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miércoles, 3 de julio de 2019

Capítulo 5


La vergüenza la hizo más fuerte. La hizo silenciosa. La hizo altiva. Durante los meses siguientes, Phoebe sintió preocupación por Vanessa. Había vivido años con su propia desdicha, utilizándola como muleta, pues no veía otra alternativa. El estilo de vida estadounidense se acabó en cuanto pisó la tierra de su esposo. Las leyes y las tradiciones de Jaquir se volvieron contra ella desde el primer día. Era una mujer y como tal, a pesar de sus propias creencias, de sus deseos, estaba obligada a ajustarse a las de su nuevo país.

Con los años, Phoebe había descubierto un consuelo que aliviaba su encarcelamiento. Veía que Vanessa estaba contenta, que incluso se adaptaba a la vida en Jaquir. Tenía un patrimonio, un título, una posición que ni siquiera la mala disposición del rey podía arrebatarle. Contaba con una familia, con compañeros de juego. Allí estaba segura.

Phoebe sabía que los occidentales empezaban a llegar a montones a Jaquir y a Oriente Medio atraídos por el petróleo. Y con la nueva situación, volvió a ver a periodistas y a interpretar el papel de la reina del desierto de cuento de hadas. Adel quería el dinero y la tecnología que podía proporcionarle Occidente, a pesar de que detestara a los occidentales precisamente por proporcionárselo.

Con la avalancha de occidentales en Jaquir llegaría el progreso. Con el tiempo, tal vez incluso la liberación. A eso se aferraba Phoebe, ya no por ella, sino por Vanessa. Fueron pasando los meses y empezó a comprender que de llegar alguna libertad a Jaquir, sería tarde para que su hija pudiera beneficiarse de ella.

Vanessa obedecía en silencio, pero ya no era feliz. Jugaba con las otras niñas, escuchaba las historias de su abuela, pero ya no era tan pequeña. Phoebe empezó a desear desesperadamente la vuelta a casa. Soñaba que se fugaba, con Vanessa, que mostraba a su hija un mundo que estaba más allá de las leyes y las limitaciones de Jaquir.

Pero aun soñándolo no creía que fuera posible. Por tanto, se aferró a la evasión que tenía al alcance: los tranquilizantes y el licor prohibido.

No era una mujer sofisticada. A pesar de su ascensión en el lujoso mundo del espectáculo, había seguido siendo la niña ingenua de un pueblecito de Nebraska. En su época de actriz, había visto borracheras y drogas. Pero de una forma natural para ella, había sabido pasar por alto todo lo desagradable y concentrarse en las ilusiones.

En Jaquir se había convertido en una adicta sin ser consciente de ello. Las pastillas le hacían los días soportables y desdibujaban sus noches. Llevaba casi tanto tiempo viviendo en Oriente Medio como en California, pero con lo que tomaba había perdido la noción del tiempo e ignoraba que se había convertido en una especie de ilusión, como los personajes que había interpretado en la pantalla.

La aterrorizaba que la llamaran a las estancias de Adel. Últimamente nunca hablaban a solas. En público, cuando él lo disponía así, representaban el papel de una pareja protagonista de una historia de amor. La imponente estrella de la pantalla y el apuesto rey. Adel detestaba las cámaras, pero permitía a la prensa que los fotografiaran juntos. Se había situado sobre una delicada línea entre el tradicional dirigente de su cultura y el símbolo del progreso. Pero los dólares, los marcos alemanes y los yenes entraban a raudales en el país mientras de la misma forma salía de él el petróleo.

Adel era un hombre que se había educado en Occidente, capaz de cenar con presidentes y primeros ministros y dejarlos con la impresión de haber tratado con una persona inteligente, de actitud abierta. Se había criado en Jaquir y en el islam. En su juventud había creído que podía producirse una fusión. Ahora veía que Occidente no era más que una amenaza, y no solo eso, sino una abominación respecto a Alá. Aquellas creencias se habían materializado a raíz de Phoebe. Ella era para él la personificación de la corrupción y de la deshonra.

La estaba observando ante él, con un vestido negro que la cubría del cuello a los tobillos. Llevaba el cabello oculto bajo un pañuelo que no dejaba escapar ni el menor indicio del oro de su cabellera. Tenía la piel pálida, había perdido aquel tono crema de otro tiempo, y sus ojos se habían apagado.

Las pastillas, pensaba Adel, asqueado. Estaba al corriente de lo que tomaba, pero había decidido hacer caso omiso de ello.

Golpeaba con un dedo el borde de su escritorio de ébano, consciente de que cuanto más la hiciera esperar mayor sería su terror.

Adel: Te han invitado a un baile de beneficencia en París.

Phoebe: ¿París?

Adel: Al parecer ha habido un renovado interés por tus películas. Puede que eso de ver a la esposa del rey de Jaquir en la pantalla divierta a la gente.

Su mente captó la idea en el acto. Él le sonreía, esperando que replicara para poder aplastar incluso aquel mínimo acto de rebeldía. Pero ella habló tranquilamente:

Phoebe: Hubo una época en que también complacía al rey de Jaquir ver a Phoebe Spring.

La sonrisa de Adel se desvaneció. Maldijo las horas pasadas contemplándola, deseándola.

Adel: Dicen que tu presencia puede ser de interés para quienes organizan este acto benéfico.

Phoebe se esforzó en mantener la calma, en no variar el tono de voz.

Phoebe: ¿Me permitirás ir a París?

Adel: Tengo asuntos allí. Es conveniente que me acompañe mi esposa norteamericana y se demuestre el vínculo de Jaquir con Occidente. Comprenderás lo que se espera de ti.

Phoebe: Sí, por supuesto. -No era conveniente mostrarse excesivamente satisfecha, pero no pudo contener una sonrisa-. Un baile. ¿En París?

Adel: Te están diseñando un vestido. Llevarás el Sol y la Luna y te presentarás de la forma que todos esperan que sea la esposa del rey de Jaquir. Si me avergüenzas, «tendrás una indisposición» y se te enviará de vuelta de inmediato.

Phoebe: Lo he entendido perfectamente. -La sola idea de París le daba fuerzas-. Vanessa…

Adel: Hay disposiciones al respecto -la interrumpió-.

Phoebe: ¿Disposiciones? -Notó un lengüetazo de terror que le quemaba la garganta. Tenía que haber recordado que lo que ofrecía Adel con una mano lo retiraba con la otra-. ¿Qué tipo de disposiciones?

Adel: Es algo que no te concierne.

Phoebe: ¡Por favor! -Tenía que andar con tiento, con muchísimo tiento-. Lo único que quiero es prepararla, asegurar que es una importante baza para la casa de Jaquir. -Inclinó la cabeza pero no pudo evitar que sus dedos se torcieran y quedaran como anudados-. No soy más que una mujer, y ella es mi única hija.

Adel se dejó caer sobre la butaca, pero no hizo gesto alguno para indicar a Phoebe que se sentara.

Adel: Irá a Alemania, a un internado. Hemos visto que es la mejor disposición para chicas de categoría antes del matrimonio.

Phoebe: ¡No! Dios mío, Adel, no la mandes a un colegio tan lejos. -Prescindiendo de su orgullo, prescindiendo de la cautela, rodeó el escritorio y se arrodilló a sus pies-. No puedes arrebatármela. Es todo lo que tengo. A ti no te importa lo que haga. Te dará igual que se quede conmigo.

Adel le cogió las manos por las muñecas y tiró de ellas para que soltara su throbe.

Adel: Es miembro de la casa de Jaquir. Que corra sangre tuya en sus venas es razón de más para alejarla de aquí y darle la educación correspondiente antes de sus esponsales con Kasim.

Phoebe: ¿Esponsales? -Desesperada y aterrorizada, se agarró de nuevo a su túnica-. No es más que una niña. Ni en Jaquir se casan las niñas.

Adel: Se casará cuando tenga quince años. Ya casi están concluidas las disposiciones. Por fin me resultará algo útil como esposa de un aliado. -Tomó de nuevo sus manos, pero esta vez para hacerla incorporar y situarla frente a él-. Y dame las gracias de que no la entregue a un enemigo.

Phoebe respiraba con dificultad y tenía el rostro muy cerca del de él. Cegada, por un instante se planteó matarlo con sus propias manos, arañarle la cara y observar cómo bajaba la sangre. De haber sabido que con aquello salvaba a Vanessa, lo habría hecho. La fuerza no podía funcionar, tampoco la razón. Pero aún le quedaba astucia.

Phoebe: Perdóname. -Dejó que las fuerzas la abandonaran, que sus ojos se inundaran y brillaran-. Soy débil y egoísta. Solo pensaba en perder a mi hija, no he visto lo generoso que eras al prepararle un buen casamiento. -Volvió a caer postrada, cuidando de mantener una postura terriblemente servil, y luego se secó los ojos como si recuperara el conocimiento-. Soy una insensata, Adel, pero no tanto para no saber agradecer las cosas. En Alemania aprenderá a ser una buena esposa. Espero que puedas sentirte orgulloso de ella.

Adel: Cumpliré con mi deber con ella -impaciente, con un gesto le indicó que se levantara-.

Phoebe: Tal vez podrías tomar en consideración que nos acompañara a París. -Juntó las manos y notó los latidos de su corazón-. Muchos hombres prefieren a una esposa que haya viajado, que pueda acompañarles en viajes de negocios o de placer, que pueda echarles una mano en lugar de ser un estorbo. Por su categoría, se esperará mucho de Vanessa. No querría que tuvieras que avergonzarte de ella. Sin duda la educación que recibiste en Europa te ha ayudado a comprender mejor el mundo y el lugar que ocupa Jaquir en él.

De entrada, Adel pensó en desechar la idea, pero las últimas palabras le llegaron al alma. Estaba convencido de que el tiempo que había pasado en ciudades como París, Londres y Nueva York le habían convertido en un mejor rey y en un más puro hijo de Alá.

Adel: Pensaré en ello.

Phoebe reprimió el impulso de la súplica y bajó la cabeza.

Phoebe: Gracias.

Su corazón aún latía cuando volvió a su estancia. Necesitaba un trago, una pastilla, olvidar. Pero en lugar de ello, se tumbó en la cama e hizo un esfuerzo por pensar.

Tantos años perdidos, a la espera de que Adel volviera a ser el que fue, de recuperar su vida. Había permanecido en Jaquir porque él se lo había impuesto, porque de habérselas ingeniado para huir, él habría retenido a Vanessa.

Por su debilidad, su confusión y su miedo había pasado casi doce años de su vida en cautiverio. Vanessa no. Vanessa nunca. No importaba lo que tuviera que hacer, jamás vería cómo se llevaban a Vanessa, cómo la entregaban a un desconocido para vivir prácticamente prisionera.

El primer paso era París, se dijo mientras se secaba la película de sudor de la frente. Se llevarían a Vanessa a París y ellas no regresarían.


Donna: Cuando vaya a París, me compraré montones de vestidos preciosos -observaba a Vanessa, que se ponía una pulsera de oro, intentando dominar los celos-. Mi padre dice que comeremos en un sitio llamado Maxim's y que podré tener todo lo que quiera.

Vanessa se volvió. Siempre tenía las palmas de las manos húmedas por los nervios, pero no se atrevía a secárselas con el vestido.

Ness: Te traeré un regalo.

Dejando a un lado los celos, Donna soltó una risita.

Donna: ¿Solo uno?

Ness: Uno especial. Subiremos arriba de la torre Eiffel e iremos a un lugar donde hay miles de cuadros. Luego… -Se sujetó el estómago con una mano-. Estoy mareada.

Donna: Si estás mareada, no irás y así se te pasará. Leila está enfurruñada -añadió con la idea de animarla. Las criadas ya habían sacado el equipaje, de modo que Donna puso una mano en el hombro de Vanessa para despedirse-. Ella quiere ir, pero el rey solo os lleva a tu madre y a ti. Leila tiene que contentarse con otro embarazo.

Ness: Si consigo comprar regalos para Andrew y mis hermanas, ¿se los darás tú?

Donna: Sí. -Le dio un beso en la mejilla-. Te echaré de menos.

Ness: Volveremos pronto.

Donna: Pero tú nunca habías salido de aquí.

El harén se había llenado de mujeres y de emoción por el viaje que solo dos de ellas iban a emprender. Se intercambiaron abrazos y risas. Phoebe estaba allí plantada con su velo y su abaya, las manos en la cintura, el rostro imperturbable. El perfume, el oscuro y humeante perfume del harén pesaba tanto en ella que casi creía verlo. A fe mía, pensaba, jamás volveré a ver a esta gente y este lugar. Por una vez agradecía poder cubrirse con el pañuelo y el velo. Así no tenía que controlar más que sus ojos.

Le sorprendió el pesar que sentía al despedirse de sus cuñadas, de su suegra, de las primas de su marido. Las mujeres con las que había vivido casi doce años.

July: Que Vanessa se siente junto a la ventanilla -dijo a Phoebe mientras las besaba y abrazaba a las dos-. Así podrá ver Jaquir mientras despega el avión. -Sonrió, contenta de que por fin su hijo mostrara algún interés por su nieta, su favorita, aunque no era de dominio público-. No comas mucha nata, mi dulce niña.

Vanessa sonrió y se puso de puntillas para dar el último beso July.

Ness: Comeré tanto que me pondré gorda. Cuando vuelva no me conocerás.

Hizo reír a July, quien le iba acariciando la mejilla con una mano espléndidamente pintada con henna.

July: Siempre te conoceré. Y ahora, andando. Que no os ocurra nada.

Salieron del harén, cruzaron los jardines y abandonaron el recinto. Un coche las esperaba fuera. Vanessa tenía los nervios tan a flor de piel que no se fijó en el silencio de su madre. Empezó a hablar del viaje en avión, de París, de lo que iban a ver, de lo que comprarían. Hacía una pregunta y sin esperar la respuesta pasaba a otra.

Llegaron al aeropuerto: Vanessa mareada de emoción; Phoebe, de miedo.

En aquella época, las idas y venidas de los hombres de negocios occidentales habían complicado los trámites del aeropuerto. Aterrizaban y despegaban los aviones más a menudo y el transporte por tierra se había limitado a una serie de taxis con unos conductores que no sabían ni una palabra de inglés. La pequeña terminal estaba repleta; las mujeres circulaban hacia un extremo, los hombres hacia el otro. Los estadounidenses y europeos, confundidos, se las veían y se las deseaban para evitar que unos maleteros excesivamente lanzados les llevaran el equipaje mientras buscaban a la desesperada unas conexiones a menudo con demoras de días enteros. Aquellos zares del capitalismo la mayoría de las veces quedaban atascados, víctimas de una brecha cultural que con los siglos se había convertido en un abismo.

Solo se oía el ruido de los aviones y la cacofonía de voces en distintas lenguas que aumentaban y bajaban su volumen a menudo sin que nadie comprendiera nada. Vanessa vio a una mujer sentada junto a un montón de equipaje, con el rostro cubierto de lágrimas, pálida y agotada. Otra iba con tres críos que miraban intrigados y señalaban las túnicas y los velos de las mujeres árabes.

Ness: ¡Cuánta gente! -murmuró mientras los guardaespaldas las llevaban por en medio de la multitud-. ¿A qué vienen?

Phoebe: Dinero -miró a un lado y a otro. Hacía calor, tanto que temía desvanecerse. Pero sus manos eran como el hielo-. ¡Vamos!

Tomándola de la mano, la llevó otra vez al exterior. Allí las esperaba el flamante avión privado de Adel, adquirido hacía poco con el dinero del petróleo.

A Vanessa se le secó la boca al verlo.

Ness: ¡Tan pequeño…!

Phoebe: No te preocupes. Yo estoy a tu lado.

Dentro vio que la cabina, a pesar de su tamaño, era muy lujosa. Los asientos estaban tapizados con una soberbia tela de un tono grisáceo y la moqueta era de un rojo vivo. Las minúsculas luces sobre cada uno de los asientos tenían unas pantallitas de cristal. El ambiente era fresco y dominaba el perfume a sándalo, el preferido del rey. Los criados, inclinados y en silencio, estaban a la espera de servir la comida y la bebida que guardaban para la ocasión.

Adel estaba ya allí, sentado con su secretario, examinando unos papeles. Había abandonado la throbe para lucir un traje hecho a medida en Londres, que acompañaba, eso sí, con el típico tocado oriental. No levantó la vista ni un instante cuando ellas llegaron y se aposentaron. Lo único que hizo fue una señal despreocupada a uno de sus hombres. En cuestión de segundos el motor se puso en marcha. Cuando el morro del aparato empezó a elevarse, a Vanessa le dio un vuelco el estómago.

Ness: Mamá.

Phoebe: Pronto estaremos por encima de las nubes -hablaba en voz baja, agradecida de que Adel no les hiciera caso-. Como los pájaros, Ness. Mira. -Apoyó su mejilla en la de Vanessa-. Jaquir desaparece.

Vanessa tenía ganas de vomitar, pero le daba miedo porque su padre estaba allí. Con gesto de determinación, apretó los dientes, tragó saliva con energía y observó cómo se achicaba el mundo. Al cabo de poco, se alivió el nudo del estómago. Era Phoebe quien charlaba entonces. Lo hacía en una voz tan baja que al final Vanessa se durmió. Con su hija apoyada en el hombro, contempló las azules aguas del Mediterráneo y rezó.

París era un festín para los sentidos. Vanessa no soltaba la mano de su madre, mirándolo todo, mientras circulaban deprisa por el aeropuerto. Siempre había pensado que lo que le contaba ella sobre otros lugares eran cuentos de hadas. Le habían gustado como tales, había soñado con ellos. Pero en aquellos momentos estaba cruzando una puerta y entrando en un mundo que solo había existido en su imaginación.

Incluso su madre era distinta. Se había quitado el abaya y el velo. Debajo llevaba un elegante traje chaqueta del mismo color que sus ojos. Se había soltado la melena y sobre sus hombros se expandía la cabellera rubia. Incluso había hablado a un hombre, un desconocido, al pasar por la aduana. Entonces Vanessa había dirigido una temerosa mirada de soslayo a su padre, contando con un castigo, pero comprobó que no pasaba nada.

Veía mujeres, algunas solas, otras del brazo de un hombre, con faldas y pantalones ceñidos que ponían sus piernas al descubierto. Circulaban con la cabeza alta, balanceando las caderas, pero nadie las miraba. La dejó atónita una pareja que se abrazaba y besaba mientras otros se daban codazos a su alrededor. Allí no se veía ningún matawain, con sus fustas de camello y sus barbas con la punta teñida de henna, para detenerlos.

Se ponía el sol cuando salieron de la terminal. Vanessa esperaba oír la llamada a la oración, pero no oyó nada. También notó cierta confusión en aquel aeropuerto, aunque todo iba más rápido y estaba mejor organizado que en Jaquir. La gente se metía en taxis, hombres y mujeres juntos, sin recato ni privacidad. Phoebe tuvo que meterla en la limusina mientras ella estiraba el cuello para no perderse nada.

Para ver París al atardecer por primera vez. Independientemente de la opinión que le mereciera la ciudad en otra ocasión, siempre recordaría la magia de aquella primera visión, con la luz atrapada entre el día y la noche. Los antiguos edificios se elevaban, con un toque femenino, exhibiendo brillos en tonos rosado, dorado y blanco bajo el mortecino sol. El gran coche descendió por el bulevar y los llevó en un abrir y cerrar de ojos al corazón de la ciudad. Pero no era la velocidad lo que la aturdía, le cortaba la respiración.

Pensó que allí tenía que oírse música. En un lugar como aquel no podía faltar la música. Pero no se atrevió a pedir permiso para bajar la ventanilla. Dejó que aquella sonara en su cabeza, magnífica, triunfal, mientras seguían el curso del Sena.

Se veían parejas paseando de la mano, el pelo y las cortas faldas de las mujeres agitándose bajo una brisa que olía a agua y a flores. Que olía a París. Vio bares donde la gente se apiñaba alrededor de unas mesas redondas y bebían de unas copas que proyectaban destellos rojos y dorados, como la luz del sol.

Si le hubieran dicho que el avión la había llevado a otro planeta y a otra época, se lo habría creído.

La limusina paró frente al hotel y Vanessa esperó a que saliera su padre.

Ness: ¿Podremos ver más cosas luego?

Phoebe: Mañana -le apretó la mano con tanta fuerza que le arrancó un gesto de dolor-. Mañana.

Tuvo que hacer un esfuerzo por no temblar al notar la brisa del atardecer. El hotel parecía un palacio, y los palacios no eran algo desconocido para ella.

Con el séquito de sirvientes, guardaespaldas y secretarios, ocuparon toda una planta del Crillion. La decepcionó comprobar que a ella y a su madre las llevaban a su suite y las dejaban allí.

Ness: ¿No podemos salir a cenar a aquel sitio llamado Maxim's?

Phoebe: Esta noche no, cariño -echó una ojeada por la mirilla. Un guardián se había apostado ya junto a la puerta. Incluso en París vivirían en el harén. Tenía el rostro pálido cuando se volvió, pero esbozó una sonrisa e hizo un esfuerzo para no alterar el tono de voz-. Nos subirán algo. Lo que te apetezca.

Ness: ¡Quedarse aquí es como estar en Jaquir!

Miró con detenimiento la elegante suite. Al igual que las estancias de las mujeres, un lugar lujoso y aislado. Con una diferencia: ventanas abiertas al atardecer. Se acercó a una de ellas para ver París. Ya centelleaban las luces, que daban a la ciudad un aire festivo, de cuento de hadas. Estaba en París pero no se le permitía formar parte de aquello. Era como si le hubieran regalado la joya más soberbia del mundo y se la hubieran dejado mirar un momento antes de cerrar el estuche y llevarlo a una caja fuerte.

Phoebe: Debes tener paciencia, Ness. -Al igual que su hija, se sintió atraída hacia la ventana, hacia las luces, hacia la vida de las calles. Pero su anhelo era más profundo, porque ella conocía la libertad-. Mañana… mañana será el día más emocionante de tu vida. -Estrechó a su hija y le dio un beso-. Confías en mí, ¿verdad?

Ness: Sí, mamá.

Phoebe: Haré lo que sea mejor para ti, te lo prometo. -La abrazó con más fuerza y de pronto la soltó y se echó a reír-. Y ahora disfruta de la vista. Vuelvo enseguida.

Ness: ¿Adónde vas?

Phoebe: A la habitación de al lado. Te lo prometo. -Sonrió con la intención de tranquilizar a las dos-. Tú mira por la ventana, que París es precioso a esta hora del día.

Phoebe cerró la puerta entre el salón y su dormitorio. Era arriesgado utilizar el teléfono. Durante días había estado pensando en una opción mejor, más segura. A pesar de que necesitaba alivio, no había tocado un tranquilizante ni tomado un sorbo de alcohol desde que Adel anunciara el viaje. En años no había tenido la cabeza tan despejada. Tanto que casi le dolía. Aun así, no se le ocurría otro medio que el teléfono. Solo esperaba que Adel no sospechara la traición de una mujer que llevaba tanto tiempo aguantando sus abusos.

Levantó el auricular. Le pareció algo extraño en sus manos, como de otro siglo. Estuvo a punto de reír. Era una mujer adulta, del siglo XX, pero había pasado más de diez años sin tocar un teléfono. Al marcar, le temblaron los dedos. La voz respondió en un francés rápido.

Phoebe: ¿Habla usted inglés?

**: Sí, señora. ¿En qué puedo ayudarla?

Dios existía, pensó al dejarse caer sobre la cama.

Phoebe: Querría mandar un telegrama. Urgente. A Estados Unidos. A Nueva York.

Vanessa seguía ante la ventana, con las manos contra el cristal como si con un acto de voluntad pudiera deshacerlo y convertirse en parte de aquel mundo que pasaba de prisa bajo su mirada. Algo le ocurría a su madre. Lo que le daba más miedo era que estuviera enferma y las mandaran a las dos de vuelta a Jaquir. Sabía que si regresaban, nunca más vería algo como París. No volvería a ver a aquellas mujeres con las piernas descubiertas y los rostros maquillados, ni los altos edificios con cientos de luces. Pensó que su padre estaría contento de que lo hubiera visto sin tocarlo, olido sin probarlo. Otra forma de castigarla por ser mujer y tener la sangre mezclada.

Como si sus pensamientos lo hubieran llevado allí por arte de magia, él entró por la puerta y avanzó por la suite con aire resuelto. Vanessa se volvió. Era menuda para su edad, delicada como una muñeca. Su cuerpo mostraba ya algún indicio de la oscura y sensual belleza de su sangre beduina. Adel no vio en ella más que una niña delgada de ojos grandes y boca rebelde. Como siempre, los ojos del padre se mostraron gélidos al mirarla.

Adel: ¿Dónde está tu madre?

Ness: Allí. -Cuando vio que él iba hacia la puerta, Vanessa se le adelantó con paso ágil-. ¿Podemos salir esta noche?

Él le dirigió una breve y fútil mirada.

Adel: Tú te quedarás aquí.

Su juventud le hizo persistir en lo que otras habrían abandonado bajando la cabeza.

Ness: No es tarde. Acaba de ponerse el sol. La abuela me dijo que podían hacerse muchas cosas de noche en París.

Él se detuvo. Si era extraño que ella le hablara, más lo era que él se dignara escucharla.

Adel: Te quedarás aquí dentro. Estás aquí porque yo te lo he permitido.

Ness: ¿Y por qué?

Que tuviera la osadía de preguntárselo lo sacó de quicio.

Adel: No son de tu incumbencia las razones que yo pueda tener. Piensa que si me recuerdas demasiado a menudo que estás aquí, sabré cómo deshacerme de ti.

En los ojos de Vanessa nació un brillo en el que se mezclaba la pena y una ira que ni ella comprendía.

Ness: Soy sangre de su sangre, padre -dijo en voz baja-. ¿Por qué me odia?

Adel: Eres sangre de la sangre de ella.

Se volvió para abrir la puerta. Phoebe salió deprisa. Tenía un color intenso en el rostro y los ojos muy abiertos, como los de un animal que huele al cazador.

Phoebe: ¿Querías verme, Adel? Me apetecía lavarme después del viaje.

Él notó los nervios. Olisqueó el miedo. Le agradó comprobar que no se sentía segura ni siquiera fuera de los muros del harén.

Adel: Habrá una entrevista. Desayunaremos aquí a las nueve con alguien de la prensa. Te vestirás como sabes que es tu obligación y la tendrás a ella preparada.

Phoebe se volvió hacia Vanessa.

Phoebe: Descuida. Después de la entrevista me gustaría hacer unas compras, y tal vez llevar a Vanessa a un museo.

Adel: Puedes hacer lo que quieras entre las diez y las cuatro. Luego te necesitaré.

Phoebe: Gracias. Te agradecemos la oportunidad de hacer esta visita a París.

Adel: Y procura que esta niña se calle, si no tendrá que ver París por la ventana.

Cuando se hubo marchado, Phoebe se permitió doblar sus temblorosas piernas.

Phoebe: Por favor, Ness, no lo hagas enfadar.

Ness: Mi sola existencia lo enfada.

Al ver aquellas lágrimas, Phoebe abrió los brazos.

Phoebe: Eres tan pequeña… -dijo mientras la mecía en su regazo-. Demasiado pequeña para todo esto. Te aseguro que te resarciré de todo. -Por encima de la cabeza de su hija, sus ojos se centraron y adoptaron una dura expresión-. Te juro que te resarciré de todo.


Nunca había comido con su padre. Con la energía de una niña de diez años, a Vanessa no le costó mucho pasar por alto la conversación de la noche anterior para pensar solo en su primer día en París.

Puede que la decepcionara comer en la suite, pero no dijo nada. Le gustaba demasiado su nuevo vestido azul y el abrigo de conjunto para quejarse. Al cabo de una hora empezaría de verdad su semana en París.

**: No sé cómo expresarle, Alteza, mi agradecimiento por la entrevista.

La periodista, cautivada ya por Adel, se sentó a la mesa.

Vanessa mantuvo las manos juntas en su regazo, intentando no mirar a nadie.

Aquella chica tenía un pelo muy largo y liso del color de los melocotones maduros. Llevaba las uñas y los labios pintados de rojo. El vestido era del mismo color, ceñido, y la falda ponía de relieve sus muslos cuando cruzaba las piernas. Hablaba inglés con acento francés. Para Vanessa era tan exótica como un pájaro de la selva, e igual de fascinante.

Adel: Un placer, mademoiselle Grandeau -hizo señas para que le sirvieran café-.

Un criado obedeció de inmediato.

Grandeau: Espero que disfruten de su estancia en París.

Adel: Siempre disfruto en París -sonrió de una forma desconocida para Vanessa. De repente le pareció una persona accesible. Luego vio que su mirada pasaba por encima de ella como si la silla estuviera vacía-. Mi esposa y yo estamos impacientes por acudir al baile esta noche.

Grandeau: La sociedad parisina espera darles la bienvenida a usted y a su bella esposa. -Mademoiselle Grandeau se volvió hacia Phoebe-. Sus admiradores están emocionados, Alteza. Creían que los había abandonado por amor.

Phoebe notó el café calentísimo y amargo en la garganta mientras le dedicaba una sonrisa. Habría dado hasta la última joya que poseía por un whisky.

Phoebe: Quien haya estado enamorado comprenderá que ningún sacrificio o riesgo es excesivo.

Grandeau: ¿Puedo preguntarle si en algún momento se ha arrepentido de abandonar su próspera carrera en el mundo del cine?

Phoebe miró a Vanessa y su expresión se dulcificó.

Phoebe: ¿Cómo podría arrepentirme teniendo tanto?

Grandeau: Es como un cuento de hadas, ¿verdad? La bella mujer atraída por el jeque del desierto hacia unas exóticas y misteriosas tierras. Hacia un país -añadió mademoiselle Grandeau-, que se enriquece día a día con el petróleo. ¿Qué opina usted -preguntó a Adel-, de que los occidentales lleguen en avalancha a su país?

Adel: Jaquir es un país pequeño que acoge satisfecho los adelantos que trae el petróleo. Como rey, sin embargo, tengo la responsabilidad de conservar nuestra cultura al tiempo que abrimos nuestras puertas al progreso.

Grandeau: Sin duda tiene usted debilidad por Occidente, dado que se enamoró de una estadounidense y se casó con ella. ¿Es cierto, Alteza, que tiene usted otra esposa?

Adel cogió una jarra de cristal llena de zumo. Su expresión reflejaba cierto optimismo, pero sus dedos se cerraban como un puño en el asa de la jarra. No soportaba que le hiciera preguntas una mujer.

Adel: Mi religión permite que un hombre tenga cuatro esposas, siempre que las trate a todas de igual modo.

Grandeau: Teniendo en cuenta que el movimiento de las mujeres se va afianzando en Estados Unidos y Europa, ¿cree usted que este conflicto entre culturas provocará problemas a los países que negocian con Oriente Medio?

Adel: Somos diferentes, mademoiselle, en la forma de vestir, en las creencias. En Jaquir también se escandalizarían de que en su país se permita que una mujer intime con un hombre antes de casarse. Una diferencia que no va a influir en los intereses financieros de uno u otro lado.

Grandeau: No.

Mademoiselle Grandeau no había ido allí para hablar de política. Sus lectores querían saber si Phoebe Spring seguía siendo tan bella. Si su matrimonio aún era la historia romántica del principio. Cortó el crepé y sonrió mirando a Vanessa. La niña llamaba la atención: tenía los seductores ojos marrones del rey y los labios carnosos y espléndidos de su madre. Si bien el color del cutis indicaba su procedencia beduina, tenía el sello distintivo de su madre. Sus facciones eran más finas que las de aquella mujer a la que en una época se había calificado como la reina de las amazonas del cine. Ahí estaba la pureza en su estructura ósea, el deslumbrante perfil y la vulnerabilidad de sus ojos claros.

Grandeau: Princesa Vanessa, ¿cómo se siente al saber que su madre, gracias al cine fue considerada la mujer más bella?

Eligió con cuidado las palabras. La breve y dura mirada de su padre la incomodó.

Ness: Estoy orgullosa de ella. Mi madre es la mujer más guapa del mundo.

Riendo, mademoiselle Grandeau tomó otro bocado de crepé.

Grandeau: Costaría encontrar a alguien que no estuviera de acuerdo. Puede que algún día usted misma siga sus pasos y llegue a Hollywood. ¿Existe alguna posibilidad de que intervenga en otra película, Alteza?

Phoebe tomó otro trago de café rezando para que su estómago no lo rechazara.

Phoebe: Mi máxima prioridad es la familia. -Tocó la mano de Vanessa por debajo de la mesa-. Evidentemente me ha emocionado que me hayan pedido que venga aquí, y poder ver antiguas amistades. Pero la opción que tomé, como muy bien ha dicho usted, la tomé por amor. -Su mirada coincidió con la de Adel, pero no parpadeó-. Una mujer puede hacer muy poco contra el amor.

Grandeau: Queda claro que lo que ha perdido Hollywood lo ha ganado Jaquir. Se ha comentado mucho que esta noche podría lucir el Sol y la Luna. Algo que se considera uno de los mayores tesoros del mundo. Como todas las grandes joyas, el Sol y la Luna esconden leyendas, misterios y romances, por ello todo el mundo está impaciente por ver el mítico collar. ¿Lo llevará usted?

Phoebe: El Sol y la Luna fue un regalo que me hizo mi esposo en nuestra boda. En Jaquir se considera el precio de la novia, una especie de dote inversa. Después de Vanessa, es el regalo más valioso que me ha ofrecido el rey. -Lo miró de nuevo con un punto de desafío-. Me siento orgullosa de poder llevarlo.

Grandeau: No habrá una sola mujer en el mundo que no la envidie esta noche, Alteza.

Con la mano de Vanessa en la suya, Phoebe sonrió.

Phoebe: Lo único que puedo decir es que espero esta noche con una ilusión que no he sentido en años. Será espléndida. -Su mirada volvió a coincidir con la de Adel-.

Tal como Phoebe sospechaba, cuando salieron del hotel se encontraron con dos guardaespaldas y un chófer. Estaba exultante tras su primera victoria. Había pasado por recepción para pedir su pasaporte, con el que viajaba Vanessa como hija menor de edad. Los guardaespaldas estaban charlando, a buen seguro pensando que preguntaba por algún servicio trivial y no se percataron de que el empleado volvía del despacho y le entregaba un documento en una carpeta de cuero. Estuvo a punto de llorar de alegría… de exteriorizar el primer motivo de orgullo en tantos años, pero se impuso la discreción. No tenía ningún plan concreto, solo una intensa y emotiva determinación. A su lado, en la limusina, Vanessa casi saltaba de alegría. Estaban por fin de verdad en París, con unas horas por delante antes de tener que volver al hotel. Quería subir a la torre Eiffel, sentarse en un bar, pasear, pasear y pasear, y oír aquella música de la ciudad que solo había podido imaginar.

Phoebe: Haremos unas compras -tenía la boca tan seca que hacía esfuerzos para despegar la lengua del paladar-. Vamos a ir a Chanel, a Dior… Verás qué preciosos vestidos, Ness. Los colores, las telas… Pero tú no puedes alejarte de mí. No querría perderte. No te apartes en ningún momento. Prométemelo.

Ness: Te lo prometo.

Vanessa notó que se estaba poniendo nerviosa. Cuando su madre hablaba de aquella forma, muy deprisa, una palabra atropellando la anterior, poco después llegaba la depresión. Se mostraba entonces callada, distante, encerrada en sí misma, sin hacer caso a los demás, algo que asustaba a Vanessa. Temerosa de lo que imaginaba iba a suceder, la niña llevó la conversación por su cuenta, sin despegarse ni un instante de la falda de su madre mientras paseaban, con la escolta de rigor, por las tiendas más exclusivas de Europa.

Era como otro sueño, distinto del de la visión de París al anochecer. Veía salones llenos de luz, con mesas doradas y sillas de terciopelo. Las acompañaban a todas partes con una deferencia que Vanessa no había visto nunca en su propio país. La mimaban mujeres de cutis satinado, le servían limonada o té y galletitas mientras unas modelos de delgadas extremidades y aspecto endeble desfilaban presentando la última moda.

Phoebe encargaba sin control montones de vestidos de fiesta, con grandes escotes y unas tiras casi invisibles, ceñidos trajes de seda y lino. Si salía bien su plan, nunca tocaría su piel uno solo de aquellos modelos que compraba tan impunemente. Le parecía cuestión de justicia: la venganza más insignificante y dulce. Iba de salón en salón, cargando a los silenciosos guardaespaldas con cajas y bolsas.

Phoebe: Iremos al Louvre antes de comer -dijo a Vanessa al entrar de nuevo en la limusina-.

Echó una ojeada al reloj, se apoyó en el respaldo y cerró los ojos.

Ness: ¿Podemos comer en un bar?

Phoebe: Ya veremos. -Buscó la mano de Vanessa-. Lo que yo quiero es que seas feliz, mi vida. Que seas feliz y que no corras ningún peligro. Eso es lo único que importa.

Ness: Me encanta estar aquí contigo. -A pesar de las galletas, del té y la limonada que había tomado en las casas de alta costura, tenía hambre pero no se atrevía a decirlo-. ¡Hay tantas cosas que ver! Siempre que me hablabas de lugares como estos, creía que me relatabas cuentos. Pero es mucho mejor que un cuento.

Phoebe abrió los ojos para mirar por la ventana. El coche avanzaba por la orilla del río de la ciudad más romántica del mundo. Sin pensar en nada, bajó el cristal de la ventanilla e inspiró profundamente.

Phoebe: Fíjate, Ness. ¿No notas el olor?

Riendo, Vanessa acercó su rostro a la ventana y, como un cachorro, dejó que la brisa la acariciara.

Ness: ¿El agua?

Phoebe: La libertad -murmuró-. No olvides jamás este momento.

Cuando se detuvo el vehículo, Phoebe descendió de él lentamente, con aire regio, evitando mirar a los guardaespaldas. Dando la mano a su hija, entró en el Louvre. Circulaban por allí multitudes: estudiantes, turistas, amantes. A Vanessa toda aquella gente le parecía tan fascinante como las obras de arte que le mostraba su madre al ir pasando de una galería a otra. Las voces resonaban en los altos techos con todo tipo de tonos y acentos. Vio a un hombre con el pelo tan largo como el de una mujer, que llevaba unos tejanos cortados a la altura de las rodillas y una raída mochila a la espalda. Cuando la sorprendió observándolo, le dedicó una sonrisa, le guiñó el ojo y le hizo un gesto colocando dos dedos en forma de V. Ella, avergonzada, bajó la vista hacia el suelo.

Phoebe: ¡Cuánto ha cambiado esto! -exclamó-. Parece otro mundo. La forma de vestir, de hablar, de la gente. Me siento como Rip van Winkle, el granjero de Washington Irving.

Ness: ¿Quién?

Soltando algo parecido a un sollozo, Phoebe se inclinó para abrazarla.

Phoebe: Nada, una historia. -Mientras se incorporaba echó una mirada a los guardaespaldas. Las seguían a una distancia prudencial, aburridos-. Ahora vas a hacer exactamente lo que yo te diga -murmuró a su hija-. No hagas preguntas. No sueltes tu mano de la mía.

Sin darle tiempo a responder, se metieron las dos en medio de un grupo de estudiantes. Avanzando de prisa, a codazos y empujones cuando hizo falta, llegaron a un largo pasillo, donde las dos echaron a correr.

Oyó gritos tras ella. Sin cambiar el paso, tomó a Vanessa en brazos y bajó un tramo de la escalera. Tenía que encontrar una puerta, algún lugar que la llevara afuera. Si conseguía llegar a la calle y parar un taxi, tendría una posibilidad. Cuando veía un ángulo en un corredor seguía la dirección de este, a toda prisa, dejando atrás visitantes y personal del museo. Ya no le importaba saber si se dirigía a la salida o se adentraba aún más en el interior del edificio. Lo importante era perder de vista a los guardaespaldas. Oyó pasos a su espalda y aceleró a ciegas, como una liebre que intentara dejar atrás al zorro.

En su carrera, los cuadros pasaban como un bólido ante ella. Su respiración se iba convirtiendo en un jadeo mientras corría desesperadamente entre los objetos más valiosos del mundo. La gente la miraba. Se le había deshecho el moño y su cabellera se agitaba por encima de sus hombros. Vio la puerta y casi tropezó. Agarrando fuerte a su hija, con el corazón a punto de explotar, salió del edificio, sin dejar de correr un solo instante.

Notó otra vez el olor del río, aspiró la el perfume de la libertad. Se detuvo una fracción de segundo para recuperar el aliento: la viva estampa de la madre aterrorizada que no soltaba a su niña. No tenía más que levantar la mano y parar un taxi.

Phoebe: Al aeropuerto de Orly -consiguió decir, no sin antes mirar a un lado y otro mientras acomodaba a Vanessa en el asiento-. Deprisa, por favor.

**: Oui, madame.

El taxista la saludó con la mano en la gorra y acto seguido pisó el acelerador.

Ness: Mamá, ¿qué pasa? ¿Por qué hemos tenido que correr? ¿Adónde vamos?

Phoebe escondió el rostro entre sus manos. No había vuelta atrás.

Phoebe: Confía en mí, Ness. Todavía no puedo contártelo.

Phoebe se estremeció y su hija se arrimó a ella. Abrazadas, abandonaron la ciudad.

A Vanessa le temblaban los labios cuando empezó a oírse el estruendo de los aviones.

Ness: ¿Volvemos a Jaquir?

Phoebe hurgó en su bolso y, ni corta ni perezosa, dio al taxista el doble de lo que costaba la carrera. El miedo seguía atenazándola; notaba un sabor horrible, a metal, en la lengua. Si en aquellos momentos la encontraban, su esposo la mataría. Y una vez muerta, descargaría la venganza en Vanessa.

Phoebe: No. -Se agachó en la acera para quedar al nivel de su hija-. Nunca más regresaremos a Jaquir. -Volvió un poco la cabeza, convencida de que Adel iba a saltar del siguiente coche que llegara para convertir en mentira aquellas palabras-. Nos vamos a Estados Unidos, a Nueva York. Créeme, Ness, lo hago porque te quiero. Vamos, deprisa.

La empujó hacia el interior de la terminal. Por un momento, el ruido y el ajetreo la desconcertaron. Hacía tantos años que no iba a ninguna parte sola… Incluso antes de su boda solía viajar acompañada por un enjambre de promotores, secretarias y modistos. El pánico estuvo a punto de dejarla abrumada, pero de pronto notó la manita de Vanessa, sus tensos dedos junto a los suyos.

La Pan American. Había pedido a su amiga Celeste que dispusiera las cosas de modo que ella tuviera a punto los billetes en el mostrador de esa compañía aérea. Corriendo por la terminal, rezaba para que su amiga hubiera tenido tiempo de hacer el recado. Llegó al mostrador, sacó el pasaporte del bolso y lo mostró al empleado con su sonrisa más encantadora.

Phoebe: Buenas tardes. Tengo dos billetes reservados para Nueva York.

El hombre, deslumbrado, tuvo que parpadear.

**: Oui, madame. -Impresionado, se entretuvo con sus papeles-. He visto sus películas. Es usted única.

Phoebe: Gracias. -Le pareció recuperar un poco el valor. No la habían olvidado-. ¿Todo en orden?

**: Pardon? Ah, sí, sí. -Iba sellando y añadiendo notas-. El número de vuelo -dijo, señalando la funda de los billetes-. La puerta. Tiene usted cuarenta y cinco minutos.

Con las manos húmedas, pegajosas, metió los billetes en el bolso.

Phoebe: Muchas gracias.

**: Un momento, por favor.

Se quedó de piedra, con la mano agarrada a la de su hija.

**: ¿Le importaría firmarme un autógrafo?

Se cubrió el rostro con la otra mano y se le escapó una carcajada.

Phoebe: ¡Cómo no! Con muchísimo gusto. ¿Cómo se llama usted?

Henri: Henri, madame. -Le pasó un trozo de papel-. Nunca la olvidaré.

Firmó, como había hecho siempre, con letra grande, redondeada.

Phoebe: Pues bien, Henri, yo tampoco lo olvidaré a usted. -Le dio el papel y le dedicó una sonrisa-. Vamos, Vanessa. No podemos perder el avión. ¡Dios bendiga a  Celeste! -añadió mientras se alejaban-. Es mi mejor amiga, Ness; ella nos esperará en Nueva York.

Ness: ¿Como Donna?

Phoebe: Sí. -Intentando recuperar la tranquilidad, bajó la vista y esbozó otra sonrisa-. Sí, lo que es Donna para ti. Celeste nos ayudará.

La terminal ya no interesaba a Vanessa. Tenía miedo porque su madre estaba muy pálida y notaba el temblor de su mano en la de ella.

Ness: Se pondrá furioso.

Phoebe: Pero no te hará daño -se detuvo y, sujetando a su hija por los hombros, añadió-: Te prometo que haré todo lo que esté en mi mano para que nunca más te haga daño.

Entonces se desbordó la tensión de todos aquellos días, de todas aquellas noches de espera. Con una mano en el estómago, corrió con Vanessa hacia los lavabos y allí vomitó.

Ness: Por favor, mamá. -Presa del pánico, Vanessa se agarraba a la cintura de su madre, inclinada sobre la taza del váter-. Volvamos antes de que él se entere. Diremos que nos hemos perdido, que no me encontrabas. Se enfadará un poco y nada más. Será culpa mía. Yo diré que ha sido por mi culpa.

Phoebe: No puede ser -se apoyó en la puerta y esperó a que la náusea fuera remitiendo-. No podemos volver. Iba a mandarte fuera, cielo.

Ness: ¿Fuera?

Phoebe: A Alemania. -Con mano insegura, buscó un pañuelo y se secó el rostro-. No voy a permitir que te mande tan lejos, ni que te case con un hombre que puede ser como él. -Más calmada, se arrodilló para abrazarla-. No quiero que tu vida sea como la que he tenido que soportar yo. Moriría si supiera que va a ser así.

Poco a poco, el miedo fue desvaneciéndose de la expresión de Vanessa. En aquel estrecho compartimiento que seguía oliendo a vómito, las dos acababan de cruzar un nuevo umbral en sus vidas. Con dulzura, la pequeña ayudó a su madre a incorporarse.

Ness: ¿Te sientes mejor? Apóyate en mí.

Phoebe aún estaba pálida cuando por fin se sentaron en el avión, se abrocharon los cinturones y oyeron roncar los motores. Su corazón había recuperado el ritmo normal: lo único que le quedaba era un retumbo en la cabeza que le recordaba el harén y el calor opresivo. Cerró los ojos, aún con el sabor agrio en la boca.

**: ¿Madame? ¿Les apetece tomar algo, a usted y a mademoiselle, en cuanto hayamos despegado?

Phoebe: Sí, por favor. -Ni siquiera abrió los ojos-. Traiga algo fresco y dulce a mi hija.

**: ¿Y a usted?

Phoebe: Un whisky -dijo, sin ánimo-. Doble.


2 comentarios:

Maria jose dijo...

Que bueno que la mama de Ness decidió irse de ahi
Sufría mucho y espero que ahora este mejor
Ya quiero saber como se lo tomará adel
Siguela pronto
Saludos

Carolina dijo...

Omg!!
Huyeron!!
Pero siento que aun no puedo cantar victoria porque en ma sinopsis decía que Ness quiere vengar la muerte de su madre...
Asi que esperaré como sale todo
Pública el siguiente pronto porfis!!

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