topbella

lunes, 28 de diciembre de 2020

Capítulo 7

 
Un ruido, un suave murmullo, despertó a Zac. No recordaba haberse quedado dormido la noche anterior, ni que ella lo hubiera dejado. Aunque sus sentidos le dijeron que ya no estaba allí, faltaba su peso al otro lado de la cama y ya no olía a ella.

Sin embargo, lo que perduraba en su memoria, con la misma fuerza como si aún estuviera allí, era la suavidad de sus dedos sobre la herida.

Volvió a escuchar el murmullo y una suave risa. Abrió un ojo con cuidado. Y se encontró de frente con el ojo de cristal del oso de peluche.
 
Zac: Hola.
 
Ya era por la mañana, pero aún era muy temprano, y seguía nevando.
 
Oso: Mañana es Nochebuena -le dijo el oso con feli­cidad-.
 
Zac: ¡Ah! -dijo sin ocultar su falta de entusiasmo-.
 
Cerró los ojos y se tocó la cicatriz del cuello; casi lo sorprendió que aún estuviera allí.

El oso saltó delante de su cara y Zac tuvo que recordarse que el oso no era real, que estaba unido a un brazo y el brazo, a su vez, a algo que no podía ver y que no dejaba de reírse.
 
Zac: Los osos duermen durante el invierno.
 
Jamie tardó unos segundos en contestar.
 
Jamie: Pero se despiertan para Navidad -después repitió con la voz del oso-: Sí, nos despertamos en Navidad.
 
Por supuesto. Navidad. A los niños les encantaba la Navidad. Zac se movió y miró a Jamie, que es­taba tumbado en el suelo con un pijama de franela lleno de osos. Le encantó que lo descubriera.

El niño le dedicó una sonrisa genuinamente feliz. Era como si encontrarse con un vaquero en casa por la mañana fuera como un sueño hecho realidad.

Zac sintió que la emoción le atenazaba la gar­ganta. Era abrumador que el niño siguiera dándole oportunidades.

Se preguntó por qué Jamie estaba tan dispuesto a darle a la vida más oportunidades cuando ya había tenido que pasar por un momento tan difícil. Solo tenía cinco años y ya había perdido a su madre, una pérdida que la mayoría de la gente con diez veces su edad no había experimentado.

De repente, se le ocurrió, mirando a aquella cara llena de inocencia, que quizá tenía mucho que aprender de Jamie Hudgens.

Había sufrido mucho, pero aún parecía dis­puesto a pensar que la vida era buena. Su senti­miento hacia la Navidad, un tiempo de milagros y esperanzas y amor, significaba que no había renun­ciado a nada.

Él nunca había pensado en sus sentimientos con respecto a la vida. Pero la verdad era que había renunciado a muchas cosas. La vida le había hecho daño y él le había dado la espalda.

Una Nochebuena, hacía seis años, había apren­dido, de la manera más dura posible, que él no tenía el control de nada. Que había cosas que toda su fuerza, toda su voluntad y toda su cabezonería no podían evitar. Si hubieran sido cosas pequeñas, quizá habría tenido una oportunidad. Pero se había tratado de algo importante, algo relacionado con la vida y la muerte.

¿Qué era lo que había hecho entonces? Hacer su mundo cada vez más pequeño para poder controlarlo.

Ahora lo veía con total claridad: la disminución de su mundo sólo le había proporcionado una qui­mera de control. Un espejismo tonto hecho pedazos por una mujer y un niño del otro lado del mundo. Un espejismo que ni siquiera pasaba la prueba de una nevada.

De nuevo, volvía a aprender una de las lecciones más humillantes: los hombres no tenían el control del mundo.

Ni siquiera tenían el control de su propio cora­zón.

Porque, aparte de reducir su mundo, había inten­tado convertir su corazón en piedra. Obviamente, tampoco lo había conseguido.

Jamie ya parecía saber que el mundo era un lugar impredecible. Parecía disfrutar del hecho de no sa­ber qué era lo que iba a pasar a continuación. De hecho, iba de frente contra lo que más daño le había hecho: el amor.

¿Acaso era necesario tener el corazón puro e inocente de un niño para darse cuenta de que lo único que era capaz de sanarlo todo era el amor?

Ni la medicina, ni la ciencia, ni la psicología; el amor.

Jamie saltó encima de la cama.
 
Jamie: ¿Qué vamos a hacer hoy?
 
«Vamos. Nosotros». El día anterior, antes de aquella tierna caricia sobre la cicatriz, se habría des­ligado totalmente de aquel «nosotros».

Ness le había advertido que el niño podía encariñarse. ¿Y ellos? Quizá ella tampoco tenía todas las respuestas. Quizá lo mejor sería que el niño los condujera a donde fuera.
 
Zac: ¿Qué te gustaría hacer?
 
Jamie: Bueno, para empezar me gustaría prepararle el desayuno a mi tía, si tú me ayudas. Nunca hay nadie que cuide de ella.
 
Durante un instante, sintió que la emoción volvía a embargarlo. ¿Porque Ness no tenía a nadie o porque un niño pequeño, cuando se le había dado a elegir, había pensado en otra persona?
 
Zac: Cereales, ¿no? -bromeó-.
 
Jamie meneó la cabeza.
 
Jamie: No. Ese pan tan rico que preparaste anoche. Y beicon y huevos.
 
Zac: ¿No crees que se preocupará por engordar?
 
Jamie: ¿Mi tía? Ella no se preocupa por eso. Sólo por todo lo demás.
 
Una mujer que no se preocupaba por el peso. Eso era bastante refrescante después de Melanie, que contaba las calorías como si le fuera la vida en ello.
 
Zac: ¿Se preocupa por todo lo demás? -preguntó, sabiendo que hacía mal en sonsacar a un niño-.
 
Jamie: Se preocupa cuando llega el correo.
 
«¿El correo? Demonios. Facturas».
 
Jamie: Y cuando salgo a jugar.
 
«¿En qué vecindario vivirían?».
 
Jamie: La preocupa que un día nos caigamos por las escaleras. Hace tiempo que están rotas.
 
Zac estaba comenzando a arrepentirse de haber preguntado.
 
Jamie: Ahora que me has enseñado a clavar clavos, puedo arreglarla yo -eso lo dijo con absoluta confianza en sí mismo-. Y cuando cree que estoy dormido, a veces, llora.
 
«Diablos, otra vez. Ese no era el tipo de preocupaciones que quería que ella tuviera».
 
Jamie: No te preocupes -continuó-. Ya me he encargado yo de todo.
 
Zac: ¿Ah, sí?
 
Jamie: Sí, con la ayuda de Santa Claus -se llevó un dedo a los labios-. Chis, es un secreto.
 
Parecía que las preocupaciones de Ness no se iban a resolver con facilidad y, desde luego, él no iba a ser el que le contara a Jamie que Santa Claus no existía.
 
Zac: ¿Qué te parece si sales un minuto para que me vista?
 
Eso por no mencionar que intentaría borrar las imágenes que Jamie había puesto en su mente.

Facturas. Escaleras rotas. Llorar por la noche.

Se vistió con premura y miró por la ventana. La nieve había formado una alfombra de un blanco inmaculado que lo cubría todo. Y aún seguía cayendo, lo cual significaba que la carretera ya estaría total­mente cubierta.

Se preguntó qué pasaría en aquella cabaña. Qué sucedería si se libraba de su armadura y se dejaba llevar.

Miró a la cara entusiasmada de Jamie y decidió que quería que tuvieran una experiencia inolvidable de las montañas de Canadá. No podía librar a Ness de sus preocupaciones, pero quizá podía hacer que las olvidara durante un tiempo.

Decidió que les enseñaría lo mejor de aquel mundo.

Sonrió.

Con Jamie subido en una silla a su lado, le en­señó el secreto de los panecillos fritos. Juntos prepa­raron los huevos con beicon. Jamie insistió en cascarlos y los rompió todos.
 
Zac: Me gustan revueltos.
 
Jamie: A mí también.
 
Ness: ¿A ti también qué? -preguntó procedente del dormitorio-.
 
Le volvió a gustar la frescura de su aspecto re­cién levantada, con el pelo alborotado y la cara tan despejada.

Recordó su mano. La suavidad de sus dedos.

Su impulso fue escapar, de nuevo, a cortar leña. Pero no. Había decidido que les iba a hacer disfrutar y pensaba cumplirlo.

Así que, en lugar de alejarse de ella e intentar ocultar sus sentimientos, decidió sonreírle abierta­mente.

Ella le sonrió a él.

Y él ni siquiera intentó ocultar que el corazón le dio un pequeño vuelco dentro del pecho.

De alguna manera, la tensión se evaporó. Cuando terminaron de desayunar, Jamie le volvió a preguntar:
 
Jamie: ¿Qué vamos a hacer hoy?
 
Zac: ¿Has hecho alguna vez un muñeco de nieve?
 
Jamie: Nunca -dijo negando con la cabeza-. ¿Me ayudarías a hacer uno? Lo he visto en las pelí­culas. Quiero hacer uno muy grande.
 
Zac se rió.
 
Zac: ¿Te apuntas? -le preguntó a Ness-.
 
Y sintió que los dos sabían que la pregunta era a dos niveles.

Si se apuntaba a hacer el muñeco de nieve. Y si se apuntaba a algo más profundo. Sin juegos ni guardias. ¿Estaba dispuesta a ir donde sus sonrisas cautas les habían prometido?

Ella dudó un instante. Después, se miró los pies y jugueteó con el botón del pijama.
 
Ness: No. Voy a recoger la cocina.
 
Jamie: No, tía Ness, por favor. Quizá no volvamos nunca a ver la nieve.
 
Zac: Eso es verdad. Quizá nunca lo vuelvas a hacer.
 
Y de nuevo, sabía que estaba hablando de algo diferente a la nieve. Y ella también lo sabía. Ella lo miró con sus ojos marrones muy abiertos. Parecía un poco asustada.

Después agachó la cabeza y se rindió.
 
Ness: Me apunto.
 
Jamie: ¡Bravo! -chilló-. ¿A que es la mejor Navidad del mundo?
 
En ese momento, Zac tuvo dudas.
 
Zac: Bueno, vámonos.
 
Unos minutos más tarde, forrados de ropa, Zac les enseñó a hacer bolas de nieve. Después, las dejó en el suelo y comenzó a darle vueltas. Con aquel tipo de nieve, la nieve se pegaba a sí misma y las bolas cada vez se hacían más grandes.
 
Zac: Venga -los animó-, tu tía y tú contra mí -les dijo, después de que tuvieran un par de bolas de un tamaño considerable-. Vamos a ver quién hace la bola más grande.
 
Sabía que no era justo. Incluso ellos dos juntos nunca podrían igualar su fuerza. Aunque nadie pensó en eso mientras empujaban entre risas y gru­ñidos.
 
Ness: No me puedo creer que esto pese tanto.
 
Zac: Ten cuidado no te hagas daño -le advirtió muy serio-.
 
Ella le dedicó una mirada desagradable y, junto a Jamie, siguió empujando hasta que ya no pudieron más.
 
Jamie: Tía, mira -dijo señalando la bola de Zac-.
 
A Zac le gustó que lo mirara de aquella manera, llena de admiración por su gran fuerza masculina. Su bola era enorme.
 
Zac: Vamos, chicos. Ahora necesito vuestra ayuda.
 
No hizo falta que se lo pidiera una segunda vez. Jamie y Ness se unieron a él y, entre risas y resbalones, consiguieron añadir otra capa a la bola enorme.

Después, Ness resbaló de forma extraña y al caer hizo caer a Zac con ella. A pesar de sus esfuerzos para no caerse encima, allí fue exactamente donde aterrizó.
 
Ness: Ay -dijo, pero no muy en serio-.
 
Él se levantó sólo un poco para no aplastarla. Po­día sentir su respiración acelerada. Sus ojos estaban atrapados en los de ella.

Los de ella estaban llenos de diversión, libres de las preocupaciones y las ansiedades de las que Ja­mie le había hablado.

Él no tenía otra cosa que darles.

Levantó una mano y le acarició la mejilla. Como no podía sentir nada por el guante, se lo quitó con ayuda de los dientes. No recordaba haber tocado nunca algo tan suave.

Ella se quedó muy quieta.
 
Jamie: Bésala -gritó con alegría-.
 
Zac: De acuerdo -dijo acercando su boca a la de ella, pero, en el último segundo, recobró el sentido y consiguió desviar los labios hacia su mejilla-.
 
El beso fue tan suave como un pétalo.

Después, se levantó, se volvió a poner el guante y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse.

En cuanto se incorporó, comenzó a quitarse la nieve de encima, pero, antes de que agachara la ca­beza, él pudo ver la expresión de su cara: estaba desilusionada.

Desilusionada porque no la había besado en la boca. Sospechó que, al mismo tiempo, habría sen­tido pavor.
 
Zac: Bueno, ya somos dos -murmuró-.
 
Ness: ¿Dos?
 
Zac: Empapados -después recordó que no quería fingir-. Asustados -se corrigió-.
 
Ness: ¿De qué?
 
Zac: De ti.
 
Ness: Oh, no. Tú no. ¿Por qué ibas a tener miedo de mí? Yo no soy de ese tipo de mujeres a las que se les tiene miedo.
 
Zac: Quizá porque los hombres son unos tontos. Tú eres el tipo de mujer a la que se le debe tener más miedo.
 
Ella se puso colorada.
 
Ness: ¿En serio?
 
Zac: Fuerte. Auténtica. Real. Y preciosa.
 
Ella abrió la boca y se puso aún más colorada.
 
Ness: Yo no soy fuerte. Ni preciosa. Sólo soy normal.
 
Él sintió un momento de furia por aquel novio que no le había hecho ver lo hermosa que de verdad era. Aunque, pensándolo mejor, si ese novio lo hubiera hecho bien, ella no estaría allí.

Y que ella estuviera allí le parecía una de las me­jores cosas del mundo. Una bendición. Un regalo del cielo.

Aquellos pensamientos eran sencillos pero muy intensos, incluso para un hombre que había decidido ser sincero. Agarró un puñado de nieve y se lo tiró.

Ella se rió, aliviada, por la interrupción. Agarró un puñado y comenzó a hacer una bola.

Después, él comenzó a correr por la nieve y ella lo siguió con la bola en la mano.

Esa vez fue él el que tropezó y ella cayó justo en­cima.

La mano que tenía llena de nieve se la refregó por la cara.

Después, Jamie los alcanzó y junto a Ness co­menzaron a enterrarlo en nieve. Él se estaba riendo tanto que creía que se iba a ahogar con la nieve. Intentó quitárselos de encima, haciendo el esfuerzo justo para agitarlos un poco y hacerlos reír a ellos.

Llegó un momento en el que le dolían la mandí­bula y el estómago de tanto reírse.

No sabía cuándo se había reído de aquella ma­nera. Sí, sí lo recordaba: nunca. Nunca se había reí­do así en toda su vida.

Cuando la risa cesó, los tres volvieron junto a las bolas.
 
Jamie: Vamos a acabar el muñeco de nieve. También podemos hacer una muñeca y un niño mu­ñeco.
 
Zac se sentía a salvo con el niño. ¿Pero durante cuánto tiempo? Jamie tendría que irse a la cama en algún momento.

Por ahora tenía otro gran problema: estaba calado hasta los huesos y no tenía nada de ropa para cambiarse.
 
 
El muñeco de nieve salió enorme. Entre los tres lograron subir la bola del medio encima de la grande para hacer el cuerpo. La bola de arriba, la cabeza, la tuvo que poner Zac solo. Mientras, Ness miraba con admiración y Jamie no paraba de hacer fotos.

Después, Zac le puso dos carbones en los ojos, una zanahoria por nariz y un trozo de regaliz para la boca.

En la cabeza del muñeco, puso su sombrero de vaquero.

A los lados le clavaron unas ramas a modo de brazos y Zac y ella posaron para la foto. Ness no recordaba la última vez que se había divertido tanto.

Había pasado mucho tiempo. Muchísimo.

Volvieron a la cabaña y ella mandó a Jamie a que se cambiara mientras ella ponía sopa a calentar para co­mer. Intentó no mirar a Zac, pero era plenamente consciente de él. Especialmente, después de haber sen­tido las líneas duras de su cuerpo encima de ella. Des­pués de haber sentido la suavidad de sus labios sobre su mejilla. Después de saber que la consideraba guapa.

Tembló al pensar en eso y se dio cuenta de que estaba empapada.
 
Zac: Será mejor que te vayas a poner algo seco -le sugirió, que estaba friendo pan para la comida-.
 
Ella lo miró y se fijó que la piel de su antebrazo tenía el vello de punta.
 
Ness: ¿Y tú?
 
Zac: Estoy pensándomelo.
 
Ness: ¿No tienes ropa en algún armario?
 
Zac: No, señorita.
 
Pronunció la palabra «señorita» con tanta suavi­dad que Ness sintió el peligro.
 
Ness: Por lo menos, podías quitarte la camisa mientras te lo piensas.
 
Él dudó un instante; después, se quitó la camisa y fue a colgarla delante del fuego, junto a los abrigos y los mitones.

Ella se marchó al dormitorio y se puso ropa seca. Cuando salió, él tenía el torso al descubierto.

A pesar de la cicatriz, que le recorría el pecho como una lengua de lava, era demasiado hermoso para expresarlo con palabras. Tenía todos los mús­culos desarrollados y ni un ápice de grasa.

Ahora, ella se encontró en la cocina, cocinando con un hombre medio desnudo, haciendo como que no la afectaba.

Un hombre hermoso. Le apetecía tocarlo. Conti­nuar con la exploración que había comenzado la no­che anterior. Quería tocar los bultos duros de sus pectorales, el estómago recto y firme.

Se dio cuenta de que había comenzado a salirle la barba y eso le daba un aspecto más duro y más sexy, y también deseó tocarle la cara.

Afortunadamente, Jamie se unió a ellos cuando peor lo estaba pasando.
 
Jamie: ¿Tienes frío?
 
Durante un instante se preguntó si se habría puesto a temblar. Después, se dio cuenta de que Ja­mie estaba hablando con Zac.
 
Zac: No.
 
Jamie: Sí. Tienes la piel de gallina. Es por los vaqueros mojados. Puedes pillar una «hipopotamia».
 
Zac: Hipotermia -lo corrigió-. No te preocupes, me secaré en un momento.
 
Ness: Podrías enrollarte una sábana, mientras se seca tu ropa junto al fuego -sugirió-.
 
Zac: No. -Pero un instante después, obviamente muy incó­modo, apareció con una sábana enrollada al cuerpo-. Prohibido reírse -les advirtió-.
 
Los dos aguantaron la risa.

Él se dirigió hacia el sofá y se sentó. Después los miró furioso.

Ella intentó morderse la mano para no reírse, pero no lo consiguió.

Mientras esperaban a que se les secara la ropa, jugaron a las cartas de Jamie.

Cuando por fin se secó todo, volvieron a salir al exterior y volvieron a empaparse.

Hicieron una muñeca de nieve y un muñeco pe­queño. Cuando acabaron, construyeron un fuerte.

Ness se sentía como una niña.

Pero, sobre todo, le encantaba mirar al nuevo Zac. Era como si el cinismo se hubiera evaporado. Era como un niño grande.

A la hora de cenar, le dio menos vergüenza ponerse la sábana. Incluso fingió ser un emperador ro­mano y jugaron otra partida de cartas.

Después, sin avisar, Jamie se quedó dormido en el sofá.

Y ella se quedó sola con un hombre semidesnudo, con un buen fuego en la chimenea y la nieve en el exterior.

Sin previo aviso, ella era una mujer y él un hom­bre.
 
Ness: Voy a acostarlo.
 
Pero Zac se levantó y lo tomó en brazos. A ella le encantaba su fuerza, la maravillaba. Era como si le robara el aliento y el corazón.
 
Zac: ¿Quieres que le ponga el pijama?
 
Ness: No. Solo quítale los calcetines y mételo en la cama.
 
Él miró al niño con ternura.

La parte más peligrosa estaba ahí. No en su forta­leza física ni en su belleza, sino en esa parte que mantenía oculta.

Salieron de la habitación y volvieron al salón, pero, ahora, todo había cambiado.

Era como una primera cita y la sábana lo empeo­raba todo. Cualquier otro hombre habría estado ridículo.
 
Ness: Bueno -dijo después de un rato-. Me mar­cho a la cama.
 
Zac: ¿Tienes miedo?
 
Ness: ¿Miedo? ¿De qué?
 
Zac: De mí.
 
Ella quiso negarlo, pero no pudo.
 
Zac: ¿Y si te dijera que yo también tengo miedo, Ness?
 
Ness: Eso ya lo dijiste, pero, sinceramente, no me pa­reces el tipo de hombre que tenga miedo de nada.
 
Él sonrió, pero ella notó el dolor.
 
Zac: Eso fue así hace tiempo.
 
Ness: ¿De qué tienes miedo?
 
Zac: Del brillo de tus ojos.
 
Ella se atragantó.
 
Zac: Y de la vida -añadió-.
 
Ness: Es por el fuego -adivinó-.
 
Él asintió.
 
Zac: ¿Todavía quieres que te lo cuente?
 
Ella se volvió hacia él y supo que podía haber lu­chado contra la atracción de su fuerza y su belleza, haber luchado contra el hecho de estar en una preciosa cabaña con un hombre sexy.

Pero lo que le estaba ofreciendo era otra cosa: su corazón y su alma. Las cosas más vulnerables.

Y ella no podía luchar contra eso. No podía decirle que no.

Así que, se rindió.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanta el rumbo q esta tomando esta historia.. siguela please..

Publicar un comentario

Perfil