topbella

domingo, 22 de mayo de 2011

Capítulo 2


Una semana después

Adam: ¡Ya lo veo, capitán! ¡El Lady Anne! ¡Ahí está! ¡A estribor! ¡Un poco a la izquierda del palo de freno!

De pie junto a su segundo de a bordo, Adam Cross, el capitán Andrew Seeley apuntó con su pulido catalejo de latón en la dirección señalada por Adam. Por entre la oscuridad, la lente atrapó el resplandor de unas luces amarillas, lejanas, que se colaban por la hilera de ventanucos de popa.

Los dedos de Andrew se aferraron al instrumento mientras buscaba su presa. El viento helado que barría la cubierta le encrespaba la espesa mata de pelo castaño y le entumecía los pómulos, aunque él apenas lo notaba. Al fin su trofeo de caza había aparecido ante él, y no pensaba quitarle los ojos de encima.

Andrew: Gire, señor Cross, y proceda a interceptar el Lady Anne.

Adam: A sus órdenes, mi capitán.

El moreno escocés se encontraba a su servicio desde que Andrew se puso al mando de su primer buque. El viejo lobo de mar comenzó a moverse por cubierta farfullando órdenes a la tripulación, y los hombres se pusieron manos a la obra. Las velas revolotearon unos instantes, sueltas, antes de volver a hincharse con el viento. Durante la maniobra de giro, los cabos del Diablo de los Mares chasqueaban al entrechocar, y las maderas de la pesada nave crujieron hasta que el casco se estabilizó, fijado ya el nuevo rumbo, y surcó limpiamente las aguas.

El barco tenía ochenta pies de largo y, ágil y veloz, surcaba las olas con la misma soltura de los leones marinos que seguían su huella. Construida con roble envejecido en los mejores astilleros de Portsmouth, la había encargado un mercader que, una vez concluidos los trabajos, no pudo hacer frente a todos los gastos.

En ese momento Andrew entró en escena y adquirió el barco por un precio más que razonable, aunque sabía que sólo habría de usarlo durante un tiempo breve. Una última misión, un encargo final antes de asumir las responsabilidades que implicaba su recién estrenado título de marqués de Belford.

Un último asunto personal que no iba a dejarle descansar hasta que lo tuviera resuelto.

Apretó los dientes. El Diablo de los Mares era la segunda nave que capitaneaba desde que había abandonado la carrera naval hacía ocho años y había iniciado la de corsario británico.

La primera, el Bruja de los Mares, era una embarcación casi tan bien equipada como ésa, gobernada por la mejor tripulación imaginable. Ninguno de aquellos hombres había sobrevivido: algunos habían perdido la vida en batallas, otros en las apestosas cárceles francesas, mientras el Bruja de los Mares se pudría en su tumba helada, en las profundidades del océano.

Andrew se negó a seguir recordando. Había perdido a sus hombres, a todos menos a Adam, que en aquel momento se encontraba en Escocia cuidando a su madre enferma, y a Ned el Largo, que había logrado escapar de los cerdos franceses que habían abordado la nave, y que había regresado a Portsmouth.

Los hombres de Andrew, capturados y muertos, el barco, hundido, y a él, aunque seguía con vida, le habían robado once meses de sus veintinueve años. De su interminable periodo de encierro le había quedado una ligerísima cojera y diversas cicatrices. Ahora, tal como había hecho otras mil veces, juró en silencio que alguien pagaría por todo eso, y que lo pagaría muy caro.

Sin darse cuenta cerró el puño.

Y ese alguien navegaba en ese instante a bordo del Lady Anne.

Brittany Snow tomó asiento en la silla de madera tallada y alto respaldo que le ofrecía Martin Daniels, conde de Collingwood, un hombre atractivo de poco más de treinta años, cabello castaño claro y piel blanca que, como ella, también viajaba a bordo del buque. Lo había conocido el primer día de la travesía que había de llevarla desde Londres hasta Scarborough, donde pensaba permanecer una larga temporada con su tía abuela, la baronesa viuda de Humphrey.

Lady Humphrey, la tía de su padre, le había ofrecido su ayuda siempre que lo necesitara. Brittany jamás creyó que habría de aceptarla, pero el encarcelamiento de su padre había alterado sus circunstancias de manera drástica, y ella había aceptado la ayuda de su tía abuela, así como una cantidad de dinero suficiente como para obtener la libertad de su padre.

Brittany esperaba que cuando regresara a Londres todo estuviera ya solucionado, y rezaba por que no hubiera trascendido su papel en la fuga que su padre había protagonizado hacía una semana.

La puerta del salón se abrió de par en par. Brittany alzó la vista y vio al capitán Chambers hacer su entrada en la elegante habitación forrada de madera. Se trataba de un hombre de cierta edad, bajo y corpulento, de escaso pelo canoso, que esperó a que todos los demás pasajeros hubieran tomado asiento antes de sentarse a la cabecera de una mesa cubierta con un mantel de hilo. Aquélla era la señal que esperaban dos miembros de la tripulación uniformados para empezar a servir la cena.

Chambers: Buenas noches a todos.

***: Buenas noches, capitán -respondió el grupo al unísono-.

Como Brittany y su doncella, Phoebe Halliwell, llevaban varios días a bordo del buque, la rutina del barco había dejado de sorprenderlas. Además, los pasajeros, y lord Collingwood más que ningún otro, resultaban ser una compañía agradable.

Brittany miró de reojo al conde que, sentado junto a ella a la larga mesa de caoba, conversaba agradablemente con la dama sentada a su derecha, la señora Derrick, una matrona rechoncha que viajaba al norte para visitar a su hermano. La señora Derrick era viuda, lo mismo que su acompañante, la señora Franklin. También cenaba con ellos un rico mercader de sedas afincado en Bath y una pareja de recién casados que se dirigía a Escocia, donde residían unos parientes suyos.

Lord Collingwood se rió de algo que le contaba la señora Derrick y, acto seguido, sin el menor énfasis, volvió la cabeza para mirar a Brittany. Recorrió con la mirada su vestido de seda color aguamarina, alcanzó los tirabuzones rubios que llevaba recogidos en un peinado, y se detuvo un instante en sus senos antes de regresar al rostro.

Collingwood: Si me lo permite, esta noche se ve usted más encantadora que nunca, señorita Snow.

Britt: Gracias, milord.

Collingwood: Y esas perlas que lleva… resultan bastante excepcionales. No creo haber visto nunca una ristra tan bien engarzada, ni de un color tan vivo.

Sin querer, la mano de la joven se desplazó hasta la joya que le adornaba la garganta. El collar valía una fortuna, un regalo que probablemente Brittany debería haber rechazado, pero Ness había insistido tanto, y era tan bonito… En cuanto se lo puso, ya no pudo resistirse y se quedó con él.

Collingwood: Son muy antiguas -le explicó al conde-. Del siglo XIII. Y encierran una historia bastante trágica.

Britt: ¿De veras? Tal vez me la cuente algún día.

Collingwood: Me encantará.

El capitán se dirigió entonces a los pasajeros para comentarles las incidencias del viaje y enumerar las delicias de la cena que estaban a punto de degustar. Al poco les llenaron las copas de vino y les sirvieron unos platos con verduras variadas, carnes y pescados.

Collingwood: Y bien, señorita Snow, ¿cómo ha transcurrido su jornada?

Lord Collingwood se echó hacia atrás mientras el camarero uniformado le servía una porción de pollo con salsa de limón.

Britt: Si el tiempo se hubiera mostrado menos desagradable, me habría gustado salir a caminar un poco. -Pero el día de febrero había amanecido muy nublado y gélido, y el mar algo picado. Por suerte, nunca había sufrido mareos que sí afectaba a su doncella y a varios pasajeros-. Me he pasado casi todo el día leyendo.

Collingwood: ¿Qué libro?

Britt: Mi volumen favorito de Shakespeare. ¿También usted disfruta con la lectura, milord?

Collingwood: Sí, por supuesto. -El conde tenía un diente ligeramente dañado, pero la sonrisa que le dedicó no era del todo desagradable-. Y a mí también me encanta el Bardo de Avon.

Su comentario vino seguido de un discurso sobre El Rey Lear, la obra preferida del conde.

Brittany intervino entonces para comentar que ella disfrutaba más con Romeo y Julieta.

Chambers: Vaya, una romántica -observó el capitán, interviniendo así en la conversación-.

Brittany sonrió.

Britt: A decir verdad, nunca me he considerado tal, pero tal vez sí sea un poco romántica. ¿Y usted? ¿Qué obra de Shakespeare prefiere?

No hubo tiempo para respuestas, pues la puerta del salón se abrió de par en par y en lo alto de la escalera apareció un hombre corpulento. Descendió los peldaños a toda prisa y se acercó a hablar con el capitán. Brittany no oyó lo que decía, pero instantes después Chambers se puso en pie.

Chambers: Si me disculpan, damas y caballeros, parece que el deber me llama. -En la habitación se elevó un murmullo general, que el capitán calmó con una sonrisa tranquilizadora-. Estoy seguro de que no hay nada de qué preocuparse, por favor, sigan disfrutando de la cena.

Se ausentó el hombre corpulento, de pelo cano, y los pasajeros retomaron sus conversaciones. Nadie parecía demasiado preocupado, aunque sin duda todos sentían curiosidad por lo que podía estar ocurriendo.

Collingwood: Si se trata de algo importante -opinó el conde-, no me cabe duda de que lo sabremos al regreso del capitán.

Así, el grupo siguió charlando animadamente durante toda la cena, y cuando ya se habían terminado el postre, lord Collingwood la invitó a dar un paseo por cubierta.

Collingwood: A menos, claro está, que haga demasiado frío para usted.

Britt: Me encantaría pasear. Creo que un poco de aire fresco me vendrá muy bien.

A medida que se aproximaba la hora de la cena, el tiempo había dado una pequeña tregua y, aunque seguía haciendo frío, el mar no parecía tan agitado.

Lord Collingwood la escoltó por cubierta. Llegaron a la barandilla, y Brittany aspiró hondo la brisa marina. Sentía el vaivén de las olas, pero el océano ya no se mostraba tan hostil, y un delgado pedazo de luna se alzó sobre el agua, proyectando un surco de luz que se perdía en el horizonte.

Brittany echó hacia atrás la cabeza para admirar las estrellas que resplandecían, con su blanco cristalino, en la noche oscura.

Britt: ¿Ve ese grupo de ahí? -Señaló a la negrura que se alzaba tras el palo mayor-. Es Orión, el cazador. Y esas tres estrellas de ahí forman su cinturón. A su lado, justo ahí, ese grupo es Tauro, el toro.

El conde arqueó las cejas.

Collingwood: Me impresiona, querida. Yo también he estudiado algo las estrellas y lo que dice es exacto. ¿Le interesa la astronomía, señorita Snow?

Britt: Sí, por supuesto. Muchísimo. Es uno de mis pasatiempos. En realidad, llevo un pequeño telescopio en el baúl. Espero poder observar las estrellas durante mi estancia en Scarborough.

El conde esbozó una sonrisa algo maliciosa.

Collingwood: Suena bien. En mi viaje de regreso he de pasar por ahí. Tal vez podría acercarme a visitarla.

Brittany lo observó. Era apuesto, elegante, rico, y miembro de la aristocracia. Desde el primer momento había notado el interés que mostraba por ella, y sin embargo, por su parte, ese interés no era correspondido. Aunque disfrutaba de la compañía de los hombres, eran pocos los que le resultaban lo bastante atractivos como para considerarlos más que amigos. En ocasiones se preguntaba si algo en ella no funcionaba como debía.

Britt: Cómo no, será usted bienvenido a Humphrey Hall. Estoy segura de que su visita resultará agradable.

Agradable, sí, pero poco más. Pensó en el gran amor de Romeo y Julieta y se preguntó si ella conocería alguna vez un sentimiento como ése. Por debajo de su capa forrada de pieles se coló una bocanada de aire helado, y no pudo evitar estremecerse.

Collingwood: Tiene frío -observó el conde-. Creo que será mejor que entremos. Tal vez le apetezca jugar conmigo una partida de whist.

«¿Por qué no?» No tenía nada mejor que hacer.

Britt: Me encantaría… -Se interrumpió al oír las voces de algunos miembros de la tripulación que se movían por cubierta. Algo parecía estar sucediendo al otro lado del barco-.

El conde asomó la cabeza.

Collingwood: ¡Mire! Parece que se aproxima otra nave.

Britt: ¿Otra nave? -Sintió una señal de preocupación. Después de todo, estaban en guerra. Un barco aproximándose en la oscuridad podía ser un mal augurio para el Lady Anne. Brittany dejó que su acompañante la acercara a la proa, por si desde allí veían mejor-. No parece que el barco sea francés, ¿verdad?

Collingwood: Lo dudo mucho. Navegamos bastante cerca de la costa. -Volvió la vista atrás-. Pero tal vez deberíamos regresar al salón.

Brittany aceptó que la llevara en esa dirección, aunque en realidad ella no deseaba recogerse. A la luz de la luna distinguía el resplandor blanco de las velas a babor. La nave ya casi les había dado alcance, y la angustia de Brittany ascendió un peldaño más.

Britt: Parece un velero.

La embarcación era baja y muy pegada al agua, y sus dos delgados mástiles, idénticos, se alzaban majestuosos sobre el mar. El conde avistó la bandera británica que ondeaba en la popa al mismo tiempo que Brittany, y a ella no le pasó por alto el suspiro de alivio de su acompañante.

Collingwood: Nada que temer, pues… El barco es de los nuestros.

Britt: Sí, eso parece… -Aunque, pensando en el motivo de su viaje, su inquietud no disminuyó-.

Andrew: Siento interrumpir su viaje, capitán. -de pie en la barandilla, se dirigía a Albert Chambers, capitán del Lady Anne-. Pero he venido a tratar de un asunto de suma importancia que concierne a uno de sus pasajeros.

Albert: ¡No me diga! ¿A qué clase de asunto se refiere usted?

Andrew: A una de las integrantes del pasaje la buscan para interrogarla en relación con un posible atentado a la seguridad nacional. Debe regresar a Londres de inmediato.

Albert: ¿Una de las integrantes?

Andrew: Me temo que se trata de una mujer.

El capitán frunció el ceño.

Albert: ¿Y dice que a esa mujer la reclama la autoridad?

Andrew: Sintiéndolo mucho, así es.

En realidad no era exactamente así. El gobierno no sabía nada de Brittany Snow. Andrew era de los pocos que conocían que esa mujer era responsable de la fuga del traidor, de Víctor Vennet, vizconde de Forsythe, el hombre que les había entregado a los franceses y que, a él, le había hecho perder barco y tripulación.

Pero sus fuentes eran del todo fiables. Esa mujer, Snow, había contratado a alguien de los barrios bajos para que sobornara a dos guardias de Newgate, que miraron para otro lado mientras Vennet huía. Según esas fuentes, Brittany Snow era la amante del vizconde. Gracias a ella, el traidor se había librado de la horca.

No, no era cierto que el gobierno la buscara; quien la buscaba era Andrew.

Estaba decidido a dar con Vennet, y más tarde o más temprano lo lograría. Por el momento, Andrew suponía que el hombre se dedicaba a vivir una vida de lujos en Francia, pero le faltaba contar con la verdad absoluta. Además, hasta que lograra capturar de nuevo al traidor, alguien debía pagar por lo que el vizconde había hecho.

Y ese alguien sería Brittany Snow.

Albert: Voy a tener que pedirle que me muestre sus papeles, capitán Seeley.

Andrew: Por supuesto.

Andrew estaba dispuesto a colaborar en la medida de lo razonable. No quería problemas, lo que quería era hacerse con la mujer que había ayudado al traidor. Así que le mostró la carta que lo acreditaba como corsario inglés y lo ponía al servicio de su país. El documento pareció bastar al capitán del Lady Anne.

Albert: ¿Y cuál es el nombre de la pasajera? -preguntó mientras avanzaban por la cubierta, camino del salón-.

Andrew: Brittany Snow.

El capitán se detuvo en seco.

Albert: Debe de tratarse de un error. La señorita Snow es una joven distinguida. Es imposible que esté implicada en un asunto tan sucio como…

Andrew: ¿Ayudar a la fuga de un traidor? ¿Liberar a un hombre que es responsable de la pérdida de decenas de vidas? Esas son algunas de las preguntas que deberá responder. Y ahora, capitán, si es tan amable, lléveme junto a la señorita Snow. Nosotros nos ocuparemos de este asunto y usted podrá proseguir su viaje.

El capitán parecía aún perplejo.

Unos pasos atrás, Adam Cross se llevó la mano a la pistola que llevaba metida en el ancho cinturón de cuero. Andrew movió ligeramente la cabeza para indicarle que avisara a la tripulación para que se pusiera en guardia. Brittany Snow tendría que abandonar el Lady Anne, de un modo o de otro.

Albert: Por aquí, capitán Seeley, si es tan amable. Veamos qué tiene que decir la dama al respecto.

Andrew siguió al capitán y bajó la escalera que conducía al salón. Los pasajeros estaban sentados cómodamente en varios lugares, algunos en un sofá tapizado, dos inclinados sobre un tablero de ajedrez. Otros leían o jugaban a las cartas. Cuando el capitán se acercaba a la mesa de juegos, un hombre se puso en pie.

Collingwood ¿Qué sucede, capitán?

Albert: Nada que le concierna a usted, milord. Éste es el capitán Andrew Seeley, del Diablo de los Mares. Al parecer debe intercambiar unas palabras con la señorita Snow.

Por primera vez, Andrew se fijó en la mujer que se hallaba sentada a la mesa de juego, con un abanico de cartas abierto en la esbelta mano. Ya suponía que se trataría de una mujer atractiva pues era, después de todo, la mantenida de un hombre rico.

Pero Brittany Snow no era guapa sin más. Su belleza resultaba extraordinaria, sus ojos, azules como piedras preciosas, y su piel, blanca como la nata fresca. Tenía los cabellos rubios, mechones más oscuros que se alternaban con otros dorados, e incluso bajo su discreto vestido de seda se distinguían unos pechos firmes que se alzaban bajo la línea del escote.

Era más joven de lo que había supuesto, o al menos aparentaba serlo, aunque sin duda no se trataba de una niña recién salida de las aulas de un colegio. Con todo, no observaba con esa expresión frívola de las prostitutas más experimentadas.

No, Brittany Snow era preciosa y femenina, pálida ahora que se ponía en pie, una joven alta y delgada a la que, en otras circunstancias, habría encontrado increíblemente atractiva.

Pero lo que sentía por ella era asco.

Andrew: ¿Podríamos salir un momento, señorita Snow? -le preguntó obligándose a dar un tono ciertamente educado a su voz y a inclinarse en una breve reverencia que sólo en parte era fingida-.

Collingwood: ¿Puedo preguntarle de qué se trata, capitán?

Él se fijó en el aristócrata alto que, junto a ella, se mostraba más que dispuesto a salir en su defensa.

Andrew: Como ya le he comentado, creo que es mejor que mantengamos esta conversación en privado.

El rostro de la joven palideció aún más, aunque un delicado rubor asomaba aún en sus mejillas.

Britt: Sí, por supuesto.

Collingwood: Tal vez debería acompañarla, querida -expuso su acompañante-.

Ella logró esbozar una sonrisa.

Britt: No hará falta. Estoy segura de que no tardaré. Volveré enseguida y podremos terminar la partida.

«Eso seguro que no.»

Se dirigió a la escalera, y el capitán y Andrew se pusieron en marcha tras ella. Una vez en cubierta, Chambers le expuso brevemente el motivo de la visita de Andrew.

Albert: Lo siento, señorita Snow, pero el capitán Seeley sostiene que el gobierno la busca para interrogarla en relación con un asunto de seguridad nacional.

Brittany arqueó las cejas y en su rostro apareció una expresión de perplejidad.

Britt: Me temo que no comprendo.

Andrew hizo esfuerzos por dominarse. Ella sabía perfectamente por qué estaba ahí, y aun así pretendía mantenerse en su engaño. ¿Ah, sí? Pues él mantendría el suyo.

Andrew: Estoy seguro de que no tiene usted la menor idea de qué trata todo esto. Con todo, el asunto precisa de una aclaración. Sintiéndolo mucho, tendrá que acompañarme.

El último rastro de color abandonó su rostro. Parecía a punto de desmayarse allí mismo, y Andrew maldijo para sus adentros. Una mujer inconsciente sólo les pondría las cosas más difíciles a todos.

Pero Brittany Snow no llegó a desvanecerse, al contrario, alzó ligeramente los hombros. Había decidido plantar cara, hacerse la víctima inocente. En cierto sentido, Andrew admiraba su coraje.

Britt: Soy pasajera de este barco. Me resulta incomprensible que usted pretenda que lo abandone sin más. No es posible. Me dirijo a visitar a mi tía, lady Humphrey, en Scarborough. Si no llego, se preocupará mucho.

Andrew: El capitán Chambers puede dar razón de su paradero. Una vez que el asunto quede resuelto a satisfacción de todos, le permitirán proseguir el viaje.

La insistió a ponerse en marcha -señalando la escalera de cuerda que colgaba sobre el casco del barco y que terminaba en un pequeño bote de madera que les esperaba para llevarlos hasta el Diablo de los Mares-, impaciente por alejarla de allí antes de que surgiera algún problema.

Chambers dio un paso al frente y les impidió el paso.

Albert: Lo siento, capitán Seeley. No tengo otro remedio que estar de acuerdo con la señorita Snow. Sin duda tiene usted razones válidas para todo esto, pero no puedo consentir que se lleve a esta joven de mi embarcación. Mientras viaje a bordo del Lady Anne, la señorita Snow se encuentra bajo mi protección.

Tras ellos se oyeron ruidos, el arrastrar de pasos sobre la cubierta. Seis miembros armados del Diablo de los Mares salieron de sus escondites con las pistolas cargadas, apuntando al pecho del capitán.

Andrew: Mucho me temo, capitán Chambers, que no tiene elección. -Se acercó a Brittany, le pasó un brazo por la cintura y la atrajo hacia su pecho. Las armas seguían levantadas en dirección al capitán-. Como ya le he dicho -prosiguió dirigiéndose a Brittany- debe responder a ciertas cuestiones. Y aclararemos mejor la verdad en mi buque.

La arrastró de espaldas hasta que llegaron a la escalerilla de cuerda. Sentía su temblor, notaba su piel helada, pero no hizo intento alguno de escapar. Tal vez pensara que pondría en peligro la vida del capitán.

Y quizá tuviera razón, pues él estaba dispuesto a llevársela, fuera cual fuera el precio que tuviera que pagar.

Britt: ¿Y… y mis cosas?

Andrew: No hay tiempo. Tendrá que pasar sin ellas.

Recorrieron los últimos metros que los separaban de la escalerilla. Ella ahogó un grito cuando él le dio la vuelta, se agachó y se la echó a los hombros como si fuera un saco de patatas.

Britt: ¿Pero qué se ha creído usted? Déjeme en el suelo.

Andrew: No se preocupe. Me limito a bajarla por la escalerilla. Con ese vestido usted sola no puede.

Brittany no dijo nada más, aunque él tenía la sensación de que se mordía la lengua para no hacerlo. Temía por la vida del capitán, lo que para Andrew no dejaba de ser una sorpresa, pues no creía que a una mujer de su escasa moral pudiera importarle lo más mínimo alguien que no fuera ella misma.

No tardaron en alcanzar el final de la escalerilla. Andrew la dejó caer sobre un banco, le cubrió los hombros con una manta y tomó asiento en la popa. Sus hombres se descolgaron también y, tras sentarse en sus puestos, empezaron a remar.

Andrew: Ponedle empeño, chicos. Si es posible evitarlos, mejor no tener problemas. Cuanto antes subamos a la dama en nuestro barco, mejor para todos.

La miró y vio que, bajo la manta, su cuerpo seguía temblando en una combinación de sorpresa y miedo, pero observaba la nave hacia la que se dirigía con gesto de resignación. Sin duda sabía por qué se la llevaban. De haber tenido la menor duda -que no la tenía- el silencio de Brittany le habría convencido de su culpabilidad.

Alcanzaron el Diablo de los Mares sin incidencias. El Lady Anne era un buque viejo y pesado, de tres palos, una especie de bañera antigua puesta en el agua. Una vez que su barco se pusiera en marcha, ya no habría ocasión de que la deteriorada nave les diera alcance.

Cuando la barca de remos llegó junto al casco, uno de los miembros de la tripulación arrojó una soga para asegurarla mientras sus ocupantes ascendían por la escalerilla hasta cubierta.

Britt: Puedo sola -dijo observando las altas cuerdas con tablas-.

Andrew estuvo a punto de dejar que lo intentara.

Andrew: Subirá usted del mismo modo que bajó la otra.

Ella abrió la boca para protestar, pero él no le dio ocasión de hacerlo, se dobló y la montó sobre sus hombros. Así llegaron a cubierta. Una vez que sus zapatos rozaron el suelo de madera pulida, la joven se dio la vuelta y se encaró a él.

Britt: Está bien, ya estoy aquí, tal como ha querido. Me ha escupido usted no sé qué estupidez sobre la seguridad nacional. Supongo que pretende llevarme de regreso a Londres.

Andrew esbozó una dura sonrisa.

Andrew: Más tarde. De momento, navegaremos hacia el sur resiguiendo la costa, y después pondremos rumbo a Francia.

La sorpresa le hizo abrir aún más sus ojos azules, brillantes.

Britt: ¿Eh…? ¿Cómo?

Andrew: Tengo asuntos que solucionar antes de ocuparme de usted.

Ella tragó saliva, intentando contenerse.

Britt: Exijo saber por qué me ha traído hasta aquí. ¿Qué quiere de mí?

Aquélla era la pregunta que Andrew llevaba tanteando desde que descubrió su identidad en Londres. La pregunta que ocupaba su mente desde que le clavó los ojos por primera vez a bordo del Lady Anne.

Andrew: Esa es la cuestión, ¿verdad?

Sus ojos azules resplandecían no con miedo, sino con un brillo inesperado. El color había vuelto a sus mejillas, y a la luz de la luna sus cabellos brillaban como el oro.

Britt: ¿Quién es usted exactamente, capitán Seeley?

Él contempló aquel rostro precioso y traidor y un rastro de deseo recorrió su ser.

Andrew: ¿Quiere saber quién soy? Muy bien, soy la reencarnación del diablo, y usted, querida mía, está a punto de ser el pago que reclama.

2 comentarios:

Carolina dijo...

pobre brit!!
ella no tiene la culpa de nada ¬¬!!
y tonto andrew ¬¬
pero esto se pondra mejor, no?
bueno comenten!!
bye tkm mi loki!

TriiTrii dijo...

Pero q ella no tiene la culpaa!!
Pobree britt y andrew es un estúpido...
Bueno me encanto el capii enserio asi q siguela!!
Esperare el otro mañana
Byeee kiiiss ;)

Publicar un comentario

Perfil