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martes, 25 de junio de 2019

Capítulo 4


A Vanessa le encantaban los zocos. A los diez años había aprendido a distinguir un diamante de un cristal centelleante, los rubíes birmanos de las piedras más ordinarias, con menos intensidad de color. Su abuela July le había enseñado a valorar, con la sagacidad de un maestro joyero, la talla, la limpidez y el color de las piedras preciosas. Con July pasaba horas y horas admirando las mejores que se exhibían en los zocos.

Las joyas eran la garantía que podía llevar una mujer encima, le había explicado July. ¿Qué podía sacar una mujer de los lingotes de oro y de los billetes guardados en un banco? Los diamantes, las esmeraldas, los zafiros podían prenderse, sujetarse o ensartarse de forma que el mundo viera su valor.

Nada complacía tanto a Vanessa como ver a su abuela regateando en los zocos mientras las oleadas de calor hacían casi rielar la atmósfera. Por allí veía a menudo a grupos de mujeres vestidas de negro, como bandadas de mirlos, que se dedicaban a toquetear cordones de oro y plata, a probarse anillos de pulidas piedras o a estudiar el brillo de alguna piedra preciosa a través de un polvoriento cristal mientras el olor de los animales y las especias planeaba en aquella atmósfera paralizada y los matawain rondaban, con sus desgreñadas barbas teñidas con henna, dispuestos a castigar cualquier infracción en la ley religiosa. Cuando paseaba con July, a Vanessa nunca le daban miedo los matawain. Jaquir adoraba a su antigua reina, una mujer que había tenido doce hijos. Cuando andaban de compras, la atmósfera se llenaba de sonidos, de murmullos de regateo, de rebuznos de asno, del clac clac de las sandalias contra el endurecido suelo.

Cuando sonaba la llamada a la oración, los zocos cerraban. Entonces las mujeres esperaban y los hombres bajaban el rostro hacia el suelo. Vanessa escuchaba el clic de las cuentas de la oración con la cabeza inclinada como todas las mujeres. Todavía no llevaba velo, pero ya no era una niña. En aquellos últimos días del verano mediterráneo, esperaba, preparada para el cambio.

Lo mismo hacía Jaquir. En un país que luchaba contra la pobreza, la casa de Jaquir era rica. Como primogénita del rey, tenía derecho a usar los símbolos y las señas de su rango. A pesar de ello, Adel nunca le había abierto el corazón.

Su segunda esposa le había dado dos hijas, después de Andrew. Había circulado por el harén el rumor de que Adel tuvo un arranque de cólera después de la segunda y estuvo a punto de divorciarse de Leila. Pero el príncipe heredero era fuerte y apuesto. Se hablaba de que Leila podría quedar embarazada pronto otra vez. Para asegurar su linaje, Adel tomó una tercera esposa y no tardó en introducir en ella su semilla.

Phoebe empezó a tomarse una pastilla cada mañana. Se evadía entre sueños, dormida o despierta.

En el harén, con la cabeza cómodamente apoyada en la rodilla de su madre, los ojos indolentemente semicerrados ante el humo del incienso, Vanessa contemplaba cómo bailaban sus primas. La larga y cálida tarde tenía aún mucha cuerda. Había pensado en ir de compras, en adquirir tal vez una nueva tela de seda o una pulsera de oro como la que le había enseñado Donna el día anterior, pero aquella mañana le pareció que su madre estaba demasiado decaída.

Saldrían al día siguiente. De momento, los ventiladores agitaban aquella atmósfera cargada de incienso mientras los tambores iban marcando el lento ritmo. Laila había conseguido pasar a escondidas un catálogo de Frederick's de Hollywood. Las mujeres lo hojeaban, riendo. Hablaban como hacían siempre, y en la charla dominaba el tema del sexo. Vanessa estaba demasiado acostumbrada a aquellas palabras sin tapujos y a las emocionadas descripciones para sentir interés por el tema. Le gustaba observar el baile, los lentos y sinuosos movimientos, el balanceo de las oscuras cabelleras, los giros y las vueltas de los cuerpos.

Miró hacia Meri, la tercera esposa de su padre, que, satisfecha con su barriga, estaba allí sentada con aires de suficiencia hablando del parto. Leila, con el rostro contraído, mientras atendía a su hija pequeña, también echó una furtiva mirada a Meri. Mientras tanto, Andrew, alto y robusto a sus siete años, se acercó corriendo para exigir atención y Leila, sin dudarlo ni un instante, dejó a la pequeña a la que estaba cuidando. Se veía un punto de triunfo en su sonrisa al tomar en brazos a su hijo.

Phoebe: ¿Verdad que crecen para maltratarnos? -murmuró-.

Ness: ¿Mamá?

Phoebe: Déjalo. -Acarició el pelo de Vanessa con aire ausente. El ritmo del tambor resonaba en su cabeza, monótono, implacable, como los días que había pasado en el harén-. En mi país se quiere a los hijos, sean niños o niñas. Y no se espera que nadie dedique toda su vida a tener hijos.

Ness: ¿Y cómo se mantiene firme una familia?

Phoebe suspiró. Algunos días no se veía capaz de pensar con claridad. De ello podía echar la culpa, y también agradecérselo, a las pastillas. La última provisión le había costado un anillo de esmeraldas, pero también había conseguido como añadidura una pequeña botella de vodka ruso. La tenía escondida y se permitía un traguito cada vez que Adel salía de su habitación. Ya no se le resistía, le daba igual; lo soportaba pensando en el consuelo que le proporcionaría el trago en cuanto hubiera cerrado la puerta.

Podía irse de allí. Si era capaz de reunir el valor para hacerlo, podía coger a Vanessa y fugarse, volver al mundo real, donde no se obligaba a las mujeres a cubrir su cuerpo, avergonzadas, y a someterse a los crueles antojos de los hombres. Podía volver a Norteamérica, donde la querían, donde la gente se aglomeraba en los cines para verla. Podía continuar trabajando. ¿Acaso no hacía teatro a diario? En Estados Unidos proporcionaría a Vanessa una vida confortable.

No, no podía irse de allí. Cerró los ojos e intentó no oír el sonido de los tambores. Para salir de Jaquir, una mujer necesitaba un permiso escrito por un varón de su familia. Adel jamás se lo daría, pues a pesar de que la odiaba, la deseaba.

Ya le había pedido en una ocasión que la dejara marchar y él se había negado. Una fuga le costaría miles de dólares, además de un riesgo que estaba casi dispuesta a correr. Pero con Vanessa nunca llegaría a salir del país. No existía soborno capaz de tentar a nadie para que dejara pasar de forma ilegal a la hija del rey.

Y tenía miedo. Miedo de lo que él pudiera hacer con su hija. Podría quedársela, pensó Phoebe. Ella no podría hacer nada para detenerlo, no existía más tribunal que el suyo, más policía que la de él. No iba a poner en peligro a Vanessa.

En más de una ocasión había pensado en el suicidio, la huida definitiva. Lo veía como algo parecido el modo en que se había planteado en otra época el amor, como algo deseado, preciado, con lo que uno se encariña. En alguna ocasión, en aquellas calurosas e interminables tardes, había fijado la vista en el frasco de pastillas preguntándose qué pasaría si se las tomaba todas, si por fin se abandonaba por completo al confuso mundo de los sueños. Espléndido. Había llegado incluso a tenerlas todas en la mano, a contarlas, a acariciarlas.

Pero estaba Vanessa. Siempre Vanessa.

Por tanto, se quedaría. Se drogaría hasta conseguir que la realidad fuera soportable y se quedaría. Aunque daría a su hija algo de sí misma.

Phoebe: Me apetece un poco de sol -dijo de pronto-. Vamos al jardín.

Vanessa prefería quedarse donde estaba, arrullada por el perfume y el sonido, pero se levantó, obediente, y siguió a su madre.

El calor seco las envolvió. Como siempre, Phoebe notó la molestia en los ojos y sintió añoranza de la brisa del Pacífico. Había tenido una casa en Malibú y allí le encantaba sentarse junto a un gran ventanal, contemplando las olas.

Aquí había flores, exuberantes, exóticas, que rezumaban perfume. Los muros eran altos, para evitar que una mujer que se paseara por el recinto pudiera tentar a un transeúnte. Así era el islam. La mujer era un ser sexual débil, sin fuerza ni inteligencia para conservar su virtud. De ello se ocupaban los hombres.

Animaba la atmósfera de aquel oasis el canto de los pájaros. La primera vez que Phoebe había visto aquel jardín, aquella maraña de vistosos colores y embriagadores perfumes, su imaginación había volado directamente hacia una película. En los alrededores, la arena del desierto iba cambiando, pero allí crecían los jazmines, las adelfas, los hibiscos. Proliferaban también los naranjos y limoneros en miniatura. Phoebe sabía que el fruto de aquellos árboles era amargo, como los ojos de su esposo.

Se sintió irremediablemente atraída hacia la fuente. Un regalo de Adel de cuando la llevó a aquel país como reina. Un símbolo del constante fluir de su amor. Este hacía tiempo que se había secado, pero la fuente seguía manando.

Continuaba siendo su esposa, la primera de las cuatro que le permitía la ley. Pero en Jaquir, su boda se había convertido en su cárcel. Haciendo girar el aro de diamantes en su dedo, observó como el agua caía en el pequeño estanque. Vanessa empezó a lanzar piedrecillas en él para ver nadar a una vivaracha carpa.

Ness: No me gusta Meri. -En un mundo tan limitado como un harén, pocos temas de conversación había aparte de las otras mujeres y los niños-. Hecha la barriga hacia delante y sonríe así.

Arrugó el rostro en una mueca que hizo reír a Phoebe.

Phoebe: ¡Qué alivio tenerte a mi lado! -Le besó el cabello-. Mi pequeña actriz. -Tenía los ojos de su padre, pensaba Phoebe mientras le apartaba unos mechones de la frente. Le recordaron la época en que él la miraba con amor y cariño-. En Estados Unidos harían cola para verte.

Satisfecha con la idea, Vanessa sonrió.

Ness: ¿Cómo hacían contigo?

Phoebe: Sí. -Volvió la vista hacia el agua. Siempre resultaba duro recordar a la otra persona que había sido-. Como hacían conmigo. Siempre me gustó hacer feliz a la gente, Ness.

Ness: Cuando vino aquella periodista, dijo que te echaban de menos.

Phoebe: ¿Periodista? -Hablaba de dos o tres años atrás. No, de más años. Tal vez cuatro. Era curioso cómo se desdibujaba el tiempo. Adel había aceptado la entrevista para acallar cualquier habladuría sobre su matrimonio. Phoebe no pensaba que su hija pudiera recordarlo. Por aquel entonces no debía de tener más de cinco años-. ¿Qué te pareció?

Ness: Hablaba raro y a veces demasiado deprisa. Llevaba el pelo muy corto, como un niño, y lo tenía del color de la paja. Se enfadó porque solo la dejaron tomar unas fotos y luego le quitaron la cámara. -Phoebe se sentó en un banco de mármol y Vanessa siguió lanzando piedrecillas al agua-. Dijo que eras la mujer más guapa del mundo y la más envidiada. Preguntó si llevabas velo.

Phoebe: Te acuerdas de todo, ¿verdad? -tampoco se le había olvidado nada, incluso recordó haberse inventado una historia sobre el calor y el polvo, y el velo para proteger su cutis-.

Ness: Me gustaba cuando hablaba de ti -también recordó que su madre había llorado después de marcharse la periodista-. ¿Volverá?

Phoebe: Puede, algún día.

Pero Phoebe sabía que la gente olvidaba. Surgían nuevos rostros, nuevos nombres en Hollywood; ya conocía a algunos, pues Adel permitía que le entregaran alguna carta. Faye Dunaway, Jane Fonda, Ann Margret. Jóvenes y bellas actrices que iban destacando, ocupando el lugar que en otra época había sido el suyo.

Se tocó el cutis, consciente de que habían aparecido arruguitas alrededor de los ojos. Aquel rostro había salido en las portadas de todas las revistas. Las mujeres se teñían el pelo para tenerlo como el suyo. La habían comparado con Monroe, con Gardner, con Loren. Más tarde ya no hubo comparaciones; el modelo fue ella.

Phoebe: Estuve a punto de recibir un Oscar. Un premio muy importante para una actriz. Aunque no me lo concedieran, hubo una fiesta fabulosa. Todo el mundo reía, charlaba, hacía planes. ¡Qué diferente era aquello de Nebraska! Me refiero a donde vivía cuando tenía tu edad, cariño.

Ness: ¿Dónde había nieve?

Phoebe: Sí -sonrió, extendiendo los brazos-. Donde había nieve. Allí viví con mis abuelos porque mis padres habían muerto. Fui muy feliz, aunque no siempre fui consciente de serlo. Quería ser actriz, llevar preciosos vestidos y que mucha gente me quisiera.

Ness: Por esto te convertiste en estrella de cine.

Phoebe: Exactamente. -Rozó con su mejilla el cabello de su hija-. Parece que hayan pasado siglos. En California no nevaba, pero tenía el océano. Para mí era un cuento de hadas, y yo, la princesa sobre la que había leído en los cuentos. Era un trabajo duro, pero me gustaba estar allí, formar parte de aquel mundo. Viví sola en una casa junto al mar.

Ness: Echarías en falta la compañía.

Phoebe: No, tenía amigos y gente con quien hablar. Fui a lugares que nunca había soñado ver… París, Nueva York, Londres… Conocí a tu padre en Londres.

Ness: ¿Dónde está Londres?

Phoebe: En Inglaterra, en Europa. Ya no te acuerdas de tus clases.

Ness: No me gustan las clases. Me gustan los cuentos. -Pero se lo pensó bien porque sabía que las clases eran importantes para Phoebe, y constituían otro secreto entre ellas-. En Londres vive una reina con un marido que solo es príncipe -esperó, segura de que su madre la corregiría. Era una idea tan ridícula… Una mujer que gobernaba un país… Pero Phoebe se limitó a sonreír y asentir-. En Londres hace frío, y llueve. En Jaquir siempre brilla el sol.

Phoebe: Londres es precioso. -Tenía la gran habilidad de situarse en un lugar, real o imaginario, y verlo claramente-. Pensé que era el lugar más bonito que había visto. Filmábamos allí y la gente se ponía en fila detrás de los parapetos para observar. Me llamaban, a veces les firmaba autógrafos o posaba para unas fotos. Allí conocí a tu padre. Era tan apuesto… tan elegante…

Ness: ¿Elegante?

Con una soñadora sonrisa en sus labios, Phoebe cerró los ojos.

Phoebe: Vamos a dejarlo. Me ponía muy nerviosa porque era rey, nunca podía prescindirse del protocolo, había fotógrafos por doquier. Pero en cuanto hubimos hablado, me pareció que ya no importaba. Me llevó a cenar, a bailar.

Ness: ¿Bailaste para él?

Phoebe: Con él. -Hizo sentar a Vanessa a su lado en el banco. Cerca de ellas, una abeja zumbaba perezosamente, chupando néctar. Aquel sonido resultaba agradable a los oídos de Phoebe, imaginaba que convertía en música el alimento-. En Europa y en Estados Unidos, los hombres y las mujeres bailan juntos.

Vanessa puso cara de desconcierto.

Ness: ¿Y lo permiten?

Phoebe: Sí, está permitido bailar con un hombre, hablar, ir en coche o al teatro con él. ¡Tantas cosas! Y sales sola con un hombre.

Ness: ¿Sales? -hacía esfuerzos para entenderla-. ¿De dónde sales?

Phoebe se echó a reír otra vez, algo soñolienta bajo aquel sol. Recordaba los bailes en los brazos de Adel, cómo le sonreía él. Sus duras facciones, sus suaves manos.

Phoebe: Salir es quedar con alguien. El hombre invita a la mujer a salir. Va a buscarla a su casa. A veces le lleva flores. -Rosas, recordó fantasiosamente. Adel le había mandado toneladas de rosas blancas-. Luego suelen ir a cenar o bien a un espectáculo y a tomar algo más tarde. También pueden ir a bailar a un club atestado de gente.

Ness: ¿Bailaste con mi padre porque estabais casados?

Phoebe: No. Bailamos, nos enamoramos y luego nos casamos. Es diferente, Vanessa, y muy difícil de explicar. En la mayor parte del mundo las cosas no son como en Jaquir.

El insistente temor que había experimentado desde la noche en que había presenciado la violación de su madre se apoderó otra vez de ella.

Ness: Quieres volver.

Phoebe no notó el miedo, solo tenía en la cabeza su propio pesar.

Phoebe: Está muy lejos, Ness. Demasiado lejos. Cuando me casé con Adel, lo dejé todo. Más de lo que pensaba en aquel momento. Lo amaba y él me quería. El día que nos casamos fue el más feliz de mi vida. Me entregó el Sol y la Luna. -Puso la mano sobre su canesú y casi notó el peso y el poder del collar-. Cuando me lo puse, me sentí como una reina, y me pareció que se hacían realidad todos los sueños que había tenido de niña en Nebraska. Me entregó parte de sí mismo, parte de su país. Cuando abrochó las piedras preciosas alrededor de mi cuello vi que aquello lo significaba todo.

Ness: Es el mayor tesoro de Jaquir. Demostró que eras lo que él más valoraba en el mundo.

Phoebe: Así era entonces. Ahora ya no me quiere, Ness.

La pequeña lo sabía, hacía tiempo que era consciente de ello pero quería desmentirlo.

Ness: Eres su esposa.

Phoebe bajó la vista hacia su anillo de boda, otro símbolo que en su día había significado tanto.

Phoebe: Una entre tres.

Ness: No, lo de las otras es porque necesita hijos. Un hombre ha de tener hijos.

Phoebe tomó entre sus manos el rostro de Vanessa. En él vio las lágrimas y el dolor. Quizá había hablado demasiado, pero ya era tarde para obviar lo dicho.

Phoebe: Sé que no te hace caso y que eso te hace daño. Intenta comprender que no es por ti sino por mí.

Ness: Me odia.

Phoebe: No. -Pero era cierto. Adel odiaba a su hija, pensó Phoebe mientras estrechaba a Vanessa. Y la asustaba aquel frío odio que veía en los ojos de Adel cada vez que la miraba-. No, no te odia. Soy yo quien lo contraría; le contraría lo que soy y lo que no soy. Tú eres mía. Cuando te mira solo ve eso; no ve en ti su parte, no sabe que quizá la mejor parte de él está en ti.

Ness: No lo soporto.

El temor fue en aumento y se apresuró a echar una ojeada a su alrededor. Estaban solas en el jardín, pero las voces se propagaban y siempre había algún oído dispuesto a escuchar.

Phoebe: No debes decir eso. Ni siquiera pensarlo. No puedes entender lo que existe entre Adel y yo, Ness. No tienes por qué.

Ness: Te pega. -Se apartó un poco y mostró unos ojos completamente secos y de lo más gélido-. Por esto lo odio. Me mira y no ve nada. Por esto lo odio.

Phoebe: Chist.

Sin saber qué hacer, Phoebe abrazó de nuevo a su hija y la meció contra su pecho. No dijo nada más. En ningún momento había tenido intención de disgustar a su madre. Hasta que no hubo pronunciado aquellas palabras no fue consciente de que las guardaba en su interior. Ahora que se había expresado, lo aceptaba. El odio había ido arraigando incluso antes de la noche en que vio a su padre abusar de su madre. Desde entonces había ido creciendo, alimentado por el abandono de él y el desinterés de ella, las sutiles injurias que la separaban de los otros hijos de su padre.

Odiaba, pero el odio la avergonzaba. Una hija tenía que venerar a sus padres. Por ello no habló más de aquel sentimiento.

En las semanas siguientes, pasó más tiempo que nunca con su madre, paseando por el jardín, escuchando las historias de otros mundos. Para ella seguían siendo irreales, pero con aquellos relatos disfrutaba tanto como con los cuentos de piratas y dragones de su abuela.

Cuando Meri dio a luz a una niña y el rey se divorció de inmediato de ella, Vanessa se alegró.

Ness: Estoy contenta de que se haya ido -jugaba a la taba con Donna. Por fin había entrado aquel juego en el harén, tras muchas discusiones y debates-. ¿Adónde la enviarán?

Aunque Donna fuera mayor, todo el mundo sabía que Vanessa sabía sonsacar información.

Donna: Tendrá una casa en la ciudad. Una casa pequeña.

Vanessa soltó una risita y cogió tres tabas con sus ágiles dedos. Podía haber compadecido a Meri por su suerte, pero la ex esposa del rey se había ganado la antipatía de todas las mujeres.

Donna: Me encanta que ya no viva aquí -se apartó el cabello del rostro mientras esperaba su turno-. Así ya no tendremos que oír las fanfarronadas de lo a menudo que iba a verla el rey y las veces que depositaba en ella su semilla.

Vanessa perdió la taba. Echó una rápida ojeada para localizar a su madre, pero como hablaban en árabe, decidió que Phoebe no habría entendido nada.

Ness: ¿A ti te apetece tener relaciones sexuales?

Donna: Pues claro -dejó caer las tabas y examinó el resultado-. Cuando me case, mi marido vendrá a verme todas las noches. Le proporcionaré tanto placer que nunca necesitará a otra mujer. Mantendré la piel suave, los pechos firmes, y las piernas abiertas.

Se echó a reír y recogió las tabas.

Vanessa se fijó en que una de estas no había caído bien, pero dejó pasar la infracción. Sus manos eran más rápidas y ágiles que las de Donna, y por una vez su prima podía ganar.

Ness: A mí no me apetece lo del sexo.

Donna: No seas idiota. A todas las mujeres les gusta. Las leyes nos mantienen apartadas de los hombres porque somos demasiado débiles para no caer en la tentación. Y solo deja de interesarnos cuando somos tan viejas como la abuela.

Ness: Pues yo seré tan vieja como la abuela.

Las dos se echaron a reír y siguieron jugando.

Donna no quería entenderlo, pensaba Vanessa mientras continuaba con las tabas. A su madre no le apetecía la relación sexual y era joven y bonita. A Leila le daba miedo porque había tenido dos hijas. Vanessa no quería ni oír hablar de ello porque había visto que era algo feo y cruel.

De todas formas, no había otro sistema para tener hijos, y a ella le encantaban los niños. Puede que encontrara un marido amable que ya tuviera esposas e hijos. Entonces no le exigiría relaciones sexuales y ella se podría dedicar a cuidar a los niños de la casa.

Se cansaron del juego, y Vanessa vio a su abuela y se sentó en su regazo. July era viuda y había sido reina. Su afición a los dulces la había dejado sin dientes, pero tenía unos bonitos ojos, oscuros y brillantes.

July: Mi preciosa Vanessa. -abrió la mano y le ofreció un bombón envuelto en papel de plata-.

La niña lo tomó sonriendo. Le gustaba tanto el envoltorio como el dulce y por ello lo abrió lentamente. Siguiendo una costumbre que nunca le fallaba para calmar a los pequeños, July sacó un cepillo y empezó a pasarlo por el pelo de Vanessa.

Ness: ¿Irás a ver a la niña que ha nacido, abuela?

July: Claro. Quiero a todos mis nietos. Incluso a los que me roban los bombones. ¿Y qué le pasa a mi Vanessa que está tan triste?

Ness: ¿Crees que el rey se divorciará de mi madre?

July se había dado cuenta de que Vanessa ya no llamaba Adel a su padre y aquello la inquietaba.

July: No lo sé. En doce años no lo ha hecho.

Ness: Si lo hiciera, nos iríamos. Yo te echaría de menos.

July: Y yo a ti. -Mientras guardaba el cepillo, pensaba que aquella niña no era tan niña-. Eso no debe preocuparte, Vanessa. Estás creciendo. No tardaremos mucho en verte casada. Y entonces tendré biznietos.

Ness: Y les darás bombones y les contarás cuentos.

July: Sí. ojalá. -Le dio un beso en la cabeza. Exhalaba un suave perfume y su cabellera era oscura como la noche-. Y los querré como te quiero a ti.

Volviéndose, Vanessa la rodeó con sus brazos. La fragancia de las amapolas y otros olores a especias en su piel resultaba tan reconfortante como la presión de su fino cuerpo.

Ness: Yo te querré siempre, abuela.

Andrew: Vanessa. Vamos -tiró de su falda. Llevaba los labios manchados, pues poco antes había estado en brazos de su abuela. El throbe de seda que le había cortado su madre estaba ya sucio de tierra-. Vamos -repitió dándole otro tirón-.

Ness: Vamos, ¿adónde?

Pero como siempre estaba dispuesta a distraerlo, Vanessa bajó del regazo de su abuela y empezó a hacerle cosquillas.

Andrew: Quiero el trompo -chillaba y se retorcía; luego le dio un sonoro beso-. Quiero ver el trompo.

Se puso en el bolsillo otro puñado de bombones antes de dejarse arrastrar por Andrew. Corrían por los pasillos riendo, ella exagerando sus quejas y jadeos mientras él tiraba de su mano. La habitación de Vanessa era más pequeña que las de los demás, otra de las sutiles injurias infligida por su padre. Tenía una única ventana, que daba al extremo del jardín. A pesar de todo, era bonita y ella misma había escogido los tonos rosa y blanco con los que estaba pintada. En una esquina tenía estantes, y en ellos, juguetes, la mayoría de ellos enviados desde Estados Unidos por una mujer llamada Celeste, la mejor amiga de su madre.

El trompo había llegado hacía unos años. Era un juguete sencillo pero con unos colores muy vistosos. Cuando se accionaba, hacía un agradable sonido al girar a toda velocidad y el rojo, el azul y el verde quedaban desdibujados. Enseguida se había convertido en el preferido de Andrew, tanto que últimamente Vanessa lo había retirado del estante para esconderlo.

Andrew: Quiero el trompo.

Ness: Ya lo sé. La última vez que lo quisiste, te diste un coscorrón intentando alcanzarlo cuando yo no estaba aquí. -Y al enterarse el rey de aquello, Vanessa pasó una semana en su habitación castigada-. Cierra los ojos.

Riendo, él movió la cabeza con un gesto de negación.

Vanessa le respondió con una sonrisa y se agachó hasta que quedaron nariz contra nariz.

Ness: O cierras los ojos, hermanito, o no hay trompo. -El pequeño obedeció en el acto-. Si te portas muy bien, te lo dejaré todo el día. -Mientras decía aquello, se echó hacia atrás y serpenteó bajo la cama, donde tenía sus mayores tesoros. Estaba a punto de coger el trompo cuando encontró a Andrew reptando a su lado-. ¡Andrew! -Con la exasperación que muestran las madres con sus hijos más mimados, le pellizcó la mejilla-. ¡Qué malo eres!

Andrew: Quiero a Vanessa.

Como siempre, aquello la ablandó. Le acarició los despeinados rizos y apretó la nariz contra su mejilla.

Ness: Y yo quiero a Andrew. Aunque se porte mal.

Cogió el trompo y empezó a retroceder, pero los ojos de lince del pequeño se habían fijado en la bola de Navidad.

Andrew: Bonito. -Encantado, cogió la bola con aquellas manos tan pegajosas-. Mío.

Ness: No es tuyo. -Lo agarró por los tobillos para sacarlo; de debajo de la cama-. Y es un secreto. -Mientras se acurrucaban en la alfombra, Vanessa cogió las manitas de Andrew y las agitó. Olvidaron el trompo mientras veían caer la nieve-. Es mi mayor tesoro. -Lo sostuvo en alto para que la luz diera en el cristal-. Una bola mágica.

Andrew: Mágica. -Quedó boquiabierto mientras Vanessa movía de nuevo la bola-. ¡Déjame, déjame! -Se la arrebató y consiguió ponerse de pie-. Mágica. Quiero enseñársela a mamá.

Ness: No. No, Andrew.

Vanessa se levantó cuando él ya estaba en la puerta.

Emocionado con el nuevo juego, puso en movimiento aquellas cortas y fornidas piernas. Su risa resonaba por los muros mientras corría blandiendo la bola como si fuera un trofeo. Para dar más emoción al juego, enfiló el túnel que conectaba las estancias de las mujeres con las del rey.

Entonces Vanessa sintió la verdadera inquietud y dudó un instante. Como hija de la casa, le estaba prohibido pasar por el túnel. Siguió un poco con la idea de convencer a Andrew para que volviera con la promesa de algo mejor aún. Pero cuando las risas de él cesaron de pronto, Vanessa se precipitó hacia el interior. Lo encontró tumbado, despatarrado, con los labios temblorosos, a los pies de Adel.

¡Qué alto y poderoso le pareció, allí de pie, con las piernas separadas y la vista clavada en su hijo! Su throbe blanco tocaba el suelo, casi a Andrew, quien seguía tumbado. Las luces del túnel eran tenues, pero Vanessa distinguió el brillo de la ira en sus ojos.

Adel: ¿Dónde está tu madre?

Ness: Por favor, señor -avanzó deprisa. Mantuvo la cabeza gacha en señal de sumisión mientras notaba cómo se le desbocaba el corazón-. Estaba cuidando de mi hermano.

La miró, vio su cabello alborotado, el polvo en el vestido, sus manos sudorosas, por los nervios. Con un solo movimiento podía haberla derribado. Su orgullo le indicó que no valía la pena.

Adel: Pues no tienes ni idea de lo que es cuidar de un príncipe.

No respondió, sabía que no debía hacerlo. Mantuvo la cabeza gacha para que él no pudiera ver el destello de ira en sus ojos.

Adel: Los hombres no lloran, y los reyes mucho menos -dijo, pero se inclinó en un gesto más bien suave para ayudar a Andrew a incorporarse. Entonces se percató de la bola que el niño agarraba con fuerza-. ¿De dónde has sacado esto? -Volvió el enojo, cortante como una espada-. Eso está prohibido aquí. -Le arrebató la bola y el pequeño gimió-. ¿Qué pretendes, mi deshonra, la deshonra de nuestra casa?

Consciente de que la mano de su padre podía golpear con gran fuerza, Vanessa se colocó entre él y su hermano.

Ness: Es mía. Yo se la he dado.

Se preparó para el golpe, pero este no llegó. Lo que tenía delante no era una expresión de furia, sino hielo puro. Vanessa supo que la fría indiferencia podía constituir el castigo más doloroso. Tenía los ojos anegados, pero ante su padre reprimió las lágrimas. Veía que él deseaba que llorara. Si su única defensa consistía en no derramar una sola lágrima, sabría cómo conseguirlo.

Adel: ¿De modo que pretendes corromper a mí hijo? Colarle símbolos cristianos disfrazados de juguete. No podía esperar menor traición viniendo de ti. -Lanzó la bola contra la pared y la hizo añicos. Aterrorizado, Andrew se aferró a las piernas de su hermana-. Vuelve al lugar de las mujeres, que es tu sitio. A partir de ahora tienes prohibido cuidar de Andrew.

Adel cogió a su hijo y dio media vuelta. El pequeño, hecho un mar de lágrimas, iba estirando el brazo hacia ella, llamándola.


2 comentarios:

Caromi dijo...

Que malo!!
Como puede ser tan cruel col su propia hija!!!
Y el niño es un pesado 😒😒
Pero bueno es pequeño y ahora ni si quiera podra estar con su hermana u. U
Espero que le pase lo peor a ese tipo 😒😒
Pública pronto please

Maria jose dijo...

Adel es malo malo pero malo
Trata mal a todos
Ahora entiendo por que Vanessa le tendrá odio
Siguela pronto
Saludos

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