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sábado, 22 de junio de 2019

Capítulo 3


A punto de cumplir los once, Zachary Efron era ya un ladrón hecho y derecho. A los diez había superado con nota las pruebas de vaciar los abultados bolsillos de los hombres de negocios que iban camino del banco, de la oficina del corredor de bolsa o del abogado o bien de algún que otro turista despistado de los que iban dando tumbos por Trafalgar Square y había pasado a escalar ventanas, a pesar de que quien lo observaba no veía en él más que a un muchacho delgado, bien parecido y muy pulcro. Tenía unas manos hábiles, unos ojos perspicaces y el instinto del escalador nato.

Con sus ágiles y finos puños dispuestos a todo, se había librado de entrar en una de las típicas bandas callejeras que deambulaban por Londres a finales de los sesenta. Nunca le dio por las flores o por llevar encima la típica parafernalia hippy. A los doce, Zachary no era mod ni rocker, sino que trabajaba por su cuenta y no veía por qué tenía que lucir una chapa que demostrara su afiliación. Era ladrón, y no matón, y despreciaba olímpicamente a los delincuentes que asustaban a las viejas y les robaban el dinero de la compra. Era un hombre de negocios y observaba divertido a los de su generación que hablaban de vida comunitaria o afinaban guitarras de segunda mano mientras sus jefes vivían con sus delirios de grandeza.

Él tenía proyectos, importantes proyectos.

Una parte central de estos era su madre. Tenía intención de dejar atrás su precaria existencia y soñaba con una gran casa en el campo, con tener un coche caro, ropa elegante y con dar fiestas. Durante el último año había empezado a fantasear con lo de conseguir una mujer también de ese nivel. Pero por el momento en su vida no había más mujer que Mary Efron, la que lo había puesto en el mundo y lo había criado en solitario. Su mayor ilusión era la de ofrecerle una vida mejor, cambiar la llamativa quincalla que llevaba encima por lo auténtico, sacarla de aquel minúsculo piso situado en el extremo de lo que se iba convirtiendo a marchas forzadas en el barrio de moda de Chelsea.

Hacía frío en Londres. El viento le azotaba el rostro con la húmeda nieve mientras corría hacia el cine Faraday, donde trabajaba Mary. Vestía bien. Un poli de calle difícilmente miraría dos veces a un muchacho tan arreglado, con un cuello tan pulcro. De cualquier modo, Zachary no soportaba un pantalón remendado ni unos puños deshilachados. Con su ambición, su independencia y con las miras en el futuro, había encontrado la forma de tener lo que quería.

Había nacido pobre y sin padre. A los catorce aún no era lo suficientemente adulto para considerar aquello como una ventaja, como la baza principal para su objetivo básico. Odiaba la pobreza, pero odiaba más de lo que nunca habría sido capaz de expresar al hombre que había entrado y salido en la vida de su madre y lo había engendrado a él. Según él, Mary se merecía algo mejor. Y Dios sabía que eso era lo que él había conseguido. Ya en su tierna infancia empezó a poner en solfa sus ágiles dedos y a aplicar todo su ingenio en asegurar que los dos pudieran prosperar.

Llevaba en el bolsillo una pulsera de perlas y diamantes, junto con unos pendientes a juego. Le había decepcionado un poco examinarlos bajo la lupa. Los diamantes no eran de primera calidad y el mayor de ellos no llegaba a medio quilate. No obstante, las perlas tenían un buen lustre y pensó que su perista de Broad Street le ofrecería un buen precio por el juego. Zachary mostraba tanto talento a la hora de negociar como a la hora de forzar cerraduras. Sabía exactamente lo que exigiría por aquello que llevaba en el bolsillo. Dinero suficiente para comprar a su madre un abrigo con cuello de piel para Navidad, y aún le sobraría un pico para guardar en lo que él llamaba su fondo para el futuro.

Vio una cola zigzagueante frente a la taquilla del Faraday. Se anunciaba la sesión especial de vacaciones de La Cenicienta de Walt Disney, de modo que el grueso estaba formado por críos que lloriqueaban, alborotados, al lado de sus agotadas madres o canguros. Zachary pasó la puerta sonriendo. Habría jurado que su madre había visto la película una docena de veces. Nada le emocionaba tanto como el «y fueron felices para siempre».

Zac: Mamá.

Entró en la taquilla para darle un beso en la mejilla. Allí dentro casi hacia tanto frío como fuera, a merced del viento. Zachary pensó en el abrigo de lana rojo que había visto en el escaparate de Harrods. Su madre estaría guapísima con él.

Mary: ¡Zac!

Como siempre, la alegría iluminó los ojos de Mary al verlo. Un muchacho tan atractivo, con su alargado rostro, el aire intelectual, el pelo rubio. Como les ocurría a muchas, Mary no notaba aquella especie de punzada al ver al hombre al que había querido con tanta pasión, tan poco tiempo, reflejado en el rostro de su hijo. Zachary le pertenecía. Era de ella y de nadie más. Nunca le había dado el menor quebradero de cabeza, ni siquiera de pequeño. Y jamás se había arrepentido de haber decidido tenerlo, a pesar de encontrarse sola, sin marido, sin familia. En efecto, a Mary nunca le había pasado por la cabeza acudir a una de esas habitaciones minúsculas, de color indefinido, donde una mujer podía deshacerse de un problema antes de que llegara a convertirse en ello.

Zachary era la alegría de su vida, la había sido desde el momento de la concepción. Lo único que lamentaba era que su hijo odiara al padre que nunca había conocido y fuera buscándolo en el rostro de cada hombre que veía.

Zac: Tienes las manos frías -dijo a su madre-. Tendrías que ponerte los guantes.

Mary: Tengo problemas con el cambio si los llevo -sonrió a la joven que llevaba a un niño cogido por la nuca. Ella nunca había tenido que sujetar a Zachary de aquella forma-. Aquí tiene, querida. Que disfruten.

Trabajaba demasiado, pensaba Zachary. Demasiado, demasiadas horas por demasiado poco. A pesar de que se mostraba evasiva con lo de su edad, él sabía que apenas había cumplido los treinta. Y era atractiva. Su aspecto joven y refinado le hacía sentir orgulloso de ella. Tal vez no pudiera permitirse ropa de Mary Quant, pero elegía con sumo cuidado lo poco que compraba, y se inclinaba siempre por colores atrevidos. Le encantaba hojear revistas de moda y de cine e imitar peinados. Puede que llevara las medias a arreglar, pero Mary Efron no era una antigualla, ni de lejos.

Seguía esperando que otro hombre entrara en su vida y se la cambiara. Zachary se fijó en la minúscula cabina que siempre olía a gases de tubo de escape de la calle. Él se adelantaría para cambiar las cosas.

Zac: Tendrías que decirle a Faraday que te ponga algo más que esa porquería de estufa aquí.

Mary: Déjalo, Zac -contó el cambio que iba a dar a dos jovencitas que no paraban de reír e intentaban desesperadamente flirtear con su hijo-.

Pasó las monedas por la pequeña rampa reprimiendo una sonrisa. ¿Cómo iba a culparlas? Si había pillado incluso a la sobrina de su vecina, que por lo menos tenía veinticinco, intentando llamar la atención de Zac. Invitándolo a un té. Pidiéndole si podía arreglarle una puerta que chirriaba. ¡Qué chirriaba! ¡No te digo! Mary lanzó el cambio con tanto ímpetu que hizo refunfuñar a una muchacha de cara redonda que acompañaba a un crío.

Pues ella iba a poner fin a aquello. Sabía que su hijo la abandonaría un día y que lo haría por una mujer. Pero no por una foca tetuda que le llevaba una docena de años. Eso no ocurriría mientras Mary Efron estuviera en sus cabales.

Zac: ¿Qué te pasa, mamá?

Mary: ¿Qué? -Disimuló, pero casi se sonrojó-. Nada, cariño. ¿Quieres pasar a ver la película? Al señor Faraday no le importará.

Mientras no me vea, pensó Zachary con una risita. Menos mal que hacía tiempo que había tachado a Faraday de la lista de sus posibles padres.

Zac: No, gracias. Solo he venido para decirte que tengo unos recados por hacer. ¿Quieres que compre algo en el mercado?

Mary: Un pollo no estaría mal.

Mary sopló con aire ausente sobre sus manos al apoyarse en el respaldo del asiento. Hacía frío en aquella cabina y la cosa iría en aumento a medida que avanzara el invierno. Y en verano era como uno de aquellos baños turcos sobre los que había leído. Pero era un lugar de trabajo. Una mujer con un hijo a quien criar, sin muchos estudios, tenía que aceptar lo que le ofrecieran. Empezó a buscar en su bolso de piel de imitación. Jamás había pasado por su cabeza despistar algún billete de la caja.

Zac: Aún me queda algo.

Mary: Muy bien. Que te lo den del día, ¿eh?

Entregó cuatro entradas a una mujer agobiada que iba con dos muchachos peleones y a una niña que soltaba unas lágrimas como puños.

La película iba a empezar en cinco minutos. Tendría que permanecer en la taquilla otros veinte por si llegaba algún rezagado.

Mary: Coge el dinero que hayas pagado por el pollo del bote cuando llegues a casa -le dijo, a sabiendas de que no lo haría. Aquel santo que tenía por hijo lo que hacía era añadir dinero en lugar de sacarlo-. Pero ¿no tendrías que estar en el instituto?

Zac: Es sábado, mamá.

Mary: Sábado. Sí, claro, sábado. -Intentando no suspirar al arquear la espalda, cogió una de sus vistosas revistas, ya bastante manoseadas-. El mes que viene, el señor Faraday va a poner un ciclo de Gary Grant. Incluso me pidió que le ayudara a escoger las películas.

Zac: ¡Qué detalle!

La bolsita de piel empezaba a pesar en el bolsillo de Zachary y él ya tenía ganas de estar fuera de allí.

Mary: Vamos a empezar con una de mis preferidas: Atrapa a un ladrón. Te encantaría.

Zac: Puede -dijo mirando a los cándidos ojos de su madre. ¿Qué era lo que sabía?, pensó. Nunca hacía preguntas, jamás se planteaba de dónde salían los pequeños extras que llevaba a casa. No era tonta. Solo optimista, decidió, y le dio otro beso en la mejilla-. ¿Te acompaño a verla en tu día libre?

Mary: Me encantaría. -Reprimió el deseo de acariciarle el cabello, consciente de que le haría sentir incómodo-. Trabaja Grace Kelly. Imagínate, una princesa en la vida real. Estaba pensando en ello esta misma mañana cuando he visto en esta revista un artículo sobre Phoebe Spring.

Zac: ¿Quién?

Mary: ¡Oh, Zachary! -Chasqueó la lengua y pasó una página-. Phoebe Spring. La mujer más guapa del mundo.

Zac: La mujer más guapa del mundo es mi madre -sabía que la haría reír y se ruborizaría-.

Mary: ¡Vaya labia! -En efecto, se echó a reír, con ganas, de la forma que a él le gustaba oírla-. Mírala. Era actriz, una actriz estupenda, y se casó con un rey. Ahora vive con el hombre de sus sueños en un fabuloso palacio de Jaquir. Realmente de película. Y esta es su hija. La princesa. Apenas ha cumplido los siete años y ya es toda una belleza, ¿no crees?

Zachary echó una mirada distraída a la imagen.

Zac: Es una cría.

Mary: No sé… Pobrecita… tiene unos ojos tan tristes…

Zac: Ya te estás montando películas otra vez. -Cerró la mano en la bolsa que guardaba en el bolsillo. Dejaría a su madre con sus fantasías, sus sueños sobre Hollywood, sobre la realeza y las limusinas blancas. Pero conseguiría que ella subiera a una. ¡Qué demonios! Le compraría una. Puede que en aquellos momentos solo pudiera leer historias de reinas, pero algún día viviría como una de ellas-. Me voy.

Mary: Que lo pases bien, cariño.

Mary se había enfrascado otra vez en la lectura. Una niña preciosa, pensó de nuevo, y notó un impulso maternal.


2 comentarios:

Maria jose dijo...

Interesante
Me gusta la historia de introducción de los personajes
Siguela pronto
Saludos

Carolina dijo...

Aww, bueno Zac quuiere ayudar a su madre pero tampoco es que tenga muchas ottas formas fe hacerlo :/
Esta interesante, me da pena como hasta por foto se ve que Ness es triste u. U
Continuala pronto porfis

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