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sábado, 3 de agosto de 2019

Capítulo 16


Vanessa no tenía intención de trabajar aquella mañana. Lo que quería era tostarse bajo el sol tropical, bucear por el arrecife en aquellas aguas puras como un diamante, dormir bajo una palmera y pensar lo menos posible.

Era el día de Nochebuena. Algunos de los invitados habían regresado a casa: Chicago, Los Ángeles, París, Nueva York, Londres. Pero eran más los que se habían quedado en El Grande para celebrar las fiestas con piña colada en lugar de ponche de ron, con palmeras en lugar de abetos como decoración.

Vanessa nunca pasaba las vacaciones en Nueva York. No soportaba la nieve y los escaparates de Macy's o Saks. Las fiestas navideñas eran un espectáculo en Nueva York, algo que de niña la había emocionado.

Aún recordaba la primera vez que vio las elegantes muñecas victorianas girando y girando en los escaparates de Lord Taylor mientras el glacial viento atravesaba su abrigo con cuello de piel y el olor a castañas asadas impregnaba la atmósfera. En Nueva York estarían sonando campanillas en todas las esquinas, se oirían villancicos en cada tienda. Cartier estaría envuelto en su reluciente arco. En la Quinta Avenida, la marea humana sería algo tan denso que uno podría verse arrastrado por la corriente unas cuantas manzanas.

Emocionante. No había un lugar en el mundo tan emocionante como Nueva York en Navidad. Para Vanessa, no existía sitio tan deprimente como ese.

En Jaquir, se había prohibido la celebración de la Navidad incluso a los turistas y a los occidentales que habían ido a trabajar allí. No podían ponerse adornos, cantarse villancicos, ni siquiera exhibir una rama de abeto. Nada de bolas de cristal con la nieve en movimiento en su interior. La ley lo prohibía.

Ella guardaba recuerdos de distintas Navidades, algunos felices, otros tristes. Sabía que debía enfrentarse a ellos, aunque no en Nueva York, donde había decorado su último abeto en un desesperado intento de implicar a su madre en el espíritu navideño. En Nueva York, Vanessa había envuelto sus últimos regalos, unas cajas que Phoebe jamás abrió.

En Nueva York, cinco años antes había encontrado a su madre muerta en el suelo del cuarto de baño en Nochebuena, día en que Phoebe, Celeste y ella habían estado juntas por última vez, tomando ponche y oyendo villancicos. Su madre se había acostado pronto.

Vanessa nunca supo cómo había conseguido Phoebe el whisky y las pastillas azules. Vinieran de donde vinieran, cumplieron su siniestro cometido.

Por ello huía de Nueva York en Navidad, aunque supiera que era un gesto de debilidad. Se iba a Montecarlo, a Aruba, a Maui, donde brillara más el sol. En alguna ocasión daba algún golpe en su refugio, otras veces descansaba. Esta vez se había propuesto hacer lo uno y lo otro, y al día siguiente, cuando sonara el carillón de Navidad, ella habría terminado el trabajo.

No habían sido los nervios los que la habían movido a pasar el día fuera del hotel de los St. John. Simplemente quería estar sola, ser una persona anónima. Después de dos días estaba hasta la coronilla de fiestecitas y cuchicheos junto a la piscina. Escogió la playa situada junto a El Presidente, no como princesa Vanessa ni como Lara O'Conner, sino como Vanessa Spring.

Sedienta, con las piernas ya un poco doloridas, volvió a la arena. Con la máscara y las aletas en la mano se acercó a la pequeña cabaña con techo de paja en forma de sombrilla donde había dejado el resto de su equipo de buceo. No hizo caso de los dos hombres que tomaban el sol allí cerca, cada cual con su botella de Dos Equis en la mano a la espera de su oportunidad.

**: ¡Vanessa!

Secándose el cabello, Vanessa se volvió hacia la mujer que se acercaba a ella. Un cuerpo exuberante con unas finas tiras a modo de bikini, al lado de las cuales el de Vanessa parecía una armadura. Tenía el pelo moreno y lo llevaba cortito, de forma que las puntas se balanceaban en su mentón. Lo primero que experimentó fue irritación por la molestia, pero de pronto reconoció a la mujer.

Ness: ¿Donna? -Con una gran sonrisa, dejó caer la toalla para abrazar a su prima-. ¡Eres tú! -Se dieron un par de besos y ambas retrocedieron para observarse bien-.

Donna: ¡Qué maravilla! -su voz grave y musical le trajo recuerdos dulces y también tristes. Las largas tardes pasadas en el calor asfixiante del harén, la fresca pérgola del jardín bajo la que las dos muchachas escuchaban las historias que les contaba una anciana-. ¿Cuánto tiempo llevábamos sin vernos?

Ness: Siete años… ocho. ¿Pero qué haces aquí?

Donna: Hasta ahora, aburrirme. Estábamos en Cancún y J. T. ha decidido de pronto venir en barco hasta aquí porque dice que es mejor para el buceo. ¡Y yo que he estado a punto de quedarme en la piscina del hotel! ¿Tú has venido sola?

Ness: Sí.

Donna: Pues te invito a tomar algo y charlamos. -La cogió del brazo y la llevó hacia el bar-. Todo el tiempo leo cosas sobre tu vida, que si la princesa Vanessa asiste al estreno de un ballet, que si la princesa Vanessa participa en el baile de primavera. Habrás estado demasiado ocupada para ir a verme a Houston.

Ness: No he podido. Mientras vivió mamá, me fue muy difícil viajar. Después… -Observó cómo Donna encendía un finísimo cigarrillo de color marrón-. Creí que no soportaría verte de nuevo, ni ver a nadie que tuviera relación con Jaquir.

Donna: Me supo muy mal -abordó el tema de la muerte de Phoebe con delicadeza, cogiéndole la mano-. Tu madre siempre fue muy amable conmigo. Guardo de ella unos recuerdos muy entrañables. Dos margaritas, por favor -dijo al camarero, y luego, mirando a Vanessa añadió-: ¿Te parece bien?

Ness: Muy bien, gracias. ¡Ha pasado tanto tiempo! No me parece ni real.

Donna soltó un hilillo de humo.

Donna: ¡Qué lejos del harén! ¿Verdad?

No lo suficiente, pensó Vanessa.

Ness: ¿Eres feliz?

Donna: Sí -cruzó sus largas y morenas piernas flirteando, casi sin conciencia de ello, con un hombre que había al otro lado de la barra circular. Donna había cumplido los treinta, tenía un cuerpo espectacular y se sentía segura de sí misma-. Estoy liberada. -Riendo, levantó la copa-. J. T. es un hombre maravilloso, muy amable, muy americano. Yo tengo mis propias tarjetas de crédito.

Ness: ¿Es toda tu aspiración?

Donna: Como mínimo ayuda. Además me quiere, y yo también le quiero. Me acuerdo de lo mal que lo pasé cuando mi padre me entregó a él. Con todo lo que se nos había dicho de los americanos… -Con un suspiro, se volvió en el taburete para observar a los que tomaban el sol junto a la piscina-. ¡Pensar que ahora mismo podría estar en el harén, embarazada por sexta o séptima vez preguntándome si mi marido estaría contento o se enfadaría con el bebé que naciera! -Lamió la sal del borde de la copa-. Sí, soy feliz. Es un mundo muy distinto al que conocimos de niñas. Aquí los hombres no exigen a sus mujeres que se mantengan discretas en un rincón y tengan un crío tras otro. Adoro a mi hijo, pero también estoy contenta de haber tenido solo uno.

Ness: ¿Dónde está?

Dona: Con su padre. Johnny es tan fanático del buceo como J. T. Y americano como el que más. Béisbol, pizza, videojuegos. A veces miro hacia atrás y pienso qué habría sido de mi vida si el petróleo no hubiera llevado a J. T. a Jaquir… Y a mí a J. T. -Se libró de aquellos pensamientos de la misma forma que soltó el fragante humo que recordó a Vanessa sus tardes en Jaquir y el sonido de los tambores-. Pero no tengo por costumbre mirar hacia atrás.

Ness: Me alegra mucho que seas feliz. Cuando éramos pequeñas te admiraba. Te veía tan desenvuelta, tan buena chica, tan guapa… Pensaba que era porque tenías unos años más que yo y esperaba parecerme a ti cuando creciera.

Donna: Para ti las cosas eran más complicadas. Querías que tu padre estuviera contento, pero siempre estuviste más unida a tu madre. Ahora comprendo cómo tuvo que sentirse cuando el rey tomó una segunda esposa.

Ness: Para ella fue el principio del fin. -Surgió la amargura y tuvo que tomar un sorbo para tragarla-. ¿Vas de visita a Jaquir en alguna ocasión?

Donna: Una vez al año a ver a mi madre. Le cuelo algún vídeo y ropa interior de seda roja. Allí no ha cambiado nada -dijo respondiendo a la pregunta no expresada de Vanessa-. Mientras estoy en Jaquir me muestro buena chica, obediente, me recojo el cabello y me pongo el velo en la cara. Paso las horas sentada en el harén con mi abaaya, tomando té verde. Es curioso que cuando me encuentro en esa situación me parece lo más normal del mundo.

Ness: No te entiendo.

Donna: Es difícil de explicar. Cuando estoy en Jaquir y me pongo el velo, empiezo a pensar como una mujer de Jaquir, a sentir como una mujer de Jaquir. Lo que parece correcto y natural aquí se convierte allí en algo totalmente raro. Y cuando me voy, me quito el velo y con él todos esos sentimientos y las prohibiciones.

Ness: Pues sigo sin entenderlo. Es como si fueras dos personas distintas.

Donna: ¿Y no lo somos? Piensa en cómo nos educaron y en cómo vivimos. ¿Tú no has vuelto?

Ness: No, pero me lo estoy planteando.

Donna: Nosotros este año no iremos. J. T. está intranquilo por los problemas del golfo Pérsico. Jaquir ha conseguido mantenerse al margen, pero no creo que dure.

Ness: Adel sabe escoger sus guerras y sus amigos.

Donna la miró intrigada. Ni siquiera con todo el tiempo que había pasado habría sido capaz de llamar al rey por su nombre.

Donna: Hace poco, J. T. decía lo mismo. -No muy segura de su posición, cambió de tema-. ¿Sabes que tu padre se ha divorciado de Risa? Era estéril.

Ness: Eso he oído.

Sintió algo de lástima por la última esposa de su padre.

Donna: Hace unos meses se casó con otra.

Ness: ¿Tan pronto? -tomó otro sorbo, con más convicción-. Pues no, no lo sabía. Leila le dio siete hijos llenos de salud.

Donna: Entre los que había cinco niñas -se encogió de hombros. Le parecía que Vanessa se mostraba bastante fría al hablar de sus hermanastros-. Las dos mayores ya están casadas.

Ness: Ya me han llegado las noticias.

Donna: El rey ha sabido colocarlas: ha mandado una a Irán y otra a Irak. La siguiente tiene catorce años. Dicen que la casará en Egipto o en Arabia Saudí.

Ness: Siente más afecto por sus caballos que por sus hijas.

Donna: En Jaquir, los caballos son más útiles.

Donna indicó al camarero que les sirviera otra ronda.


Desde su habitación de la quinta planta, Zachary disfrutaba de una vista panorámica de la piscina, los jardines y el mar. Controló a Vanessa en cuanto salió del agua. Con sus prismáticos había distinguido incluso las gotas de agua que iban resbalando por su piel.

Sobre la mujer con la que estaba hablando no podía hacer más que conjeturas. No se trataba de un contacto, eso lo tenía claro. Había detectado demasiada sorpresa y luego demasiada alegría en el rostro de Vanessa al verla.

Una antigua amiga o tal vez alguien de la familia. Vanessa no había previsto aquel encuentro. A menos que se equivocara, deseaba estar sola como había constatado en un par de ocasiones en que la había seguido desde El Grande.

Lamentaba perderse las fiestas, pero le había parecido más prudente pasar desapercibido.

Soltó con aire indolente el humo del cigarrillo a la espera de que Spencer se pusiera al aparato.

Stuart: Aquí Spencer, dime.

Zac: Hola, capitán.

Stuart: Bueno, Efron, ¿qué demonios ocurre?

Zac: ¿Has recibido el informe que entregué a nuestro contacto en Nueva York?

Stuart: Para lo que me ha servido…

Zac: Esas cosas exigen tiempo. -Observaba el cabello húmedo de Vanessa sobre su espalda-. A veces más de lo que querríamos.

Stuart: A mí no me vengas con filosofías baratas. Lo que quiero es información.

Zac: Por supuesto.

Con los prismáticos enfocó directamente la cara de Vanessa. Vio que reía. Había en ella una expresión muy lejana a la frialdad y la distancia a la que él estaba acostumbrado. Incluso le supo mal tener que enfocar a su compañera. Una parienta, decidió. Algo mayor, muy americanizada. Y casada, concluyó al ver el brillo del aro de diamantes en su dedo.

Stuart: ¡A ver!

La impaciencia en el tono de Spencer era tan clara como el sonido que emitía al aspirar con la pipa.

Zac: No tengo mucho que añadir a mi anterior informe. -Por puro placer, inclinó los prismáticos para ver de nuevo a Vanessa. Tenía la piel más extraordinaria que había visto en su vida: el tono del oro en una pintura antigua. Sería una locura, pero de momento había decidido dar algún paso a favor de ella-. Suponiendo que nuestro hombre estuviera en Nueva York, se nos ha escapado de nuevo. La única pista que he conseguido señala París. Tendrías que avisar a tus hombres allí. Lo siento, colega -añadió en silencio-, pero tengo que ganar tiempo.

Stuart: ¿Por qué París?

Zac: La condesa Tegari pasa allí sus vacaciones con su hija. La ancianita se ha hecho con unas cuantas piezas de la colección de la duquesa de Windsor. Si yo siguiera en el oficio, es algo que me tentaría.

Stuart: ¿Es todo lo que tienes que decirme?

Zac: De momento.

Stuart: ¿Dónde cuernos estás y cuándo vuelves?

Zac: Me he tomado unos días de vacaciones, Stuart. Nos vemos después de Año Nuevo. Saluda de mi parte a tu familia -dijo, acallando las primeras bravatas de su interlocutor-. Felices fiestas.

En efecto, tenía una piel extraordinaria, pensó otra vez Zachary. ¡Qué suerte la del hombre que podía verla!

Ya que Vanessa no encontró una forma elegante de rechazar la invitación de su prima a cenar a bordo del yate, tuvo que aplazar sus planes. En parte, esperaba con ilusión la velada, la oportunidad de observar, de decidir si aquella mezcla de cultura y tradición en realidad podía funcionar. Le proporcionaría además una firme coartada, en caso de que en algún momento la necesitara.

Utilizó sus habitaciones de El Presidente para cambiarse. Era una pequeña precaución que decidió que valía la pena. A partir de entonces, la sincronización era lo que contaba. Una ojeada al reloj le dijo que los St. John estarían atareados en el salón Fiesta atendiendo a la prensa en el cóctel preparado para esta. Dispondría, por tanto, de una hora antes de que Lauren volviera a la suite presidencial a cambiarse para la cena de Nochebuena.

Vanessa se dejaría ver allí después de cenar con su prima. Si Lauren decidía lucir los rubíes aquella noche, la diversión estaría garantizada.

Faltaban un par de horas para la puesta de sol, y el desplazamiento en coche era corto y el tiempo agradable. Vanessa dejó el coche en el aparcamiento de El Grande. Llevaba unas enormes gafas de sol, un sombrero flexible y una túnica de manga larga. Tenía todo el aire, como había pretendido, de una turista norteamericana de gusto algo dudoso.

Entró en el vestíbulo con el capazo de paja al hombro. Sin mirar a un lado ni a otro se dirigió a los ascensores. Una vez dentro, lo paró entre dos plantas, se quitó la túnica y la metió en el capazo, al igual que las gafas y el sombrero. Todo ello lo puso en la bolsa de la lavandería que llevaba doblada y se colocó bien el uniforme de doncella que llevaba debajo.

No habían pasado treinta segundos y el ascensor reemprendía la marcha hacia el último piso. Vanessa se había puesto una peluca negra con alguna mecha gris, que recogía una redecilla. Había dibujado en su mejilla una larga y fina cicatriz. Si la veían, si alguien hacía preguntas, lo que recordarían sería a una doncella de mediana edad con una cicatriz. La ropa de las habitaciones se guardaba en un cuarto al final de cada pasillo. De haber sido necesario, habría abierto la cerradura con una horquilla, pero optó por una herramienta que guardaba en una especie de liguero que llevaba en un muslo. Dejó la bolsa de la ropa en un carrito vacío y cogió una brazada de toallas. Iba a sacar el carrito del cuarto cuando oyó el ascensor. Bajó la cabeza y empezó a empujar el carrito por el pasillo.

Ness: Buenas tardes -murmuró en español al pasar por delante de una pareja que olía a cloro y a aceite bronceador-.

Aquella misma mañana había desayunado a su lado. No se molestaron en responder; siguieron hablando de la posibilidad de ir a esquiar la semana siguiente.

Cuando llegó a la puerta de la suite presidencial, llamó y al cabo de un momento dijo en un inglés entrecortado:

Ness: Servicio de habitaciones. Traigo las  toallas. Esperó contando hasta diez.

Con la misma herramienta que había usado para abrir el cuarto de la ropa, forzó aquella cerradura. Lo hizo pensando en que era una lástima que la gente en general tuviera tanta fe en una llave. Quizá algún día, cuando se retirara, escribiría una serie de artículos sobre el tema. Empujó el carrito hacia dentro y con él bloqueó la puerta.

Si algo salía mal, el obstáculo le proporcionaría unos valiosísimos segundos.

Suntuosa, pensó al ver la suite. Los St. John no habían reparado en gastos en cuanto a comodidad. Habían elegido unos tonos melocotón y crema, con los que contrastaba el negro brillante, las alfombras eran de lujo, y el sofá, enorme. A pesar de que vio ropa de Lauren dejada de cualquier forma sobre las mesas y las sillas, las flores recién cortadas demostraban a Vanessa que la doncella ya había pasado.

Por su parte, prefería el naranja vivo y los muebles dorados de El Presidente. Alguien tendría que decir a Charlie que la gente iba a la isla no solo para relajarse, sino también para catar un poco la incomodidad.

Gracias a los planos y a sus dos días de estancia había aprendido mucho sobre el nuevo hotel. La comida con Lauren en el salón de té ruso le había proporcionado algún detalle que le había pasado desapercibido. Ella misma había pagado la cena, pensando que era lo mínimo que podía hacer.

Como precaución, dio un rápido paseo por las habitaciones. El baño, como prometía la propaganda, era idéntico al suyo. Un montón de toallas húmedas en el suelo y el perfume Norell que persistía aún en el recinto le indicaron que Lauren se había bañado antes de recibir a la prensa.

Segura de que estaba sola, se dirigió con paso certero al armario del vestidor. Allí estaba la caja fuerte, el servicio extra que Charlie proporcionaba en todas las habitaciones de sus hoteles.

No funcionaba mediante una combinación, sino con una llave que el huésped tenía que guardar en el bolso o en el bolsillo. No contaba con alarma y encima hasta un crío un poco decidido habría podido abrirla con un destornillador en menos de media hora. Vanessa se levantó la falda y cogió una llave de un bolsillito interior. Era la de su propia caja fuerte, un piso más abajo.

Entró pero no giró. Escogió una lima y empezó a retocarla. Era cuestión de paciencia. Limaba un poquitín, volvía a meter la llave y probaba de nuevo. Agachada como el catcher tras la base del bateador, fue trabajando segundo a segundo, minuto a minuto. De vez en cuando oía una puerta que se cerraba o el sonido del ascensor. Entonces, contenía unos segundos el aliento hasta que los pasos se alejaban de la suite.

Como siempre, notó el golpe sordo cuando cedió el cerrojo. Dejó la llave encima de la caja fuerte y sacó un estuche. Un collar de perlas muy bonitas de una sola vuelta. Lo metió de nuevo en la caja y sacó otro. Diamantes, pequeños pero finos, trabajados en una cadena. Imaginó que para Lauren aquello sería para un atuendo informal. Lo dejó también en su sitio y encontró el juego de diamantes y rubíes.

Con la ayuda de la lupa, examinó tres piedras del collar. Birmanas, como había dicho Lauren, piedras masculinas de intenso color, extraordinaria textura satinada y mínimas irregularidades. Los tonos del diamante, excelentes, prácticamente sin imperfecciones y tan solo un rastro amarillento. Piedras de segunda agua, pero bien cortadas. Se las metió en el bolsillo junto con la pulsera y los pendientes a juego, metió el estuche en la caja y volvió a cerrarla. Un vistazo a su reloj le dijo que tenía tiempo suficiente para volver a su hotel y cambiarse para la cena con su prima.

Fue entonces cuando oyó un giro en la llave de la puerta.

Lauren: Maldita sea, ¡quite esto de en medio!

Jurando entre dientes, Vanessa se apresuró a obedecer.

Ness: Perdone, señora. Toallas limpias, por favor.

Lauren: Deme una, pues. ¡Qué barbaridad! -sacó una toalla de las del carrito y empezó a restregarse una mancha de un palmo que llevaba en la falda-. ¡El muy inútil me ha tirado todo el ponche encima!

Vanessa contuvo una risita. Notaba el peso de las piedras en su bolsillo.

Ness: Señora. Agua… Ah, ¿agua fría? -dijo medio en español, medio en inglés-.

Lauren: Eso es seda, idiota. -Echando la cabeza para atrás, lanzó a Vanessa una furiosa mirada. No vio en ella más que a una sirvienta, vieja y por supuesto estúpida-. ¿Qué sabrá usted de sedas? ¡Por favor! ¡Pensar que no hay una tintorería decente en esa mierda de isla! Lo que no entiendo es por qué a Charlie no se le ocurriría edificar en Cancún. -Sostenía la falda de Óscar de la Renta en sus manos-. Dos mil puñeteros dólares, como si los hubiera lanzado al mar. -Refunfuñando, tiró de la cremallera con gesto brutal-. ¿No tiene nada que hacer o qué? Le pagamos por horas. Lárguese con viento fresco, a ganar los pesos que le damos.

Ness: Sí, señora St. John. Gracias, buenas tardes.

Lauren: ¡Y hable inglés! -dio un empujón a Vanessa para sacarla de la habitación y luego cerró de un portazo-.

Al igual que a Vanessa, a Zachary no se le acababa la paciencia. Había dejado el coche en el aparcamiento de El Grande y se había situado en un punto desde el que podía ver el jeep de Vanessa y también la entrada del hotel. Hacía calor, el sudor iba goteando por su espalda y le empapaba la camisa de algodón, que se le estaba pegando al asiento. Tomó un sorbo de Pepsi y se dijo que no encendería otro cigarrillo hasta que viera salir a Vanessa. Luego la seguiría otra vez a distancia un rato más. Tarde o temprano ella lo conduciría al misterioso hombre que él admiraba por su habilidad y envidiaba por saber conservar la lealtad de Vanessa.

Tenía que ser un profesional de los mejores, pensaba Zachary, pues parecía haber decidido un golpe en el hotel a plena luz del día. En realidad, ya sabía que la Sombra no tenía parangón. El robo a Moreau había sido el último de una larga lista de acciones perfectas.

Sin embargo, aún no había determinado el papel exacto de Vanessa en todo aquello. ¿Servía para despistar? ¿Para informar? Dada su posición, podía proporcionar la información más importante. Pero ¿por qué?

La vio salir riendo, como si recordara algún chiste concreto. Se dijo que averiguaría la razón, así como el resto que le quedaba por saber de ella. De  momento, tenía que contentarse con seguirla a distancia.

De vuelta a El Presidente, Zachary imaginó que no tardaría en salir. Tendría que apresurarse si quería llegar a tiempo a la fiesta de los St. John. Tanto si utilizaba el ascensor como la rampa, podría verla desde el lugar en que se había situado en el vestíbulo. Ya se había puesto el sol cuando Vanessa apareció en el vestíbulo con  aire fresco, tranquilo, con un vestido de tirantes que dejaba su espalda al descubierto. No se dirigió al aparcamiento, sino a la playa. Desde lejos, Zachary vio cómo seguía un embarcadero y se metía luego en un elegante yate blanco que llevaba el nombre de El Álamo.

La recibió allí la mujer con la que había tomado unas copas horas antes, junto con un hombre un poco calvo, rubicundo, y un niño más bien delgado. Observó cómo Vanessa ofrecía su mano al chico y acto seguido lo abrazaba, mientras el sol poniente proyectaba una especie de lanzas de fuego en su cabello.

Si eso es un encuentro de negocios, se dijo Zachary, yo ya no sabría distinguir entre el tocino y la velocidad. Modificó sus planes y subió a la habitación de ella.

Llevaba años sin forzar una cerradura, pero sabía que, lo mismo que andar en  bici o hacer el amor, era algo que uno no olvidaba y que una vez llevado a cabo proporcionaba una gran satisfacción.

Al entrar, lo primero que se le ocurrió fue que era una mujer ordenada. Era algo que se había preguntado, le intrigaba cómo viviría cuando estaba sola. No vio ropa esparcida por las sillas, ni zapatos en el suelo. Los frascos y tarros del tocador estaban tapados y alineados. La ropa del armario, pulcramente colgada. Había elegido vestidos holgados, informales, lo más adecuado para el calor del día y la buena temperatura de la noche. Su perfume seguía en el ambiente.

Cuando se dio cuenta de que estaba con sus fantasías, hizo un esfuerzo por ponerse manos a la obra.

¿Por qué dos habitaciones en hoteles distintos?, se preguntó. ¿Por qué un nombre falso? Ya que había subido, no iba a marcharse hasta encontrar la respuesta.

No le habría interesado el estuche del maquillaje si no hubiera sido porque sabía que Vanessa no llevaba más que una leve sombra de ojos y un toque de lápiz de labios. En los tres días que llevaba en México, además, solo lo había utilizado por la noche. ¿Por qué, pues, una mujer que no tenía problemas con su aspecto iba a necesitar realzarlo con un estuche completo de cosméticos?

Allí encontró suficientes bases de maquillaje y lápices de todos los tonos para pintar a un coro entero de un musical de Broadway. Intrigado, levantó la primera capa y descubrió distintas cremas, pestañas falsas y cinta adhesiva. Por lo que parecía, a Vanessa le gustaba disfrazarse. Y bajo esa capa vio que guardaba las joyas de Lauren St. John.

¿Un profesional de los mejores? ¿Había pensado que la Sombra era un profesional de los mejores? Pues no, el hombre era un genio. Casi con el tiempo que uno emplea en contarlo, se había introducido en la suite de los St. John, les había birlado las joyas y las había pasado a Vanessa sin dejarse ver ni por asomo.

Ella las había escondido en la parte de un estuche de maquillaje correspondiente a las sombras de ojos. Con las joyas en la mano, Zachary sintió la vieja tentación, el canto de sirena de las piedras preciosas. Por ellas se habían librado batallas, perdido vidas y roto corazones. Aquello que se extraía de la tierra, a lo que se quitaba la ganga, se cortaba, se pulía y se vendía para embellecer cuellos, muñecas, dedos. Algunas culturas seguían creyendo que ahuyentaban a los malos espíritus o a la muerte.

Comprendió el porqué mientras aquellas piedras rojas como la sangre y los diamantes emitían destellos y susurros en sus manos.

Podía quedárselas, metérselas en el bolsillo y largarse. Seguía teniendo los contactos para el intercambio por dinero y podía salir de aquella más rico, disfrutando de la misma libertad. Sería agradable, de lo más agradable. Lo tentaban, no tanto por el dinero como por las piedras preciosas en sí. Las notaba cálidas en su mano, encontraba en ellas algo femenino y provocador.

Con un suspiro, las dejó en su sitio. Le sabía mal sentir cierta lealtad hacia Spencer, aunque su decisión la había tomado sobre todo por Vanessa. Quería ver qué haría con las joyas y con quién.

Cerró el estuche y lo colocó de nuevo en el estante del armario. Después de decidir renunciar a la cena, cogió un cojín del salón, lo colocó en el fondo de un armario y se dispuso a esperar instalado allí.

Se quedó dormido, pero como tenía el sueño ligero, característica común de ladrones y héroes, se despertó en cuanto oyó la llave en la cerradura. Se levantó para observarla a través de una rendija entre los batientes.

Le pareció que estaba relajada. Otra cosa que había empezado a observar: sus cambios de humor. La luz que acababa de encender le iluminó la espalda mientras cruzaba el salón camino del dormitorio. Oyó el frufrú de su vestido e imaginó, con una punzada de dolor, el aspecto de Vanessa al quitárselo. Las perchas se deslizaron en la barra del armario cuando ella lo colgó. Cruzó la puerta que había dejado abierta entre las dos estancias, y Zachary la vio un instante con una bata corta, aún sin anudar y pudo distinguir el fino perfil de sus pechos.

Se movía con brío, en realidad nada en ella hacía pensar en alguien que se prepara para ir a la cama. Zachary maldijo la pared que los separaba al oír el ruido de los frascos encima del tocador.

Se producían largos silencios, tras los cuales oía el clic de un tarro que abría ella o el chorro del agua del grifo. Por fin oyó el sonido de su puerta que se abría lentamente y el suave chasquido al cerrarse.

Esperó contando cinco, diez segundos, y salió del armario. En la rampa del aparcamiento, tuvo que frenarse para no correr tras ella. Llegó al final y pensó que la había perdido, pues solo vio una mujer de anchos hombros, generosas caderas y pelo rubio, rizado. Siguió buscando a Vanessa, pero de pronto volvió la vista hacia la rubia. Realmente eran sus andares, pensó, sonriendo, al ver que cruzaba el aparcamiento.

En efecto, era Vanessa, pero no creía que fuera a un baile de disfraces. Había tomado la dirección del San Miguel y Zachary la siguió a una distancia prudencial. Había poco tráfico, solo algún que otro taxi que se desplazaba del centro a la zona de los hoteles. A su izquierda, el mar se veía oscuro y tranquilo, las luces de un crucero se reflejaban como pequeños brillantes en el agua. Pronto la medianoche traería el primer aliento de la Navidad. Los niños se habían acostado ya a la espera de que llegara la mañana. Los turistas alargaban sus fiestas. Las tiendas estaban cerradas, pero de los bares y restaurantes se escapaban notas musicales.

Vanessa aparcó en la plaza principal. Su negocio iba a concluir con rapidez. Quería acabar de una vez. Aquella noche, en el yate de su prima, observando la vida que Donna llevaba con su familia, compartiendo recuerdos de Jaquir, había decidido que los rubíes serían su último trabajo. En cuanto hubiera traspasado el dinero y las cosas se hubieran calmado, se marcharía a la tierra de su infancia. A buscar el Sol y la Luna.

Había habido una fiesta en la plaza. Los adornos de papel seguían allí, junto con algún juguete de plástico que había saltado de una piñata, olvidado entre los pedazos. Aquella población olía al agua que la rodeaba. La luna se veía clara, plateada, las estrellas resplandecían en tonos rojizos. Las palmeras susurraban movidas por la cálida y húmeda brisa de la isla.

Se metió en un callejón donde la música de la plaza quedaba apagada. Dio la vuelta a otra esquina y se encontró en los puestos en los que durante el día los tenderos voceaban entre turistas que regateaban. Quien tenía vista podía encontrar gangas allí. Por unos cientos de pesos o un par de dólares podían comprarse cinturones, bolsos y sandalias de cuero o cajitas con pájaros tallados. Allí se exhibían hileras de coral negro, el que había dado fama a la isla, pero también plata trabajada, abulones y vestidos de algodón bordados.

Ahora aquello estaba desierto, las mercancías habían quedado encerradas tras unas puertas de garaje. No había mercadeo en Navidad. Al menos para los turistas.

Vanessa se detuvo y esperó.

**: Llega a la hora, señorita.

De entre las sombras salió un hombre bajito, enjuto, con rastros de acné o de viruela en la piel. Cuando encendió el cigarrillo, la llama del mechero con incrustaciones de turquesa puso al descubierto una antigua cicatriz en la parte superior de su mano.

Ness: En cuestión de negocios siempre soy puntual. -Había un acento texano en su voz-. ¿Tiene la suma convenida?

**: ¿Trae la mercancía?

Sabía con qué tipo de hombre se la jugaba.

Ness: Primero quiero ver el dinero.

**: Como guste. -Cogió una llave y abrió una de las persianas de un tenderete y la fue subiendo haciéndola traquetear. El interior estaba atestado de quincalla colgada de las paredes o metida en polvorientas vitrinas. Aquello olía a fruta pasada y a tabaco rancio. Sacó de allí una cartera-. Ciento cincuenta mil dólares americanos. Mi socio ofrecía solo cien mil, pero he conseguido convencerlo.

Ness: Los dos sacamos partido de ello -se puso un guante de látex y sacó luego una bolsita del bolso-. Supongo que querrá comprobar las piedras, aunque puedo asegurarle que son auténticas.

**: Por supuesto. Y usted también querrá contar el dinero, aunque puedo asegurarle que la suma es exacta.

Ness: Por supuesto. -Con cautela, sin quitarse mutuamente la vista de encima, procedieron al intercambio. Vanessa fue contando billetes y pasando sobre alguno un pequeño dispositivo de verificación que llevaba encima-. Estos también son auténticos. Ha sido un placer tratar con usted.

**: El placer ha sido mío. -El hombre se metió la lupa y la bolsita en el bolsillo. La navaja que sacó acto seguido brilló en medio de las sombras-. Devuélvame el dinero, señorita.

Vanessa miró la reluciente hoja antes de levantar la vista hacia él. Siempre era mejor mantener el contacto visual.

Ness: ¿Así es cómo hace los tratos su socio?

**: Así es como los hago yo. Para él el collar, para mí el dinero y para usted, encantadora señorita, salvar la vida.

Ness: ¿Y si me niego a entregarle el dinero?

**: Entonces perderá la vida y yo seguiré con el dinero. -Dio un paso hacia delante con la navaja entre ambos-. Sería una lástima que tuviera que morir sola, en la oscuridad, en Nochebuena.

Tal vez fuera por un simple reflejo, por instinto de supervivencia o porque aquellas palabras le habían traído el espantoso recuerdo de la muerte de su madre, pero cuando el hombre trato de arrebatarle el dinero, Vanessa, obviando la navaja, levantó la pierna y le asestó un golpe en la ingle. La navaja cayó al suelo unos segundos antes que él.

Ness: Mal nacido -murmuró apartando de una patada la navaja en la oscuridad-. Tu orgullo tiene el tamaño de tu cerebro y es igual de inútil.

Zac: Así se habla -dijo acercándose a ella por detrás. Vanessa se volvió de golpe y él levantó la mano. En la otra llevaba una recortada calibre 38. Vio que no tendría que usarla, pues el hombre estaba vomitando sobre el cemento del suelo-. Recuérdame que contigo uno tiene que llevar ropa interior acorazada. Y ahora coge la bolsa y andando.

Ness: ¿Qué demonios haces aquí?

Zac: Estaba dispuesto a salvarte la vida, pero he visto que sabías cuidarte. Las joyas, Ness, no me gustaría pasar la Navidad en una cárcel mexicana.

Vanessa cogió la bolsa y se dispuso a salir.

Ness: ¡Vete al infierno!

Zachary puso el seguro al arma antes de metérsela otra vez en el bolsillo.

Zac: A este paso, no creo que tardemos en encontrarnos ahí los dos. Aunque personalmente preferiría esperar un poco. -La cogió del brazo y la obligó a volverse-. ¿Pero tú crees que alguien en sus cabales puede venir aquí solo a tratar con un hombre como él?

Ness: Sé exactamente lo que hago y cómo. Puedes detenerme aquí mismo, pero verás que te dejo a la altura del betún.

La observó un instante. Con maquillaje y todo, veía a la mujer que él conocía.

Zac: No lo dudo. Vamos a mi coche.

Ness: No, yo voy en el mío.

Zac: No insistas.

Ness: ¿Adónde vamos?

Zac: De entrada, al hotel, a quitarte esa ridícula peluca. Con ella pareces una cualquiera.

Ness: Muchas gracias.

Zac: Luego volveremos a colocar esas preciosas piedras en su sitio.

Estaban en mitad de la plaza cuando ella se soltó y lo miró de hito en hito.

Ness: Eres tú quien no está en sus cabales.

Zac: Si no te importa, lo discutiremos luego, cuando estemos a unos kilómetros de tu amigo, que puede recuperarse de un momento a otro.

La empujaba hacia su coche cuando el reloj de la plaza daba las doce de la noche.


2 comentarios:

Maria jose dijo...

Zac la guiará e un mejor camino
Yo creo que por zac tal vez no pueda hacer su venganza
Espero el siguiente capitulo con ansias
Siguela pronto Saludos

Lu dijo...

Me encanta esta novela, me parece super interesante.
Me intriga mucho como Ness va a llevar a cabo su venganza, pero supongo que Zac no la dejara.
Siempre leo la nove, pero desde el celu no me deja responder :(

Sube pronto :)

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