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viernes, 24 de junio de 2011

Capítulo 27


La oscuridad envolvía la ciudad. La luna, con una ínfima parte iluminada, se hallaba suspendida sobre la gran mansión de piedra del duque en la plaza Hanover. En su habitación de la segunda planta, acostada en su cama, Taylor estudiaba el techo, las molduras blancas decoradas, y contaba las hojas de roble de escayola, mientras trataba en vano de dormir.

Habían sucedido tantas cosas en los meses desde que ella y Miley habían abandonado Wycombe Park y habían regresado a la ciudad...

Tantas cosas habían cambiado...

Habían viajado a Norteamérica y habían vuelto. Miley se había casado y Taylor era ahora la doncella de una duquesa..., y su amiga íntima.

Robert McKay había entrado en su vida.

Lo había conocido y se habían enamorado.

Los ojos de Taylor se llenaron de lágrimas que ella trató de contener. Ya había llorado bastante por Robert McKay.

Aunque se habían encontrado pruebas de que Robert había dicho la verdad y era inocente del asesinato, no había dicho ni una palabra sobre sus sentimientos hacia ella, y en los meses que habían transcurrido desde que ella regresara a Londres, no había ido a verla ni una sola vez.

La razón estaba clara. Robert era un conde y ella una doncella.

Por supuesto que no aparecería. Incluso si había estado enamorado de ella, sus sentimientos habrían cambiado al enterarse de que era miembro de la aristocracia.

Había perdido a Robert y lo mejor que podía hacer era aceptar el hecho y contentarse con la vida sencilla y libre de trabas que había llevado hasta que lo había conocido.

Sin embargo, incluso mientras se decía estas palabras, el corazón de Taylor se agitaba. Dios mío, si hubiera conocido el dolor de amar a alguien, nunca habría ido con Robert al establo aquella noche. Nunca lo habría besado ni habría permitido que él la besara.

Taylor reprimió un sollozo, decidida a no pensar más en Robert McKay. Sin embargo no podía dormir. En su lugar, se quedó escuchando el murmullo del viento al agitar las ramas del árbol que había delante de su ventana, el lejano traqueteo de los cascos sobre el empedrado de la calle, el sordo traqueteo de los carruajes que pasaban por delante de la mansión.

Mientras las horas avanzaban con lentitud, Taylor se sumió en un duermevela hasta que se volvió a despertar. Era la luz que se reflejaba en la ventana y que se movía con un extraño y persistente ritmo la que llamó su atención, lo que la hizo levantarse de la cama, cruzar la mullida alfombra que la separaba de la ventana, y mirar en la oscuridad.

Taylor dio un grito ahogado al ver la figura de un hombre encaramando en la pequeña reja de hierro forjado que adornaba el exterior de las ventanas de la segunda planta. El hombre se inclinó un poco más cerca, y al acercar la luz a su rostro, el corazón de la joven saltó de alegría.

¡Robert!

Le temblaban las manos mientras levantaba el pestillo y abría las dos hojas de la ventana de par en par. En silencio, Robert trepó por el alféizar, saltó con suavidad sobre la alfombra y cerró la ventana para que no entrara frío. Se volvió hacia ella y se quedó de pie mirándola, mientras a Taylor se le ocurrió que debía de parecer un adefesio.

¡Dios bendito! ¡Ni siquiera se había trenzado el cabello! Lo había dejado suelto, una mata de rizos que le caía por la espalda y ahora un rebelde y pálido mechón caía alborotado sobre su frente.

Vestía un camisón blanco de algodón, los pies le asomaban descalzos por debajo del dobladillo y, a causa del frío, los pezones se marcaban por debajo del tejido.

Taylor se sonrojó.

Taylor: No..., no estoy vestida -dijo de manera poco convincente-. Sé que estoy hecha un adefesio y...

Una avalancha de besos apasionados impidió que las palabras continuaran saliendo de su boca. Robert la besó como no la había besado nunca, con una fiereza y una pasión que le dijo todo lo que ella había ansiado oír y más.

Robert: Lo siento -dijo apartándose-. No era mi intención... Espero no haberte asustado.

Taylor: No me has asustado. -Se acarició los labios, temblorosos e hinchados a causa de los besos-. Estoy tan contenta de verte, Robert.

Robert: Tenía que venir -dijo, acariciándole la mejilla-. No podía estar lejos de ti ni un momento más.

Taylor: Robert... -Se refugió en sus brazos y sintió una felicidad que no había experimentado nunca antes-. Te he echado tanto de menos...

Ella sintió que sus dedos se deslizaban entre su pelo, y le sostenían suavemente la cabeza, mientras él se inclinaba para volver a besarla. Una vez satisfecho su deseo, se separó un poco para mirarla a la leve luz de la luna que se filtraba a través de la ventana.

Robert: Había olvidado lo preciosa que eres.

El rubor subió a las mejillas de Taylor.

Taylor: No soy preciosa en absoluto.

Robert: Lo eres. Eres como una flor de primavera. Tus rasgos son tan delicados y tu piel tan blanca... Tienes el cabello delicadamente dorado y tan suave como el terciopelo. Puede que tú no lo veas, pero yo sí.

Era la primera vez que alguien le hablaba así, y por dentro tembló de amor hacia él.

Taylor: Robert... -Estrechó su abrazo-. Han ocurrido tantas cosas...

Robert sacudió la cabeza, dejando escapar un suspiro de frustración.

Robert: Tantas cosas y, por otro lado, no las suficientes. Sigo siendo un hombre buscado.

«Y también un conde», pensó ella, pero no lo dijo. No quería pronunciar las palabras que hubieran podido poner fin a ese momento entre ellos. Esa noche era suya y sólo suya, y valoraba muchísimo cada momento que pudiera pasar con él.

Taylor: Cuéntame tus noticias y yo te diré las mías -dijo con suavidad-.

Robert: ¿Mis noticias? He recorrido media Inglaterra y todavía no he encontrado lo que estoy buscando. Pero te explicaré lo que he encontrado.

Durante la media hora siguiente, hablaron de todo lo que había ocurrido, y lo hicieron con la misma facilidad que habían compartido desde el día en que se conocieron. Taylor le habló del duque y de su investigador, Justin McPhee, y de cómo éste había comprobado la veracidad de la historia de Robert.

Taylor: Está buscando pruebas de tu inocencia. El duque cree que las encontrará.

Robert desvió la mirada.

Robert: Esas mismas esperanzas tenía yo. Hablé con la mujer con la que tenía que reunirme aquella noche en la posada, pero no sirvió de nada. Se echó a llorar y dijo que un hombre le había dado dinero para que me enviara una nota sugiriendo una cita en el Boar and Hen, pero que no tenía ni idea de lo que iba a suceder cuando yo llegara allí. Dijo que nunca llegó a ver al hombre que le había pagado, aunque no estoy muy seguro de creerla.

Siguieron hablando durante un rato más. Cuando estuvo dicho todo lo referente al asesinato, Robert la besó de nuevo.

Robert: He venido porque quería verte, no cargarte más con mis problemas.

Taylor: Tus problemas se han convertido ahora en los míos, Robert. Ya deberías saberlo.

Taylor atrajo la boca de Robert a la suya para otro beso interminable. Al principio, él se lo devolvió, su lengua recorriéndola por dentro como había hecho antes, pero a medida que aumentaba la pasión y la respiración de ambos se volvía más superficial, Robert se separó de ella.

Robert: Es hora de que me vaya. Te deseo terriblemente, amor mío, y no estoy seguro de hasta cuándo podré controlarme.

El corazón de Taylor se aceleró. ¡La deseaba! Casi era un sueño que estuviera allí, a su lado, mirándola con sus dulces ojos castaños llenos de anhelo. Y mientras pensaba en los obstáculos que les separaban, y en los solitarios años que pasaría sin él, ella se dio cuenta de que también lo deseaba.

Taylor: No te vayas, Robert -dijo, acariciándole la mejilla-. Quédate conmigo esta noche.

El la recorrió con la mirada y ella vio su ardiente deseo.

Robert: Eres virgen, Taylor. No te haré perder la inocencia. No, tal y como están las cosas.

Taylor: No importa. Quiero que seas tú. Tú quien me haga mujer. Di que te quedarás.

Él empezó a sacudir la cabeza, pero Taylor se apretó contra él y lo besó. Y cuando tomó su mano y la colocó sobre su seno, sintió el deseo de sus dedos mientras se adaptaban a la redondez de los pechos.

Taylor: Dime que te quedarás.

Robert: No conocemos el futuro -afirmó-. Aún es posible que acabe en la horca, amor mío. ¿Y si tienes un hijo?

Ella lo miró con todo el amor en sus ojos.

Taylor: Ése sería el regalo más maravilloso que podrías darme, Robert.

Un sonido grave salió de su garganta mientras la arrastraba a sus brazos.

Robert: No hay otra mujer como tú -dijo, y la besó con suavidad, y luego con más ferocidad, la besó hasta que ninguno de los dos fue capaz de pensar racionalmente-.

Taylor no se dio cuenta de que le había arrancado el camisón hasta que sintió el aire frío en su piel, la cogió entre sus brazos y la llevó hasta la cama. Robert se acostó a su lado, desnudo, su cuerpo fuerte y hermosamente musculoso brillando a la luz de los ligeros rayos de luz que iluminaban la habitación.

Robert: Sé que esto está mal, pero pierdo la voluntad cuando se trata de ti, cuando la visión de tu dulce cuerpo altera tanto mi sangre.

Taylor: Esta noche será nuestra y sólo nuestra, y ocurra lo que ocurra nunca nos arrepentiremos de ella.

Robert: ¿Me lo prometes?

Taylor: Te doy mi palabra. Lo juro.

Robert: Entonces, te amaré esta noche y siempre, Taylor Marley. -Y cuando la besó, cuando acarició su cuerpo con tanta ternura, Taylor casi le creyó-.


Clifford Nash, conde de Leighton, se apoyó en su hondo sillón de piel, delante de la chimenea de su despacho en Leighton Hall. Fuera, un frío viento de febrero barría la tierra. ¡Vaya si se alegraría cuando llegara la primavera!

Llamaron a la puerta con suavidad y el conde hizo señas a Burton Webster, un hombre alto y grandote, un bruto que pese a su ordinario aspecto tenía la suficiente inteligencia como para entrar en el estudio.

Clifford: ¿Y bien? ¿Ya está hecho? ¿McKay está muerto y ya me lo he quitado de encima?

Webster sacudió su greñuda cabeza.

Burton: Todavía no, pero falta poco. Por fin lo he encontrado, aunque me ha llevado más tiempo del que me figuraba.

Clifford: ¿Dónde está? -preguntó el conde-.

Burton: En Londres. Posiblemente, el último lugar donde me hubiera imaginado encontrarlo.

Clifford: ¿Qué hace en Londres?

Burton: No estoy seguro, pero según mis fuentes, se aloja en la buhardilla de una taberna del East End, llamada The Dove. He hablado con Sweeney...

Clifford: ¿Sweeney?

Burton: Albert Sweeney, el hombre que contraté en la ocasión anterior. Sweeney ya ha salido para Londres. Le he pagado bien para que se ocupe de McKay. Creo que ésta será la última vez que vuelva a oír hablar de él.

Clifford: Bien. Ya sería hora de que este asunto quedara zanjado de una vez por todas.

Webster se levantó del sillón.

Burton: ¿Alguna cosa más, milord?

Clifford: Sólo que esta vez te asegures que así sea.

Burton: Lo haré. Voy a ir personalmente a Londres. Una vez que me asegure de que el asunto se ha resuelto de una manera satisfactoria, se lo haré saber.

Al ver el gesto de aprobación de Clifford, Webster se dio media vuelta y salió del estudio. Pronto acabaría todo.

Como Clifford había dicho, ya sería hora.


Taylor llamó tímidamente a la puerta del estudio-biblioteca del duque. Le había enviado una nota solicitando verlo y unos minutos después, él la había llamado a su despacho.

El duque le rogó que entrara y ella abrió la puerta y se acercó a él, esperando que no pudiera oír el estruendo con que le palpitaba el corazón.

Will: ¿Querías verme?

Taylor: Sí, excelencia. Traigo noticias de Robert McKay.

Él dejó la hoja de papel que había estado estudiando encima de la mesa escritorio.

Will: Siéntate Taylor. Sea lo que sea lo que tengas que decir, no tienes que temer. -Ella se hundió en la silla, y al levantar la vista vio que el duque rodeaba su mesa, se acercaba a ella y tomaba asiento en la silla de piel próxima a la suya-. Y ahora, cuéntame esas noticias que me traes de McKay.

Taylor jugueteó con un pliegue de su falda, atenta para no distraerse con las intimidades que Robert y ella habían compartido.

Taylor: Anoche Robert vino a verme.

El duque frunció el ceño. Preguntó:

Will: ¿Vino a esta casa?

Taylor: Sí, excelencia. Se encaramó al árbol que llega hasta mi habitación y lo dejé entrar por la ventana.

Las rubias cejas del duque se juntaron aún más.

Will: ¿Cómo sabía cuál era tu habitación?

Taylor: No lo sé, pero Robert es extremadamente inteligente -afirmó-.

Will: Estoy seguro de eso -dijo el duque-.

Taylor: Le hablé del hombre que ha contratado, el señor McPhee, y de su confianza en que ese hombre encuentre pruebas para limpiar su nombre, aunque Robert no lo cree posible. Dijo que había probado todas las vías posibles y que no había encontrado nada. Está muy desanimado.

Will: ¿Dónde está Robert ahora?

Ella desvió la mirada.

Taylor: Me ha pedido que no se lo diga.

Will: Pero lo quieres y deseas que lo ayude por lo que me vas a decir dónde, exactamente, puedo encontrarlo.

Ella parpadeó antes de mirarlo.

Taylor: Por favor, no me pregunte.

Will: No soy enemigo de Robert ni tuyo, Taylor. Tienes que decírmelo para que pueda proporcionarle la ayuda que tanto necesita.

Taylor se lo había prometido a Robert y, sin embargo, sabía que a menos que el duque encontrara la manera de demostrar su inocencia, al final lo colgarían.

Taylor: Se aloja en una habitación de una posada, The Dove, que se halla en el East End.

Will: Gracias, Taylor. No traicionaré tu confianza ni la de Robert.

Taylor: Lo sé, excelencia.

Will: ¿Ha descubierto algo nuevo? ¿Algo que podría serle de ayuda?

Taylor: Mencionó a una mujer, una tal Molly Jameson. Tenía que haberse reunido con ella en la posada la noche del asesinato. Robert fue a verla y ella le dijo que le habían ofrecido dinero a cambio de que lo convenciera de acudir a la posada esa noche, pero aseguraba que no sabía quién había sido, aunque Robert no está seguro de creerla.

Taylor le contó todo lo que le había dicho Robert, con la esperanza de que eso lo ayudara en algún sentido.

Will: Gracias por confiar en mí -replicó el duque, cogiéndola de la mano y dándole un ligero apretón-. Es obvio que significas mucho para Robert. Ocurra lo que ocurra, siempre debes recordarlo.

Ella sabía lo que le intentaba decir, sabía que un conde no se casa con una doncella, aunque la ame. Y porque lo sabía se limitó a asentir. El duque se puso de pie, dando por terminada la entrevista, y Taylor abandonó el estudio. Rezaba para que el duque encontrara la manera de ayudar a Robert antes de que fuera demasiado tarde.


Miley se arrimó a William en su enorme cama de cuatro columnas. La habitación que había sido ocupada por seis generaciones de duques de Sheffield era típicamente masculina, tal vez un poco demasiado oscura, con muebles ricamente tallados y lujosos juegos de cortinas de terciopelo azul. Colgaduras del mismo color adornaban la madera tallada de los postes de la cama, protegiéndola del frío invernal.

Era la habitación de un hombre, y William la había hecho suya, y ésa era la razón por la que a Miley le gustaba tanto. Sus botas descansaban junto al armario pegado a la pared, y había varias botellas de sus colonias favoritas sobre el tocador próximas a su peine de plata. Le gustaba leer, y media docena de libros se amontonaban sobre la mesita de noche próxima a su cama.

A Miley le gustaba que él quisiese compartir con ella la gran cama, que la tomase en mitad de la noche y, de nuevo, antes de que se levantaran por la mañana.

El deseo que sentían el uno por el otro no parecía desvanecerse nunca, y, sin embargo, negros nubarrones se levantaban entre ellos. Alguien había intentado matarla. O tal vez el blanco fuera William, tal y como él parecía creer, y ella y Taylor habían sido simples víctimas secundarias del deliberado crimen.

Mientras se hallaba acostada en la cama, William dormido a su lado, las preguntas rondaban su cabeza sin que le llegara ninguna respuesta. Se alegraría cuando Justin McPhee regresase a la ciudad. William tenía mucha fe en el investigador y Miley pensaba que podría serles de gran ayuda.

A medida que transcurrían los minutos y la temperatura del cuerpo de William la hacía entrar en calor, se quedó finalmente dormida, aunque fue un sueño intermitente e inquieto. Cuando un extraño olor invadió sus fosas nasales y comenzó a penetrar su conciencia, cuando le empezaron a escocer los ojos, se despertó sobresaltada.

Durante un instante, se imaginó que seguía soñando, que no era real la parpadeante luz amarilla que corría por el extremo de la alfombra, ni las llamas naranjas y amarillas que engullían los cortinajes.

Entonces, cogió una bocanada de aire, empezó a toser y se enderezó de repente en la cama.

Miley: ¡Despierta, William! ¡Hay fuego en la habitación! -gritó, zarandeándolo agitadamente por los hombros-. ¡William, despierta! ¡Tenemos que salir de aquí!

William se removió adormilado y ella se dio cuenta de lo profundamente dormido que estaba. Si ella no hubiera dormido mal, era probable que el humo los hubiese ahogado antes de que se hubieran despertado.

Will: ¿Qué ocurre? -dijo finalmente mirando a su alrededor-. ¡Dios mío! -Entonces, medio dormido, saltó de la cama, le lanzó a ella su batín y él se puso el suyo, color burdeos-. ¡Tenemos que salir de aquí ahora mismo!

Cogiéndola de la mano, se dirigió delante de ella hacia la puerta. La mitad de la alfombra estaba en llamas y las paredes ardían cada vez con mayor intensidad. Esperando encontrar el resto de la casa en llamas, se quedó asombrada cuando abrieron la puerta y vieron que el fuego sólo se propagaba en su habitación.

Will: ¡Fuego! -gritó en el pasillo-. ¡Hay fuego en la casa!

Las puertas del tercer piso se abrieron de golpe y los criados empezaron a correr de un lado a otro, gritando y dando órdenes, bajando apresuradamente la escalera que conducía al segundo piso. Dos puertas más allá de la suite que ocupaba el duque, en la habitación contigua a la de Miley, Taylor salió corriendo al pasillo en batín y zapatillas. Se le habían soltado varios mechones de su trenza, que se arremolinaban alrededor de su cara y tenía sus ojos azules redondos como platos.

Taylor: ¿Qué ocurre? -Lanzó una mirada a través de la puerta abierta, vio las llamaradas rojizas justo antes de que William cerrara la puerta de un portazo-. ¡Oh, Dios mío!

Will: ¡Vamos! -ordenó, insistiendo a las dos mujeres a que se dirigieran a la escalera y apresurándolas a que bajaran y luego a que salieran al jardín por las puerta ventanas-. Aquí estaréis a salvo. No os mováis de aquí hasta que acabe todo.

Miley: ¡Espera! -le gritó, pero William ya había vuelto corriendo a la casa, mientras gritaba órdenes a los lacayos para aumentar los esfuerzos del grupo que apagaba el fuego con cubos, y entraba y salía de la casa, desapareciendo de su vista-. Tenemos que ayudar -dijo, con voz más alta de lo normal a causa del miedo-.

Taylor: Yo puedo levantar un cubo tan bien como el que más -añadió, y ambas echaron a correr-.

Una fila de sirvientes, que desaparecía dentro de la casa, iba pasando de mano en mano cubos de madera llenos de agua. Desde su puesto en la cadena humana que iba pasando los pesados cubos desde el jardín, Miley podía ver los pisos superiores de la casa, las llamas que salían de los alféizares de las ventanas de la suite del amo.

Dio un grito ahogado cuando varias de las hojas de cristal ondulado se hicieron añicos a causa del calor. Un instante después, reconoció la esbelta figura de William, de pie en la habitación, apagando el fuego con agua, con la ayuda del señor Cooney, el lacayo, y el señor Mullens, el cochero, y haciendo muchos progresos, según parecía.

Le dolía la espalda y tenía el batín, la única prenda que llevaba encima de su cuerpo desnudo, empapado y pegado al cuerpo, cuando William regresó al jardín, cubierto de hollín, con la cara ennegrecida, el cabello despeinado y varios mechones cayéndole por la frente.

Will: Lo hemos apagado -informó al grupo que trabajaba sacando agua de la fuente-. Hemos conseguido controlar el fuego antes de que se extendiese por el resto de la casa. Gracias a todos por vuestra ayuda.

Aliviada, Miley se relajó.

Miley: Gracias a Dios.

Los ojos azules de William se clavaron en su ropa empapada de agua.

Will: Creía que te había dicho que te mantuvieras alejada, en un lugar seguro.

Miley: No corría peligro aquí fuera. No estoy inválida, excelencia, y estoy en mi derecho de ayudar a salvar mi propio hogar.

Algo trastocó los rasgos de William, suavizando su dura mirada.

Will: Te pido disculpas. Como bien dices, tienes todo el derecho de ayudar a salvar tu hogar.

Sus miradas se cruzaron durante unos instantes. A pesar de la suciedad y del hollín, Miley pensó que el duque de Sheffield era el hombre más guapo de Inglaterra.

Ella apartó la mirada, avergonzada de sus pensamientos.

Miley: ¿Qué ha ocurrido exactamente? ¿Tienes idea de cómo ha empezado el fuego?

La mandíbula de William se tensó, acentuando el hoyuelo de su mejilla.

Will: Había resina en la alfombra. Y también la habían arrojado en las cortinas.

Ella abrió los ojos con asombro.

Miley: ¿Ha sido un incendio provocado?

Will: Lamento tener que decir que sí.

Miley: ¡Oh, Dios mío!

Taylor hizo un extraño ruido con la garganta. Dijo, casi a gritos:

Taylor: ¡Intentan mataros a los dos!

Will: Vamos, será mejor que entremos. No hay necesidad de alterar a los sirvientes.

Pero éstos ya estaban preocupadísimos, y Miley se sentía revuelta por dentro. Era la segunda vez que habían intentado matarla.

Lanzó una mirada a su esposo. Esa noche, William había estado incluso más cerca que ella de la muerte.

Al menos, una cosa estaba clara, y su corazón se expandió de alegría. Quienquiera que intentase matarla, ahora estaba segura de que no se trataba de su marido.

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