo lo que pensó que su
hermana habría dicho:
Ness: Bienvenidos a Canadá.
Zac le lanzó una mirada antipática como si ella no se hubiera dado
cuenta del esfuerzo que había hecho para no ser del todo desagradable.
Jamie: Tenemos que comprar pavo -intervino al notar la tensión entre
los mayores-. Mi madre, tía Ness y yo siempre comemos pavo en Navidad, siempre.
Pero mi mamá no está aquí este año.
Zac: ¿Y dónde está tu mamá?
Jamie: Está en el Cielo -dijo con total naturalidad-.
Durante unos segundos, hubo un silencio. Ness se atrevió a mirar al
vaquero. Estaba mirando hacia delante. El semáforo se puso en verde y él avanzó
mirando fijamente al tráfico.
Ella vio un brillo especial en su mirada. Pensó que dejaría pasar el momento,
pero no lo hizo.
Cuando habló, su voz carecía de su rudeza habitual.
Zac: Lo siento, hijo. Eso es muy duro.
Ness sintió que a Jamie se le cortaba la respiración. «Hijo». Ella
cerró los ojos. Por Dios Santo. Si lo hubiera hecho adrede, no habría encontrado
unas palabras peores. Jamie quería un papá y ella no quería que pensara en él.
Jamie: Es muy duro -asintió, bostezó y apoyó la cabeza en el brazo del
hombre-.
Ness lo tomó como una mala señal.
«¡Oh, Jamie! ¿No te das cuenta de que Zac Efron no puede ser padre?».
Zac no se había apartado, pero parecía muy incómodo con la cabeza del
niño sobre su brazo y, en cuanto vio un supermercado, se dirigió hacia él con
premura.
Ness: Vamos, Jamie -le dijo, ofreciéndole la mano mientras se disponía
a bajar del vehículo-.
Jamie: Volveremos en un momento -le explicó entusiasmado de ir a
comprar su pavo-.
Zac: Genial -el tono sonó un poco seco y Ness no pudo discernir si lo
había dicho con sarcasmo o no-.
Jamie: ¿Le gustaría cuidar de mi osito mientras vamos de compra?
Ness contuvo el aliento. Jamie no había soltado el muñeco desde que su
madre había muerto. No estaba preparada para que sucediera de una manera tan
repentina.
Zac: No. No soy un buen niñero de osos de peluche.
Jamie pareció bastante aliviado cuando se metió el oso bajo el brazo.
Estaban llegando a la puerta cuando oyó que la llamaban.
Zac: ¡Oiga! Ha olvidado su cartera.
Se volvió y vio a Zac con su cartera en la mano.
Zac: Se le olvidaba esto.
Ella se puso colorada y vio como una mujer se chocaba con el carrito
por mirar a Zac.
La sonrisa que él le ofreció hizo que ella también tuviera dificultades
para manejar el carrito. Su sonrisa era como una luz, como el brillo de la
esperanza para un marinero perdido en una tormenta.
«Yo no estoy perdida», se dijo a sí misma, aunque a veces, así se
había sentido desde que murió su hermana.
Ness hizo un esfuerzo por concentrarse en las estanterías de la
tienda. Cuando llegó a la parte de los productos frescos, no le resultó difícil
encontrar un pavo. Como hacía cada año, Jamie los estudió con cuidado antes de
elegir uno.
Jamie: Este.
Ness: Es muy grande para los dos -le dijo con amabilidad-.
Jamie: Y también para el señor Efron.
Ness: Creo que no va cenar con nosotros, cariño.
Jamie: ¿Por qué no? -preguntó con los ojos muy abiertos-.
Ness: Porque apenas lo conocemos -le dijo dejando el pavo en la
nevera y eligiendo otro-. Tendrá otros planes.
El niño volvió a tomar el pavo.
Jamie: Tómalo. Por si acaso. La Navidad está llena de sorpresas, tía.
Ella lo miró descorazonada.
Ness: Como quieras, Jamie.
Compraron algunas cosas más y salieron del supermercado.
Las sorpresas de Navidad comenzaron, por desgracia, justo delante de
la camioneta, cuando la bolsa de plástico se le rompió y todas las cosas cayeron
al suelo.
No se dio cuenta cómo llegó hasta allí, pero, enseguida, Zac estaba a
su lado recogiendo cosas del suelo. Ella se había vuelto a poner colorada y
cuando él la rozó con el hombro, agradeció que ya hubiera empezado a oscurecer.
Él hizo una pausa y ella lo miró. Tenía en la mano una bolsa para
hacer palomitas en el microondas.
Zac: ¿Sabía que no hay electricidad en la cabaña?
Ness: Sí, claro -mintió arrancándole la bolsa de la mano-.
Él la miró fijamente; ella tampoco sabía mentir muy bien.
«¿No hay electricidad?».
Ness: A Jamie y a mí nos gusta hacer las palomitas al estilo
tradicional -y estaba segura de que, al no tener electricidad, iba a saber qué
estilo era ese-.
¿Por qué seguía mintiendo? Porque no quería admitir que no tenía ni
idea. Quería decirle que era muy responsable y que siempre estaba preparada. Estaba
segura de que él era el tipo de hombre al que no le gustaban los caprichos y
deseaba decirle que ella no era la clase de mujer que solía tenerlos.
Pero eso sería como buscar su aprobación.
Él agarró el pavo, lo sopesó con el ceño fruncido y lo puso en la
bolsa.
Ness: Jamie come mucho -volvió a mentir-.
Él se encogió de hombros.
Zac: ¿Listos?
Otra oportunidad para abandonar aquella
aventura. Para decirle que los dejara en el hotel más cercano. ¿Cómo iban a
poder celebrar las Navidades sin electricidad?
Pero el orgullo no le iba a permitir abandonar. Se subió a la camioneta,
con la frente bien alta, se colocó el sombrero de Santa Claus y dijo:
Ness: Lista.
Zac tenía la sensación de que Ness no sabía que en la cabaña no había
electricidad. Era el tipo de cosas que su madre podía haber pasado por alto mientras
hablaba de los ciervos y los renos en los prados cubiertos de nieve.
La falta de electricidad no era un gran problema, no tanto como la
falta de agua corriente; sobre todo, en ciertas épocas del año. En el centro de
la habitación principal había una enorme chimenea y las luces funcionaban con
propano. Eso no era ningún problema para él, pero quizá sí lo sería para ella,
pensó mirándola de soslayo.
El niño había vuelto a apoyar la cabeza sobre su brazo y a cada
momento le lanzaba miradas tímidas de adoración.
El tráfico se hizo más denso y él se concentró en borrar aquel pavo
gigante de su cabeza.
Bueno, si lo invitaban a cenar, sólo tenía que decir que no. Eso era
muy sencillo. Él había quedado en recogerlos en el aeropuerto y dejarlos en la
cabaña; eso era todo.
A la tenue luz de las farolas, ella parecía
una mujer poco inclinada a invitar a cenar a extraños; aunque se hubiera
vuelto a poner el sombrero de Navidad. Sus facciones mostraban una expresión
distante.
El niño, pensó, era otra historia. Había estado tan quieto que Zac
pensó que se había dormido. Pero no, tenía los ojos muy abiertos y lo estaba
mirando como si fuera Superman.
Zac: ¿Qué? -dijo un poco a la defensiva-.
Jamie: ¿Qué son esas marcas que tiene en el cuello? -preguntó con suavidad-.
Zac se subió el cuello de la camisa y después el de la chaqueta.
Zac: Son quemaduras.
Ness: Jamie, no es de buena educación preguntarle a la gente cosas así.
Zac le lanzó una mirada oscura. ¿Le había visto ella las marcas? ¿La
horrorizarían? ¿Y a él que le importaba?
Iba a dejarla a ella, al niño y al pavo en la cabaña y no iba a volver
a verlos hasta que tuviera que devolverlos al aeropuerto.
Jamie: ¿Cómo se quemó?
Ness: ¡Jamie! -regañó-.
Personalmente, Zac prefería la curiosidad franca y abierta a las
miradas de soslayo que ella le estaba dedicando en aquel momento.
Zac: Me quemé en un incendio.
Jamie: ¡Oh! ¡Un bombero!
Le hubiera gustado dejar que el niño pensara lo que quisiera, pero
creyó que ya había demasiada admiración en sus ojitos.
Zac: No, no soy un bombero. Sólo alguien que estaba en el lugar
equivocado en el momento equivocado.
Jamie: ¿Le duelen?
Zac: No, ya no.
Jamie: ¿Pero le dolieron?
Ness: Jamie, por favor...
Zac: Sí, antes sí; pero ya hace mucho que no me duele.
Sintió algo en el cuello y se puso tenso.
Jamie: Estará mejor si el señor oso de peluche le da un beso -le dijo con
solemnidad-.
Zac aguantó el impulso de darle un puñetazo al oso. Aguantó con
resignación la nariz del oso junto a su cuello mientras Jamie hacía los ruidos
correspondientes a los besos. Se alegraba de que el coche estuviera a oscuras
porque sintió que se estaba poniendo colorado. No estaba acostumbrado a
aquello. ¿Cariño?
Las curas del oso pararon y volvió a sentir el peso sobre su brazo. Al
rato, sintió que la respiración del niño se hacía rítmica y profunda.
Ness: Lo siento. Todavía es muy pequeño.
Zac: No importa.
El silencio creció en el interior de la camioneta. Él la miró de
soslayo y comprobó que ella también se había dormido.
Estaba muy guapa dormida. Parecía un ángel. Inocente.
Sintió como si tuviera la camioneta llena de inocencia. Y de cariño.
Y con ninguna de las dos cosas había tratado en mucho tiempo.
Ella se despertó sobresaltada cuando él paró junto a la puerta de su casa.
Ness: ¿Hemos llegado?
Zac: No. Esta es mi casa. La cabaña está
a media hora de aquí.
La casa y el establo estaban iluminados en el exterior.
Ness: ¡Qué casa tan bonita! -exclamó, y él notó la sorpresa de su tono-.
Probablemente había esperado que viviera en una choza descuidada y, a
decir verdad, no le hubiera importado demasiado.
Cuando la construyó, lo hizo pensando en que sería su hogar. Un lugar
con cortinas bonitas, juguetes por el suelo y el olor a galletas recién hechas.
Pero ese sueño terminó. Ahora era sólo una casa.
Los sueños se habían convertido en humo. Literalmente.
«Ya no me divierto contigo», le había dicho Melanie, mirándole a las
cicatrices. Entonces eran más rojas y tenían peor aspecto. Ella nunca había
podido ocultar el asco que le daban.
Ness: ¿Vive aquí solo?
Zac: Sí.
Ness: Es muy grande.
Él se encogió de hombros como diciéndole que no era asunto suyo y ella
captó el mensaje. Debido a la reciente borrasca, el camino a la cabaña estaba
lleno de barro y la camioneta se deslizó en un par de ocasiones. Ella contuvo
el aliento como si se fuera a caer por un precipicio.
Por fin, llegaron a un claro donde estaba
la cabaña. Era una edificación bastante sencilla: un cuadrado hecho de troncos
de madera. Aun así, el anochecer le daba un aspecto mágico. Las estrellas
brillaban en el cielo y las montañas eran una sombra oscura en la distancia.
Estaba al borde de un bosque de árboles enormes.
Ness: Mira -dijo sorprendida, cuando dos renos cruzaron por el prado
que estaba delante de la cabaña-.
Él apagó el motor de la camioneta pero dejó las luces encendidas. Sacó
las cajas de la parte de atrás y fue hacia la puerta, que estaba decorada con
muérdago y un gran lazo rojo.
Abrió la puerta y entró. La estancia estaba fría y a oscuras. Escuchó
que ella entraba detrás de él y se paraba.
Zac: Espere.
Encendió una cerilla y conectó el propano. Las luces no se encendieron
de repente como las que van con electricidad, sino que fueron poco a poco
revelando una maravillosa transformación.
Su ruda cabaña de caza había sufrido un encantamiento.
Él miró alrededor con la boca abierta por la sorpresa. Había cortinas
rojas recogidas con grandes lazos blancos. Los cristales de las ventanas
estaban decorados con escarcha y bajo la mesa había una gran alfombra roja. La
superficie áspera de la mesa estaba cubierta con un mantel blanco.
Ness: ¡Oh! Es como un sueño.
Él la miró por encima del hombro. Ella tenía las manos en la cara y
los ojos muy abiertos y brillantes. A su madre le habría encantado estar allí.
Ness estaba encantada. Él, no tanto.
¿Cuánto dinero se había gastado su madre en todo aquello?
Probablemente mucho más de lo que había conseguido con el alquiler.
Pasó al salón, separado de la cocina por
una gran estufa de leña y encendió la segunda lámpara.
Más cortinas rojas. Más adornos navideños.
Por el rabillo del ojo, vio a Ness paseando por la habitación, tocando
las cosas con sorpresa. Allí estaban todos los adornos navideños de su madre y
el Portal de Belén con su pesebre y los tres Reyes Magos.
Zac: No me extraña que se haya ido a las Bahamas. No le quedaba nada.
Ness: ¿Qué?
Él la miró, como si fuera culpa suya que su cabaña la hubieran
convertido en aquello. Pasó por su lado y salió al exterior. Sólo le quedaban
cinco minutos más y estaría libre.
Sacó el resto del equipaje de la camioneta y vio que ella había salido
detrás de él.
Ness se dirigió hacia la parte de delante y tomó a Jamie en brazos con
cuidado para que no se despertara.
«Despídete», se ordenó a sí mismo. «Incluso puedes desearle feliz
Navidad. Pero márchate ya». Pero no podía dejarle que llevara al niño. Era demasiado
grande para ella.
Se acercó para tomarlo.
Ness: Yo puedo sola -dijo en un susurro-.
Pero él se dio cuenta, claramente, de que no podía. Además, no era sólo
Jamie, tenía que enseñarle cómo funcionaban las lámparas de propano y la cocina
de leña. Incluso estaba seguro de que no sabría encender el fuego.
Con un suspiro, tomó al niño en brazos y sintió una punzada de dolor,
como si se le volviera a abrir una vieja herida. Era un atisbo de la vida que
él no iba a tener. Nunca llevaría a su niño dormido en brazos y nunca
disfrutaría del placer de mirar a los ojos de una mujer bajo una noche
estrellada.
Se dirigió con premura hacia la cabaña con el niño en brazos y lo dejó
en el sofá. Hacía frío y, después de dudar un momento, se quitó la chaqueta y
se la puso a Jamie por encima. Jamie movió la boca, pero no abrió los ojos.
Zac: Entonces -dijo esperanzado-, sabrá cómo encender un fuego,
¿verdad?
Por la expresión que puso, no debía de
tener ni idea. Tendría que posponer la huida.
1 comentarios:
Pobre zac q tonta esa mujer parece tan solo�� pero ya llego ness���� siguela pronto
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