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miércoles, 19 de junio de 2019

Capítulo 2


Jaquir, 1968

Acurrucada de costado, desvelada por la emoción, Vanessa observaba el reloj, cuyas agujas se acercaban a la medianoche. Su cumpleaños. Iba a cumplir cinco años. Se tumbó boca arriba y guardó para sí misma la emoción. El palacio dormía, pero en unas horas saldría el sol y el almuecín subiría los peldaños de la mezquita para llamar a los fieles a la oración. Empezaría entonces el día, el más maravilloso de su vida.

Por la tarde, música, regalos y bandejas de bombones. Todas las mujeres se pondrían sus vestidos más bonitos y se organizarían bailes. Aparecería todo el mundo: la abuela para contarle cuentos; tía Laila, la que siempre sonreía y nunca regañaba a nadie, iría con Donna; Felicia, con su contagiosa risa, llegaría con su prole. Vanessa no pudo contener una risita. En las estancias de las mujeres resonarían los gritos de alegría y todo el mundo le diría a ella que estaba muy guapa.

Mamá le había prometido que sería un día muy especial. Su día. Con el permiso de su padre, por la tarde irían a la playa. Estrenaría vestido, un vestido precioso de seda a rayas, con todos los colores del arco iris. Mordiéndose el labio, Vanessa volvió la cabeza para mirar a su madre.

Phoebe dormía, con el rostro como el mármol a la luz de la luna y, por una vez, relajado. A Vanessa le encantaban aquellos días en los que su madre le permitía meterse en aquella enorme y mullida cama para dormir. Le parecía una verdadera gozada. Se encogía entre los brazos de su madre y escuchaba las historias que ella le explicaba sobre lugares como Nueva York y París. A veces a las dos les daba la risa tonta.

Con cuidado, pues no quería despertarla, Vanessa estiró el brazo para acariciar el pelo de su madre. La fascinaba. Contra la almohada, parecía oro, un oro maravilloso, deslumbrante. A los cinco años, Vanessa ya era suficientemente mayor para envidiar el pelo de su madre. El suyo era espeso y negro como el de todas las mujeres de Jaquir. Solo Phoebe tenía el pelo rubio y la piel blanca. Solo Phoebe era estadounidense. Vanessa era medio estadounidense, algo que Phoebe únicamente le recordaba cuando estaban solas.

Eran cosas que enfurecían a su padre.

A Vanessa le habían enseñado a evitar los temas que podían hacer enojar a su padre, aunque no entendía por qué le cambiaba la mirada y la expresión de los labios cuando alguien le recordaba que Phoebe era estadounidense. Había sido estrella de cine. Una descripción que desconcertaba a Vanessa, pero le gustaba oírla. Estrella de cine. Unas palabras que la transportaban a unas preciosas luces en un cielo oscuro.

Su madre había sido una estrella, ahora era reina, la primera esposa de Adel, soberano de Jaquir, jeque de jeques. Su madre era la mujer más bonita del mundo, con sus grandes ojos azules y sus suaves y carnosos labios. Descollaba entre las otras mujeres del harén, hacía que todas parecieran unos inquietos pajaritos. Vanessa solo quería que su madre fuera feliz. Ahora que iba a cumplir los cinco, deseaba ardientemente empezar a entender por qué veía a su madre triste y llorosa tan a menudo cuando esta creía que estaba sola.

En Jaquir se protegía a las mujeres. Las que vivían en la casa de Jaquir no tenían que trabajar ni preocuparse por nada. Se les ofrecía todo lo que necesitaban: bellas habitaciones, los más dulces perfumes. Su madre tenía ropa y joyas preciosas. Tenía el Sol y la Luna.

Vanessa cerró los ojos; sería mejor recordar el deslumbrante collar que lucía su madre. Ver cómo emitía sus destellos el gran diamante, el Sol, y el brillo de la extraordinaria perla, la Luna. Phoebe le había prometido que un día lo llevaría ella.

Cuando fuera mayor. A gusto, tranquila y arrullada por la pausada respiración de su madre, con la mente en la fiesta del día siguiente, Vanessa dejaba volar la imaginación. Cuando fuera mayor, cuando fuera una mujer y no una niña, llevaría un velo. Un día escogerían para ella un marido y se casaría. El día de la boda luciría el Sol y la Luna y se convertiría en una buena y prolífica esposa.

Daría fiestas a las que invitaría a las otras mujeres y les serviría pasteles escarchados mientras las sirvientas repartirían bandejas de bombones. Tendría un marido apuesto y poderoso, como su padre. Quizá sería rey, también, y la valoraría por encima de todas las cosas.

Mientras se libraba al sueño, Vanessa iba enroscando el extremo de un mechón de su larga cabellera en su índice. Su futuro esposo la querría del modo que deseaba que la quisiera su padre. Le daría unos hijos preciosos, muchos hijos preciosos, para que las otras mujeres la miraran con envidia y respeto. Y no con lástima. No con la lástima con la que miraban a su madre.

La luz del pasillo la despertó. Entró alguien al abrirse la puerta y cayó luego formando una definida línea en el suelo. La pequeña vio la sombra a través de la gasa que rodeaba su cama como si fuera un capullo.

Experimentó de entrada un sentimiento de amor, en un frustrado estallido que supo identificar, aunque fuera demasiado joven para comprender. Luego apareció el miedo, el miedo que siempre había seguido de cerca al amor que sentía cada vez que veía a su padre.

Se enfadaría al encontrarla allí, en la cama de su madre. Sabía, pues en las charlas en el harén nadie se andaba con tapujos, que casi nunca iba a aquella habitación, sobre todo desde que los médicos habían dicho que Phoebe no tendría más hijos. Vanessa pensó que tal vez quisiera ver a su madre por su extraordinaria belleza. Pero cuando se acercó, el temor le puso un nudo en la garganta. De prisa, en silencio, bajó de la cama y se agachó en un lado, entre las sombras.

Adel, con los ojos fijos en Phoebe, apartó la mosquitera. Ni se había molestado en cerrar la puerta. Nadie iba a atreverse a estorbarle.

La luz de la luna llegaba al pelo, al rostro de Phoebe. Parecía una diosa, lo mismo que el día en que él la había conocido. Aquel día, en la pantalla no vio más que su deslumbrante belleza, su aguda sensualidad. Phoebe Spring, la actriz norteamericana, la mujer a la que los hombres deseaban y al mismo tiempo temían, por su exuberante cuerpo y sus inocentes ojos. Adel estaba acostumbrado a poseer lo mejor, lo más grande, lo más costoso. Había querido poseerla entonces, con un ansia que no había experimentado con otra mujer. La había encontrado y cortejado tal como les gustaba a las occidentales. Poco después la convirtió en su reina.

Ella lo hechizó. Por ella había puesto en peligro el patrimonio, desafiado las tradiciones. Había tomado por esposa a una occidental, a una actriz, a una cristiana. Y había recibido su castigo: su semilla en ella solo le había proporcionado un vástago, una niña.

Aun así, despertaba su deseo. Su vientre era infecundo, pero su belleza lo provocaba. Incluso cuando la fascinación se convirtió en repugnancia, siguió sintiendo el deseo. Lo avergonzaba, profanaba su honor, con su ignorancia respecto al islam, pero su cuerpo nunca dejaba de codiciar el de ella.

Cuando hundía su virilidad en lo más profundo de otra mujer, era con Phoebe con quien hacía el amor, la piel de Phoebe la que olía, sus gritos los que oía. Aquella era la vergüenza que mantenía en secreto. Solo por eso podría haberla odiado. Pero lo que lo movía a despreciarla era la vergüenza pública, el que le hubiera dado solo una hija.

Deseaba hacerla sufrir, hacérselo pagar, como había sufrido y pagado él. Tiró de la sábana.

Phoebe se despertó, turbada, con el corazón acelerado. Lo vio de pie frente a ella entre las sombras. En un primer momento pensó que se trataba del sueño, en el que había vuelto a ella, para amarla como había hecho en otra época. Pero vio sus ojos y se dio cuenta de que en ellos no había sueño, ni amor.

Phoebe: Adel. -Pensó en la niña y echó una rápida mirada a uno y otro lado. En la cama solo estaba ella. Vanessa se había ido, gracias a Dios-. Es tarde -empezó a decir, pero tenía la garganta tan seca que apenas se hacía oír. A la defensiva, se iba deslizando ya hacia atrás; las sábanas de satén hacían frufrú bajo su cuerpo, que formaba un ovillo. Él no dijo nada pero se quitó la bata blanca-. Por favor. -Sabía que era inútil, pero las lágrimas inundaron sus ojos-. No, por favor.

Adel: Una mujer no tiene derecho a negarse a los deseos de su marido.

Observándola, viendo cómo su exuberante cuerpo temblaba en la cama, Adel se sintió poderoso, dueño de nuevo de su propio destino. Fuera lo que fuera aquella mujer, le pertenecía, lo mismo que las joyas que adornaban sus propios dedos o los caballos que tenía en los establos. La agarró por el canesú del camisón y le dio la vuelta.

En las sombras, junto a la cama, Vanessa empezó a temblar.

Su madre lloraba. Se peleaban, a gritos, con palabras que ella no acertaba a comprender. Vio a su padre desnudo contra la luz de la luna, su oscura piel brillante, más por el deseo que por el bochorno. Era la primera vez que veía el cuerpo de un hombre, pero no se inmutó. Conocía la existencia del sexo, sabía que el órgano viril de su padre, aquello que parecía tan duro y amenazante, podía hundirse en su madre y hacer un hijo. Sabía que había placer en aquello, que era algo que una mujer deseaba por encima de todo. En efecto, lo había oído miles de veces, puesto que en el harén las conversaciones sobre el sexo eran constantes.

Pero su madre no podía tener más hijos, y si aquel acto implicaba placer, ¿por qué lloraba y le suplicaba que la dejara?

Una mujer tenía que acoger a su marido en el lecho matrimonial, pensó Vanessa mientras sus ojos también se inundaban de lágrimas. Tenía que ofrecerle lo que él quisiera. Alegrarse de ser deseada, criar en su vientre a sus hijos.

Oyó la palabra «puta». No la conocía, pero le pareció fea en los labios de su padre, algo que no iba a olvidar.

Phoebe: ¿Cómo puedes insultarme así? -la voz le temblaba entre sollozos mientras intentaba apartarse de Adel. En otra época había disfrutado al notar los brazos de él alrededor de su cuerpo, al ver el brillo de su piel a la luz de la luna. Ahora no sentía más que miedo-. Nunca he estado con otro. Solo contigo. Tú sí tomaste a otra esposa cuando ya teníamos a la niña.

Adel: No me has dado nada. -Hundió la mano en la cabellera de ella, fascinado y al mismo tiempo con una sensación de repugnancia ante aquel fuego-. Una niña. Peor que nada. Cada vez que la veo me acuerdo de la vergüenza que siento.

Con un golpe, Phoebe consiguió que él echara la cabeza hacia atrás. Aunque hubiera sido más rápida, no habría podido huir. Adel la abofeteó con el reverso de la mano y le hizo tambalearse. Ardiente de deseo e ira, le arrancó el camisón.

El cuerpo de Phoebe era realmente el de una diosa, la fantasía de cualquier hombre. Sus generosos senos palpitaban al ritmo de su corazón, acelerado por el terror. Un rayo de luna iluminaba su pálida piel y también los oscuros moretones que habían dejado en ella las manos de Adel. Tenía las caderas redondeadas. Cuando la pasión se apoderaba de ella eran capaces de moverse como una centella, al ritmo de las acometidas de Adel. Sin vergüenza. En él, el deseo era como un dolor, como un demonio arañando. Una lámpara se cayó en la mesilla mientras forcejeaban, esparciendo por el suelo una lluvia de cristales.

Paralizada por el terror, Vanessa veía cómo su padre hundía los dedos en los blancos y henchidos senos de su madre, mientras ella suplicaba, se resistía. El hombre tenía derecho a pegar a su esposa. Ella no podía rechazarlo en el lecho nupcial. Así funcionaba. Sin embargo… Vanessa se tapó con fuerza los oídos para no escuchar los gritos de Phoebe cuando él se colocó sobre ella, penetrándola con violencia una y otra vez.

Con el rostro húmedo por las lágrimas, Vanessa gateó bajo la cama. Siguió apretándose las manos contra los oídos hasta que empezaron a dolerle, pero no por ello dejó de oír los resoplidos de su padre, el desesperado llanto de su madre. Por encima de su cuerpo, la cama se agitaba. Se acurrucó con la idea de convertirse en algo tan sumamente insignificante que llegara a no oír, incluso a no ser.

Nunca había oído la palabra «violación», pero después de aquella noche nadie tuvo que explicarle el significado.

Phoebe: ¡Qué callada estás, Ness! -iba acariciando lentamente la cabellera de su hija, que le llegaba a la cintura. Ness. Adel no soportaba aquel diminutivo, y llegaba a tolerar su nombre más formal, Vanessa, porque la primera en su descendencia había sido una hembra de sangre mezclada. Phoebe repitió el diminutivo y le preguntó-: ¿No te gustan los regalos?

Ness: Sí, mucho.

Vanessa llevaba el vestido nuevo, pero ya lo había aburrido. Ante el espejo veía la cara de su madre tras la suya. Phoebe se había esmerado en taparse con maquillaje el moretón, pero Vanessa detectaba la sombra por debajo.

Phoebe: ¡Qué guapa estás! -la hizo girar para tomarla en brazos. En un día corriente, Vanessa no se habría fijado en cómo la estrechaba, no habría identificado el punto de desesperación en el tono de su madre-. Mi princesita. ¡Cuánto te quiero, Ness! Más que a nada en el mundo.

Olía como las flores, como las cálidas flores llenas de color del jardín. Vanessa aspiró el aroma de su madre al hundir el rostro en su pecho. Le dio un beso en él, recordando la crueldad con la que lo había manoseado su padre la noche anterior.

Ness: ¿No te marcharás? ¿No me dejarás?

Phoebe: ¿De dónde salen estas ideas? -Con media sonrisa, la apartó un poco para observarla. Al ver sus lágrimas, la sonrisa se heló en su rostro-. Pero ¿qué pasa, pequeña?

Abatida, Vanessa apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

Ness: He soñado que él te echaba. Que te ibas y no volvía a verte.

La mano de Phoebe se detuvo un instante y luego siguió acariciándola.

Phoebe: No es más que un sueño, cariño. Yo nunca te dejaré.

Vanessa se sentó en el regazo de su madre, contenta de que la mecieran y la tranquilizaran. A través de la celosía de las ventanas, unos dedos de luz se abrían paso en la habitación y trazaban unas líneas en la alfombra.

Ness: De haber sido yo un niño, él nos querría.

El enojo se apoderó de ella con tanta rapidez que Phoebe casi lo notó como un sabor en la lengua. Pero inmediatamente se convirtió en desesperación. De todas formas, seguía siendo una actriz. Si no aprovechaba el talento para otra cosa, lo usaría para proteger lo que era suyo.

Phoebe: ¡Qué tonterías dices en el día de tu cumpleaños! ¿Qué gracia tiene un niño? No pueden llevar bonitos vestidos.

Aquello hizo reír a Vanessa, que se arrimó más a su madre.

Ness: Si pusiéramos un vestido a Andrew, parecería una muñeca.

Phoebe apretó los labios intentando contener una punzada de dolor. Andrew. El hijo que había tenido la segunda esposa de Adel después de que ella fracasara. Fracasara no, rectificó acto seguido. Ya empezaba a pensar como una musulmana. ¿Cómo podía haber fracasado si tenía una preciosa niña en sus brazos?

«No me has dado nada. Una niña. Peor que nada». Todo -pensó Phoebe airada-. Te lo he dado todo.

Ness. ¿Mamá?

Phoebe: Estaba pensando -sonreía mientras ponía a Vanessa en el suelo-. Pensaba que te falta otro regalo. Uno secreto.

Ness: ¿Secreto? -aplaudió, dejando atrás las lágrimas-.

Phoebe: Siéntate y cierra los ojos.

Encantada, Vanessa obedeció, instalándose en una silla e intentando no impacientarse. Phoebe había escondido la pequeña bola de cristal entre unas capas de ropa. No había sido fácil pasarla clandestinamente por la frontera, pero había aprendido a ser ingeniosa. También le había costado pasar las pastillas, las pequeñas pastillas de color rosa que la ayudaban a soportar los días. Adormecían el dolor y aligeraban el corazón. La mejor compañera de la mujer. Sobre todo en un país en el que una mujer necesitaba todas las amistades posibles. Si descubrían las pastillas, podía tener que enfrentarse a una ejecución pública. Pero de no disponer de ellas, no estaba segura de ser capaz de sobrevivir.

Un círculo vicioso. Lo único que la animaba era Vanessa.

Phoebe: Vale -se arrodilló junto a la silla. La pequeña llevaba un collar de zafiros y unos brillantes aretes en las orejas. Phoebe esperaba que el pequeño regalo que iba a entregarle ahora tuviera más significado-. Abre los ojos.

Era algo sencillo, tanto que casi parecía ridículo. En Estados Unidos por unos dólares se podían comprar a miles en las tiendas durante las vacaciones. Vanessaabrió mucho los ojos, como si tuviera una pieza mágica en las manos.

Phoebe: Es nieve -dio otra vez la vuelta a la bola, con lo que hizo bailar los blancos copos-. En Estados Unidos nieva en invierno. Mejor dicho, lo hace en muchos lugares de Estados Unidos. En Navidad, decoramos un árbol con bonitas luces y bolitas de colores. Abetos, como el que ves aquí. Una vez, mi abuelo me llevó en un trineo como este. -Apoyando su cabeza contra la de Vanessa, observó el caballo y el trineo en miniatura del interior de la bola de cristal-. Un día te llevaré allí, Ness.

Ness: ¿Hace daño?

Phoebe: ¿La nieve? -se echó a reír y agitó de nuevo la bola. La escena cobró vida otra vez, con la nieve arremolinándose alrededor del decorado abeto y del hombrecito en el trineo detrás de un pulcro caballo marrón. Era una ilusión. Todo lo que le quedaba eran ilusiones y una hijita a quien proteger-. No. Es fría y húmeda. Puedes hacer figuras con ella. Hombres de nieve, bolas de nieve, fortines. Sobre los árboles es muy bonita. ¿Ves? Como aquí.

Vanessa inclinó la bola. El pequeño caballo marrón levantaba una pata mientras los copos giraban alrededor de su cabeza.

Ness: Es muy bonita, más que mi vestido nuevo. Quiero enseñársela a Donna.

Phoebe: No -sabía lo que ocurriría si Adel se enteraba. La bola era un símbolo de una fiesta cristiana. Desde el nacimiento de Vanessa, se había convertido en un fanático en cuanto a religión y tradición-. Es nuestro secreto, ¿te acuerdas? Puedes mirarlo cuando estemos solas, pero nunca si hay alguien delante. -Cogió la bola y la escondió en el cajón-. Y ahora vamos a la fiesta.

A pesar de que funcionaban los ventiladores y de que las celosías estaban cerradas para impedir que penetrara el sol, hacía calor en el harén. La luz procedente de las lámparas con afiligranadas pantallas era tenue, agradable. Las mujeres se habían puesto sus mejores y más vistosos vestidos. En un abrir y cerrar de ojos habían dejado en la puerta los negros abayas y los velos y habían pasado de cuervos a pavos reales.

Junto con los velos habían abandonado también el silencio e iniciado las charlas sobre hijos, sexo, moda y fertilidad. En unos momentos, en el harén, con su tamizada luz y sus grandes cojines, empezó a notarse el perfume a mujeres y a incienso.

Por su categoría, Vanessa saludó a las invitadas con un beso en cada mejilla mientras iban sirviendo, en unas frágiles tazas sin asa, té verde y café con especias. Tenía allí junto a ella a tías y primas, así como a una serie de princesas de menor rango, quienes, al igual que las otras mujeres, hacían alarde tanto de sus joyas como de su prole, los dos principales símbolos del éxito en su cerrado mundo.

A Vanessa le parecían muy guapas, con sus largos vestidos que, con el movimiento, emitían el sonido del roce de la seda, de unos colores a cual más espectacular. Desde atrás, Phoebe contemplaba un desfile de vestidos que no habría desdicho en un salón del siglo XVIII. Aceptaba las miradas de conmiseración que le dirigían con la misma expresión estoica que aguantaba las más petulantes. Sabía perfectamente que allí era la intrusa, la occidental que no había podido dar un heredero al rey. Sé decía a sí misma que poco importaba que la aceptaran mientras se mostraran amables con Vanessa.

Y no tenía por qué sufrir por ello: Vanessa formaba parte del grupo, algo que Phoebe nunca había conseguido.

Se lanzaban hambrientas hacia el bufé, degustándolo todo con los dedos, cuando ella utilizaba siempre las cucharitas de plata. Si engordaban y los vestidos les quedaban estrechos comprarían otros nuevos. Las compras, pensaba Phoebe, eran lo que ayudaba a las mujeres árabes a pasar el día, lo mismo que conseguía ella con las pastillas rosas. Ningún hombre, a excepción del marido, el padre o los hermanos, veía nunca sus ridículos vestidos. A la salida del harén, se pondrían de nuevo los mantos, el velo para cubrir la cara y esconder el cabello. Fuera de aquellos muros había que tener en cuenta el aurat, lo que no podía mostrarse.

¡Y los jueguecitos que montaban!, pensó Phoebe, asqueada. Además estaba la henna, los perfumes, los rutilantes anillos. ¿Podían considerarse felices cuando incluso ella, a quien todo aquello le traía sin cuidado, era capaz de ver el aburrimiento dibujado en sus rostros? Solo pedía a Dios no ver nunca aquella expresión en el de Vanessa.

Ya a sus cinco años, la pequeña tenía suficiente desenvoltura para ocuparse de que sus invitadas se distrajeran y se sintieran cómodas. Hablaba árabe con soltura, con musicalidad. Nunca había sido capaz de confesar a su madre que aquel idioma le resultaba más fácil que el inglés. Pensaba en árabe, incluso sentía en árabe, y tenía que traducir al inglés tanto los pensamientos como las emociones antes de poderlos comunicar a su madre.

Se sentía feliz allí, en aquella atmósfera en la que dominaban las voces femeninas, los perfumes femeninos. El mundo del que de vez en cuando le hablaba su madre para ella no era más que un cuento de hadas. La nieve era en realidad algo que bailaba en una pequeña bola de cristal.

Ness: ¡Donna!

Vanessa cruzó la estancia corriendo para ir a dar un beso a su prima preferida. Donna estaba a punto de cumplir los diez y, para envidia y admiración de Vanessa, era casi una mujer.

Donna le devolvió el abrazo.

Donna: Llevas un vestido precioso.

Ness: Sí.

Pero Vanessa no pudo resistir la tentación de acariciar con la mano la manga de su prima.

Donna: Es terciopelo -le dijo dándose aires. El hecho de que la gruesa tela le diera un calor insoportable no podía compararse con el reflejo que había visto en su espejo-. Papá me lo compró en París. -Dio una vuelta entera. Era una muchacha morena, delgada, con un rostro agradable, huesudo, y unos ojos muy grandes-. Me ha prometido que cuando vaya otra vez me llevará con él.

Ness: ¿En serio? -tuvo que reprimir la envidia que iba sintiendo en su interior. Todo el mundo sabía que Donna era una de las favoritas de su padre, el hermano del rey-. Mi madre ha estado allí.

Por su buen corazón y por lo feliz que la hacía el vestido de terciopelo, Donna acarició el pelo de Vanessa.

Donna: Tú también irás algún día. Tal vez cuando seamos mayores iremos juntas.

Vanessa notó que alguien tiraba de su falda. Se volvió y vio a Andrew, su hermanastro. Lo cogió en brazos para darle un par de besos y lo hizo chillar y reír.

Ness: ¡El niño más elegante de Jaquir!

El crío, aunque tenía dos años menos que ella, pesaba lo suyo, por lo que Vanessa tuvo que hacer un esfuerzo para no soltarlo. Tambaleándose un poco, lo llevó hacia la mesa para servirle un generoso plato de postre.

Todas las niñas mimaban y contemplaban a los pequeños. Las de la edad de Vanessa, incluso las más pequeñas que ella, se pasaban el día agasajándolos, llevándolos en palmas, consintiéndolos. Desde que nacían, a las niñas se les enseñaba a dedicar todo su tiempo y energía a complacer a los hombres. Vanessa solo sabía que adoraba a su hermanito y le gustaba verlo sonreír.

Phoebe no podía soportarlo. Observaba cómo su hija servía al hijo de la mujer que había ocupado su lugar en el lecho de su marido y también en su corazón. ¿Qué importaba que la ley allí estipulara que un hombre podía tener cuatro mujeres? No era su ley, ni su mundo. Había vivido en él seis años, podía vivir sesenta más, pero nunca sería su mundo. No soportaba aquellos olores, el perfume denso y empalagoso que tenía que soportar un día tras otro en su gris existencia. Phoebe se pasó la mano por la sien, donde notaba un inicio de jaqueca. El incienso, las flores, perfume sobre perfume.

Tampoco soportaba el calor, el implacable calor.

Le apetecía beber algo, pero no el café o el té que servían siempre, sino una copa de vino. Una copa de vino fresco. Pero en Jaquir el vino estaba prohibido. Permitían la violación, pensó mientras acariciaba su dolorida mejilla, pero no el vino. Violación sí, pero vino no. Carreras de camellos y velos, llamadas a la oración y poligamia, pero ni una gota de aquel Chablis tan fresco, ni una copita de delicioso Sancerre seco.

¿Cómo había podido considerar bonito aquel país al llegar a él como novia? Había contemplado el desierto, el mar, los altos muros blancos del palacio y le había parecido el lugar más misterioso y exótico del mundo.

En aquellos momentos estaba enamorada. ¡Y, por todos los santos, seguía estándolo! En aquel primer tiempo, Adel le había mostrado la belleza de su país y la riqueza de su cultura. Ella había abandonado el suyo y sus costumbres para intentar convertirse en lo que él deseaba. Y lo que deseaba resultó ser la mujer que había visto en la pantalla, el símbolo sexual y de la inocencia que había aprendido a representar. Pero Phoebe era demasiado real.

Adel quiso un hijo. Ella le dio una hija. Quiso que ella se convirtiera en hija de Alá, pero ella era y seguiría siendo un producto de su propia educación.

No le apetecía pensar en ello, en él, en su vida, ni en el dolor. Necesitaba evadirse un poco. Solo tomaría otra pastilla, se dijo, para poder soportar el resto del día.




Os informo que algunos nombres eran originalmente árabes, pero los cambie para que fuera más fácil a la hora de recordarlos para ubicar a los personajes.


2 comentarios:

Carolina dijo...

Pobre la mamá de Ness
Todo lo que tiene que aguantar por su niña
No entiendo muy bien lo de las pastillas, seran opiodes?
Espero saber que pasó pronto
Pública please

Maria jose dijo...

Que fuerte
Pobre la mama de vanessa
Y pobre de ella en ver eso
Me interesa mucho la historia de esta novela
Se ve muy buena
Siguela pronto

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