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domingo, 26 de abril de 2020

Capítulo 2


Apenas había amanecido y el cielo hacia el este era fantástico. Zac se hallaba cerca del camino estrecho con las manos metidas en los bolsillos de atrás. Aunque rara vez tenía tiempo para eso, disfrutaba de las mañanas en las que el aire estaba fresco y centelleante. Ahí un hombre podía respirar, y si disponía de ese lujo, podía vaciar la mente y simplemente experimentar.

Se había prometido a sí mismo treinta minutos, treinta minutos solitarios para relajarse. El sol atravesó las formaciones de nubes y las convirtió en colores y formas vividas y salvajes. De ensueño. La fragancia de flores, una celebración de la primavera, se transportó delicadamente en la brisa.

Se preguntó por qué había estado tan seguro de preferir la velocidad y el ruido de las ciudades.

Vio a un ciervo salir de entre los árboles y alzar la cabeza para olfatear el aire. De pronto pensó que eso era libertad. Conocer el lugar que uno ocupaba en el espacio y estar satisfecho con él.

Se sentía inquieto. Incluso al tratar de absorber y aceptar la paz que lo rodeaba, sintió la manifestación de impaciencia. Ése no era su lugar. Él no tenía un lugar. Era una de las cosas que lo hacía tan perfecto para su trabajo. Ninguna raíz, ninguna familia, ninguna mujer que esperara su regreso. Así era como quería su vida.

Pero había sentido una satisfacción tremenda al ejecutar el trabajo de carpintería el día anterior, al dejar su huella en algo que perduraría. Pensó que era mejor para su tapadera. Si mostraba cierta destreza y cuidado en el trabajo, lo aceptarían con más facilidad.

Ya era aceptado.

Vanessa confiaba en él. Le había dado un techo, comida y trabajo, pensando que necesitaba las tres cosas. Parecía una mujer sin engaños. Algo había vibrado entre ellos la noche anterior; sin embargo, ella no había hecho nada para provocarlo o prolongarlo. No le había ofrecido una invitación silenciosa.

Simplemente, lo había mirado y todo lo que ella había sentido había quedado casi ridículamente claro en sus ojos.

No podía pensar en ella como una mujer. No podía pensar en ella como que alguna vez pudiera ser su mujer.

La había deseado. Durante un breve y cegador instante el día anterior, la había anhelado. Un error muy serio. Había bloqueado esa necesidad, pero no había dejado de emerger… cuando la oyó entrar en el ala oeste para pasar la noche, cuando había escuchado el sonido de la música de Chopin bajar suavemente por la escalera que conducía a sus habitaciones. Y otra vez en mitad de la noche, al despertar con el profundo silencio del campo, pensando en ella, imaginándola.

No tenía tiempo para deseos. En otro lugar, en otra época, quizá hubieran podido disfrutar el uno del otro el tiempo que duraran esos placeres. Pero en ese momento, Vanessa era parte de una misión… nada menos, nada más.

Oyó el sonido de pisadas a la carrera y se puso tenso de forma instintiva. El ciervo, alerta como él, levantó la cabeza para perderse entre el follaje unos momentos después. Tenía el arma en la pantorrilla, más por hábito que por necesidad, pero no la empuñó. Si la necesitaba, podría tenerla en la mano en menos de un segundo. Aguardó, preparado, para ver quién corría por el camino desierto al amanecer.

Vanessa respiraba agitadamente, más por el esfuerzo de mantener el ritmo con su perro que por la carrera de cinco kilómetros. Ludwig brincaba por delante, tirando ora a la derecha, ora a la izquierda, enganchándose a veces con la correa. Era una costumbre diaria. Podría haber controlado al pequeño cocker dorado, pero no quería estropearle la diversión. Por eso se adaptaba a la dirección y el ritmo que imponía él.

Titubeó unos instantes al ver a Zac. Luego, debido a que Ludwig quería emprender la carrera, tensó la correa para que aminorara el ritmo.

Ness: Buenos días -saludó, y se detuvo cuando Ludwig decidió saltar sobre las pantorrillas de él y ladrarle-. No muerde.

Zac: Es lo que dicen todos -pero sonrió y se agachó para acariciarlo detrás de las orejas. De inmediato, Ludwig se tiró al suelo, se dio la vuelta y dejó la barriga al descubierto-. Bonito perro.

Ness: Bonito y malcriado. Tengo que mantenerlo encerrado debido a los huéspedes, pero come como un rey. Te has levantado temprano.

Zac: Tú igual.

Ness: Supongo que Ludwig se merece una buena carrera cada mañana, ya que se muestra tan comprensivo por estar encerrado.

Para mostrar agradecimiento, Ludwig corrió una vez alrededor de Zac, enredándose con la correa en torno a sus piernas.

Ness: Ahora sólo necesito que entienda el concepto de correa -se agachó para desenredarla y controlar al animal saltarín-.

Ella llevaba abierta la cremallera de la cazadora ligera, revelando una camiseta ceñida y oscurecida entre los pechos por el sudor. Tenía el cabello severamente tirante hacia atrás, lo que acentuaba su estructura ósea. La piel parecía casi translúcida al brillar por la carrera. Experimentó el deseo de tocarla, de comprobar la sensación que produciría al tacto. Y ver si aquella reacción instantánea renacería.

Ness: Ludwig, quédate quieto un minuto -rió y tiró del collar-.

En respuesta, el perro saltó y le lamió la cara.

Zac: Veo que es obediente.

Ness: Comprenderás por qué necesito la valla. Cree que puede jugar con todo el mundo -con la mano rozó la pierna de Zac mientras luchaba con la correa-.

Cuando él le tomó la muñeca ambos se paralizaron.

Sintió que el pulso de ella se paralizaba para desbocarse de inmediato. Fue una reacción rápida y vulnerable que le resultó insoportablemente excitante. Aunque le costó, no cerró los dedos. Su intención había sido detenerla antes de que descubriera el arma. En ese momento los dos se hallaban en cuclillas en el centro del camino desierto, con el perro que intentaba meterse entre ambos.

Zac: Estás temblando -dijo con cautela, pero sin soltarla-. ¿Siempre reaccionas de esa manera cuando un hombre te toca?

Ness: No -como la desconcertaba, se quedó quieta y esperó para ver qué sucedía a continuación-. Estoy segura de que es la primera vez.

Le satisfizo oírlo, y al mismo tiempo lo irritó, porque quería creerlo.

Zac: Entonces, deberemos ir con cuidado, ¿no crees? -la soltó y luego se incorporó-.

Más despacio, porque no estaba segura de su equilibrio, ella se puso de pie.

Aunque Zac se contenía, por los ojos de él pudo ver que estaba enfadado.

Ness: No se me da muy bien ser cautelosa.

La miró con fuego en los ojos, aunque lo extinguió con celeridad.

Zac: A mí, sí.

Ness: Sí -la mirada fugaz y encendida la había alarmado, pero ella siempre había mantenido su terreno. Ladeó la cabeza para estudiarlo-. Creo que tienes que serlo, con esa veta violenta con la que debes luchar. ¿Con quién estás furioso, Zac?

No le gustaba que lo analizaran con tanta facilidad. Observándola, bajó una mano para acariciar a Ludwig, que apoyaba las patas delanteras en su rodilla.

Zac: En este momento, con nadie -le respondió, aunque era mentira-.

Estaba furioso… consigo mismo.

Ella movió la cabeza.

Ness: Tienes derecho a mantener tus secretos, pero yo no puedo evitar preguntarme por qué estarías enfadado contigo mismo por responderme.

Miró a un lado y otro del camino. Bien podrían haber estado solos en la isla.

Zac: ¿Querrías que hiciera algo al respecto, aquí y ahora?

Se dio cuenta de que él podría. Y lo haría. Si lo empujara demasiado, haría exactamente lo que quisiera y cuando lo quisiera. El escalofrío de excitación que la recorrió la irritó. Esos tipos de machos eran para otras mujeres, para mujeres diferentes… no para ella. Adrede, miró la hora.

Ness: Gracias, estoy segura de que es una oferta deliciosa, pero he de volver a preparar el desayuno -luchando con el perro, se marchó a lo que consideró un paso digno-. Te comunicaré si después puedo sacar quince minutos de alguna parte.

Zac: ¿Vanessa?

Ness: ¿Sí? -giró la cabeza y lo miró con frialdad-.

Zac: Tienes la zapatilla desabrochada.

Ella simplemente alzó la barbilla y continuó andando.

Zac sonrió y metió los dedos pulgares en los bolsillos de los vaqueros. Era una pena que empezara a gustarle.


Estaba interesado en el grupo de la excursión. Fue sencillo demorarse en la planta baja ante una segunda taza de café en la cocina, conversando con Mae y Dolores. No había esperado que lo pusieran a trabajar, pero cuando se encontró con unos cuantos manteles sobre el brazo, no dudó en echar una mano.
Vanessa, que lucía una sudadera roja con el logo de la posada en la parte frontal, arreglaba con meticulosidad una servilleta en un vaso de agua. Zac aguardó un momento.

Zac: ¿Dónde quieres que los ponga?

Ella lo miró al tiempo que se preguntaba si debería estar enfadada con él; decidió que no. En ese momento, necesitaba toda la ayuda adicional que pudiera recibir.

Ness: Un buen comienzo sería en las mesas. Los blancos debajo de todo, encima los de color albaricoque, ladeados. ¿De acuerdo? -indicó una mesa ya preparada-.

Zac: Claro -comenzó a extender los manteles-. ¿A cuántas personas esperas?

Ness: Quince del grupo -alzó una copa a la luz y la depositó sobre la mesa sólo después de haberla sometido a una inspección crítica-. Tienen desayuno incluido. Aparte de los clientes ya registrados. Servimos entre las siete y media y las diez -miró la hora, satisfecha, luego se trasladó a otra mesa-. También recibimos comensales imprevistos. Aunque es durante el almuerzo y la cena cuando todo adquiere una cualidad frenética.

Le dio unas instrucciones a las camareras, terminó de preparar otra mesa y luego fue a la pizarra que había junto a la entrada, donde comenzó a copiar el menú de la mañana con letra elegante y fluida.
Dolores, cuyo pelo rojo en punta y labios fruncidos hicieron que Zac pensara en una gallina flaca, atravesó la puerta de vaivén y plantó los puños sobre sus caderas menudas.

Dolores: No tengo que aceptar esto, Vanessa.

Ésta continuó escribiendo con calma.

Ness: ¿Aceptar qué?

Dolores: Hago lo que puedo, y sabes que te dije que me sentía floja.

Dolores siempre se sentía floja. En especial cuando no se salía con la suya.

Añadió una tortilla francesa con jamón a la lista.

Ness: Sí, Dolores.

Dolores: Tengo el pecho tan tenso, que apenas puedo respirar.

Ness: Mmmm.

Dolores: Estuve despierta la mitad de la noche, pero he venido, como siempre.

Ness: Y yo te lo agradezco, Dolores. Sabes lo mucho que dependo de ti.

Dolores: Bueno -levemente apaciguada, tiró de su mandil-. Supongo que se puede contar conmigo para hacer mi trabajo, pero a puedes decirle a la  mujer que hay ahí… -con el dedo pulgar indicó la cocina-. Puedes decirle que me deje en paz.

Ness: Hablaré con ella, Dolores. Intenta ser un poco paciente. Todos estamos un poco agotados esta mañana, con Mary Alice de baja otra vez.

Dolores: ¿De baja? -bufó-. ¿Hoy en día lo llaman así?

Ness: ¿A qué te refieres? -preguntó, sin dejar de escribir-.

Dolores: No sé por qué su coche permaneció toda la noche en la entrada de vehículos de Bill Perkin si está enferma. Ahora bien, en mi condición…

Vanessa dejó de escribir. Zac enarcó una ceja al oír el súbito acero que exhibió su voz.

Ness: Hablaremos de esto más tarde, Dolores.

Desinflada, ésta hizo un mohín y regresó a la cocina.

Guardándose el enfado, Vanessa se volvió hacia la camarera.

Ness: ¿Lori?

Lori: Casi lista.

Ness: Bien. Si puedes encargarte de los clientes del hotel, volveré a echarte una mano en cuanto registre al grupo.

Lori: No hay problema.

Ness: Estaré en la recepción con Bob -con gesto distraído, se echó la trenza a la espalda-. Si te ves abrumada, manda a buscarme. Zac…

Zac: ¿Quieres que sirva mesas?

Le dedicó una sonrisa veloz y agradecida.

Ness: ¿Sabes hacerlo?

Zac: Puedo imaginarlo.

Zac: Gracias -miró el reloj y se marchó-.

No había esperado divertirse, pero costaba no hacerlo. Las notas de música clásica y el murmullo de conversaciones hacían que fuera casi imposible no relajarse. Transportó bandejas desde y hasta la cocina. Los intercambios apagados entre Mae y Dolores resultaban más divertidos que molestos.

De modo que disfrutó del momento. Y aprovechó su posición para llevar a cabo su trabajo.

Mientras recogía las mesas junto a los ventanales, vio un miniautobús turístico detenerse ante la entrada principal. Contó cabezas y estudió las caras del grupo. El guía era un hombre grande con una camisa blanca que se tensaba sobre los hombros. Tenía una cara redonda, rubicunda y alegre que no dejaba de sonreír mientras conducía a sus pasajeros al interior. Zac cruzó la sala para verlos arremolinarse en el recibidor.

Eran una mezcla de parejas y familias con hijos pequeños. El guía, ya sabía que se llamaba Block, saludó a Vanessa con una sonrisa calurosa y luego le entregó su lista de nombres.

Se preguntó si ella sabría que Block había pasado una temporada en Leavenworth por fraude. ¿Era consciente de que el hombre con quien bromeaba había eludido una segunda condena sólo por un tecnicismo legal?

Mientras ella asignaba cabañas y entregaba llaves, dos integrantes del grupo se acercaron a la recepción para cambiar dinero. Cincuenta para uno y sesenta para el otro, notó mientras le entregaban moneda canadiense al ayudante de Vanessa y ellos recibían dólares estadounidenses.

A los diez minutos, todo el grupo estaba sentado en el comedor para desayunar. Vanessa entró detrás de ellos mientras se ponía un mandil. Abrió un bloc y comenzó a tomar los pedidos.

Zac notó que no daba la impresión de tener prisa. Por el modo en que charlaba, sonreía y respondía preguntas, era como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Pero se movía como el relámpago. Llevó tres platos en el brazo derecho, sirvió café con la mano izquierda y le hizo carantoñas a un bebé… todo a la vez.

Sirvió otra ronda de café en una mesa de cuatro, bromeó con un hombre calvo con una corbata a rayas y luego se dirigió hacia Zac.

Ness: Creo que la crisis ha pasado.

Le sonrió, pero él captó algo… ¿Furia? ¿Decepción?

Zac: ¿Hay algo que no hagas?

Ness: Intento mantenerme fuera de la cocina. El restaurante tiene una categoría de tres tenedores -miró con ganas la cafetera. Ya tendría tiempo para beber una taza-. Quiero darte las gracias por echar una mano esta mañana.

Zac: De nada -descubrió que quería verla sonreír. Sonreír de verdad-. Las propinas fueron buenas. La señorita Millie me deslizó un billete de cinco.

Los labios de ella se curvaron con rapidez, y fuera lo que fuere lo que hubiera nublado sus ojos se despejó durante un momento.

Ness: Le encanta tu aspecto con el cinturón de las herramientas. ¿Por qué no te tomas un descanso antes de empezar en el ala oeste?

Zac: De acuerdo.

La recepción estaba desierta. Decidió que el ayudante de Vanessa debía de estar o bien en el despacho lateral o bien llevando maletas a las cabañas. Pensó en meterse por el otro lado para echar un rápido vistazo a los libros, aunque llegó a la conclusión de que podía esperar. Algunos trabajos había que realizarlos en la oscuridad.

Una hora más tarde, Vanessa entraba en el ala oeste. Había logrado contener su humor al pasar junto a los huéspedes de la planta baja. Había sonreído y charlado un poco con una pareja mayor que jugaba al parchís en el salón. Pero cuando la puerta se cerró a su espalda, soltó una serie de maldiciones contenidas y furiosas. Quería patear algo.

Zac se plantó bajo el umbral de una puerta y la observó avanzar por el pasillo.

Zac: ¿Algún problema?

Ness: Sí -se alejó una media docena de pasos de él y luego giró en redondo-. Puedo soportar la incompetencia e incluso cierto grado de estupidez. Hasta puedo tolerar cierta manifestación de pereza. Pero no soporto que me mientan.

Zac aguardó un poco. La furia no iba dirigida contra él.

Zac: De acuerdo -aceptó, y esperó-.

Ness: Podría haberme dicho que quería tiempo libre o un turno distinto. Hasta es posible que se lo hubiera podido solucionar. Pero a cambio me miente. Llama para decirme que está enferma. Me preocupé por ella -volvió a darse la vuelta, luego cedió y pateó una puerta-. Odio que me tomen por tonta. Y odio que me mientan.

Era una simple cuestión de sumar dos más dos.

Zac: Hablas de la camarera… ¿Mary Alice?

Ness: Por supuesto -otra vez se dio la vuelta-. Hace tres meses vino a suplicarme que le diera un trabajo. Ahora se acuesta con Bill Perkin, de modo que se da de baja. Tuve que despedirla -suspiró como un motor que suelta vapor-. Me duele la cabeza cada vez que he de despedir a alguien.

Zac: ¿Ha sido eso lo que te ha estado molestando toda la mañana?

Ness: En cuanto Dolores mencionó a Bill, lo supe -más calmada en ese momento, se frotó un dolor insistente entre los ojos-. Luego tuve que dedicarme a los ingresos y a los desayunos antes de poder llamarla y despedirla. Se puso a llorar -miró a Zac con expresión desdichada-. Sabía que iba a llorar.

Zac: Escucha, lo mejor que puedes hacer es tomarte una aspirina y olvidarlo.

Ness: Ya he tomado algunas.

Zac: Dales tiempo para que surtan su efecto -antes de darse cuenta de lo que hacía, alzó las manos y le enmarcó la cara. Movió los dedos pulgares en círculos lentos y le masajeó las sienes-. Hay demasiadas cosas ahí dentro.

Ness: ¿Dónde?

Zac: En tu cabeza.

Sintió los ojos pesados y la sangre caliente.

Ness: No en este momento -echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Instintivamente, se adelantó-. Zac… -suspiró cuando el dolor desapareció de su cabeza y se agitó en su núcleo-. A mí también me gusta cómo te queda el cinturón de las herramientas.

Zac: ¿Sabes lo que estás pidiendo?

Estudió la boca de él. Eran unos labios plenos y firmes, y desde luego serían implacables sobre una mujer.

Ness: No exactamente -lo miró y pensó que quizá ahí radicaba el atractivo. No lo sabía. Pero sentía, y lo que sentía era nuevo y estimulante-.  Tal vez sea mejor de esa manera.

Zac: No -aunque sabía que era un error, no pudo resistir la tentación de acariciarle la línea de la mandíbula, luego los labios-. Siempre es mejor conocer las consecuencias antes de emprender una acción.

Ness: De modo que volvemos a ser cautelosos.

Zac: Sí -bajó las manos-.

Debería sentirse agradecida. En vez de aprovecharse de sus emociones confusas, se retiraba y le brindaba espacio. Quería estar agradecida, pero sólo sintió el aguijón del rechazo. «Él empezó», pensó. «Otra vez. Y él ha parado. Otra vez». Estaba harta de moverse al ritmo de los caprichos de él.

Ness: Pierdes muchas cosas de esa manera, ¿verdad, Zac? Un montón de calor, un montón de júbilo.

Zac: Un montón de decepciones.

Ness: Es posible. Supongo que a algunos nos cuesta más vivir nuestras vidas alejados de los demás. Pero si ésa es tu elección, perfecto -respiró hondo. El dolor de cabeza volvía redoblado-. No vuelvas a tocarme. Tengo por costumbre terminar lo que empiezo -miró la habitación que había detrás de ellos-. Haces un buen trabajo aquí -comentó con brusquedad-. Dejaré que vuelvas a él.

La maldijo mientras lijaba el alféizar de la ventana. No tenía derecho a hacer que se sintiera culpable sólo porque quería mantener las distancias. No involucrarse no era una costumbre para él; se trataba de una cuestión de supervivencia.

Pero era algo más que atracción, y, desde luego, diferente de cualquier cosa que hubiera sentido con anterioridad. Siempre que se hallaba cerca de ella, su objetivo se veía obnubilado con fantasías de lo que sería estar con ella, abrazarla, hacerle el amor.

Y se recordó que no eran otra cosa que fantasías. Si las cosas salían bien, se marcharía en cuestión de días. Y antes de irse, existía la posibilidad de que le destrozara la vida.

Se recordó que era su trabajo.

La vio salir con los recién casados a los que llevaría hasta el ferry. Eso le brindaría una hora para inspeccionar las habitaciones.

Sabía cómo repasar un cuarto centímetro a centímetro sin dejar rastro de su paso: Primero se concentró en lo obvio… el escritorio en el salón pequeño. Era corriente que las personas fueran descuidadas en la intimidad de sus propios hogares.

A menudo dejaban atrás un trozo de papel, una nota garabateada, un nombre en una agenda… cosas que un ojo entrenado podía descubrir.

Era un escritorio antiguo, de caoba sólida con unas pequeñas marcas y arañazos. Dos de los tiradores de latón estaban sueltos. Como el resto de la habitación, estaba limpio y organizado. Los papeles personales de ella, seguros, facturas, correspondencia, se hallaban archivados a la izquierda. Los asuntos de la posada ocupaban tres cajones de la derecha.

Un rápido vistazo le permitió ver que la posaba obtenía un beneficio razonable, siendo casi todo reinvertido en el negocio. La cocina con la que Mae se mostraba tan posesiva había sido adquirida seis meses antes.

Se había adjudicado un sueldo para sí misma, sorprendentemente modesto. No encontró, ni siquiera tras un estudio más crítico, ninguna prueba de que recurriera a las finanzas de la posada para mejorar su propia situación.

Había una foto enmarcada de ella delante de la rueda del molino, en donde se la veía con un hombre de pelo blanco y aspecto frágil.

Decidió que sería el abuelo, pero estudió la imagen de Vanessa. Tenía el cabello recogido en una coleta y el peto holgado que llevaba puesto estaba manchado en las rodillas. Supuso que de alguna labor de jardinería. Sostenía un puñado de flores estivales. Aparentaba no tener ninguna preocupación en el mundo, pero notó que el brazo libre rodeaba al anciano, desempeñando una función de apoyo.

Dejaba notas para sí misma: «Devolver muestras del papel de la pared. Bloques nuevos para el baúl de los juguetes. Llamar al afinador del piano. Reparar rueda pinchada».

No encontró nada que justificara el motivo de su presencia en la posada.

Abandonó el escritorio y con meticulosidad investigó el resto del salón.

Luego, se dirigió al dormitorio adjunto. La cama con dosel estaba cubierta con una colcha de encaje y adornada con unos bonitos y pequeños cojines. Junto a ella, había una mecedora preciosa y antigua, los reposabrazos pulidos como el cristal. La ocupaba un oso de peluche grande y de color púrpura con unos ligueros amarillos.

Había dejado las ventanas abiertas y la brisa agitaba las cortinas finas. Pensó que se trataba de la habitación de una mujer, femenina, con sus fragancias delicadas y colores pálidos. Sin embargo, de algún modo daba la bienvenida a un hombre. Hacía que deseara disponer de una hora, una noche, en esa suavidad y comodidad.

Atravesó la gastada alfombra hecha a mano y, enterrando el disgusto que le producía, inspeccionó la cómoda.

Encontró algunas joyas que tomó por herencias. Irritado con Vanessa, pensó que deberían estar en una caja fuerte. Había un frasco de perfume. Sabía exactamente el olor que tendría. Estuvo a punto de abrirlo y llevárselo a la nariz antes de contenerse. El perfume no le interesaba. Sí las pruebas.

Un paquete de cartas llamó su atención. ¿De un amante? Descartó el súbito aguijonazo de celos que sintió como algo ridículo.

Mientras desataba con cuidado la fina cinta de satén, pensó que la habitación lo estaba volviendo loco. Era imposible no imaginarla allí, acurrucada en la cama, vestida con algo blanco y tenue, el cabello suelto y las velas encendidas.

Se sacudió mentalmente mientras desplegaba la primera carta. La fecha le mostró que habían sido escritas cuando asistió a la universidad en Seattle. Al hojearlas descubrió que eran de su abuelo. Todas. Estaban escritas con afecto y humor, y contenían docenas de pequeñas anécdotas de la vida cotidiana en la posada. Volvió a dejarlas tal como las había encontrado.

Su ropa era informal, salvo por algunos vestidos que colgaban en el armario. Había botas, zapatillas y dos pares de zapatos elegantes de tacón alto a cada lado de unas pantuflas peludas con forma de elefante. Como el resto de la habitación, estaban colocados con meticulosidad. Ni siquiera en el armario había encontrado una mota de polvo.

Además de un despertador y de un bote de crema para las manos, en la mesilla había dos libros. Uno era una antología de poesía y el otro una novela de misterio con una tapa dantesca. En el cajón tenía unos cuantos chocolates y en el CD portátil a Chopin. Había docenas de velas, quemadas hasta diversas alturas. En una pared colgaba un paisaje marino de azules y grises profundos y tormentosos. En la otra, una colección de fotos, la mayoría sacadas en la posada, muchas de su abuelo. Buscó detrás de cada una. Descubrió que la pintura estaba decolorándose, nada más.

Sus habitaciones estaban limpias. Se plantó en el centro del dormitorio, asimilando la fragancia de la cera de vela, popurrí y perfume. No podrían haber estado más limpias de haber sabido que las someterían a inspección. Lo único que sabía después de una hora era que se trataba de una mujer organizada a quien le gustaba la ropa cómoda, Chopin y que tenía debilidad por los chocolates y las novelas fantásticas.

¿Por qué eso la volvía fascinante?

Frunció el ceño y metió las manos en los bolsillos, luchando por alcanzar la objetividad como nunca antes le había sucedido. Todas las pruebas apuntaban a que estaba metida en unos asuntos bastante dudosos. Todo lo que había descubierto en las últimas veinticuatro horas indicaba que era una mujer abierta, honesta y trabajadora.

¿Qué debía creer?

Fue hacia la puerta en el extremo opuesto de la habitación. Daba a un porche diminuto con unas largas escaleras que llevaban hasta el estanque. Quiso abrirla, salir y respirar el aire fresco, pero le dio la espalda y volvió por el mismo camino que había ido.

La fragancia de su dormitorio permaneció horas con él.

1 comentarios:

Lu dijo...

Me encanta!
Me gustaria saber en que negocio anda Ness segun Zac, que por algo esta investigando.

Sube pronto :)

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