Un ruido, un suave murmullo, despertó a Zac. No recordaba haberse quedado dormido la noche anterior, ni que ella lo hubiera dejado. Aunque sus sentidos le dijeron que ya no estaba allí, faltaba su peso al otro lado de la cama y ya no olía a ella.
Sin embargo, lo que perduraba en su memoria, con la misma fuerza como si aún estuviera allí, era la suavidad de sus dedos sobre la herida.
Volvió a escuchar el murmullo y una suave risa. Abrió un ojo con cuidado. Y se encontró de frente con el ojo de cristal del oso de peluche.
El oso saltó delante de su cara y Zac tuvo que recordarse que el oso no era real, que estaba unido a un brazo y el brazo, a su vez, a algo que no podía ver y que no dejaba de reírse.
El niño le dedicó una sonrisa genuinamente feliz. Era como si encontrarse con un vaquero en casa por la mañana fuera como un sueño hecho realidad.
Zac sintió que la emoción le atenazaba la garganta. Era abrumador que el niño siguiera dándole oportunidades.
Se preguntó por qué Jamie estaba tan dispuesto a darle a la vida más oportunidades cuando ya había tenido que pasar por un momento tan difícil. Solo tenía cinco años y ya había perdido a su madre, una pérdida que la mayoría de la gente con diez veces su edad no había experimentado.
De repente, se le ocurrió, mirando a aquella cara llena de inocencia, que quizá tenía mucho que aprender de Jamie Hudgens.
Había sufrido mucho, pero aún parecía dispuesto a pensar que la vida era buena. Su sentimiento hacia la Navidad, un tiempo de milagros y esperanzas y amor, significaba que no había renunciado a nada.
Él nunca había pensado en sus sentimientos con respecto a la vida. Pero la verdad era que había renunciado a muchas cosas. La vida le había hecho daño y él le había dado la espalda.
Una Nochebuena, hacía seis años, había aprendido, de la manera más dura posible, que él no tenía el control de nada. Que había cosas que toda su fuerza, toda su voluntad y toda su cabezonería no podían evitar. Si hubieran sido cosas pequeñas, quizá habría tenido una oportunidad. Pero se había tratado de algo importante, algo relacionado con la vida y la muerte.
¿Qué era lo que había hecho entonces? Hacer su mundo cada vez más pequeño para poder controlarlo.
Ahora lo veía con total claridad: la disminución de su mundo sólo le había proporcionado una quimera de control. Un espejismo tonto hecho pedazos por una mujer y un niño del otro lado del mundo. Un espejismo que ni siquiera pasaba la prueba de una nevada.
De nuevo, volvía a aprender una de las lecciones más humillantes: los hombres no tenían el control del mundo.
Ni siquiera tenían el control de su propio corazón.
Porque, aparte de reducir su mundo, había intentado convertir su corazón en piedra. Obviamente, tampoco lo había conseguido.
Jamie ya parecía saber que el mundo era un lugar impredecible. Parecía disfrutar del hecho de no saber qué era lo que iba a pasar a continuación. De hecho, iba de frente contra lo que más daño le había hecho: el amor.
¿Acaso era necesario tener el corazón puro e inocente de un niño para darse cuenta de que lo único que era capaz de sanarlo todo era el amor?
Ni la medicina, ni la ciencia, ni la psicología; el amor.
Jamie saltó encima de la cama.
Ness le había advertido que el niño podía encariñarse. ¿Y ellos? Quizá ella tampoco tenía todas las respuestas. Quizá lo mejor sería que el niño los condujera a donde fuera.
Facturas. Escaleras rotas. Llorar por la noche.
Se vistió con premura y miró por la ventana. La nieve había formado una alfombra de un blanco inmaculado que lo cubría todo. Y aún seguía cayendo, lo cual significaba que la carretera ya estaría totalmente cubierta.
Se preguntó qué pasaría en aquella cabaña. Qué sucedería si se libraba de su armadura y se dejaba llevar.
Miró a la cara entusiasmada de Jamie y decidió que quería que tuvieran una experiencia inolvidable de las montañas de Canadá. No podía librar a Ness de sus preocupaciones, pero quizá podía hacer que las olvidara durante un tiempo.
Decidió que les enseñaría lo mejor de aquel mundo.
Sonrió.
Con Jamie subido en una silla a su lado, le enseñó el secreto de los panecillos fritos. Juntos prepararon los huevos con beicon. Jamie insistió en cascarlos y los rompió todos.
Recordó su mano. La suavidad de sus dedos.
Su impulso fue escapar, de nuevo, a cortar leña. Pero no. Había decidido que les iba a hacer disfrutar y pensaba cumplirlo.
Así que, en lugar de alejarse de ella e intentar ocultar sus sentimientos, decidió sonreírle abiertamente.
Ella le sonrió a él.
Y él ni siquiera intentó ocultar que el corazón le dio un pequeño vuelco dentro del pecho.
De alguna manera, la tensión se evaporó. Cuando terminaron de desayunar, Jamie le volvió a preguntar:
Si se apuntaba a hacer el muñeco de nieve. Y si se apuntaba a algo más profundo. Sin juegos ni guardias. ¿Estaba dispuesta a ir donde sus sonrisas cautas les habían prometido?
Ella dudó un instante. Después, se miró los pies y jugueteó con el botón del pijama.
Después agachó la cabeza y se rindió.
Después, Ness resbaló de forma extraña y al caer hizo caer a Zac con ella. A pesar de sus esfuerzos para no caerse encima, allí fue exactamente donde aterrizó.
Los de ella estaban llenos de diversión, libres de las preocupaciones y las ansiedades de las que Jamie le había hablado.
Él no tenía otra cosa que darles.
Levantó una mano y le acarició la mejilla. Como no podía sentir nada por el guante, se lo quitó con ayuda de los dientes. No recordaba haber tocado nunca algo tan suave.
Ella se quedó muy quieta.
Después, se levantó, se volvió a poner el guante y le ofreció la mano para ayudarla a levantarse.
En cuanto se incorporó, comenzó a quitarse la nieve de encima, pero, antes de que agachara la cabeza, él pudo ver la expresión de su cara: estaba desilusionada.
Desilusionada porque no la había besado en la boca. Sospechó que, al mismo tiempo, habría sentido pavor.
Y que ella estuviera allí le parecía una de las mejores cosas del mundo. Una bendición. Un regalo del cielo.
Aquellos pensamientos eran sencillos pero muy intensos, incluso para un hombre que había decidido ser sincero. Agarró un puñado de nieve y se lo tiró.
Ella se rió, aliviada, por la interrupción. Agarró un puñado y comenzó a hacer una bola.
Después, él comenzó a correr por la nieve y ella lo siguió con la bola en la mano.
Esa vez fue él el que tropezó y ella cayó justo encima.
La mano que tenía llena de nieve se la refregó por la cara.
Después, Jamie los alcanzó y junto a Ness comenzaron a enterrarlo en nieve. Él se estaba riendo tanto que creía que se iba a ahogar con la nieve. Intentó quitárselos de encima, haciendo el esfuerzo justo para agitarlos un poco y hacerlos reír a ellos.
Llegó un momento en el que le dolían la mandíbula y el estómago de tanto reírse.
No sabía cuándo se había reído de aquella manera. Sí, sí lo recordaba: nunca. Nunca se había reído así en toda su vida.
Cuando la risa cesó, los tres volvieron junto a las bolas.
Por ahora tenía otro gran problema: estaba calado hasta los huesos y no tenía nada de ropa para cambiarse.
Después, Zac le puso dos carbones en los ojos, una zanahoria por nariz y un trozo de regaliz para la boca.
En la cabeza del muñeco, puso su sombrero de vaquero.
A los lados le clavaron unas ramas a modo de brazos y Zac y ella posaron para la foto. Ness no recordaba la última vez que se había divertido tanto.
Había pasado mucho tiempo. Muchísimo.
Volvieron a la cabaña y ella mandó a Jamie a que se cambiara mientras ella ponía sopa a calentar para comer. Intentó no mirar a Zac, pero era plenamente consciente de él. Especialmente, después de haber sentido las líneas duras de su cuerpo encima de ella. Después de haber sentido la suavidad de sus labios sobre su mejilla. Después de saber que la consideraba guapa.
Tembló al pensar en eso y se dio cuenta de que estaba empapada.
Ella se marchó al dormitorio y se puso ropa seca. Cuando salió, él tenía el torso al descubierto.
A pesar de la cicatriz, que le recorría el pecho como una lengua de lava, era demasiado hermoso para expresarlo con palabras. Tenía todos los músculos desarrollados y ni un ápice de grasa.
Ahora, ella se encontró en la cocina, cocinando con un hombre medio desnudo, haciendo como que no la afectaba.
Un hombre hermoso. Le apetecía tocarlo. Continuar con la exploración que había comenzado la noche anterior. Quería tocar los bultos duros de sus pectorales, el estómago recto y firme.
Se dio cuenta de que había comenzado a salirle la barba y eso le daba un aspecto más duro y más sexy, y también deseó tocarle la cara.
Afortunadamente, Jamie se unió a ellos cuando peor lo estaba pasando.
Él se dirigió hacia el sofá y se sentó. Después los miró furioso.
Ella intentó morderse la mano para no reírse, pero no lo consiguió.
Mientras esperaban a que se les secara la ropa, jugaron a las cartas de Jamie.
Cuando por fin se secó todo, volvieron a salir al exterior y volvieron a empaparse.
Hicieron una muñeca de nieve y un muñeco pequeño. Cuando acabaron, construyeron un fuerte.
Ness se sentía como una niña.
Pero, sobre todo, le encantaba mirar al nuevo Zac. Era como si el cinismo se hubiera evaporado. Era como un niño grande.
A la hora de cenar, le dio menos vergüenza ponerse la sábana. Incluso fingió ser un emperador romano y jugaron otra partida de cartas.
Después, sin avisar, Jamie se quedó dormido en el sofá.
Y ella se quedó sola con un hombre semidesnudo, con un buen fuego en la chimenea y la nieve en el exterior.
Sin previo aviso, ella era una mujer y él un hombre.
La parte más peligrosa estaba ahí. No en su fortaleza física ni en su belleza, sino en esa parte que mantenía oculta.
Salieron de la habitación y volvieron al salón, pero, ahora, todo había cambiado.
Era como una primera cita y la sábana lo empeoraba todo. Cualquier otro hombre habría estado ridículo.
Pero lo que le estaba ofreciendo era otra cosa: su corazón y su alma. Las cosas más vulnerables.
Y ella no podía luchar contra eso. No podía decirle que no.
Así que, se rindió.
1 comentarios:
Me encanta el rumbo q esta tomando esta historia.. siguela please..
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