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viernes, 25 de diciembre de 2020

Capítulo 5


Zac metió el árbol en la casa. Era más grande de lo que parecía. También era el úl­timo toque de ambiente navideño. La llegada del árbol hizo que la cabaña pareciera algo más que una simple cabaña; parecía un lugar mágico donde cualquier cosa podía suceder.

Eso lo podía ver hasta una persona que no creía en la Navidad.

Incluso parecía un hogar.

Aquel no era su hogar, se recordó a sí mismo. De hecho, no era el hogar de nadie; era su cabaña de caza. Esa era la realidad.

Pero la realidad del árbol hacía que todo se com­plicara.
 
Zac: ¿Dónde quieres que lo ponga?
 
Ness: ¿Qué opinas, Jamie? ¿En aquella esquina?
 
Zac lo colocó allí y al hacerlo se dio con una rama en la cara. Por consideración a sus acompañan­tes, se mordió la lengua para no soltar un improperio.

Jamie miró el lugar con disgusto.
 
Jamie: Ahí no.
 
Ni allí, ni allí, ni allí. Después de mover el árbol por toda la habitación, Jamie decidió que donde me­jor estaba era delante de la ventana.

Zac miró el reloj. Ya había pasado otra media hora. ¿Estaría el niño haciendo tiempo para que se quedara?

Jamie lo miró, con sus ojos inocentes muy abier­tos, y Zac se sintió culpable por sospechar de él.

Ness, a diferencia de su sobrino, parecía que se ha­bía olvidado de que Zac todavía estaba sujetando el árbol. Estaba mirando el abeto intensamente, con las manos en las caderas, sacudiendo la cabeza.

Zac empezó a sentirse incómodo. Parecía me­nos recatada con las mejillas sonrosadas por el aire frío. Tenía los ojos brillantes, como si colocar un ár­bol fuera de las cosas más interesantes que se po­dían hacer en este mundo.
 
Ness: Un poco más a la izquierda -dijo como si estuviera colgando un cuadro-. Y ¿puedes girarlo un poco? Ese lado parece un poco desnudo.
 
Y entonces se puso colorada. Como si estuviera hablando de su propio cuerpo en lugar del árbol.

Él hizo lo que le pidió, pero el rubor de ella hizo que su mente diera un giro de ciento ochenta grados. Se preguntó si sería virgen. Ese pensamiento hizo que le diera mucha vergüenza y se escondió detrás de las ramas. Además, así podía mirarla sin que ella pudiera notar los pensamientos malvados que cruzaban por su mente.
 
Jamie: Ahí -decidió por fin-. Es el árbol más bonito del mundo. ¿A que sí, Zac?
 
Zac: Está bien.
 
Ness: Es perfecto. Vamos, Jamie -le dijo a su sobrino, ofreciéndole la mano-, vamos a hacer palomitas mientras Zac coloca el árbol.
 
Jamie: No -dijo con cabezonería, ignorando la mano-. Nosotros, los hombres, vamos a colocar el árbol.
 
Zac se dio cuenta de la expresión de la cara de ella.
 
Zac: Tres minutos -le aseguró-.
 
Lo cual no parecía mucho tiempo para encariñarse.

Zac, con la pequeña sombra detrás, fue a buscar algunas herramientas que había detrás de la cabaña.
 
Zac: ¡Diablos! Parece que un puercoespín ha estado por aquí. Casi se ha comido el mango del martillo.
 
Era por todos sabido que a los puercoespines les gustaba el sabor salado que dejaba el sudor de la mano en el mango de las herramientas.
 
Jamie: ¿Un puercoespín de verdad? ¿Dónde está? -pre­guntó mirando alrededor con impaciencia-.
 
Zac: Pueden ser bastante peligrosos -le advirtió al niño-. Mira, te ha dejado una púa. Ten cuidado, no te pinches. Y si tu tía o tú veis a ese bicho, lo mejor es que no os acerquéis.
 
Jamie tomó el consejo con seriedad.

Cuando volvieron a la cabaña, Zac se paró en la entrada, y no sólo para sacudirse la nieve de las bo­tas. Toda la cabaña olía al árbol, y ahora, además, el olor se había mezclado con el aroma de las palomi­tas de maíz.

Para un lugar que no era el hogar de nadie, la sensación estaba comenzando a ser abrumadora.

Echó un vistazo a la cocina. Probablemente, Ness estaba haciendo el maíz allí.

En efecto, estaba de pie, agitando las palomitas como si la vida le fuera en ello. Al menos, había conseguido encender la estufa sin volar nada. Ya no lo necesitaba.

Ness tenía un aspecto femenino y saludable, pensó. El tipo de mujer con que cualquier hombre razonable soñaría.

Afortunadamente, él no era una persona muy ra­zonable. Y mucho menos soñador.

Con todo, durante un instante sintió un anhelo in­soportable, un deseo que era nuevo y a la vez tan antiguo como el tiempo. El simple deseo de un hom­bre de no estar solo.
 
Zac: Vamos -dijo con la voz ronca, mientras se dis­ponía a fijar el árbol al suelo-.
 
«Tres minutos más».

Mientras fijaba el árbol al suelo con unas tablas, Jamie lo miraba con devoción. Zac sintió una de­bilidad especial.
 
Zac: ¿Quieres probar tú?
 
Jamie: ¿Puedo?
 
Zac: Claro.
 
La recompensa fue una sonrisa de oreja a oreja.

Dejó un clavo a medio clavar y le dio a Jamie el martillo. El niño lo agarró con las dos manos y, con la lengua fuera, se concentró y golpeó con fuerza.
 
Jamie: ¡Diablos! -dijo al ver que había fallado; después, Zac y él levantaron la cabeza hacia Ness, a la que no habían oído llegar-.
 
Zac: Creo que no deberías decir esa palabra -le sugi­rió en voz baja-.
 
Jamie: Tú la dices -le señaló el niño sin dejar de mirar al martillo-.
 
«No estoy acostumbrado a tenerle que dar ejem­plo a un niño pequeño».
 
Zac: Pero eso no quiere decir que esté bien.
 
Jamie: Para mí sí.
 
Zac: De acuerdo. Ya no la diré más.
 
Jamie: De acuerdo, yo tampoco.
 
Al menos, pensó Zac, había contenido la furia de Ness durante los tres minutos que estaría allí.

Pero en seguida se le ocurrió que, con toda la ayuda del niño, aquel asunto le iba a llevar más de tres minutos.

«Golpe, golpe, fallo, fallo, fallo, golpe, fallo, golpe, golpe».
El clavo comenzó a torcerse y Zac agarró el martillo para enderezarlo, resis­tiendo la tentación de darle un golpe y clavarlo él mismo. En lugar de eso, volvió a darle el martillo a Jamie.

Lo sorprendía descubrir que podía tener tanta pa­ciencia.

Pero más aún, lo sorprendía el calorcito que sen­tía en el pecho por aquellas cosas tan simples. Se preguntó si los padres, que hacían esas pequeñas co­sas con sus hijos cada día, se daban cuenta del privilegio que tenían.

De nuevo, sintió una opresión desconocida en el pecho. Pérdida. Soledad. El camino equivocado. Pensamientos incómodos que no podía quitarse de la cabeza.
 
Zac: Eso está muy bien -le dijo cuando el niño acertó-.
 
Jamie lo miró como si acabara de recibir una medalla.

Zac se preguntó, con incomodidad, quién corría más peligro de encariñarse con el otro, si el niño o él mismo. El aire era cálido y dulce con el aroma del abeto y del maíz.

Jamie y él acabaron el soporte enseguida y con gran alboroto lo clavaron al árbol.
 
Jamie: Ya está -dijo cuando se pusieron de pie-.
 
Zac: Perfecto.
 
Ness había entrado y estaba mirando el árbol.

Ya había terminado su trabajo allí.
 
Ness: ¿Quieres un chocolate caliente? ¿Y palomitas?
 
La boca se le hizo agua. Era una prueba. Tenía que superarla o estaría perdido para siempre.
 
Zac: No -entonces recordó que era un ejemplo para el niño, le gustara o no-. Gracias de todas formas.
 
Jamie: Por favor, Zac, quédate.
 
Él se sintió débil, pero no cayó en la tentación.
 
Zac: No; no puedo -endureció el corazón ante la mirada de súplica del niño-. Tengo que marcharme. La nieve. El camino. Ya sabes.
 
Estaba claro que Jamie no sabía, pero su tía sí. Por el bien de todos, tenía que marcharse.
 
Ness: Gracias por el árbol -dijo con dulzura-.
 
Jamie: Y por los ángeles de nieve. Y por dejarme ayudar.
 
Una cosa tan sencilla como dejarlo ayudar, y en el rostro del niño brillaba una luz especial.

Zac miró a Ness y vio cómo la ternura con la que miraba a su sobrino suavizaba su rostro. Y se preguntó qué se sentiría al ser amado por alguien como ella.

Tenía que salir de allí. Había demasiadas tram­pas. Olores agradables, la suavidad de una mujer y la admiración de un niño.

Ese no era el momento de pensar en que Ness y Jamie iban a pasar la Navidad allí solos. Ella lo ha­bía decidido.

Recordaba la cara que puso ella cuando le pre­guntó si no podían ir a ningún otro sitio a pasar la Navidad. Transparente. Estaba claro que, si tuvieran más familia, esperándolos con los brazos abiertos y llenos de regalos, no irían a aquel lugar solos.

Eran una pequeña y solitaria familia, ellos dos. Sospechaba que estaban esperando algún tipo de milagro.

Él no podía ayudarlos con la soledad, y menos con los milagros. Lo único que podía hacer por ellos era marcharse de allí en aquel instante.
 
Zac: De acuerdo -dijo recogiendo las herramientas-. Ya lo tenéis todo, ¿verdad?
 
Ness: Todo -dijo con expresión divertida-.
 
¿Por qué no? Él parecía su padre. Pero, bajo la diversión, ¿le daría un poco de pena que él se mar­chara? No, debía de ser una mala pasada de su imaginación.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta. Se obligó a no mirar a Jamie; ni siquiera de pasada. Pero, mientras se ponía la chaqueta, no pudo evitarlo.

El niño estaba en silencio; pero sus ojos le recor­daban los de un gran perro que había tenido. Lo había adorado. Su mirada lo había seguido a todas par­tes, siempre suplicándole una caricia. Afecto.

Salió corriendo por la puerta. Guardó las herra­mientas en su sitio y en el camino al coche se dio cuenta de que la nieve ya le llegaba por los tobillos. La camioneta estaba cubierta de una gran capa.

Sin molestarse en limpiar las lunas, se montó, arrancó y, con los limpiaparabrisas, quitó la nieve. Dio la vuelta y se dirigió hacia el camino.

Jamie estaba con la nariz pegada a la ventana, diciéndole adiós con la mano. Dudó un instante y le dijo adiós. Ya no tenía que preocuparse por encariñarse con él.

Las ruedas giraron peligrosamente donde la nieve se había amontonado y, en una pequeña cuesta, tuvo que poner la tracción a las cuatro rue­das para poder subirla.

Eso lo preocupó. Estaba dejando a aquellas dos personas solas y él no podría volver en unos cuantos días.

Una cosa era decirse que ella era una persona adulta, que él le había ofrecido una salida y ella la había rechazado. Y otra cosa era alejarse de ellos sin estar convencido de que estarían bien.

¿Qué pasaría si se ponía a hacer mucho frío? ¿Treinta o cuarenta grados bajo cero? Si eso suce­día, ¿sabrían que no podían dejar que el fuego se les apagara? ¿Acaso sabrían que no podrían salir al exterior porque la piel se les podría helar en unos se­gundos si hacía viento?

¡Cómo iban a saber todas esas cosas si eran de Arizona!

Bueno, si eso sucedía, volvería. Si la carretera estaba intransitable podía agarrar su moto de nieve y llegar hasta allí. Seguro que a Jamie le gustaba. Pero la imagen que se le vino a la mente era la de Ness montada detrás de él, agarrándose con fuerza.

Dejó de pensar en eso y mantuvo la mente en blanco durante veinte o treinta segundos.

Y después se preguntó: ¿qué pasaría si intentaban montarse en el viejo trineo que había junto a la casa? Su madre debía de haberlo dejado allí para ellos.

¿Es que no había leído su madre el artículo sobre los accidentes en trineo? Si la gente que estaba acos­tumbrada a ellos podía tener un accidente, ¿qué po­día pasarles a aquellos dos lagartos de Arizona?

«Ella es cauta», se dijo a sí mismo. «Nunca iría tan deprisa como para sufrir un percance».

La carretera atrajo su atención durante otros veinte segundos.

¿Qué pasaría si el puercoespín decidía volver y Jamie lo tocaba?

¿Qué pasaría si, entusiasmada con la Navidad, se olvidaba de encender la cerilla primero? Podía quemársele el pelo. ¿Y qué haría el niño en aquellas cir­cunstancias?

«Nada va a salir mal», se dijo, molesto. «El puer­coespín no va a volver y la cocina no va a explotar».

Normalmente no era una persona que se preocu­para fácilmente. Sin embargo, no podía dejar de sentir ansiedad.

Pensó que esa angustia no tenía nada que ver con Ness y con Jamie, sino que tenía que ver con él mismo, con su manera de entender la Navidad. Para él, era el peor momento del año, cuando las campanas y los villancicos le traían los peores recuerdos.

Tres niños, y él solamente había sacado a dos.

Pero ¿qué pasaba si lo que sentía en aquel mo­mento era más que eso? ¿Y si era una premonición?

En cuanto la camioneta comenzó a patinar, se dio cuenta de que no había estado conduciendo con precaución. Con ese tiempo se necesitaba conducir con todos los sentidos y él los había tenido en otra parte.

Había llegado a una curva muy pronunciada y había entrado demasiado rápido. Ahora, la camio­neta no obedecía a sus intentos de volver al camino y seguía deslizándose en línea recta.

Atravesó la carretera y se deslizó por una pe­queña pendiente hundiendo el morro en la nieve.

Se quedó un rato inmóvil, pensado en lo que ha­bía sucedido. Había perdido la concentración por completo. Él era un hombre al que nunca le pasaban esas cosas. Llevaba media vida rodeado de animales y de maquinaria y en su trabajo necesitaba concentrarse porque su vida corría peligro. Nunca había te­nido ningún problema.

Con resignación, abrió la puerta y saltó al exte­rior. Miró con atención a la camioneta. Con un poco de esfuerzo podría sacarla de allí. Pero, ¿para qué? ¿Para volver a salirse más tarde?

Ahora tenía una excusa para volver. Para asegurarse de que a Jamie y a Ness no les pasaba nada.

Quizá era su oportunidad para compensar lo que le pasó una noche de Navidad hacía muchos años.

Cuando un niño no logró salir.
 
 
Jamie: La cabaña parece diferente cuando él no está -dijo con un bigote de chocolate, mientras ponía una cinta de palomitas en las ramas bajas del árbol-.
 
Ness quería decirle a Jamie que no fuera tonto, pero ella sentía lo mismo. Sentía su ausencia casi con la misma intensidad con la que había sentido su presencia.

Era como si la vida hubiera salido de la cabaña cuando él salió.

¿Por qué? Él no era un tipo divertido. Se imagi­naba que debía de ser porque tenía presencia. Iba por la vida con una confianza y una masculinidad que no podían ignorarse. Era muy fácil sentir la energía que irradiaba.

Zac Efron era un hombre con temple. Tanto que cuando salió de la habitación, esta se quedó va­cía.

Una voz en su interior le dijo que no se engañara a sí misma, que lo que realmente echaba de menos era su presencia física.

Aquel hombre era tan endiabladamente sexy que cortaba la respiración. Llenaba una habitación de tal manera que era casi imposible pensar en otra cosa que no fuera él.

Sin embargo, había aprendido que era posible hacer palomitas de maíz y al mismo tiempo mirarle el trasero a alguien, apreciando lo bien que le sentaban los vaqueros. O mirar sus músculos cuando se agachaba o cuando clavaba un clavo.

Desde luego, lo mejor había sido que se hubiera marchado. Una bendición.
 
Jamie: Tía, he visto a Zac en la nieve.
 
Ness: No, cariño, no puede ser.
 
¿Cómo podría explicarle que había ciertas cosas que Santa Claus no podía darle?

Se arrodilló junto al niño y lo abrazó.

¿Debía decirle que había leído la carta? ¿Que sa­bía cuál era su mayor deseo pero que no se iba a cumplir?
 
Ness: Jamie, si no vuelve no te pongas triste, ¿vale?
 
Jamie se soltó y corrió hacia la ventana.
 
Jamie: Pero si lo he visto -se quejó-, en el camino.
 
Ella se unió a él en la ventana. Desde luego, ese era Zac Efron en la distancia. Era fácil ver cómo se acercaba a zancadas. La nieve no impedía su paso firme. Era un hombre dueño de la tierra.

Y muy sexy.

Mientras se acercaba, ella sintió que el corazón se le aceleraba.
 
Jamie: No tengo un regalo para él -dijo con preocupación-. ¿Y tú?
 
Ness: No creo que esté aquí para Navidad. Probable­mente ha tenido algún problema con la camioneta y viene a... a buscar algo -acabó con debilidad, presintiendo lo que había sucedido en realidad-.
 
Parecía que todo volvía a complicarse. La hacía sentirse como una colegiala ante el capitán del equipo de fútbol. Se le ponían los nervios de punta. La ha­cía sonrojarse. La hacía tartamudear.

Y ninguna de esas cosas importaba. En alguna parte, en lo más profundo de su corazón, Ness se alegraba de que volviera.

Haciendo un esfuerzo por no parecer ansiosa, es­peró hasta que lo oyó junto a la puerta y fue a abrir.

Había planeado decir algo agradable, divertido, sofisticado. Penny habría dicho: «¡Qué casualidad encontrarte aquí!».

Pero, en lugar de eso, cuando abrió la puerta, de sus labios no salió ni una palabra.
 
Zac: La camioneta se salió de la carretera -dijo como si ella no lo estuviera mirando fijamente-.
 
Ness: ¡Dios mío! ¿Te has hecho daño? -de repente, se dio cuenta de que había sonado como si le importara demasiado-.
 
Zac: No -dijo sonriendo, débilmente-. Haría falta algo más para hacerme daño.
 
Ness: Debes de estar helado -dijo alejándose de la puerta para que pasara-.
 
Zac: En realidad, no estoy muy mal. En este país es­tamos preparados para el frío extremo. En la parte de atrás tenía botas para la nieve y una chaqueta más gruesa.
 
Jamie: ¿Te vas a quedar para el día de Navidad? -le pregunto saltando entusiasmado-.
 
Zac: Me imagino que eso depende de lo que dure la nieve.
 
Entonces, ella comprendió las implicaciones de su regreso. No había ido a decirles que se había sa­lido de la carretera. Ni para pedirles ayuda. ¿Qué ayuda podían ellos dos ofrecerle?

Había vuelto porque se habían quedado atrapa­dos en la nieve.

Juntos.

Con la cara colorada, se alejó de él.
 
Ness: Si tienes hambre hay sopa.
 
Jamie: Y después, puedes ayudarme a decorar el árbol. Ya he puesto las cintas de palomi­tas. Ven a verlas -le dijo tirándole de la mano-.
 
Zac, a regañadientes, lo siguió al salón.
 
Zac: Está muy bonito -dijo, porque sabía que el niño esperaba que dijera algo-.
 
Jamie: ¿Me ayudarás a acabarlo después de comer? -suplicó-.
 
Zac: Claro que sí.
 
Jamie pareció entusiasmado con la respuesta, pero Ness sabía que a Zac no le interesaban los ár­boles de Navidad. Ni las mujeres desamparadas o los niños pequeños. Ellos se habían cruzado en su camino y él había tropezado con ellos, pero no por decisión propia.

Sólo estaba intentando sacarle el mejor partido a una situación complicada.

Se preguntó si Santa Claus tendría sentido del humor. Realmente, aquello era injusto. Que ella se quedara atrapada en aquella preciosa cabaña con el hombre más sexy que había conocido y al que no le gustaba la Navidad ni nada relacionado con ella.

Era realmente injusto.

Y también, la cosa más emocionante que le había pasado en la vida.




🎅MERRY CHRISTMAS!🎄


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Felizzz navidaaad!!! Siguela��

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