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lunes, 23 de mayo de 2011

Capítulo 3


Brittany seguía de pie, clavada en la cubierta del Diablo de los Mares, y el miedo era una sustancia viva que se apoderaba de su ser. Oía los latidos de su propio corazón, sentía una opresión en el pecho que le dificultaba la respiración. El capitán permanecía frente a ella, con las largas piernas algo separadas para hacer frente a los ataques del mar, y una sonrisa fría, triunfante, asomando a sus labios. Ella debía reunir todas sus fuerzas para no confesarle lo aterrada que en verdad se sentía.

Dios mío, debería haberse enfrentado a él, debería haberse negado a abandonar el barco, debería haber pedido ayuda a gritos, haber rogado a los pasajeros y a la tripulación que acudieran en su ayuda. Pero la vida del capitán Chambers corría peligro, y ella no quería que le sucediera nada, que pudiera morir por su culpa.

Era culpable de un crimen terrible, y en ese breve instante en que ese otro capitán de pelo castaño hizo su aparición en la sala, sin duda supo lo que Brittany había hecho.

¿Quién era ese hombre? El diablo, le había dicho, y ella lo creía. Si cerraba los ojos, todavía era capaz de leer la aversión escrita en su rostro en el momento de mirarla. Y el odio. Jamás había mirado un azul tan gélido en unos ojos, jamás había visto una mandíbula tan dura, tanto que parecía tallada en piedra.

Era alto, de largas piernas, sólido, y su ancho hombro se clavaba con firmeza en su vientre mientras la bajaba por la escalerilla. Sobre los músculos de su espalda no había sentido nada de grasa, lo sabía, y se ruborizó al recordar aquel contacto íntimo.

Tenía la piel clara, el rostro ligeramente bronceado, con pequeñas arrugas en la comisura de los párpados. Serían del sol y no de reírse, de eso no le cabía duda. No se imaginaba al capitán diabólico riéndose por nada, excepto, tal vez, por el dolor que era capaz de causar a los demás. No, sus rasgos eran duros, implacables, brutales, incluso crueles.

Y sin embargo resultaba apuesto. Con sus cabellos castaños, ondulados, sus largas cejas negras, sus labios bien formados, era uno de los hombres más guapos que había conocido.

Andrew: Sígame.

Las palabras se clavaron en ella e interrumpieron su trance. Dios santo, ¿por qué le habría permitido alejarla del Lady Anne?

Se armó de valor.

Britt: ¿Adónde me lleva?

Andrew: Necesitará un lugar donde dormir. Lo hará en mi camarote.

Ella se detuvo en seco, y en ese momento el barco se balanceó y ella estuvo a punto de perder el equilibrio.

Britt: ¿Y dónde pretende dormir usted?

Los labios de Andrew esbozaron una fugaz sonrisa.

Andrew: Este barco no es tan grande. Me temo que deberá compartir el camarote conmigo.

Brittany negó con la cabeza y, sin darse cuenta, dio un paso atrás.

Britt: Ah, no. De ninguna manera dormiremos en la misma habitación.

Él arqueó una ceja.

Andrew: En ese caso tal vez prefiera hacerlo en cubierta. Podemos disponerlo así, si es su deseo. O también puede unirse a la tripulación. Estoy seguro de que a ninguno de sus miembros le importaría compartir cama con usted. ¿Qué elige, señorita Snow?

Brittany observó sus rasgos implacables y sintió náuseas. Dependía por completo de la voluntad de ese hombre. ¿Qué podía hacer?

Buscó desesperadamente con la mirada por toda la cubierta: no tenía adónde ir, no podía salir huyendo hacia ninguna parte. Seis miembros de la tripulación formaban un semicírculo a su alrededor. Uno de ellos sonrió y ella se fijó en sus dientes ennegrecidos. Otro tenía una pata de palo, y un tercero era corpulento, muy moreno, y su piel estaba cubierta de tatuajes.

Andrew: ¿Señorita Snow?

Probablemente el capitán era el mal menor, aunque no estaba del todo segura. El capitán se volvió y comenzó a andar, y Brittany dio la orden a sus pies para que se pusieran en marcha. Las piernas le temblaban mientras descendía por la escalera vertical que conducía a sus aposentos, en la popa del barco. Al llegar abajo, él se giró y le tendió la mano para ayudarla a vencer los últimos peldaños, en un gesto de caballerosidad que resultaba más burlón que galante.

Le abrió la puerta de la cabina para dejarla pasar, y ella accedió a un espacio mucho más lujoso e impresionante que el diminuto camarote que compartía con Phoebe a bordo del Lady Anne.

Andrew: Parece que es de su agrado.

¿Cómo no iba a serlo? Las paredes eran de caoba pulida, lo mismo que la mesa y las sillas, el escritorio y las estanterías. Una cama ancha, empotrada, también de caoba, se extendía bajo una hilera de ventanucos cuadrados que daban a popa y, en una esquina, un fuego reconfortante ardía en una diminuta chimenea. El suelo de madera pulida, cubierto por una mullida alfombra persa, resplandecía a la luz de unas lámparas de latón recién abrillantadas.

Brittany se obligó a mirar al capitán a la cara.

Britt: Tiene usted un gusto exquisito por lo que a muebles se refiere, capitán Seeley. Casi se diría que refinado.

No pudo evitar pronunciar sus palabras con un tono de sarcasmo.

Andrew: A diferencia de mis modales. Es eso lo que insinúa, ¿no es así, señorita Snow?

Britt: Eso lo ha dicho usted, capitán, no yo.

Andrew levantó un abrecartas de plata que reposaba en su escritorio y lo giró con sus dedos largos y delgados en las puntas.

Andrew: Me intriga usted, señorita Snow. Antes, cuando nos hemos conocido, me ha parecido que no le sorprendía en exceso mi aparición. Deduzco que porque era consciente de que las acciones que emprendió en Londres podían reportarle consecuencias.

Ella mantuvo el gesto inmutable y rezó por que no le notara el temblor de las manos.

Britt: No tengo la menor idea de a qué se refiere. Le he acompañado porque ha dejado claro que dispararía contra el capitán Chambers si no lo hacía.

Andrew: De modo que estaba preocupada por la integridad del capitán, y no por la suya propia.

Britt: Así es.

Andrew: ¿Por qué cree que he venido a buscarla?

Britt: Lo ignoro por completo.

Andrew: ¿De veras?

Britt: Absolutamente, del todo.

Andrew: Tal vez ha pensado que pediría una recompensa por su liberación.

Avanzó hacia ella, alto, de piel clara, un león al acecho.

Britt: ¿Eso piensa hacer?

Confiando en que sus entumecidos dedos le respondieran, levantó las manos para quitarse el collar.

Andrew: Si eso es lo que pretende, tal vez quiera aceptar esto en lugar del dinero. Le aseguro que este collar es una joya de cierto valor.

Y terriblemente difícil de desabrochar, como si las perlas tuvieran voluntad propia.

El capitán se acercó a ella.

Andrew: Tal vez pueda ayudarla. -El cierre cedió casi al instante, y el collar cayó con suavidad en su mano-. Precioso. -Pasó los dedos sobre las perlas-. Me pregunto cómo lo habrá obtenido.

Britt: Estas perlas son un regalo. Quédeselas a modo de pago y devuélvame al Lady Anne.

Él soltó una carcajada seca y desagradable.

Andrew: Un regalo. De algún admirador, sin duda. -Hizo rodar el collar de una mano a otra, tanteándolo, sintiendo su textura cremosa, y luego lo dejó caer de cualquier manera sobre el escritorio-. No me interesa su dinero, señorita Snow. -Unos ojos azules, fríos, la recorrieron de la cabeza a los pies, y una sonrisa helada se asomó a las comisuras de sus labios-. Existen, sin embargo, otras formas de pago que podría considerar. -Su mirada pálida se posó en la curva de sus senos, apenas visible bajo su vestido de seda aguamarina-. Voy a estar un rato ocupado. Le sugiero que se ponga cómoda mientras me ausento. -Levantó el collar del escritorio y lo rodeó con sus dedos largos-. Hasta luego, señorita Snow.

Brittany le siguió con la mirada mientras se acercaba a la puerta y la cerraba tras de sí. Al oír que el tirador regresaba a su lugar, soltó el suspiro que llevaba tanto tiempo conteniendo, y las lágrimas que había reprimido asomaron a sus ojos y rodaron por sus mejillas. Brittany se las secó al instante, decidida a que nadie las viera, y él menos que nadie.

Creyó que su intención era llevarla de regreso a Londres, que pretendía presentarla ante la justicia para que respondiera de la acusación de ayuda a un traidor en su fuga. Sabía que eso podía suceder, que podían descubrirla y encarcelarla por lo que había hecho.

Pero no podía abandonar a su padre. Aunque apenas lo conocía y no sabía si era inocente o culpable, no podía quedarse de brazos cruzados a la espera de que lo condenaran a morir en la horca.

Andrew, de pie con las piernas separadas, apoyaba las manos en la barandilla. Contemplaba las aguas oscuras y espesas como la tinta y su mente se llenaba de imágenes de Brittany Snow. Esos pensamientos se alternaban con otros de los hombres de su tripulación, hombres valientes, algunos de ellos casados y padres de familia, hombres que habían luchado junto a él durante muchos años.

Todavía oía sus gritos entre las paredes de la cárcel.

Adam: La chica no es como la había imaginado. -No había oído llegar a Adam y plantarse a su lado-. Una criatura, si llega a los veintitrés ya es mucho.

Andrew: Su edad no importa. Facilitó la libertad a un asesino. Es posible que estuviera de acuerdo con él desde el principio. Y cabe la posibilidad de que conozca su paradero.

Adam asintió.

Adam: Sí, así parece que son las cosas. -Andrew volvió a posar la vista en las aguas. El barco surcaba las olas, y un débil haz de luz se abrió paso hacia ellos. El viento helado barría la cubierta y se le metía por entre los pantalones, el grueso abrigo de lana y la camisa de manga larga que llevaba debajo-. Tal vez lo amaba.

Andrew apretó las mandíbulas.

Andrew: Ese hombre tenía esposa e hijos. Esta mujer es una golfa.

Adam apoyó su pesado cuerpo en la barandilla.

Adam: Sí, supongo que eso también es cierto. -Pasó los dedos por un hilo de lana que colgaba de la pechera de su abrigo-. Y ahora que la hemos capturado, ¿qué vamos a hacer con ella?

Andrew se volvió.

Andrew: Era la golfa de Vennet. Esta noche será la mía.

Adam no dijo nada, pero al capitán no le pasó por alto su mirada de desaprobación.

Adam: ¿Piensa forzarla?

Andrew negó con la cabeza.

Andrew: No hará falta. Está a la venta, ¿no?

Adam se encajó un poco más la gorra de lana.

Adam: Y si paga su precio, ¿la dejará libre?

Andrew lo miró como si se hubiera vuelto loco.

Andrew: ¿Dejarla libre? -Soltó una carcajada-. Cuando me haya cansado, cuando sepa con seguridad que no puede ayudarme a encontrarlo, la llevaré a Londres y la entregaré a las autoridades. Ha cometido un delito, Adam. Merece que la castiguen por lo que ha hecho.

El mayor de los dos hombres emitió una especie de gruñido.

Adam: Tengo la sensación de que la jovencita recibirá su castigo con creces antes de regresar a Londres.

Adam dio media vuelta y se dirigió a la escalera que conducía a su camarote.

Andrew maldijo en voz baja. Adam no iba con ellos en el último y fatal viaje. Sólo Andrew y Ned el Largo habían luchado junto a la tripulación del Bruja de los Mares contra un navío de treinta y cinco cañones que acechaba frente a las costas de Francia cubiertas por la niebla. El buque de guerra sabía muy bien dónde encontrarlos. A su capitán le habían proporcionado información secreta con la que lograría capturar al comandante del Bruja de los Mares y a sus hombres.

Víctor Vennet había vendido a su país, y su querida había organizado su fuga.

Andrew pensó en la mujer que en ese momento se encontraba en su camarote. Ya era más de medianoche. Seguramente estaría durmiendo. La imaginó desnuda, en su cama, tendida como una ofrenda ante él, y su cuerpo pareció volver a la vida. El deseo latía en su interior y sintió que se le endurecía el miembro.

La poseería. Compraría sus favores y se daría satisfacción hasta que ella le suplicara que parara.

Hasta esa noche, siempre se había comportado como un caballero con las mujeres. Las amantes que había tenido a lo largo de los años habían recibido un trato exquisito y justo.

Pero Brittany Snow era distinta. Merecía pagar por lo que había hecho, y él iba a ser el encargado de cobrárselo.

Asustada y perpleja, agotada hasta no poder más, Brittany luchaba por mantenerse despierta. Una vez que el capitán abandonó el camarote, se acurrucó en una silla, junto a la puerta, atenta a todos los sonidos, segura de que su enemigo regresaría en cualquier momento.

El diablo había dejado claras sus intenciones. Pretendía arrebatarle su inocencia, poseerla como el bárbaro que era. Pero ella no pensaba ponérselo fácil. Era alto y fuerte, pero ella contaba con la inteligencia y la determinación. Se resistiría con todas sus fuerzas, hasta el último aliento de su cuerpo.

Transcurrían las horas. Oía las campanadas del reloj de a bordo, que sonaban cada media hora, pero él no regresaba. El vaivén del barco la arrullaba, el rítmico sonido de las olas contra el casco la adormecía. Trataba de mantener los ojos abiertos, se pellizcaba para no caer rendida.

Pero el tiempo pasaba y el sueño la atraía como una sirena que llamara a un marinero incauto. Sus ojos se cerraron lentamente. No oyó que la puerta se abría despacio, ni el sonido de las botas del capitán, altas y negras, que repicaban contra el suelo.

Andrew se encontraba en medio del camarote. Si esperaba encontrar a Brittany Snow desnuda y cómodamente instalada en la cama, se equivocó completamente.

No, la joven estaba acurrucada en una dura silla de madera, junto al escritorio, y sostenía con fuerza el abrecartas en la mano, a la defensiva. Apoyaba la barbilla en el pecho, y la manta que le cubría los hombros había caído al suelo. Tenía el pelo algo revuelto, los labios entreabiertos por el adormecimiento. Se veía joven e inocente, y la más deseable de todas las mujeres a las que había conocido.

Se dijo a sí mismo que la despertaría, que le haría una oferta a cambio de su cuerpo lujurioso, pero algo se lo impedía. Que estaba exhausta lo llevaba escrito en todas las líneas de su rostro. Y que tenía miedo, por más que ella hubiera tratado de ocultárselo, saltaba a la vista.

Debería alegrarse de su sufrimiento, se decía, eso era precisamente lo que quería, el motivo por el que la había subido a bordo. Deseaba que pagara por su maldad, y no descansaría hasta lograrlo.

Y sin embargo se descubrió a sí mismo atravesando el camarote, quitándole con delicadeza el abrecartas de la mano, cogiéndola en brazos y llevándola a la cama. Retiró las sábanas, la depositó sobre el colchón con el vestido puesto, y la cubrió con una manta.

Él estaba casi tan fatigado como ella. Tal vez fuera mejor esperar, se dijo. Mañana cerrarían el trato y él tendría lo que quería. Sin hacer ruido se desvistió hasta quedar en paños menores, con el torso desnudo, apagó la lámpara de un soplido y se tendió en el otro extremo de la cama, dejando caer la cabeza sobre la almohada.

Mañana, pensó, y hasta su mente regresó la imagen de aquel cuerpo desnudo junto al suyo. La impaciencia y el cansancio se mezclaban mientras él se sumergía en el sueño.

Y la mañana siguiente llegó antes de lo que esperaba. El sol todavía no había salido cuando Andrew abrió los ojos de par en par e intuyó que había algo fuera de su sitio. Tardó sólo un instante en recordar que su encantadora prisionera dormía a su lado, pues el roce cálido de un cuerpo de mujer no era algo que experimentara con demasiada frecuencia.

Aunque Brittany seguía profundamente dormida, su trasero se había encajado en su entrepierna, y su suave calor traspasaba la fina seda aguamarina y la ligera tela de sus calzoncillos. Andrew se percató de la dureza de su miembro, que, dolorosamente, anhelaba penetrarla. ¿Qué haría ella, se preguntó, si le levantaba el vestido arrugado y empezaba a acariciarla con suavidad? El temperamento de aquella mujer era tan salvaje como sus cabellos. No sabía si, en la cama, él sería capaz de provocar en ella el mismo tipo de pasión.

Ella no era inexperta en esas luchas, lo que podía ser una ventaja o una desventaja para él, dependiendo de la clase de amantes que hubiera conocido en el transcurso de los años. Con delicadeza posó una mano sobre su cadera, disfrutando de la dulzura de sus curvas femeninas, de la redondez de su trasero. Le pasó la mano por el muslo, descendió por la pantorrilla, en dirección al dobladillo del vestido…

El grito de indignación que sonó al otro lado de la cama se convirtió en un pitido en sus oídos. Brittany se puso en pie de un salto, como si el colchón estuviera en llamas, y se volvió para mirarlo, con los delicados pies algo separados, las manos extendidas como si quisiera mantener a distancia a un monstruo llegado del infierno. Andrew tuvo que hacer esfuerzos para contener la risa.

Britt: ¡No me toque!

Andrew: Creo que ha dejado claro que no quiere que la toque.

Se echó hacia un lado de la cama y alcanzó sus pantalones, se los subió hasta las caderas y comenzó a abotonarse la portañuela.

Ella se acercó al escritorio e inició una loca búsqueda del abrecartas. Él maldijo al ver que lo encontraba y se lo arrimaba mucho al cuerpo para protegerse.

Andrew: No le hará falta. No es mi intención hacerle daño.

Britt: Pero usted pretendía… pretendía…

Andrew: No se altere. Estaba usted acurrucada contra mí, y se me ha ocurrido que podríamos pasar un buen rato los dos. -Qué guapa era. Con el pelo rubio que le caía sobre los hombros, las mejillas encendidas de ira… Por Dios, si con sólo mirarla ya volvía a sentir la dureza de su miembro. Se acercó un poco más, aunque no lo bastante como para asustarla-. En realidad, confiaba en que pudiéramos llegar a un acuerdo.

Ella lo miró desconfiada, sin dejar de apretar el abrecartas.

Britt: ¿Qué clase de acuerdo?

Andrew: Soy un hombre, señorita Snow. Los hombres tenemos ciertas necesidades. Estoy seguro de que es consciente de ello.

El abrecartas temblaba entre sus dedos.

Britt: ¿Está usted insinuando que… espera usted que satisfaga yo sus… sus necesidades?

Los labios de Andrew esbozaron una sonrisa involuntaria.

Andrew: Yo no lo expresaría exactamente así. Como le he dicho, creo que podría resultarnos agradable a los dos. Y, además, beneficioso para usted.

Ella arqueó las cejas, desconfiada.

Britt: Se refiere a una especie de pacto.

Andrew: Así es. Si usted acepta y yo quedo satisfecho con su actuación, tal vez interceda en su favor ante las autoridades cuando regresemos a Londres.

Brittany tragó saliva. Sólo entonces Andrew se dio cuenta de que hacía esfuerzos por no llorar. Y no sabía por qué, pero eso le afectaba.

Ella se humedeció los labios, y él se dio cuenta de que le temblaban.

Britt: No.

Andrew: ¿Y ya está? ¿No y nada más?

Ella se limitó a negar con la cabeza. Parecía inocente y vulnerable, y al verla así, a Andrew, curiosamente, se le encogió el corazón.

Britt: Si intenta forzarme, me resistiré con todas mis fuerzas.

Seguro que lo haría, a juzgar por su expresión. Tras la barrera de las lágrimas se ocultaba una gran determinación.

Andrew: No voy a forzarla -replicó en voz baja-. Esa no ha sido nunca mi intención.

Pero tampoco pensaba renunciar a ella tan fácilmente. Era la amante de Víctor Vennet, y la deseaba. Mucho. Tarde o temprano, sería suya.

Britt: ¿Cómo… cómo sé que me dice la verdad?

Andrew: Soy muchas cosas, señorita Snow, pero no mentiroso. Suelte ese abrecartas.

Los dedos de Brittany se aferraron a él con más fuerza.

Andrew: He dicho que lo suelte.

Se acercó más a ella. Empezaba a enfadarse. No estaba acostumbrado a que la gente desobedeciera sus órdenes. Y no pensaba tolerárselo a Brittany Snow.

Britt: No se me acerque, se lo advierto.

Andrew: Y yo se lo advierto a usted. Suelte ese abrecartas o aténgase a las consecuencias.

Ella se mordió el carnoso labio inferior y en ese mismo instante él tuvo deseos de besarla. Dios, no recordaba haber sentido nunca tanta pasión por una mujer. Que perteneciera a Víctor Vennet la hacía más deseable todavía.

Andrew se giró a la izquierda y ella lo hizo a la derecha, con el arma en la mano.

Andrew: ¿Quiere meterse en líos, señorita Snow?

Britt: Tal vez sea usted quien se haya metido en uno.

Andrew esbozó entonces una sonrisa sincera y curiosa que no cuadraba en su rostro. Se desplazó una vez más hacia la izquierda, la engañó y se movió a la derecha, la agarró por la muñeca y le arrancó el abrecartas con la otra mano. Ya en su poder, lo lanzó al otro extremo del camarote mientras la atraía hacia su pecho con dureza, enterrando los dedos en su espesa mata de pelo rubio, y levantando la cara para darle un beso profundo y apasionado.

Una oleada de deseo se apoderó de él. El beso tardó todavía un instante, y luego la soltó y dio un paso atrás, comprobó que los ojos azules de ella, sorprendidos, incrédulos, se abrían como platos. El corazón le latía con fuerza, y su erección no disminuía. Por la respiración sofocada de ella, y por el rubor de sus mejillas, supo que no era el único afectado.

Andrew: Piense en lo que le he dicho -le susurró-. Tal vez un trato con el diablo no estaría tan mal. -Se volvió, se alejó de ella y recogió el resto de su ropa y el abrecartas. Tras cruzar la puerta, la cerró con cuidado tras de sí-.

Brittany permaneció contemplando el espacio por el que su captor había desaparecido. Era un salvaje. Un bárbaro. No confiaba en que fuera a respetar su palabra, no tenía motivos para creerlo.

Dios, cómo le gustaría volver a encontrarse a bordo del Lady Anne.

Sin darse cuenta, se llevó los dedos a los labios. El beso había sido breve, sí, aunque no por ello menos intenso, un beso duro, disciplinario, que debería haberle repugnado. Y sin embargo, el corazón le latía con fuerza y la cabeza le daba tantas vueltas que creía estar a punto de perder el sentido. En ese beso no había habido nada amable, ni una señal de dulzura, de ternura. Con todo, no iba a olvidarlo jamás.

¿Qué podía ser eso?

Pensó en el trato que le proponía el capitán. Resultaba evidente que estaba al corriente de la fuga de Newgate que ella había organizado, y aun así no navegaban rumbo a Londres, sino que se alejaban de la ciudad. Sabía que debería estar asustada, y lo estaba. Pero en su interior pervivía algo que se negaba a dejarse acobardar por él.

Su estómago emitió un gruñido. Brittany se echó hacia atrás el pelo revuelto y se acercó al espejo de pie de la esquina. Mechones rubios, ondulados, caían sobre sus hombros, y el vestido azul turquesa parecía un trapo arrugado. Se lo levantó, se arrancó una tira del encaje que remataba su enagua y se la anudó al pelo para retirárselo de la cara. Soñaba con un baño caliente y con un buen desayuno, y se preguntó si el capitán Seeley pretendía castigarla matándola de hambre.

Como si sus pensamientos hubieran traspasado las fronteras de su mente, oyó que llamaban a la puerta con suavidad. Pensando en la protección que le ofrecía el abrecartas, dirigió la vista hacia el escritorio, pero el arma había desaparecido.

Suspiró y clavó los ojos en la puerta. Si el capitán o sus hombres querían lastimarla, ya habrían podido hacerlo esa misma noche. Se detuvo un instante, aspiró hondo y la abrió.

Le sorprendió encontrarse con un chico rubio que, de pie en el pasillo, sostenía una bandeja con el desayuno.

***: Buenos días, señorita. El capitán ha pensado que tal vez tuviera usted hambre, y le envía este desayuno.

El olor de las gachas recién cocidas ascendía desde el cuenco plantado en el centro de la bandeja. Junto a él, una naranja grande y redonda cortada en gajos, y una humeante taza de té, una jarrita de leche y un platito con miel para las gachas. Apenas creía lo que veían sus ojos.

Se le hizo la boca agua.

Britt: Pues sí, el capitán ha acertado de lleno, estoy hambrienta. Ha sido un gesto de generosidad por su parte hacerme llegar esta bandeja.

Generosidad, o simplemente una estrategia para asegurarse de que ella aceptaría su propuesta. Si era así, su plan estaba unido al fracaso.

Britt: ¿Cómo te llamas? -le preguntó al chico, que no tendría más de doce años, era bajo para su edad y la miraba con unos ojos tan azules como los suyos. Hasta ese instante no se fijó en la muleta de madera tallada que llevaba encajada bajo la axila-.

***: Alan, señorita. Me llamo Alan Barton.

Brittany optó por ignorar la turbadora muleta y se fijó en su sonrisa.

Britt: Está bien, Alan, deja la bandeja ahí. -Señaló una pequeña mesita Sheraton rodeado por dos sillas a juego, y se le ocurrió que era raro que el capitán diabólico tuviera a su servicio a un niño cojo.

Alan: Sí, señorita.

Alan se dirigió a la mesita y Brittany frunció el ceño al contemplar la forma torcida de su pierna izquierda. En ese momento, en el pasillo, tras él, se oyó un ruido, y algo entró con estruendo en el camarote por la rendija de la puerta entreabierta, rozando el miembro deforme del joven hasta el punto de casi hacerle perder el equilibrio.

Alan: ¡Maldita sea, Buffy! -Dejó la bandeja en la mesa de cualquier modo, y Brittany volvió la vista hasta encontrarse con una gata rubia que se había escondido bajo la silla-. ¿Le gustan los gatos? -le preguntó, fijándose en el animal, del que sólo asomaba la cola-.

Britt: Sí, por supuesto.

Alan pareció aliviado.

Alan: Buffy no le molestará nada. Es buena cazadora de ratones.

Brittany reprimió una sonrisa.

Britt: En ese caso, supongo que en este camarote no me encontraré con ninguno.

Alan: No, señorita. -volvió a clavar la mirada en la cola rayada, en tonos naranjas, que se movía de un lado a otro bajo la silla-. Buffy ya le dirá cuándo quiere salir.

Britt: No me cabe duda.

Alan: El capitán me ha dicho que me encargue yo de usted. Si necesita algo, hágamelo saber.

Necesitaba muchas cosas, bajarse de ese barco, por ejemplo, pero le pareció que Alan no entendería la broma. Se acercó a la mesita e inspeccionó el contenido de la bandeja. El estómago volvió a hacerle ruidos. Tenía un hambre atroz, pero más falta estaba de información que de alimentos, y ese niño podía ser un pozo de conocimientos.

Britt: ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para el capitán Seeley?

Alan: No mucho, señorita. El capitán acaba de adquirir este barco. Mi padre navegaba con él. Lo mataron junto al resto de la tripulación, hace un tiempo.

Britt: Lo siento, Alan. ¿Qué pasó?

Alan: Bueno, verá, señorita, luchaban contra los gabachos. Los muy cabrones capturaron el barco y enchironaron al capitán, a mi padre y a los demás. -El joven se ruborizó al darse cuenta de que había usado algunas palabras impropias-. Disculpe, señorita.

Britt: No pasa nada, Alan. Parece que eran todos unos hombres muy valientes.

El pequeño se apoyó en su muleta.

Alan: El capitán perdió el Bruja de los Mares y a todos sus hombres, a todos menos a Adam y a Ned el Largo. Debería usted oír las historias que cuenta Ned. Dice que el capitán Seeley luchó como un demonio. Dice que el capitán…

Andrew: Creo que esta dama ya conoce todo lo que le interesa conocer del capitán -atronó una voz profunda desde el quicio de la puerta-. Retírate, Alan. Adam te necesita.

El niño volvió a ruborizarse al sentirse pillado en falta, se giró y salió apoyándose con fuerza en la muleta, que manejaba con tanta destreza que parecía formar parte de su cuerpo. Cruzó la puerta y la cerró, y Brittany se obligó a mirar al hombre alto que seguía plantado en el umbral.

Andrew: Se le enfrían las gachas.

Ella apartó la vista para mirarlas.

Britt: Sí… Gracias por enviármelas.

La mirada siniestra del capitán le indicaba que habría preferido no hacerlo.

Andrew: Me ha parecido que me convenía mantenerla con fuerzas. Puedo asegurarle de primera mano que, en la cárcel, la comida no resulta tan apetitosa.

A Brittany se le retorció el estómago. Debía recordar que ese hombre era su enemigo. Había cometido un delito, sí, pero Andrew Seeley no era su juez. No tenía derecho a condenarla.

De pronto ya no tenía apetito, pero se acercó a la mesa y se sentó a desayunar. Sin hacer caso de los pasos del hombre que recorría el camarote, logró terminarse las gachas, pero su estómago se negó a la naranja.

El capitán se acercó a la mesita y se detuvo junto a ella.

Andrew: Cómase esa naranja. No querrá contraer escorbuto y perder esos bonitos dientes tan blancos.

Tuvo que morderse los labios para no responderle con algún comentario desagradable. No era asunto de ese hombre lo que ella comiera o dejara de comer. Por otra parte, había oído hablar de los peligros del escorbuto, de modo que optó por comerse la naranja.

Era dulce, jugosa, de extraordinario sabor. Tras emitir un suspiro de placer se secó la boca con la servilleta de hilo colocada sobre la bandeja y retiró la silla. El capitán estaba sentado a su escritorio, anotando algo en una especie de cuaderno.

Brittany se acercó a él.

Britt: Quiero saber por qué me ha traído hasta aquí. Quiero saber qué piensa hacer conmigo.

Él se volvió y se levantó de la silla. Era muy alto. Brittany sintió como si acabara de incitar a una pantera dentro de su jaula.

Los ojos pálidos de Andrew se clavaron en los suyos.

Andrew: Y yo quiero saber por qué ayudó a un traidor a escapar de la horca.

Así que era eso, al fin las cartas estaban sobre la mesa.

Britt: ¿Qué le hace estar tan seguro de que lo hice?

Andrew: Cuento con mis fuentes de información…, que son del todo fiables. Del mismo modo que Víctor Vennet contaba con las suyas.

Al oír el nombre de su padre pronunciado con tal desprecio, el nudo que sentía en el estómago se estrechó aún más. Hacía poco que sabía de la existencia de su padre, y sólo a través de las cartas que éste le había escrito a lo largo de los años, cartas que su madre le había ocultado. Aquellas cartas la habían conmovido, le habían demostrado que no sólo no la había abandonado, como ella creía, sino que nunca había llegado a olvidarla.

Le había ayudado a escapar, sí, y al hacerlo había cometido un crimen horrendo a los ojos de la ley, y ahora no podía permitir que la obligaran a admitirlo. No tenía ni idea de quién era ese hombre en realidad, ni de cuáles eran sus intenciones.

Ignoró la pregunta con tanto descaro como él había ignorado la suya.

Britt: Le exijo que me conduzca a Scarborough. Ahí me dirigía cuando usted me secuestró del modo más vil. Ahí es donde deseo ir.

Él soltó una risa forzada.

Andrew: Es usted una joven sorprendente, señorita Snow. Sorprendente en sus recursos y divertida hasta el infinito. Lo cierto es que empiezo a disfrutar con nuestro jueguecito del gato y el ratón.

Britt: Pues yo no… no lo disfruto lo más mínimo.

Andrew: ¿Ah, no? -El capitán recorrió su cuerpo con aquellos ojos helados como el mar, y sin embargo Brittany sintió en ellos el calor, el hambre-. Tal vez con el tiempo…

La respiración de la joven se aceleró. Se alejó de él y de pronto fue consciente de su desaseo. Se alisó un mechón rebelde de pelo, y deseó con desesperación un baño caliente y ropa limpia.

Su gesto debió de poner en evidencia sus pensamientos.

Andrew: En cuestión de uno o dos días atracaremos para cargar provisiones. Veré si puedo conseguirle algo de ropa.

Ella alzó la barbilla y le miró a la cara.

Britt: Tengo toda la ropa que necesito… en mi camarote del Lady Anne.

Las mandíbulas del capitán se cerraron con fuerza.

Andrew: Por desgracia para usted, ya no se encuentra a bordo del buque.

3 comentarios:

TriiTrii dijo...

Supeeerr
Siguela amiixx
Esta buenísima!!!!!
Tkm!!
Bye Bye kiiss

Carolina dijo...

Malditos gabachos ¬¬
siempre hacen todo mal ¬¬!
y este andrew q piensa q es su amante!
tonto! es su padre!! y pobre de ti q le hagas algo jum!!
traqui brit! q ia veras la forma de arreglartelas... aunq entre nos... Drew sta muy bueno (perve) xD
sigan comentando!! tkm loki!

Natalia dijo...

Una gran diferencia con la otra donde aparecia Zanessa..pero siguela, esta muy bien..
Muackk

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