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domingo, 13 de diciembre de 2020

Prólogo


Jamie: Señora Beckett, ¿puede ayudarme a escribir la carta a Santa Claus?
 
La maestra de la guardería levantó la cabeza y lo miró desde su mesa. Sintió que el corazón se le derretía. Siempre le pasaba lo mismo con Jamie Hudgens.

Era un niño precioso, con el pelo rubio, las meji­llas sonrosadas y un rostro ovalado lleno de dulzura. Sin embargo, sus enormes ojos azules tenían una ex­presión muy seria y se aferraba con fuerza a un osito de peluche que ya estaba viejo y desgastado.

Normalmente, les decía a los niños que dejaran los juguetes en casa, pero le habían dicho que Jamie rara vez soltaba su peluche desde la muerte de su madre en un accidente de coche hacía un año. Así que el muñeco era uno más de la clase.
 
Beckett: Claro que puedo ayudarte -contestó mientras sacaba del cajón de su escritorio un folio decorado con renos-.
 
Jamie abrió la boca con sorpresa y admiración al ver el papel. Se acercó a la mesa de su señorita y ce­rró los ojos, pero no dijo nada.
 
Beckett: ¿Qué quieres, Jamie? ¿Un juego para la videoconsola? -sugirió mientras esperaba a que el niño le dijera lo que quería para apuntarlo en el papel-.
 
De repente, la maestra pensó que quizá Jamie no tenía videoconsola. Su tía y tutora trabajaba de secretaria en una inmobiliaria y probablemente no tendría muchos ingresos.

Jamie abrió los ojos y le dedicó una mirada que la hizo sentirse incómoda.
 
Jamie: No quiero juguetes -dijo con firmeza-.
 
Beckett: ¿Qué quieres entonces, cariño?
 
Jamie: Un papá.
 
Beckett: ¡Jamie! -exclamó apenada-. No creo que eso...
 
Pero el niño no la estaba escuchando. Volvía a te­ner los ojos cerrados y tenía la frente arrugada por la concentración.
 
Jamie: Querido Santa Claus -comenzó a dictar, mientras apretaba a su osito con fuerza-. ¿Qué tal está usted? ¿Qué tal todo por el Polo Norte? ¿Están bien los renos y los elfos? -se quedó un rato pensa­tivo y debió decidir que ya bastaba de saludos-. Este año, he sido muy bueno. He ayudado mucho a mi tía que necesita mucha ayuda. Yo necesito un papá de regalo de Navidad.
 
La señora Beckett dudó un instante y después lo escribió.
 
Beckett: ¿Quieres decirle a Santa Claus por qué necesitas un papá? -le preguntó dudosa-.
 
Jamie le dedicó una mirada triste.
 
Jamie: Creo que él lo sabrá -miró lo que ella ha­bía escrito y dejó escapar un suspiro-. Reciba un sa­ludo, Jamie.
 
Beckett: ¿Algo más?
 
Jamie: Sí. ¿Podría poner una posdata?
 
La señora Beckett no pudo evitar sonreír.
 
Beckett: ¿Quién te ha enseñado lo de la posdata? -le pre­guntó con la esperanza de que al final pidiera algún juguete-.
 
Jamie: Mi mamá siempre me escribía una nota antes de irse al trabajo. La niñera o mi tía me la leían. Siem­pre me deseaba que pasara un buen día o que me portara bien y, al final, siempre ponía: «Posdata: te quiero». Esa es la parte más importante.
 
La señora Beckett se quedó de una pieza e hizo lo que él le pedía.
 
Jamie: Posdata -repitió-. ¿Está el Polo Norte cerca del Cielo? Todos me dicen que mi madre me está mirando desde el Cielo, que ella es mi ángel; pero yo necesito saberlo con seguridad. Así que, si es verdad podría nevar en Navidad, como señal.
 
La señora Beckett miró hacia la ventana para ocultar el brillo emocionado de sus ojos. Vivían en Tucson, Arizona, y allí nunca nevaba.

Cuando logró recobrar la compostura, metió la carta en un bonito sobre a juego y escribió con letra grande y bonita: Santa Claus, El Polo Norte. Des­pués mojó el sobre y lo cerró.
 
Beckett: ¿Quieres que lo eche al correo? -preguntó in­tentando librar a su tía de aquella carga-.
 
Jamie: No -respondió con firmeza-. Se la daré a mi tía Mami.
 
Jamie, de vez en cuando, se refería a su tía de aquella manera tan peculiar. Aparentemente, ya la llamaba así antes de morir su madre.

El tono cariñoso de su voz cada vez que pronunciaba aquel nombre la hacía pensar en Vanessa Hudgens, una joven adorable. Aunque físicamente no se parecía mucho a su sobrino, tenía la misma sensibi­lidad y dulzura. Y, por supuesto, ahora compartía la misma pena.
 
Jamie: La tía Ness -le explicó a su maestra- tiene unos sellos muy bonitos que compró para Navidad. A Santa Claus le van a gustar mucho.
 
Muy a su pesar, le entregó la carta.

Durante un instante, cuando sus manos se toca­ron, la señora Beckett sintió que una sensación ex­traña, pero a la vez agradable, le recorría el cuerpo. Su mano era vieja y estaba llena de arrugas y mar­cas. La mano pequeña del niño era perfecta y estaba llena de esperanzas y sueños.

Cuando se separaron deseó que Santa Claus hi­ciera aquel milagro por Navidad.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Q ternura ese niño... siguela

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