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viernes, 5 de julio de 2019

Capítulo 6


A Celeste Michaels le encantaba el teatro. Ya de niña había decidido ser actriz, pero no una actriz normal y corriente, sino una estrella. Había suplicado a sus padres, les había intentado camelar y conquistar, a veces con enfurruñamiento, para que le permitieran asistir a clases de arte dramático. Y ellos cedieron, convencidos de que aquello sería un capricho pasajero. Siguieron pensándolo incluso cuando la llevaban a pruebas, ensayos y representaciones en los teatros de la zona. Joe Michaels era contable y veía la vida como un balance de ganancias y pérdidas. Nancy Michaels era una bella ama de casa que disfrutaba haciendo pasteles para las reuniones parroquiales. Los dos creían, aun cuando el teatro había empezado a marcar su existencia, que la pequeña Celeste algún día superaría aquella inclinación que sentía por los maquillajes y el telón.

A los quince años, Celeste decidió que había nacido para ser rubia y tiñó su cabellera castaña de un tono dorado, que sería su sello característico. Su madre chilló horrorizada, su padre la emprendió con sermones, pero Celeste siguió con su pelo rubio. Y consiguió el papel de Marion en The Music Man en el instituto.

En una ocasión, Nancy se quejó a Joe diciendo que habría llevado mejor las cosas si Celeste se hubiera inclinado por los chicos y el alcohol que por Shakespeare y Tennessee Williams.

Al día siguiente de la obtención del título de enseñanza secundaria, Celeste abandonó el agradable barrio de Nueva Jersey, donde había pasado su infancia, para trasladarse a Manhattan. Sus padres la acompañaron al tren con un sentimiento en el que se mezclaba el desconcierto y el alivio.

Intervino en pequeños papeles y reunió dinero suficiente para pagar las clases de arte dramático y el alquiler de un minúsculo piso en una quinta planta a base de freír hamburguesas y huevos en un garito de mala muerte. Se casó a los veinte con un muchacho con el que la cosa empezó con grandes emociones y acabó en un desastre un año después. En aquel momento de su vida, Celeste había dejado de mirar hacia atrás.

No habían transcurrido ni diez años y era ya la reina del teatro, con un montón de éxitos a sus espaldas, tres premios Tony y un ático en Central Park West. Había enviado a sus padres un Lincoln en su último aniversario de boda, si bien ellos no dejaban de esperar que cuando se le quitara de la cabeza aquello de ser artista volvería a Nueva Jersey, donde sentaría la cabeza con algún muchacho metodista.

En aquellos momentos, paseándose por una de las salas del aeropuerto, agradecía el relativo anonimato del que disfrutaban los del teatro. La gente no veía en ella más que a una atractiva rubia con un buen tipo y una estatura corriente. Ni por asomo la asociaban con la sensual Maggie de La gata sobre el tejado de zinc o la ambiciosa lady Macbeth, a menos que ella lo buscara.

Consultó de nuevo el reloj, preguntándose si Phoebe viajaría en aquel avión.

Habían pasado casi diez años, pensaba al sentarse y buscar en su bolso un cigarrillo. Trabaron amistad rápidamente cuando Phoebe se instaló en Nueva York para rodar su primera película. Celeste acababa de divorciarse y estaba un poco baja de moral. Phoebe había representado un soplo de aire fresco en su vida: una persona llena de gracia muy cariñosa. Se convirtieron mutuamente en la hermana que ninguna de ellas había tenido, se trasladaban de un extremo al otro del país siempre que podían para verse, y cuando no, pagaban monstruosas facturas de teléfono.

Nadie se emocionó tanto como ella cuando Phoebe fue nominada para un Oscar. Nadie aplaudió con tanta fuerza como Phoebe cuando Celeste recibió su primer Tony. A pesar de todo, en muchos aspectos eran como la noche y el día. Celeste era fuerte y segura de sí misma; Phoebe, dócil y confiada. Sin darse cuenta de ello, habían llegado a un equilibrio con aquella amistad que ambas valoraban muchísimo.

De pronto Phoebe se casó y voló hacia su reino del desierto. Después del primer año, la correspondencia se fue espaciando y al cabo de unos años prácticamente desapareció. Algo que hacía daño. Celeste no lo habría admitido en su vida, pero aquella forma de poner fin a su amistad le había dolido mucho. Superficialmente se lo había tomado con filosofía. Llevaba una vida en la que no le faltaba nada e iba avanzando en el camino que había trazado ya de niña en Nueva Jersey, pero su corazón lloraba aquella pérdida. Durante años siguió enviando regalos a la niña que ella consideraba su ahijada, disfrutando de las curiosas y formales notas de agradecimiento que la pequeña le enviaba.

Estaba dispuesta a querer a aquella persona. En parte porque ella se había casado con el teatro y sabía que aquella unión estaba condenada a la esterilidad. Y también porque Vanessa era hija de Phoebe.

Celeste apagó el cigarrillo antes de buscar, en una bolsa que llevaba aparte, una muñeca de porcelana rubia con un vestido de terciopelo azul y veteado en blanco. La había escogido pensando que a la pequeña le gustaría tener una muñeca con el pelo del color del de su madre. Aunque no tenía ni idea de lo que iba a decir a la niña, ni a Phoebe.

Oyó anunciar la llegada del vuelo y empezó a pasear de nuevo. No iban a tardar. El aterrizaje, el paso por la aduana. No veía ninguna razón que explicara aquel desasosiego que sentía.

Tal vez fuera porque el telegrama explicaba muy poco.

Celeste recordaba cada una de sus palabras y, como buena actriz, les daba su propia entonación.

Necesito tu ayuda, Celeste, resérvame dos billetes para Nueva York y dispón que pueda recogerlos en el mostrador de la Pan American en Orly. Para el vuelo de las dos de mañana, ven a recogerme si puedes, no tengo a nadie más.
PHOEBE

Las vio en el momento en que cruzaron la puerta: la alta y espectacular rubia y la pequeña que parecía una muñeca. Iban de la mano, muy juntas. A Celeste le pareció curioso no ver claro quién podía tranquilizar a quién.

Phoebe levantó la vista y su expresión mostró una gama de sentimientos en la que dominaba el alivio, si bien un instante antes Celeste había visto en aquel rostro el terror. Echó a correr hacia ellas.

Celeste: Phoebe. -Prescindió de todo para centrarse en la amistad y le dio un fuerte abrazo-. ¡Qué alegría volver a verte!

Phoebe: Gracias a Dios, Celeste. Gracias a Dios que estás aquí.

El tono desesperado la preocupó más que el pensar que el alcohol le trababa un poco la lengua. Procurando mantener la sonrisa, se volvió hacia Vanessa.

Celeste: De modo que ella es Ness -acarició suavemente el pelo de la niña y notó el cansancio en sus ojos y en su rostro. Le vinieron a la cabeza imágenes de supervivientes de catástrofes, con la misma expresión desprotegida, sin contraste-. Ha sido un viaje muy largo, pero ya toca a su fin. Un coche nos espera fuera.

Phoebe: Nunca podré pagártelo.

Celeste: No seas ridícula. -Estrechó de nuevo a su amiga y luego dio la bolsa a Vanessa-. Un pequeño regalo para celebrar tu llegada a Estados Unidos.

Vanessa miró la muñeca y reunió fuerzas para pasar el dedo por la manga de aquel vestidito. El terciopelo le recordó a Donna, pero estaba demasiado cansada para llorar.

Ness: Es muy bonita. Gracias.

Celeste arqueó una ceja, sorprendida. Su tono era tan exótico como su aspecto.

Celeste: Recojamos el equipaje y nos iremos a casa, donde podréis descansar.

Phoebe: No hemos traído equipaje -estuvo a punto de perder el equilibrio pero se estabilizó apoyando una mano en el hombro de Celeste-. No traemos nada.

Celeste: Muy bien. -Guardaría las preguntas para más tarde, decidió mientras cogía a Phoebe de la cintura. Una ojeada a la pequeña le dijo que no necesitaba una mano-. Pues vámonos a casa.


A diferencia de lo que había hecho en París, Vanessa prestó poca atención a lo que vio en el camino del aeropuerto a Manhattan. En la limusina se respiraba un ambiente cálido y tranquilo, pero ella no podía relajarse. Al igual que durante el largo vuelo a través del Atlántico, se dedicó a observar a su madre. Se colocó la muñeca que le había regalado Celeste bajo el brazo y no dejó ni un instante la mano de Phoebe.

Estaba demasiado cansada para hacer preguntas, pero dispuesta a echar a correr.

Phoebe: ¡Cuánto tiempo ha pasado! -exclamó mirando por la ventana como si saliera de un estado de éxtasis. Un leve tic le movía la comisura de los labios mientras su mirada iba de una ventanilla a otra-. Todo ha cambiado, pero tampoco tanto.

Celeste: Nueva York será siempre Nueva York. -soltó una bocanada de humo, fijándose en que Vanessa observaba su cigarrillo con una expresión fascinada en aquellos oscuros ojos-. Puede que mañana a Ness le apetezca dar un paseo por el parque o ir de compras. ¿Has montado alguna vez en un tiovivo, Vanessa?

Ness: ¿Qué es?

Celeste: Caballitos de madera que dan vueltas al son de una música, en los que se montan los niños. En el parque, delante de mi casa hay uno. -Sonrió mirando a Vanessa, pero se fijó en que Phoebe se sobresaltaba cada vez que el coche se paraba. La madre parecía un manojo de nervios y la hija una torre de control. ¿Qué podía contar ella a una niña que en su vida había visto un carrusel?-. No podíais haber escogido un momento mejor para venir a Nueva York. Todas las tiendas han puesto las decoraciones de Navidad.

Vanessa pensó en la bolita de cristal y en su hermano. Le entraron ganas de apoyar la cabeza en el regazo de su madre y ponerse a llorar. Tenía ganas de volver a casa, de ver a su abuela y a sus tías, de respirar el perfume del harén. Pero no había vuelta atrás.

Ness: ¿Nevará?

Celeste: En un momento u otro -le sorprendió sentir la súbita necesidad de tomar a la pequeña en brazos y consolarla. Nunca había notado ningún sentimiento maternal. Le parecía muy triste y al mismo tiempo de una gran fortaleza la forma en que Vanessa acariciaba la mano de Phoebe-. Hemos pasado unos días con una temperatura muy agradable. No creo que vaya a durar mucho. -¡Santo cielo, ahora les hablaba del tiempo! Se inclinó un poco hacia delante al notar que el coche frenaba-. Ya  hemos llegado -dijo con entusiasmo cuando la limusina se acercó a la acera-. Hace cinco años que vivo aquí, Phoebe. Me siento tan bien en mi casa que no me echarían de ella ni con dinamita.

Pasaron las tres delante del personal de seguridad y entraron en el vestíbulo de un elegante edificio de Central Park West. Avanzando con rapidez, las llevó hacia el ascensor, recubierto con paneles de madera. A Vanessa aquello le pareció un lento y largo viaje, pues sus piernas estaban ya a punto de flaquear. En el avión había hecho esfuerzos por no dormirse, para que no la venciera el sueño y poder controlar que nadie la separara de Phoebe. Ahora, al límite de sus fuerzas, caminaba como una autómata entre las dos mujeres hacia el ático de Celeste.

Celeste: Os enseñaré todo esto cuando no estéis tan agotadas -dejó su abrigo sobre el respaldo de una silla, preguntándose qué más podía hacer-. Debéis de estar hambrientas. ¿Os preparo una tortilla o algo?

Phoebe: No podría comer nada. -Con gran cuidado, se sentó en un sofá. Le parecía que si se movía con demasiada rapidez podía romperse los huesos-. ¿Y tú, Ness, tienes hambre?

Ness: No.

La idea de comer le revolvía el estómago.

Celeste: Pobrecita, está medio muerta -puso un brazo alrededor de sus hombros-. ¿Y una siestecita?

Phoebe: Ve con Celeste -dijo antes de darle tiempo a protestar-. Ella te cuidará.

Ness: ¿No te irás, mamá?

Phoebe: No, cuando te despiertes me encontrarás aquí -le dio un beso en cada mejilla-. Te lo prometo.

Celeste: Vamos, cariño -casi tuvo que arrastrar a la pequeña, pues ya no le quedaban fuerzas ni para subir la escalera. Sin dejar de hablarle, de cualquier cosa, le quitó el abrigo y los zapatos y la metió en la cama-. Has tenido un día muy largo.

Ness: Si él viene, ¿me despertarás para que pueda defender a mamá?

La mano de Celeste vaciló cuando iba a acariciarle el cabello. Tenía alrededor de los ojos la señal del agotamiento, pero su mirada se mantenía alerta.

Celeste: Sí, no te preocupes. -Sin saber qué podía hacer, le dio un beso en la frente-. Yo también la quiero mucho, cielo. Las dos vamos a cuidarla.

Satisfecha con aquello, Vanessa cerró los ojos.

Celeste corrió las cortinas y dejó la puerta entreabierta. Cuando abandonó la habitación, Vanessa ya dormía, lo mismo que Phoebe, en el salón.


La pesadilla despertó a Vanessa. Desde que tenía cinco años, se le repetía aquel sueño en el que su padre entraba en la habitación de su madre, el llanto, los gritos, el ruido de cristales rotos, ella arrastrándose bajo la cama y tapándose los oídos con las manos.

Se despertó con el rostro bañado en lágrimas, conteniendo un grito por miedo a molestar a las mujeres del harén. Pero no estaba en el harén. Se había hecho un lío tal con el tiempo y el espacio que tuvo que quedarse un rato sentada, inmóvil, hasta que su mente pudo situar los acontecimientos en una secuencia ordenada.

Había ido a París en un pequeño avión; había pasado miedo. La ciudad, con aspecto de cuento de hadas, sus habitantes, con extrañas vestimentas, las orillas del río, llenas de flores. Luego las tiendas, todos aquellos colores, las sedas, los satenes. Su madre le había comprado un vestido rosa con cuello blanco. Pero lo habían dejado. No habían subido a la torre Eiffel. Pero sí visto el Louvre. Y corrido mucho.

Su madre, aterrorizada, y mareada.

Ahora se encontraban en Nueva York con aquella señora rubia que tenía la voz tan bonita.

No quería estar en Nueva York. Quería estar en Jaquir, con July, con tía Laila y sus primas. Sorbiéndose la nariz, se secó las lágrimas y saltó de la cama. Deseaba volver a casa, donde reconocía los olores, donde las voces hablaban un idioma que ella comprendía. Con la muñeca que Celeste le había regalado como consuelo, se fue a buscar a su madre.

Al llegar a la escalera, oyó voces. Bajó hasta el primer rellano, desde donde pudo ve a su madre y a Celeste sentadas en un gran salón blanco con ventanas negras. Con la muñeca en brazos, se sentó a escuchar.

Phoebe: Nunca conseguiré agradecerte lo que has hecho.

Celeste: No digas tonterías -quitó importancia a la situación con un gesto teatral-. Somos amigas.

Phoebe: No puedes imaginarte lo que he necesitado a una amiga estos años.

Phoebe, excesivamente excitada para seguir sentada, empezó a pasearse por la estancia con la copa en la mano.

Celeste: No puedo, es cierto -dijo despacio, preocupada por el estado de nervios que detectaba en cada brusco movimiento de su amiga-. Pero me gustaría hacerlo.

Phoebe: No sé por dónde empezar…

Celeste: La última vez que te vi estabas radiante, envuelta en kilómetros de seda blanca y tul, con un collar salido directamente de Las mil y una noches.

Phoebe: El Sol y la Luna -cerró los ojos y luego tomó un trago largo-. Lo más precioso que haya visto en mi vida. Creí que era un regalo… El más exquisito símbolo de amor que pueda soñar una mujer. Lo que no sabía era que con él Adel me compraba.

Celeste: ¿Qué quieres decir?

Phoebe: No sabría cómo explicarte la vida en Jaquir.

Se volvió. Aquellos luminosos ojos azules estaban inyectados de sangre. Había estado bebiendo desde que se había despertado de aquel sueño agitado, pero el alcohol no la tranquilizaba.

Celeste: Pruébalo.

Phoebe: Al principio todo era encantador. O al menos era lo que yo quería creer. Adel se mostraba cariñoso, atento. Imagínate lo que supuso para la que había sido una cría de Nebraska convertirse en reina. Como creía que para Adel era importante, intenté adaptarme a las costumbres del país: la forma de vestir, las actitudes, este tipo de cosas. La primera vez que me puse un velo me sentí de lo más sexy y exótica.

Celeste: ¿Cómo en la serie Sueño con Jeannie? -preguntó con una sonrisa, pero Phoebe le dirigió una mirada fulminante-. Vamos a dejarlo. Una broma desafortunada.

Phoebe: En realidad, lo del velo me daba igual. Me parecía un detalle sin importancia, además, Adel solo me pedía que lo llevara en Jaquir. El primer año casi lo pasamos entero viajando; aquella vida era como una aventura. Cuando me quedé embarazada, me mimaron muchísimo. Tuve algún problema y Adel se mostró siempre tierno y preocupado por mí. Luego nació Vanessa. -Miró el vaso vacío-. Necesito otro trago.

Celeste: Sírvete con confianza.

Phoebe se acercó al mueble bar y llenó el vaso casi hasta el borde.

Phoebe: Me sorprendió tanto ver a Adel disgustado… Era un bebé precioso, lleno de salud, además una especie de milagro, porque estuve a punto de abortar en un par de ocasiones. Es verdad que él siempre hablaba de tener un hijo, pero nunca me habría imaginado que una hija lo irritara tanto. A mí me dolió mucho. El parto había sido largo y complicado, y su forma de enfrentarse a los hechos me contrarió. Tuvimos una fuerte discusión en el hospital. Después, las cosas empeoraron hasta el punto de que los médicos nos dijeron que yo no podría tener más hijos. -Tomó otro trago; se estremeció al notar cómo bajaba el alcohol por su garganta-. Él había cambiado, Celeste. Además de reprocharme el haberle dado una hija, opinaba que lo había seducido para alejarlo de sus obligaciones y de la tradición de su pueblo.

Celeste: ¿Seducirlo? ¡Eso es el colmo! -se deshizo de sus zapatos-. ¿Qué oportunidad te dio? Te abrumó con ramos y ramos de rosas blancas, te llevó a los mejores restaurantes para cenar en la intimidad… Te quería para él, Phoebe, y te consiguió.

Phoebe: Para Adel, nada de eso tenía importancia. Más bien me veía como una especie de prueba, y me odió cuando se dio cuenta de que esta había fallado. Vio a Vanessa no como un regalo, sino como un castigo. Un castigo por haberse casado con una occidental, con una cristiana, con una actriz. A partir de entonces, no quiso saber nada de ella, y conmigo, el menor trato posible. Me confinó en el harén y por lo visto tengo que agradecerle que no se divorciara de mí.

Celeste: ¿El harén? ¿Te refieres a aquellos sitios en los que no entran más que las mujeres? ¿Los velos, las granadas?

Phoebe se sentó otra vez, sosteniendo el vaso con las dos manos.

Phoebe: No tiene nada de romántico. Son las estancias de las mujeres. Allí pasas un día tras otro oyéndolas hablar de sexo, de partos y moda. La categoría de cada una depende del número de hijos varones que ha tenido. Una mujer incapaz de concebir se aparta del resto y todo el mundo la compadece.

Celeste: Me imagino que ninguna ha leído a Gloria Steinem.

Phoebe: Las mujeres allí no leen nada. Ni trabajan, ni conducen. No tienen otra cosa que hacer que sentarse, tomar té y esperar a que pase el día. O salir de compras en grupo, de negro de la cabeza a los pies, no fuera caso que tentaran a algún hombre.

Celeste: ¡No fastidies, Phoebe!

Phoebe: Es verdad. Por todas partes te encuentras con la policía religiosa. Te pueden azotar por decir lo que no debes, hacer lo que no debes, vestirte como no debes. Ni siquiera puedes hablar con un hombre que no sea de tu familia. Ni una sola palabra.

Celeste: Oye, Phoebe, que estamos en mil novecientos setenta y uno.

Phoebe: En Jaquir no. -Estuvo a punto de reír y se llevó la mano a los ojos-. En Jaquir el tiempo no existe, Celeste. Créeme, allí he perdido casi doce años de mi vida. A veces creo que han sido siglos, otras, solo unos meses. En Jaquir es así. Y cuando supo que no podía tener más hijos, Adel se casó por segunda vez. La ley se lo permite. La ley es de los hombres.

Celeste cogió un cigarrillo de una cajita de porcelana que tenía en la mesita, frente a ella. Fijó la vista en él mientras intentaba asimilar lo que Phoebe le estaba contando.

Celeste: Leí algunos artículos. Se han publicado unos cuantos estos últimos años sobre Adel y tú. Nunca dijiste una sola palabra de todo esto.

Phoebe: No podía. Solo me permitía hablar con la prensa porque quería publicidad para el boom del petróleo de Oriente Medio.

Celeste: Algo he oído de ello -dijo secamente-.

Phoebe: Hay que haber vivido allí para entenderlo. Ni la prensa puede contarlo todo. Si lo hiciera, el negocio peligraría. Hay miles de millones de dólares en juego. Adel es un hombre ambicioso e inteligente. Mientras le sirviese para algo, él quería mantenerme a su lado.

Celeste encendió un cigarrillo, aspiró y soltó el humo con parsimonia. Se preguntaba si una parte de lo que contaba su amiga no sería producto de su imaginación. Caso de ser cierto, aunque fuera solo en parte, había algo imposible de aclarar.

Celeste: ¿Por qué te quedaste, pues? Si te trataba así, si te sentías tan desgraciada, ¿cómo no hiciste las maletas y te marchaste?

Phoebe: Le amenacé con irme. En aquellos momentos, después del nacimiento de Ness, aún creía poder salvar algo demostrando firmeza. Me pegó una paliza.

Celeste: ¡Jesús, Phoebe! -Impresionada, se acercó a ella-.

Phoebe: Ni en mis peores pesadillas he vivido algo tan terrible. No sabes cuánto grité, pero nadie acudió en mi ayuda. -Iba moviendo la cabeza y secándose las lágrimas a medida que brotaban de sus ojos-. Nadie se atrevió a echarme una mano. Siguió golpeándome hasta que dejé de sentir el dolor. Después me violó.

Celeste: Eso es demencial. -La rodeó con sus brazos y la llevó hacia el sofá-. ¿Y no podías hacer nada para defenderte? ¿No fuiste a la policía?

Con una risa forzada, Phoebe tomó otro sorbo de whisky.

Phoebe: En Jaquir un hombre tiene derecho a pegar a su mujer. Si tiene motivos para ello. Las otras mujeres me curaban. Fueron muy amables conmigo.

Celeste: ¿Por qué no me escribiste, no me pusiste al corriente de lo que sucedía, Phoebe? Habría podido echarte una mano. Haberte ayudado.

Phoebe: Aunque hubiera conseguido de alguna forma sacar una carta de allí, no habrías podido hacer nada. Adel es el jefe absoluto de Jaquir, en el ámbito religioso, político y legal. En tu vida has visto nada igual. Sé que tiene que costarte imaginar mi vida allí. Empecé a soñar con escapar. Para salir legalmente, habría necesitado el permiso de Adel, pero fantaseaba con una fuga. Y estaba Vanessa. Con ella me habría sido imposible, y sin ella no podía marcharme. Es lo que más quiero en el mundo, Celeste. De no haber sido por Ness hace mucho que me habría suicidado.

Celeste: ¿Hasta qué punto conoce ella la historia?

Phoebe: No estoy segura. Espero que sepa lo mínimo. Está al corriente de lo que siente su padre por ella, pero yo he intentado explicarle que es un reflejo de lo que Adel siente por mí. Allí, las mujeres la querían mucho y creo que ella se sentía feliz. Al fin y al cabo, no había conocido otra cosa. Y hay otra cosa: Adel había planeado mandarla fuera.

Celeste: ¿Fuera? ¿Adónde?

Phoebe: A un internado en Alemania. Cuando me enteré, decidí hacer algo. Lo había dispuesto ya todo para casarla a los quince años.

Celeste: ¡Madre mía! ¡Pobrecita!

Phoebe: No podía soportar pensar que pasaría por lo que había pasado yo. El viaje a París fue como una señal. El ahora o nunca. Sin ti, habría sido nunca.

Celeste: Lo que querría es ser capaz de hacer algo más. Ojalá pudiera encontrar a ese mal nacido y castrarlo con un cuchillo bien afilado.

Phoebe: Nunca volveré allí, Celeste.

Celeste: Por supuesto -exclamó esta mirándola con sorpresa-.

Phoebe: Y cuando digo nunca, quiero decir nunca -se sirvió otro trago, tan largo que incluso derramó un poco de licor-. Si aparece, me suicido antes de volver con él.

Celeste: ¡No digas esas cosas! Estás en Nueva York y no corres peligro alguno.

Phoebe: Pero está Ness…

Celeste: Ella también está a salvo -pensó en aquellos ojos oscuros, de mirada intensa y en las huellas de fatiga que había detectado en ellos-. Tendrá que vérselas conmigo. Lo primero que haremos es contactar con la prensa y tal vez también con el ministerio de Asuntos Exteriores.

Phoebe: No, no, no quiero publicidad. Prefiero no correr ningún riesgo, por Ness. Ahora mismo ya sabe más de lo que debería.

Celeste abrió la boca pero se tragó su respuesta.

Celeste: Tus razones tienes.

Phoebe: Debo superarlo, a las dos nos conviene hacerlo. Lo que quiero es volver a trabajar, volver a vivir.

Celeste: ¿Y por qué no empezar primero con vivir? Y cuando te sientas un poco más fuerte puedes pensar en lo del trabajo.

Phoebe: Tendré que buscar un lugar donde vivir, escuela, ropa y todo lo demás para Ness.

Celeste: Habrá tiempo para todo. De momento te quedas aquí, te recuperas y esperas a que las dos os hayáis adaptado un poco a la nueva vida.

Phoebe asintió con lágrimas en los ojos.

Phoebe: ¿Y sabes qué es lo peor de todo, Celeste? Que sigo amándolo.

Vanessa se levantó y, subió de puntillas de nuevo la escalera.


2 comentarios:

Maria jose dijo...

Que historia tan buena tiene esta novela
Vanessa escucho todo
Espero y a phoebe le vaya muy bien ahora que se alejó de adel
Ya quiero saber que pasará
Siguela pronto
Saludos

Carolina dijo...

Wow!!
Es demasiado todo lo que ha pasado pheobe :'(
Espero que ya esten a salvo y Ness se sienta mejor u. U
Y que Celeste llegue a castrar a Adel ����
Pública pronto please

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