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sábado, 26 de agosto de 2023

Segunda parte - Capítulo 8


1995

Alice -su nombre era «Alice», daba igual cómo la llamara él- dio a luz a un varón.

Era su tercer hijo, y el único que el señor le permitió quedarse. El segundo, otra niña, había nacido solo diez meses después de la primera. Una niñita a la que ella había llamado Fancy porque había venido al mundo con una bonita pelusilla pelirroja en la cabeza.

Cuando él se llevó a la niña, a su segunda hija, por aquella escalera, ella se negó a comer y a beber durante casi una semana, incluso cuando él le pegaba. Intentó estrangularse con la sábana, pero solo consiguió desmayarse.

Él la obligó a comer, y cuando sintió que su propio cuerpo estaba ávido de comida, murió un poco. Después del parto, él esperó tres semanas antes de volver a violarla. En menos de seis, concibió un hijo varón.

El nacimiento del niño, que ella llamó Mike por el padre que no había llegado a conocer, lo cambió todo. El señor lloró y besó al bebé en la cabeza mientras este chillaba y berreaba. Llevó flores a Alice, las flores de Pascua moradas que florecían en abril por todo el rancho.

La hicieron sentirse como en casa, y la esperanza se le clavó como un puñal oxidado.

¿Era esa su casa?

Él no le quitó al niño, sino que le llevó leche, verduras frescas, incluso un bistec. Para que su leche fuera nutritiva y saludable, decía.
 
La surtió de pañales, toallitas y crema para bebés, una bañera de plástico y jabón para recién nacidos. Cuando ella le preguntó, con cautela, si el bebé podía tener toallas más suaves, él se las proporcionó, y también un móvil en forma de arco y con animales que emitía una canción de cuna.

Durante meses no la golpeó ni la forzó. El bebé era su salvación, pues la libraba de las palizas y violaciones y le daba una razón para vivir.

Le infundía valor para pedir más.

Él bajaba a ver al niño, a llevarle provisiones, tres veces al día. Había añadido la comida de mediodía después de que Mike naciera. Alice había aprendido a estimar en qué hora del día estaba a partir de sus visitas.

Preparada para la visita del desayuno, amamantó al niño, lo lavó, lo vistió. Había dado sus primeros pasos la noche anterior, y ella había llorado de orgullo.

Una nueva esperanza ardía en su seno. El señor vería andar a su hijo por primera vez, les permitiría ir arriba, le permitiría sacar al niño fuera de casa, pasear al sol.

Y ella reconocería el terreno. Empezaría a pensar en cómo escapar con su hijo.

Su hijo, su tesoro, su salvación y alegría, no crecería en un sótano.

Se lavó y se cepilló el pelo, que ya tenía de color castaño y le llegaba por debajo de los hombros.

Cuando él bajó la escalera con un plato de huevos poco hechos y un par de lonchas de beicon pasadas, ella estaba sentada en su silla, haciendo el caballito al niño.

Alice: Gracias, señor.

**: Asegúrate de comértelo todo. Quien guarda, halla.

Alice: Lo haré, se lo prometo. Pero tengo una sorpresa para usted. 

Puso a Mike de pie en el suelo, apoyado en sus regordetas piernecillas, y lo besó en la coronilla. Él se agarró a sus dedos un momento, pero enseguida se soltó y dio cuatro vacilantes pasos antes de sentarse en el suelo.

**: Ya anda -dijo el señor en voz baja-.

Alice: Creo que ha aprendido antes de lo normal; es tan listo y dulce... 

Alice contuvo la respiración cuando el señor se acercó a Mike y volvió a ponerlo de pie.

Y Mike, moviendo las manos, se rio mientras daba unos cuantos pasos, torpes.

Alice: Empezará a correr antes de que usted se dé cuenta -dijo obligándose a adoptar un tono alegre-. Los niños necesitan correr. Convendría que tuviera más espacio, cuando usted lo considere oportuno -se apresuró a añadir cuando el señor dirigió sus duros ojos oscuros hacia ella-. Que le diera el sol. Hay... hay vitaminas en la luz del sol.

Él no dijo nada, sino que se inclinó y agarró al niño. Mike tiró de la descuidada barba que el señor se había dejado en los últimos meses.

Cada vez que él tocaba al niño la mataba. El terror y la desesperación le atenazaban el estómago. Pero se obligó a sonreír mientras se levantaba.

Alice: Compartiré el desayuno con él. Le gustan los huevos.

**: Tu deber es darle leche materna.

Alice: Oh, sí, y lo hago, pero también le gustan los alimentos sólidos. En trocitos. Tiene cinco dientes y está saliéndole otro. ¿Señor? Me estoy acordando de lo que mi madre decía de tomar el aire y de lo necesario que es para estar sano, crecer fuerte. Si pudiéramos salir, tomar el aire, aunque solo fuera unos minutos.

La cara de él mientras sostenía al niño adquirió una expresión pétrea.

**: ¿Qué te he dicho al respecto?

Alice: Sí, señor. Solo intento ser una buena madre para... nuestro hijo. El aire puro es bueno para él y para mi leche.

**: Cómete eso. Si le salen más dientes, le traeré algo para que lo muerda. Haz lo que te digo, Esther, o tendré que recordarte cuál es tu sitio.

Ella comió y no dijo nada más, se obligó a esperar una semana. Una semana completa antes de que se lo volviera a pedir.

Pero al cabo de tres días, cuando ella había cenado y amamantado al niño, el señor volvió a bajar la escalera.

Y la dejó atónita cuando le enseñó la llave del grillete.

**: Escucha bien lo que voy a decirte. Te sacaré de casa, diez minutos, ni un segundo más.

Ella se estremeció cuando el oxidado puñal de la esperanza le desgarró el corazón.

**: Intenta gritar y te parto la boca. Levántate.

Dócil, cabizbaja para que el señor no viera la esperanza que le brillaba en los ojos, se levantó. Pero la esperanza se desvaneció cuando le puso una soga al cuello.

Alice: Por favor, no lo haga. El niño.

**: Cállate. Si intentas escapar, te romperé el cuello. Haz lo que te digo y puede que te deje salir a tomar el aire una vez a la semana. Si no me obedeces, te moleré a palos.

Alice: Sí, señor.

El corazón se le estremeció cuando él insertó la llave en la cerradura y, por primera vez en cuatro años, el pesado grillete dejó de ceñirle el tobillo.

Se le escapó un gemido quedo y gutural, de animal dolorido, cuando vio la tierna cicatriz roja que le rodeaba el tobillo.

Los ojos del señor brillaban como lunas negras.

**: Te estoy haciendo un regalo, Esther. No hagas que me arrepienta. 

Cuando la empujó, ella dio su primer paso sin el grillete, seguido de otro, oscilante, cojeando y arrastrando un pie.

Estrechó a Mike contra su pecho y subió la escalera con esfuerzo.

¿Correr?, pensó mientras el corazón tembloroso se le encogía. A duras penas podía andar.

Él tiró de la soga desde lo alto de la escalera.

**: Obedece, Esther. 

Abrió la puerta.

Ella vio una cocina con el suelo amarillento, un fregadero de hierro colado empotrado en la pared, con un escurridor lleno de platos al lado. Una nevera no más alta que ella y una cocina de dos fogones.

Olía a grasa.

Pero había una ventana sobre el fregadero, y por ella divisó los últimos vestigios de la luz del día. El mundo. Vio el mundo.

Árboles. Cielo.

Intentó prestar atención, tomar una fotografía mental. El viejo sofá, una sola mesa y una lámpara, un televisor como los que había visto en fotografías: una especie de caja con... una antena que parecía dos orejas de conejo, recordó.

Un suelo de madera, paredes desnudas, paredes de troncos, una chimenea pequeña y vacía hecha con ladrillos de distintos tipos.

El señor la empujó hacia la puerta.

Cuántos cerrojos, pensó. ¿Por qué necesitaba tantos cerrojos? El señor los abrió, uno a uno.

Todo -sus planes, sus esperanzas, su dolor, su miedo- se desvaneció cuando salió al porche corto y alabeado.

La luz, oh, la luz. Solo un resquicio del sol poniente ocultándose detrás de las montañas. Solo un resquicio de rojo perfilando los picos. El olor a pino y a tierra, la sensación del aire acariciándole la cara. Cálido aire de verano.
 
La rodeaban árboles, con un trozo de tierra removida donde había plantadas hortalizas. Vio la vieja camioneta, la misma a la que ella había sido tan tonta de subir, una lavadora vieja, un arado, un portillo para ganado cerrado con una cerca de alambre de espino que rodeaba lo que alcanzaba a ver de la cabaña.

Cuando se disponía a bajar del porche, maravillada, el señor se lo impidió tirando de la soga.

**: Ya es suficiente. El aire es el mismo aquí que ahí.

Ella alzó la cara con lágrimas de felicidad y asombro rodándole por las mejillas.

Alice: Oh, están saliendo las estrellas. Mira, Mike, mira, hijito mío. Mira las estrellas.

Intentó subirle la cabecita con el dedo, pero el niño se limitó a cogérselo e intentó mordisquearlo.

Eso la hizo reír, besarle la coronilla.

Alice: Escucha, escucha. ¿Oyes la lechuza? ¿Oyes la brisa que sopla entre los árboles? Es hermoso, ¿verdad? Todo es hermosísimo.

Mientras Mike balbuceaba y le mordisqueaba el dedo, Alice intentó verlo todo a la vez, asimilarlo todo.

**: Ya es suficiente. Vuelve a entrar.

Alice: Oh, pero...

La soga se le clavó en el cuello.

**: He dicho diez minutos, no más.

Una vez a la semana, recordó Alice. Él también había dicho una vez a la semana. Entró sin rechistar, y entonces vio la escopeta en un estante sobre la chimenea vacía.

¿Estaba cargada?

Un día, Dios lo quisiera, un día intentaría averiguarlo.
 
Volvió a bajar la escalera renqueando, asombrada de que los diez minutos la hubieran dejado emocionada y también agotada.

Alice: Gracias, señor. -No pensó, tampoco podía, qué significaba que las humildes palabras ya no le quemaran en la garganta como antes-. Mike va a dormir mejor esta noche después de respirar aire puro. Mire, ya se le están cerrando los ojos.

**: Acuéstalo.

Alice: Antes debería darle el pecho y cambiarlo.

**: Acuéstalo. Si se despierta, hazlo.

Alice lo dejó en la cuna. Él apenas protestó, y se calmó cuando ella le dibujó suaves círculos en la espalda.

Alice: ¿Lo ve? ¿Ve qué bien le ha ido? -Una vez más, mantuvo la cabeza gacha-. ¿He hecho todo lo que me ha pedido?

**: Sí.

Alice: ¿De verdad podemos salir una vez a la semana?

**: Si sigues haciendo lo que yo te digo, ya veremos. Si me demuestras que estás agradecida por lo que te doy.

Alice: Lo haré.

**: Demuéstrame que estás agradecida ahora.

Sin levantar la cabeza, Alice cerró fuerte los ojos.

**: Has tenido tiempo de sobra para recuperarte después de parir al niño. Y él ya come alimentos sólidos, así que ya no necesita tu leche igual que antes. Es hora de que cumplas con tus deberes de esposa.

Sin decir nada, Alice se dirigió a la cama plegable, se quitó el holgado vestido por la cabeza y se tendió.

**: Se te han puesto las carnes flojas -dijo él mientras se desvestía. Se inclinó sobre ella y le pellizcó los pezones, el vientre-. Puedo pasarlo por alto -añadió, y se colocó encima-.
 
Olía a jabón barato y a grasa de cocina, y los ojos le ardían con esa luz perversa que ella conocía demasiado bien.

**: Sé cumplir con mi deber. ¿Notas mi verga, Esther?

Alice: Sí, señor.

**: Di: «Quiero que mi esposo utilice su verga para dominarme». ¡Dilo! 

Ella no lloró. ¿Qué importaban las palabras?

Alice: Quiero que mi esposo utilice su verga para dominarme. 

Él la embistió. Ay, dolía, dolía mucho.

**: Di: «Toma lo que quieras de mí, pues yo soy tu esposa y tu sierva».

Alice pronunció las palabras mientras él arremetía y gruñía, mientras la cara se le crispaba con horrendo placer.

Cerró los ojos y pensó en los árboles y el aire, en los últimos rayos de sol y las estrellas.

Él mantuvo su palabra, de manera que ella subió la escalera y salió al porche una vez a la semana.

Cuando el niño cumplió un año, Alice se armó de valor y le preguntó si dejaba que le preparara una buena cena para corresponderle por su bondad. Para celebrar el cumpleaños de Mike.

Si podía convencerlo y demostrarle que era obediente, quizá consiguiera hacerse con la escopeta.

El señor bajó con su cena, cogió al niño en brazos como de costumbre. Pero esa vez, sin decir una palabra, se lo llevó a la escalera.

Alice: ¿Salimos?

**: Cómete lo que te he traído.

El miedo le volvió la voz más aguda.

Alice: ¿Adónde se lleva al niño?
 
**: Ya va siendo hora de destetarlo. De que pase más tiempo con su padre.

Alice: No, por favor, no. He hecho todo lo que me ha dicho. Soy su madre. Hoy no le he dado de mamar. Déjeme...

Él se detuvo en la escalera, fuera de su alcance.

**: Tengo una vaca. Tomará mucha leche. Si haces lo que yo digo, subirás a sentarte fuera una vez a la semana. Si no lo haces, no saldrás.

Alice cayó de rodillas.

Alice: Haré lo que sea. Lo que sea. Por favor, no me lo quite.

**: Los bebés se hacen niños, y los niños, hombres. Es hora de que conozca mejor a su padre.

Cuando cerró la puerta y echó los cerrojos, Alice se levantó temblando. Algo se quebró en su interior. Pudo oírlo, como el crujido de una rama seca dentro de su cabeza.

Fue hasta la silla y se sentó; juntó los brazos, los movió.

Alice: Chis, cariño. Chis. 

Y, sonriendo, cantó una nana a sus brazos vacíos.


En la actualidad

Más que preparada para irse a casa, Vanessa lo hizo cuando la puesta de sol lo teñía todo con sus vibrantes colores. Marcharse antes de lo habitual le parecía justificado, sabiendo que en casa se concentraría mejor en los informes, las hojas de cálculo y los horarios. Sencillamente, no podía cargar con más dolor, además del suyo, sin derrumbarse.

Echó a andar bajo un cielo salpicado de tonalidades rojas, moradas y doradas, y vio a Zac con los caballos, entreteniendo a un matrimonio joven y a su hijo pequeño, que estaba loco de contento.

**: ¡Caballito, caballito, caballito! -repetía, bamboleándose en la cadera de su madre, estirándose para dar manotazos en el cuello a Atardecer-.

Vio que Zac charlaba en voz baja con el padre y, después, que el padre susurraba a la madre algo que la inducía a negar de inmediato con la cabeza, morderse el labio y quedarse mirando a Zac.

Zac: La decisión es suya. Pero prometo que este es como un corderito.

*: Vamos, Kasey. No le pasará nada. 

El padre, que ya sonreía, sacó el móvil.

Kasey: Solo subirlo al caballo. Solo subirlo.

Zac: Entendido -montó, un movimiento que el niño aplaudió como si hubiera ejecutado un truco de magia-. ¿Quieres subir, socio?

En cuanto Zac extendió los brazos, el niño habría saltado a ellos sin dudarlo. Con sentimientos encontrados, la madre se lo dio, y después se llevó las manos al pecho al ver al pequeño chillando de alegría delante de ella.

**: ¡Caballito! ¡Monto caballito!

Kasey: Sonríe a tu padre para que pueda sacarte una foto.

Ricky: ¡Monto caballito, papá!

*: Claro que sí, Ricky. Claro que sí.

Ricky: ¡Ale!

Atardecer volvió la cabeza y miró a Zac con lo que Vanessa interpretó que solo podía ser una sonrisa guasona.

Ricky: ¡Ale, caballito! -se volvió y miró a Zac con aire suplicante-. ¡Ale!

Kasey: Oh, Dios mío -suspiró-. Quizá, que ande solo unos cuantos pasos. ¿Le parece bien?

Zac: Claro.

*: Kasey, hazle fotos. Yo voy a filmarlo. Es genial.

Zac: Pon la mano aquí -cogió la mano derecha del niño y se la puso en las riendas por encima de la suya-. Di: «Arre, Atardecer».
 
Ricky: ¡Ale, Zadecer!

Cuando Atardecer echó a andar, el niño dejó de chillar. Por un instante, su dulce carita manifestó estupefacción, los ojos se le llenaron de asombro y felicidad.

Ricky: Mamá, mamá, mamá, ¡monto caballito!

Zac dio un par de vueltas con Atardecer a paso lento, mientras el niño brincaba en la silla, sonreía, e incluso se reía a carcajadas mirando el cielo. En la última vuelta, Zac hizo un rápido guiño a Vanessa.

Zac: Tenemos que decir adiós, socio.

Ricky: ¡Más, más, más! -insistió cuando Zac empezó a levantarlo de la silla de montar-.

Kasey: Es suficiente por hoy, Ricky. El caballito tiene que irse a casa. 

Cuando Kasey alzó los brazos, Ricky se apartó.

Zac: Ahora eres un auténtico vaquero, Ricky. Los auténticos vaqueros siempre hacen caso a sus madres. Es el código de los vaqueros.

Ricky: Zoy un vaquero. -Sin muchas ganas, fue con su madre-. Besar caballito.

Zac: A Atardecer le gustan los besos.

Ricky le dio unos cuantos besos babosos en el cuello y luego señaló al paciente Leo.

Ricky: Besar caballito.

Ness: A Leo también le gustan los besos -se acercó-. A algunos caballos les da vergüenza que los besen, pero a estos dos no.

Kasey cambió de postura para que Ricky pudiera pegar los labios al cuello de Leo.

Ricky: Monto este caballito. Por favor. Ahora. Por favor.

Ness: Ahora tengo que llevarlo a casa y darle de cenar. Pero... ¿van a estar aquí mañana?

*: Dos días más -respondió el padre-.

Ness: Si mañana traen a Ricky al Centro de Actividades, veremos qué podemos hacer.

*: Lo haremos. ¿Has oído, Ricky? Mañana vas a ver más caballos. Dale las gracias al señor Efron -le ordenó su padre-.

Ricky: ¡Gracias! Gracias, vaquero. Gracias, caballito.

Zac: Cuando quieras, socio.

Vanessa montó y dio la vuelta a Leo.

Zac: Adiós -dijo en español, tocándose el borde de la gorra mientras se alejaban a caballo-.

Ness: Adiós -repitió-.

Zac: Hay que actuar de cara a la galería.

Ness: Me abstendré de mencionar el seguro, lo que cubre y lo que no.

Zac: Bien. No lo hagas.

Ness: No lo haré. Solo diré que esto es justo lo que busco, ese interés, tener a los caballos en el Pueblo Hudgens de vez en cuando. Y por qué va a dar resultado ofrecer un numerito para los niños y las familias. No esperaba que estuvieras aquí, con los caballos.

Zac: He llamado. El recepcionista me ha dicho que salías alrededor de las cinco.

Ness: Venían a buscarme para llevarme a casa. Lo he cancelado mientras tú le estabas dando al pequeño Ricky el mejor momento de su vida. Lo agradezco. Lo agradezco porque ha sido un antídoto inesperado para un día espantoso.

Zac la miró fijamente.

Zac: Lo has aguantado.

Ness: Y aguantaré mañana. Te aviso: Garrett Clintok ha intentado buscarte problemas.
 
Zac: Ya lo sé.

Ness: Ha tergiversado mis palabras. Quiero que sepas que ha tergiversado mis palabras. Yo nunca he dicho...

Zac: Ness -la interrumpió antes de que ella se pusiera a despotricar-. No necesitas justificarte.

Ness: Necesito decirlo. No he dicho cosas que él ha dicho que he dicho, y me cabrea que haya intentado utilizarme, y aún peor, mucho peor, que haya utilizado a Bonnie para crearte problemas. Lo he aclarado con el sheriff Tyler, pero si...

Zac: Tyler sabe cuál es la situación. No tengo ningún problema con el sheriff. 

Los ojos de Vanessa echaban fuego.

Ness: Porque el sheriff no es idiota, pero me cabrea. Me cabrea, y Clintok me va a oír la próxima vez que lo vea.

Zac: Déjalo estar.

Ness: ¿Que lo deje estar? -Sorprendida, indignada, se volvió en la silla de montar-. Yo no dejo estar las cosas con mentirosos y mantones. Con gente que dice que he dicho lo que no he dicho. Con gente que pilla desprevenidos a mi hermano y a su amigo, y pide que le sujeten al amigo para molerlo a palos.

Zac mandó detenerse a Atardecer.

Zac: ¿Dónde has oído eso?

Ness: Alex nos lo ha contado hoy, y debería haber...

Zac: Ha roto un juramento con saliva. 

Con el aspecto de un hombre defraudado, Zac negó con la cabeza y reanudó la marcha.

Ness: Te diré que he estado a punto de estallar cuando lo ha explicado, porque sé que los juramentos con saliva son sagrados. Para los críos de doce años.

Zac: La edad no tiene nada que ver con eso. Un juramento es un juramento. Y el pasado, pasado está.
 
Hombres, pensó Vanessa. ¿Cómo podía haber crecido rodeada de ellos y que siguieran poniéndole de los nervios?

Ness: Puedes despellejar a Alex por salir en tu defensa, por aportar pruebas de que Garrett Clintok es una víbora, si lo prefieres. Pero si el dichoso pasado fuera eso mismo, pasado, Clintok no seguiría intentando tenderte emboscadas.

Zac: Eso sería problema suyo, no mío.

Ness: Oh, por favor... 

Exasperada por su actitud racional, Vanessa puso a Leo a medio galope.

Zac la alcanzó sin esfuerzo y no pareció que fuera a dejar la razón a un lado.

Zac: No entiendo por qué estás cabreada conmigo.

Ness: Oh, cállate, joder. Hombres. 

Llevada por el enfado, Vanessa echó a galopar.

Zac: Mujeres -masculló, y dejó que se tomara la distancia que necesitaba, aunque no la perdió de vista ni un solo momento hasta que llegaron al rancho-.


Su intención no había sido matarla. Cuando lo analizó bien, cuando lo pensó a fondo, comprendió que en realidad se había matado ella.

No debería haber empezado a correr de esa manera. No debería haber intentado gritar como lo había hecho. Si no hubiera intentado darle patadas, él no habría tenido que empujarla. Ella no se habría caído al suelo con tanta fuerza, no se habría dado un golpe tan violento en la cabeza.

Si lo hubiera acompañado sin armar jaleo, él se la habría llevado a casa, y ella estaría perfectamente.

¿Su error? No tumbarla de un tortazo nada más verla. Tumbarla sin más y subirla a la camioneta. Antes había querido catarla, eso era todo. Para asegurarse de que le convenía.

Necesitaba una esposa en edad de tener hijos. Una mujer joven y guapa que le hiciera pasar un buen rato y le diera hijos varones fuertes.

Quizá se había precipitado eligiéndola, pero, desde luego, había querido darse el gusto.

Lo demás lo había hecho bien, se recordó. Había extraído la gasolina del depósito de su coche con el sifón y había dejado la justa para alejarla del centro de trabajo. La había seguido con los faros apagados y había acudido en su auxilio al ver que el coche se le paraba.

Había conseguido que bajara sin problemas, actuando con educación y amabilidad.

Después se había emocionado demasiado; ahí era donde había metido la pata. No debería haberla agarrado ni intentado forzarla. Debería haber esperado para eso.

Había aprendido la lección.

La próxima vez, la tumbaría, la ataría y se la llevaría a la cabaña. Así de fácil.

Tenía muchas mujeres guapas entre las que escoger. Se tomaría su tiempo antes de decidirse. La camarera era bastante guapa, pero las había visto más guapas. Y, pensándolo bien, quizá fuera mayor de lo que él quería. No le quedaban tantos años para tener hijos, lo cual era la función de una mujer en la vida.

Más joven y guapa; además, la que se había matado bien podría haber sido una puta, considerando que trabajaba en un bar. Podría haber tenido alguna enfermedad contagiosa.

Le convenía más no haberse acostado con ella.

Encontraría a la mujer adecuada. Joven, muy guapa... y, por supuesto, limpia.

La elegiría, esperaría el momento propicio, la ataría y se la llevaría a la cabaña. Tenía su habitación lista para ella. La adiestraría bien, le enseñaría lo que muchas olvidaban. Las mujeres fueron creadas para servir a los hombres, para someterse y obedecer, para tener hijos.

No le importaría castigarla. El castigo era su responsabilidad, además de su derecho.

Y plantaría su simiente en su vientre. Y ella sería fecunda y alumbraría a hijos varones. O él encontraría una que lo hiciera.

Eso podía requerir paciencia, planificación.

Pero no significaba que no pudiera buscarse a otra mientras tanto para pasar un buen rato.

En la cabaña, en su habitación, pasó una mano por la Biblia de la mesilla.

Después, la metió debajo del colchón y sacó una revista porno.

Casi todas las mujeres eran unas putas y unas marranas, él lo sabía. Exhibiéndose, tentando a los hombres para que pecaran. Se humedeció un dedo con la lengua, volvió una página, se sintió virtuoso mientras se le ponía dura.

No veía ninguna buena razón para no aceptar la invitación de una mujer que se exhibía ante él de esa manera mientras no encontraba a la esposa adecuada.


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