topbella

jueves, 12 de diciembre de 2019

Capítulo 28


Patricia llegó tres días más tarde, tras colocar el todoterreno de segunda mano en la fila que esperaba en el muelle de tierra firme. Como muchos de los que esperaban, salió del coche para estirar las piernas.

Se había dejado crecer el pelo hasta los hombros y se lo había teñido de rubio playero. Se había aplicado autobronceador religiosamente durante las últimas semanas y, con cuidadosas capas de maquillaje, había logrado un tono facial saludable. Detrás de unas gafas de sol grandes y modernas, las lentillas conferían a sus ojos un tono violáceo.

Y bajo el alegre vestido azul de verano -de manga corta, para ocultar la cicatriz de la axila- llevaba una falsa barriga del tamaño aproximado de la que tendría una mujer embarazada de unas veinte semanas. En el dedo corazón de la mano izquierda lucía una alianza de boda impresionante (de circonita, pero lo bastante brillante para parecer de verdad).

Había ido a hacerse la manicura y la pedicura -francesas, pues otorgaban más clase- y llevaba un bolso de verano de Prada a juego con las sandalias.

Parecía una joven embarazada refinada y con ciertos medios.

Vio a los dos excursionistas, un hombre y una mujer, sentados encima de sus mochilas mientras esperaban para embarcar. También eran jóvenes, pensó, y la mujer parecía acalorada y cansada.

Se acercó a ellos, con una mano sobre su bebé de mentira, como había visto que hacían las embarazadas.
 
Patricia: Hola. Espero que no os moleste que os pregunte si conocéis alguna ruta de senderismo fácil, muy fácil, en Tranquility. A mi marido le encanta hacer senderismo y, cuando venga, dentro de unos días, no parará de insistir en hacer alguna ruta. Pero yo ya no estoy para rutas complicadas.

Sonrió al decirlo, sin dejar de frotarse aquel bulto.
 
*: Claro. -La mujer devolvió la sonrisa a Patricia-. En ese centro de información de ahí te darán un mapa.
 
**: También puedes pedirlo en la isla -le dijo el hombre-. Los de los centros de información son gratuitos, pero en algunas tiendas tienen mapas mejores. No serán muy caros, supongo. -El hombre sacó uno de su mochila-. Podemos indicarte un par de rutas bonitas y fáciles por la playa. La que va al faro es un poco más larga y dura, pero vale la pena.
 
Patricia: Genial. Yo sobre todo quiero ir a la playa, leer y mirar el mar, pero a Brett le encanta caminar. ¿De dónde venís?
 
Se los cameló. Ella, Susan «Llámame Susie» Breen, había llegado desde Cambridge en coche. Su esposo, Brett, había tenido que salir de la ciudad repentinamente por un asunto de trabajo, pero ella estaba encantada de tener un par de días para poner a punto la casita que habían alquilado durante seis maravillosas semanas, para hacer la compra y dedicar ese tiempo a ir a la playa, leer y contemplar el mar.

Ellos, Marcus Tidings y Leesa Hopp, correspondieron a la charla de inmediato.
 
Patricia: Oye, ¿por qué no os llevo en el coche? Yo tengo que pagar la tarifa de vehículo de todos modos, y es la misma con independencia del número de pasajeros. Así os ahorraríais la de peatón. Puedo acercaros al pueblo, al menos hasta la inmobiliaria donde tengo que recoger las llaves.
 
Agradecidos, se dirigieron hacia su coche antes de que Patricia se diera cuenta de que en la parada de descanso había olvidado cambiar la matrícula por la de un Subaru de Massachusetts. Sin dejar de sonreír mientras se maldecía por el descuido, se le ocurrió una coartada: había cogido el coche prestado a su hermano.

Pero sus simpáticos excursionistas no se dieron cuenta, porque ella charlaba, charlaba y charlaba.

Le dijo a Leesa que se sentara delante con ella, así no se sentía como una taxista.

Embarcaron, un grupo de tres, y estuvieron todo el trayecto asomados a la barandilla.

Cuando Patricia salió con el coche al muelle de Tranquility, los ayudantes de policía apostados en el ferri no miraron dos veces el todoterreno con matrícula de Ohio que llevaba a tres pasajeros y un maletero hasta arriba de equipaje.
 

En el momento en que Patricia se detuvo en la inmobiliaria para recoger las llaves y el detalle de bienvenida, Vanessa estaba calentando el bronce con un soplete para volverlo dorado. Aplicó nitrato férrico sobre el cabello de Zac, sobre Barney, sobre las zonas en las que quería que los tonos rojos y dorados brillaran con el bronce.

Aplicaría nitrato de plata sobre la espada y en el collar que le había puesto a Barney para obtener una pátina gris plateada. Aquel trabajo le llevaría horas, pero lo consideraba una mejora respecto al antiguo método de enterrar el bronce para oxidarlo. Y además le otorgaba el control, le permitía resaltar, añadir cierto movimiento y vida.

Había trabajado y estudiado con profesionales de la pátina tanto en Florencia como en Nueva York para aprender el arte, la ciencia y las técnicas. Para aquella obra, una pieza que se había convertido en algo tan íntimo para ella, recurrió a todo lo que sabía, se exigió aún más.

Cuando hizo una pausa en el trabajo, caminó por el estudio, bebió agua, se despejó la cabeza. Y estudió las caras que tenía en la estantería. Ya eran más. Durante el proceso de acabado del bronce, se había tomado descansos para trabajar en aquellas caras.

La última que había completado la miraba con unos ojos grandes y sonrientes. Austin Butler, el chico al que había querido como quieren las adolescentes. Él no había tenido la oportunidad de llegar a convertirse en hombre. Entonces Vanessa creía que Austin le había roto el corazón, pero apenas se lo había pellizcado. Ahora ella lo sabía, y lo único que sentía por él era lástima y pena.

Uniría el rostro de Austin al de los demás, al de todos los demás, y los fundiría en bronce, como había hecho con Zac. Nitrato cúprico, pensó, para los verdes, y azules sutiles y hermosos para reflejar el agua.

Podía hacerlo, lo haría, y no solo porque al fin lo hubiera visto en su interior, sino porque el hombre al que sí amaba de verdad la ayudaba a despertar el resto.

Se puso los guantes, volvió a la escultura de Zac.

Horas más tarde, con los hombros rígidos a causa de los últimos pasos del sellado (encerar y pulir) bajó al estudio de CiCi.

A través del cristal, vio a su abuela en su zona de enmarcado, así que entró.
 
Cici: Empezaba a pensar que nunca saldrías de tu estudio.
 
Ness: Yo también, pero... ¡Uau, CiCi, me encanta! La casa de Zac, los altramuces, que parecen un mar de color, el bosque, la luz... Y hay hadas en el bosque, apenas se insinúan en esa sombra moteada -murmuró-. Y Zac está de pie en el mirador, con Barney y conmigo.
 
Cici: Así veo las cosas. Voy a regalárselo (y, tal como veo las cosas, a ti) por Navidad. Para entonces estarás viviendo con él, a menos que mi nieta sea idiota, cosa que no es cierta. Creo que quedaría bien en el dormitorio principal.
 
Ness: Es perfecto. Tú eres perfecta. -Agarró a CiCi de la mano-. ¿Puedes descansar un minuto y salir fuera?
 
Cici: Si tiene algo que ver con una bebida alcohólica, adelante.
 
Ness: Eso puede arreglarse.
 
Cici: Tómate un descanso y dáselo también a Zac -le dijo mientras atravesaban el patio-. Ve a su casa esta noche. Los dos lleváis mucho tiempo trabajando como locos. Los dos estáis tensos a la espera de que ocurra lo inevitable desde que llegó esa última tarjeta horrible. Ve, abre una botella de vino y ten un montón de orgasmos.
 
Ness: Opino lo mismo porque, ¿ves?, lo he acabado.
 
CiCi se quedó sin aliento: la artista y la abuela sintieron que el corazón les daba un vuelco.
 
Cici: Ay, ay, Vanessa. -Se acercó a la encimera, donde se alzaba bajo la luz de media tarde-. Tiene vida, pulso, alma y mucho más. Oh, la pátina, cuánta luz, profundidad, movimiento. Los detalles, cómo fluye. -Dejó que las lágrimas que le atenazaban la garganta se derramaran-. Tráeme ese vino, cielo, y un pañuelo. Estoy abrumada -respiró hondo y rodeó la escultura mientras Vanessa abría una botella-. Hace años, en Florencia, en tu primera exposición, tu uso de Miley, tu Surgimiento, me afectó de la misma forma, me arrancó lágrimas de la misma forma. Tus obras son preciosas, Vanessa, algunas impresionantes. Pero esta, igual que Surgimiento, tiene tu corazón y tu alma en cada línea, curva y ángulo -aceptó la copa, y el pañuelo-. Es magnífica. Respira. No tendrás que decirle que lo quieres cuando le enseñes esto. A menos que sea idiota, cosa que no es cierta.

Ness: Estoy preparada para decírselo.
 
Cici: Entonces ve y hazlo -abrazó a Vanessa-. Ve a por tu hombre.
 

En su casita de la playa, Patricia almacenó las armas -pistolas y munición, un visor nocturno, venenos, jeringuillas y cuchillos- en el segundo dormitorio. Su cuartel general, pensó. Colgaría mapas de la localidad, documentaría las rutinas de su objetivo, de sus relaciones cercanas. Se enteraría de dónde tomaba cerveza, de dónde comía a mediodía, de a quién se follaba.

Mantendría la puerta cerrada, le diría a la mujer de la limpieza que su marido era reservado respecto su espacio de trabajo. Prohibida la entrada.

Puso artículos de tocador masculinos en el baño principal, metió ropa de hombre en el armario del dormitorio, en la cómoda. Cuando llevara más tiempo allí, dejaría zapatos de hombre y otros artículos tirados de manera despreocupada aquí y allá.

Sacó una copia del libro Qué esperar cuando estás esperando que ya había doblado y marcado con anterioridad. Equipamiento de senderismo que rebosaba testosterona, una botella de ginebra de primera que iría vertiendo en el fregadero de vez en cuando, su whisky puro de malta (que se bebería ella misma), unas cuantas botellas de vinos pijos y cervezas artesanales, y la comida que había comprado durante una parada en el mercado.

Satisfecha, salió a dar su primer paseo por el pueblo.

Le resultó fácil mezclarse y confundirse entre los grupos de personas y las multitudes, sencillo entrar en una tienda y comprarse unas cuantas naderías, entre ellas un par de bañadores y una camiseta del Faro de Tranquility que, según dijo al tendero, le encantaría a su esposo.

Vio a Zac al cabo de media hora; sujetaba la correa de un perro mientras, por lo que parecía, daba indicaciones a un grupo de personas.

Qué bajo has caído, detective pez gordo, pensó.

No lo siguió directamente, sino que continuó paseando, cruzó la calle y miró escaparates. Pero lo vigiló de reojo durante todo el camino de vuelta hasta su comisaría de mala muerte. Y lo consideró un buen comienzo.
 

Después de recibir el mensaje de Vanessa, Zac decidió que por una vez podía irse a casa antes de que oscureciera. Puede que el día solo pareciera tranquilo en comparación con la locura de las fiestas del Cuatro de Julio, pero aun así era tranquilo.

Volvió caminando a casa con Barney. Sentía una comezón que lo hacía girarse de vez en cuando, y escudriñar con atención, pero no vio nada ni a nadie que le llamara la atención.
 
Zac: No podemos dejar que la espera nos desquicie, Barney. Tenemos que tomárnoslo día a día.
 
Ver el coche de Vanessa aparcado delante de su casa lo animó un poco. Verla sentada en el porche, bebiendo vino, lo animó del todo.
 
Ness: Llegas temprano.
 
Zac: Hoy está todo bastante tranquilo. El jefe de policía va a tomarse la noche libre.
 
Ness: Muy oportuno, porque yo también pienso hacerlo. He echado de menos las noches libres contigo. -Se sacó un hueso masticable del bolsillo-. Y contigo, Barney.
 
Zac: No te muevas. Voy a por una cerveza fría y nos quedamos un rato aquí sentados.
 
Ness: La verdad es que tengo algo que enseñarte. -Lo agarró de la mano-. Y cosas que decirte -añadió mientras tiraba de él hacia dentro-.
 
Había encontrado un pedestal para la escultura en el mercadillo, y sabía que él apreciaría el detalle. La había puesto en la entrada, toda una declaración de intenciones en su opinión: él protegería todo lo que había dentro.

Y allí el bronce captaba la luz del atardecer justo como ella quería.

Zac se quedó mirando la escultura, en silencio, y Vanessa vio en su rostro todo lo que esperaba ver. El asombro maravillado se transformó en otra cosa cuando desvió la mirada hacia ella.

No, pensó Vanessa, no era idiota. Y aun así se mostraba cauteloso.
 
Zac: Yo... Necesito un segundo. O una hora. O un mes. Me está costando asimilarlo. No me imaginaba, no sé por qué no me lo imaginaba si he visto tu trabajo.
 
Ness: Porque es diferente cuando se trata de uno mismo.
 
Zac: Eso, sí, pero... -Era incapaz de comprenderlo-. Es... Has esculpido también a Barney.
 
Ness: Al principio pensé en poner a una mujer o a un niño. Y entonces te vi con él, lo vi a él contigo, vi que confiar en ti le ha cambiado la vida, el mundo. Y que mi confianza en ti ha cambiado mi vida, mi mundo.
 
Zac: Es alucinante. Has hecho que parezca...
 
Ness: Justo lo que eres -lo interrumpió-. Cada hora que he dedicado a este trabajo me ha enseñado más de quien eres, y más de quien soy yo. Y de quienes somos nosotros. No me he enamorado de ti durante el trabajo. -Le apoyó una mano a la altura del corazón-. Puedes atribuir a Barney parte del mérito, por el momento en que me enamoré, por cómo me sentí cuando te vi por primera vez con él, lavando a aquel pobre perro flaco y asustado, riéndote cuando te dejó empapado y te lamió la cara. Me enamoré al darme cuenta de que tenías eso dentro de ti.
 
Zac cerró su mano sobre la de ella.
 
Zac: Dilo, ¿vale? Me da igual que él se lleve el mérito, le compraré caviar para perros. Pero quiero que me mires, Vanessa, mírame y dilo.
 
Ness: Esta es la persona que eres para mí -acarició la escultura-. Esta es la persona que eres -repitió al tiempo que apretaba la otra mano contra su corazón-. Este es el hombre al que amo. Tú eres el hombre al que amo.
 
Zac la levantó hasta ponerla de puntillas, y luego unos centímetros más, la besó en la boca mientras la mantenía suspendida en el aire y no la soltó cuando la bajó.
 
Zac: No dejes de hacerlo nunca.
 
Ness: He fundido nuestros corazones en bronce. Eso es para siempre. -Lo abrazó con fuerza, apretó la cara contra su hombro-. Me has esperado. Has esperado hasta que he podido decírtelo.
 
Zac: La espera se ha acabado. -Volvió a asaltarle la boca, le dio la vuelta en dirección a las escaleras-. Sube conmigo. Quiero que estés conmigo. Necesito... -Empezó a sonarle el móvil-. Joder. Mierda, joder. -Lo sacó de malos modos-. Sí, sí, más vale que sea... -Su mirada se endureció, se volvió fría-. Dónde. ¿Algún herido? De acuerdo. Estoy en camino. Lo siento. Maldita sea.
 
Ness: Iré contigo.
 
Zac: No, no, asuntos policiales.
 
Ness: ¿Qué asuntos policiales?
 
Zac: Han disparado a través de la ventana de una cabaña en Forest Hill.
 
Ness: Dios mío.
 
Zac: No hay heridos. Cecil ya está allí, pero... Tengo que irme.
 
Ness: Ten cuidado.
 
Zac: Seguro que ha sido algún gilipollas que intentaba darle a un ciervo, y seguro que hace mucho que se ha marchado. Vamos, Barney. Volveré.

Le rodeó la cara con las manos y la besó.
 
 
Cuando Zac llegó a la cabaña, bastante escondida en el bosque interior de la isla, Cecil salió a su encuentro.
 
Cecil: Hola, jefe. He oído el aviso cuando iba de camino a casa, así que le he dicho a Donna por radio que me ocuparía, porque estaba cerca.
 
Zac: ¿Qué tenemos?
 
Cecil: Una familia de Augusta, la pareja y dos niños, que tiene la cabaña alquilada para una semana. Están comiendo helado, hablando de salir a dar un paseo y oyen un disparo, una especie de estallido, y cristales que se rompen. Esta ventana de aquí. -Acompañó a Zac para que examinara una ventana lateral estrellada y con un agujero-. También ha roto una lámpara de dentro. La mujer ha cogido a los niños y los ha mantenido agachados y lejos de las ventanas. El marido ha llamado a emergencias. Ha echado un vistazo a los alrededores al cabo de un rato, pero no ha visto nada.

Zac examinó la ventana dañada y se volvió para estudiar los árboles y las sombras que el atardecer intensificaba entre ellos.

Ya en el interior, dedicó algún tiempo a calmar nervios y enfados y luego se agachó junto a la lámpara rota. Con cuidado de esquivar los fragmentos de la pantalla, sacó una linterna e iluminó la parte inferior de una silla.

Y encontró un balín de una escopeta de aire comprimido.

Mientras Zac tranquilizaba y pedía disculpas a la exhausta familia, Patricia observaba la cabaña con unos prismáticos. Había anotado el tiempo de respuesta de Zac, la marca, el color y la matrícula de su coche para consultas futuras. Cuando el policía volvió a salir, ella se llevó la escopeta de aire comprimido al hombro, dijo en voz baja «¡Pum!» y se echó a reír.
 
Cecil: Ningún chaval de la isla es tan tonto para disparar una escopeta de aire comprimido de esa manera, jefe. Tiene que haber sido algún crío, un veraneante imbécil de mierda.
 
Zac: Vamos a pasar por todas las cabañas y casas de esta zona a ver si encontramos a algún imbécil de mierda. Te agradezco las horas extras, Cecil.
 
Cecil: Qué va, no hay problema.
 
Se separaron para cumplir su cometido, pero Zac no dejaba de darle vueltas a la cabeza. Una cabaña pequeña, con cuatro personas dentro, pensó, y el balín impacta justo donde no hay nadie en ese momento. Y acierta en la lámpara.

Tal vez hubiera sido un imbécil de mierda. Tal vez alguien no tan imbécil.
 

A lo largo de la semana siguiente, Zac se enfrentó a una avalancha de pequeños actos de vandalismo. Obscenidades pintadas con espray en el escaparate del Sunrise, macetas robadas del porche de la casa de la alcaldesa, tres coches rayados con una llave mientras sus dueños disfrutaban de la cena en el restaurante Water’s Edge, los cuatro neumáticos de otro rajados cuando estaba aparcado delante de una casa de alquiler con vistas a la ensenada sur.

Zac permaneció sentado en el despacho de la alcaldesa mientras Hildy se desahogaba.
 
Hildy: Tienes que acabar con esto, Zac. Todos los puñeteros días pasa algo, y no son los problemas habituales del verano. Me paso la mayor parte del tiempo al teléfono atendiendo quejas. Si esto sigue así, perderemos ingresos y nuestra reputación se verá perjudicada. Dobson está dando la lata con que va a redactar una petición para que te destituyan como jefe. Tienes que ocuparte de esto.
 
Zac: Patrullamos por todo el perímetro de la isla, a pie, en coche patrulla. He añadido patrullas nocturnas. Estamos alerta las veinticuatro horas.
 
Hildy: Y aun así no conseguís pillar a unos cuantos niñatos asquerosos.
 
Zac: Si se tratara de unos cuantos niñatos asquerosos, ya los habríamos pillado. Esto es demasiado inteligente. -Se levantó, se acercó al mapa que la alcaldesa tenía en la pared y tocó varios puntos-. Todos los sectores han sufrido algún tipo de ataque. Eso significa que quienquiera que los esté llevando a cabo cuenta con un coche o una bicicleta. Y los actos vandálicos suceden a cualquier hora del día.
 
Hildy: ¿Crees que no se trata de uno o de varios niños aburridos, sino de un intento deliberado de socavar la isla?
 
Zac: Algo así. Voy a acabar con ello, alcaldesa. Esta también es mi casa.
 
Mientras regresaba a pie a la comisaría, Zac pensó que no podía culpar a Hildy por estar enfadada. Él también lo estaba, y mucho. No podía culparla por empezar a perder la fe en él, pero creía que ese era precisamente uno de los propósitos de los actos vandálicos.

Atacaban todos los puntos de la isla, pensó, para ver cómo reaccionaba él, cuánto tiempo tardaba, adónde iba, cómo llegaba. Nada de niños aburridos, pensó. Era Hobart, y lo estaba estudiando.

Había comprobado las inmobiliarias, los hostales, el hotel. No había registros individuales. Pero Hobart debía de haber encontrado una forma de solucionarlo, porque Zac sabía que estaba en la isla. Observándolo.

Repasó el contenido de la última tarjeta, la número cuatro. Una tarjeta de pésame, en esta ocasión, ¿para qué andarse con sutilezas?
 
“¿Disfrutando del verano, gilipollas? Aprovecha los rayos de sol, porque vas a pasar mucho tiempo en un sitio frío y oscuro. No iré a tu funeral, ¡aunque ver tantas lágrimas sería exquisito! Pero volveré, y escupiré en tu puta tumba. 
Estoy de suerte. Y tú te estás quedando sin ella. Es hora de morir. 
Besos, 
Patricia” 

Bastante directa, pensó, pero lo que más había despertado su interés había sido la caligrafía garabateada y la presión del bolígrafo sobre la tarjeta. Había escrito aquella nota en un momento de emociones intensas y no había sido tan lista con el coche de alquiler que había utilizado para el último asesinato: lo habían rastreado con GPS una hora después. Zac tuvo que dejar que los federales averiguaran si Hobart había tomado un taxi o un autobús desde el aeropuerto, si había alquilado o comprado otro coche. Tal vez ya tuviera un vehículo esperándola en el aparcamiento.

Fuera como fuese, había salido de Ohio en dirección al ferri de Portland y a la isla.

Porque ya estaba allí.
 

Cuando la mujer que iba a hacer la limpieza dos veces por semana llamó a la puerta, Patricia abrió en bata y con el pelo, mojado, peinado hacia atrás.
 
Patricia: ¡Ay, madre! Nos hemos dormido.
 
*: Puedo volver más tarde.
 
Patricia: No, no, por favor. No pasa nada. No queremos alterarte el horario. Mi marido aún está en la ducha, ¿qué te parece si empiezas por la buhardilla? Me ha dicho que te dé las gracias por ofrecerte a pasar al menos el aspirador a su despacho, pero que no hace falta. -Puso los ojos en blanco-. Te juro que piensa que su trabajo es secreto de Estado o algo así. Voy a vestirme. Hazte un café si te apetece. Yo, desde luego, echo de menos tomarme una taza al día.
 
Se dio unas palmaditas en el vientre mientras cruzaba la sala de estar hacia el dormitorio principal. Abrió la puerta para que se oyera el ruido del agua de la ducha, que había dejado abierta, y luego volvió a cerrarla.

Mientras se vestía -pantalones pirata y una camiseta rosa, botas de senderismo caras-, mantuvo una conversación con nadie, fingió unas cuantas carcajadas y abrió y cerró cajones y la puerta del armario.

Inspeccionó la habitación: la cama deshecha por ambos lados, una novela de espías y una copa de vino casi vacía en una mesilla de noche, una novela histórica romántica y una taza de té en la otra. Un cinturón de hombre colgado del respaldo de una silla. Toallas húmedas en el baño, dos cepillos de dientes con las cerdas húmedas. Artículos de tocador masculinos y femeninos.

Satisfecha, abrió la puerta y se volvió para hablar por encima del hombro.
 
Patricia: Sí, Brett, ¡ya voy! Adelántate. Nos vamos a dar un paseo, Kaylee -dijo a la mujer de la limpieza-. Puedes arreglar el dormitorio cuando quieras.
 
Kaylee: ¡Diviértanse!
 
Patricia: Uy, claro que nos divertiremos. Nos encanta este sitio. Solo estoy cogiendo una botella de agua y la mochila, cariño. Hombres -dijo para que la oyera la mujer, que limpiaba la buhardilla-, qué impacientes.
 
Salió por la puerta principal y decidió que iría dando un paseo hasta la casa que unas cuantas charlas y cotilleos le habían revelado que pertenecía al jefe de policía.

Una caminata larga para una mujer embarazada, pensó con una sonrisa burlona. Pero se sentía en condiciones.
 

A lo largo de los días siguientes, la ola de vandalismo disminuyó, lo cual llevó a la mayoría de la gente a concluir que a los alborotadores se les habían terminado las vacaciones y se habían marchado de la isla.

Zac no se lo tragaba.
 
Zac: Sigue aquí -se estaba tomando una Coca-Cola en el patio de CiCi mientras un sol glorioso se ponía en el horizonte-. Es lo bastante lista para saber que si siguiera haciendo el imbécil por ahí, alguna de las patrullas extras la pillaría, pero todavía está cogiendo el ritmo. -Se volvió hacia ellas, hacia aquellas mujeres a las que tanto quería-. Podríais hacerme un gran favor: subid al ferri mañana por la mañana, marchaos de viaje a algún lado.
 
Cici: Ella se niega a dejarte. Y yo me niego a dejaros a ninguno de los dos. Pide otra cosa.
 
Zac: Si os marcharais a algún sitio -insistió-, a Florencia o Nueva York...
 
Ness: Zac -lo interrumpió-.
 
Zac: Joder, que os quedéis significa que tengo que preocuparme por vosotras. Se está preparando. No es ninguna coincidencia que esté aquí, porque está, cuando nos acercamos al decimotercer aniversario del DownEast. Lo dejó caer en la tarjeta: ella está de suerte y a mí se me está acabando. El trece da mala suerte. Queda menos de una semana, y no necesito que vosotras dos desviéis mi atención por pura y obstinada terquedad femenina. Me molestáis. -No gritaba, pero su tono pausado añadía un toque de crueldad a cada palabra-. Así que quitaos de en medio y dejadme hacer mi puto trabajo.
 
Cici: Eso tampoco va a funcionar -replicó tranquila y calmada-. Tratar de provocar una discusión, hacernos enfadar no va a cambiar nada. Pero buen intento.
 
Zac: Mira, esto no es...
 
Ness: Yo ya me escondí -lo interrumpió-.
 
Zac: ¡Gilipolleces! -Entonces sí gritó, lo que hizo que Barney se escondiera debajo de una mesa-. No empieces a soltarme esas gilipolleces.
 
Ness: Me escondí. No digo que no fuera lo correcto, porque lo era. Pero ahora no lo es, y echaría abajo lo que me ha costado años volver a construir.
 
Zac: Vanessa -a punto de perder los nervios, se quitó la gorra y se pasó una mano por el pelo-, juré que os mantendría a salvo a CiCi y a ti.
 
Ness: Me has dicho que quieres empezar una vida conmigo. Esta es nuestra vida. ¿Crees que intentará... hacerlo el día veintidós?
 
Trataría de razonar con tranquilidad, otra vez.
 
Zac: Creo que para ella eso cerraría el círculo, sí. Creo que sabe más que de sobra que tú y yo estamos juntos, y si consigue eliminarme, irá a por ti. No acabará contigo antes -prosiguió-. Tú ocupas un lugar todavía más alto que yo en la cadena. Y querrá eliminar la mayor amenaza. Yo soy el policía que tiene un arma; tú no. Si las dos os marcharais de la isla hasta después del día veintidós, no tendría que preocuparme por vuestra seguridad además de por todo lo otro.
 
Ness: Para mí, y para CiCi, no estar seguras significa que ella te ha eliminado. No permitirás que eso suceda. No permitirás que eso suceda -repitió, que se levantó y se acercó a él-, porque sabes que, si te mata a ti, me matará a mí. Tal vez no ahora, pero lo hará tarde o temprano, y no se lo permitirás. Yo creo en eso, confío en eso, ciegamente. Además -le sostuvo aquella cara de expresión frustrada con ambas manos-, tengo demasiado que hacer para irme a Florencia, a Nueva York o a cualquier otro lugar. Tengo trabajo, y se me ocurre que el día veintitrés es un buen momento para irme a vivir contigo. Tengo que empaquetar muchas cosas.
 
Zac apoyó la frente en la de Vanessa.
 
Zac: Eso es un ataque sorpresa en toda regla.
 
Ness: El veintitrés, Zac, porque habrás terminado con todo esto. Me mudaré a tu casa. CiCi, tú vendrás a cenar.
 
Cici: Llevaré champán.
 
Ness: Necesitaré conservar mi estudio aquí hasta que Zac y yo terminemos el diseño y los planos de mi espacio de trabajo en... nuestra casa.
 
Cici: Siempre lo tendrás aquí, mi niña lista.
 
Ness: Ese día, el veintitrés, se convertirá en un símbolo para nosotros. Un recordatorio de que, por muchas cosas horribles que pasen, estamos juntos.
 
Cici: Creo que esto requiere una jarra enorme de sangría.
 
Zac negó con la cabeza mirando a CiCi.
 
Zac: Yo no puedo. Tengo que volver. Quédate aquí -le dijo a Vanessa-. Volveré lo antes posible. Andando, Barney, no vamos a conseguir nada de estas dos. Están cortadas por el mismo puñetero patrón.
 
Cici: Por eso nos quieres -gritó cuando Zac ya salía-. Estoy orgullosa de ti, Vanessa.
 
Ness: Estoy aterrorizada.
 
Cici: Yo también.
 

Mientras Zac completaba otra ronda, Patricia estaba sentada en su cuarto de guerra sorbiendo gin-tonics... más cargados de ginebra cuanto más tiempo pasaba. Le parecía un desperdicio tirarla por el fregadero.

Y la ginebra suponía un agradable cambio de aires respecto al whisky.

Un par de copas, o tres, la ayudaban a dormir. ¿Cómo iba a dormir sin un poco de ayuda cuando tenía la cabeza tan llena, tan ocupada?

No era como su padre, ella no se emborrachaba, ¿verdad? No era como su madre. No usaba el alcohol para engullir pastillas.

Solo necesitaba una ayudita para calmarse. No había nada malo en ello.

Así que, mientras bebía ginebra, estudiaba sus mapas, sus cronogramas y las fotos que había sacado con el móvil.

El hecho de que dos de sus principales objetivos se hubieran convertido en tortolitos la enfurecía y la regocijaba a partes iguales. No se merecían ni una hora de felicidad. Pero, pensándolo bien, ella sajaría su felicidad y la vería desangrarse. Y con algo más de tiempo -todavía le quedaba algo más de tiempo- para observar a aquella puta, tal vez matara dos pájaros de un tiro.

Por otro lado, se dijo cuando se levantó para pasear de un lado a otro, siempre había tenido claro que a la puta que había llamado a la policía la eliminaría en último lugar. Todavía tenía media docena de objetivos en su lista, que llevaba hasta la zorra de la policía que había matado a JJ y terminaba con la puta entrometida que se había escondido como una cobarde.

Había llegado así de lejos siguiendo el plan, se dijo, y tenía a la policía y al FBI dando vueltas en círculos. Debería ceñirse al plan. Si JJ se hubiera ceñido al plan...

No había sido culpa suya, pensó mientras se daba puñetazos inquietos en el muslo y caminaba y sorbía, caminaba y sorbía. Vanessa Hudgens mató a JJ, y ella no lo olvidaría.

Así que, quizá, si -y solo si- la oportunidad le caía como llovida del cielo, acabara con aquella puta antes de tiempo. De otro modo.

Cogió su arma y la apuntó hacia la foto de Zac.
 
Patricia: Somos solo tú y yo, gilipollas. Que acabe contigo le romperá el corazón a tu putita... y también a la zorra de la policía. Lágrimas exquisitas. Con eso me vale.


1 comentarios:

Caromi dijo...

Omg esa mujer cada vez esta peor
Pero lo bueno es que se está descuidando y eso da una ventaja!!
Que ya la mate Zac!

Publicar un comentario

Perfil