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jueves, 25 de julio de 2019

Capítulo 13


Lo de planificar de nuevo el golpe a las joyas de Madeline Moreau obligó a Vanessa a acostarse tarde y a levantarse pronto. La inclusión en sus cálculos del parámetro Zachary Efron había cambiado sus planes respecto a los Fume, pero aquello no significaba que la Sombra tuviera que abandonar Londres con las manos vacías.

Vanessa tenía éxito en sus golpes. En parte se debía a su prudencia, pero también contaba para ello, y mucho, su flexibilidad. Los planos y las especificaciones que habían viajado con ella desde Nueva York tendrían que esperar, pero los fondos de ayuda a viudas y huérfanos no tenían por qué hacerlo.

A las nueve menos cuarto, Lucille, la doncella de Madeline, abrió la puerta a un atractivo joven con barba y mono gris.

Lucille: ¿Qué se le ofrece?

Ness: Control de plagas -sonrió bajo aquella barba rubia mientras guiñaba el ojo a Lucille. Bajo una gorra bastante usada, llevaba una peluca rubia desgreñada, cuyos mechones medio cubrían sus ojos-. Tengo que hacer seis pisos esta mañana y este es el primero.

Lucille: ¿Plagas? -vaciló un momento y se puso colorada al ver que el muchacho la miraba de arriba abajo-. La señora no me ha dicho nada de esto.

Ness: Ordenes del encargado de mantenimiento del edificio -le mostró un papel de color rosa. Llevaba unos guantes de trabajo desgastados que le tapaban incluso las muñecas-. Ha tenido unas cuantas quejas. Aquí hay ratones.

Lucille: ¿Ratones? -Soltando un apagado chillido, apartó la mano-. Es que mi señora duerme.

Ness: A mí eso me tiene sin cuidado. Si usted no quiere que Jimmy mate a esos granujillas, yo me largo a seguir con la lista y santas pascuas. -Intentó pasarle de nuevo la hoja-. ¿Me firma aquí? Dice que rechaza el servicio. Pero el encargado de mantenimiento ya no tendrá nada que ver si alguno de esos roedores le sube pierna arriba.

Lucille: Pero no… -se acercó una mano a los labios y empezó a morderse las uñas. Ratones. La sola idea la hacía estremecer-. Espere un momento. Voy a despertar a mi señora.

Ness: No corra, guapa, que a mí me pagan por horas.

Vanessa vio cómo Lucille entraba deprisa. Dejó el depósito que llevaba y empezó el reconocimiento del lugar: levantar cuadros, mover libros. Rió para sus adentros al oír la voz de Madeline, molesta porque le habían interrumpido el sueño. Cuando volvió Lucille, Vanessa estaba apoyada en la puerta, silbando.

Lucille: Si no le importa, empezará por la cocina. La señora quiere salir antes de que haga las habitaciones.

Ness: Como usted mande, preciosidad -levantó el depósito-. ¿Quiere hacerme compañía?

Lucille le dedicó una caída de ojos. Le pareció un muchacho más bien canijo pero guapo.

Lucille: Tal vez, cuando la señora se haya marchado.

Ness: Ahí estaré.

Silbando de nuevo, Vanessa siguió a Lucille hacia la cocina. Trabajando a marchas forzadas, se metió en el lavadero. Allí vio que el sistema de alarma era una especie de juguete, lo que le hizo soltar un suspiro de alivio. A toda prisa, con el oído alerta por si las moscas, destornilló la chapa. De uno de los profundos bolsillos del mono sacó un miniordenador del tamaño de una tarjeta de crédito y dos placas tensoras de muelle. Sin prisas, sujetó los hilos y desconectó la corriente.

Cuando oyó el clic-clac de unos tacones corrió de nuevo a la cocina y echó una nube de perfume a rosas en la estancia.

Ness: Un minuto, preciosidad -dijo a Lucille cuando esta asomó la cabeza por la puerta-. Esto tiene que asentarse. No vayan a enrojecerse esos ojos tan bonitos que tiene usted.

La muchacha agitó la mano delante de ella, tosiendo.

Lucille: La señora quiere saber cuándo habrá terminado.

Ness: Una hora, como mucho.

Volvió a rociar la cocina, lo que aceleró la retirada de Lucille. Contó hasta cinco, regresó al lavadero y sacó las tenazas. En dos minutos aplicó los hilos al ordenador y cambió el código de seguridad. Entraría a la casa sin problemas, pensó mientras atornillaba de nuevo la placa. Ahora solo le quedaba encontrar la caja fuerte. Con el depósito al hombro, se fue a buscar a Lucille.

Ness: ¿Por dónde sigo?

Lucille: La habitación de los invitados -le indicó el camino, pero la paró en seco una sarta de maldiciones en francés-.

Madeline: Por Dios, Lucille, ¿dónde demonios ha puesto mi bolso rojo? ¿Todo tengo que hacerlo yo sola?

Ness: Un encanto de mujer.

Lucille se limitó a poner los ojos en blanco y a salir pitando. Si montaba aquel cirio por un bolso, cuando viera que le había desaparecido el zafiro le daría un ataque. La avaricia es mala consejera, pensó Vanessa mientras se dedicaba a buscar la habitación de los invitados.

Veinte minutos más tarde, oyó el portazo. No habían pasado ni diez más y ya había localizado la caja fuerte en el recargado dormitorio decorado en tonos rojos y blancos. Se ocultaba tras una falsa pieza de un tocador repleto de tarros y tubos.

La combinación estándar, murmuró Vanessa con un chasquido de la lengua. Cualquiera habría imaginado que Madeline había invertido tanto en seguridad como en ropa. Levantó de nuevo el pulverizador y se fue en busca de Lucille.

La doncella se había puesto su mejor perfume.

Lucille: ¿Ya ha terminado?

Ness: El ratón que se aventure aquí está ya sentenciado. -Tendría que ingeniárselas para esquivar a Lucille, pensó mientras esta le sonreía-. ¿Ya se ha marchado la señora?

Lucille: No volverá como mínimo en una hora.

La invitación estaba clara; Lucille se le acercó un poco más.

A Vanessa le entraron ganas de reír y tuvo que recordarse a sí misma que todo aquello no era para tomárselo a risa.

Ness: Ya me gustaría disponer de tiempo ahora… pero más tarde sí tendré. ¿A qué hora sales?

Lucille: Según le dé. -Con un mohín, empezó a jugar con el cuello del mono de Vanessa. Nunca la había besado un hombre con barba-. A veces me tiene ocupada hasta las tantas.

Ness: A alguna hora se acostará. -Ya que tenía planes para Madeline aquella noche, pensó que lo mejor sería hacer también alguno para Lucille-. ¿Quieres que quedemos, por ejemplo, a las doce de la noche? Te espero en el Bester's del Soho. Podemos tomarnos una copa allí.

Lucille: ¿Solo una copa?

Ness: Ya se verá -dijo riendo-. Yo vivo en la esquina del club. Podrías venir y darme… una clase de francés. A las doce.

Pasó un dedo por la mejilla de Lucille y se fue hacia la puerta.

Lucille: Tal vez.

Vanessa se volvió para guiñarle el ojo.

Una hora más tarde, con una peluca rubia y un conjunto de color rosa, Vanessa pagó al contado dos docenas de rosas rojas y una elegante cena con champán para dos en un comedor privado de un hotel situado a una hora de coche de Londres.

Ness: Mi jefe quiere que no falle nada -explicó con un claro acento británico mientras entregaba un puñado de billetes de cinco libras al encargado-, y por supuesto discreción.

**: Descuide. -El hombre inclinó la cabeza, procurando no mostrar un entusiasmo excesivo-. ¿Y el nombre?

Vanessa arqueó una ceja al estilo Celeste.

Ness: Señor Smythe. Procure que el champán esté helado a medianoche.

Mientras se lo decía, le añadió un billete de veinte.

**: Me ocuparé de ello personalmente.

Recta como un palo, con la cabeza alta, Vanessa se fue hacia el coche que había alquilado para salir de Londres. No pudo evitar una breve sonrisa. Para entonces, Madeline ya habría recibido la primera entrega de las rosas y la romántica y misteriosa invitación a una cena de medianoche fuera de Londres con un admirador secreto.

La naturaleza humana era una herramienta tan importante como la agilidad en los dedos. Madeline Moreau era muy francesa, y muy vanidosa. Vanessa no dudó un instante de que aquella mujer se metería en la limusina que tendría a punto y dejaría el piso libre. Sentiría una decepción, por supuesto, al comprobar que no aparecía el anónimo admirador. Pero el Dom Pérignon y su propia curiosidad la tendrían distraída un buen rato. Lo más seguro era que no volviera a Londres hasta pasadas las dos. Para entonces, Vanessa habría conseguido el zafiro, y Madeline, un ataque de campeonato.

Cuando volvió a su suite comprobó un momento en sus notas la programación. La segunda entrega de rosas, junto con un estúpido poema de alguien perdidamente enamorado y la petición de pasar una velada íntima llegarían a la puerta de Madeline en una hora.

No podría resistirse a aquello. Vanessa aplicó una cerilla a los papeles y comprobó que quedaban reducidos a ceniza. Se dijo que en ese sentido su instinto no le fallaba. La intrusión de Zachary Efron podía haber sido una simple coincidencia, pero la Sombra siempre se inclinaba por un cálculo perfecto. Sonrió para sus adentros. Precisamente Zachary le proporcionaba la mejor coartada del mundo. La verían cenando con él y luego volviendo al hotel. Ya procuraría que nadie se percatara de que abandonaba su suite a medianoche.

Seguía de buen humor cuando empezó a prepararse para la cena. El vestido negro, clásico, que escogió tenía su detalle en la explosión de colores del adorno de uno de los hombros. Se puso también unos pendientes con piedras de un tono azul muy vivo montadas en oro que cualquiera salvo un experto habría tomado por zafiros. Robaba las mejores joyas, pero en contadísimas ocasiones llevaba encima objetos de gran valor. No le interesaban más piedras preciosas que el Sol y la Luna.

Se plantó ante el espejo para echar una última ojeada a su aspecto. Aquella imagen, al igual que la de Rose Sparrow, tenía una gran importancia para ella. Decidió que había acertado con el impulso que la llevó a rizarse un poco el pelo, pero cambió de parecer en cuando al lápiz de labios y se aplicó un tono más oscuro. Exactamente, pensaba, aquel le daba un ligero toque de autoridad. Zachary Efron podía ser un hombre peligroso, pero no se encontraría con una presa fácil.

Cuando llamó el recepcionista, Vanessa estaba a punto, incluso dispuesta a pasar una agradable velada. Insistió en bajar al vestíbulo a encontrarse con Zachary.

Él no iba tan elegante como la noche anterior. Llevaba un traje gris, italiano, de corte informal, de un tono algo más pálido que el de sus ojos. En lugar de camisa y corbata había optado por un jersey de cuello alto negro, con el que destacaba su pelo castaño. No está nada mal, pensó Vanessa mientras le sonreía con frialdad.

Ness: ¡Qué puntual!

Zac: ¡Qué guapa!

Le ofreció una rosa roja.

Conocía demasiado bien a los hombres para que una rosa pudiera seducirla, pero no pudo evitar sonreír ante aquella.

Zachary tomó el abrigo de marta cibelina que ella tenía en el brazo, se lo puso sobre los hombros con gesto delicado, con cuidado de que el cabello no quedara por debajo del cuello. Al tocar aquella cabellera se fijó en que era suave y espesa como la piel del abrigo.

Ella notó de improviso la calidez. Decidida a no hacerle caso, volvió la cabeza. Tenía el rostro de él a unos centímetros. Cuando sus miradas se cruzaron, sus labios dibujaron algo parecido a una sonrisa.
Zachary se dio cuenta de que aquella mujer conocía la forma de turbar a un hombre con una mirada, con un movimiento. Se preguntaba cómo podía haber adquirido aquella fama de inaccesible con aquellos ojos.

Zac: Conozco un sitio a unos cuarenta kilómetros de Londres. Un lugar tranquilo, un ambiente acogedor y una comida deliciosa.

Ella había esperado que le propusiera un restaurante de moda en pleno centro de la ciudad. ¿Sería posible que hubiera escogido aquel en el que Madeline iba a esperar a su misterioso admirador a medianoche? Zachary captó la súbita expresión en los ojos de ella y se preguntó a qué respondería.

Ness: Es usted un romántico. -Con tiento, se apartó de sus brazos-. De todas formas, me atrae la idea de ese lugar de las afueras. De camino, puede hablarme de Zachary Efron.

Con una sonrisa, la tomó del brazo.

Zac: Con cuarenta kilómetros no haremos más que empezar.

Cuando Vanessa se sentó en el Rolls, dejó resbalar de sus hombros las pieles. El fresco aire otoñal resultaba agradable en contraste con aquella calidez interior. En cuanto el chófer puso el coche en marcha, Zachary sacó una botella de Dom Pérignon de una cubitera.

Vanessa siguió pensando que todo era demasiado perfecto y reprimió otra sonrisa. Rosas rojas, champán, un coche de lujo y una velada en un lugar encantador. Pobre Madeline, se dijo, animada, mientras observaba el perfil de Zachary.

Zac: ¿Se lo ha pasado bien estos días en Londres?

El tapón salió con un ruido sordo. En aquella quietud, Vanessa oyó incluso el burbujeo en el cuello de la botella.

Ness: Sí, siempre me ha gustado esta ciudad.

Zac: ¿Y qué es lo que hace en ella?

Ness: ¿Hacer? -Aceptó la copa que le ofrecía-. Ir de compras, ver amigos, pasear. -Dejó que le untara una galleta salada con caviar-. ¿Y usted?

La observó mordisquear el caviar antes de tomar un sorbo de champán.

Zac: ¿Y yo, qué?

Vanessa cruzó las piernas y se instaló cómodamente en un rincón. Ofrecía la imagen que deseaba proyectar: pieles de lujo, medias de seda, joyas relumbrantes.

Zac: Trabajo, ocio, lo que sea. Hago lo que más me apetece en cada momento.

Le extrañó que no precisara nada. En general, los hombres, a la más mínima pregunta empezaban a hablar de sus negocios, de sus aficiones, de su ego.

Ness: ¿No me habló el otro día del juego?

Zac: ¿Lo hice?

La estaba observando de aquella forma tranquila y desconcertante, como había hecho en la fiesta. Como si considerara que el Rolls fuera un escenario y ellos los protagonistas.

Ness: Sí. ¿Cuáles prefiere?

Zachary sonrió, con la misma expresión que le había visto ella a través de las lamas del armario en casa de los Fume.

Zac: Los de gran riesgo. ¿Más caviar?

Ness: Gracias -vio que se había iniciado un juego, del que no conocía las reglas ni la recompensa. Tomó el caviar, Beluga, el mejor, al igual que el champán y que aquel coche con el que se iban alejando poco a poco de Londres. Pasó un dedo por el borde de la tapicería que los separaba-. El riesgo debe de compensarle.

Zac: En general, sí. -Contaba que con ella sería así-. ¿Y usted qué hace cuando no se pasea por Londres?

Ness: Paseo por otros lugares, voy de compras en otros lugares. Cuando me canso de una ciudad, me voy a otra.

La habría podido creer de no haber detectado aquellos destellos de pasión que aparecían de vez en cuando en sus ojos. Vanessa no era una muchacha acabada de presentar en sociedad a la que le sobraba el tiempo y el dinero.

Zac: ¿Después de Londres se irá a Nueva York?

Ness: Aún no lo sé. -¡Qué vida tan deprimente llevaría si hiciera lo que aparentaba!, se dijo-. Pensaba en algún lugar cálido para pasar las fiestas.

Ahí había colado una broma, constató él. Podía detectarse en un brillo en sus ojos o en un deje en su tono. Zachary se preguntaba si le divertiría el remate.

Zac: En Jaquir hace calor.

En aquel instante lo que vio en sus ojos no fue algo gracioso sino una chispa de pasión, veloz, vital y disimulada casi en el acto.

Ness: Sí -dijo en tono monótono, falto de interés-, pero prefiero los trópicos al desierto.

Zachary sabía que podía pincharla y había decidido hacerlo cuando el teléfono le interrumpió.

Zac: Dispense -dijo antes de levantar el auricular-. Aquí Efron. -Exhaló un levísimo suspiro-. ¿Qué tal, mamá?

Vanessa arqueó una ceja. De no haber sido por aquella tímida expresión, en su vida habría creído que tenía una madre, y mucho menos una que lo llamaba al teléfono del coche. Divirtiéndose con ello, Vanessa llenó primero la copa de él y luego la suya.

Zac: No, no lo he olvidado. Mañana, de acuerdo. Lo que quieras, seguro que estarás preciosa. Claro que no me molestas. Ahora voy a cenar. -Miró hacia Vanessa-. Sí, claro. No, mamá, de verdad… -De nuevo el suspiro-. No creo que sea… Sí, de acuerdo. -Apretó el auricular contra su rodilla-. Mi madre. Quiere saludarla.

Ness: ¡Oh!

Perpleja, Vanessa miró el teléfono sin moverse.

Zac: Es inofensiva.

Sintiéndose como una idiota, cogió el aparato.

Ness: Dígame.

Mary: Hola, preciosa. ¿A que tiene un coche maravilloso?

Aquella voz no tenía la suavidad de la de Zachary y su acento tiraba más al cockney. Vanessa echó una ojeada al interior del Rolls sonriendo.

Ness: Pues sí, maravilloso.

Mary: A mí me hace sentir como una reina. ¿Cómo se llama usted?

Ness: Vanessa. Vanessa Spring.

Ni se dio cuenta de que había obviado su título y se había presentado con el apellido de soltera de su madre, como hacía con quienes se sentía cómoda, pero Zachary tomó buena nota de ello.

Mary: Bonito nombre. Que lo paséis muy bien. Mi hijo es una buena persona, además de guapo, ¿verdad?

Con los ojos iluminados por el ánimo, Vanessa sonrió a Zachary. Era la primera vez que le dirigía una mirada afectuosa.

Ness: Sí lo es, y mucho.

Mary: Pero no se deje encandilar demasiado deprisa, guapa. También es un poco pillo.

Ness: ¿En serio? -miró a Zachary por encima del borde de la copa-. Lo tendré en cuenta. Encantada de haber hablado con usted, señora Efron.

Mary: Puede llamarme Mary, como todo el mundo. Dígale a Zac que la lleve a casa algún día. Podemos tomar un té y charlar un poco.

Ness: Se lo agradezco mucho. Buenas noches.

Sonriendo, pasó de nuevo el teléfono a Zac.

Zac: Hasta mañana, mamá. No, no es guapa. Es bizca, tiene el labio leporino y verrugas. Hale, a ver la tele. Yo también te quiero. -Colgó y tomó un buen trago de champán-. Lo siento.

Ness: Tranquilo. -Aquella llamada había cambiado sus sentimientos hacia él. Le habría resultado difícil mostrarse fría con un hombre que trataba a su madre con tanto cariño-. Parece una mujer encantadora.

Zac: Lo es. Es el amor de mi vida.

Vanessa permaneció un momento en silencio, reflexionando.

Ness: Estoy convencida de que lo dice en serio.

Zac: Es así.

Ness: ¿Y su padre? ¿También es un hombre encantador?

Zac: No lo sé.

Con aquello, Vanessa comprendió que era mejor no insistir en los asuntos familiares.

Ness: ¿Por qué le ha dicho que yo era bizca?

Con una carcajada, Zac le tomó una mano y la llevó hasta sus labios.

Zac: Por su bien, Vanessa. -No apartó los labios de la mano mientras se miraban a los ojos-. Se muere de ganas de encontrar a una nuera.

Ness: Comprendo.

Zac: Y tener nietos.

Ness: Comprendo -repitió apartando la mano-.

El lugar al que la llevó estaba a la altura de las promesas de Zac. Precisamente ella misma lo había elegido para Madeline porque era un sitio tranquilo, apartado y de lo más romántico. El encargado con el que había hablado aquella misma tarde la saludó con una inclinación de cabeza, sin mostrar la más mínima señal de reconocimiento.

En aquel comedor había una enorme chimenea de aquellas en las que se asaban bueyes, con unos troncos robustos como el cuerpo de un hombre por detrás de una mampara metálica con bordes dorados. El fuego, además de calentar, soltaba un agradable zumbido rítmico. Unas ventanas con parteluz impedían el paso del viento otoñal procedente del mar. El mobiliario Victoriano y los aparadores repletos de piezas de plata y cristal daban un ambiente acogedor a la gran sala.

Tomaron el buey Wellington, la especialidad de la casa, a la luz de unos candelabros de peltre, con música de fondo: un violín que tocaba un viejecito.

En su vida habría imaginado que podía sentirse relajada con Zachary, al menos de aquella forma, con ganas de reír, de escuchar y pasar las horas con una copa de brandy en la mano. Estaba al corriente de todas las películas antiguas que tanto le apasionaban a ella, si bien tuvo el tacto de eludir la cuestión de su madre y de la tragedia que la había envuelto. Se centraron en otra generación, la de Hepburn, Bacall, Gable y Tracy.

La desarmó totalmente comprobar que Zac recordaba al pie de la letra los diálogos e imitaba a muchos actores. Ella misma había perfeccionado el inglés y aprendido los distintos acentos a partir de la pantalla. Puesto que había aprendido de Phoebe a admirar la fantasía, no podía evitar pensar que ella y Zac eran almas gemelas.

Descubrió también la pasión de él por la jardinería, que practicaba tanto en su casa de campo como en el invernadero que tenía al lado de la casa de Londres.

Ness: Cuesta imaginarle trasteando por el jardín y arrancando malas hierbas. Pero ahora veo de dónde salen esos callos.

Zac: ¿Callos?

Ness: En las manos -enseguida lamentó el resbalón. Un comentario que tenía que haber sido intrascendente resultaba demasiado personal e íntimo allí, a la luz de las velas, con los violines-. No van con el resto de su persona.

Zac: Más de lo que se imagina -murmuró-. Todos tenemos nuestras imágenes e ilusiones, ¿no es cierto?

Vanessa creyó captar en aquello un doble sentido y rápidamente eludió el tema con un comentario sobre los jardines de Buckingham Palace.

Descubrieron que en sus viajes habían conocido los mismos lugares. Tomando unos sorbos de brandy llegaron a la conclusión de que los dos habían estado en Roma, en el Excelsior durante la misma semana cinco años atrás. Lo que no se mencionó fue que Vanessa se encontraba allí precisamente para birlar unas joyas de diamantes y rubíes a una condesa, y que Zachary, por su parte, había llevado a cabo allí uno de sus últimos golpes, del que sacó una bolsa de piedras preciosas pertenecientes a un magnate de la industria cinematográfica. Los dos sonrieron con nostalgia, cada cual con su recuerdo particular.

Ness: Aquel verano pasé unos días especialmente agradables en Roma -comentó mientras volvían hacia el coche-.

Unos días agradables que le habían reportado alrededor de trescientos cincuenta millones de liras.

Zac: Yo también. -El monto del trabajo de Zachary había supuesto casi el doble de aquella cifra después del trueque hecho en Zurich-. Lástima que no nos conocimos.

Vanessa se instaló en el mullido asiento.

Ness: Sí.

Le habría encantado tomar unas copas de vino tinto de aquel tan fuerte y pasear con él por las húmedas calles de Roma. Pero se alegraba de no haberlo conocido en aquellas circunstancias. La habría distraído de la misma forma que, por desgracia, la estaba distrayendo ahora. El coche se puso en marcha y la pierna de él rozó de manera fortuita la de ella. Menos mal que el golpe en casa de Madeline entrañaba tan poca dificultad.

Zac: Estuve en un bar en el que servían el helado más extraordinario que he comido jamás.

Ness: El San Filippo -dijo riendo-. Cada vez que me siento allí engordo un par de kilos.

Zac: Puede que algún día nos encontremos allí.

Su dedo tocó levemente la mejilla de Vanessa, algo que le recordó el juego al que jugaban y al que no tenía que lanzarse ni por asomo. Con cierto pesar se apartó.

Ness: Puede.

Había puesto entre ellos una mínima distancia pero a él le pareció un abismo. Una mujer extraña, pensó. Su aspecto exótico, sus labios insinuantes, los destellos de pasión que aparecían de vez en cuando en sus ojos… todo era completamente real pero engañoso. No era el tipo de mujer que se abandona en los brazos de un hombre, sino más bien de las que con una palabra o una mirada son capaces de dejarlo helado. Él siempre había preferido las mujeres que disfrutaban abiertamente del contacto físico, de una relación sexual sin ambages. Sin embargo, aquellos contrastes no solo lo intrigaban sino que lo atraían.

En cualquier caso, Zachary conocía igual que ella el valor del momento oportuno.

Esperó a que llegaran a Londres.

Zac: ¿Qué hacía en el dormitorio de los Fume anoche?

Vanessa casi pegó un salto del susto y estuvo a punto de soltar una maldición. La velada, la compañía y el brandy la habían relajado hasta el punto de hacerle bajar la guardia. Afortunadamente, los años de entreno le permitieron dirigirle una mirada con apenas un punto de curiosidad.

Ness: ¿Perdón?

Zac: Le preguntaba qué hacía en el dormitorio de los Fume en la fiesta de ayer.

Con gesto despreocupado ella empezó a enrollar con el dedo uno de sus mechones.

Un hombre podría perderse en una cabellera como aquella -pensaba Zachary-, ahogarse en ella.

Ness: ¿Qué le hace pensar que estaba allí?

Zac: No lo pienso, lo sé. Su perfume es muy característico, Vanessa. Inconfundible. Lo noté en cuanto abrí la puerta.

Ness: ¿De verdad? -Se echó el abrigo por encima de los hombros mientras se devanaba los sesos pensando en la respuesta adecuada-. También podría preguntarle yo qué hacía usted fisgoneando.

Zac: Sí, podría.

El silencio empezaba a hacerse insoportable y ella decidió que si no respondía, el misterio iría en aumento.

Ness: Resulta que iba en busca de aguja e hilo para dar unas puntadas al dobladillo, que se me había soltado. ¿Tendría que halagarme el que reconociera mi perfume?

Zac: Más bien tendría que halagarle que no la llame mentirosa -dijo quitándole importancia-. Pero ya se sabe que las mujeres guapas pueden mentir en casi todo.

Acercó su mano al rostro de ella, pero no con aire incitador o insinuante, como había hecho antes, sino con un gesto casi posesivo. Apoyando la palma de la mano en su barbilla, extendió los dedos sobre su mejilla de forma que entre el índice y el pulgar enmarcó su boca. ¡Qué suavidad, qué delicia!, fue su primer pensamiento. Luego algo lo dejó perplejo. No vio enojo en su mirada, tampoco humor o actitud distante: lo que detectó con toda claridad fue una sensación fugaz de terror.

Ness: Yo suelo escoger mis mentiras con más discernimiento, Zachary. -Parecía imposible que un roce pudiera hacerla sentir de aquella forma: temblorosa, insegura, desprotegida. Su espalda se puso rígida contra el asiento. Era incapaz de controlar la sensación. Apenas consiguió dibujar una fría sonrisa-. Parece que hemos llegado.

Zac: ¿Por qué teme que la bese, Vanessa?

¿Cómo había podido ver de una forma tan clara lo que había escondido a tantos hombres?

Ness: Se equivoca -dijo sin alterar el tono-. Simplemente no quiero.

Zac: Ahora sí que puedo llamarla mentirosa.

Vanessa soltó el aire muy lentamente, consciente de lo que hacía. Nadie sabía mejor que ella hasta dónde podía llegar su genio.

Ness: Piense lo que quiera, Zachary. Ha sido una velada encantadora. Buenas noches.

Zac: La acompaño hasta la suite.

Ness: No se moleste.

El chófer les abría ya la puerta. Vanessa salió y, sin mirar hacia atrás, se dirigió hacia el hotel haciendo ondear sus pieles.

Vanessa esperó a que sonara la última campanada de las doce antes de salir sigilosamente por la puerta de servicio del hotel. Seguía vistiendo de negro, pero en esta ocasión era un jersey de cuello alto, unas cómodas mallas y una chaqueta de cuero. Llevaba el pasamontañas en el cuello y con él se recogía el cabello. Calzaba botas de cuero de suela blanda y llevaba al hombro una gran bolsa.

Anduvo casi un kilómetro antes de parar un taxi. Dejó el primero y cogió otros dos, siguiendo las rutas menos directas que iban a acercarla a la casa de Madeline. Agradeció la protección que le ofrecía la niebla, que le llegaba a las rodillas. Era como cruzar un río poco profundo, pues al partir la bruma a su paso las botas se le iban calando. Apenas se oían sus pasos. Al acercarse al edificio vio la luz de las farolas, que poco después desapareció, neutralizada por la niebla.

En la calle no se oía nada. En las casas reinaba la oscuridad.

De un salto escaló el muro de la parte trasera del edificio, cruzó aquel minúsculo jardín y se situó en la cara que daba a poniente. Estaba cubierta de hiedra, oscura, con olor a humedad. Se situó contra la pared para explorar hacia la derecha y luego hacia la izquierda.

Un vecino con insomnio que mirara hacia allí podría detectarla, pero se encontraba a cubierto de los coches que pasaban por la calle. Con gesto profesional, casi maquinal, desenrolló la cuerda.

En unos minutos escaló hasta la planta superior, donde se encontraba la ventana del dormitorio de Madeline. Vio una tenue luz sobre el tocador, que le permitió examinar la estancia. Por el desorden reinante decidió que a Madeline le había costado decidir el vestido para la cita.

¡Pobre Lucille!, pensó mientras sacaba el cortavidrios. Sin duda a la muchacha le tocaría aguantar el malhumor de la señora por la mañana.

Solo necesitaba un pequeño orificio. Su mano era estrecha. Se sirvió de la cinta adhesiva para trazar el círculo. Protegida con los guantes, metió la mano para accionar la cerradura. Ocho minutos después de su llegada entraba ya por la ventana.

Esperó un momento, aguzando el oído. Notó el murmullo, el chirriar de los viejos edificios de noche. Sus pisadas no se oían sobre la alfombra persa situada al pie de la cama.

Se acercó al tocador y accionó el resorte que controlaba la falsa pieza. Se puso cómoda, sacó el estetoscopio y ¡manos a la obra!

Era un trabajo aburrido y, al igual que muchos aspectos de aquella profesión, no podía llevarse adelante con prisas. La primera vez que entró a robar en una casa se encontró con gente en su interior. En aquella ocasión, las manos le quedaron empapadas de sudor y le temblaban tanto que tuvo que emplear doble tiempo en hacer saltar la caja fuerte. Ahora tenía el pulso estable, ni una pizca de sudor.

El clic de la primera gacheta.

Oyó un coche que pasaba por la calle, se detuvo, paciente, cautelosa. Espiró levemente, controló el reloj. Cinco segundos, diez, y centró la mente en la caja.

Pensó en el zafiro principal del collar; en su engarce actual, se veía algo exagerado. Era una lástima montar una piedra de aquel calibre con unas filigranas tan escandalosamente extravagantes. Y también era una pena que luciera aquella joya alguien tan egoísta e interesado como Madeline Moreau. Aparte sería una historia muy distinta. Ya había calculado que aquella piedra, junto con los zafiros que la acompañaban, tendría como mínimo un valor de unas doscientas mil libras, y quizá llegaría a las doscientas cincuenta mil. Le iría bien conseguir la mitad contra reembolso.

Cedió la segunda gacheta.

Vanessa no miró el reloj, pero estaba convencida de que seguía el horario previsto. Un cosquilleo en los dedos le indicó que estaba a punto de concluir la tarea. Con la chaqueta puesta tenía calor, pero no tuvo en cuenta la incomodidad pensando que en cuestión de segundos tendría en la mano la refrescante suma de un cuarto de millón de libras en zafiros.

Saltó la última gacheta.

Vanessa era demasiado hábil para precipitarse. Colocó el estetoscopio en su sitio antes de abrir la portezuela. Con la ayuda de la linterna escudriñó el contenido de la caja. Dejó a un lado los papeles y sobres, así como los tres primeros estuches de joyas que abrió. Las amatistas eran bonitas, los pendientes con perlas y diamantes, elegantes, pero ella había entrado allí por los zafiros, que emitían sus destellos desde el terciopelo de color beis que los protegía, con un azul intenso, tal como relucían las auténticas piedras siamesas. La piedra principal se situaría alrededor de los veinte quilates y estaba rodeada por otros zafiros y diamantes de menor tamaño.

No era el momento ni el lugar más adecuados para usar la lupa. Tendría que esperar a llegar a su habitación. A aquellas horas, Lucille habría perdido ya la paciencia. Vanessa quería estar fuera de allí antes de que la doncella volviera. Claro que si las joyas eran de imitación, habría perdido el tiempo. Volvió a sostenerlas bajo la luz. No podían ser falsas.

Se metió el estuche en la bolsita, cerró la caja fuerte e hizo girar el dial. No quería que Madeline tuviera la sorpresa antes de haberse tomado el café.

Cruzó el piso a oscuras y volvió al lavadero. Con cuidado, desconectó los hilos de su miniordenador y los dejó colgando.

Salió tan silenciosamente como había entrado.

Fuera, respiró profundamente el aire fresco y húmedo, esforzándose por no echarse a reír. ¡Se sentía tan bien! El logro lo era todo. Jamás supo explicar a Celeste aquella emoción entre sexual e intelectual que le provocaba el haber llevado a cabo un trabajo perfecto. En aquellos momentos los músculos que habían estado en tensión se relajaban y el corazón podía latir al ritmo que deseara. Era entonces, durante unos pocos segundos, un minuto como mucho, cuando se sentía invulnerable. Nada en su vida podía compararse con ello.

Se permitió treinta segundos de gratificación, cruzó el césped, escaló el muro y siguió su camino entre la niebla.

Zachary no sabía qué lo había movido a salir. ¿Un presentimiento, una comezón? Incapaz de conciliar el sueño, decidió volver al lugar donde había visto por primera vez a Vanessa. Y no a causa de ella, se iba repitiendo, sino porque tenía una corazonada en cuanto a los Fume. Una noche perfecta para el robo.

Aquello era cierto pero no del todo. También había salido a causa de Vanessa. Solo en su casa, inquieto, insatisfecho, no podía dejar de pensar en ella. Sabía que un paseo solitario por aquellas calles que conocía tan bien lo despejaría. O eso creía.

Se sentía, como habría dicho su madre, «tocado». Y no era una cosa tan insólita. Había conocido a una mujer esquiva, exótica y misteriosa. También mentirosa. Venciendo el ansia súbita de fumar se dijo que era difícil resistir ante una mujer con esas cualidades.

Tal vez aquello fue lo que lo encaminó hacia su hotel. Y al doblar la esquina la vio. Bajó de la acera y cruzó la calle desierta. Iba de negro otra vez, pero no con la romántica capa, sino con unas mallas, una chaqueta de cuero y el pelo recogido en un gorro. La reconoció por su aire. Estuvo a punto de llamarla, pero su instinto se lo impidió. Vio cómo cruzaba una de las puertas de servicio y desaparecía hacia el interior del edificio.

Se quedó mirando hacia sus ventanas. Es ridículo, pensaba. Es absurdo. No obstante, pasó un buen rato allí dándole vueltas, especulando.


1 comentarios:

Maria jose dijo...

Zac va a descubrir a vanessa!!!
O de alguna manera ya lo hizo
Muy interesante
Siguela pronto
Saludos

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