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miércoles, 17 de julio de 2019

Segunda parte: La sombra. Capítulo 10


Nueva York, octubre de 1988

Los guantes negros sujetaban con fuerza la cuerda llena de nudos, ahora una mano ahora otra, unas muñecas dóciles, tensas y al tiempo flexibles. La cuerda era fina, pero resistente como el acero. No podía ser de otra forma. Las calles de Manhattan, relucientes con la lluvia de la madrugada, se encontraban a cincuenta plantas de allí.

Todo era cuestión de sincronización. El sistema de seguridad era bueno, extraordinario, pero no impenetrable. Nada era impenetrable. El trabajo preparatorio se había llevado a cabo en unas horas a través de ordenador, mediante un complicado programa de cálculo. Se había desconectado la alarma, la parte más elemental del trabajo. El sistema de penetración se había determinado por medio de las cámaras que exploraban los pasillos. La entrada desde el interior habría sido cuando menos poco práctica. Pero existían otros sistemas, siempre se podía recurrir a otros sistemas.

La lluvia se había convertido en llovizna, y el aire que la acompañada era fresco, pero había amainado. De haber continuado soplando con fuerza, la figura que pendía de la cuerda habría acabado contra la fachada del edificio. Abajo, las farolas de la calle proyectaban diferentes arcos iris en los grasientos charcos; en lo alto, las nubes ocultaban las estrellas. Pero la figura vestida de negro no miraba hacia arriba ni hacia abajo. Una ligera capa de sudor cubría su frente bajo el pasamontañas; no sudaba de miedo sino de concentración. La figura descendió otro palmo, concentrándose en la cuerda, mientras las fuertes piernas se flexionaban y buscaban los ladrillos en busca de apoyo y equilibrio. Incluso los tobillos tenían que estar en forma, como los de un corredor o un bailarín.

Su cuerpo y su cabeza eran tan importantes o más que la caja de herramientas imprescindibles para abrir una cerradura o desconectar una alarma.

Había poca actividad en las calles: algún taxi camino de su destino, un borracho solitario procedente de un barrio más popular. Incluso Nueva York podía ser una ciudad discreta a las cuatro de la madrugada. Pero a la figura colgada de las alturas no le habría distraído ni un desfile de carnaval con banda y carrozas incluidas. Para ella no existía más realidad que la de la cuerda. Un fallo en el agarre, un segundo de descuido podían significar una muerte atroz.

En cambio el éxito lo representaba todo.

Centímetro a centímetro, se iba acercando a ella la estrecha terraza llena de macetas con plantas, con sólida barandilla. Se veían a la perfección los poros y las grietas de los ladrillos, también las pequeñas imperfecciones en el cemento. Si el borracho hubiera mirado hacia arriba enfocando bien la vista, la figura negra le habría parecido un insecto arrastrándose por la fachada del edificio.

Nadie lo habría creído. Ni él mismo habría dado crédito a la visión de su nebulosa cabeza aquella mañana.

Sentía la tentación de acelerar, de liberar la tensión de hombros y brazos y cubrir el último tramo de un salto. Con firmeza y paciencia, la figura siguió colgada en el aire, dejando que el instinto la guiara en el descenso.

Las zapatillas de deporte negras rozaron la barandilla, encontraron dónde agarrarse y se posaron allí con finura, con gesto preciso. Nadie oyó la carcajada, la breve señal de satisfacción, pero se produjo.

Con los pies ya fijos en el suelo de la terraza, la figura tuvo tiempo de contemplar Nueva York y ver lo que había superado. Era una gran ciudad, una ciudad privilegiada, casi un hogar para quien en realidad nunca había encontrado el suyo. Era un lugar que irradiaba osadía y luz, y lo que le faltaba en compasión lo compensaba en posibilidades.

Central Park era un mosaico de color majestuosamente agreste desde aquellas alturas y sobre todo en aquella estación. Se veían los árboles de tonos dorados, tostados, rojizos, triunfantes en su explosión de color antes de que el frío y el viento soplaran desde Canadá y barrieran sus hojas.

Aquella parte del parque seguía tranquila. Estaba reservada a los porteros, a quienes paseaban al perro, a médicos y gente de alcurnia. A pesar de que formaba parte de la ciudad, el verdadero ajetreo, las prisas y la actividad real estaban a una carrera de taxi de allí, pero se habría dicho que en otro mundo.

Más allá de los árboles, más allá del estanque, se levantaban los bloques, más altos y esbeltos que aquel antiguo y elegante edificio de viviendas. ¿Serían el futuro? Tal vez. Sin duda conformaban el presente. En la oscuridad, sombras al acecho, o quizá sombras que guardaban una promesa. Todo cuanto pudiera comprarse, venderse, negociarse o desearse se encontraba en aquellos edificios o, en un plano más desagradable, en las calles. Cada faceta del lujo, del deseo, tenía un precio. Nueva York lo comprendía y no se andaba con remilgos.

En aquellos momentos la ciudad dormía, descansaba, preparándose para un día que estaba a unas horas, aunque su energía seguía en el aire, latiendo. Allí podían vivirse grandes victorias o lamentables fracasos, o bien toda la gama de sensaciones de los puntos intermedios. Algunas personas, como la figura de negro, las habían experimentado todas.

Avanzó silenciosamente por la terraza y se arrodilló frente a las puertas. Le quedaba solo la cerradura, y sabía por experiencia que estas no eran más que una ilusión de seguridad. Sacó las herramientas de una bolsa de cuero oscura.

Era una cerradura muy sólida, de las que le gustaban. No tardó ni dos minutos en vencerla. Algunos lo habrían hecho en menos tiempo, pero muy pocos.

Cuando se abrió el pestillo, sustituyó con tiento las herramientas. Organización, control y cautela eran lo que mantenía a los ladrones fuera de la cárcel. Aquel no tenía ninguna intención de vivir entre rejas. Le quedaba mucho por hacer.

Aquella noche, sin embargo, el futuro tendría que esperar. Aquella noche tendría en las manos el gélido destello de los diamantes y el fuego de los rubíes. Las joyas eran los únicos objetos que valía la pena robar. Tenían su vida, su magia, su historia. Y tal vez lo más importante: una especie de honor. Incluso en la oscuridad, una piedra preciosa era capaz de seducir, de deslumbrar, de provocar, como un amante. Un cuadro, por más bello que fuera, tenía que admirarse desde cierta distancia. El dinero era algo práctico, pero frío e impersonal. Las joyas eran una cuestión personal.

Para aquella persona, cada golpe era una cuestión personal.

Las zapatillas deportivas no hacían el menor ruido en el reluciente suelo. Notaba el suave y acogedor aroma de la cera aplicada a la madera y también otro más intenso y otoñal. Aquello le atrajo y, sonriendo, se detuvo un momento para inspirar. Un momento y nada más. En la bolsa que llevaba al hombro tenía una potente linterna, pero no le hizo falta. Había memorizado hasta el último rincón de la estancia. Tres pasos y girar a la derecha. Siete pasos y a la izquierda. Una escalera subía a la planta superior con una balaustrada trabajada a mano, decorada con hojas y querubines de latón. En la alcoba se veía un alto pedestal de mármol, sobre el cual reposaba una escultura precolombina, de un valor incalculable. Nuestro personaje hizo caso omiso de ella y avanzó en silencio hacia la biblioteca.

La caja fuerte se encontraba detrás de las obras completas de Shakespeare. Puso un dedo sobre Otelo, empujó el volumen y dio media vuelta al ver que la estancia se iluminaba.

**: Como se dice vulgarmente -dijo una voz tranquila y bien modulada-, te han trincado.

La mujer que estaba junto a la puerta llevaba un espectacular negligé de color rosa, su rostro pálido y anguloso brillaba embadurnado de crema y llevaba recogida su rubia cabellera. A primera vista se le habrían echado poco más de cuarenta años, pero como quiera que ella declaraba tener cuarenta y cinco, lo más seguro era que superara los cincuenta.

Era bajita y no llevaba arma alguna, a menos que se contara como tal el plátano que sostenía en la mano. Echó la cabeza hacia atrás con gesto espectacular y apuntó al ladrón con la fruta:

**: ¡Pum!

Con un suspiro de fastidio, el ladrón se dejó caer sobre una butaca de cuero.

Ness: ¡Qué barbaridad, Celeste! ¿Qué haces aquí despierta?

Celeste: Estaba comiendo. -Y para demostrárselo pegó un mordisco al plátano-. ¿Y tú qué haces merodeando por la biblioteca?

Ness: Practicar. -La voz era bronca, floja, aunque a todas luces femenina. Empezó a quitarse los guantes-. He estado a punto de dejarte a dos velas.

Celeste: Menos mal que se me ha ocurrido asaltar la nevera.

Celeste cruzó la biblioteca deprisa, como había hecho tantas veces en los escenarios. Seguían en su cabeza papeles como el de lady Macbeth o Blanche DuBois. Era la dureza de su carácter, la muchacha que había nacido en Nueva Jersey e irrumpido en Broadway, lo que permitía a Celeste Michaels dominar sus facetas más agresivas.

Celeste: Vanessa, bonita, no es que quiera criticarte, pero ¿no te parece un poco exagerado ir a robar a una casa de la que tienes llave?

Ness: No la he utilizado. -Con un mohín, se quitó el pasamontañas. Su cabello, casi tan negro como aquel, cayó como una cascada sobre sus hombros-. He venido por el tejado.

Celeste: Pero… -inspiró profundamente, consciente de que con gritos no resolvería nada. Se sentó frente a Vanessa-. ¿Te has vuelto loca?

Vanessa se limitó a encogerse de hombros. No era la primera vez que lo oía.

Ness: He estado a punto de lograrlo. Si hubieras tenido un poco más de fuerza de voluntad, lo habría conseguido.

Celeste: ¿O sea que es culpa mía?

Ness: Bueno, ahora da igual -se acercó a ella y tomó sus manos: un diamante brillaba en el anular de la derecha y un zafiro en el de la izquierda. Vanessa no llevaba joyas. Había vendido las últimas que le quedaban antes de lanzarse a su nueva profesión-. No te imaginas lo que se siente colgada de esta forma por encima de la ciudad. Un silencio… una soledad…

Celeste: ¡Una cabeza de chorlito!

Ness: Sabes que soy capaz de cuidarme. -Se humedeció el labio superior. Tenía la boca grande, los labios carnosos, como habían sido los de su madre-. ¿Y no me preguntas por qué no te ha sonado la alarma?

Celeste se ajustó el negligé.

Celeste: Prefiero no saberlo.

Ness: ¡Celeste!

Celeste: De acuerdo, ¿por qué?

Ness: La he desconectado este mediodía cuando comíamos juntas.

Celeste: Te agradezco mucho el haberme dejado desprotegida y en manos de cualquier desaprensivo.

Ness: Sabía que volvería. -Desbordante aún de energía, empezó a pasearse por la biblioteca. Era pequeñita y delicada y se movía como una bailarina, o como una ladrona. Su cabello ondulado ondeaba junto a sus omoplatos y describía un vaivén en sus giros-. Una vez planificado, ha sido facilísimo. Me las he ingeniado para que cuando conectaras la alarma se produjera un cortocircuito en las puertas de la terraza. Hace unas horas he venido y he charlado tranquilamente con el agente de seguridad. Su mujer vuelve a estar fastidiada con la artritis.

Celeste: Lo siento muchísimo por ella.

Ness: Le he dicho que tú no te encontrabas muy bien y le he dejado unas flores para ti. En aquel momento lo llamaba uno de los inquilinos y yo he aprovechado para meterme en la escalera.

Celeste arqueó una de sus rubias cejas, un gesto aprendido décadas antes.

Celeste: Pues casualmente me he sentido bien hasta hace unos minutos.

Ness: En la quinta planta he cogido el ascensor hasta arriba. Llevaba la cuerda en el bolso. Luego ha sido cuestión de salir, bajar y cruzar.

Celeste: Son cincuenta plantas, Vanessa. -Le costaba dejar a un lado el miedo, pero lo conseguía echando mano del enojo-. ¿Cómo habría podido contar que la princesa Vanessa se estaba entrenando cuando cayó del tejado de mi edificio y se estrelló contra la acera en Central Park West?

Ness: No me he caído. Y si tú no te hubieras dedicado a asaltar la nevera, te habría vaciado la caja fuerte, vuelto al tejado y huido como si nada.

Celeste: Tienes razón, ¡qué desconsiderada soy!

Ness: No importa, Celeste. -Le dio unas palmaditas en la mano antes de sentarse en el brazo de la butaca-. Aunque lo que me habría gustado es ver tu cara cuando te hubiera presentado tu collar de rubíes. Por hoy, tendré que conformarme -añadió sacando una bolsita de ante del bolso, que luego abrió para extraer de ella unos diamantes-.

Celeste: ¡Madre mía!

Ness: ¿A que son una maravilla? -sostuvo el collar ante la luz. Era una sencilla hilera de brillantes que colgaba de una gran piedra central, una joya perfecta para un escote femenino. Cada una de las piedras preciosas parecía brillar con su propia luz fría y arrogante. Vanessa le dio la vuelta entre sus manos-. Unos sesenta quilates en total, un toque de rosa en el solitario. Excelente factura, el equilibrio ideal. Incluso revalorizaba un poco el cuello de la vieja urraca aquella.

Celeste pensó que a aquellas alturas no tenía que extrañarle lo que ella dijera y de pronto sintió la necesidad de tomarse una copa. Se levantó, se fue hacia la vitrina rococó francesa y sacó de ella una botella de brandy.

Celeste: ¿Y de qué vieja urraca estamos hablando, Ness?

Ness: De Dorothea Barnsworth. -Metió de nuevo la mano en la bolsa y sacó unos pendientes a juego-. Estos tampoco están mal, ¿no crees?

Celeste echó una ojeada a un montón de hielo que valía unos cuantos miles de dólares.

Celeste: Dorothea, claro. Ya pensaba que había visto esas joyas. -Le ofreció una copita-. Vive en una fortaleza en Long Island.

Ness: Su sistema de seguridad tiene importantes fallos -tomó un sorbo. Con el frío que había pasado al descender del tejado, el brandy le sentaba a las mil maravillas-. ¿Quieres ver la pulsera?

Celeste: Ya la vi la semana pasada en el baile de Otoño.

Ness: ¡Una velada fantástica! -hizo tintinear los pendientes en su mano. Los valoró en unos diez quilates la pieza. Llevaba también en el bolso una lupa, la que le había servido en casa de Barnsworth para asegurarse de que no abandonaba Long Island con una bolsa llena de quincalla-. Una vez superados los escollos, de estas chucherías pueden sacarse unos doscientos mil dólares.

Celeste: Tiene perros -dijo entre trago y trago-. Dobermans. Y cinco a falta de uno.

Ness: Tres -la corrigió antes de echar una ojeada a su reloj-. Y ahora mismo deben de estar a punto de despertarse. Tengo un hambre atroz, Celeste, cariño, ¿no tendrás otro plátano?

Celeste: Tendríamos que hablar.

Ness: Habla mientras yo como -Celeste no consiguió más que soltar una exclamación de frustración al ver que la joven se iba hacia la cocina-. Será por la tiritona que he pasado esta noche. ¡No veas el frío de Long Island! ¡Te cortaba el cutis! Por cierto, recuérdame que he dejado el visón en tu terraza.

Cubriéndose el rostro con las manos, Celeste se dejó caer en la silla metálica de asiento redondo de la cocina mientras Vanessa inspeccionaba la nevera.

Celeste: ¿Cuánto tiempo va a durar esto, Ness?

Ness: ¿Qué es eso? Paté forestier. Tiene buena pinta. -Oyó el interminable suspiro que soltaba Celeste detrás de ella y reprimió una sonrisa-. Te quiero, Celeste.

Celeste: Y yo a ti. Creo que me estoy haciendo mayor, cariño. Piensa en mi corazón.

Vanessa se dirigió hacia la mesa llevando entre sus manos un plato con paté, uvas y unas galletas saladas untadas con mantequilla.

Ness: Tienes el corazón más grande y más resistente de cuantos haya conocido. -Le dio un beso en la mejilla, aspirando el reconfortante perfume de su crema de noche-. No te preocupes por mí, Celeste, soy una gran profesional.

Celeste: Lo sé.

¿Quién lo habría dicho? Celeste observó a la mujer que tenía sentada ante ella. La princesa Vanessa de Jaquir, la hija del rey Adel y Phoebe Spring, actriz cinematográfica, a sus veintidós años se codeaba con la flor y nata de la sociedad, participaba activamente en una serie de organizaciones benéficas, era la niña de los ojos de la prensa… y encima, robaba escalando paredes.

¿Quién podía imaginárselo? Celeste llevaba años tranquilizándose con esta idea, si bien siempre había visto algo de gitana en su aspecto. Aquella niña deslumbrante se había convertido en una belleza. Tenía la piel dorada, los ojos marrón chocolate y el cabello oscuro como su padre, la estructura ósea de su madre, aunque algo más reducida para encajar en su menor estatura. Reunía lo delicado de lo exótico en un cuerpo menudo, casi esquelético, y unas marcadas facciones. La boca era de Phoebe, y cada vez que Celeste la miraba notaba una especie de punzada. Y a pesar de que Vanessa habría deseado no heredar nada de su padre, sus ojos eran de Adel.

De su madre había recibido aquel gran corazón, la calidez y la generosidad; de su padre, el ansia de poder y la sed de venganza.

Celeste: No tienes ninguna necesidad de seguir por este camino, Vanessa.

Ness: Al revés, toda la necesidad -dijo pegando un mordisco a la galleta-.

Celeste: Tu madre ya no está, mi amor. No podemos devolverle la vida.

Por un brevísimo instante, la expresión de Vanessa mostró su faceta infantil, terriblemente desprotegida. Un momento después, sus ojos se endurecieron. Con gesto parsimonioso, untó otra galleta con paté.

Ness: Lo sé, Celeste. Nadie lo sabe mejor que yo.

Celeste: Cariño… -Puso una mano sobre la de ella-. Era mi mejor amiga, al igual que tú ahora. Sé lo que sufriste con ella, por ella, el empeño con el que intentaste ayudarla. Pero no tienes necesidad de arriesgarte de esta forma. No la tienes ahora ni la has tenido nunca. Sabes que siempre has podido contar conmigo.

Ness: Sí -volvió la mano y sus dos palmas se juntaron-. Es verdad. Y si te hubiera dejado, te habrías encargado de todo: facturas, médicos, medicinas. Nunca olvidaré lo que quisiste hacer por mamá y por mí. Sin ti ella no habría vivido tantos años.

Celeste: Es por ti por quien aguantó.

Ness: También es cierto. Y lo que hice, lo que hago y lo que pienso hacer lo hago por ella.

Celeste: Ness… -El temor que se apoderó de ella no vino de las palabras de la muchacha, sino de la forma fría y natural con la que las había pronunciado-. Ness, hace más de dieciséis años que abandonasteis Jaquir, y cinco que Phoebe murió.

Ness: Y cada día que pasa la deuda aumenta. No me mires así, Celeste -dijo con una sonrisa, intentando aligerar el ánimo-. ¿Qué haría yo sin este… pasatiempo? Tendría que convertirme en lo que soy a ojos de la prensa: una niña rica que mariposea de acto benéfico en acto benéfico, de fiesta en fiesta. -Hizo una mueca para ilustrarlo y siguió con su paté-. Según la prensa del corazón, soy un miembro más de la jet set que se aburre con tan poco que hacer y tanto dinero para derrochar. Dejemos que se lo crean, aquí y en Jaquir. Vamos a dejar que se lo crea él. -Celeste no tenía más que ver su expresión para saber que hablaba de su padre-. Eso facilita mi trabajo de quitar las chucherías a los que viven una vida realmente frívola.

Celeste: Ahora no necesitas el dinero, Ness.

Ness: No. -Miró la copa de brandy-. Tengo mis inversiones y podría vivir con toda comodidad. Pero no es por el dinero, Celeste. Es probable que nunca haya sido por el dinero. -Levantó de nuevo la vista. En su mirada se encontraba el fuego, el aterrador fuego de los diamantes que robaba-. Llegué aquí con ocho años y ya entonces sabía que un día volvería a buscar lo que era de ella. Lo que era mío.

Celeste: Puede que él se arrepienta. A estas alturas es probable que lo lamente.

Ness: ¿Vino al funeral? -preguntó, al tiempo que se levantaba para pasear por la cocina-. ¿Ha dado alguna vez señales de vida comunicando que estaba al corriente de su muerte? Durante todos estos años, estos terribles años, ni en una sola ocasión se refirió a ella como a alguien vivo. -Haciendo un esfuerzo por controlarse se apoyó en la barra. Cuando habló de nuevo, lo hizo con voz tranquila y segura-. Aunque en realidad no estaba viva. Él la mató, Celeste. La mató cuando yo era demasiado pequeña para detenerlo. Pero lo pagará, y muy pronto.

Celeste notó un escalofrío. Recordó a Vanessa a los diez años. La niña de ojos marrones, inquietos, de mirada adulta.

Celeste: ¿Crees que Phoebe lo aprobaría?

Ness: Creo que sabría apreciar la ironía de la situación. Conseguiré el Sol y la Luna, Celeste. Como le prometí a ella, como me prometí a mí misma. Y él pagará muy caro su recuperación. -Dio la vuelta, y, sonriendo, levantó la copa para brindar con su amiga-. Mientras tanto, no puedo permitirme oxidarme. ¿Sabes que lady Fume organiza una gala el mes que viene en Londres?

Celeste: Ness…

Ness: Lord Fume, el viejo chocho, ha pagado más de un cuarto de millón por las esmeraldas de su mujer. La verdad es que lady Fume no tendría que llevar nunca esmeraldas. Resaltan su cutis pálido. -Con una carcajada, se acercó a Celeste para darle un beso-. Vete a dormir un poco más, para estar guapa y fresca. Ya sé cómo salir.

Celeste: ¿Por la puerta?

Ness: Por supuesto. No olvides que el domingo comemos en Palm Court. Invito yo.

Vanessa salió deprisa y no olvidó recoger el visón de la terraza.

Había sido en el regazo de su madre donde Vanessa se había iniciado en el arte del maquillaje. A Phoebe siempre la había fascinado ver que un toquecito de color y unas líneas con el lápiz podían aumentar la belleza o la edad de una mujer o bien arrebatarle lo uno y lo otro.

Y el teatro había enseñado a Celeste muchas cosas más. Después de veinticinco años en los escenarios, aún se maquillaba por su cuenta y conocía todos los trucos del oficio. Combinando el arte de las dos maestras que había tenido, Vanessa procedía a transformarse en Rose Sparrow, la novia de la Sombra.

El proceso le llevó tres cuartos de hora, pero el resultado la complació. Las lentillas dieron a sus ojos un tono grisáceo y los acertados toques con la brocha de maquillar simularon una especie de bolsas bajo ellos. Añadió casi un centímetro a su nariz y redondeó sus mejillas. Una espesa capa de color macilento cubrió su dorada piel. La peluca roja estaba hecha a mano, había costado un ojo de la cara y era el toque que más despistaba. De sus orejas colgaban unas ordinarias bolas de cristal. Se metió un chicle con sabor a fresa en la boca y se plantó frente al espejo de cuerpo entero dispuesta a descubrir el menor fallo.

De un mal gusto que echa para atrás, pensó soltando una risita. Perfecto. Se puso unos pantalones de lycra y bajo ellos unos rellenos para acentuar sus caderas. Los tacones de aguja le añadieron unos centímetros. Luego se cubrió los hombros con una piel de imitación. Satisfecha, se puso unas gafas de sol con montura de pasta transparente y salió.

Cogió el ascensor del servicio. Una precaución inútil, pues nadie habría reconocido en ella a la princesa Vanessa. De la misma forma que nadie que mirara a la princesa Vanessa vería nunca a la Sombra. Aun así, no quería que nadie viera a Rose salir del ático de la princesa Vanessa. Una vez en la calle, se olvidó del taxi, su medio de transporte preferido, y se dirigió hacia el metro. Llevaba un puñado de diamantes en el bolso de imitación de piel. Dejaba un rastro como si se hubiera bañado en perfume de un todo a cien, lo que había hecho, en realidad.

Disfrutaba con aquellos desplazamientos en metro con el aspecto de Rose. En su mundo, nadie se habría atrevido a aventurarse bajo el asfalto. Allí no era más que un cuerpo entre otros muchos. Una persona anónima, algo que ella no había conocido jamás. Iba taconeando al descender la escalera de cemento recordando la primera vez que había dejado la superficie para meterse bajo tierra. Tenía dieciséis años y estaba desesperada. Desesperadamente aterrorizada, desesperadamente agitada.

Aquel día, estaba prácticamente segura de que una mano contundente la cogería por el hombro y una voz, la voz fría y profunda de un policía, le pediría que abriera el bolso. En aquella ocasión habían sido perlas, un simple collar de perlas japonesas. Los cinco mil dólares que había sacado de él habían pagado los medicamentos para su madre y un mes de terapia en el Instituto Richardson.

Pasó el torniquete con la naturalidad que le da a uno la práctica. Nadie se fijaba en ella. Vanessa hacía tiempo que sabía que allí abajo nadie miraba a nadie. En Nueva York cada cual se ocupaba de lo suyo, a la espera de que los demás hicieran lo mismo.

Notó una ráfaga de aire y sonido al acercarse un tren. La atmósfera que se respiraba allí tenía algo de alcohol y humedad y resultaba en cierta manera reconfortante. Vanessa sorteó un chicle pegado en el suelo y se juntó al grueso de la gente que esperaba el convoy que iba a llevarles al centro.

Junto a ella, dos mujeres se encorvaban para protegerse del frío mientras se quejaban de sus maridos.

**: Lo que yo le digo: Oye, tienes una esposa, no una puñetera criada, Harry. Prometí amarte, respetarte y tal, pero no dije nada de recogerte la mierda. Le solté que la próxima vez que encontrara sus apestosos calcetines en la alfombra se los metería directamente en su bocaza.

*: Bien dicho, Lorraine.

Vanessa sintió deseos de apoyarla. Bien dicho, Lorraine. Que recoja sus calcetines el guarro ese. Aquello era lo que le encantaba de las mujeres en Estados Unidos. No se encogían ni adoptaban una actitud rastrera cuando el macho todopoderoso pasaba la puerta. Al contrario, le daban la bolsa de la basura para que fuera a tirarla.

El tren se detuvo frente a ellas. Salió una oleada de gente, entró otra, Vanessa se situó detrás de las dos mujeres. Con una rápida ojeada vio que tenía que situarse en el otro extremo del convoy, al lado de un hombre con cazadora de cuero, adornada con cadenas. Siempre le había parecido más prudente sentarse junto a alguien que diera la impresión de llevar un arma escondida.

El tren se balanceó y cogió velocidad. Vanessa echó un vistazo a las pintadas, a los anuncios y luego a la gente. Un hombre con traje y corbata y un maletín bajo el brazo leía la última novela de Ludlum. Una joven, con falda de ante, miraba con ojos soñadores hacia la negra ventana con los cascos puestos, oyendo música. Al fondo vio a un hombre tendido entre tres asientos, tapado hasta la cabeza con el abrigo, que parecía muerto. Las dos mujeres seguían hablando de Harry. Cuando se movía el hombre que estaba a su lado, las cadenas golpeteaban.

En la siguiente estación bajó el del maletín y entraron, riendo, tres chicas que habían hecho novillos. Vanessa las oyó hablar sobre qué película iban a ver y le entró envidia. Ella nunca había sido tan niña ni tan libre.

Al llegar a su estación se levantó, cogió bien el bolso y salió. Pensó que era tonto lamentarse por lo que nunca había sido.

Fuera, el viento era helado, penetraba por la fina lycra de sus pantalones y dejaba en ridículo la protección de aquel material que imitaba la piel. Pero estaba en el barrio de los diamantes y de los escaparates que mostraban unas piedras preciosas que parecían irradiar una temperatura capaz de hacer entrar en calor al más friolero.

La princesa Vanessa podía haberse paseado por allí a su antojo, mirando escaparates, haciendo latir el corazón de los tenderos con la idea de que iba a llevarse algunas de sus joyas. Pero Rose estaba allí por negocios.

La mayor parte de estos se ventilaban entre las calles Cuarenta y ocho y Cuarenta y seis, entre la Quinta y la Sexta avenidas. Los pájaros de cuenta, afectando un aire despreocupado, iban a deshacerse de su botín nocturno. Unas piedras que les quemaban en los bolsillos seguían a la espera de cambiar de manos, cambiar posteriormente de engarce y ser vendidas de nuevo. Grupos de judíos hasidic, con sus sombreros y sus largos abrigos negros, iban de tienda en tienda con sus maletines repletos de piedras preciosas. Unos hombres que evitaban el menor roce con un peatón transportaban fortunas por aquellas estrechas aceras.

Vanessa iba con el mismo cuidado; jamás había hecho un trato en la calle, ni siquiera en sus comienzos, a los dieciséis años. Prefería el resguardo de las tiendas.

Aquellos escaparates estaban pensados para llamar la atención. Tiffany's o Cartier se decoraban con más sutileza y clase, sin el estilo carnavalesco que habría atraído a la gran masa. Relucientes piedras contra un fondo de terciopelo negro, colecciones de anillos, broches y pulseras puestas adrede para captar los rayos del sol y atraer las miradas. Con un descuento del veinticinco por ciento. Una buena ganga.

Dobló la esquina en la Cuarenta y ocho y se metió en una tienda. Las luces eran siempre débiles; el ambiente, algo sórdido. A primera vista se habría dicho que se trataba de un negocio al borde de la bancarrota. Una segunda mirada tampoco habría cambiado la opinión. Jack Cohen siempre había pensado que no valía la pena derrochar en las apariencias. Quienes no soportaran un poco de polvo podían ir a Tiffany's. Pero en Tiffany's no aceptaban los pagos mensuales. Un dependiente levantó la vista cuando entró Vanessa, pero siguió con la perorata que soltaba a un cliente algo cargado de espaldas, con rastros de acné en la barbilla.

**: Con un anillo como este la impresionará y usted no se verá empeñado durante diez años. Es una pieza de buen gusto y al mismo tiempo llama la atención, de modo que ella podrá enseñarla, orgullosa, a sus amigas…

Mientras hablaba, con la vista indicó a Vanessa la puerta de la trastienda. Ella respondió con un leve gesto de asentimiento y se dirigió hacia allí. El suave zumbido le indicó que el hombre había abierto la cerradura. Al otro lado de la puerta se encontraba lo que podía llamarse un despacho. Una mesa metálica procedente de los excedentes del ejército casi enterrada de archivos y cajas. El olor a ajo y a pastrami lo inundaba todo.

Jack Cohen era un hombre bajito, fornido, con un ancho bigote que compensaba la calvicie que empezaba a destacar en su cabeza. Había entrado en la profesión por la puerta grande, sucediendo a su padre en el negocio. Este fue precisamente quien le instruyó en el arte de las negociaciones en la trastienda. Se las daba de reconocer a un poli que se hacía pasar por un cliente con la misma facilidad con que detectaba una circonita que querían colarle como diamante. Sabía quién iba corto de dinero, a quién le interesaba un trato rápido y también cómo enfriar un puñado de piedras que quemaban.

Cuando entró Vanessa, Jack tenía en la mano un briefke, un papel doblado en pequeños apartados para envolver piedras sueltas.

La saludó con una leve inclinación de cabeza y acto seguido vertió sobre la mesa unos cuantos diamantes pequeños, pulidos. Con la ayuda de unas pinzas fue separándolos y examinándolos.

Jack: Rusos. Excelente calidad. De D a F. -Sacó una lupa y fue estudiándolos uno a uno-. Preciosos, realmente preciosos. Prácticamente sin imperfección. ¡Qué fulgor! -Dijo luego algo entre dientes, chasqueó la lengua y apartó un par de piedras-. Bien, bien… Un lote interesante. -Satisfecho, pasó los diamantes a los departamentos que contenía el briefke y se lo metió en el bolsillo con la tranquilidad con la que una señora de «Avon llama a su puerta» guardaría las muestras-. ¿Qué puedo hacer por usted hoy, Rose?

Como respuesta, Vanessa sacó de su bolso el envoltorio de ante y vació su contenido sobre la mesa. Los ojitos azules de Cohen se iluminaron como un par de zafiros.

Jack: Ay, Rose, Rose, Rose, ¡cómo se ilumina el día cuando llega usted!

Con una risita, ella se quitó las gafas de sol y apoyó una cadera en un canto de la mesa.

Ness: No está mal, ¿verdad? -Había puesto en aquellas palabras un tono del Bronx-. Casi me desmayo al verlas. Me dije: «Nena, en tu vida has visto algo así». -Sus generosos labios hicieron un mohín-. Si él me hubiera dejado quedar alguna…

Jack: Creo que están tan calientes que le quemarían la piel, Rose. -Sirviéndose de nuevo de la lupa, empezó a examinar el collar, piedra por piedra-. ¿Cuánto hace que lo tiene?

Ness: Ya sabe que él no me cuenta esas cosas. Pero no hace mucho. ¿A que son auténticas, señor Cohen? Unos pedruscos tan grandes que no parecen de verdad.

Jack: Sí son de verdad, Rose. -El joyero podía haber intentado engatusarla a ella, pero no podía hacer lo mismo con el hombre que le proporcionaba con regularidad mercancía de calidad-. Unas piedras prácticamente perfectas con un leve tono rosado. Además, un trabajo excepcional. -Con suavidad, dejó el collar sobre la mesa y cogió la pulsera-. Aunque no venga al caso, pues ahora mismo lo que nos interesa a nosotros son los diamantes.

Vanessa tocó el collar con la punta de una de sus uñas postizas pintadas de un rosa chillón.

Ness: Me gustan las cosas bonitas.

Jack: ¿Y a quién no? Al fin y al cabo con eso nos ganamos el sustento. -Respirando entre dientes, Cohen examinó los pendientes-. Un magnífico juego. -Cogió su calculadora. Murmurando unos números, fue apretando las teclas-. Ciento veinticinco, Rose.

Ella levantó la barbilla.

Ness: Él me ha dicho que tenía que sacar doscientos cincuenta.

Jack: Vamos a ver, Rose… -Cohen entrelazó las manos sobre su pecho. Con aquellos ojos azules tan tranquilos y el cabello ya ralo, tenía el aire del tío cargado de paciencia frente a su sobrina. Pero bajo su arrugada chaqueta guardaba una treinta y ocho automática-. Tú y yo sabemos que tendré que dejarlas al fresco en este almacén, por decirlo de alguna forma, antes de ponerlas en circulación.

Ness: Él me ha dicho doscientos cincuenta. -Había un tono quejumbroso en su voz-. Si vuelvo a casa con la mitad, puede enfadarse bastante.

Cohen usó de nuevo la calculadora. Podía pagarle doscientos y seguiría haciendo un buen negocio, pero le gustaba jugar con Rose. De no haber tenido tal fama el hombre al que ella representaba, habría intentado personalizar un poco más la relación.

Jack: Cada vez que viene usted a verme, pierdo dinero. No sé qué es lo que tiene, pero la aprecio.

Ella se animó en el acto. Aquel era un viejo juego.

Ness: Yo también le aprecio, señor Cohen.

Jack: ¿Lo dejamos en ciento setenta y cinco y un par de esas piedrecitas que estaba mirando cuando ha entrado? Será nuestro secreto.

Vanessa puso semblante de sentirse tentada pero enseguida cambió la expresión por la de pesar.

Ness: Se enteraría. Siempre se entera y no quiere que acepte regalos de otros.

Jack: Está bien, Rose, estoy cavando mi propia tumba, pero llegaré hasta doscientos. Vas a decirle que un juego de este tipo trae cola y que esto exige un dinero. En un par de horas tendrá la suma.

Ness: Vale. -Se levantó y se puso bien el abrigo-. Si se enfada procuraré calmarlo. Las rabietas no suelen durarle. ¿Puedo dejarle el material aquí, señor Cohen? No me gusta circular por la calle con todo esto.

Jack: ¡Cómo no! -Los dos sabían que no haría la insensatez de robar algo a su mejor proveedor. Con su pulcra letra, el hombre escribió una nota y se la entregó. Aquello le serviría como recibo para cualquier trato, legal o no-. Váyase de compras, Rose, yo me ocupo de todo.

Tres horas más tarde, Vanessa tiraba el bolso, el abrigo y la peluca en la inmensa cama de latón de su dormitorio. Se quitó las lentillas, las limpió y guardó antes de deshacerse de sus uñas postizas. Se pasó la mano por el pelo, por fin libre, y descolgó el teléfono.

**: Kendall and Kendall.

Ness: Con George hijo, por favor. De parte de la princesa Vanessa.

**: Enseguida, Alteza.

Con un suspiro de alivio, se quitó los zapatos antes de sentarse en la cama.

George: Me alegra oírte, Ness.

Ness: ¿Qué tal, George? No voy a entretenerte mucho, ya sé lo ocupados que estáis los abogados.

George: Siempre tengo un momento para ti.

Ness: Y yo te lo agradezco.

George: Lo digo en serio. En realidad, pensaba si podíamos comer juntos algún día esta semana. En plan socios, para variar.

Ness: Intentaré buscar un hueco. -Puesto que le parecía una persona agradable y solo estaba medio enamorada de ella, le respondió con sinceridad-. Según he leído, te has comprometido con una baronesa alemana. Con la baronesa Von Weisburg.

George: ¡No me digas! En realidad, estuvimos hablando durante cinco minutos el mes pasado en un acto político de recaudación de fondos. No recuerdo que se hablara de matrimonio.

Metió la mano en el bolso y sacó de él un fajo de billetes de cien. Ni eran nuevos ni tenían sus números de serie consecutivos. Tenían el típico tacto y el olor a sudor del dinero manoseado.

Ness: Me gustaría hacer una pequeña contribución a la Asociación de Mujeres Necesitadas, George.

George: ¿Para la casa de acogida?

Ness: Exactamente. Pero tendría que ser una contribución anónima, gestionada por tu bufete. Hoy voy a ingresar ciento setenta y cinco mil dólares en mi cuenta especial. Te ocuparás de ello, ¿verdad?

George: Descuida, Ness. Eres muy generosa.

Vanessa jugueteó con el fajo. Pensó en otras mujeres necesitadas.

Ness: Es lo mínimo que puedo hacer.


2 comentarios:

Maria jose dijo...

Interesante lo que vanessa hace
Ya quiero venganza!!!
Siguela pronto
Saludos

Caromi dijo...

Vanessa necesita su venganza
Pobre, todo lo que ha tenido que pasar desde tan pequeña
Lo que hasta ahora no entiendo es como asi se metió de ladrona
Ya quiero leer el siguiente capi, pública pronto porfa

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