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martes, 25 de junio de 2019

Capítulo 4


A Vanessa le encantaban los zocos. A los diez años había aprendido a distinguir un diamante de un cristal centelleante, los rubíes birmanos de las piedras más ordinarias, con menos intensidad de color. Su abuela July le había enseñado a valorar, con la sagacidad de un maestro joyero, la talla, la limpidez y el color de las piedras preciosas. Con July pasaba horas y horas admirando las mejores que se exhibían en los zocos.

Las joyas eran la garantía que podía llevar una mujer encima, le había explicado July. ¿Qué podía sacar una mujer de los lingotes de oro y de los billetes guardados en un banco? Los diamantes, las esmeraldas, los zafiros podían prenderse, sujetarse o ensartarse de forma que el mundo viera su valor.

Nada complacía tanto a Vanessa como ver a su abuela regateando en los zocos mientras las oleadas de calor hacían casi rielar la atmósfera. Por allí veía a menudo a grupos de mujeres vestidas de negro, como bandadas de mirlos, que se dedicaban a toquetear cordones de oro y plata, a probarse anillos de pulidas piedras o a estudiar el brillo de alguna piedra preciosa a través de un polvoriento cristal mientras el olor de los animales y las especias planeaba en aquella atmósfera paralizada y los matawain rondaban, con sus desgreñadas barbas teñidas con henna, dispuestos a castigar cualquier infracción en la ley religiosa. Cuando paseaba con July, a Vanessa nunca le daban miedo los matawain. Jaquir adoraba a su antigua reina, una mujer que había tenido doce hijos. Cuando andaban de compras, la atmósfera se llenaba de sonidos, de murmullos de regateo, de rebuznos de asno, del clac clac de las sandalias contra el endurecido suelo.

Cuando sonaba la llamada a la oración, los zocos cerraban. Entonces las mujeres esperaban y los hombres bajaban el rostro hacia el suelo. Vanessa escuchaba el clic de las cuentas de la oración con la cabeza inclinada como todas las mujeres. Todavía no llevaba velo, pero ya no era una niña. En aquellos últimos días del verano mediterráneo, esperaba, preparada para el cambio.

Lo mismo hacía Jaquir. En un país que luchaba contra la pobreza, la casa de Jaquir era rica. Como primogénita del rey, tenía derecho a usar los símbolos y las señas de su rango. A pesar de ello, Adel nunca le había abierto el corazón.

Su segunda esposa le había dado dos hijas, después de Andrew. Había circulado por el harén el rumor de que Adel tuvo un arranque de cólera después de la segunda y estuvo a punto de divorciarse de Leila. Pero el príncipe heredero era fuerte y apuesto. Se hablaba de que Leila podría quedar embarazada pronto otra vez. Para asegurar su linaje, Adel tomó una tercera esposa y no tardó en introducir en ella su semilla.

Phoebe empezó a tomarse una pastilla cada mañana. Se evadía entre sueños, dormida o despierta.

En el harén, con la cabeza cómodamente apoyada en la rodilla de su madre, los ojos indolentemente semicerrados ante el humo del incienso, Vanessa contemplaba cómo bailaban sus primas. La larga y cálida tarde tenía aún mucha cuerda. Había pensado en ir de compras, en adquirir tal vez una nueva tela de seda o una pulsera de oro como la que le había enseñado Donna el día anterior, pero aquella mañana le pareció que su madre estaba demasiado decaída.

Saldrían al día siguiente. De momento, los ventiladores agitaban aquella atmósfera cargada de incienso mientras los tambores iban marcando el lento ritmo. Laila había conseguido pasar a escondidas un catálogo de Frederick's de Hollywood. Las mujeres lo hojeaban, riendo. Hablaban como hacían siempre, y en la charla dominaba el tema del sexo. Vanessa estaba demasiado acostumbrada a aquellas palabras sin tapujos y a las emocionadas descripciones para sentir interés por el tema. Le gustaba observar el baile, los lentos y sinuosos movimientos, el balanceo de las oscuras cabelleras, los giros y las vueltas de los cuerpos.

Miró hacia Meri, la tercera esposa de su padre, que, satisfecha con su barriga, estaba allí sentada con aires de suficiencia hablando del parto. Leila, con el rostro contraído, mientras atendía a su hija pequeña, también echó una furtiva mirada a Meri. Mientras tanto, Andrew, alto y robusto a sus siete años, se acercó corriendo para exigir atención y Leila, sin dudarlo ni un instante, dejó a la pequeña a la que estaba cuidando. Se veía un punto de triunfo en su sonrisa al tomar en brazos a su hijo.

Phoebe: ¿Verdad que crecen para maltratarnos? -murmuró-.

Ness: ¿Mamá?

Phoebe: Déjalo. -Acarició el pelo de Vanessa con aire ausente. El ritmo del tambor resonaba en su cabeza, monótono, implacable, como los días que había pasado en el harén-. En mi país se quiere a los hijos, sean niños o niñas. Y no se espera que nadie dedique toda su vida a tener hijos.

Ness: ¿Y cómo se mantiene firme una familia?

Phoebe suspiró. Algunos días no se veía capaz de pensar con claridad. De ello podía echar la culpa, y también agradecérselo, a las pastillas. La última provisión le había costado un anillo de esmeraldas, pero también había conseguido como añadidura una pequeña botella de vodka ruso. La tenía escondida y se permitía un traguito cada vez que Adel salía de su habitación. Ya no se le resistía, le daba igual; lo soportaba pensando en el consuelo que le proporcionaría el trago en cuanto hubiera cerrado la puerta.

Podía irse de allí. Si era capaz de reunir el valor para hacerlo, podía coger a Vanessa y fugarse, volver al mundo real, donde no se obligaba a las mujeres a cubrir su cuerpo, avergonzadas, y a someterse a los crueles antojos de los hombres. Podía volver a Norteamérica, donde la querían, donde la gente se aglomeraba en los cines para verla. Podía continuar trabajando. ¿Acaso no hacía teatro a diario? En Estados Unidos proporcionaría a Vanessa una vida confortable.

No, no podía irse de allí. Cerró los ojos e intentó no oír el sonido de los tambores. Para salir de Jaquir, una mujer necesitaba un permiso escrito por un varón de su familia. Adel jamás se lo daría, pues a pesar de que la odiaba, la deseaba.

Ya le había pedido en una ocasión que la dejara marchar y él se había negado. Una fuga le costaría miles de dólares, además de un riesgo que estaba casi dispuesta a correr. Pero con Vanessa nunca llegaría a salir del país. No existía soborno capaz de tentar a nadie para que dejara pasar de forma ilegal a la hija del rey.

Y tenía miedo. Miedo de lo que él pudiera hacer con su hija. Podría quedársela, pensó Phoebe. Ella no podría hacer nada para detenerlo, no existía más tribunal que el suyo, más policía que la de él. No iba a poner en peligro a Vanessa.

En más de una ocasión había pensado en el suicidio, la huida definitiva. Lo veía como algo parecido el modo en que se había planteado en otra época el amor, como algo deseado, preciado, con lo que uno se encariña. En alguna ocasión, en aquellas calurosas e interminables tardes, había fijado la vista en el frasco de pastillas preguntándose qué pasaría si se las tomaba todas, si por fin se abandonaba por completo al confuso mundo de los sueños. Espléndido. Había llegado incluso a tenerlas todas en la mano, a contarlas, a acariciarlas.

Pero estaba Vanessa. Siempre Vanessa.

Por tanto, se quedaría. Se drogaría hasta conseguir que la realidad fuera soportable y se quedaría. Aunque daría a su hija algo de sí misma.

Phoebe: Me apetece un poco de sol -dijo de pronto-. Vamos al jardín.

Vanessa prefería quedarse donde estaba, arrullada por el perfume y el sonido, pero se levantó, obediente, y siguió a su madre.

El calor seco las envolvió. Como siempre, Phoebe notó la molestia en los ojos y sintió añoranza de la brisa del Pacífico. Había tenido una casa en Malibú y allí le encantaba sentarse junto a un gran ventanal, contemplando las olas.

Aquí había flores, exuberantes, exóticas, que rezumaban perfume. Los muros eran altos, para evitar que una mujer que se paseara por el recinto pudiera tentar a un transeúnte. Así era el islam. La mujer era un ser sexual débil, sin fuerza ni inteligencia para conservar su virtud. De ello se ocupaban los hombres.

Animaba la atmósfera de aquel oasis el canto de los pájaros. La primera vez que Phoebe había visto aquel jardín, aquella maraña de vistosos colores y embriagadores perfumes, su imaginación había volado directamente hacia una película. En los alrededores, la arena del desierto iba cambiando, pero allí crecían los jazmines, las adelfas, los hibiscos. Proliferaban también los naranjos y limoneros en miniatura. Phoebe sabía que el fruto de aquellos árboles era amargo, como los ojos de su esposo.

Se sintió irremediablemente atraída hacia la fuente. Un regalo de Adel de cuando la llevó a aquel país como reina. Un símbolo del constante fluir de su amor. Este hacía tiempo que se había secado, pero la fuente seguía manando.

Continuaba siendo su esposa, la primera de las cuatro que le permitía la ley. Pero en Jaquir, su boda se había convertido en su cárcel. Haciendo girar el aro de diamantes en su dedo, observó como el agua caía en el pequeño estanque. Vanessa empezó a lanzar piedrecillas en él para ver nadar a una vivaracha carpa.

Ness: No me gusta Meri. -En un mundo tan limitado como un harén, pocos temas de conversación había aparte de las otras mujeres y los niños-. Hecha la barriga hacia delante y sonríe así.

Arrugó el rostro en una mueca que hizo reír a Phoebe.

Phoebe: ¡Qué alivio tenerte a mi lado! -Le besó el cabello-. Mi pequeña actriz. -Tenía los ojos de su padre, pensaba Phoebe mientras le apartaba unos mechones de la frente. Le recordaron la época en que él la miraba con amor y cariño-. En Estados Unidos harían cola para verte.

Satisfecha con la idea, Vanessa sonrió.

Ness: ¿Cómo hacían contigo?

Phoebe: Sí. -Volvió la vista hacia el agua. Siempre resultaba duro recordar a la otra persona que había sido-. Como hacían conmigo. Siempre me gustó hacer feliz a la gente, Ness.

Ness: Cuando vino aquella periodista, dijo que te echaban de menos.

Phoebe: ¿Periodista? -Hablaba de dos o tres años atrás. No, de más años. Tal vez cuatro. Era curioso cómo se desdibujaba el tiempo. Adel había aceptado la entrevista para acallar cualquier habladuría sobre su matrimonio. Phoebe no pensaba que su hija pudiera recordarlo. Por aquel entonces no debía de tener más de cinco años-. ¿Qué te pareció?

Ness: Hablaba raro y a veces demasiado deprisa. Llevaba el pelo muy corto, como un niño, y lo tenía del color de la paja. Se enfadó porque solo la dejaron tomar unas fotos y luego le quitaron la cámara. -Phoebe se sentó en un banco de mármol y Vanessa siguió lanzando piedrecillas al agua-. Dijo que eras la mujer más guapa del mundo y la más envidiada. Preguntó si llevabas velo.

Phoebe: Te acuerdas de todo, ¿verdad? -tampoco se le había olvidado nada, incluso recordó haberse inventado una historia sobre el calor y el polvo, y el velo para proteger su cutis-.

Ness: Me gustaba cuando hablaba de ti -también recordó que su madre había llorado después de marcharse la periodista-. ¿Volverá?

Phoebe: Puede, algún día.

Pero Phoebe sabía que la gente olvidaba. Surgían nuevos rostros, nuevos nombres en Hollywood; ya conocía a algunos, pues Adel permitía que le entregaran alguna carta. Faye Dunaway, Jane Fonda, Ann Margret. Jóvenes y bellas actrices que iban destacando, ocupando el lugar que en otra época había sido el suyo.

Se tocó el cutis, consciente de que habían aparecido arruguitas alrededor de los ojos. Aquel rostro había salido en las portadas de todas las revistas. Las mujeres se teñían el pelo para tenerlo como el suyo. La habían comparado con Monroe, con Gardner, con Loren. Más tarde ya no hubo comparaciones; el modelo fue ella.

Phoebe: Estuve a punto de recibir un Oscar. Un premio muy importante para una actriz. Aunque no me lo concedieran, hubo una fiesta fabulosa. Todo el mundo reía, charlaba, hacía planes. ¡Qué diferente era aquello de Nebraska! Me refiero a donde vivía cuando tenía tu edad, cariño.

Ness: ¿Dónde había nieve?

Phoebe: Sí -sonrió, extendiendo los brazos-. Donde había nieve. Allí viví con mis abuelos porque mis padres habían muerto. Fui muy feliz, aunque no siempre fui consciente de serlo. Quería ser actriz, llevar preciosos vestidos y que mucha gente me quisiera.

Ness: Por esto te convertiste en estrella de cine.

Phoebe: Exactamente. -Rozó con su mejilla el cabello de su hija-. Parece que hayan pasado siglos. En California no nevaba, pero tenía el océano. Para mí era un cuento de hadas, y yo, la princesa sobre la que había leído en los cuentos. Era un trabajo duro, pero me gustaba estar allí, formar parte de aquel mundo. Viví sola en una casa junto al mar.

Ness: Echarías en falta la compañía.

Phoebe: No, tenía amigos y gente con quien hablar. Fui a lugares que nunca había soñado ver… París, Nueva York, Londres… Conocí a tu padre en Londres.

Ness: ¿Dónde está Londres?

Phoebe: En Inglaterra, en Europa. Ya no te acuerdas de tus clases.

Ness: No me gustan las clases. Me gustan los cuentos. -Pero se lo pensó bien porque sabía que las clases eran importantes para Phoebe, y constituían otro secreto entre ellas-. En Londres vive una reina con un marido que solo es príncipe -esperó, segura de que su madre la corregiría. Era una idea tan ridícula… Una mujer que gobernaba un país… Pero Phoebe se limitó a sonreír y asentir-. En Londres hace frío, y llueve. En Jaquir siempre brilla el sol.

Phoebe: Londres es precioso. -Tenía la gran habilidad de situarse en un lugar, real o imaginario, y verlo claramente-. Pensé que era el lugar más bonito que había visto. Filmábamos allí y la gente se ponía en fila detrás de los parapetos para observar. Me llamaban, a veces les firmaba autógrafos o posaba para unas fotos. Allí conocí a tu padre. Era tan apuesto… tan elegante…

Ness: ¿Elegante?

Con una soñadora sonrisa en sus labios, Phoebe cerró los ojos.

Phoebe: Vamos a dejarlo. Me ponía muy nerviosa porque era rey, nunca podía prescindirse del protocolo, había fotógrafos por doquier. Pero en cuanto hubimos hablado, me pareció que ya no importaba. Me llevó a cenar, a bailar.

Ness: ¿Bailaste para él?

Phoebe: Con él. -Hizo sentar a Vanessa a su lado en el banco. Cerca de ellas, una abeja zumbaba perezosamente, chupando néctar. Aquel sonido resultaba agradable a los oídos de Phoebe, imaginaba que convertía en música el alimento-. En Europa y en Estados Unidos, los hombres y las mujeres bailan juntos.

Vanessa puso cara de desconcierto.

Ness: ¿Y lo permiten?

Phoebe: Sí, está permitido bailar con un hombre, hablar, ir en coche o al teatro con él. ¡Tantas cosas! Y sales sola con un hombre.

Ness: ¿Sales? -hacía esfuerzos para entenderla-. ¿De dónde sales?

Phoebe se echó a reír otra vez, algo soñolienta bajo aquel sol. Recordaba los bailes en los brazos de Adel, cómo le sonreía él. Sus duras facciones, sus suaves manos.

Phoebe: Salir es quedar con alguien. El hombre invita a la mujer a salir. Va a buscarla a su casa. A veces le lleva flores. -Rosas, recordó fantasiosamente. Adel le había mandado toneladas de rosas blancas-. Luego suelen ir a cenar o bien a un espectáculo y a tomar algo más tarde. También pueden ir a bailar a un club atestado de gente.

Ness: ¿Bailaste con mi padre porque estabais casados?

Phoebe: No. Bailamos, nos enamoramos y luego nos casamos. Es diferente, Vanessa, y muy difícil de explicar. En la mayor parte del mundo las cosas no son como en Jaquir.

El insistente temor que había experimentado desde la noche en que había presenciado la violación de su madre se apoderó otra vez de ella.

Ness: Quieres volver.

Phoebe no notó el miedo, solo tenía en la cabeza su propio pesar.

Phoebe: Está muy lejos, Ness. Demasiado lejos. Cuando me casé con Adel, lo dejé todo. Más de lo que pensaba en aquel momento. Lo amaba y él me quería. El día que nos casamos fue el más feliz de mi vida. Me entregó el Sol y la Luna. -Puso la mano sobre su canesú y casi notó el peso y el poder del collar-. Cuando me lo puse, me sentí como una reina, y me pareció que se hacían realidad todos los sueños que había tenido de niña en Nebraska. Me entregó parte de sí mismo, parte de su país. Cuando abrochó las piedras preciosas alrededor de mi cuello vi que aquello lo significaba todo.

Ness: Es el mayor tesoro de Jaquir. Demostró que eras lo que él más valoraba en el mundo.

Phoebe: Así era entonces. Ahora ya no me quiere, Ness.

La pequeña lo sabía, hacía tiempo que era consciente de ello pero quería desmentirlo.

Ness: Eres su esposa.

Phoebe bajó la vista hacia su anillo de boda, otro símbolo que en su día había significado tanto.

Phoebe: Una entre tres.

Ness: No, lo de las otras es porque necesita hijos. Un hombre ha de tener hijos.

Phoebe tomó entre sus manos el rostro de Vanessa. En él vio las lágrimas y el dolor. Quizá había hablado demasiado, pero ya era tarde para obviar lo dicho.

Phoebe: Sé que no te hace caso y que eso te hace daño. Intenta comprender que no es por ti sino por mí.

Ness: Me odia.

Phoebe: No. -Pero era cierto. Adel odiaba a su hija, pensó Phoebe mientras estrechaba a Vanessa. Y la asustaba aquel frío odio que veía en los ojos de Adel cada vez que la miraba-. No, no te odia. Soy yo quien lo contraría; le contraría lo que soy y lo que no soy. Tú eres mía. Cuando te mira solo ve eso; no ve en ti su parte, no sabe que quizá la mejor parte de él está en ti.

Ness: No lo soporto.

El temor fue en aumento y se apresuró a echar una ojeada a su alrededor. Estaban solas en el jardín, pero las voces se propagaban y siempre había algún oído dispuesto a escuchar.

Phoebe: No debes decir eso. Ni siquiera pensarlo. No puedes entender lo que existe entre Adel y yo, Ness. No tienes por qué.

Ness: Te pega. -Se apartó un poco y mostró unos ojos completamente secos y de lo más gélido-. Por esto lo odio. Me mira y no ve nada. Por esto lo odio.

Phoebe: Chist.

Sin saber qué hacer, Phoebe abrazó de nuevo a su hija y la meció contra su pecho. No dijo nada más. En ningún momento había tenido intención de disgustar a su madre. Hasta que no hubo pronunciado aquellas palabras no fue consciente de que las guardaba en su interior. Ahora que se había expresado, lo aceptaba. El odio había ido arraigando incluso antes de la noche en que vio a su padre abusar de su madre. Desde entonces había ido creciendo, alimentado por el abandono de él y el desinterés de ella, las sutiles injurias que la separaban de los otros hijos de su padre.

Odiaba, pero el odio la avergonzaba. Una hija tenía que venerar a sus padres. Por ello no habló más de aquel sentimiento.

En las semanas siguientes, pasó más tiempo que nunca con su madre, paseando por el jardín, escuchando las historias de otros mundos. Para ella seguían siendo irreales, pero con aquellos relatos disfrutaba tanto como con los cuentos de piratas y dragones de su abuela.

Cuando Meri dio a luz a una niña y el rey se divorció de inmediato de ella, Vanessa se alegró.

Ness: Estoy contenta de que se haya ido -jugaba a la taba con Donna. Por fin había entrado aquel juego en el harén, tras muchas discusiones y debates-. ¿Adónde la enviarán?

Aunque Donna fuera mayor, todo el mundo sabía que Vanessa sabía sonsacar información.

Donna: Tendrá una casa en la ciudad. Una casa pequeña.

Vanessa soltó una risita y cogió tres tabas con sus ágiles dedos. Podía haber compadecido a Meri por su suerte, pero la ex esposa del rey se había ganado la antipatía de todas las mujeres.

Donna: Me encanta que ya no viva aquí -se apartó el cabello del rostro mientras esperaba su turno-. Así ya no tendremos que oír las fanfarronadas de lo a menudo que iba a verla el rey y las veces que depositaba en ella su semilla.

Vanessa perdió la taba. Echó una rápida ojeada para localizar a su madre, pero como hablaban en árabe, decidió que Phoebe no habría entendido nada.

Ness: ¿A ti te apetece tener relaciones sexuales?

Donna: Pues claro -dejó caer las tabas y examinó el resultado-. Cuando me case, mi marido vendrá a verme todas las noches. Le proporcionaré tanto placer que nunca necesitará a otra mujer. Mantendré la piel suave, los pechos firmes, y las piernas abiertas.

Se echó a reír y recogió las tabas.

Vanessa se fijó en que una de estas no había caído bien, pero dejó pasar la infracción. Sus manos eran más rápidas y ágiles que las de Donna, y por una vez su prima podía ganar.

Ness: A mí no me apetece lo del sexo.

Donna: No seas idiota. A todas las mujeres les gusta. Las leyes nos mantienen apartadas de los hombres porque somos demasiado débiles para no caer en la tentación. Y solo deja de interesarnos cuando somos tan viejas como la abuela.

Ness: Pues yo seré tan vieja como la abuela.

Las dos se echaron a reír y siguieron jugando.

Donna no quería entenderlo, pensaba Vanessa mientras continuaba con las tabas. A su madre no le apetecía la relación sexual y era joven y bonita. A Leila le daba miedo porque había tenido dos hijas. Vanessa no quería ni oír hablar de ello porque había visto que era algo feo y cruel.

De todas formas, no había otro sistema para tener hijos, y a ella le encantaban los niños. Puede que encontrara un marido amable que ya tuviera esposas e hijos. Entonces no le exigiría relaciones sexuales y ella se podría dedicar a cuidar a los niños de la casa.

Se cansaron del juego, y Vanessa vio a su abuela y se sentó en su regazo. July era viuda y había sido reina. Su afición a los dulces la había dejado sin dientes, pero tenía unos bonitos ojos, oscuros y brillantes.

July: Mi preciosa Vanessa. -abrió la mano y le ofreció un bombón envuelto en papel de plata-.

La niña lo tomó sonriendo. Le gustaba tanto el envoltorio como el dulce y por ello lo abrió lentamente. Siguiendo una costumbre que nunca le fallaba para calmar a los pequeños, July sacó un cepillo y empezó a pasarlo por el pelo de Vanessa.

Ness: ¿Irás a ver a la niña que ha nacido, abuela?

July: Claro. Quiero a todos mis nietos. Incluso a los que me roban los bombones. ¿Y qué le pasa a mi Vanessa que está tan triste?

Ness: ¿Crees que el rey se divorciará de mi madre?

July se había dado cuenta de que Vanessa ya no llamaba Adel a su padre y aquello la inquietaba.

July: No lo sé. En doce años no lo ha hecho.

Ness: Si lo hiciera, nos iríamos. Yo te echaría de menos.

July: Y yo a ti. -Mientras guardaba el cepillo, pensaba que aquella niña no era tan niña-. Eso no debe preocuparte, Vanessa. Estás creciendo. No tardaremos mucho en verte casada. Y entonces tendré biznietos.

Ness: Y les darás bombones y les contarás cuentos.

July: Sí. ojalá. -Le dio un beso en la cabeza. Exhalaba un suave perfume y su cabellera era oscura como la noche-. Y los querré como te quiero a ti.

Volviéndose, Vanessa la rodeó con sus brazos. La fragancia de las amapolas y otros olores a especias en su piel resultaba tan reconfortante como la presión de su fino cuerpo.

Ness: Yo te querré siempre, abuela.

Andrew: Vanessa. Vamos -tiró de su falda. Llevaba los labios manchados, pues poco antes había estado en brazos de su abuela. El throbe de seda que le había cortado su madre estaba ya sucio de tierra-. Vamos -repitió dándole otro tirón-.

Ness: Vamos, ¿adónde?

Pero como siempre estaba dispuesta a distraerlo, Vanessa bajó del regazo de su abuela y empezó a hacerle cosquillas.

Andrew: Quiero el trompo -chillaba y se retorcía; luego le dio un sonoro beso-. Quiero ver el trompo.

Se puso en el bolsillo otro puñado de bombones antes de dejarse arrastrar por Andrew. Corrían por los pasillos riendo, ella exagerando sus quejas y jadeos mientras él tiraba de su mano. La habitación de Vanessa era más pequeña que las de los demás, otra de las sutiles injurias infligida por su padre. Tenía una única ventana, que daba al extremo del jardín. A pesar de todo, era bonita y ella misma había escogido los tonos rosa y blanco con los que estaba pintada. En una esquina tenía estantes, y en ellos, juguetes, la mayoría de ellos enviados desde Estados Unidos por una mujer llamada Celeste, la mejor amiga de su madre.

El trompo había llegado hacía unos años. Era un juguete sencillo pero con unos colores muy vistosos. Cuando se accionaba, hacía un agradable sonido al girar a toda velocidad y el rojo, el azul y el verde quedaban desdibujados. Enseguida se había convertido en el preferido de Andrew, tanto que últimamente Vanessa lo había retirado del estante para esconderlo.

Andrew: Quiero el trompo.

Ness: Ya lo sé. La última vez que lo quisiste, te diste un coscorrón intentando alcanzarlo cuando yo no estaba aquí. -Y al enterarse el rey de aquello, Vanessa pasó una semana en su habitación castigada-. Cierra los ojos.

Riendo, él movió la cabeza con un gesto de negación.

Vanessa le respondió con una sonrisa y se agachó hasta que quedaron nariz contra nariz.

Ness: O cierras los ojos, hermanito, o no hay trompo. -El pequeño obedeció en el acto-. Si te portas muy bien, te lo dejaré todo el día. -Mientras decía aquello, se echó hacia atrás y serpenteó bajo la cama, donde tenía sus mayores tesoros. Estaba a punto de coger el trompo cuando encontró a Andrew reptando a su lado-. ¡Andrew! -Con la exasperación que muestran las madres con sus hijos más mimados, le pellizcó la mejilla-. ¡Qué malo eres!

Andrew: Quiero a Vanessa.

Como siempre, aquello la ablandó. Le acarició los despeinados rizos y apretó la nariz contra su mejilla.

Ness: Y yo quiero a Andrew. Aunque se porte mal.

Cogió el trompo y empezó a retroceder, pero los ojos de lince del pequeño se habían fijado en la bola de Navidad.

Andrew: Bonito. -Encantado, cogió la bola con aquellas manos tan pegajosas-. Mío.

Ness: No es tuyo. -Lo agarró por los tobillos para sacarlo; de debajo de la cama-. Y es un secreto. -Mientras se acurrucaban en la alfombra, Vanessa cogió las manitas de Andrew y las agitó. Olvidaron el trompo mientras veían caer la nieve-. Es mi mayor tesoro. -Lo sostuvo en alto para que la luz diera en el cristal-. Una bola mágica.

Andrew: Mágica. -Quedó boquiabierto mientras Vanessa movía de nuevo la bola-. ¡Déjame, déjame! -Se la arrebató y consiguió ponerse de pie-. Mágica. Quiero enseñársela a mamá.

Ness: No. No, Andrew.

Vanessa se levantó cuando él ya estaba en la puerta.

Emocionado con el nuevo juego, puso en movimiento aquellas cortas y fornidas piernas. Su risa resonaba por los muros mientras corría blandiendo la bola como si fuera un trofeo. Para dar más emoción al juego, enfiló el túnel que conectaba las estancias de las mujeres con las del rey.

Entonces Vanessa sintió la verdadera inquietud y dudó un instante. Como hija de la casa, le estaba prohibido pasar por el túnel. Siguió un poco con la idea de convencer a Andrew para que volviera con la promesa de algo mejor aún. Pero cuando las risas de él cesaron de pronto, Vanessa se precipitó hacia el interior. Lo encontró tumbado, despatarrado, con los labios temblorosos, a los pies de Adel.

¡Qué alto y poderoso le pareció, allí de pie, con las piernas separadas y la vista clavada en su hijo! Su throbe blanco tocaba el suelo, casi a Andrew, quien seguía tumbado. Las luces del túnel eran tenues, pero Vanessa distinguió el brillo de la ira en sus ojos.

Adel: ¿Dónde está tu madre?

Ness: Por favor, señor -avanzó deprisa. Mantuvo la cabeza gacha en señal de sumisión mientras notaba cómo se le desbocaba el corazón-. Estaba cuidando de mi hermano.

La miró, vio su cabello alborotado, el polvo en el vestido, sus manos sudorosas, por los nervios. Con un solo movimiento podía haberla derribado. Su orgullo le indicó que no valía la pena.

Adel: Pues no tienes ni idea de lo que es cuidar de un príncipe.

No respondió, sabía que no debía hacerlo. Mantuvo la cabeza gacha para que él no pudiera ver el destello de ira en sus ojos.

Adel: Los hombres no lloran, y los reyes mucho menos -dijo, pero se inclinó en un gesto más bien suave para ayudar a Andrew a incorporarse. Entonces se percató de la bola que el niño agarraba con fuerza-. ¿De dónde has sacado esto? -Volvió el enojo, cortante como una espada-. Eso está prohibido aquí. -Le arrebató la bola y el pequeño gimió-. ¿Qué pretendes, mi deshonra, la deshonra de nuestra casa?

Consciente de que la mano de su padre podía golpear con gran fuerza, Vanessa se colocó entre él y su hermano.

Ness: Es mía. Yo se la he dado.

Se preparó para el golpe, pero este no llegó. Lo que tenía delante no era una expresión de furia, sino hielo puro. Vanessa supo que la fría indiferencia podía constituir el castigo más doloroso. Tenía los ojos anegados, pero ante su padre reprimió las lágrimas. Veía que él deseaba que llorara. Si su única defensa consistía en no derramar una sola lágrima, sabría cómo conseguirlo.

Adel: ¿De modo que pretendes corromper a mí hijo? Colarle símbolos cristianos disfrazados de juguete. No podía esperar menor traición viniendo de ti. -Lanzó la bola contra la pared y la hizo añicos. Aterrorizado, Andrew se aferró a las piernas de su hermana-. Vuelve al lugar de las mujeres, que es tu sitio. A partir de ahora tienes prohibido cuidar de Andrew.

Adel cogió a su hijo y dio media vuelta. El pequeño, hecho un mar de lágrimas, iba estirando el brazo hacia ella, llamándola.


sábado, 22 de junio de 2019

Capítulo 3


A punto de cumplir los once, Zachary Efron era ya un ladrón hecho y derecho. A los diez había superado con nota las pruebas de vaciar los abultados bolsillos de los hombres de negocios que iban camino del banco, de la oficina del corredor de bolsa o del abogado o bien de algún que otro turista despistado de los que iban dando tumbos por Trafalgar Square y había pasado a escalar ventanas, a pesar de que quien lo observaba no veía en él más que a un muchacho delgado, bien parecido y muy pulcro. Tenía unas manos hábiles, unos ojos perspicaces y el instinto del escalador nato.

Con sus ágiles y finos puños dispuestos a todo, se había librado de entrar en una de las típicas bandas callejeras que deambulaban por Londres a finales de los sesenta. Nunca le dio por las flores o por llevar encima la típica parafernalia hippy. A los doce, Zachary no era mod ni rocker, sino que trabajaba por su cuenta y no veía por qué tenía que lucir una chapa que demostrara su afiliación. Era ladrón, y no matón, y despreciaba olímpicamente a los delincuentes que asustaban a las viejas y les robaban el dinero de la compra. Era un hombre de negocios y observaba divertido a los de su generación que hablaban de vida comunitaria o afinaban guitarras de segunda mano mientras sus jefes vivían con sus delirios de grandeza.

Él tenía proyectos, importantes proyectos.

Una parte central de estos era su madre. Tenía intención de dejar atrás su precaria existencia y soñaba con una gran casa en el campo, con tener un coche caro, ropa elegante y con dar fiestas. Durante el último año había empezado a fantasear con lo de conseguir una mujer también de ese nivel. Pero por el momento en su vida no había más mujer que Mary Efron, la que lo había puesto en el mundo y lo había criado en solitario. Su mayor ilusión era la de ofrecerle una vida mejor, cambiar la llamativa quincalla que llevaba encima por lo auténtico, sacarla de aquel minúsculo piso situado en el extremo de lo que se iba convirtiendo a marchas forzadas en el barrio de moda de Chelsea.

Hacía frío en Londres. El viento le azotaba el rostro con la húmeda nieve mientras corría hacia el cine Faraday, donde trabajaba Mary. Vestía bien. Un poli de calle difícilmente miraría dos veces a un muchacho tan arreglado, con un cuello tan pulcro. De cualquier modo, Zachary no soportaba un pantalón remendado ni unos puños deshilachados. Con su ambición, su independencia y con las miras en el futuro, había encontrado la forma de tener lo que quería.

Había nacido pobre y sin padre. A los catorce aún no era lo suficientemente adulto para considerar aquello como una ventaja, como la baza principal para su objetivo básico. Odiaba la pobreza, pero odiaba más de lo que nunca habría sido capaz de expresar al hombre que había entrado y salido en la vida de su madre y lo había engendrado a él. Según él, Mary se merecía algo mejor. Y Dios sabía que eso era lo que él había conseguido. Ya en su tierna infancia empezó a poner en solfa sus ágiles dedos y a aplicar todo su ingenio en asegurar que los dos pudieran prosperar.

Llevaba en el bolsillo una pulsera de perlas y diamantes, junto con unos pendientes a juego. Le había decepcionado un poco examinarlos bajo la lupa. Los diamantes no eran de primera calidad y el mayor de ellos no llegaba a medio quilate. No obstante, las perlas tenían un buen lustre y pensó que su perista de Broad Street le ofrecería un buen precio por el juego. Zachary mostraba tanto talento a la hora de negociar como a la hora de forzar cerraduras. Sabía exactamente lo que exigiría por aquello que llevaba en el bolsillo. Dinero suficiente para comprar a su madre un abrigo con cuello de piel para Navidad, y aún le sobraría un pico para guardar en lo que él llamaba su fondo para el futuro.

Vio una cola zigzagueante frente a la taquilla del Faraday. Se anunciaba la sesión especial de vacaciones de La Cenicienta de Walt Disney, de modo que el grueso estaba formado por críos que lloriqueaban, alborotados, al lado de sus agotadas madres o canguros. Zachary pasó la puerta sonriendo. Habría jurado que su madre había visto la película una docena de veces. Nada le emocionaba tanto como el «y fueron felices para siempre».

Zac: Mamá.

Entró en la taquilla para darle un beso en la mejilla. Allí dentro casi hacia tanto frío como fuera, a merced del viento. Zachary pensó en el abrigo de lana rojo que había visto en el escaparate de Harrods. Su madre estaría guapísima con él.

Mary: ¡Zac!

Como siempre, la alegría iluminó los ojos de Mary al verlo. Un muchacho tan atractivo, con su alargado rostro, el aire intelectual, el pelo rubio. Como les ocurría a muchas, Mary no notaba aquella especie de punzada al ver al hombre al que había querido con tanta pasión, tan poco tiempo, reflejado en el rostro de su hijo. Zachary le pertenecía. Era de ella y de nadie más. Nunca le había dado el menor quebradero de cabeza, ni siquiera de pequeño. Y jamás se había arrepentido de haber decidido tenerlo, a pesar de encontrarse sola, sin marido, sin familia. En efecto, a Mary nunca le había pasado por la cabeza acudir a una de esas habitaciones minúsculas, de color indefinido, donde una mujer podía deshacerse de un problema antes de que llegara a convertirse en ello.

Zachary era la alegría de su vida, la había sido desde el momento de la concepción. Lo único que lamentaba era que su hijo odiara al padre que nunca había conocido y fuera buscándolo en el rostro de cada hombre que veía.

Zac: Tienes las manos frías -dijo a su madre-. Tendrías que ponerte los guantes.

Mary: Tengo problemas con el cambio si los llevo -sonrió a la joven que llevaba a un niño cogido por la nuca. Ella nunca había tenido que sujetar a Zachary de aquella forma-. Aquí tiene, querida. Que disfruten.

Trabajaba demasiado, pensaba Zachary. Demasiado, demasiadas horas por demasiado poco. A pesar de que se mostraba evasiva con lo de su edad, él sabía que apenas había cumplido los treinta. Y era atractiva. Su aspecto joven y refinado le hacía sentir orgulloso de ella. Tal vez no pudiera permitirse ropa de Mary Quant, pero elegía con sumo cuidado lo poco que compraba, y se inclinaba siempre por colores atrevidos. Le encantaba hojear revistas de moda y de cine e imitar peinados. Puede que llevara las medias a arreglar, pero Mary Efron no era una antigualla, ni de lejos.

Seguía esperando que otro hombre entrara en su vida y se la cambiara. Zachary se fijó en la minúscula cabina que siempre olía a gases de tubo de escape de la calle. Él se adelantaría para cambiar las cosas.

Zac: Tendrías que decirle a Faraday que te ponga algo más que esa porquería de estufa aquí.

Mary: Déjalo, Zac -contó el cambio que iba a dar a dos jovencitas que no paraban de reír e intentaban desesperadamente flirtear con su hijo-.

Pasó las monedas por la pequeña rampa reprimiendo una sonrisa. ¿Cómo iba a culparlas? Si había pillado incluso a la sobrina de su vecina, que por lo menos tenía veinticinco, intentando llamar la atención de Zac. Invitándolo a un té. Pidiéndole si podía arreglarle una puerta que chirriaba. ¡Qué chirriaba! ¡No te digo! Mary lanzó el cambio con tanto ímpetu que hizo refunfuñar a una muchacha de cara redonda que acompañaba a un crío.

Pues ella iba a poner fin a aquello. Sabía que su hijo la abandonaría un día y que lo haría por una mujer. Pero no por una foca tetuda que le llevaba una docena de años. Eso no ocurriría mientras Mary Efron estuviera en sus cabales.

Zac: ¿Qué te pasa, mamá?

Mary: ¿Qué? -Disimuló, pero casi se sonrojó-. Nada, cariño. ¿Quieres pasar a ver la película? Al señor Faraday no le importará.

Mientras no me vea, pensó Zachary con una risita. Menos mal que hacía tiempo que había tachado a Faraday de la lista de sus posibles padres.

Zac: No, gracias. Solo he venido para decirte que tengo unos recados por hacer. ¿Quieres que compre algo en el mercado?

Mary: Un pollo no estaría mal.

Mary sopló con aire ausente sobre sus manos al apoyarse en el respaldo del asiento. Hacía frío en aquella cabina y la cosa iría en aumento a medida que avanzara el invierno. Y en verano era como uno de aquellos baños turcos sobre los que había leído. Pero era un lugar de trabajo. Una mujer con un hijo a quien criar, sin muchos estudios, tenía que aceptar lo que le ofrecieran. Empezó a buscar en su bolso de piel de imitación. Jamás había pasado por su cabeza despistar algún billete de la caja.

Zac: Aún me queda algo.

Mary: Muy bien. Que te lo den del día, ¿eh?

Entregó cuatro entradas a una mujer agobiada que iba con dos muchachos peleones y a una niña que soltaba unas lágrimas como puños.

La película iba a empezar en cinco minutos. Tendría que permanecer en la taquilla otros veinte por si llegaba algún rezagado.

Mary: Coge el dinero que hayas pagado por el pollo del bote cuando llegues a casa -le dijo, a sabiendas de que no lo haría. Aquel santo que tenía por hijo lo que hacía era añadir dinero en lugar de sacarlo-. Pero ¿no tendrías que estar en el instituto?

Zac: Es sábado, mamá.

Mary: Sábado. Sí, claro, sábado. -Intentando no suspirar al arquear la espalda, cogió una de sus vistosas revistas, ya bastante manoseadas-. El mes que viene, el señor Faraday va a poner un ciclo de Gary Grant. Incluso me pidió que le ayudara a escoger las películas.

Zac: ¡Qué detalle!

La bolsita de piel empezaba a pesar en el bolsillo de Zachary y él ya tenía ganas de estar fuera de allí.

Mary: Vamos a empezar con una de mis preferidas: Atrapa a un ladrón. Te encantaría.

Zac: Puede -dijo mirando a los cándidos ojos de su madre. ¿Qué era lo que sabía?, pensó. Nunca hacía preguntas, jamás se planteaba de dónde salían los pequeños extras que llevaba a casa. No era tonta. Solo optimista, decidió, y le dio otro beso en la mejilla-. ¿Te acompaño a verla en tu día libre?

Mary: Me encantaría. -Reprimió el deseo de acariciarle el cabello, consciente de que le haría sentir incómodo-. Trabaja Grace Kelly. Imagínate, una princesa en la vida real. Estaba pensando en ello esta misma mañana cuando he visto en esta revista un artículo sobre Phoebe Spring.

Zac: ¿Quién?

Mary: ¡Oh, Zachary! -Chasqueó la lengua y pasó una página-. Phoebe Spring. La mujer más guapa del mundo.

Zac: La mujer más guapa del mundo es mi madre -sabía que la haría reír y se ruborizaría-.

Mary: ¡Vaya labia! -En efecto, se echó a reír, con ganas, de la forma que a él le gustaba oírla-. Mírala. Era actriz, una actriz estupenda, y se casó con un rey. Ahora vive con el hombre de sus sueños en un fabuloso palacio de Jaquir. Realmente de película. Y esta es su hija. La princesa. Apenas ha cumplido los siete años y ya es toda una belleza, ¿no crees?

Zachary echó una mirada distraída a la imagen.

Zac: Es una cría.

Mary: No sé… Pobrecita… tiene unos ojos tan tristes…

Zac: Ya te estás montando películas otra vez. -Cerró la mano en la bolsa que guardaba en el bolsillo. Dejaría a su madre con sus fantasías, sus sueños sobre Hollywood, sobre la realeza y las limusinas blancas. Pero conseguiría que ella subiera a una. ¡Qué demonios! Le compraría una. Puede que en aquellos momentos solo pudiera leer historias de reinas, pero algún día viviría como una de ellas-. Me voy.

Mary: Que lo pases bien, cariño.

Mary se había enfrascado otra vez en la lectura. Una niña preciosa, pensó de nuevo, y notó un impulso maternal.


miércoles, 19 de junio de 2019

Capítulo 2


Jaquir, 1968

Acurrucada de costado, desvelada por la emoción, Vanessa observaba el reloj, cuyas agujas se acercaban a la medianoche. Su cumpleaños. Iba a cumplir cinco años. Se tumbó boca arriba y guardó para sí misma la emoción. El palacio dormía, pero en unas horas saldría el sol y el almuecín subiría los peldaños de la mezquita para llamar a los fieles a la oración. Empezaría entonces el día, el más maravilloso de su vida.

Por la tarde, música, regalos y bandejas de bombones. Todas las mujeres se pondrían sus vestidos más bonitos y se organizarían bailes. Aparecería todo el mundo: la abuela para contarle cuentos; tía Laila, la que siempre sonreía y nunca regañaba a nadie, iría con Donna; Felicia, con su contagiosa risa, llegaría con su prole. Vanessa no pudo contener una risita. En las estancias de las mujeres resonarían los gritos de alegría y todo el mundo le diría a ella que estaba muy guapa.

Mamá le había prometido que sería un día muy especial. Su día. Con el permiso de su padre, por la tarde irían a la playa. Estrenaría vestido, un vestido precioso de seda a rayas, con todos los colores del arco iris. Mordiéndose el labio, Vanessa volvió la cabeza para mirar a su madre.

Phoebe dormía, con el rostro como el mármol a la luz de la luna y, por una vez, relajado. A Vanessa le encantaban aquellos días en los que su madre le permitía meterse en aquella enorme y mullida cama para dormir. Le parecía una verdadera gozada. Se encogía entre los brazos de su madre y escuchaba las historias que ella le explicaba sobre lugares como Nueva York y París. A veces a las dos les daba la risa tonta.

Con cuidado, pues no quería despertarla, Vanessa estiró el brazo para acariciar el pelo de su madre. La fascinaba. Contra la almohada, parecía oro, un oro maravilloso, deslumbrante. A los cinco años, Vanessa ya era suficientemente mayor para envidiar el pelo de su madre. El suyo era espeso y negro como el de todas las mujeres de Jaquir. Solo Phoebe tenía el pelo rubio y la piel blanca. Solo Phoebe era estadounidense. Vanessa era medio estadounidense, algo que Phoebe únicamente le recordaba cuando estaban solas.

Eran cosas que enfurecían a su padre.

A Vanessa le habían enseñado a evitar los temas que podían hacer enojar a su padre, aunque no entendía por qué le cambiaba la mirada y la expresión de los labios cuando alguien le recordaba que Phoebe era estadounidense. Había sido estrella de cine. Una descripción que desconcertaba a Vanessa, pero le gustaba oírla. Estrella de cine. Unas palabras que la transportaban a unas preciosas luces en un cielo oscuro.

Su madre había sido una estrella, ahora era reina, la primera esposa de Adel, soberano de Jaquir, jeque de jeques. Su madre era la mujer más bonita del mundo, con sus grandes ojos azules y sus suaves y carnosos labios. Descollaba entre las otras mujeres del harén, hacía que todas parecieran unos inquietos pajaritos. Vanessa solo quería que su madre fuera feliz. Ahora que iba a cumplir los cinco, deseaba ardientemente empezar a entender por qué veía a su madre triste y llorosa tan a menudo cuando esta creía que estaba sola.

En Jaquir se protegía a las mujeres. Las que vivían en la casa de Jaquir no tenían que trabajar ni preocuparse por nada. Se les ofrecía todo lo que necesitaban: bellas habitaciones, los más dulces perfumes. Su madre tenía ropa y joyas preciosas. Tenía el Sol y la Luna.

Vanessa cerró los ojos; sería mejor recordar el deslumbrante collar que lucía su madre. Ver cómo emitía sus destellos el gran diamante, el Sol, y el brillo de la extraordinaria perla, la Luna. Phoebe le había prometido que un día lo llevaría ella.

Cuando fuera mayor. A gusto, tranquila y arrullada por la pausada respiración de su madre, con la mente en la fiesta del día siguiente, Vanessa dejaba volar la imaginación. Cuando fuera mayor, cuando fuera una mujer y no una niña, llevaría un velo. Un día escogerían para ella un marido y se casaría. El día de la boda luciría el Sol y la Luna y se convertiría en una buena y prolífica esposa.

Daría fiestas a las que invitaría a las otras mujeres y les serviría pasteles escarchados mientras las sirvientas repartirían bandejas de bombones. Tendría un marido apuesto y poderoso, como su padre. Quizá sería rey, también, y la valoraría por encima de todas las cosas.

Mientras se libraba al sueño, Vanessa iba enroscando el extremo de un mechón de su larga cabellera en su índice. Su futuro esposo la querría del modo que deseaba que la quisiera su padre. Le daría unos hijos preciosos, muchos hijos preciosos, para que las otras mujeres la miraran con envidia y respeto. Y no con lástima. No con la lástima con la que miraban a su madre.

La luz del pasillo la despertó. Entró alguien al abrirse la puerta y cayó luego formando una definida línea en el suelo. La pequeña vio la sombra a través de la gasa que rodeaba su cama como si fuera un capullo.

Experimentó de entrada un sentimiento de amor, en un frustrado estallido que supo identificar, aunque fuera demasiado joven para comprender. Luego apareció el miedo, el miedo que siempre había seguido de cerca al amor que sentía cada vez que veía a su padre.

Se enfadaría al encontrarla allí, en la cama de su madre. Sabía, pues en las charlas en el harén nadie se andaba con tapujos, que casi nunca iba a aquella habitación, sobre todo desde que los médicos habían dicho que Phoebe no tendría más hijos. Vanessa pensó que tal vez quisiera ver a su madre por su extraordinaria belleza. Pero cuando se acercó, el temor le puso un nudo en la garganta. De prisa, en silencio, bajó de la cama y se agachó en un lado, entre las sombras.

Adel, con los ojos fijos en Phoebe, apartó la mosquitera. Ni se había molestado en cerrar la puerta. Nadie iba a atreverse a estorbarle.

La luz de la luna llegaba al pelo, al rostro de Phoebe. Parecía una diosa, lo mismo que el día en que él la había conocido. Aquel día, en la pantalla no vio más que su deslumbrante belleza, su aguda sensualidad. Phoebe Spring, la actriz norteamericana, la mujer a la que los hombres deseaban y al mismo tiempo temían, por su exuberante cuerpo y sus inocentes ojos. Adel estaba acostumbrado a poseer lo mejor, lo más grande, lo más costoso. Había querido poseerla entonces, con un ansia que no había experimentado con otra mujer. La había encontrado y cortejado tal como les gustaba a las occidentales. Poco después la convirtió en su reina.

Ella lo hechizó. Por ella había puesto en peligro el patrimonio, desafiado las tradiciones. Había tomado por esposa a una occidental, a una actriz, a una cristiana. Y había recibido su castigo: su semilla en ella solo le había proporcionado un vástago, una niña.

Aun así, despertaba su deseo. Su vientre era infecundo, pero su belleza lo provocaba. Incluso cuando la fascinación se convirtió en repugnancia, siguió sintiendo el deseo. Lo avergonzaba, profanaba su honor, con su ignorancia respecto al islam, pero su cuerpo nunca dejaba de codiciar el de ella.

Cuando hundía su virilidad en lo más profundo de otra mujer, era con Phoebe con quien hacía el amor, la piel de Phoebe la que olía, sus gritos los que oía. Aquella era la vergüenza que mantenía en secreto. Solo por eso podría haberla odiado. Pero lo que lo movía a despreciarla era la vergüenza pública, el que le hubiera dado solo una hija.

Deseaba hacerla sufrir, hacérselo pagar, como había sufrido y pagado él. Tiró de la sábana.

Phoebe se despertó, turbada, con el corazón acelerado. Lo vio de pie frente a ella entre las sombras. En un primer momento pensó que se trataba del sueño, en el que había vuelto a ella, para amarla como había hecho en otra época. Pero vio sus ojos y se dio cuenta de que en ellos no había sueño, ni amor.

Phoebe: Adel. -Pensó en la niña y echó una rápida mirada a uno y otro lado. En la cama solo estaba ella. Vanessa se había ido, gracias a Dios-. Es tarde -empezó a decir, pero tenía la garganta tan seca que apenas se hacía oír. A la defensiva, se iba deslizando ya hacia atrás; las sábanas de satén hacían frufrú bajo su cuerpo, que formaba un ovillo. Él no dijo nada pero se quitó la bata blanca-. Por favor. -Sabía que era inútil, pero las lágrimas inundaron sus ojos-. No, por favor.

Adel: Una mujer no tiene derecho a negarse a los deseos de su marido.

Observándola, viendo cómo su exuberante cuerpo temblaba en la cama, Adel se sintió poderoso, dueño de nuevo de su propio destino. Fuera lo que fuera aquella mujer, le pertenecía, lo mismo que las joyas que adornaban sus propios dedos o los caballos que tenía en los establos. La agarró por el canesú del camisón y le dio la vuelta.

En las sombras, junto a la cama, Vanessa empezó a temblar.

Su madre lloraba. Se peleaban, a gritos, con palabras que ella no acertaba a comprender. Vio a su padre desnudo contra la luz de la luna, su oscura piel brillante, más por el deseo que por el bochorno. Era la primera vez que veía el cuerpo de un hombre, pero no se inmutó. Conocía la existencia del sexo, sabía que el órgano viril de su padre, aquello que parecía tan duro y amenazante, podía hundirse en su madre y hacer un hijo. Sabía que había placer en aquello, que era algo que una mujer deseaba por encima de todo. En efecto, lo había oído miles de veces, puesto que en el harén las conversaciones sobre el sexo eran constantes.

Pero su madre no podía tener más hijos, y si aquel acto implicaba placer, ¿por qué lloraba y le suplicaba que la dejara?

Una mujer tenía que acoger a su marido en el lecho matrimonial, pensó Vanessa mientras sus ojos también se inundaban de lágrimas. Tenía que ofrecerle lo que él quisiera. Alegrarse de ser deseada, criar en su vientre a sus hijos.

Oyó la palabra «puta». No la conocía, pero le pareció fea en los labios de su padre, algo que no iba a olvidar.

Phoebe: ¿Cómo puedes insultarme así? -la voz le temblaba entre sollozos mientras intentaba apartarse de Adel. En otra época había disfrutado al notar los brazos de él alrededor de su cuerpo, al ver el brillo de su piel a la luz de la luna. Ahora no sentía más que miedo-. Nunca he estado con otro. Solo contigo. Tú sí tomaste a otra esposa cuando ya teníamos a la niña.

Adel: No me has dado nada. -Hundió la mano en la cabellera de ella, fascinado y al mismo tiempo con una sensación de repugnancia ante aquel fuego-. Una niña. Peor que nada. Cada vez que la veo me acuerdo de la vergüenza que siento.

Con un golpe, Phoebe consiguió que él echara la cabeza hacia atrás. Aunque hubiera sido más rápida, no habría podido huir. Adel la abofeteó con el reverso de la mano y le hizo tambalearse. Ardiente de deseo e ira, le arrancó el camisón.

El cuerpo de Phoebe era realmente el de una diosa, la fantasía de cualquier hombre. Sus generosos senos palpitaban al ritmo de su corazón, acelerado por el terror. Un rayo de luna iluminaba su pálida piel y también los oscuros moretones que habían dejado en ella las manos de Adel. Tenía las caderas redondeadas. Cuando la pasión se apoderaba de ella eran capaces de moverse como una centella, al ritmo de las acometidas de Adel. Sin vergüenza. En él, el deseo era como un dolor, como un demonio arañando. Una lámpara se cayó en la mesilla mientras forcejeaban, esparciendo por el suelo una lluvia de cristales.

Paralizada por el terror, Vanessa veía cómo su padre hundía los dedos en los blancos y henchidos senos de su madre, mientras ella suplicaba, se resistía. El hombre tenía derecho a pegar a su esposa. Ella no podía rechazarlo en el lecho nupcial. Así funcionaba. Sin embargo… Vanessa se tapó con fuerza los oídos para no escuchar los gritos de Phoebe cuando él se colocó sobre ella, penetrándola con violencia una y otra vez.

Con el rostro húmedo por las lágrimas, Vanessa gateó bajo la cama. Siguió apretándose las manos contra los oídos hasta que empezaron a dolerle, pero no por ello dejó de oír los resoplidos de su padre, el desesperado llanto de su madre. Por encima de su cuerpo, la cama se agitaba. Se acurrucó con la idea de convertirse en algo tan sumamente insignificante que llegara a no oír, incluso a no ser.

Nunca había oído la palabra «violación», pero después de aquella noche nadie tuvo que explicarle el significado.

Phoebe: ¡Qué callada estás, Ness! -iba acariciando lentamente la cabellera de su hija, que le llegaba a la cintura. Ness. Adel no soportaba aquel diminutivo, y llegaba a tolerar su nombre más formal, Vanessa, porque la primera en su descendencia había sido una hembra de sangre mezclada. Phoebe repitió el diminutivo y le preguntó-: ¿No te gustan los regalos?

Ness: Sí, mucho.

Vanessa llevaba el vestido nuevo, pero ya lo había aburrido. Ante el espejo veía la cara de su madre tras la suya. Phoebe se había esmerado en taparse con maquillaje el moretón, pero Vanessa detectaba la sombra por debajo.

Phoebe: ¡Qué guapa estás! -la hizo girar para tomarla en brazos. En un día corriente, Vanessa no se habría fijado en cómo la estrechaba, no habría identificado el punto de desesperación en el tono de su madre-. Mi princesita. ¡Cuánto te quiero, Ness! Más que a nada en el mundo.

Olía como las flores, como las cálidas flores llenas de color del jardín. Vanessa aspiró el aroma de su madre al hundir el rostro en su pecho. Le dio un beso en él, recordando la crueldad con la que lo había manoseado su padre la noche anterior.

Ness: ¿No te marcharás? ¿No me dejarás?

Phoebe: ¿De dónde salen estas ideas? -Con media sonrisa, la apartó un poco para observarla. Al ver sus lágrimas, la sonrisa se heló en su rostro-. Pero ¿qué pasa, pequeña?

Abatida, Vanessa apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

Ness: He soñado que él te echaba. Que te ibas y no volvía a verte.

La mano de Phoebe se detuvo un instante y luego siguió acariciándola.

Phoebe: No es más que un sueño, cariño. Yo nunca te dejaré.

Vanessa se sentó en el regazo de su madre, contenta de que la mecieran y la tranquilizaran. A través de la celosía de las ventanas, unos dedos de luz se abrían paso en la habitación y trazaban unas líneas en la alfombra.

Ness: De haber sido yo un niño, él nos querría.

El enojo se apoderó de ella con tanta rapidez que Phoebe casi lo notó como un sabor en la lengua. Pero inmediatamente se convirtió en desesperación. De todas formas, seguía siendo una actriz. Si no aprovechaba el talento para otra cosa, lo usaría para proteger lo que era suyo.

Phoebe: ¡Qué tonterías dices en el día de tu cumpleaños! ¿Qué gracia tiene un niño? No pueden llevar bonitos vestidos.

Aquello hizo reír a Vanessa, que se arrimó más a su madre.

Ness: Si pusiéramos un vestido a Andrew, parecería una muñeca.

Phoebe apretó los labios intentando contener una punzada de dolor. Andrew. El hijo que había tenido la segunda esposa de Adel después de que ella fracasara. Fracasara no, rectificó acto seguido. Ya empezaba a pensar como una musulmana. ¿Cómo podía haber fracasado si tenía una preciosa niña en sus brazos?

«No me has dado nada. Una niña. Peor que nada». Todo -pensó Phoebe airada-. Te lo he dado todo.

Ness. ¿Mamá?

Phoebe: Estaba pensando -sonreía mientras ponía a Vanessa en el suelo-. Pensaba que te falta otro regalo. Uno secreto.

Ness: ¿Secreto? -aplaudió, dejando atrás las lágrimas-.

Phoebe: Siéntate y cierra los ojos.

Encantada, Vanessa obedeció, instalándose en una silla e intentando no impacientarse. Phoebe había escondido la pequeña bola de cristal entre unas capas de ropa. No había sido fácil pasarla clandestinamente por la frontera, pero había aprendido a ser ingeniosa. También le había costado pasar las pastillas, las pequeñas pastillas de color rosa que la ayudaban a soportar los días. Adormecían el dolor y aligeraban el corazón. La mejor compañera de la mujer. Sobre todo en un país en el que una mujer necesitaba todas las amistades posibles. Si descubrían las pastillas, podía tener que enfrentarse a una ejecución pública. Pero de no disponer de ellas, no estaba segura de ser capaz de sobrevivir.

Un círculo vicioso. Lo único que la animaba era Vanessa.

Phoebe: Vale -se arrodilló junto a la silla. La pequeña llevaba un collar de zafiros y unos brillantes aretes en las orejas. Phoebe esperaba que el pequeño regalo que iba a entregarle ahora tuviera más significado-. Abre los ojos.

Era algo sencillo, tanto que casi parecía ridículo. En Estados Unidos por unos dólares se podían comprar a miles en las tiendas durante las vacaciones. Vanessaabrió mucho los ojos, como si tuviera una pieza mágica en las manos.

Phoebe: Es nieve -dio otra vez la vuelta a la bola, con lo que hizo bailar los blancos copos-. En Estados Unidos nieva en invierno. Mejor dicho, lo hace en muchos lugares de Estados Unidos. En Navidad, decoramos un árbol con bonitas luces y bolitas de colores. Abetos, como el que ves aquí. Una vez, mi abuelo me llevó en un trineo como este. -Apoyando su cabeza contra la de Vanessa, observó el caballo y el trineo en miniatura del interior de la bola de cristal-. Un día te llevaré allí, Ness.

Ness: ¿Hace daño?

Phoebe: ¿La nieve? -se echó a reír y agitó de nuevo la bola. La escena cobró vida otra vez, con la nieve arremolinándose alrededor del decorado abeto y del hombrecito en el trineo detrás de un pulcro caballo marrón. Era una ilusión. Todo lo que le quedaba eran ilusiones y una hijita a quien proteger-. No. Es fría y húmeda. Puedes hacer figuras con ella. Hombres de nieve, bolas de nieve, fortines. Sobre los árboles es muy bonita. ¿Ves? Como aquí.

Vanessa inclinó la bola. El pequeño caballo marrón levantaba una pata mientras los copos giraban alrededor de su cabeza.

Ness: Es muy bonita, más que mi vestido nuevo. Quiero enseñársela a Donna.

Phoebe: No -sabía lo que ocurriría si Adel se enteraba. La bola era un símbolo de una fiesta cristiana. Desde el nacimiento de Vanessa, se había convertido en un fanático en cuanto a religión y tradición-. Es nuestro secreto, ¿te acuerdas? Puedes mirarlo cuando estemos solas, pero nunca si hay alguien delante. -Cogió la bola y la escondió en el cajón-. Y ahora vamos a la fiesta.

A pesar de que funcionaban los ventiladores y de que las celosías estaban cerradas para impedir que penetrara el sol, hacía calor en el harén. La luz procedente de las lámparas con afiligranadas pantallas era tenue, agradable. Las mujeres se habían puesto sus mejores y más vistosos vestidos. En un abrir y cerrar de ojos habían dejado en la puerta los negros abayas y los velos y habían pasado de cuervos a pavos reales.

Junto con los velos habían abandonado también el silencio e iniciado las charlas sobre hijos, sexo, moda y fertilidad. En unos momentos, en el harén, con su tamizada luz y sus grandes cojines, empezó a notarse el perfume a mujeres y a incienso.

Por su categoría, Vanessa saludó a las invitadas con un beso en cada mejilla mientras iban sirviendo, en unas frágiles tazas sin asa, té verde y café con especias. Tenía allí junto a ella a tías y primas, así como a una serie de princesas de menor rango, quienes, al igual que las otras mujeres, hacían alarde tanto de sus joyas como de su prole, los dos principales símbolos del éxito en su cerrado mundo.

A Vanessa le parecían muy guapas, con sus largos vestidos que, con el movimiento, emitían el sonido del roce de la seda, de unos colores a cual más espectacular. Desde atrás, Phoebe contemplaba un desfile de vestidos que no habría desdicho en un salón del siglo XVIII. Aceptaba las miradas de conmiseración que le dirigían con la misma expresión estoica que aguantaba las más petulantes. Sabía perfectamente que allí era la intrusa, la occidental que no había podido dar un heredero al rey. Sé decía a sí misma que poco importaba que la aceptaran mientras se mostraran amables con Vanessa.

Y no tenía por qué sufrir por ello: Vanessa formaba parte del grupo, algo que Phoebe nunca había conseguido.

Se lanzaban hambrientas hacia el bufé, degustándolo todo con los dedos, cuando ella utilizaba siempre las cucharitas de plata. Si engordaban y los vestidos les quedaban estrechos comprarían otros nuevos. Las compras, pensaba Phoebe, eran lo que ayudaba a las mujeres árabes a pasar el día, lo mismo que conseguía ella con las pastillas rosas. Ningún hombre, a excepción del marido, el padre o los hermanos, veía nunca sus ridículos vestidos. A la salida del harén, se pondrían de nuevo los mantos, el velo para cubrir la cara y esconder el cabello. Fuera de aquellos muros había que tener en cuenta el aurat, lo que no podía mostrarse.

¡Y los jueguecitos que montaban!, pensó Phoebe, asqueada. Además estaba la henna, los perfumes, los rutilantes anillos. ¿Podían considerarse felices cuando incluso ella, a quien todo aquello le traía sin cuidado, era capaz de ver el aburrimiento dibujado en sus rostros? Solo pedía a Dios no ver nunca aquella expresión en el de Vanessa.

Ya a sus cinco años, la pequeña tenía suficiente desenvoltura para ocuparse de que sus invitadas se distrajeran y se sintieran cómodas. Hablaba árabe con soltura, con musicalidad. Nunca había sido capaz de confesar a su madre que aquel idioma le resultaba más fácil que el inglés. Pensaba en árabe, incluso sentía en árabe, y tenía que traducir al inglés tanto los pensamientos como las emociones antes de poderlos comunicar a su madre.

Se sentía feliz allí, en aquella atmósfera en la que dominaban las voces femeninas, los perfumes femeninos. El mundo del que de vez en cuando le hablaba su madre para ella no era más que un cuento de hadas. La nieve era en realidad algo que bailaba en una pequeña bola de cristal.

Ness: ¡Donna!

Vanessa cruzó la estancia corriendo para ir a dar un beso a su prima preferida. Donna estaba a punto de cumplir los diez y, para envidia y admiración de Vanessa, era casi una mujer.

Donna le devolvió el abrazo.

Donna: Llevas un vestido precioso.

Ness: Sí.

Pero Vanessa no pudo resistir la tentación de acariciar con la mano la manga de su prima.

Donna: Es terciopelo -le dijo dándose aires. El hecho de que la gruesa tela le diera un calor insoportable no podía compararse con el reflejo que había visto en su espejo-. Papá me lo compró en París. -Dio una vuelta entera. Era una muchacha morena, delgada, con un rostro agradable, huesudo, y unos ojos muy grandes-. Me ha prometido que cuando vaya otra vez me llevará con él.

Ness: ¿En serio? -tuvo que reprimir la envidia que iba sintiendo en su interior. Todo el mundo sabía que Donna era una de las favoritas de su padre, el hermano del rey-. Mi madre ha estado allí.

Por su buen corazón y por lo feliz que la hacía el vestido de terciopelo, Donna acarició el pelo de Vanessa.

Donna: Tú también irás algún día. Tal vez cuando seamos mayores iremos juntas.

Vanessa notó que alguien tiraba de su falda. Se volvió y vio a Andrew, su hermanastro. Lo cogió en brazos para darle un par de besos y lo hizo chillar y reír.

Ness: ¡El niño más elegante de Jaquir!

El crío, aunque tenía dos años menos que ella, pesaba lo suyo, por lo que Vanessa tuvo que hacer un esfuerzo para no soltarlo. Tambaleándose un poco, lo llevó hacia la mesa para servirle un generoso plato de postre.

Todas las niñas mimaban y contemplaban a los pequeños. Las de la edad de Vanessa, incluso las más pequeñas que ella, se pasaban el día agasajándolos, llevándolos en palmas, consintiéndolos. Desde que nacían, a las niñas se les enseñaba a dedicar todo su tiempo y energía a complacer a los hombres. Vanessa solo sabía que adoraba a su hermanito y le gustaba verlo sonreír.

Phoebe no podía soportarlo. Observaba cómo su hija servía al hijo de la mujer que había ocupado su lugar en el lecho de su marido y también en su corazón. ¿Qué importaba que la ley allí estipulara que un hombre podía tener cuatro mujeres? No era su ley, ni su mundo. Había vivido en él seis años, podía vivir sesenta más, pero nunca sería su mundo. No soportaba aquellos olores, el perfume denso y empalagoso que tenía que soportar un día tras otro en su gris existencia. Phoebe se pasó la mano por la sien, donde notaba un inicio de jaqueca. El incienso, las flores, perfume sobre perfume.

Tampoco soportaba el calor, el implacable calor.

Le apetecía beber algo, pero no el café o el té que servían siempre, sino una copa de vino. Una copa de vino fresco. Pero en Jaquir el vino estaba prohibido. Permitían la violación, pensó mientras acariciaba su dolorida mejilla, pero no el vino. Violación sí, pero vino no. Carreras de camellos y velos, llamadas a la oración y poligamia, pero ni una gota de aquel Chablis tan fresco, ni una copita de delicioso Sancerre seco.

¿Cómo había podido considerar bonito aquel país al llegar a él como novia? Había contemplado el desierto, el mar, los altos muros blancos del palacio y le había parecido el lugar más misterioso y exótico del mundo.

En aquellos momentos estaba enamorada. ¡Y, por todos los santos, seguía estándolo! En aquel primer tiempo, Adel le había mostrado la belleza de su país y la riqueza de su cultura. Ella había abandonado el suyo y sus costumbres para intentar convertirse en lo que él deseaba. Y lo que deseaba resultó ser la mujer que había visto en la pantalla, el símbolo sexual y de la inocencia que había aprendido a representar. Pero Phoebe era demasiado real.

Adel quiso un hijo. Ella le dio una hija. Quiso que ella se convirtiera en hija de Alá, pero ella era y seguiría siendo un producto de su propia educación.

No le apetecía pensar en ello, en él, en su vida, ni en el dolor. Necesitaba evadirse un poco. Solo tomaría otra pastilla, se dijo, para poder soportar el resto del día.




Os informo que algunos nombres eran originalmente árabes, pero los cambie para que fuera más fácil a la hora de recordarlos para ubicar a los personajes.


domingo, 16 de junio de 2019

Primera parte: La amargura. Capítulo 1


Nueva York, 1989

Stuart Spencer odiaba a muerte aquella habitación de hotel. Lo único positivo era que, al estar en Nueva York, su esposa, que se encontraba en Londres, no podía perseguirlo para que siguiera con la dieta. Había pedido al servicio de habitaciones un sándwich de tres pisos y estaba saboreando cada uno de sus bocados.

Era un hombre corpulento, que ya encalvecía, pero sin el temperamento de natural alegre que uno podría esperar de alguien con su aspecto. Lo tenía amargado una ampolla que le había salido en el talón y también el resfriado, que le embotaba la cabeza. Después de tomarse media taza del té que le habían servido decidió, con su maniático chovinismo británico, que por mucho que lo intentaran los estadounidenses eran totalmente incapaces de preparar un té decente.

Lo que él quería era tomar un baño caliente, una buena taza de Earl Grey y pasar una hora tranquilo, pero temía que aquel hombre tan impaciente que veía plantado ante la ventana lo obligara a aplazarlo todo… tal vez indefinidamente.

Stuart: Bueno, estoy aquí, ¡maldita sea!

Frunciendo el ceño, miró cómo Zachary Efron tiraba de la cortina.

Zac: Una vista maravillosa -fijó la mirada en la pared de otro edificio-. Es lo que da el toque acogedor al sitio.

Stuart: Tengo que recordarte, Zachary, que no me gusta nada cruzar el Atlántico en invierno. Además, en Londres me espera un montón de trabajo atrasado, todo por tu culpa y por tu inadmisible sistema de trabajo. Así que, si tienes información para mí, me la pasas. Y enseguida, si no es mucho pedir.

Zachary siguió mirando por la ventana. Tenía los nervios de punta por el resultado de la reunión informal que había pedido, pero en su fría actitud nada insinuaba, ni por asomo, la tensión que vivía.

Zac: Ya que estás aquí, Stuart, tendré que llevarte a algún espectáculo. A un musical. Te haces mayor y te estás volviendo adusto.

Stuart: ¡Empieza de una vez!

Zachary dejó la cortina en su sitio y se acercó despacio al hombre al que llevaba unos años informando. Su oficio exigía una gracia y un vigor que solo podían ser fruto de la seguridad en sí mismo. Tenía treinta años y ya un cuarto de siglo de experiencia profesional a sus espaldas. Había nacido en los suburbios de Londres, aunque ya de joven conseguía que lo invitaran a las mejores fiestas sociales, una especie de proeza cuando no había llegado aún la avalancha de los mods y los rockers que acabó con la rígida conciencia de clase británica. Sabía lo que era pasar hambre, al igual que sabía lo que significaba hartarse de beluga. Como cualquiera que prefería el caviar, se había inclinado por una vida en la que este no faltara. Lo que hacía lo hacía bien, muy bien, pero el éxito no le había sonreído porque sí.

Zac: Tengo una hipotética proposición para ti, Stuart -tomó asiento y se sirvió un té-. Déjame que te pregunte si en los últimos años te he sido de ayuda.

Spencer tomó otro bocado del sándwich con la esperanza de que la comida y Zachary no le provocaran una indigestión.

Stuart: ¿Piensas pedir aumento de sueldo?

Zac: Es una idea, pero no exactamente lo que tenía en la mente. -Sabía esbozar una sonrisa especialmente encantadora, que producía grandes efectos cuando se lo proponía-. La cuestión es: ¿Ha valido la pena tener a un ladrón en nómina en la Interpol?

Spencer se sorbió la nariz, sacó un pañuelo y se sonó.

Stuart: Alguna vez.

Zachary se dio cuenta -y se preguntó si a Stuart le había ocurrido lo mismo- de que en aquella ocasión no había utilizado el calificativo «retirado» antes de «ladrón», y de que Stuart no había rectificado la omisión.

Zac: Te veo realmente parco en cumplidos.

Stuart: No he venido a halagarte, Zachary, sino a comprobar qué demonios te ha llevado a pensar que había algo tan importante para obligarme a desplazarme a Nueva York en pleno invierno.

Zac: ¿Qué te parecerían dos?

Stuart: ¿Dos qué?

Zac: Dos ladrones, Stuart. -Levantó uno de los triángulos del sándwich-. Tendrías que probarlo con pan integral.

Stuart: ¿Adónde quieres llegar?

En los momentos que iban a seguir se jugaba mucho, pero Zachary había vivido la mayor parte de su vida con la vista en su futuro, jugándose el cuello, decidiendo qué hacer en cuestión de segundos. Había sido ladrón, un ladrón de primera, y había llevado al capitán Stuart Spencer y a otros como él a callejones sin salida de Londres a París, de París a Marruecos y de Marruecos al siguiente lugar en el que les esperara el premio. Después había invertido la marcha y empezado a trabajar para Spencer y la Interpol en lugar de hacerlo contra ellos.

Aquello había sido una decisión de negocios, pensaba Zachary. Una cuestión de cálculo de las posibilidades y los beneficios. Lo que iba a proponer ahora era personal.

Zac: Planteémonos el caso, hipotético, de que yo conozco a un ladrón realmente inteligente, a alguien que ha tenido a la Interpol tras él durante diez años, a una persona que ha decidido retirarse del servicio y estaría dispuesta a ofrecer su colaboración a cambio de clemencia.

Stuart: Estás hablando de la Sombra.

Zachary se quitó meticulosamente las migas de las yemas de los dedos. Era un hombre pulcro, por costumbre y por necesidad.

Zac: Hipotéticamente.

La Sombra. Spencer olvidó el dolor del talón y la molestia del desfase horario. El ladrón sin rostro conocido como la Sombra había robado millones de dólares en joyas. Hacía diez años que Spencer le seguía la pista, le pisaba los talones, lo perdía de vista. En los últimos dieciocho meses, la Interpol había intensificado sus investigaciones, y había llegado al extremo de encargar a un ladrón la captura de otro ladrón: a Zachary Efron, el único hombre que Spencer conocía cuyas proezas superaban las de la Sombra. Al hombre, pensó Spencer en un súbito arranque de ira, en el que él había confiado.

Stuart: Sabes quién es, maldita sea. Hace tiempo que sabes quién es y dónde encontrarlo -apoyó las manos en la mesa-. Diez años. Llevamos diez años detrás de ese hombre. Y tú llevas meses cobrando para encontrarlo y tomándonos el pelo. ¡Has sabido quién era y por dónde andaba todo este tiempo!

Zac: Puede que sí -extendió sus largos dedos de artista-. Puede que no.

Stuart: Me dan ganas de encerrarte y arrojar la llave al Támesis.

Zac: Pero no lo harás, porque soy como el hijo que nunca tuviste.

Stuart: Ya tengo un hijo, ¡diantre!

Zac: No como yo. -Recostándose en el asiento, continuó-: Lo que te propongo es un acuerdo como el que adoptamos tú y yo hace cinco años. En aquel momento tuviste visión suficiente para darte cuenta de que contratar al mejor tenía ventajas respecto a perseguir al mejor.

Stuart: Se te asignó la tarea de atrapar a ese hombre, no de negociar por él. Si tienes un nombre, dámelo. Si tienes una descripción, facilítamela. Hechos, Zachary, no hipotéticas proposiciones.

Zac: Tú no tienes nada -respondió con brusquedad-. Después de diez años, nada de nada. Y si yo me voy ahora mismo de esta habitación, seguirás sin nada.

Stuart: Te tengo a ti -lo dijo en un tono sosegado, pero tan concluyente que consiguió que Zachary entrecerrara los ojos-. A un hombre refinado como tú la cárcel le parecería un lugar muy desagradable.

Zac. ¿Amenazas? -Un breve pero contundente escalofrío recorrió su cuerpo. Entrelazó las manos y mantuvo la mirada inexpresiva, aferrándose a la idea de que Spencer se estaba marcando un farol. Él no fanfarroneaba-. A mí se me garantizó clemencia, ¿recuerdas? Este fue el trato.

Stuart: Eres tú quien ha cambiado las reglas. Dame el nombre, Zachary, y déjame hacer el trabajo.

Zac: Piensas poco, Stuart. Por eso tú recuperaste cuatro diamantes y yo un montón.

Stuart: Vamos a ver: pones a la Sombra en la Sombra y, ¿qué tienes? A un ladrón en la Sombra. ¿De verdad crees que ibas a recuperar algo de lo que se ha robado en los últimos diez años?

Zac: Es una cuestión de justicia.

Stuart: Sí.

Spencer se dio cuenta de que el tono de Zachary había cambiado y, por primera vez en la conversación bajó la mirada. Pero no por vergüenza. Spencer conocía lo suficiente a Zachary para no pensar ni por un momento que aquel hombre se sentía avergonzado.

Zac: Es una cuestión de justicia y vamos a abordarla -se levantó de nuevo, demasiado impaciente para seguir sentado-. Cuando me asignaste el caso, lo acepté porque me interesaba ese ladrón en concreto. Algo que no ha cambiado. Mejor dicho, podría afirmarse que mi interés ha llegado a su apogeo. -No iba a sacar nada presionando en exceso a Spencer. En efecto, a lo largo de aquellos años se habían admirado mutuamente a regañadientes, pero Spencer no se apartaría ni un ápice del camino recto-. Pongamos, y seguimos evidentemente en el plano hipotético, que conozco la identidad de la Sombra. Pongamos que hemos tenido unas conversaciones que me han llevado a pensar que podrías aprovechar la capacidad de esa persona, y que ella se te ofrecería a cambio de considerar un momento la limpieza de su expediente.

Stuart: ¿Considerar un momento? El cabrón ese ha robado muchísimo más que tú.

Zachary enarcó las cejas. Luego, arrugando un poco la frente, se quitó una miga de la manga.

Zac: No creo que sea necesario que me insultes. Nadie ha robado joyas cuyo valor supere a las que yo conseguí cuando estaba en activo.

Stuart: ¡Conque estás orgulloso de ello!, ¿verdad? -su expresión tenía un aire alarmante-. No creo que la vida de un ladrón sea algo para enorgullecer a nadie.

Zac: Ahí está la diferencia entre tú y yo.

Stuart: Encaramarse a las ventanas, hacer tratos por los callejones…

Zac: Por favor, harás que sienta nostalgia. No, será mejor que te calmes, Stuart. No querría provocarte una espectacular subida de tensión. -Cogió de nuevo la tetera-. Puede que haya llegado el momento de decirte que mientras me dedicaba a desvalijar, empecé a sentir un gran respeto por ti. Supongo que aún estaría escalando ventanas si no te hubiera tenido a ti tan cerca de cada uno de mis trabajos. Ni me arrepiento de la vida que llevé, ni de haber cambiado de bando.

Stuart se tranquilizó y pudo tomarse el té que Zachary le había servido.

Stuart: Esto no viene al caso. -Se dio cuenta de que lo que Zachary había admitido le gustaba-. La cuestión es que ahora trabajas para mí.

Zac: No lo he olvidado. -Volvió la cabeza para mirar distraído hacia la ventana. Era un día frío y claro que le hacía desear que llegara la primavera-. Y continuando -dijo volviéndose de nuevo para dirigir una significativa mirada a Stuart-, como fiel empleado, creo que es mi obligación reclutar para ti cuando se me presenta una perspectiva que vale la pena.

Stuart: Un ladrón.

Zac: Sí, uno de categoría. -Apareció otra vez su sonrisa-. Además, apostaría a que ni tu organización ni cualquier otra estará dispuesta a meter ni por asomo la nariz en su identidad real. -Serenándose un poco más, se inclinó hacia delante-. Ni ahora, ni nunca, Stuart, te lo juro.

Stuart: Volverá a las andadas.

Zac: Ni lo sueñes.

Stuart: ¿Cómo puedes estar tan seguro?

Zachary juntó las manos. Su anillo de boda emitió un pálido brillo.

Zac: Me ocuparé de ello personalmente.

Stuart: ¿Qué relación tienes con él?

Zac: Es difícil de explicar. Escúchame, Stuart: he trabajado cinco años para ti, a tu lado. En una serie de trabajos sucios, algunos, sucios y además peligrosos. Nunca te he pedido nada, pero ahora te pido esto: clemencia para mi hipotético ladrón.

Stuart: No puedo garantizar…

Zac: Tu palabra es suficiente garantía -dijo acallándolo-. A cambio, incluso te recuperaré el Rubens. Mejor aún, creo que puedo asegurarte algo de un peso político capaz de aplacar una situación especialmente comprometida.

A Spencer no le costó mucho atar cabos.

Stuart: ¿En Oriente Medio?

Llenando su taza, Zac se encogió de hombros.

Zac: Hipotéticamente. -Obviando la respuesta, intentó llevar a Stuart hacia el Rubens y Adel. De todas formas, él nunca enseñaba las cartas antes del último envite-. Podríamos decir que con la información que te proporcionaría, Inglaterra podría ejercer presión donde más le conviniese.

Spencer le dirigió una dura mirada. Sin contar con ello, habían ido mucho más allá de hablar de diamantes, rubíes, delitos y castigos.

Stuart: Todo esto te supera, Zachary.

Zac: Te agradezco la preocupación. -Volvió a sentarse porque notó que se estaba produciendo un cambio- Te juro que sé perfectamente lo que hago.

Stuart: Estás en un juego muy delicado.

En el más delicado, pensó Zachary. En el más importante.

Zac: En uno en el que los dos podemos ganar, Stuart.

Con un leve resuello, Spencer se levantó para abrir una botella de whisky. Se sirvió un generoso trago en un vaso, vaciló un instante y luego sirvió otro.

Stuart: Dime qué es lo que tienes, Zachary. Haré lo que esté en mis manos.

Esperó un instante, calculando.

Zac: Pongo en tus manos lo único que me importa. No lo olvides, Stuart. -Apartó la taza y aceptó el vaso-. Vi el Rubens cuando estuve en la sala del tesoro del rey Adel de Jaquir.

Los inexpresivos ojos de Spencer se abrieron de par en par.

Stuart: ¿Y qué demonios hacías tú en la cámara acorazada del rey?

Zac: Es una larga historia -levantó el vaso mirando a Stuart y echó un buen trago-. Será mejor empezar por el principio, por Phoebe Spring.


jueves, 13 de junio de 2019

Deseo y venganza - Sinopsis


La princesa Vanessa parece salida de un cuento de hadas: siempre está sonriente y encantadora y vive ocupada entre obras de caridad y fiestas glamurosas. Pero todos ignoran que desde su infancia guarda un enorme caudal de odio y deseos de venganza. No puede perdonarle a su padre la secreta pesadilla que vivió de pequeña y planea la venganza perfecta para acabar con él. Sin embargo, un apuesto caballero que acaba de conocer puede poner en peligro sus planes…




Escrita por Nora Roberts.




¡Esta novela es genial! Espero que os atrape tanto como a mí.


martes, 11 de junio de 2019

Capítulo 20


A Austin le producía cierto morbo pasearse por la casa vacía de Vanessa. Podía ir de aquí allá a placer, a donde quisiera y cuando quisiera. Estudió las fotografías que tenía en mesas y estanterías, se imaginó en ellas.

Pronto estaría en ellas. Era solo cuestión de pillarla a solas hasta que entendiera qué era lo que más le convenía. Hasta que al fin reconociera que le pertenecía.

Un hombre de verdad tenía lo que quería y, aunque había sido paciente con ella -demasiado, quizá-, ya era hora de que entendiera eso también.

Austin: Hoy te daré unas lecciones -dijo mientras subía la escalera-.

Fíjate en cómo vivía, pensó, en esa porquería de casa. Así la definiría su madre: una porquería en un pueblucho de poca monta.

Eso iba a cambiarlo él.

Entró en el baño y suspiró al ver el tamaño, los sanitarios sencillos y económicos. No era mayor que el vestidor de su casa, decidió. Era penoso, de verdad, con qué poco se conformaba. Se asomó al botiquín y asintió con la cabeza al ver los anticonceptivos. Bien, eso estaba bien; no interesaba cometer errores que luego hubiera que enmendar.

Bastante tenía con esos tres bichos. Un internado decente se encargaría de ellos y una inversión razonable para despejar el camino.

Tras estudiar y olisquear sus cremas y lociones corporales, tomó nota mental de pedirle a su madre que llevara a Vanessa a su balneario urbano. Todo un detalle, se dijo, y otra lección. Cualquier mujer que se vinculara a él debía presentarse de cierta manera, en público y en privado.

Pensando en eso, se metió en el dormitorio.

Había intentado hacerlo bonito con lo poco que tenía. Lo cierto era que lo hacía lo mejor que podía pese a sus limitados recursos. Pensó en lo agradecida que estaría cuando él la tomara de la mano y le enseñara a vivir bien.

¿Se lo habría hecho con Efron en esa cama? Lo hablarían, desde luego. Tendría que ponerse firme en eso, pero la perdonaría, claro. Las mujeres eran débiles.

Abrió el armario y acarició sus vestidos, sus blusas. La recordaba con casi todos. Pensó en el aspecto que tenía caminando por la calle o empujando un carro del supermercado, incluso detrás del mostrador de la puñetera librería.

Iba a necesitar un guardarropa completamente nuevo. Imaginó lo entusiasmada, lo complacida que se sentiría cuando la ayudara a elegir. Tendría que hacer la selección él mismo, hasta que ella se aclimatara a su nuevo estatus.

Sí, eso sería lo mejor. Le enseñaría a vestirse.

Curioso, se acercó a la cómoda, abrió cajones, tocó y escudriñó. Era obvio que necesitaba orientación sobre lencería de noche, sobre lo que llevar bajo su nueva ropa. Una mujer, y desde luego la suya, debía revelar estilo y estatus hasta en la intimidad.

Se topó con dos piezas distintas: sexis, seductoras. Se le aceleró el pulso mientras acariciaba el tejido con los dedos y la imaginaba vistiéndolas para él.

Entonces reparó en algo: no, para él no, se las había puesto para Efron. Le arrancó el volante de encaje al corsé. Ya no volvería a ponérselo, decidió resuelto. La obligaría a quemarlo. Tendría que disculparse -como mínimo- y quemar esa ropa de guarra que se había puesto para Efron.

Después se pondría lo que él le comprara, lo que él le dijera. Y agradecérselo. Una rabia agudísima le roía las entrañas. Tanto que casi no oyó los ladridos.

Cerró el cajón, despacio, con cautela, y se metió sigilosamente en el armario poco antes de oír que se abría la puerta de abajo, y a esos bichos corriendo por la casa, gritando como salvajes.

Ya les enseñaría él, se prometió. No tardarían en aprender a respetar las normas si sabían lo que les convenía.


Sus superhéroes corrieron en bloque a la parte de atrás para dejar entrar a los perros. Cinco minutos, se dijo ella, mientras se organizaba un nuevo jaleo. Les daría otros cinco para que se tranquilizaran antes de irse a la cama.

Al día siguiente, no serían los únicos niños de la escuela de Boonsboro que se hubieran acostado un poco tarde y con un subidón de glucosa.

Dejó las bolsas de chuches al fondo de la encimera, lejos de perros curiosos y niños pillos, y pensó en las ganas que tenía de librarse de la peluca, quitarse el disfraz y limpiarse el maquillaje de Tormenta.

Había sido divertido, decidió, pero ya estaba lista para poner fin a la diversión. Los dejó parlotear de su gran noche, que juguetearan con los perros al tira y afloja… y luego soltó el mazo.

Ness: Bueno, chicos, hora de acostarse.

Recibió entonces las esperadas pegas, súplicas, protestas, excusas, propuestas… pero se mantuvo firme, tanto por sí misma como por los chicos.

Necesitaba la comodidad del pijama, un poco de tranquilidad, una taza de té, quizá, y un libro.

Ness: Deduzco que no os apetece ir a los recreativos el domingo.

Luke: ¡Sí, sí nos apetece! -la miró pasmado y horrorizado-.

Ness: Los niños que discuten con su madre no van a los recreativos. Os quiero ver en pijama ya. Y esta noche os vais a lavar los dientes especialmente bien. Marchando. -Los condujo arriba y se quedó frente la puerta de su cuarto un rato para asegurarse de que le hacían caso-. No tiréis los disfraces al suelo. Metedlos en la caja de los disfraces, en serio. Yo voy a ponerme el pijama también.

Liam: ¿Podemos ir disfrazados a los recreativos?

Ness: Ya veremos. De momento, guardadlos.

Se fue a su dormitorio. Se disponía a quitarse la peluca, pero se vio en el espejo. Una sonrisa se dibujó despacio en sus labios.

Ness: Bueno, no eres Halle Berry, pero tampoco estás tan mal.

Quitándose la peluca, soltó un suspiro larguísimo.

En el armario, conteniendo la respiración y con los ojos clavados en las rendijas de la puerta de rejilla, Austin se preguntó qué estaba haciendo. Aquel instante de lucidez le puso el corazón a mil.

Se había colado en su casa como un ladrón y ahora se escondía en su armario como… le daba horror solo pensarlo. ¿Y si ella abría el armario? ¿Qué iba a decirle? ¿Qué iba a hacer?

Ella lo había puesto en esa coyuntura, en esa terrible coyuntura y ahora…

El instante pasó cuando ella se soltó el ridículo disfraz de los hombros y se sacó la falda estrecha por los pies. La melena le cayó suelta por la espalda mientras doblaba la falda y la dejaba en una sillita.

Llevaba un sujetador blanco corriente y unas braguitas blancas corrientes. Ignoraba que lo blanco y corriente pudiera resultar tan excitante.

Sabía bien lo que estaba haciendo, se dijo. Tomar lo que quería. Alzó la mano para abrir el armario.

Liam: ¡Mamá! ¡Luke está acaparando la pasta de dientes!

Ness: Hay para todos. Enseguida voy.

Esos bichos, recordó, y bajó despacio la mano temblorosa. Los había olvidado. Tendría que tener paciencia un rato más. Tendría que esperar a que se acostaran.

Tendría que esperar. Tendría que vigilar.

Vanessa se quitó las bragas, las tiró al cesto y se enfundó unas mallas de algodón. Se desabrochó el sujetador, lo echó al cesto también y se puso una camiseta descolorida.

Oyó ruidos que no sonaban a lavado de dientes y cazó al vuelo su cepillo de pelo.

Luke y Liam interrumpieron su esgrima con cepillos de dientes; Christopher dejó de hacer ruidos de bomba al tiempo que tiraba al lavabo una de las pelotas de los perros llena de agua casi hasta arriba.

Nerviosísimos, los perros saltaban a por el niño y a por la pelota.

Christopher: Ya nos hemos lavado los dientes -la miró con carita de ángel-. Iba a lavar la pelota porque está llena de babas.

Ness: Tira el agua, Christopher. -Se agachó junto a Liam-. Abre la boca. -Olisqueó e identificó el inconfundible olor de su pasta de dientes sabor a chicle-. Aprobado. A la cama. Luke. -Luke le puso los ojos en blanco, pero abrió la boca para que lo oliera-. Tú también. A la cama.

Cogiendo una toalla, se centró en Christopher.

Christopher: La pelota ya está limpia.

Ness: Seguro que sí. Y tu pijama empapado. -Dejó su cepillo de pelo para quitarle la parte de arriba del pijama, luego le secó las manos, los brazos, el pecho-. Abre.

Christopher: Me los he lavado muy bien.

Abrió la boca y le soltó una bocanada de aire para demostrarlo.

Ness: Muy bien. Anda, ponte la camiseta de otro pijama.

Christopher: Tendré que cambiarme también los pantalones; si no, no pegarán.

Ness: Christopher… -Se contuvo. En un par de minutos, estarían acostados-. Claro. Pero deprisa.

Usó la misma toalla para secar el agua de la encimera y la del suelo, luego la colgó de la barra de la ducha para que se secara antes de echarla al cesto.

Al entrar en el cuarto de los niños, vio a Christopher en la cama de uno de los perros con Yoda y a Ben retozando bajo las sábanas de la cama de Luke. Liam estaba tendido en la suya con la mirada vidriosa y mustia del que está casi traspuesto.

Ness: Christopher, no vas a dormir en la cama del perro.

Christopher: Es que se siente solito.

Ness: No se siente solito. Ben puede dormir con él.

Luke: ¡Pero mamá!

Luke se agarró fuerte al perro mientras ella se preguntaba cuántas veces habría oído esas dos palabras juntas en todo el día.

Ness: No puede dormir en la litera de arriba, Luke. Podría caerse, o intentar saltar, y se haría daño. Venga, que ya es tarde. -Consiguió bajar al cachorro y dejarlo en su camita mientras Christopher, fingiendo unos ronquidos impresionantes, seguía acurrucado con Yoda-. No cuela -cogió en brazos a Christopher y lo dejó en la litera de abajo-. Quietos ahí -les ordenó a los perros, y besó a Christopher, luego a Liam, luego a Luke-. Y eso va por los niños también, no solo por los perritos. Buenas noches.

A medio camino del dormitorio, oyó el sonido inconfundible de las pezuñas de los cachorros por el suelo y la risa contenida de Christopher, supuso, cuando los cachorros se pasaron a su cama.

Tendría que enseñarles disciplina, muy seriamente, al día siguiente, se prometió. Acordándose de su cepillo, volvió al baño. De regreso al dormitorio, empezó a peinarse. En cuanto se quitara el maquillaje, iría a hacerse el té. Echaría otro vistazo a los niños, luego se apoltronaría.

Debía preparar el próximo boletín informativo de la tienda, pero estaba agotada. Se pondría con ello al día siguiente a primera hora.

Captó el movimiento al cruzar el dormitorio hacia su pequeño baño, y se volvió. El cepillo se le escapó estrepitosamente de las manos cuando vio salir a Austin de detrás de la puerta del dormitorio, y cerrarla.

Austin: Más vale que te estés calladita -dijo como si nada, sonriente-. No querrás asustar a tus hijos. Podrían sufrir algún daño.


En Vesta, Zac le dio otro trago a su cerveza. Resultaba agradable relajarse un rato, con Ashley, hablar de cosas sin importancia, de nada en particular.

Ash: ¿Vas a ir a la fiesta de Chuck y Lisa?

A un par de manzanas de allí, se dijo, y muchos de sus amigos, y sus hermanos, estarían allí.

Zac: Creo que paso.

Ash: Vale, no vas a ninguna fiesta sin tu novia, ¿no?

Zac: Ahí le has dado. ¿Qué excusa tienes tú?

Ash: Yo iba a ir, pero los pies me han traicionado. ¿Qué ha sido de nosotros, Zac? Antes siempre nos apuntábamos a todas las fiestas.

Zac: Tienes razón. ¿Sabes qué?, que podrías ser mi acompañante. Iremos una hora. Buffy y el Carpintero X deben preservar su reputación.

Ash: ¿Me llevas y me traes a cuestas? -le preguntó cuando entraba Brittany-.

Britt: Menos mal que aún andas por aquí.

Zac: ¿Algún problema?

Britt: No puedo entrar en el hotel. Mi llave no abre la puñetera puerta, y arriba hay unas luces que se encienden y se apagan sin parar. Quería echar un vistazo, a ver si se trata de algún fallo eléctrico, pero no consigo que la condenada puerta se abra.

Zac se levantó mientras ella hablaba y se asomó por el ventanal del restaurante. El cristal de las puertas del balcón de E y D emitía destellos como de relámpagos.

Zac: Lleva unos días de mal humor. -Al ver que Brittany le arqueaba una ceja, Zac se encogió de hombros-. Yo solo lo digo. Voy a ir a mirar.

Britt: Te acompaño. Toda esta historia de la llave es desesperante. Funcionaba bien hace unas horas.

Ash: ¡Esperadme! -salió corriendo detrás de ellos-. Soy la cazavampiros, ¿os acordáis?

Zac: Dudo que encuentres vampiros en el hotel -comentó mientras cruzaban-.

Ash: Bueno, eso no se sabe. Además, los fantasmas cascarrabias son pan comido para la cazavampiros.

Zac sacó su juego de llaves, haciéndolas sonar al tiempo que bajaban la calle en dirección a la parte trasera del edificio.

Britt: ¿Podrías probar con las mías? -se las tendió-.

Él introdujo la llave en el ojo de la cerradura y la giró. Miró a Brittany al ver que la cerradura cedía y la puerta se abría con suavidad.

Britt: Te aseguro que hace cinco minutos no funcionaba. Si ha sido un jueguecito de tu fantasma, no entiendo por qué la toma conmigo.

Zac: Como ya he dicho antes -encendió la luz de Recepción-, hace días que está de mal humor.

Al poco, la luz que acababan de encender empezó a parpadear. Arriba se oyeron portazos tan fuertes como disparos.

Ash: Qué genio -masculló-.

Zac: Voy a ver qué pasa. Quedaos aquí.

Ash: Y una mierda -agarró de la mano a Brittany mientras lo seguían-. Quizá es por Halloween. Su forma de destacar la fecha.

Britt: No parece que esté de celebración.

Zac: Tengo la sensación de que ha estado como triste últimamente.

Al acercarse, las puertas del balcón de E y D se abrieron de golpe. Dentro, las luces oscilaban como las de un estroboscopio.

Britt: Igual está cabreada.

Ash: Igual vamos a necesitar a los cazafantasmas -susurró-.

Zac: Vale, Lizzy, ¡para ya! -alzó la voz, fingiéndose furioso. Al entrar, salió del baño una nube inmensa de vapor-. ¿Qué coño pasa? ¿No te gusta el alicatado, la puñetera bañera? Pues cámbiate de habitación.

Britt: Zac… -le puso una mano en el hombro, luego apretó con fuerza, y con voz temblorosa dijo-: Mira el espejo del baño.

Entre la nube de vapor, pudo ver al final las letras, como si alguien escribiera con el dedo en el cristal empañado.

Zac: «Ayuda» -leyó-. Lizzy, si tienes problemas…

Se detuvo al ver el resto.

Ayuda a Vanessa.
¡Deprisa!

Zac. Oh, Dios. -Cuando Ashley se disponía a salir corriendo, la sobrepasó como una bala-. Llama a la policía. A mis hermanos. Ya. Que vayan a casa de Vanessa.

Britt: Yo llamo a la policía -marcó los números mientras corría-.

Ash: Yo llamo a David. Y nosotras vamos contigo.


No grites, se dijo Vanessa. Te oirían los niños y vendrían. No se arriesgaría.

Ness: Te has colado en mi casa.

Austin: ¿Qué otra elección me has dejado? Ya va siendo hora de que tú y yo hablemos en privado, de que entiendas cómo van a ser las cosas. ¿Por qué no te sientas?

Ness: No quiero sentarme.

Austin: ¡Te he dicho que te sientes! Una de las cosas que vas a aprender es a hacer lo que te digo cuando te lo digo.

Ella se sentó, abrazándose, a los pies de la cama.

Ness: Has cometido un grave error, Austin, entrando en mi casa. Si te marchas ahora, lo dejaremos en eso. Un simple error.

Austin: No, el error lo cometiste tú al echarme a la poli encima. -Alzó las manos-. Bueno, eso lo puedo dejar correr, pero aprenderás a mostrarme un poco de respeto. Te acordarás de quién soy.

Ness: Ya sé quién eres.

Austin: Y yo sé que te falta confianza en ti misma. Sé que, por esa carencia, te has hecho la dura conmigo, me has hecho esforzarme. ¿No te di tiempo cuando volviste? No podía haber sido más considerado, más paciente, dado el lío en que te habías metido. Fugándote así con Cody.

Ness: Cody era mi marido.

Austin: Y está muerto, ¿no? Te dejó con dos críos y otro en camino para que tuvieras que volver arrastrándote a este pueblo inmundo.

Vanessa se debatía entre la rabia y el miedo, pero logró contenerse. Si lo empujaba, posiblemente le haría daño. A saber lo que les haría a sus hijos si no conseguía pararlo.

Ness: Volví a casa. Mis padres viven aquí. Yo…

Austin: Para empezar, nunca debiste haberte marchado. Pero eso ya es agua pasada. Me engatusaste, Vanessa.

Ness: ¿Cómo te engatusé?

Austin: ¿Crees que no sé lo que hacías cuando me sonreías? ¿Cuando me decías que no podías salir a cenar conmigo o a dar una vuelta en coche? Veía cómo me mirabas. ¿Acaso no he sido paciente? ¿No lo he sido?

Elevó la voz hasta casi gritar, así que ella asintió con la cabeza.

Ness: Por favor, vas a despertar a los niños.

Austin: Pues empieza a prestar atención. Quiero acabar ya con esto. No aguanto más. Te has servido de Efron para darme celos, algo indigno de ti. No quiero que vuelvas a dirigirte a él siquiera. ¿Queda claro?

Ness: Sí.

Austin: Bien. A ver…

Ness: Lo llamo ahora mismo, rompemos.

Se levantó y se encaminó hacia la puerta. Él la cogió del brazo y la devolvió a su sitio.

Austin: Te he dicho que no hables con él. Siéntate mientras no te ordene lo contario.

Ness: Lo siento.

Se agachó, recogió el cepillo y se lo llevó a los pies de la cama. Como arma, se dijo, contemplándolo entre sus manos, era patético.

Austin: Eso está mejor. -Respiró hondo y volvió a sonreír-. Mucho mejor. A ver… te diré lo que vamos a hacer. Vas a prepararte un bolso de viaje, con poquita cosa. Pronto reemplazaré todas tus pertenencias. Pero, para esta noche, necesitarás lo básico. Nos vamos de excursión, tú y yo, los dos solos. Saldremos unos días. Ya he reservado una de las villas privadas de un complejo turístico que me gusta. Allí me conocen bien, así que prepárate para que te traten como a una reina.

La horrorizaba ver esa sonrisa y ese guiño de ojo que le eran tan familiares.

Austin: Verás cuánto puedo ofrecerte, Vanessa. Tú solo tendrás que hacer lo que te diga, aprender tus lecciones, darme lo que los dos llevamos deseando tanto tiempo.

Ness: Suena de maravilla. Necesito encontrar a alguien que se encargue de los críos. Puedo pedírselo a mi madre. Voy a llamarla. Ella…

Austin: Los críos, los críos. -La rabia le encendió la cara-. Estoy harto de oír hablar de los críos. Están dormidos, ¿no? A salvo en sus camas con sus perros babosos. Ya llamaré yo a mi madre cuando lleguemos al hotel. Ella buscará quien cuide de ellos. Hay un internado excelente en el interior del estado de Nueva York. Los inscribiremos cuanto antes. Aprenderás que nada se antepone a mí. Puedo ser lo bastante generoso como para pagar la educación de los hijos de otro hombre, pero no pienso tolerar que nadie los anteponga a mí o a mis necesidades. ¿Me entiendes?

Ness: Perfectamente. ¿Preparo el bolso de viaje ahora?

Austin: Sí. Yo te indicaré qué es apropiado. -Cambió de tono y se puso zalamero-. A partir de ahora, ya no tendrás que avergonzarte de tu ropa. Yo te llevaré de compras. Vas a tener mucho tiempo para disfrutar de ti misma, estar conmigo, llevar la vida que te ofrezco sin que esos niños ni la librería esa que te has buscado como entretenimiento se interpongan en el camino.

Vanessa se levantó despacio. El miedo había remitido y la rabia ocupaba su lugar. Rezaba para que no se le notara. ¿Dejar a sus hijos solos? Por encima de su cadáver.

Ness: Quiero darte las gracias. -Bajó la mirada, confiando en parecer sumisa, mientras daba un paso tímido hacia él-. Yo estaba confundida, hecha un auténtico lío, pero ahora lo veo todo muy claro.

Alzó la vista y lo miró a los ojos. Echándose hacia atrás, cogió impulso y le clavó el cepillo en el rostro sonriente, con todas sus fuerzas, toda su rabia. Al ver que manaba la sangre de su boca, salió corriendo hacia la puerta. Su único pensamiento era llegar hasta sus hijos, ponerlos a salvo.

Agarraba ya el pomo cuando él la agarró por la espalda. Rebrotó el miedo, intenso como el rojo de la sangre de su rostro mientras la arrastraba al suelo. Ella pateó, intentó clavarle las uñas en los ojos, pero él le dio una bofetada tan fuerte que la hizo ver las estrellas.

Austin: ¡Zorra! -Le dio con el dorso, y le produjo un dolor intenso en las mejillas-. Mira lo que has hecho. Mira lo que me has hecho. Yo te lo ofrezco todo y no aprendes. Pues ahora vas a aprender.

Cuando le desgarró la camiseta, ella le arañó la cara. Él retrocedió, el asombro y el dolor mezclados con la sangre.

Rodando, Vanessa trató de zafarse y, de pronto, él la liberó. Se arrastró a la puerta, jadeando mientras intentaba ponerse de pie, correr en busca de sus hijos.

Unos brazos la envolvieron.

Ash: Vanessa, Vanessa, Vanessa… -la abrazó fuerte hasta que dejó de resistirse-. Estás a salvo.

Ness: Mis niños.

Ash: Calma. Brittany está con ellos. Tranquila.

Ness: Tengo que…

Los sonidos penetraron al fin en su cerebro aturdido. Derrumbada sobre Ashley, volvió la cabeza.

A los pies de la cama, estaba Austin tirado en el suelo y Zac subido encima, estampándole el puño una y otra vez en el rostro ya ensangrentado.

Ness: Oh, Dios. Dios mío.

Mareada, se puso de pie, y entonces llegó Brittany y ayudó a sostenerla.

Al poco, entraron David y Alex, y este último agarró del brazo a su hermano al verlo lanzarse directamente a por los dos.

David: Hay que separarlos.

Alex se encogió de hombros.

Alex: Vamos a darle un minutito más.

David: Joder, Alex.

Al tiempo que Brittany lanzaba a Alex una mirada fiera y aprobadora, David se lo quitaba de en medio.

David: Venga ya, Zac. Para. Para, maldita sea. Ya está. Échame una mano, joder, Alex, antes de que mate a este hijo de puta.

Entre los dos, lograron separarlos. Le bastó mirar a Vanessa una vez para cambiar de foco de atención.

Zac: Te ha hecho daño. -Se acercó muy despacio a ella, le acarició con delicadeza los moratones de la cara-. Te ha hecho daño.

Ness: Yo le he hecho más daño a él. Luego tú… Zac. -Temblando de pronto, se colgó de él-. Oh, Dios, Zac.

Britt: La policía -miró la ventana al oír las sirenas-. Voy a bajar, a contarles lo que ha pasado, a ver si pueden hacer menos ruido para que no se despierten los niños. Ah, y a decirles que necesitamos una ambulancia. -Miró a Austin, inconsciente y magullado-. Pero eso no corre prisa.

Captó la sonrisa cruda de Alex antes de salir de la habitación.

Zac: Te llevo abajo, lejos de él -cogió a Vanessa en brazos-. Y ahora nos cuentas lo que ha pasado.

Ella asintió con la cabeza y apoyó la cabeza en su hombro con la confianza de que, al hacerlo, la habitación dejaría de dar vueltas.

Ness: Ashley.

Ash: Ahora vuelvo a echarles un ojo. Tranquila.

Ness: Me ha dicho que nos íbamos esta noche -le contó a Zac mientras bajaba-. Que nos íbamos de excursión, y que dejaríamos a los niños solos, hasta que los metiera en un internado, porque eran un estorbo para él.

Zac: No os va a hacer nada, ni a ti ni a los niños. Nunca más.

Ness: Cuando me ha dicho eso, cuando me ha pedido que hiciera una bolsa de viaje, entonces ha sido cuando le he dado con el cepillo de pelo. Todo lo fuerte que he podido. Creo que le he sacado un diente.

Zac: Arriba primero -le dijo a Charlie Reeder cuando se cruzaron al pie de la escalera-. Le has atizado con un cepillo de pelo.

Ness: No tenía otra cosa.

Zac: No. -La abrazó, se sentó y la sostuvo en su regazo-. Tienes muchísimo más.

Zac se quedó a su lado mientras prestaba declaración, ni se molestó en mirar cuando se llevaron a Austin, esposado a una camilla. Brittany le trajo té a Vanessa mientras uno de los chicos del servicio de urgencias le curaba los nudillos destrozados.

En cuanto los polis localizaron la ventana forzada y tomaron debida nota, Alex fue a por herramientas para repararla.

Cuando se fue la policía, Ashley salió de la cocina.

Ash: He hecho sopa. Cuando estoy disgustada, cocino, así que coméis sopa todos.

Mientras ella la servía en la cocina, Alex se dejó caer en una de las sillas.

Alex: Ahora que se ha ido la pasma, hablemos claro, ¿qué milonga les has contado? ¿Cómo habéis sabido que Vanessa estaba en peligro?

Zac: Por Lizzy.

Zac le cogió la mano a Vanessa y contó la historia.

Alex: Muy lista para una muerta -comentó mirando a Brittany-. La gerente no va a dar abasto.

Britt: La gerente tiene nombre.

Alex: Eso me han dicho.

Ash: Brittany y yo nos quedamos aquí esta noche -le ofreció sopa a David-. Si me voy a casa, no pegaré ojo. Así que nos quedamos.

Ness: Si queréis -suspiró-. Elizabeth os ha dicho que necesitaba ayuda. Entonces habéis venido todos. -Volvió la mano que Zac le cogía y trenzó los dedos con los de él-. Habéis venido todos. Supongo que eso es mucho más que un cepillo.

Zac no se fue hasta verla dormida. Metió el saco de dormir de Spiderman de Luke en la camioneta antes de irse para el hotel.

Una vez allí, lo estiró en el suelo de E y D.

Zac: Está bien. Está bien gracias a ti. Él le ha hecho algo de daño, pero le habría hecho mucho más si tú no nos hubieras avisado. -Se sentó y se quitó las botas de trabajo. Él está en el hospital, bajo vigilancia. Lo encerrarán en cuanto los médicos den luz verde. Uno de los dos le ha roto la mandíbula: o Vanessa con su cepillo fiel o yo. Ha perdido el conocimiento, y un par de dientes. Le he reventado la nariz. Y ha salido bien parado, creo yo. -Agotado y nervioso, se tendió-. El caso es que he pensado que esta noche mejor dormía aquí, si te parece bien. Se me ha ocurrido que quizá te apetecía tener compañía, y no estoy de humor para irme a casa. Supongo que soy el primer huésped, vivo al menos, del Hotel Boonsboro. -Se quedó tumbado boca arriba, mirando al techo. Le pareció notar que algo frío le recorría los nudillos doloridos; se apagó la luz del baño, que había dejado encendida-. Gracias. Buenas noches.

Cerró los ojos, y se durmió.


El domingo por la mañana, por insistencia suya, niños y perros llenaron la camioneta.

Luke: Se supone que íbamos a ir a los recreativos -le recordó-. Lo dijiste.

Zac: Sí, esta tarde. Hay algo que quiero enseñaros primero. No está lejos.

Ness: Desde luego es un secreto.

Miró a Vanessa. Se había disimulado los moratones con maquillaje, pero sabía que los niños los habían visto. Igual que sabía que les había contado la verdad, aunque no lo hubiera hecho con pelos y señales.

Salió del pueblo, oyendo discutir a Liam y Luke y a Christopher cantar a los perros, que habían aprendido a aullar al son de la música.

Normal, pensó. Todo parecía muy normal. Sin embargo, Vanessa tenía moratones en la cara.

Zac: Puedo llevármelos a los recreativos si prefieres quedarte en casa para descansar.

Ness: Zac, me abofeteó unas cuantas veces. Me dolió, y me asustó, pero ya está. Se acabó.

Lo dijo en voz baja, más baja que la música de la radio.

Para Zac no había acabado, o así lo veía él. No del todo.

Ness: Brittany ha hablado con una amiga suya de Washington D. C., que es psiquiatra. Le ha dicho, aunque son solo conjeturas, porque no lo ha examinado, que es el típico comportamiento del acosador, incrementado por su gran narcisismo. Había ido obsesionándose cada vez más conmigo, convencido de que quería estar con él pero le iba dando largas, y que los niños se interponían entre los dos. Lo sobrellevaba cuando yo no tenía pareja, pero mi relación contigo le produjo un brote psicótico. Básicamente, descarriló. Ahora va a ir a la cárcel. Allí lo ayudarán. No sé si me importa que reciba tratamiento, pero lo recibirá.

Zac: Siempre que esa ayuda venga con barrotes y un mono naranja, que lo ayuden todo lo que haga falta.

Ness: Estate tranquilo -miró alrededor-. ¿No vive tu madre por aquí?

Zac: No vive lejos. Pero no, no vamos allí para que te agobie con más mimos hoy.

Ness: Gracias a Dios. Ya tuve de sobra ayer, de amigos, familia, vecinos, policías. Hoy quiero sentirme, y ser, normal y aburrida.

Se desvió por un sendero de gravilla, giró a la derecha y subió una cuesta.

Zac: Alex vive por allá, y David por ahí -añadió con gestos-. No demasiado lejos, pero tampoco demasiado cerca. -Se detuvo a la vista de una casa a medio hacer, e incluso el medio hacer estaba todavía sin terminar-. Tres hectáreas. Un pequeño arroyo precioso al fondo de la casa, o de lo que terminará siendo una casa.

Ness: ¿Esta es tu casa? Es muy bonita, Zac. Estás como una cabra si no la terminas ya y te vienes a vivir aquí enseguida.

Zac: Tal vez.

Niños y perros salieron disparados. Mucho sitio para correr, observó al verlos. Sabía dónde quería poner el patio, unos árboles que dieran sombra, un jardín… sabía dónde quería poner muchas cosas.

Luke: ¿Los árboles y eso son tuyos? Podíamos acampar aquí. ¿Podemos?

Zac: Supongo que podríamos.

Ness: Ah, no, ni hablar -alzó una mano-. Me niego, yo no acampo.

Zac: ¿Y a ti quién te ha preguntado? -le arrebató la pelota a Luke y la lanzó para que los pequeños de dos y cuatro patas fueran tras ella-.

Ness: Este es el empujón ideal -le confesó paseándose, dando vueltas-. Mejor que normal y aburrido. Es precioso y tranquilo. Tienes que enseñarnos la casa, contarnos cómo será cuando esté terminada.

La cogió de la mano para impedir que se acercara a la casa.

Zac: He venido aquí un par de veces esta última semana, a observar lo que empecé y nunca he terminado. Y a preguntarme por qué no lo habré terminado. Me gusta mucho el ambiente de este sitio, el aspecto que tiene. El aspecto que tendrá.

Ness. ¿Y a quién no?

Su mirada, honda, azul, de pronto intensa, se topó con la de ella.

Zac: Confío en que sí, porque ya sé por qué nunca la he terminado, a qué esperaba. Te esperaba a ti, Vanessa. Los esperaba a ellos. Nos esperaba a nosotros. Quiero terminarla para ti, para ellos, para nosotros.

Ella aflojó la mano que él le cogía.

Ness: Zac…

Zac: Puedo cambiar los planos. Añadir un par de habitaciones más, una sala de juegos.

Fue señalando con la mano que le quedaba libre mientras las últimas hojas secas de la temporada se arremolinaban a su alrededor.

Zac: Creo que debería pavimentar una zona en aquella dirección, para que monten en bici, quizá instalar una canasta de baloncesto. Necesitan más sitio, niños y perros. Quiero darles más espacio. Quiero darte lo que necesites, solo tienes que pedírmelo. Necesito darles lo que quieran, tener lo que quiero. Te quiero, Vanessa, os quiero a todos. Por favor… Mierda. Espera un momento.

Ness: ¿Qué? -Se quedó boquiabierta-. Zac.

Zac: Perdona un segundo. -Se acercó corriendo a los chicos, que buscaban palitos para tirarles a los perros-. Luke.

Luke: Los mordisquean. Mordisquean los palitos. Mira.

Zac: Luke, yo te prometí una cosa. Te dije que lo hablaría contigo antes de pedirle a tu madre que se casara conmigo. Necesito que me digas si te parece bien que lo haga.

Luke miró el palo mientras sus hermanos permanecían a su lado, todo ojos.

Luke: ¿Por qué quieres hacerlo?

Zac: Porque la quiero. La quiero, Luke. También os quiero a vosotros, y quiero que seamos una familia.

Christopher: Ese hombre malo intentó hacerle daño, pero viniste tú, y mamá y tú peleasteis con él y lo han metido en la cárcel.

Zac: Sí, y no tenéis que preocuparos por eso.

Liam: ¿Vas a dormir en su cama?

Zac: Forma parte del trato.

Christopher: A veces a nosotros también nos gusta, si hay tormenta o tenemos pesadillas.

Zac: Entonces habrá que comprar una cama enorme.

Esperó mientras se miraban unos a otros. Lo conocía bien, el lenguaje silencioso de los hermanos.

Luke: Vale, si ella quiere.

Zac: Gracias. -Le estrechó la mano a Luke, luego lo abrazó, abrazó a los tres-. Gracias. Deseadme suerte.

Christopher: ¡Suerte! -gritó-.

De no ser por los nervios, Zac habría vuelto hasta Vanessa riendo a carcajadas.

Ness: ¿Qué ha pasado?

Zac: Una charla de hombres.

Ness: Venga ya, Zac, me empiezas a hablar de los dormitorios y de pavimentar, ¿y de pronto te largas para mantener una charla de hombres?

Zac: No podía seguir sin hablar primero a Luke. Teníamos un trato, y deben saber que uno cumple su palabra.

Ness: Bueno, me alegro por ti, pero…

Zac: Necesitaba que me diera el visto bueno antes de pedirte que te cases conmigo. Dice que vale si tú quieres. Por favor, quiere. No me hagas quedar como un pringado delante de los niños.

La mano que Vanessa había levantado para retirarse el pelo de la cara se quedó congelada en el aire.

Ness: ¿Le has pedido su bendición a mi hijo de ni siquiera nueve años?

Zac: Sí. Es el mayor.

Ness: Ya.

Vanessa dio media vuelta.

Zac: Joder, lo estoy haciendo de pena. Te quiero. Debería haber empezado por ahí. Madre mía, la cago más contigo que con nadie. Te quiero, Vanessa. Siempre te he querido, pero es distinto querer a quien eres ahora. Es algo mucho más serio. Tú eres muy seria, estable, fuerte, astuta. Adoro quién eres, cómo eres. Venero a esos niños, que lo sepas.

Ness: Lo sé. -Por un segundo, se quedó mirando a los árboles, sus ramas desnudas, borrosas por el efecto de sus lágrimas incipientes-. Yo podría quererte aunque tú no, porque el amor, a veces, brota sin más, pero no podría casarme contigo a menos que los quisieras a ellos, si no supiera que vas a ser bueno con ellos. Te quiero, Zac. -Con los ojos ya secos, se volvió hacia él-. Les compraste unos perros que yo no estaba convencida de querer, y estabas tan preocupado intentando camelarme que no me viste caer rendida a tus pies. Te quiero, Zac, sin la menor duda, sin la menor inquietud. Y así me casaré contigo. -Lo abrazó-. Ay, no tienes ni idea de dónde te estás metiendo.

Zac: ¿Qué te apuestas a que sí?

Ness: Ya lo veremos… ¿Qué llevas ahí en el bolsillo? Y no me digas que te alegras de verme.

Zac: Nada, olvídalo. -Sacó una bolsita-. Te he comprado un cepillo nuevo.

Ella se quedó mirándolo un momento. Luego le cogió la cara con las manos.

Ness: ¿Por qué será que no me sorprende?

Él la abrazó y la hizo girar. Mientras lo hacía, alzó el pulgar en señal de victoria a los críos.

Sus hijos -de ella, de él, de los dos- profirieron gritos y vítores, y corrieron hacia él con los perros ladrándoles a la zaga.


FIN




¡Qué bonito!
Por fin Zac le dio su merecido a ese idiota. ¿Por qué los separaron tan rápido? 😆

Espero que os haya gustado la novela. Muchas gracias por leer y por comentar.
¡La próxima que tengo preparada es muy guay!


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