topbella

martes, 29 de diciembre de 2020

Capítulo 8

 
Zac: ¿Quieres que abramos el sofá cama? Así podría quitarme este disfraz.
 
Aquello sonaba a problemas, pero también parecía parte de la rendición. Obviamente, no tenía intenciones de seducirla ya que le pidió que lo de­jara solo un minuto.

Ella se marchó a su habitación y revisó su rendi­ción. Era un alivio después de pasarse el día lu­chando contra lo que iba sintiendo.

Se había dado cuenta, a lo largo del día, de que se estaba produciendo un cambio, como si la magia flotara en el aire junto a los copos de nieve.

De alguna manera, Zac Efron había bajado la guardia. Su risa, profunda y real, la había salpicado todo el día.

Desgraciadamente, eso lo hacía todo más compli­cado. Sin el ceño fruncido, estaba realmente guapo. Cuando se volvía hacia ella, después de darle con una bola de nieve, y le sonreía, tenía la capacidad de robarle el aliento. Era sencillamente irresistible.

Jamie había estado exultante con tanta atención masculina.
 
Zac: ¡Ya! -gritó desde la otra habitación-.
 
Ella volvió al salón. Él estaba perfectamente acomodado, tapado hasta la barbilla con la manta y descansando en el respaldo del sofá.
 
Zac: No sé cómo se las arreglaban los romanos.
 
Pero ni aquel comentario gracioso la ayudó a olvidarse de que estaban los dos solos y que no podía negar la atracción que sentía por él. Era algo más que el interés desapegado de alguien que sabe apreciar la belleza.

Había algo más, algo bajo la risa, entre él y ella. Una sutil corriente y cierta tensión sexual.

Y, ahora, para complicar las cosas aún más, le es­taba ofreciendo su bien más preciado: la confianza.

Era una oferta inesperada. Como si de repente, un caballo salvaje y majestuoso se volviera, uno agachara la cabeza y se acercara.

Ella se sentó al lado de él, encima de la manta. Notó su barba crecida y, de improviso, tuvo el deseo de sentir esa aspereza en la mejilla.

Una voz interior traicionera le dijo que le gustaba más con la sábana que tapado con las mantas, sin embargo, había algo en la manera en que la manta le daba forma a los muslos que hacía que la boca se le secara.
 
Zac: Fue una Nochebuena -comenzó, y ella sintió la profundidad de su voz y se olvidó de todo lo demás-.
 
Se concentró en su boca, mientras notaba que él hacía un esfuerzo para hablar.
 
Zac: Hace cinco años. No. Seis. Mi vida no podía ha­ber sido mejor. Acababa de comprarle la finca a mi madre, que quería mudarse a la ciudad. Yo llevaba el rancho desde que mi padre murió. Estaba acostumbrado a domar caballos, criar ganado e iba a casarme con la chica con la que llevaba saliendo desde el colegio.
 
Ness: ¿Era guapa? -preguntó de repente, e inme­diatamente se arrepintió por hacerle una pregunta tan estúpida-.
 
Él abrió los ojos y la miró. Y lo hizo de verdad, como si estuviera viendo cosas que ella no veía al mirarse en el espejo.
 
Zac: Era muy guapa. Siempre le decían que debía hacerse actriz o modelo.
 
Ella sintió una punzada, pero, en realidad, no de­bía sorprenderla. Él era un hombre muy atractivo. ¿Por qué iba a elegir a alguien simple cuando podía elegir a quien quisiera? Ella ya se había dado cuenta de cómo lo miraban las mujeres.

Pero también lo había visto a él mirarlas sin mos­trar el más mínimo interés.
 
Zac: Melanie y yo éramos unos críos bastante locos -continuó-. Siempre buscando acción: carreras, rodeos, fiestas... Después, decidimos asentarnos. No para tener niños ni nada así, sólo para jugar a ser mayores. Construir una casa, llevar el rancho, criar ganado. Íbamos a casarnos en primavera.
 
Ness recordó la casa tan bonita que había visto de camino a la cabaña.

«La había construido para otra mujer», pensó, sintiendo una punzada de celos. Lo cual era bastante absurdo porque aún no la conocía a ella. Y, aunque la hubiera conocido, nunca hubiera construido algo así para ella.

Sin embargo, no le había parecido una casa para una mujer a la que le gustara estar de fiesta en fiesta. Más bien, parecía una casa para llenarla de niños. Debería de tener un estanque en la parte de atrás y un jardín y un poni.
 
Zac: Melanie y yo habíamos estado en una fiesta en Calgary y volvíamos a casa. Estábamos a escasos kilómetros cuando vi una caravana en un prado. Algo me llamó la atención, como una luz brillante en el salón. Al principio no le presté mucha aten­ción, pero me dejó pensativo. Varios kilómetros des­pués, decidí darme la vuelta. A Melanie la molestó mi decisión. Aún tenía que envolver varios regalos de Navidad y quería volver a casa. Así era Melanie.
 
«¡Oh, Dios! Estaban viviendo juntos».
 
Zac: Vivía a veinte minutos de mi casa.
 
«¡Uf! ¡No, no estaban viviendo juntos!». Aquello era una locura. Por supuesto que él tenía una historia. Y era increíble que ella reaccionara de aquella ma­nera. ¿Qué le estaba sucediendo?
 
Zac: Cuando estaba llegando, no me podía creer lo que veían mis ojos: la caravana estaba en llamas. Le dije a Melanie que llamara a los bomberos y aceleré al máximo; debí de poner la camioneta a doscientos por hora. Me acerqué todo lo que pude y salté del vehículo. Al acercarme a la ventana, vi el árbol de Navidad ardiendo y parte del salón en llamas.
 
Ness se dio cuenta de que, de repente, había de­jado de pensar en ella y estaba concentrada en él. En su voz había dolor. Se notaba que odiaba hablar de aquello.
 
Zac: Después, me di cuenta de que había juguetes por todas partes e imaginé que debía de haber niños dentro. Mi mente iba a la velocidad de un rayo y mientras pensaba en que debía de haber niños ya estaba dándole una patada a la puerta. Melanie estaba gritándome, suplicando que no entrara y que esperara a los bomberos. Pero yo sabía que todavía tar­darían mucho en llegar. Al abrir la puerta, me gol­peó un calor y un humo increíbles. Aparte del brillo del salón, todo estaba a oscuras y lleno de humo. Me costaba respirar y el calor era insoportable. Me puse la camisa por la cara y entré en la primera habitación. Era un dormitorio. Había una mu­jer y tuve que despertarla. Rompí la ventana y la lancé al exterior. Estaba medio dormida y aterrada. Me gritaba que sacara a los niños, estaban en la habitación contigua a la suya. Encontré la habitación. Tenía la puerta abierta por lo que estaba llena de humo. No se veía nada. Con las manos por delante iba tocando para ver qué encontraba. En una cama había dos niños, los agarré a cada uno con un brazo. Salí al exterior y los dejé en el suelo, los niños corrieron hacia su madre. Yo estaba lleno de sangre de romper los cristales de las ventanas y sentía los pulmones llenos de humo. No podía dejar de toser. Me sentía como si hasta aquel momento no hubiera apreciado la vida lo suficiente. Las llamas salían por el techo y la gente llegaba de los alrededores.
 
Hizo una pausa antes de continuar.
 
Zac: Y, entonces, escuché a alguien gritar el nombre de un niño. Ben. Una y otra vez. Me giré y vi que se trataba de la mujer que había sacado por la ventana. Tenía a los dos niños en sus brazos, pero, por la expresión de su cara desencajada, comprendí que toda­vía faltaba otro.
 
Hizo otra pausa. Ness podía sentir el ligero temblor de su cuerpo grande por lo que se acercó a él y le tomó la mano. Estaba totalmente centrada en lo que decía.

Tenía la mano áspera y, a pesar del temblor, se agarraba con fuerza. Ness pensó que nunca nada le había gustado tanto como tener su mano entre las de ella.
 
Zac: Volví a entrar. Melanie me agarró. Intentó sujetarme. Estaba como loca y no paraba de gritar y llorar. Pero yo me solté y la aparté. Y volví a entrar. Aquello era el infierno. Sentí que mi piel se derretía. Llamé al niño por su nombre, Ben, pero el rugido del fuego era más fuerte que mi voz. Intenté localizar la habitación, pero todo estaba en llamas, lleno de humo.
 
La voz se le rompió y se quedó en silencio. Tardó mucho en volver a hablar. Lo hizo después de tomar aliento.
 
Zac: No llegué muy lejos. Parte del techo se derrumbó encima de mí. Cuando me desperté, estaba en el hospital, en la zona de quemados. -Sus labios se torcieron en una sonrisa de dolor que no tenía nada de divertida-. Todos me consideraban un héroe.
 
Ella no quería preguntar. Ya sabía la respuesta. Sin embargo, necesitaba que se lo dijera. Necesitaba que él purgara todo su dolor.
 
Ness: ¿Y el otro niño? -susurró-.
 
Silencio. Después, Zac tomó aliento.
 
Zac: Tenía dos años. Lo encontraron acurrucado debajo de la cama, escondido. Nadie sabía por qué estaba allí. No... -se armó de valor-. No lo consiguió.
 
Ness: ¡Oh, Zac! ¡Oh, Zac! -las lágrimas le corrían por la cara y no intentó ocultarlas-.
 
Zac: Qué héroe ¿verdad?
 
Ella estaba muy, muy quieta. Sabía que no importaba lo que dijera, no iba a poder quitarle aquel dolor. No serviría recordarle que había salvado a tres personas. Él ya lo sabía y eso no lo había ayudado.
 
Ness: Cuéntame el resto -le dijo con dulzura-.
 
Él la miró sorprendido.
 
Zac: La mayoría de la gente habría dicho que ese era el final de la historia.
 
Ness: Cuéntame el resto -volvió a decir, sabiendo que ese no era el final, que aquella no era la única razón de la tristeza en sus ojos, de la manera en la que se mantenía apartado-.
 
La razón de que hubiera salido a cortar leña en lugar de decorar el árbol de Navidad.

Él suspiró.
 
Zac: El resto. No podía soportar el tema del héroe. Simplemente, no podía. Los periódicos querían hacerme entrevistas, las televisiones mandaban cámaras a las puertas del rancho. Dejé de abrir la puerta y de contestar al teléfono. Aquello acabó y, entonces, me concedieron una medalla al valor. El día que debía ir a recogerla me fui lo más lejos que pude para que nadie me encontrara. Entonces, descubrí que me gustaba estar solo en el campo. Ahora, me gusta perderme durante días, solo con mi caballo y algunas vacas.
 
Ness tenía la sensación de que lo entendía a la perfección, de que sabía exactamente por qué hacía aquello, por qué deseaba estar solo. Podía sentir que el corazón se le hinchaba en el pecho, como si amar a Zac fuera demasiado para él.

Amar a Zac. ¿Cómo iba a amarlo? Si apenas lo conocía. Pero, en aquel momento, sintió que todo el universo había conspirado para llevarla hasta aquel hombre. Y su amor por él era tan puro. Y tan sencillo. Por supuesto que lo conocía. Uno no podía escu­char una historia como aquella y sentir que no conocía a la persona que se la había contado.

Recordaba que cuando le acarició las cicatrices la primera noche pensó que eran parte de él.

Ahora ya sabía lo que aquellas cicatrices signifi­caban. A la perfección. Significaban que era un hombre fuerte y valiente.
 
Ness: Creo que eres un héroe -le dijo por fin-. Lo quieras o no.
 
Ella sabía que era un héroe.

Zac negó con la cabeza y miró al techo.
 
Zac: ¿Sabes, Ness? Para ser un héroe, tienes que to­mar una decisión. Y tengo que decirte una cosa que nunca le he dicho a nadie: nunca tomé una decisión desde que vi la primera luz. Era como si estuviera actuando por instinto. No decidí entrar en la cara­vana, simplemente, entré. Cuando la gente me dice que fui valiente, me entran ganas de reírme. No te­nía ningún miedo. Estaba actuando por instinto. Melanie nunca entendió aquello. Creo que nunca me perdonó que no la escuchara aquella noche. A veces, recuerdo su cara mientras me miraba las cicatrices y puedo ver su enfado y resentimiento. Su repulsión. Era como si sintiera que yo lo había planeado para arruinar nuestras vidas.
 
Ness: ¿Arruinar vuestras vidas?
 
Zac: Nuestra relación no funcionó. Después de aque­llo me vine abajo. No fue culpa suya. Yo había cam­biado. Antes de aquello era un joven ambicioso al que le gustaba pasárselo bien. A ella también. Iba a hacer una fortuna con los caballos y el ganado y ella iba a gastársela. Íbamos a viajar por el mundo con los caballos de raza... Pero, después de aquella no­che, nada me importó. Aquellos sueños me parecían idiotas. No podía soportar estar con gente. Las fies­tas me ponían enfermo. Ya nada me gustaba. Ni conducir deprisa, ni ir a rodeos, nada. Dejé de pen­sar que el dinero era importante. Y decidí que con las montañas tenía bastante, ya no quería ver mundo. De repente, empecé a sentir que mi vida hasta aquel momento había sido superficial y ridícula. Melanie se quedó a mi lado durante un par de me­ses, pero sólo estaba esperando a que las cosas vol­vieran a ser como antes y yo ya sabía que eso no iba a suceder jamás. Un día, me dijo que ya no era di­vertido y me devolvió el anillo. Era cierto. Ya no me interesaba divertirme. ¿Divertido? ¿Cómo iba a ser divertido si no de­jaba de pensar que yo había sobrevivido y aquel niño había muerto? ¿Qué había hecho yo en la vida que me hacía merecedor de seguir viviendo? Con todas las veces que me la había jugado. Y aquel niño, con toda la vida por delante, y no tuvo una oportunidad. Me pasaba el día entero dándole vuel­tas a la cabeza, preguntándome qué debía haber hecho. Debería haber parado la primera vez que noté algo extraño. Aquellos pocos minutos podían haber significado la diferencia. Nunca debería haber asumido que los llevaba a todos. Me pregunto si lo que le hizo al niño esconderse debajo de la cama fue el ruido que hice al romper la ventana para sacar a su madre.
 
El salón se estaba quedando a oscuras. Ness miró sus facciones tristes.
 
Zac: La madre me manda una postal todos los años. Con una foto de los otros dos niños: Sarah y Daniel. Nunca menciona a Ben. Nunca me culpó. Nadie lo hizo. Pero yo no puedo dejar de culparme. No creo que nunca consiga superarlo. Por ese motivo -dijo lentamente- es por lo que odio la Navidad.
 
La oscuridad los rodeó. Ella no dijo nada durante mucho rato. Después habló:
 
Ness: Me alegro de que no te casaras con ella. No creo que te dejara porque ya no se divertía después del fuego. Era porque ese fuego te estaba llevando a lu­gares a los que ella no podía ir. Te estaba enseñando las profundidades de tu alma. Ella nunca supo quién eras de verdad, Zac. Nunca te hubiera impedido acercarte a aquel fuego si lo hubiera sabido.
 
Zac: ¿En serio crees eso?
 
Ness: Lo sé.
 
Zac: No pienso mucho en ella. Cuando lo hago, me siento como si hubiera estado con una extraña -miró a Ness con una sonrisa; después, la sonrisa se desvaneció-. ¿Cómo una mujer tan joven como tú sabe tantas cosas de las profundidades del alma?
 
Ness: La muerte de mi hermana me despojó de las ca­pas que tenía y, ahora, estoy descubriendo, muy des­pacito, quién soy yo.
 
Zac: ¿Y?
 
Ella se rió.
 
Ness: Unos días es mejor que otros. Siempre pensé que no era muy buena, poco después descubrí que para Jamie sí lo era. También descubrí que ya no era una niña, que era una mujer. Aunque todavía hay días que no sé qué significa eso, ni quién soy, ni si soy fuerte o soy débil.
 
Zac: A propósito, Jamie me contó que tu novio te dejó por él.
 
Ness: ¿Jamie sabe que fue por él? -preguntó horrori­zada-.
 
Zac. Sí. No es nada personal, pero ese tipo era una basura-.
 
Ella se rió.
 
Ness: Cuando mi hermana murió, me di cuenta de que la vida estaba intentando enseñarme algo.
 
Zac: De la forma más dura -dijo con amargura-.
 
Ness: A veces es como funciona, Zac, de la forma más dura.
 
Zac: Lo siento. Es que me cuesta ver qué estaba in­tentando enseñarme a mí.
 
Ness: Quizá la vida estaba intentando enseñarte quién eras.
 
Él resopló.
 
Zac: ¿Un vaquero gruñón y solitario?
 
Ness: No. Un hombre de increíble fuerza, un hombre con un alma magnífica que no quería permitir que la vida que llevaba lo devorara. Un hombre de gran sensibilidad y gran fortaleza, y esa es una combinación rara.
 
Zac: Ness, en realidad no sabes tanto de mí.
 
Ella sonrió en la oscuridad.
 
Ness: Sí, lo sé. Sé un montón de cosas de ti. Sé que has caminado por lo desconocido y que estás intentando encontrar tu camino.
 
Él permaneció en silencio.
 
Ness: ¿Lo has encontrado? -susurró-.
 
Zac: No -susurró-.
 
Ella se inclinó hacia delante y le acarició la cara con los labios.
 
Ness: Yo tampoco. Creo que podríamos encontrarlo juntos.
 
Deslizó los labios sobre los de él, con timidez. Y, cuando él respondió, la timidez se evaporó y el atrevimiento ocupó su lugar.

De repente, sintió que, después de todo, sí sabía quién era ella.

Los labios de ella tocaron los de él, frescos como el agua de un manantial.

Y cuando él aceptó la dulzura de aquel beso, su serenidad y su perdón, descubrió algo muy impor­tante. Llevaba seis años huyendo. Y aquella dulzura de mujer que estaba a su lado lo había convencido para que se parara y se enfrentara a sus demonios. Lo sorprendió descubrir que los demonios se habían encogido. Y él también.

Se vio a sí mismo bajo una nueva luz. No vio al hombre grande y fuerte capaz de cambiar los sucesos
de la noche. Sólo se vio como un hombre co­rriente que se había encontrado ante unas circuns­tancias extraordinarias y que había hecho lo que había podido. Todo lo que había podido. No se ha­bía reservado nada. Incluso había estado dispuesto a sacrificar su propia vida.

Durante los seis años siguientes, había elegido una existencia solitaria y se había descubierto a sí mismo. Un hombre sencillo, sin grandiosidades. Un hombre que trabajaba mucho y que se conformaba con poco.

Había intentado encontrarse a sí mismo en los buenos momentos, con una mujer hermosa, en las cosas materiales y, al final, había tenido la oportunidad de descubrir la frivolidad de todo eso.

De alguna manera, durante esos seis años se ha­bía convertido en algo sorprendente: un buen hom­bre.

Un hombre que no podía permitir que una mujer y un niño se quedaran solos atrapados en la nieve.

Aquel fuego había sacado al descubierto una nueva cara, la cara de un hombre dispuesto a dar.

Y una vez que había salido a la superficie, ya no pensaba volver a las sombras.

Ahora entendió por qué lo había dejado Melanie: había cambiado en lo más profundo de su ser y se había convertido en una persona diferente.

Y ahora había encontrado a una persona igual que él. Una mujer que había salido fuerte de una desgracia. Una buena mujer.

Le pasó la mano por la suavidad de su brazo, de su hombro, le levantó el pelo para sentir la ternura de la piel de su nuca.

Después, separó la boca de la de ella y comenzó a besarle el cuello y los lóbulos. A continuación, deslizó los labios hacia el hombro.

Ella suspiró.

Fue ese suspiro de felicidad el que le hizo reco­brar el sentido. El hombre de hacía seis años habría tomado lo que ella hubiera querido ofrecerle sin hacerse ninguna pregunta sobre el mañana. Pero el hombre que era ahora había cambiado. Y sabía que tenía que vivir con una nueva realidad, la de un hombre bueno y decente.

Él había ido a la cabaña a protegerlos. Llevaba muchos años huyendo de la etiqueta de héroe, pero eso era lo que quería ser en aquel momento. Sobre todo, quería ser el héroe de Ness Hudgens. Así que, aunque le dolía en el alma, volvió a poner la camisa de ella en su sitio. Después, le dio un suave beso en la frente.
 
Ness: No pares -suplicó-.
 
Y él no quería parar. Dios sabía que no quería. Deseaba besarla hasta que se quedaran sin aliento. Quería quitarle la ropa, lentamente, descubrir todas sus formas deliciosas y saborearla.

Pero sabía que Ness no era una mujer que se tomara el amor a la ligera; aunque en aquel momento se estuviera dejando llevar por la pasión.
 
Zac: Tenemos que parar.
 
Ness: ¿Por qué?
 
Zac: Porque no eres ese tipo de chica.
 
Ness: Sí lo soy.
 
Él se rió y la abrazó para que ella no se sintiera rechazada. Quería que supiera que no paraba por dureza. Al contrario. Era un acto de amor.

De un amor puro que nunca había conocido. De poner las necesidades de ella por encima de las su­yas. Y ella no necesitaba pasar una noche con un vaquero que el destino le había puesto en la puerta.

Pasó mucho tiempo y sintió que ella se relajaba. Tanto que se quedó dormida.

Él también estaba cansado. Se estaba quedando dormido cuando se le ocurrió que había utilizado la palabra amor para definir lo que sentía por ella.

Aquello era imposible, por supuesto.

Apenas la conocía.

Y sin embargo, tenía la extraña sensación de que la conocía de siempre.

Entonces, sintió algo en el pecho no muy propio de un héroe. Sintió terror.

La deslizó con suavidad sobre la cama y se quedó mirando al techo.

¿Debería marcharse?

Probablemente, podría sacar la camioneta de la cuneta para volver a casa.

Pero, ¿qué había cambiado? Todavía no estaba en una posición de dejarlos solos. Todavía estaba nevando. ¿O acaso eso había sido sólo una excusa?

¿Habría visto su propia curación en los ojos de ella desde el primer momento?

Zac Efron estaba acostumbrado a estar solo. Estaba acostumbrado a ser una persona irritable. A vivir la vida según sus propios términos.

A lo que no estaba acostumbrado era a tener un sentimiento que no sabía cómo manejar. Él siempre había sido una persona decidida. Una persona de acción.

Irse o quedarse. Se quedó dormido dándole vuel­tas al asunto.
 
Oso: Esta noche es Nochebuena -lo despertó una voz entusiasmada-.
 
Zac abrió un ojo y se encontró cara a cara con el oso. Una manita alrededor de su cuello lo estaba haciendo bailar. Así que se había quedado. Después de todo, había tomado una decisión sin tomar ninguna.

Jamie miró por encima del brazo del sofá.
 
Jamie: ¿Es esa tía Mami?
 
Zac: Sí -respondió fingiendo sorpresa-.
 
Jamie: ¿Habéis dormido juntos?
 
«No, como suele interpretarse esa pregunta».
 
Zac: Algo así.
 
Jamie asintió sabiamente.
 
Jamie: ¿Tuviste miedo anoche?
 
«Estaba aterrado».
 
Zac: ¿Por qué lo preguntas?
 
Jamie: Tía Mami siempre se acuesta conmigo cuando tengo miedo.
 
Zac se dio cuenta de que estaba cara a cara con una inocencia increíble. Jamie no tenía ni idea de las connotaciones de que un hombre y una mujer durmieran juntos. Ese niño no había tenido a ningún hombre en su vida. Y el novio de su tía no se había quedado a pasar la noche.

¿Por qué se sentía tan bien por eso? ¿Posesión?
 
Jamie: Vamos a prepararle a tía Mami el desayuno -después, se le acercó al oído-. Hoy me podrías llevar en el trineo. Solos tú y yo. Y mi oso si quiere -hizo una pausa y bajó la voz hasta convertirla en un susurro-. Tengo un secreto que contarte.
 
Un héroe podía escuchar los secretos de un niño pequeño.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Ese oso es tan tierno... �� siguelaaaa

Publicar un comentario

Perfil