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domingo, 25 de agosto de 2019

Tercera parte: Lo dulce. Capítulo 22


Diecisiete años era mucho tiempo para especular. Mucho tiempo para planificar. Mucho tiempo para odiar. A sus pies, la extensión azul zafiro del Mediterráneo se veía como una alfombra salpicada por unas minúsculas nubes blancas y una masa de tierra que correspondía a la isla de Chipre. Jaquir estaba cerca. La espera tocaba a su fin.

Vanessa se puso cómoda. A su lado, en el confortable asiento del avión privado, dormitaba Zachary. Había dejado la americana, la corbata, incluso los zapatos, en el asiento de al lado para poder viajar tumbado, sin molestias, en el último tramo del trayecto. Vanessa, por el contrario, llevaba puesto hasta el último detalle, estaba completamente despierta y consciente de los minutos que iban pasando.

Habían hecho el amor con desespero tras el despegue en París. O tal vez el desespero había sido un sentimiento exclusivo de ella. Necesitaba aquel contacto salvaje, ciego, de carne contra carne, igual que posteriormente le hizo falta la tranquilidad y la serenidad que siguió.

Había dedicado buena parte de su vida a aquel regreso. Ahora que los años se habían convertido en minutos, sentía miedo, un miedo que no habría sabido explicarse a sí misma, ni tampoco explicar a Zachary. No era un sentimiento de los que humedecen las manos y dejan un sabor amargo en la boca, sino de los que crean un nudo en el estómago y provocan un dolor lacerante detrás de los ojos.

Seguía con la imagen de su padre creada durante su infancia, acompañada por un amor intenso y un gran temor. Casi lo veía como era entonces: un hombre delgado y atlético que nunca sonreía, con unas manos bellas y fuertes.

Había vivido durante casi veinte años bajo la ley, la tradición y las creencias de Occidente. Ni en una sola ocasión se había permitido poner en cuestión que era una mujer occidental de los pies a la cabeza. Pero lo cierto era que, aunque lo hubiera ocultado, llevaba sangre beduina en sus venas, y aquella sangre la podía hacer reaccionar de una forma que una persona occidental no habría comprendido.

¿Cómo reaccionaría una vez se encontrara en Jaquir, en casa de su padre, sometida a las leyes del Corán y a las tradiciones decretadas e impuestas por los hombres? Más agudo que el temor a que la descubrieran, la encarcelaran o incluso la ejecutaran, era el de perder la personalidad a la que con tanto ahínco había ido dando forma. Aquel temor era el que le impedía hacer promesas a Zachary, pronunciar unas palabras que afloraban con tanta facilidad en los labios de otras mujeres. Lo amaba, pero el amor no eran las suaves y tiernas palabras de los poetas. El amor, con su doble filo, era un sentimiento que debilitaba a muchas mujeres y las llevaba a prescindir de sus propias necesidades, de sus propios deseos para satisfacer las necesidades y los deseos de otro.

El avión inició el descenso. El mar parecía ir a su encuentro. Con los nervios a flor de piel, Vanessa puso la mano sobre el hombro de Zachary.

Ness: Tengo que prepararme. Dentro de poco aterrizaremos.

La tensión que denotaba la voz de Vanessa lo despertó al instante.

Zac: Aún puedes cambiar de parecer.

Ness: No, no puedo. -Se levantó y cruzó el pasillo para ir a buscar la bolsa-. Recuerda que en cuanto aterricemos saldremos del aeropuerto en dos coches distintos. Habrá que pasar el control de aduana. -Mientras hablaba, fue cubriéndose el cabello con un pañuelo negro hasta que no dejó ni un solo mechón a la vista-. Es un proceso humillante, pero la influencia de Adel nos ahorrará una parte de él. No te veré hasta que estemos en el interior del palacio, y aun así no puedo asegurar cuándo van a permitírnoslo. Fuera no se me permite contacto alguno. Dentro, como no soy de sangre pura, y saben que voy a casarme con un occidental, las normas serán algo más permisivas. Bajo ninguna circunstancia te acerques a mí. Si me dejan, seré yo quien vaya a verte.

Zac: Cuarenta y ocho horas. -Mientras se anudaba la corbata, veía cómo Vanessa se cubría de la cabeza a los pies con el abaaya negro, una pieza que más bien parecía un saco. Era más aquello que sus ojos o el color de su piel lo que la convertía en una mujer islámica-. Si en ese plazo no has encontrado la forma de contactar conmigo, seré yo quien te encuentre.

Ness: Jugándote como mínimo la deportación. -Lo que más molesto le parecía era el velo. Pero en lugar de sujetárselo, lo dejó bajo el cuello. Con la americana sobre los hombros, Zachary le pareció más británico que nunca, y de repente lo vio como un desconocido. Procuró no hacer caso de los latidos de un corazón que comenzaba a dispararse. El abismo se ensanchaba entre ellos-. Tienes que confiar en mi juicio, Zachary. No querría pasar más de quince días en Jaquir, ni salir del país sin el collar.

Zac: Preferiría que en lugar de hablar a título personal hablaras por los dos.

Ness: De acuerdo. -Con una leve sonrisa, esperó que él se hubiera puesto los zapatos-. A ver si sabes convencer a Adel de que vas a ser un buen marido para mí. Ah, y regatéale la dote.

Se acercó a ella para tomar sus manos. No temblaba pero las tenía muy frías.

Zac: ¿En cuánto te valoras?

Ness. Un millón podría ser un buen punto de partida.

Zac: ¿Un millón de qué?

La tranquilizó comprobar que todavía era capaz de reír.

Ness: De libras esterlinas. Todo lo que no llegue a esta cifra, con el historial que has inventado para ti, sería un insulto.

Zac: En ese caso, empezaremos por aquí. -Sacó una cajita del bolsillo. El anillo que contenía hizo retroceder a Vanessa. Zachary tomó su mano e introdujo el anillo en su anular. Había esperado hasta el último momento porque preveía la reacción de ella y no quería darle la menor oportunidad de rechazarlo-. Puedes considerarlo como parte del montaje.

Le calculó más de cinco quilates, y por su tono blanco gélido, Vanessa pensó que tenía que ser ruso, del agua más refinada. Como los mejores diamantes, representaba tanto la pasión como la distancia. En contraste con el negro abaaya, los destellos eran fuego puro, algo que la llevaba a desear lo que no podía alcanzar en aquellos momentos.

Ness: Un montaje que vale un imperio.

Zac: El de la joyería me aseguró que con mucho gusto me lo compraría de nuevo por el mismo precio.

Vanessa levantó rápidamente la vista hacia él y vio la sonrisa en sus labios antes de que estos se juntaran con los suyos. Hubo también fuego en aquel gesto, un fuego que la llevó por los aires justo en el momento en que el avión tomaba tierra. Por un instante quiso olvidarlo todo y no pensar más que en la promesa que tenía en el dedo y en la seducción del beso.

Ness: Yo bajo antes. -Con un profundo suspiro, se desabrochó el cinturón-. Cuidado, Zachary. No querría ver tu sangre sobre el Sol y la Luna.

Zac: Dentro de quince días tomaremos champán en París.

Ness: Que sea una botella mágnum -dijo antes de cubrirse el rostro con el velo-.

Aquello había cambiado. Aunque estaba al corriente del boom del petróleo que había revolucionado Jaquir en los setenta y de que Occidente estaba dejando huella en aquel país, no había imaginado ver tantos edificios de acero y cristal, ni aquellas carreteras tan nuevas que acogían el tráfico que iba en aumento. Cuando se había marchado, el edificio más alto de Karfia, la capital de Jaquir, era el del depósito del agua. Ahora este quedaba eclipsado por los bloques de oficinas y los hoteles. Sin embargo, a pesar de aquel despliegue de modernidad, flotaba la sensación de que aquella ciudad, si Alá lo decretaba, podía desvanecerse en el desierto.

Vio enormes camiones Mercedes circulando a toda velocidad por la carretera y cargueros que abarrotaban el puerto mientras la mercancía esperaba en los muelles las inspecciones pertinentes. Vanessa sabía que Jaquir nadaba entre dos aguas: con pericia, astucia y dinero, apaciguaba a sus vecinos en Oriente y a sus inquietos socios de Occidente. La guerra hacía estragos cerca de sus fronteras, pero Jaquir, cuando menos superficialmente, se aferraba a la neutralidad.

Aun así, en el fondo no había cambiado tanto. En el camino del aeropuerto a la ciudad, Vanessa se fijó en que a pesar de los edificios, de las modernas carreteras y de los persistentes esfuerzos de los occidentales que se habían trasladado allí, Jaquir era lo que el país deseaba ser. Ya en el aeropuerto había constatado que las mujeres subían, cargadas con sus pertrechos, a unos autobuses reservados para ellas y salían por una puerta en la que se leía «Mujeres y familias», protegidas siempre por unos policías que impartían órdenes a gritos. Lo vio también de los minaretes de la mezquita que parecían perforar el nítido cielo azul.

Había finalizado el rezo del mediodía y los mercados estaban abiertos. A pesar de que mantenía la ventanilla cerrada, casi oía el murmullo de la actividad en las calles, la cadencia del árabe, los clics de las cuentas para el rezo. Las mujeres iban de puesto en puesto, en grupos o acompañadas por algún miembro de la familia. Los matawain patrullaban sin perder nada de vista, con sus desgreñadas barbas con la punta teñida con alheña, con sus látigos. A través del cristal ahumado de la limusina, Vanessa vio que uno de ellos se dirigía a una mujer occidental que había tenido el poco juicio de remangarse y dejar sus brazos al descubierto.

En efecto, en las postrimerías del siglo XX Jaquir no había cambiado tanto. Las palmeras flanqueaban una carretera en la que se veían Mercedes, Rolls Royce y limusinas. La tienda Dior tenía dos puertas de entrada, una para hombres y otra para mujeres. Las piedras preciosas brillaban bajo el sol del mediodía en un escaparate de joyería. Cerca de allí, un hombre con una throbe blanca y unas sandalias medio rotas guiaba un polvoriento asno.

La mayoría de los edificios eran de barro, no más estables que la arena del desierto. Sin embargo, las flores trepaban por las paredes y las ventanas tenían siempre celosía, para esconder detrás de ellas a las mujeres, y no porque allí se las valoraba o apreciaba más, sino porque se consideraban seres insensatos, víctimas de su propio e incontrolable instinto sexual.

Los hombres, con túnica y turbante, se veían sentados sobre rojas alfombras tomando shwarma. Le pareció curioso rememorar el sabor del cordero con especias entre pan de pita.

La limusina dejó atrás el mercado y fue ascendiendo. Las casas se veían ya más elegantes, a la sombra de unos árboles. En alguna vio incluso el lujo del césped. Creyó recordar la visita a alguna de aquellas casas, donde había tomado té verde en un salón con luz tenue, en el que se oía el frufrú de la seda y el olor a incienso invadía la atmósfera.

Cruzaron la verja del palacio, avanzaron sin hacer caso a los guardias de ojos oscuros e inexpresivos. Aquello también había cambiado poco, a pesar de que su mirada infantil había atribuido al entorno más esplendor del que merecía. Bajo el potente sol de la tarde, los muros de estuco presentaban un blanco de lo más brillante. Las tejas verdes le daban un arrogante toque de color. Destacaba también el brillo de las ventanas, la mayoría de ellas cubiertas por cortinas para evitar las miradas. En lo más alto estaban los minaretes, aunque como deferencia a Alá, no eran más altos que los de la mezquita. Los parapetos describían un círculo, dispuestos para la defensa en caso de conflicto civil o ataque extranjero. En la parte posterior, el mar golpeteaba las rocas. Los lujuriantes jardines evitaban las miradas indiscretas del exterior y, sobre todo, evitaban a las mujeres la tentación de mostrarse a los hombres cuando paseaban por ellos.

Si bien el palacio tenía una puerta de entrada para las mujeres y otra para los hombres, la limusina no se dirigió a la entrada principal sino a la del jardín. Vanessa arqueó ligeramente una ceja. De modo que la llevaban al harén antes de ver a Adel. Tal vez fuera mejor así.

Esperó a que el chófer le abriera la puerta. A pesar de que tenía que estar emparentado de alguna forma con la familia, el hombre no le ofreció la mano para ayudarla a salir. En todo momento evitó su mirada. Recogiendo con cuidado su falda, Vanessa salió del coche y se encontró en medio de una explosión de sol y perfume. Sin volver la vista, pasó el portal del jardín.

Vio el chorro de agua de la fuente que Adel había mandado construir para su madre en el primer año de matrimonio. Iba a parar a un pequeño estanque donde se veían unas carpas largas como el brazo. Alrededor del agua se inclinaban las flores, atraídas por la humedad. La puerta secreta se abrió antes de que Vanessa llegara a ella. Entró, pasó delante de la sirvienta vestida de negro, aspirando el perfume de aquellas mujeres, que la llevó de nuevo a su infancia. Una vez dentro, hizo lo que había ansiado durante el largo trayecto desde el aeropuerto: quitarse el velo.

**: Vanessa. -Una mujer apareció entre las sombras. Llevaba un vestido rojo con lentejuelas, algo que habría resultado apropiado para un baile del siglo XIX, y olía a almizcle-. Bienvenida a casa. -La mujer la saludó al estilo tradicional, con un beso en cada mejilla-. La última vez que te vi eras una niña. Soy Laila, tu tía, la esposa de Fahir, el hermano de tu padre.

Vanessa le devolvió el saludo.

Ness: Ya me acuerdo de ti, tía Laila. No hace mucho vi a Donna. Me pareció que era muy feliz. Me ha mandado recuerdos para ti y su respeto para su padre.

Laila asintió. Si bien Vanessa estaba por encima de ella en el protocolo, la mujer había tenido cinco hijos fuertes y vigorosos y en el harén se la envidiaba y respetaba.

Laila: Pasa, que han preparado un refrigerio. Las demás querrán saludarte.

Allí tampoco había habido muchos cambios. Vanessa reconoció el aroma a café con especias y la mezcla de los perfumes y el incienso. Sobre la larga mesa cubierta con un mantel blanco ribeteado con una cenefa dorada, habían dispuesto un tentempié de unos colores tan vistosos como los vestidos que lucían las mujeres. Dominaban las sedas y los satenes, pero incluso con aquellas temperaturas no faltaba el terciopelo. Relucían las cuentas y las lentejuelas. Destacaba la calidez del oro, la frialdad de la plata y el centelleo de las piedras preciosas. Mientras se intercambiaban abrazos, sonaban las pulseras y crujían los encajes.

Rozó con sus labios las mejillas de la segunda esposa de Adel, la mujer que había hecho tan desgraciada a su madre años antes. Vanessa no sentía rencor hacia ella. Allí las mujeres hacían lo que se les exigía y venía a confirmarlo la gran barriga de Leila, quien, con más de cuarenta años y madre ya de siete hijos, volvía a estar embarazada.

Saludó a las primas que recordaba y a otras muchas princesas de segunda que aún no había visto. Algunas se habían cortado o rizado el cabello. Era algo, al igual que los vistosos vestidos, que hacían por su propio placer y, como críos con un juguete nuevo, para lucir entre ellas.

Conoció a Sara, la última esposa de Adel, una muchacha de unos dieciséis años, delgadita, con grandes ojos, que estaba ya en estado. Por lo que parecía, ella y Leila habían concebido más o menos por los mismos días. Vanessa se fijó en que las piedras que lucía en los dedos y en las orejas eran igual de brillantes que las de Leila. Aquello marcaba la ley. Un hombre podía tener cuatro esposas siempre que las tratara en un plano de igualdad.

Phoebe nunca había sido igual a las demás, pero Vanessa no podía despreciar por ello a aquella joven.

Sara: Bienvenida -dijo en un tono musical que chocaba con la expresión inglesa-.

Laila: Te presento a la princesa Yasmin. -La tía de Vanessa puso una mano sobre el hombro de una niña de unos doce años, de oscuras mejillas, con unos gruesos aros en las orejas-. Tu hermana.

Aquello no lo había imaginado. Sabía que iba a conocer a los otros hijos de Adel, pero no esperaba encontrarse ante unos ojos de la misma forma y color que los suyos. No estaba preparada para la sorpresa de aquel parecido. Por ello, el saludo quedó forzado al inclinarse para besar las mejillas de Yasmin.

Yasmin: Bienvenida a la casa de mi padre.

Ness: Hablas muy bien inglés.

Yasmin arqueó una ceja en un gesto que indicó a Vanessa que, aunque le quedara tiempo para el velo, era ya una mujer.

Yasmin: Voy a la escuela para no ser ignorante cuando mi padre me entregue a mi marido.

Ness: Comprendo. -Hubo un reconocimiento mutuo del parecido mientras Vanessa se quitaba el abaaya. Ella misma lo dobló, rechazando con un gesto la ayuda de una sirvienta, pues llevaba cosido en el forro algún instrumento que iba a utilizar para su trabajo-. Tendrás que explicarme lo que has aprendido.

Yasmin observó con ojos críticos la sencilla falda blanca y la blusa que Vanessa llevaba. En una ocasión, Donna había mostrado a la pequeña fotos de prensa de Vanessa, por ello sabía que era guapa, pero pensó que era una lástima que no se pusiera alguna pieza roja que destacara.

Yasmin: Primero te llevaré a ver a mi abuela.

Detrás de ellas, las mujeres daban cuenta del refrigerio. La comida, cuanto más refinada mejor, era su pasatiempo preferido. El tema de la conversación giraba en torno a los niños y las compras.

La anciana tenía un aspecto espléndido, iba vestida de verde esmeralda y estaba sentada en un sillón tapizado de brocado. Las arrugas y la flacidez del rostro le habían desplazado la piel por debajo de la mandíbula, pero seguía tiñéndose el pelo con alheña. En los dedos, algo curvados por la artritis, no faltaban unos anillos que emitían sus destellos mientras hacía carantoñas a un niño de dos o tres años que tenía en sus rodillas. Dos sirvientas situadas a uno y otro lado agitaban sendos abanicos junto a ella para que el humo que salía de un recipiente con incienso perfumara su cabello.

Habían pasado cerca de veinte años, Vanessa tenía solo ocho cuando se marchó, pero se acordaba bien de su abuela. Las lágrimas afloraron con tanta rapidez en sus ojos que no pudo hacer nada para contenerlas. En lugar de saludarla como era de esperar, se arrodilló y apoyó la cabeza en el regazo de aquella mujer, la madre de su padre.

Percibió sus finos y quebradizos huesos bajo la consistente tela de satén. Olía como siempre, parecía imposible pero notó en ella la misma mezcla de perfume a amapola y especias. Al advertir la mano que la acariciaba, se inclinó un poco más. Sus mejores y más dulces recuerdos de Jaquir los debía a aquella mujer que tantas veces le había cepillado el cabello mientras le contaba historias de piratas y princesas.

July: Sabía que volvería a verte -una delicada anciana de setenta años, madre de doce hijos y única esposa del rey Ahmend, acariciaba el cabello de su querida nieta al tiempo que estrechaba contra su pecho al más pequeño-. Lloré cuando te fuiste y lloro ahora que has vuelto.

Como una niña, Vanessa se secó las lágrimas con el reverso de la mano. Luego se levantó para besarla.

Ness: Eres más hermosa de como te recordaba. Te he echado mucho de menos.

July: Has venido hecha una mujer, y tan parecida a tu padre…

Vanessa se puso tensa, pero hizo un esfuerzo para sonreír.

Ness: Tal vez me parezca a mi abuela.

July le sonrió también, mostrándole unos dientes demasiado blancos y perfectos para ser suyos. Las dentaduras eran algo nuevo, y la anciana se sentía tan orgullosa de ella como del collar de esmeraldas que lucía.

July: Tal vez. -Aceptó el té que le ofrecía una sirvienta-. Bombones para mi nieta. ¿Aún te gustan tanto?

Ness: Sí -se instaló sobre un cojín, a los pies de July-. Recuerdo que me dabas unos envueltos en papel plateado y rojo. Tardaba tanto en desenvolverlos que se derretían. Pero tú nunca me regañabas. -Se dio cuenta de que Yasmin seguía de pie a su lado, impasible de no haber sido por el brillo en sus ojos, que podía haber nacido con los celos. Sin pensarlo, Vanessa levantó el brazo y la hizo sentar a su lado-. ¿Sigue explicando cuentos la abuela?

Yasmin: Sigue haciéndolo. -Tras una breve vacilación, se relajó un poco-. ¿Me contarás cosas de América y del hombre con el que vas a casarte?

Con la cabeza apoyada en las rodillas de su abuela y una taza de té verde en la mano, Vanessa empezó su relato. Tardó mucho tiempo en tomar conciencia de que estaba hablando en árabe.

En la cuestión de palacios, Zachary decidió que prefería el estilo europeo: la piedra, las ventanas con parteluz y la madera vieja u oscura. Aquel le parecía sombrío, con sus persianas, cortinas y celosías que impedían que penetrara el sol. Sin duda era lujoso, con tapices de seda y piezas Ming colocadas en las hornacinas de las paredes. También estaba modernizado. El baño de la suite que le habían asignado tenía grifos de oro. Se dijo que tal vez era excesivamente británico para apreciar el gusto oriental por las alfombras de oración y por las mosquiteras de gasa.

Le alegró, sin embargo, que sus estancias dieran al jardín. A pesar del sol, abrió una ventana y dejó que entrara el cálido aroma del jazmín.

¿Dónde estaba Vanessa?

El hermano de ella, el príncipe heredero Andrew, lo había recogido en el aeropuerto. El joven, que tendría unos veinte años, llevaba una chilaba por encima de un impecable traje occidental. A Zachary le había parecido la viva estampa del acercamiento entre Oriente y Occidente con su excelente inglés y su inescrutable porte. Se había referido a Vanessa solo para comunicar a Zachary que ella se instalaría en las estancias de las mujeres.

Cerrando los ojos, recordó los planos. Se encontraría dos plantas más abajo, en el ala oriental. La cámara acorazada estaba en el otro extremo del palacio. Aquella misma noche daría un paseo de reconocimiento por su cuenta. Pero por el momento decidió, mientras abría la maleta, meterse en la piel del invitado perfecto y del futuro marido.

Había tomado un baño en la lujosa bañera y guardado sus efectos personales cuando oyó la llamada a la oración. Por la ventana abierta le llegó la voz gutural del muecín. Allahu Akbar. Alá es grande.

Echó una ojeada al reloj y calculó que tenía que tratarse de la tercera llamada del día. Habría otra cuando se pusiera el sol y la última una hora después.

Los mercados y zocos cerrarían, y los hombres se arrodillarían hasta tocar el suelo con la frente. En el interior del palacio, como en todas partes, cesaría cualquier actividad en sumisión a la voluntad de Alá.

Sin hacer ruido, Zachary abrió la puerta. Era el momento ideal para inspeccionar los alrededores. Pensó que lo mejor sería empezar por los lugares que le quedaban más cerca. La habitación de al lado estaba vacía, las cortinas corridas, la cama hecha con una precisión militar. La de enfrente, tres cuartos de lo mismo. Avanzó por el pasillo y abrió otra, en la que vio a un hombre, mejor dicho, a un niño, inclinado, rezando, con el cuerpo orientado hacia el sur, hacia La Meca. Su alfombra estaba tejida en oro y colgaban de la cama unos tapices de un azul intenso. Zachary cerró discretamente la puerta antes de seguir su ronda hacia la segunda planta.

Allí debía de estar el despacho de Adel y las salas de reunión. Había tiempo para verlo si hacía falta. Bajó a la planta principal, donde se respiraba un silencio sepulcral. Consciente del paso del tiempo, siguió los serpenteantes pasillos hacia la cámara acorazada.

La puerta estaba cerrada. Con una lima de uñas se abriría. Echó una ojeada a derecha e izquierda, se metió en ella y cerró la puerta.

Si las estancias se encontraban en la penumbra, aquello estaba sumergido en la oscuridad total. Ni una sola ventana. Pensando que era una lástima no haberse arriesgado a salir con una linterna, fue avanzando a tientas. La puerta de la cámara era de fino acero, fría al tacto. Utilizando las yemas de los dedos y los ojos midió su longitud, su anchura y calculó dónde estaban las cerraduras.

Como Vanessa le había dicho, tenía dos combinaciones. Procuró no acercarse a las esferas. Se sirvió de la lima para medir y descubrió que el ojo de la cerradura era excesivamente grande y anticuado. Las ganzúas que había llevado no podían funcionar en una cerradura tan antigua, pero siempre habría otras soluciones. Satisfecho, salió de allí. Tendría que volver con luz, pero aquello podía esperar.

Tenía la mano en el tirador cuando oyó pasos fuera. No había tiempo ni para jurar entre dientes, de modo que se colocó contra la pared detrás de la puerta.

Dos hombres hablaban en árabe. Por el tono habría dicho que uno estaba enfadado y el otro nervioso. Zachary los dejó pasar. Luego oyó el nombre de Vanessa. No pudo hacer más que maldecir su estampa por no comprender aquel idioma.

Discutían a causa de ella. Estaba claro. Notó tal malevolencia en una de las voces que sus músculos se tensaron y sus manos se cerraron en dos puños. Al cabo de poco escuchó una orden, a la que siguió el silencio y luego el clic clac de los talones sobre las baldosas que indicaba que uno de aquellos hombres se alejaba. Con el oído pegado a la puerta, Zachary oyó que el que se había quedado murmuraba una maldición en inglés. El príncipe Andrew, pensó. Luego vio claro que la voz airada era la de Adel.

¿Por qué el padre y el hermano de Vanessa discutirían sobre ella? ¿Por ella?

Esperó a que Andrew se alejara y salió. El vestíbulo estaba otra vez desierto; la puerta, cerrada. Con las manos en los bolsillos, Zachary se dirigió hacia el jardín. Si lo encontraban allí tenía una excusa plausible: su interés por la flora. En realidad lo que quería era salir, reflexionar.

Vanessa no había previsto que pudiera ser tan difícil llevar a cabo lo que se había propuesto. Como mínimo a escala técnica, puesto que confiaba en su habilidad y también en la de Zachary. Lo que no había tenido en cuenta eran tantos recuerdos, que, como fantasmas, susurraban a su oído, pasaban a su lado rozándola. Le resultó reconfortante el harén, con las conversaciones de las mujeres, sus perfumes y sus secretos. Era posible olvidar por un corto tiempo sus límites y disfrutar de su seguridad. Comprendía que, ocurriera lo que ocurriera, nunca más podría darle del todo la espalda.

Seguían las conversaciones centradas en las relaciones sexuales, las compras y la fertilidad, pero habían aparecido cuestiones nuevas. Una prima suya había obtenido el título de médico y otra el de profesora. Una tía suya, joven, trabajaba como gerente en una empresa constructora, si bien todo el contacto con los hombres de la empresa lo llevaba a cabo por escrito o por teléfono. La educación había abierto puertas a las mujeres y estas se lanzaban a gusto a la tarea. Los profesores tenían que impartir las clases por medio de un circuito de televisión cerrado, pero llegaban a las mujeres y esas aprendían.

Si existía una forma de compatibilizar lo viejo con lo nuevo, ellas lo encontrarían.

No se dio cuenta de que una sirvienta se había acercado para decir algo al oído a su abuela. Cuando July le tocó el cabello para llamar su atención, Vanessa se volvió hacia ella sonriendo.

July: Tu padre quiere verte.

Vanessa notó que su alegría se evaporaba, como un charco bajo el ardiente sol del desierto. Se levantó y se echó el abaaya sobre los hombros, pero no se cubrió con el velo. Adel vería su cara y se acordaría de ella.




La segunda parte de la novela empieza en el capítulo 10 pero olvidé ponerlo. Ahora ya está modificado.


3 comentarios:

Maria jose dijo...

Que emoción!!! Por fin el encuentro
Siguela pronto que se vienen cosas muy buenas
Ya quiero leer el siguiente capitulo
Sube pronto
Saludos

Carolina dijo...

OMG!!
Como saldrá esto
El papá de Ness no me da buena espina para nada
Ya quiero saber como sale el plan
Publica pronto porfis!!

Lu dijo...

Que emocion!!
Necesito saber ya la reaccion del padre de Ness, y ver como sale todo.

Sube pronto :)

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