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miércoles, 10 de julio de 2019

Capítulo 8


Detrás de sus gafas con cristal de espejo, Zachary Efron observaba las pistas, oía el silbido y el ruido sordo de las pelotas de tenis mientras tomaba un gin-tonic. Le sentaba de maravilla el atuendo blanco, pues en las tres semanas que había pasado en California su piel tenía un bronceado espléndido.

No le había resultado muy agradable intimar con Eddie Treewalter III, pero con ello había conseguido, entre otras ventajas, unas invitaciones para el club exclusivo del que este era socio. Zachary estaba en Beverly Hills por cuestiones de trabajo, lo que no le impedía disfrutar un poco del sol. Había dejado que Eddie le diera una paliza en los dos últimos sets y así el joven americano estaba de muy buen humor.

Eddie: ¿Seguro que no te apuntas a comer, jefe?

Zachary ni siquiera parpadeó ante aquello de «jefe», calificativo que a buen seguro Eddie consideraba como la cima de la confianza entre los ingleses.

Zac: Ya me gustaría quedarme, pero tengo que marcharme en unos minutos si no quiero llegar tarde a una cita.

Eddie: ¡Menudo día para pensar en los negocios!

Eddie se ajustó sus gafas de sol de color ámbar. En su muñeca relucía un macizo reloj de oro. Al sonreír, mostraba unos dientes que habían dejado los correctores de ortodoncia hacía tan solo un par de años. En la bolsa de deporte, de cuero y con selecto monograma, guardaba una bolsita de maría colombiana de primera.

Como hijo único de uno de los más famosos cirujanos plásticos de California, Eddie no había tenido que trabajar un solo día en su vida. Treewalter II tiraba y aflojaba la piel de los famosos, mientras su hijo seguía, aburrido, sus estudios, hacía de camello para pasar el rato y ligaba en el club.

Eddie: ¿Irás a la fiesta de Stoneway esta noche?

Zac: No me la perdería por nada del mundo.

Eddie terminó su vodka con hielo e hizo un gesto para que le sirvieran otro.

Eddie: Sus películas son espantosas, pero sabe organizar fiestas. Seguro que hay chocolate y perica para parar un tren. -Se echó a reír-. ¡Ah! Se me olvidaba que a ti no te va todo esto.

Zac: Digamos que me van más otras cosas.

Eddie: Allá tú, pero piensa que Stoneway sirve la coca en bandejitas de plata. ¡Una pasada! -Dirigió la vista a una esbelta rubia que llevaba un ceñido pantalón de tenis-. Esta te podría ir. Tú le das a Marci algo que meterse en la nariz y se tira lo que sea.

Zac: Si es una niña.

Zachary tomó un trago para quitarse el mal sabor que le dejaban aquellos arrogantes y estúpidos comentarios del joven.

Eddie: En esta ciudad ya no quedan niñas. Y hablando de polvos fáciles. -Señaló hacia donde se encontraba una rubia despampanante-. Ahí tienes a Phoebe, esa no falla -añadió con una risita burlona-. Creo que incluso mi padre se lo ha hecho con ella. Un poco manoseada está, pero tiene unos melones…

A Zachary le pareció que, pensándolo bien, no valía tanto la pena explotar la amistad de Eddie.

Zac: Me tendré que ir…

Eddie: Vale. Eh, hoy ha venido con su hija -se humedeció los labios-. La niñata pronto será un bocado de lujo, jefe. Canela fina. No tardará en estar a huevo. Mamá no la llevará a la fiesta esta noche, pero tampoco la puede mantener encerrada toda la vida.

Disimulando su exasperación, Zachary echó una ojeada hacia donde le indicaba Eddie. Recibió una especie de descarga. Vio solo fugazmente aquel rostro de finas facciones, la mata de pelo de un negro extraordinario, ligeramente ondulado. Y sus piernas. Sin querer, Zachary se fijó en ellas. Unas piernas perfectas. Se quitó la idea de la cabeza, pues le repugnaba. Era tan joven que mirándola cabría pensar que Marci podía ser su madre. Se levantó de pronto, dando la espalda al panorama.

Zac: Me parece un poco joven… jefe. Nos vemos esta noche.

¡Qué cabrón!, pensó Zachary mientras se alejaba de las mesas. Pero en un par de días acabaría aquel «compadreo» y podría volver a casa por fin. Regresar a Londres. Allí todo estaría verde, no vería más que verde y podría quitarse de la vista la contaminación de Los Ángeles. Compraría algunos recuerdos para su madre. A Mary le encantaría un plano con las casas de los famosos.

Podía dejarla fantasear con Hollywood. No tenía por qué saber que bajo aquel brillo se escondía una horrible capa de mugre. Drogas, sexo y traiciones. Evidentemente, no todo era así, pero se felicitaba de que su madre no hubiera cumplido nunca el sueño de convertirse en actriz. A pesar de todo, un día la llevaría allí. Irían a comer al Grauman's Chinese Theater, le dejaría poner el pie sobre la huella de Marilyn Monroe. El placer que ella sentiría lo reconciliaría un poco con la ciudad.

Una pelota de tenis llegó hasta sus pies y se inclinó para recogerla. La niña de las preciosas piernas se había puesto unas grandes gafas de sol y le sonreía tras ellas. Al devolverle la pelota notó la misma descarga de antes.

Ness: Gracias.

Zac: De nada.

Hundiendo las manos en los bolsillos, Zachary hizo un esfuerzo por dejar a la niña de Phoebe Spring en el rincón más alejado de su mente. Tenía un trabajo que hacer.

Veinte minutos más tarde, circulaba a toda velocidad por Bel Air con una furgoneta blanca en la que se leía «limpieza de moquetas». La madre de Eddie tendría un buen disgusto cuando descubriera que por el mismo precio le habían limpiado también las joyas.

Con una peluca castaña que cubría su pelo, más claro por el sol, y un elegante bigote por encima de sus finos labios, Zachary saltó de la furgoneta. Seguía vistiendo de blanco, pero ahora cubría su cuerpo con un mono, con un poco de relleno para dar la impresión de un volumen mayor. Había empleado un par de semanas en reconocer el terreno en casa de los Treewalter y enterarse de la rutina de la familia y el servicio. Disponía de veinte minutos para entrar y salir antes de que la sirvienta volviera de su compra semanal.

Le parecía casi imposible que resultara tan fácil. Una semana antes, había hecho el molde de las llaves de Eddie una noche en la que este iba demasiado colocado para abrir. Una vez dentro, Zachary desconectó la alarma y luego rompió el cristal de una ventana que daba al jardín para simular un allanamiento.

Con paso rápido, subió a la habitación del matrimonio para enfrentarse a la caja fuerte. Le alegró constatar que se trataba del mismo modelo del de la casa de los Mezzeni de Venecia. Allí, en solo doce minutos consiguió abrirla y echar mano a una de las más apreciadas joyas con esmeraldas que guardaba la ilustre matrona. Pero de aquello hacía ya seis meses y Zachary no era de los que se dormían en los laureles.

En su oficio, la concentración lo era todo. Aunque solo tuviera veintiún años sabía concentrarse totalmente en una caja fuerte, una alarma o una mujer. Todo tenía su punto fascinante.

Oyó el clic de las gachetas del mecanismo de la caja fuerte.

Actuaba con tanta delicadeza ante una caja fuerte como en un cóctel o entre sábanas. Todo lo había aprendido solo. Él solo había conseguido aprender a vestirse, a hablar, a seducir una mujer. Su talento le había abierto muchas puertas, tanto en la sociedad como en las cámaras acorazadas. Le había permitido también comprar un piso espacioso a su madre. Ahora ella pasaba las tardes de compras o jugando al bridge en vez de tiritar o sudar en la taquilla del cine Faraday. Zachary había decidido que tenía que seguir así. Había habido otras mujeres en su vida, pero ella seguía siendo su primer amor.

Con un estetoscopio comprobó el movimiento de las gachetas.

Él también llevaba una vida desahogada, y aspiraba a una existencia mejor. Había comprado una pequeña y elegante casa en Londres. Pronto, muy pronto, exploraría los alrededores en busca de la casa de campo con la que soñaba. Con un jardín. Tenía debilidad por las cosas bellas y delicadas que requerían mucho cuidado.

Su mano fue moviéndose de forma casi imperceptible en el cuadrante, con gesto de concentración, como quien escucha una música relajante o aprecia la caricia de una mujer inteligente.

La caja fuerte se abrió con la suavidad de la seda.

Desenrolló el terciopelo que encontró en su interior y, sin prisas, examinó las piedras preciosas con la lupa. Sabía que no era oro todo lo que relucía. Ni tampoco diamantes. Aquello era auténtico. Calidad D, rusas sin duda. Observó el zafiro más grande. Su parte central tenía alguna ligera imperfección, como era de esperar en una piedra de aquel tamaño. Preciosa, de un gran valor, del azul del aciano. Como un concienzudo médico que examina a un paciente, fue estudiando cada una de las pulseras, los anillos y otros adornos. Los pendientes de rubíes le parecieron especialmente feos, y como persona que se consideraba artista le pareció un crimen crear algo estéticamente tan desagradable a partir de una piedra tan bella. Calculó su valor en unos treinta y cinco mil dólares y los cogió. Independientemente de la vena artística, era un hombre de negocios.

Satisfecho, lo colocó todo en el centro de una alfombra de Aubusson y la enrolló.

Veinte minutos después de haber entrado en la casa, Zachary salía de ella con la alfombra al hombro. Silbando entre dientes se puso al volante de la furgoneta y doblaba la esquina cuando la criada de los Treewalter llegaba a la casa.

Eddie tenía razón, pensó Zac al poner la radio. ¡Menudo día para pensar en los negocios!

En Hollywood nada era exactamente lo que parecía. Lo primero que Vanessa sintió en aquella ciudad fue asombro. Aquella parte de Norteamérica no tenía nada que ver con la de Nueva York. La gente se veía más elegante, con menos prisas y todos parecían conocerse. Lo veía como un pueblo, aunque nadie resultaba tan afectuoso como daba a entender.

Cumplió los diecisiete y para entonces ya había aprendido que, en general, las actitudes eran tan falsas como las fachadas en un decorado de cine. Sabía también que la vuelta a la escena de Phoebe había sido un fracaso.

Tenían una casa, ella iba a un buen colegio, pero la carrera de su madre había ido marcha atrás. En Jaquir no solo se había apagado su atractivo; el talento se le había ido agotando al mismo tiempo que la autoestima.

Phoebe: ¿Aún no estás lista? -preguntó al entrar precipitadamente en la habitación de Vanessa-.

Aquel exagerado brillo en los ojos y la sobreexcitación en la voz indicaron a Vanessa que su madre había conseguido nuevas provisiones de anfetaminas. Hizo un esfuerzo por dominar la sensación de impotencia y esbozar una sonrisa. No soportaría una nueva pelea aquella noche, y mucho menos las lágrimas y las promesas inútiles de su madre.

Ness: Casi -ató la faja de su traje chaqueta de estilo esmoquin. Tenía ganas de decir a su madre que estaba muy guapa, pero el traje de noche que había elegido le hacía sentir vergüenza ajena. Tenía un escote exageradísimo y se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel de lentejuelas. Cosa de Larry, pensó ella. Larry Curtis seguía siendo el agente de su madre, su amante ocasional y su constante manipulador-. Tenemos tiempo de sobras.

Phoebe: Ya lo sé -se iba paseando por la habitación emitiendo destellos, entonada por la frenética energía que le proporcionaban las pastillas y por sus propios e imprevisibles cambios en el estado de ánimo-. Pero los estrenos son tan emocionantes… La gente, las cámaras. -Se detuvo ante el espejo de Vanessa y se vio a sí misma con el aspecto que había tenido en otra época, sin los estigmas que había dejado en él la edad y los desengaños-. Todo el mundo se reunirá allí. Será como en los viejos tiempos.

Frente a su reflejo, empezó a soñar, como hacía a menudo. Se vio como centro de atención, rodeada de admiradores y colegas. Todo el mundo la quería, todo el mundo deseaba acercarse a ella, hablarle, escucharla, tocarla.

Ness: Mamá. -Incómoda ante el repentino silencio de Phoebe, le puso una mano en el hombro. Sabía que en ocasiones perdía el contacto con la realidad y tardaba horas en recuperarlo-. Mamá -repitió, asiéndola con más fuerza, temerosa de que se hubiera metido en aquel largo túnel formado por sus propias fantasías-.

Phoebe: ¿Qué? -salió a la superficie, parpadeando. Al centrarse en el rostro de su hija, sonrió-. Mi princesita. ¡Qué mayor te has hecho!

Ness: Te quiero, mamá.

Reprimiendo las lágrimas, Vanessa abrazó a Phoebe. En el último año, los altibajos en el estado de humor de su madre se habían convertido en algo así como las montañas rusas en las que había montado en Disneylandia. Un desconcierto de vertiginosas cimas y de abismos sin fondo. Nunca sabía si encontraría a Phoebe con ganas de reír, con extravagantes procesas o con lágrimas y lamentos.

Phoebe: Yo también te quiero, Ness. -Acarició el pelo de su hija, lamentando que aquel color y aquella textura le recordaran tanto a Adel-. Las cosas no nos van tan mal, ¿verdad? -Se apartó de ella y empezó a dar vueltas, a ir de un lado para otro, sin rumbo-. En unos meses asistiremos a mi estreno. Sí, ya sé que no es una gran película como la de hoy, pero esas que se hacen con un presupuesto limitado suelen ser muy populares. Y como dice Larry, tengo que estar dispuesta. Además, con la producción que está organizando…

Pensó en la foto para la que había posado desnuda la semana anterior, pero aún no había encontrado el momento de hablar de ello con su hija. Al fin y al cabo, se dijo, era cuestión de trabajo.

Ness: Seguro que será una película muy bonita.

Pero las otras no le habían gustado. Y los críticos se habían ensañado con ellas. Vanessa no soportaba que su madre utilizara su cuerpo en lugar de su talento. Ya llevaban cinco años en California, pero Vanessa veía que Phoebe había pasado de una forma de esclavitud a otra.

Phoebe: Cuando la película se haya convertido en un éxito, en un gran éxito, compraremos la casa en la playa que te prometí.

Ness: Ya tenemos una casa que me gusta mucho.

Phoebe: Esta miniatura…

Echó un vistazo hacia la ventana, al jardincito que separaba el edificio de la calle. No tenía muro de piedra, bonitos portales, exuberante césped. Vivían en la periferia de Beverly Hills, en la periferia del éxito. El nombre de Phoebe había desaparecido ya de las listas que contaban en Hollywood. Los productores importantes ya no le mandaban guiones.

Pensó en el palacio del que había arrancado a su hija, en los lujos reservados a ellas. A medida que iba pasando el tiempo resultaba más fácil olvidar las limitaciones de Jaquir y recordar la opulencia de aquella vida.

Phoebe: No es lo que yo deseo para ti, y ni por asomo lo que te mereces, pero rehacer una carrera exige un tiempo.

Ness: Ya lo sé. -Habían tenido aquella conversación muchas veces-. En quince días empiezo las vacaciones y pensaba que podríamos ir a Nueva York a ver a Celeste. Pasarías unos días tranquilos.

Phoebe: Veremos… Larry está negociando un papel para mí.

A Vanessa el mundo se le vino abajo. Sabía perfectamente que el papel sería algo mediocre o que su madre iba a pasarse el día fuera de casa, manipulada por hombres dispuestos a explotar su cuerpo. Cuanto más se empeñaba Phoebe en demostrar que era capaz de remontar la pendiente, más deprisa resbalaba hacia el fondo.

Phoebe deseaba una casa junto al mar y su nombre destacado en las carteleras. A Vanessa podía molestarle la ambición de Phoebe, incluso se habría rebelado contra ella de pensar que los motivos eran egoístas. Pero lo que hacía era por amor y por la necesidad de entregárselo a ella. No veía la forma de hacer comprender a su madre que estaba construyendo una jaula tan sólida como aquella de la que había huido.

Ness: No has tenido unos días para ti en meses, mamá. Podríamos ver la nueva obra de Celeste, ir a algún museo. Te sentaría bien.

Phoebe: Mejor me sentará ver esta noche que todo el mundo admira a la princesa Vanessa. Estás preciosa. -La cogió del hombro y juntas se fueron hacia la puerta-. Hoy vas a romper muchos corazones.

Vanessa hizo un gesto de indiferencia. No le interesaban los chicos ni las historias de amor.

Phoebe: Esta será nuestra noche. Lástima que Larry esté fuera y no tengamos un tipo apuesto que nos acompañe.

Ness: No necesitamos a nadie, solo la una a la otra.


Vanessa estaba acostumbrada a las multitudes, a los focos y a las cámaras. A veces Phoebe se inquietaba porque su hija era excesivamente seria, pero sabía que no le faltaba aplomo. Tan joven, sabía enfrentarse a la prensa como una reina, sonreía cuando hacía falta, respondía a las preguntas con parquedad y desaparecía discretamente cuando la situación había llegado al límite de su paciencia. Así pues, la prensa la adoraba. Todo el mundo sabía que las críticas hacia Phoebe Spring eran más benévolas porque su hija tenía a los periodistas encandilados. Vanessa era consciente de ello y utilizaba esa baza como podría haberlo hecho alguien que le doblara la edad.

Se cercioró de que Phoebe saliera antes que ella del coche que habían alquilado, y cuando empezaron a dispararse los flashes se cogieron del brazo. No habría foto en la que no salieran las dos.

Phoebe recuperó la vitalidad. No era la primera vez que Vanessa veía aquella transformación. En días como aquel no tenía tantas ganas de que su madre se apartara del mundo del cine. Veía la felicidad dibujada en su rostro, una alegría clara que se reflejaba muy pocas veces en la expresión de su madre. Ya no necesitaba pastillas, ni alcohol, ni ensoñaciones.

A su alrededor, la multitud gritaba, las luces y la música iban en aumento. Por un instante volvía a ser una estrella.

Apiñado contra las barreras, el público esperaba una imagen fugaz de sus estrellas favoritas y se conformaba con las secundarias.

La multitud, emocionada, iba aclamando a quienes llegaban mientras los carteristas hacían su agosto y las drogas pasaban disimuladamente de una mano a otra.

Con la vista fija en las sonrisas, Phoebe se detuvo un momento para saludar, se deleitó con los aplausos y avanzó majestuosamente hacia el cine. Con la máxima discreción, Vanessa la fue dirigiendo hacia el vestíbulo, en el que se habían reunido ya hombres y mujeres del mundillo. Allí todo era brillo, escotes, chismorreo.

Althea: ¡Cuánto me alegra verte, querida! -Althea Gray, una elegante actriz que se había hecho famosa gracias a varias series televisivas, se acercó para besar el aire a un par de centímetros de la mejilla de Phoebe. Dirigió luego a Vanessa una sonrisa neutra y un gesto de irritación con la cabeza-. Siempre tan atractiva. Un esmoquin… qué maravillosa idea.

Se preguntó cuánto tardaría su modisto en tener uno a punto para ella.

Phoebe parpadeó ante la amistosa bienvenida. La última vez que había coincidido con la actriz, Althea le había hecho un desaire monumental.

Phoebe: Estás preciosa, Althea.

Althea: Gracias, cariño. -Esperó a que uno de los cámaras que había obtenido permiso para entrar la enfocara y tocó la mejilla de Phoebe con aire de gran confianza-. Me encanta encontrar a un par de caras amigas en todo este circo. -Aplicó el fuego de un mechero al extremo de un largo cigarrillo que se había puesto en los labios de forma que bajo los focos adquiriera más brillo la esmeralda que llevaba en el dedo-. Iba a saltarme la velada, pero a mi representante le ha dado un ataque. ¿En qué trabajas últimamente? Llevo siglos sin verte.

Phoebe: Hace poco he terminado una película. -Agradecida por el interés mostrado, sonrió sin hacer caso del humo que iba directo a sus ojos-. De suspense -añadió, dando un poco de bombo a la película hecha con cuatro chavos-. Supongo que se estrenará en invierno.

Althea: ¡Qué maravilla! Por fin podré rodar yo, ahora que voy a librarme del engorro de la televisión. Es un guión de Dan Bitterman. Habrás oído hablar de ello. ¿Te suena Torment? -Dirigió a Phoebe una indolente mirada de complicidad-. Me han ofrecido el papel de Melanie. -Hizo una pausa para comprobar que el comentario hacía su efecto y sonrió de nuevo-. Tengo que volver con mi acompañante antes de que se inquiete. Me ha encantado verte. Un día de estos quedamos para comer.

Ness: ¿Pasa algo, mamá?

Phoebe: No, nada.

Phoebe forzó una sonrisa al oír que alguien la llamaba. Melanie… Larry le había prometido aquel papel. Según él, faltaba atar un par de cabos, pero la película la llevaría de nuevo a la cima de la que había disfrutado antes.

Ness: ¿Quieres volver a casa?

Phoebe: ¿A casa? -aumentó el voltaje de aquella sonrisa hasta que fundió los plomos-. Ni hablar, pero lo que sí me encantaría es una copa antes de entrar. Ah, ahí está Michael.

Levantó el brazo para llamar la atención del actor que había sido su primer galán en una película, Michael Adams. Notó algunas canas en sus sienes, que no se había preocupado por disimular, y alguna arruga en el rostro, que no le habían rellenado ni estirado. Siempre consideró que había llegado al éxito tanto porque se conocía bien a sí mismo como por sus dotes interpretativas. Seguía protagonizando películas, a pesar de que se acercaba a los cincuenta y su cintura había aumentado un poco.

Michael: ¡Phoebe! -Con gesto afectuoso y un punto de compasión, se acercó a ella y le dio un beso-. ¿Y esta encantadora señorita?

Sonrió a Vanessa, al parecer sin reconocerla.

Ness: Hola, Michael.

Ella se puso de puntillas para besarle la mejilla, gesto que solía llevar a cabo a regañadientes. Sin embargo, a Michael le dio un beso sincero. Era el único hombre que la hacía sentir cómoda.

Michael: ¡No puede ser nuestra pequeña Ness! Vas a eclipsar a todas nuestras jóvenes estrellas. -Riendo, le pellizcó la barbilla y la hizo sonreír de nuevo-. Esta es la mejor obra de tu vida, Phoebe.

Phoebe: Tienes razón.

Sujetó su labio inferior entre los dientes antes de que empezara a temblar y consiguió un esbozo de sonrisa.

Problemas, pensó él, perspicaz para ver qué había detrás de aquellos ojos excesivamente brillantes. Sabía que siempre había un problema u otro con Phoebe.

Michael: No me digas que habéis venido sin acompañante.

Phoebe: Larry está fuera.

Michael: Vaya… -No era el momento para dar un nuevo sermón a Phoebe sobre Larry Curtis-. Supongo que no querrás como acompañante a un hombre solitario.

Ness: Tú nunca estás solo. Leí que la semana pasada estabas en Aspen con Ginger Frye.

Michel: Mira la niña precoz. En realidad fui a esquiar el fin de semana y puedo agradecer el haber vuelto entero. Ginger vino por si necesitaba atención médica.

Vanessa soltó una risita.

Ness: ¿En serio?

Michel: Oye -sacó un billete de su cartera-, ¿por qué no vas a comprarte un refresco?

Vanessa se marchó, aún riendo.

Michael la observó admirando la forma en que se movía entre el gentío. En un par de años tendría a los hombres de aquella ciudad, de cualquier ciudad, rendidos a sus pies.

Michael: Es una verdadera joya, Phoebe. Mi hija Ashley ha cumplido diecisiete años. Desde hace tres no la veo más que con tejanos raídos, y siempre se las ingenia para amargarme la vida. ¡Cuánto te envidio!

Phoebe: Ness nunca me ha dado el menor problema. Sinceramente, no sé qué haría sin ella.

Michael: Está entregada a ti. -Bajó el tono-. ¿Has pensado en llamar al médico del que te hablé?

Phoebe: No he tenido tiempo -dijo intentando salirse por la tangente, deseando despistarse un momento, acercarse al lavabo y tomarse otra pastilla-. Pero en realidad últimamente me siento mucho mejor. El psicoanálisis tiene más fama de la que merece, Michael. A veces pienso que la industria cinematográfica se creó para sustentar a psiquiatras y a cirujanos plásticos.

Michael reprimió un suspiro. Veía que ella se había tomado algo y remitían sus efectos.

Michael: Nunca está de más hablar con alguien.

Phoebe: Lo pensaré.

Vanessa se entretuvo un rato consciente de que, por poco que tuviera una oportunidad, Michael tocaría el tema de la terapia con su madre. Ya lo habían hablado un día en que encontró a la niña muy nerviosa, pues a la vuelta del colegio su madre no respondía al timbre. En aquella ocasión, Phoebe había permanecido horas sentada, en silencio, mirando por la ventana de su habitación.

Cuando por fin apareció, lo hizo con una serie de excusas: fatiga, exceso de trabajo, tranquilizantes. Michael habló con las dos acerca de buscar a un profesional, pero Phoebe dio largas al asunto. Precisamente por ello Vanessa deseaba llevar a su madre a Nueva York, lejos de Larry Curtis y de las drogas que este le suministraba.

No hacía falta ser adulta para saber que la coca se había apoderado del sur de California, y se había convertido en la droga preferida en el mundo del cine. A menudo, en los platós se ofrecía al tiempo que el catering. Hasta entonces, Phoebe la había rechazado, pues prefería el infierno de las pastillas al del polvo blanco, pero Vanessa sabía que tarde o temprano pasaría a éste. Tenía que mantener a Phoebe alejada de aquel ambiente antes de que cruzara el límite.

Con su Pepsi en la mano, Vanessa dio una vuelta por allí. No podía decir que le desagradaba todo el mundo en aquel entorno que había escogido su madre. Había muchas personas como Michael Adams, gente de talento, leal a sus amigos, entregados a un trabajo, que a menudo les exigía jornadas agotadoras y muy de vez en cuando una chispa de glamour.

Y ella disfrutaba con el glamour, con las comidas en lugares elegantes, con los maravillosos vestidos. Se conocía lo suficiente para saber que le costaría conformarse con las cosas ordinarias. De todas formas, tampoco quería lo extraordinario al precio de la salud mental de su madre.

Althea: ¡Eh, fíjate en el vestido! -dio una calada al cigarrillo y señaló con la cabeza a Phoebe. Vanessa se detuvo tras ella-. Cualquiera diría que necesita mostrar al mundo que aun tiene aquellas famosas tetas.

**: Después de sus últimas películas -comentó el que la acompañaba-, a nadie le cabrá la menor duda. Los melones tendrían que figurar en los títulos de crédito…

Althea se echó a reír.

Althea: Parece una amazona ya pasadita. ¿Sabes que pensaba que iban a darle el papel de Melanie? Todo el mundo sabe que nunca más tendrá uno decente. Si no fuera tan patético, sería gracioso.

**: En una época tuvo su qué -dijo en voz baja el hombre que estaba al lado de Althea-. No ha habido otra como ella.

Althea: La verdad, cariño -exclamó, y apagó el cigarrillo-, esos viajes por el túnel del tiempo son muy aburridos.

Ness: No tanto como los lamentos de una actriz de pacotilla.

Vanessa habló alto y claro y ni siquiera parpadeó cuando las cabezas se volvieron para mirarla.

Althea: ¡Jolín! -se dio unos toques en el labio inferior con la punta del dedo-. Por lo visto había moros en la costa.

Vanessa se enfrentó a ella de mujer a mujer.

Ness: Donde no hay talento florece el ego.

El acompañante de Althea soltó una risita y esta le dirigió una mirada fulminante antes de echarse el pelo hacia atrás.

Althea: Largo, niña, que esto es una conversación de adultos.

Ness: ¡No me digas! -controló el impulso de echarle el refresco en la cara y en lugar de ello tomó un sorbo-. Pues a mí me ha parecido de lo más inmadura.

Althea: ¡Qué grosera, la mocosa! -no hizo caso del brazo de su compañero que pretendía frenarla y se acercó a ella-. Alguien tendrá que enseñarte modales.

Ness: No creo que una mujer como tú sea la más indicada. -Fijó la vista en Althea y luego miró a los reunidos. Era una mirada firme, fría y adulta, que los dejó avergonzados-. Yo no veo aquí a nadie que pueda enseñarme más que hipocresía.

Althea: Vaya con la zorrita -murmuró cuando Vanessa se dio la vuelta y se alejó-.

**: Cállate, Althea -le advirtió su acompañante-. Te ha ganado la mano.

Phoebe: Si ocurre algo, dímelo, cariño.

Vanessa abrió la portezuela que daba a su minúsculo jardín. Pocas cosas la habían atraído de California, pero el sol era algo que apreciaba mucho en aquel lugar.

Ness: No ocurre nada. Tenía muchos deberes.

Aquella era la mejor forma de guardarse todo lo que había oído la noche del estreno. Le había llegado el rumor de que Phoebe había posado desnuda para la portada de una revista masculina. Phoebe había vendido su dignidad por doscientos mil dólares.

Era duro, durísimo justificar la vergüenza con el amor. Vanessa había pasado unos años luchando por aprender un nuevo sistema de vida. Había llegado a aceptar con entusiasmo la igualdad de la mujer, la libertad de elección, el derecho a ser persona y no un mero símbolo de fragilidad y deseo. Quería creer, necesitaba creer en todo aquello. Y ahora su madre se desnudaba, vendía su cuerpo para que cualquier hombre pudiera comprar aquella revista y en cierta forma poseerla a ella.

El colegio era demasiado caro. Vanessa observaba cómo caían los pétalos de las rosas mientras pensaba en la matrícula que su madre pagaba por mantenerla en aquella escuela privada tan exclusiva. Phoebe vendía su orgullo para costear la educación de su hija.

Y también estaba la ropa, los vestidos que su madre insistía en que tenía que llevar. Y el chófer, la combinación de conductor y guardaespaldas que consideraba imprescindible para proteger a su hija contra el terrorismo… y contra Adel. Oriente Medio era escenario de una gran violencia y Vanessa, reconocida o no por Adel, seguía siendo la hija del rey de Jaquir.

Ness: Estaba pensando en ir a un instituto público el año que viene, mamá.

Phoebe: ¿Público? -miró si llevaba la tarjeta de crédito en el bolso. Hasta que
volviera Larry, andaba mal de dinero-. No seas ridícula, Ness. Quiero para ti la mejor educación. -Se calló un momento, sin saber cómo seguir. ¿Qué estaba buscando en el bolso? Miró la tarjeta, movió la cabeza y volvió a ponerla en la cartera-. ¿No eres feliz en ese colegio? Tus profesores te cubren de alabanzas, pero si tú crees que el problema son las demás chicas, podemos buscar otro.

Ness: No, no tengo problemas con las demás chicas. -En el fondo consideraba que eran un hatajo de estiradas y egoístas, pero inofensivas-. No, resulta que me parece un derroche cuando podría aprender lo mismo en otro lugar.

Phoebe: Ah, ¿solo era esto? -Riendo, cruzó la estancia para ir a darle un beso-. El dinero es lo último que debe preocuparte. Para mí lo más importante es darte lo mejor. Sin esto… Bueno, no importa. -La besó de nuevo-. Tendrás lo mejor, y el año que viene al mirar por la ventana verás el mar.

Ness: Lo mejor ya lo tengo. Te tengo a ti.

Phoebe: Y yo a ti. ¿Seguro que no quieres acompañarme y que te hagan a ti la manicura?

Ness: No, el lunes tengo examen de español. Debo estudiar.

Phoebe: Trabajas demasiado.

Vanessa sonrió.

Ness: Como mi madre.

Phoebe: Entonces las dos nos merecemos un capricho -abrió de nuevo el bolso. ¿Tenía la tarjeta de crédito?-. Iremos a ese italiano que tanto te gusta y comeremos espaguetis hasta que nos salgan por las orejas.

Ness: ¿Con ración doble de ajo?

Phoebe: Suficiente para que no se nos acerque nadie. Luego, al cine, a ver La guerra de las galaxias, esa de la que todo el mundo habla. Volveré hacia las cinco.

Ness: Estaré a punto.

Todo funcionaría, pensaba Vanessa cuando estaba ya sola. Phoebe estaba bien, las dos estarían bien, mientras no se separaran. Puso la radio y fue moviendo el dial hasta encontrar una emisora de rock. Música de Estados Unidos. Riendo, siguió a Linda Ronstadt en unas estrofas.

Le gustaba la música americana, los coches americanos, la ropa americana. Phoebe se había preocupado de que la nacionalizaran en Estados Unidos, pero ella no se veía como una adolescente de ese país.

No se fiaba de los chicos, y en cambio las muchachas de su edad los perseguían sin tregua. Con sus risitas tontas hablaban de los besos en la boca y del magreo. Lo más seguro era que ninguna de ellas hubiera visto cómo violaban a su madre. Incluso las más próximas a ella convertían la rebeldía en su máxima prioridad. ¿Pero cómo podía rebelarse ella contra la mujer que había arriesgado su vida por protegerla?

Algunas de sus compañeras pasaban hierba con disimulo en el colegio y fumaban en el lavabo. Se tomaban a la ligera unas sustancias que a ella la aterrorizaban.

Su título también la separaba del resto. No era una simple palabra, sino algo que llevaba en la sangre, algo que la ataba a un mundo en el que había vivido los diez primeros años de su vida. Un universo que no podían comprender aquellas jóvenes y privilegiadas americanas.

Vanessa compartía su cultura y agradecía muchas cosas que ellas no habrían sabido valorar. No obstante, en determinados momentos sentía nostalgia del harén y del afecto que le había mostrado la familia.

Pensó en Donna, quien se había casado con un magnate del petróleo de Estados Unidos, pero a quien tenía ahora tan lejos como a July, Andrew o su hermano y su hermana, que habían nacido después de que ella abandonara Jaquir.

Dejó atrás el pasado, se instaló en una mesa junto a la ventana del jardín y abrió los libros.

Pasó una tarde agradable, con la música más alta de lo que le gustaba a Phoebe y a la hora de comer abrió una bolsa de patatas fritas.

Le encantaba estudiar, otra cosa que desconcertaba a sus amigas. Ellas consideraban la educación como un derecho, incluso como una necesidad que las aburría, y no como un privilegio. Había vivido once años sin aprender a leer, pero luego, para mayor alegría y orgullo de su madre, había recuperado de lejos el tiempo perdido. Le fascinaba tanto el aprendizaje como el alegre rock and roll que oía en la radio.

Vanessa soñaba. A sus diecisiete años pensaba en estudiar ingeniería. Las matemáticas eran para ella como un lenguaje y se desenvolvía a la perfección con el álgebra. Con la ayuda de un profesor que le echaba una mano, empezaba a meterse en el mundo del análisis. También la intrigaba el potencial que ofrecían los ordenadores y la electrónica.

Estaba a punto de resolver una difícil ecuación cuando oyó que se abría la puerta.

Ness: Vuelves pronto.

Su sonrisa de bienvenida se desvaneció al ver que se trataba de Larry Curtis.

Larry: ¿Me echabas de menos, peque? -Dejó su bolsa de viaje y le dirigió una sonrisa. Había espirado una línea de coca en el lavabo del avión antes de aterrizar. Se sentía bien-. ¿No das un beso al tío Larry?

Ness: Mamá no está.

Vanessa dejó de seguir el ritmo de la música con las piernas y se sentó toda tiesa. La mirada de Larry le recordó que iba en pantalón corto y que bajo la camiseta despuntaban sus pequeños senos. Ante él echaba de menos la protección que le habría ofrecido el abaya y el velo.

Larry: ¿Te ha dejado sola?

No era normal que apareciera así de improviso. Pero como si estuviera en su casa, se fue al armario a buscar una botella de bourbon. Vanessa lo observó con aire de reproche, pero en silencio.

Ness: Ella no te esperaba hoy.

Larry: He solucionado las cosas antes de lo previsto. -Tomó un trago y se volvió para observar las finas y morenas piernas de ella bajo la mesa. ¡Cuánto tiempo llevaba deseando meter la mano entre aquellos preciosos muslos!-. Felicítame, guapa, porque acabo de cerrar un trato que me mantendrá en la cumbre los próximos cinco años.

Ness: Felicidades -dijo educadamente, y empezó a recoger los libros-.

Iba a refugiarse en su habitación, a encerrarse en ella.

Larry: ¿Eso es lo que hace una chica de tu edad un sábado por la tarde?

Larry puso una mano sobre la de ella, que sujetaba un libro de español. Vanessa quedó inmóvil, a la espera de que cediera un poco el martilleo que notaba en la base del cráneo. Sabía lo que querían los hombres. Se lo habían enseñado de pequeña. El estómago le dio un vuelco al levantar la vista hacia él.

Había cambiado poco desde que lo conocía. Llevaba el cabello algo más corto y de las camisas de color pastel y las cadenas de oro había pasado a la vestimenta deportiva Izod, con zapatillas a conjunto. Pero en el fondo era el de siempre. En una ocasión, Celeste lo había calificado de viscoso. Pero la palabra que pasó por la cabeza de Vanessa al mirarlo fue baboso.

Ness: Voy a guardar los libros.

Mantuvo los ojos fijos en él, pero los nervios la traicionaron en la voz. Al oírlo, Larry sonrió.

Larry: Estás monísima con tanto libro alrededor. Una muchacha aplicada. -Terminó el whisky pero no soltó su mano. Creía que estaba excitada al notar el pulso bajo sus dedos. Asustada y excitada, tal como le gustaban a él-. ¡Cuánto has crecido desde que te conozco, preciosa!

Increíble, pensó. El cabello le llegaba a la cintura, negro ondulado como el mar. Su piel era tersa, brillante, del color del polvillo de oro, y sus ojos, marrón chocolate, se habían abierto con el temor. Sabía exactamente lo que él pensaba. Aquello lo excitaba, de la misma forma que le excitaba su cuerpo, aún no maduro del todo.

Larry: No te he perdido de vista en estos años, pequeña. Tú y yo formaríamos un buen equipo. -Se humedeció los labios y luego, con gesto deliberado, se pasó la mano que le quedaba libre por la ingle-. Podría enseñarte cosas mucho más interesantes de las que encontrarás en tus libros.

Ness: Ya tienes relaciones sexuales con mi madre.

Los dientes de Larry emitían destellos. Le encantaba la forma en que la muchacha llamaba al pan, pan y al vino, vino.

Larry: Exactamente. Y dejaremos que eso quede en familia.

Ness: Me das asco. -De un tirón sacó la mano que él le retenía y utilizó los libros a modo de escudo-. Cuando se lo diga a mamá…

Larry: No le dirás ni una palabra a la vieja -seguía con su sonrisa. La droga le hacía creer que era un hombre alto, fuerte y atractivo; el alcohol le daba confianza, bravuconería y determinación-. Aquí soy yo quien asegura un plato en la mesa, no lo olvides.

Ness: Eres tú quien trabaja para mi madre, no ella para ti.

Larry: Vamos, sé realista. Sin mí, Phoebe Spring no conseguiría ni protagonizar un anuncio en el que vendiera pañuelos en un semáforo. Está acabada, lo sabes igual que yo. Gracias a mí tienes un techo donde cobijarte, guapa. Le proporciono un trabajillo de vez en cuando y escondo a la prensa que está enganchada a las anfetas y a la priva. Tendrías que ser un poco agradecida.

La embistió con tanta rapidez que el grito que Vanessa iba a soltar quedó atascado en su garganta. Los libros se esparcieron cuando la arrastró hacia la mesa. Se rebeló, empezó a dar patadas y a mover los brazos, pero no consiguió más que hacerle un arañazo en la cara antes de que él la inmovilizara.

Larry: Y ahora me agradecerás todo esto -dijo antes de cerrar sus labios sobre los de ella-.

Vanessa notó la náusea, caliente, amarga, en la garganta. Quedó allí bloqueada y tuvo que jadear para conseguir una bocanada de aire. Él se inclinó sobre ella en la mesa. Al no poder entreabrirle los labios, descendió por su cuello y empezó a chuparle los senos a través de la camiseta. Vanessa experimentaba un dolor agudo, pero la sensación dominante era la vergüenza.

Empezó a chillar, a retorcerse e intentar escurrirse de su agresor. El vaso que él había dejado sobre la mesa cayó y se hizo añicos. Aquel sonido la llevó de vuelta a Jaquir, a la antigua habitación de su madre.

Recordó cómo sus ojos aterrorizados vieron a su padre imponiéndose a Phoebe, notó las manos que la profanaban tras desgarrarle la ropa. Sus chillidos se convirtieron en sollozos cuando la mano de Larry se deslizó por debajo de su pantalón en un intento de penetración.

Su resistencia exaltaba los ánimos del agresor y lo llevaba al frenesí sexual. Para él era una fruta primaveral, turgente, suave, húmeda. Veía en ella un cuerpo delgado, como el de un niño, suave como la mantequilla. Y él se sentía fuerte y duro como la piedra. Nada como una virgen, pensaba mientras la echaba al suelo. Nada como una virgen. Jadeando, apretó sus pequeños senos y observó cómo las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Él tenía las de ganar. No le costó colocarse encima de Vanessa mientras ella intentaba escabullirse.

Apenas notaba el contacto con él. La mente y el cuerpo iban cada uno por su cuenta. Oía el llanto pero creía que no era ella quien lloraba y, aunque era consciente del dolor, le parecía algo sordo, amortiguado por la conmoción.

La mujer era más débil que el hombre, tenía obligaciones frente al hombre.

Estaba hecha para que el hombre la guiara.

De repente dejó de notar la presión. Oyó gritos, ruidos. No le incumbía. Se dio la vuelta y quedó hecha un ovillo.

Phoebe: ¡Hijo de perra!

Phoebe sujetaba a Larry por el cuello. Con los ojos desorbitados, mostrándole los dientes, pretendía asfixiarlo. Cogido por sorpresa, él se echó hacia atrás. Intentó librarse de sus manos y coger un poco de aire, pero aquellas uñas recién pintadas se clavaron en su rostro.

Larry: ¡La puta que te parió! -Soltando un aullido de dolor, la derribó-. Ella lo ha querido. Ella me ha provocado.

Phoebe se le echó encima como una tigresa, atacándolo con uñas y dientes. En su desesperación, lo mismo le daba desgarrarle la ropa que la piel. Tendrían una altura y un peso similares, pero a ella la movía una furia tan intensa que solo habría podido saciar aniquilándolo.

Phoebe: Te mataré. Te mataré por haber puesto tus sucias manos en mi hija.

Clavó los dientes en su hombro y notó el sabor a sangre.

Maldiciendo, Larry arremetió con fuerza y, más por cuestión de suerte que de destreza, la golpeó con fuerza en la mandíbula y la dejó aturdida.

Larry: ¡Puta desgraciada! -exclamó llorando, tragándose los sollozos, alucinado de que una mujer le hubiera hecho daño. Tenía el rostro ensangrentado y notaba el pecho y los brazos como una masa informe. Intentó incorporarse y el dolor en una pierna lo hizo estremecer-. Te has puesto celosa porque he querido catar a la cría. -Se pasó la mano por debajo de la nariz y buscó a tientas un pañuelo para contener la sangre-. Me has roto la nariz, ¡guarra!

Aunque le faltaba el aliento, Phoebe consiguió ponerse de pie. Vio la botella de bourbon abierta sobre la barra. La cogió, la golpeó contra el canto y blandió el casco roto. Aquel armonioso rostro estaba desencajado por la ira y notaba el sabor de la sangre de él en su labio.

Phoebe: Vete. ¡Vete de aquí antes de que te arranque la piel a tiras!

Larry: Ya me voy. -Cojeando, llegó a la puerta, mientras se aguantaba el empapado pañuelo bajo la nariz-. Hemos terminado, cielo. Y si piensas recurrir a otro agente, tendrás una sorpresa. Estás en las últimas, monada. Aquí todo el mundo se cachondea de ti. -Abrió la puerta cuando Phoebe avanzaba hacia él-. Y no cuentes conmigo cuando se te acaben las pastillas y la pasta.

Salió, cerró de un portazo y ella lanzó la botella contra la puerta. Deseaba chillar, colocarse en medio del salón, levantar la cabeza y chillar. Pero ahí estaba Vanessa. Se agachó junto a ella y la abrazó.

Phoebe: No tengas miedo, pequeña. Mamá está aquí. -Temblando, Vanessa se pegó a ella-. Estoy aquí, Ness, contigo. Ya se ha ido. Se ha marchado y no volverá nunca más. Nadie te hará daño jamás.

Llevaba la blusa hecha jirones. Estrechó con fuerza a su hija y comenzó a acunarla. Como mínimo no vio sangre en sus muslos. Aquello la tranquilizó. Larry no la había violado. A saber lo que le habría hecho antes de que ella lo sorprendiera, pero al menos no había violado a su niña.

Vanessa empezó a llorar, Phoebe cerró los ojos y siguió meciéndola. Las lágrimas la apaciguarían. Nadie lo sabía mejor que ella.

Phoebe: Ahora todo irá bien, Ness. Te juro que lo haré todo por ti, hija.


2 comentarios:

Carolina dijo...

Pero que hijo de puta!!!!
Menos mal que no llegó a violarla pero ay todo lo que hizo el hijo de su grandisima madre!!
Lo hubieran matado
Espero que esta vez las cosas si mejoren
Pública el siguiente pronto please

Maria jose dijo...

Dios que fuerte
Pobre ness su vida es mucho sufrimiento
Solo espero que de verdad las cosas funcionen para ella
Ya hubo un primer contacto con zanessa
Siguela pronto
Saludos!!!!

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