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martes, 21 de junio de 2011

Capítulo 25


Miley se recuperaba rápidamente. Había transcurrido una semana desde el accidente y estaba en casa, levantada de la cama, y recuperaba deprisa su fuerte constitución habitual. Por las mañanas, pese al frío propio de enero, ella y Taylor salían a dar un paseo por el jardín.

Miley: Estoy empeñada en reanudar mi vida normal lo antes posible. Una semana en la cama es demasiado tiempo.

Taylor: Necesitas descansar -le contradijo-. Lo ha dicho el doctor McCauley.

Miley: También ha dicho que un poco de ejercicio me iría bien.

Y se sentía mejor después de un rápido y enérgico paseo matinal. Su cuerpo se iba recuperando bien. Era su corazón el que se hallaba en apuros.

Desde su casamiento, siempre que había habido un problema, William se había vuelto distante y remoto. Desde el accidente, se había alejado de nuevo, resguardándose una vez más detrás de su exasperante reserva.

Miley ansiaba hablar con él, intentar descubrir lo que pasaba. Pero cada vez que reunía el valor, pensaba en lo que él podría decirle y la abandonaba su determinación. En su lugar, hizo lo mismo que él, no dijo nada a nadie y esperó a que se curara su cuerpo mientras el dolor que sentía en el corazón iba creciendo más y más.

Por lo menos Taylor se había recuperado, aunque no estaba mucho mejor de ánimos que Miley. Durante el día, la delgada y rubia joven caminaba inquieta de un lado a otro de la casa con la mente atormentada pensando en Robert McKay. De noche, Miley la oía yendo de una habitación a otra, incapaz de dormir, incluso a altas horas de la noche.


En ese momento, Taylor se encontraba en el piso de abajo, en el salón Wedgwood, trabajando en su bordado y progresando muy poco, sospechaba Miley. A la joven duquesa le preocupaba su amiga, y deseaba que llegaran noticias de Robert McKay.

Sentada en uno de los salones más pequeños situados en la parte posterior de la mansión, Taylor intentaba concentrarse con poco éxito en su bordado cuando apareció Wooster en el umbral de la puerta y la joven levantó la vista de su costura.

Theodore: Siento interrumpirla, señorita, pero su excelencia solicita su presencia en la biblioteca.

Taylor sintió que el corazón se le aceleraba. ¡A lo mejor, Robert había llegado por fin!

Taylor: Gracias, señor Wooster. Iré inmediatamente.

Temblándole las rodillas, dejó el bordado a un lado y se levantó apresuradamente del sofá. Taylor respiró hondo, se serenó mientras se estiraba el vestido de lana azul pálido y abandonó el salón siguiendo al mayordomo.

Con las manos temblándole, esperó a que Wooster hiciera girar el pomo plateado de la puerta, y una vez abierta ésta, se hiciera a un lado para dejarla entrar en el estudio. Sin embargo, cuando echó un vistazo a la sala, no era Robert sino Justin McPhee, el investigador de la calle Bow, a quien vio de pie delante de la maciza mesa del duque, de madera de palisandro.

Will: Adelante, querida -dijo Sheffield-. Creo que me has oído hablar del señor McPhee.

Taylor: Pues sí..., buenas tardes, señor McPhee.

McPhee: Es un placer conocerla, señorita Marley.

Era un hombre pequeño y corpulento, que llevaba unas gafas minúsculas y se estaba quedando calvo, aunque había algo en la rotundidad de sus hombros, en las arrugas de su cara que delataban a un hombre que sabía defenderse.

El duque le hizo una señal para que tomara asiento junto al investigador, y ella se sentó en el borde del sillón de piel color verde oscuro, tan nerviosa que tenía que concentrarse para respirar.

Will: Te he pedido que vengas porque el señor McPhee ha traído noticias de Robert McKay, y he pensado que te gustaría oírlas.

Taylor: Oh, sí, muchísimo. Gracias, excelencia.

Will: Justin, ¿por qué no le cuentas a la señorita Marley lo que acabas de decirme?

McPhee asintió con su calva cabeza y se volvió hacia la joven:

McPhee: Para empezar, señorita Marley, buena parte de lo que su amigo ha dicho, ha resultado cierto.

Sintió su cuerpo tan apagado que pensó que iba a caerse del sillón.

Will: ¿Te encuentras bien, Taylor? -preguntó el duque, preocupado-.

Taylor: Estoy bien -dijo armándose de valor mientras volvía a poner las manos encima del regazo-. Por favor, prosiga señor McPhee.

McPhee: Recientemente viajé al norte, a un pequeño pueblo próximo a York, donde hablé con un hombre llamado Rick Lawrence, que es el primo del señor McKay. Aunque fue preciso un poco de persuasión, cuando descubrió que deseaba ayudar al señor McKay, el señor Lawrence me prestó toda su colaboración, que resultó ser muy útil. Verá, su madre es la tía de Robert. Según parece ella actuó como testigo cuando Nigel Truman, el hijo mayor del conde de Leighton, se casó con la madre de Robert en la iglesia de Santa Margarita.

Taylor frunció el ceño.

Taylor: Me temo que no entiendo.

Sentado detrás de su mesa escritorio, el duque se inclinó hacia ellos. Explicó:

Will: Aunque sabes mucho de la historia de Robert, Taylor, el relato no se acaba ahí. Verás, el primo de Robert descubrió que éste era el hijo legítimo de Truman, lo que lo convertía en heredero del condado de Leighton. Al parecer, ésa fue la razón por la que lo hicieron parecer sospechoso del asesinato. Con el padre fallecido y Robert colgado por el crimen, Clifford Nash, el primo lejano del difunto conde, heredaría legalmente el título y las tierras de los Leighton.

La cabeza de Taylor empezó a dar vueltas.

Taylor: ¿Está... está diciendo que fue ese hombre, Clifford Nash, quien asesinó al conde?

McPhee: Nash o alguien contratado por él. Todavía no estamos seguros de cómo Nash descubrió la existencia de Robert. Rick Lawrence cree posible que el difunto conde se lo dijera personalmente.

Will: Una decisión poco acertada, según parece -intervino el duque-.

El investigador dejó escapar un suspiro.

McPhee: En cualquier caso, el problema consiste en encontrar pruebas.

Taylor: Pero, si está seguro de que Robert es... es el legítimo conde -Se detuvo un instante, no del todo capaz de captar la idea-, entonces ya existe el motivo para el asesinato.

McPhee: Correcto, pero como ya he dicho, el problema está en probarlo.

Taylor: ¿Qué pasos piensa seguir?

McPhee: Me temo que eso tendrá que dejármelo a mí -apuntó-.

Taylor paseó la mirada del investigador al duque.

Taylor: ¿Sabe dónde se encuentra Robert ahora?

Sheffield sacudió la cabeza.

Will: No en estos momentos, pero con tiempo el señor McPhee está seguro de que lo encontrará.

Taylor: Entiendo.

Will: ¿Hay alguna cosa más que desearías saber, Taylor? -preguntó el duque, amablemente-.

Sí, quizá quisiera, sin embargo se había quedado con la mente en blanco.

Taylor: En este momento no.

Will: En ese caso, ya puedes retirarte -concluyó el duque-.

Taylor se puso en pie vacilante, y se dirigió hacia la puerta del estudio. Le daba vueltas la cabeza y le dolía el corazón. La única cosa en la que podía pensar era que Robert era un conde y ella nada más que la doncella de una dama.

¿Por qué era la vida tan injusta?

Antes de que pudiera refugiarse en la soledad de su cuarto, Taylor se echó a llorar.


Se acercaban los últimos días de enero. Miley y Taylor se hallaban sentadas en el salón Wedgwood, Taylor reanudando una vez más sus costuras de bordado mientras Miley escuchaba el repicar de la lluvia contra la ventana y leía detenidamente un poema de Elizabeth Bentley.

Echando una ojeada al sillón próximo al sofá, Miley vio la delicada mano de Taylor dignamente colocada sobre el bordado mientras su mirada se perdía en las llamas de la chimenea. Desde que su amiga se había enterado de la verdad sobre el nacimiento de Robert, se mostraba prácticamente inconsolable.

Los ojos de Taylor se encontraron con los de Miley.

Taylor: Aunque se demuestre la inocencia de Robert, lo nuestro se ha acabado. -Y clavó, con más fuerza de la necesaria, la aguja en el tejido tensado por el bastidor de bordar-. No soy más que la hija de un párroco, una plebeya, mientras que Robert..., Robert es el hijo de un conde.

Miley: Tal vez eso no importe -replicó rezando para que fuera cierto. Pero Robert no había hablado nunca de matrimonio y, según pasaban los días sin dar señales, parecía claro que ésa no era su intención-.

Taylor: Ojala me hubiera quedado en Norteamérica. Ojala Robert se hubiera quedado. Habría esperado a que pagara su deuda de trabajo. Lo habría esperado toda la vida, si me lo hubiera pedido.

Miley: No hay nada resuelto. Ni siquiera sabemos dónde está Robert. Es posible que con el tiempo todo se arregle.

Pero Taylor no lo creía, y Miley tampoco, por lo que no dijo nada más, depositó el libro a un lado y abandonó el salón, de un humor igualmente pésimo.

Miley estaba totalmente restablecida, volvía a sentirse la misma de siempre y, sin embargo, William no había acudido todavía a su cama.

Durante la cena, la observaba con los ojos semicerrados y los párpados caídos, haciendo los más mínimos intentos de conversación. Miley sentía el impulso de gritarle, de exigirle que hablara de una vez y le dijese lo que pasaba. No podía dejar de pensar en la noche que se había puesto el vestido de seda color esmeralda con un escote indecente y se estaba planteando volver a llevarlo.

En cambio, después de otra aburrida noche que acabó cuando William abandonó el comedor inmediatamente después de la cena y se retiró a su estudio-biblioteca, ella se retiró a su habitación, contigua a la de él, y empezó a caminar de un lado a otro, más enfadada a cada minuto que pasaba.

Pero con la rabia vino la incertidumbre.

Dios mío, hasta el apetito sexual que sentía hacia ella había disminuido. Desde el accidente, no había vuelto a ver rastro del apasionado deseo que siempre había brillado en sus ojos cuando la miraba ni de la pasión apenas controlada que siempre había bullido entre ambos.

No la deseaba. Saberlo era devastador.

Noche tras noche pasaba las veladas en su club, del que sólo volvía a altas horas de la madrugada. Miley creía que a menos que ella rompiese la barrera que él había levantado entre ellos, era sólo cuestión de tiempo antes de que buscase la compañía de otras mujeres.

Todavía estaba bien despierta cuando le oyó entrar en su cuarto. Podía oírlo yendo de un lado a otro y se lo imaginó desnudándose, vio en su mente su figura alta y delgada, la marca de los músculos sobre las costillas, el pecho ancho y musculoso. Un ligero escalofrío de deseo recorrió su cuerpo.

¡Válgame Dios! Ese hombre era su marido y ya era hora de que lo recordase.

Tomada su decisión, corrió a su tocador y sacó de él un camisón de seda blanco. Sintió la suave caricia del paño mientras se lo introducía por la cabeza y dejaba que se deslizara sobre sus caderas. Era un camisón de talle alto, el pecho apenas cubierto con un encaje blanco transparente. Al mirarse en el espejo, pudo verse los pezones, dos círculos rosa oscuro que le recordaron el tacto de las manos de William sobre ellos, la manera en que los hacía crecer y endurecerse.

Se tocó entre las piernas, sintió la llama del deseo en su cuerpo y fue consciente de lo mucho que deseaba que él le hiciera el amor. Le parecía que hacía una eternidad desde la última vez que se había acostado con él, antes de marcharse con su tía al campo.

Después de cepillarse los largos rizos castaños y colocarlos alrededor de los hombros, Miley respiró hondo y se dirigió hacia la puerta.

Era tarde, bien entrada la medianoche. Habiendo decidido no llamar a su ayuda de cámara, William deshizo el nudo de su pañuelo y tiró del largo trozo de tela, arrastrándolo alrededor de su cuello. Dejó su chaqueta y su chaleco sobre una silla y quitándose la camisa de batista por encima de la cabeza, se quedó desnudo de cintura para arriba.

Se disponía a quitarse los zapatos cuando oyó un ligero golpe en la puerta que comunicaba con la suite de la duquesa. Sorprendido, empezó a caminar en esa dirección, pero antes de llegar allí, el pomo de plata giró y Miley entró en la habitación.

Miley: Buenas noches, excelencia -pronunció las palabras de una manera suave, casi entrecortada, que aceleró el pulso de William-.

Llevaba un camisón de seda, blanco y ajustado, que insinuaba todas sus exquisitas curvas, y tuvo una erección. Sus ojos se posaron en el encaje transparente que apenas ocultaba los redondeles rosados y gemelos que coronaban sus senos, cuyos pezones, mientras tenía la vista clavada en ellos, comenzaron a ponerse duros y tentadores. Su miembro respondió a tantos estímulos poniéndose grueso y duro.

Will: ¿Quieres alguna cosa? -se obligó a preguntar-.

Los ojos de ella se encontraron con los de él, azules brillantes con azules.

Miley: Sí..., y creo que sabes lo que es.

El cuerpo de William se tensó y aumentó su erección. Ella estaba tan preciosa como siempre, alta y admirable, increíblemente femenina y no la había hecho suya desde antes del accidente.

La palabra le golpeó como una piedra, recordándole su traición y renovando su decisión de mantenerse alejado de ella. Le había mentido, lo había traicionado de una manera mucho más atroz de lo que la había traicionado él a ella con sus falsas acusaciones. Se había prometido a sí mismo que se buscaría otra mujer, que ya no importaba serle fiel ahora que sabía que nunca nacerían hijos de su unión.

Sin embargo, todas las noches mientras yacía en la cama, era por Miley por quien suspiraba, Miley a quien quería.

Ahora ella estaba allí, de pie en su habitación, a sólo unos pasos de distancia. A la luz parpadeante de la lámpara, podía ver la suavidad de su piel de seda, el tono de oro de su larga cabellera castaña.

Y olía la suave y ligera fragancia de su perfume, que le recordaba los manzanos en flor.

Su miembro palpitó, pero él no se movió.

Will: Has estado enferma -dijo de manera simple, aunque le costó pronunciar las palabras-. Deberías descansar y recuperar las fuerzas.

Miley: Ya no estoy enferma, William..., salvo de deseo por ti.

Dando un bufido, William dio un paso hacia ella sin darse cuenta, pero entonces se detuvo y se quedó inmóvil donde estaba.

Will: Quizás otra noche -dijo apretando la mandíbula-.

Ella echó a andar hacia él, con tanta elegancia de movimientos que su camisón flotaba alrededor de su ágil figura como si caminara entre nubes.

Se detuvo delante de William, depositó una mano sobre su pecho desnudo, y él pudo sentir el calor de sus dedos delgados, el calor de su aliento al llegar a su piel.

Miley: Ya ha pasado demasiado tiempo -susurró-.

Sus dedos se deslizaron entre la maraña de pelo que cubría su pecho, descendieron hasta su cintura y se detuvieron sobre el duro bulto que abombaba sus pantalones.

El corazón de William palpitó con estruendo. Su erección creció hacia su mano.

Miley: Me deseas -dijo con tono de alivio, mientras lo pellizcaba un poquito a través del pantalón-.

William apretó la barbilla para combatir el arrollador deseo que invadía su cuerpo, pero cuando Miley levantó los ojos y lo miró, cuando humedeció sus carnosos y rojos labios, el control que tan cuidadosamente había ejercido empezó a aflojarse hasta que saltó violentamente.

Emitiendo algo parecido a un gruñido, se abalanzó sobre ella, la rodeó por la cintura, la arrastró hacia él y, enloquecido, aplastó su boca contra la de ella. La besó furiosamente, hundiendo su lengua en la boca de Miley, aceptando lo que ella le ofrecía, incapaz de resistir un momento más. Miley le rodeó el cuello con sus brazos y le devolvió el beso, con los labios derritiéndose bajo los suyos, sus senos presionando contra el pecho masculino, haciéndolo gemir.

La besó más aún, inhalando su familiar perfume, saboreando la dulce feminidad que era sólo de ella, sufriendo de puro deseo. Miley se aferró a él, devolviéndole los besos, utilizando todos los trucos eróticos que él le había enseñado, endureciendo su miembro hasta causarle dolor.

Acariciándole los senos, él trató de bajarle los tirantes del camisón de seda blanco, pero Miley se apartó.

Miley: Todavía no. Primero te ayudaré a desnudarte.

William observó fascinado cómo ella se arrodillaba delante de él para quitarle los zapatos y las medias, y cómo empezaba a desabrocharle los botones de sus pantalones. Cada roce de sus dedos desataba una agonía de deseo, una lujuria que le urgía a cogerla en brazos, arrancarle el camisón, separarle las piernas y hundirse dentro de ella.

Y, sin embargo, no hizo nada de eso. Dejó, en cambio, que fuera ella quien llevara la iniciativa, negándose a meterle prisa, absorbiendo cada caricia como si su cuerpo estuviera muerto de sed y ella fuera como las primeras gotas de lluvia.

Incluso cuando ella lo hubo despojado de la ropa, dejándolo desnudo, no se movió, se quedó quieto, delante de ella, empapándose de su presencia mientras acariciaba su sedoso cabello con una mano.

Will: Te he echado de menos -dijo suavemente, una confesión surgida en contra de su voluntad. Ella levantó la vista para mirarlo y él se dijo que el brillo de sus ojos no podía ser de lágrimas-.

Miley le besó en el pecho justo encima del corazón, y luego volvió a arrodillarse delante de él. Y cogiendo entre sus manos el poderoso miembro, se lo introdujo en la boca.

Durante un instante, paralizado de adormecimiento, William se convenció de estar soñando, a la vez que rogaba para no despertar del sueño mientras Miley lo besaba y acariciaba, empleaba su lengua y sus labios para darle la clase de placer que una esposa no suele darle a su marido.

Pero Miley no era una esposa común, y eso era algo que William había sabido desde el principio. Cuando el placer le empezó a resultar insoportable, cuando la exquisita tortura empezó a abrumarlo, hundió su mano en la poblada cabellera castaña y la obligó a ponerse de pie.

Cogiendo su barbilla entre los dedos, acerco la boca de ella a la suya, saboreando su propia esencia, absorbiendo en sus pulmones la respiración de ella.

Sus miradas se encontraron mientras él, tomándola en sus brazos, la transportó hasta la cama con dosel, la depositó encima de las sábanas blancas y deslizó el camisón de seda por encima de su cabeza, desnudándola ante su sensual mirada. Ella esperó a que él le hiciese compañía sobre el mullido colchón de plumas, y se tumbase a su lado. Sus ojos se abrieron de asombro cuando él la levantó y la sentó encima de él a horcajadas.

El cuerpo de ella era delgado y ágil. Su cabellera, desperdigada por los hombros, rozaba las puntas de sus pechos, y cuando se inclinaba hacia delante, barría su pecho desnudo creándole la sensación de ser acariciado por un manto de seda color castaño leonado.

Will: Tan precioso..., nada que ver con el de otras mujeres.

Miley le acarició la mejilla y él tomó la suave redondez de uno de sus senos en la boca y mientras lo succionaba, deslizó su mano entre sus piernas. Ella estaba húmeda y abierta, lista para recibirlo, y él la tomó lentamente, poseyendo el precioso y delgado cuerpo que se acoplaba tan perfectamente al suyo.

Se dijo que había ocurrido porque él era un hombre y ella una mujer, y él llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer.

Pero sabía que era una mentira, y mientras ella alcanzaba su orgasmo y él se corría dentro de ella, su corazón lloraba por otra mentira, otra mentira más dolorosa incluso.

Una que Miley le había dicho sin pronunciar una sola palabra.

1 comentarios:

LaLii AleXaNDra dijo...

Sin palabras amiga
hahahaha
me encanta tu nove..
pero me da tristeza que Miley no pueda dar un heredero a Will...
eso va complicar las cosas
.............
siguela

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