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miércoles, 16 de agosto de 2023

Capítulo 3


Había cambiado un poquito, pensó Vanessa. Estaba más bien flaco cuando se marchó. Había ganado un poco de peso. Las piernas largas y las caderas estrechas le daban un aire desgarbado, pero tenía la espalda más ancha y las facciones se le habían afinado. Siempre las había tenido bonitas, pero ahora eran más angulosas, con la mandíbula más marcada. El pelo, castaño como el pelaje de los ciervos en invierno, lo llevaba más largo de lo que ella recordaba.

Se preguntó si el pelo se le seguía aclarando con el sol cuando no llevaba sombrero durante más de diez minutos. Él volvió la cabeza, la miró directamente, y ella vio que sus ojos eran los mismos, de un azul que aparentaba una engañosa calma, capaz de adquirir tonalidades grises o verdes.

Zac: Hola, Vanessa.

Clementine giró sobre los talones, con los puños en sus huesudas caderas.

Clementine: Ya iba siendo hora. ¿Crees que regento un restaurante? Tienes suerte de que haya quedado un poco para ti.

Ness: Échale la culpa a Mike. Él es quien me ha inundado de trabajo al final del día. Hola, Zac.

Clementine: Lávate las manos. Después, siéntate a la mesa.

Ness: Sí, señora.
 
Zac: ¿Quieres una cerveza? 

Clementine: Querrá una copa de ese vino tinto que se ha acostumbrado a beber porque protege contra los problemas de corazón o algo por el estilo. Ese de ahí -respondió señalándolo-.

Zac: ¿En serio? Ya lo cojo yo.

Zac fue a buscarlo sin prisa, cogió una copa y fue vertiendo el vino poco a poco mientras Vanessa se lavaba obedientemente las manos.

Clementine: Cómete esta ensalada -se la sirvió en un plato sopero, le añadió un chorrito de algo y la removió-. Y no me rechistes por el aliño.

Ness: No, señora. Gracias -añadió cuando Zac le ofreció la copa-.

Se sentó, tomó el primer sorbo y, mientras Clementine le ponía una servilleta en el regazo, cogió el tenedor.

Clementine: Siéntate a hacerle compañía, Zac. La mitad de las veces llega tarde a cenar y come sola. ¡La mitad de las veces! Hay un plato calentándose en el horno, y asegúrate de que se lo come todo.

Zac: Lo haré.

Clementine: ¿Quieres más tarta de manzana?

Zac: Mi querida Clem, siento decir que ya no me queda sitio para más.

Clementine: Pues entonces llévate un buen pedazo a la choza cuando te marches. -Le pellizcó la mejilla, y la sonrisa que él le dirigió refulgió como un relámpago de estío-. Bienvenido a casa. Me voy. -En vez de un pellizco en la mejilla, Vanessa recibió una manotada en la nuca que terminó siendo una caricia-. Cómetelo todo, jovencita. Hasta mañana.

Ness: Buenas noches, Clementine -esperó a que la puerta del recibidor se cerrara antes de suspirar y de coger de nuevo la copa-. No hace falta que te quedes aquí sentado viéndome comer.
 
Zac: He dicho que lo haría. Juro que me fugaría para casarme con esa mujer solo por su mordacidad. Lo bien que cocina solo sería un plus -dio un lento trago de cerveza, mirando a Vanessa-. Estás más guapa.

Ness: ¿Eso crees?

Zac: Eso veo. Siempre has sido guapa, pero ahora todavía lo eres más. Aparte de eso, ¿cómo estás?

Ness: Bien. Ocupada. Bien y ocupada. ¿Tú?

Zac: Contento de haber vuelto. No tenía claro si lo estaría, así que eso también es un plus.

Ness: Aún no has tenido tiempo de añorar Hollywood. 

Zac se encogió de hombros.

Zac: Era un buen trabajo. Interesante. Más duro de lo que la gente cree, más duro de lo que yo creía cuando me subí al carro.

A juicio de Vanessa, los trabajos mejores y más satisfactorios solían serlo.

Ness: ¿Te ha dado lo que necesitabas? 

Zac volvió a mirarla a los ojos.

Zac: Sí.

Ness: Sé que han pasado un par de años, pero quiero decirte que siento lo de tu padre. Y siento no haber ido al entierro.

Zac: Te lo agradezco. Recuerdo que estabas enferma, con gripe o algo así.

Ness: O algo así. Tres días. Más enferma de lo que nunca he estado, y espero no volver a pasar por lo mismo.

Zac: Ya que mencionas el pésame, yo también siento lo de tu bisabuelo. Era un buen hombre.

Ness: De lo mejorcito. ¿Cómo está tu madre, Zac?

Zac: Bien. Le va mejor donde está, con un nietecito al que mimar y otro en camino. Vamos a vender a tu padre las tierras que nos quedan.

Vanessa se comió la ensalada con pocas ganas.
 
Ness: No sé si debería decir que lo siento.

Zac: No es necesario. No significan nada para mí. Desde hace mucho tiempo. 

Puede que fuera cierto, pensó ella, pero aun así eran su patrimonio.

Ness: Les daremos un buen uso.

Zac: Me lo imagino -se levantó y sacó el plato del horno-. Mírate, Vanessa -dijo al dejarlo sobre la mesa-. Al mando de todo el condenado resort.

Como Clementine no la estaba vigilando, Vanessa añadió una buena dosis de pimienta recién molida.
Le gustaba la comida picante.

Ness: No lo hago yo sola.

Zac: Por lo que he oído, casi podrías. Hoy he trabajado para vosotros. Alex ha pensado que lo mejor sería que fuera a trabajar con Andy, puesto que han pasado unos años, para familiarizarme con el funcionamiento.

Vanessa lo sabía... solo porque Alex le había mandado un mensaje de texto después de tomar la decisión.

Ness: ¿Y te has familiarizado?

Zac: He empezado. Así que te daré mi opinión, si quieres oírla.

Zac esperó un momento. Ella se encogió de hombros y comió lasaña.

Zac: Coincido con Andy en que deberíais contratar a un mozo. Es cierto que podéis compartir los del rancho, pero os iría mejor si tuvierais uno fijo. Yo puedo sustituir a Andy sin mucho problema cuando se vaya el mes que viene, pero seguirá faltándoos una persona.

Como Vanessa estaba de acuerdo con el razonamiento y no podía discutirle el consejo, asintió.

Ness: Estoy en ello. Es solo que aún no he encontrado a nadie.

Zac: Esto es Montana, Vanessa. Encontrarás a tu vaquero.
 
Ness: No busco solo un par de botas. -Lo señaló con el tenedor, manteniéndose firme-. Si no te conociera, no sustituirías a Andy.

Zac: Es lógico.

Ness: Pero te conozco. A lo mejor sabes de alguien en California que quiera un cambio de aires.

Él negó con la cabeza, con la vista puesta en su cerveza.

Zac: El cambio de aires forma parte de la profesión, ya que vas donde te necesitan. Y pagan demasiado bien. Podría cobrarme un favor, pero no me sentiría cómodo pidiéndole a alguien que renuncie a ese sueldo para guiar rutas ecuestres, dar clases de equitación, limpiar estiércol y cepillar caballos. -La miró fijamente-. ¿Por qué lo he hecho yo?

Ness: No te lo he preguntado, Zac.

Zac: Oh, sí que lo has hecho. Había llegado la hora de volver a casa -volvió a lucir su refulgente sonrisa-. Y a lo mejor os echaba de menos a ti y a tus largas piernas, Vanessa.

Ness: Ajá -musitó en un tono entre divertido y sarcástico-.

Zac: Quizá lo habría hecho de haber sabido que estarías más guapa aún.

Ness: Y yo quizá te habría echado también de menos de haber sabido que ya no estabas tan flacucho.

Él soltó una risotada.

Zac: ¿Sabes de qué acabo de darme de cuenta? De que sí te echaba de menos. Y también esta cocina. Aunque, oye, tiene algunos toques más sofisticados desde la última vez que estuve. Unas puertas de establo que no le vienen grandes a la despensa. Una cocina grandiosa y reluciente, con sus fogones, y ese grifo que sale de la pared. Clementine dice que es para llenar las ollas que utiliza.

Ness: Las abuelas engancharon a mamá a esos programas de reformas de casas. A papá casi lo vuelve loco hasta que lo convenció para reformar la cocina.

Zac: Hay más cosas que he echado de menos. Querría pasar a ver a la yaya y a doña Fancy.

Ness: Les gustará. ¿Tienes todo lo que necesitas en la choza?

Zac: Tengo de sobra. También está más arreglada que cuando Alex y yo nos escondíamos ahí para planear nuestras aventuras.

Ness: Y no me dejabais entrar. 

Zac advirtió que seguía un poco resentida por eso.

Zac: Bueno, ¡eras una chica!

Vanessa sonrió. Le hizo gracia el tono en que lo había dicho, entre horrorizado y pícaro. Puede que ella también lo hubiera echado un poco de menos.

Ness: Montaba tan bien como vosotros.

Zac: Sí. Y no sabes cuánto me molestaba. Alex me ha dicho que perdiste a Maravillas hace dos inviernos.

Vanessa había montado, querido y almohazado a aquella yegua mansa desde que ambas tenían dos años.

Ness: Casi me rompió el corazón. Tardé seis meses en elegir otro caballo.

Zac: Elegiste bien. Tu Leo tiene cabeza y brío. ¿Quieres otra copa de ese vino?

Ella se lo pensó.

Ness: Media.

Zac: ¿De qué sirven las cosas a medias?

Ness: Media es más que nada.

Zac: Suena a resignación. -Aun así, se levantó, cogió la botella y la dejó en la mesa-. Parece que te has terminado el plato, más o menos, por tanto he cumplido con mi deber hacia Clementine. Debería irme.
 
Ness: ¿Quieres la tarta?

Zac: No. Si me la llevo, estará ahí, intentando seducirme para que me la coma, y no conseguiré dormirme. Me alegro mucho de verte, Ness.

Ness: Y yo.

Cuando Zac se marchó, Vanessa se quedó sentada un momento, reflexionando, tocando con aire distraído la navaja que siempre llevaba en el bolsillo de la camisa. La navaja que él le regaló cuando cumplió doce años. Quizá, solo quizá, aún estaba un poco colada por él. Solo una pizca.

Nada de lo que tuviera que preocuparse, nada que quisiera alimentar. Una simple chispa al ver al hombre en que se había convertido el muchacho por el que su corazón adolescente había suspirado.

Era bueno saberlo, reconocerlo y quitárselo de la cabeza. Cogió la botella de vino y llenó la copa justo hasta la mitad. Eso era más que nada.


1991

Le ordenó que lo llamara «señor». Alice memorizó todas las arrugas de su cara, el timbre exacto de su voz. Cuando escapara, diría a la policía que tenía unos cuarenta años, era blanco, con una estatura de más o menos metro setenta y cinco, setenta kilos de peso, quizá. Bastante musculoso y muy fuerte. Con los ojos y el pelo castaños.

Tenía una fea cicatriz en la cadera izquierda, de unos tres centímetros de longitud, y una marca de nacimiento marrón en la cara externa del muslo derecho.

A menudo olía a cuero, cerveza y aceite para armas de fuego. Se lo describiría a un dibujante de la policía.
 
Había tenido más de un mes para maldecirse por no prestar más atención a la camioneta. Ni siquiera recordaba el color, aunque creía que era azul y estaba oxidada, pero no estaba segura.

No podría darles el número de matrícula, aunque la camioneta quizá fuera robada. Lo que sí podría era darles una descripción, desde el sombrero vaquero hasta las desgastadas botas Durango.

Si antes no conseguía matarlo.

Soñaba con eso, con ingeniárselas para hacerse con un cuchillo, un arma de fuego o una cuerda, y utilizarlos para matarlo la próxima vez que oyera abrirse la puerta del sótano, o que oyera las fuertes pisadas de sus botas en la escalera que bajaba a su cárcel.

No tenía la menor idea de dónde estaba, de si seguía en Montana, o de si la había llevado a Idaho o a Wyoming. Hasta donde ella sabía, podría haberla llevado a la luna.

Su cárcel tenía el suelo de hormigón, las paredes revestidas de madera barata. No tenía ventanas, solo la puerta que comunicaba con un inestable tramo de peldaños sin fondo.

Alice disponía de un inodoro, un lavamanos de pared y una estrecha ducha con la alcachofa manual. Al igual que el sótano, el agua de la ducha nunca llegaba a calentarse.

Como si quisiera proporcionarle intimidad, el señor había clavado una raída cortina al techo para separar el inodoro del resto.

El resto medía unos ocho metros cuadrados; Alice lo sabía porque lo había recorrido paso a paso una infinidad de veces, tirando del grillete que le aprisionaba la pierna derecha y le impedía subir más allá de los dos primeros peldaños. Había una cama plegable, una mesa atornillada al suelo y una lámpara atornillada a la mesa. El pie de la bombilla de cuarenta vatios que le proporcionaba luz tenía forma de un oso encaramado a un árbol.
 
Aunque el señor se había llevado su mochila, le había dejado un cepillo de dientes, pasta dentífrica, jabón, champú, y la orden de usarlos, pues la limpieza lo era todo.

Le había proporcionado una sola toalla que rascaba, una manopla y dos mantas, que por suerte abrigaban. Había una Biblia sobre la mesa.

Para comer, un viejo cajón para la leña contenía una caja de cereales, un trozo de pan blanco, tarritos de mantequilla de cacahuete y mermelada de uva, un par de manzanas; todo muy sano, en opinión del señor. Alice disponía de un único plato sopero de plástico, una única cuchara de plástico.

Él le llevaba la cena. Era la única forma que Alice tenía de saber con seguridad que había pasado un día más. Por lo general, estofado de alguna clase, pero a veces una hamburguesa grasienta.

La primera vez se negó a comer y, a cambio, le chilló con saña. Así que él la golpeó hasta dejarla sin conocimiento, y se llevó las mantas. Veinticuatro horas después, una pesadilla de dolor y escalofríos la convenció para comer. Para conservar las fuerzas y poder escapar.

El cabrón la premió con una tableta de chocolate.

Ella intentó suplicarle, sobornarlo: su familia le daría dinero si la dejaba marchar.

Él le dijo que ahora era de su propiedad. Aunque sin duda había sido puta antes de que él la salvara en el arcén de la carretera, ahora era su responsabilidad. Y suya para hacer con ella lo que le viniera en gana.

Le sugirió que leyera la Biblia, pues estaba escrito que una mujer debía estar bajo el yugo de un hombre, que Dios había creado a la mujer de la costilla de Adán para que le sirviera como esposa y le diera hijos.

Cuando ella lo llamó perturbado hijo de puta, cobarde asqueroso, él apartó su plato de estofado. De un puñetazo, le rompió la nariz antes de dejarla sollozando y sangrando.
 
La primera vez que la violó, ella se defendió con uñas y dientes. Aunque él la inmovilizaba pegándole y estrangulándola, ella luchó, gritó, suplicó en cada violación, día tras día, hasta que las jornadas se mezclaron unas con otras.

Uno de esos días le llevó una loncha de jamón frito cortado en trocitos, un montón de puré de patata con salsa de tomate, una cucharada de puré de guisantes y una galleta. Incluso le dio una servilleta de cuadros rojos doblada en triángulo, lo que la dejó estupefacta.

**: Es nuestra cena de Navidad -le dijo mientras se sentaba en la escalera para tomarse su cena-. Quiero verte comer agradecida por lo que me he molestado en cocinarte.

Alice: Navidad. -Todo se inundó y tembló dentro de ella-. ¿Es Navidad?

**: Hacerse regalos chorras, adornar el árbol y ese tipo de cosas no van conmigo. Es un día para celebrar el nacimiento de Jesucristo. Así que con una buena cena es suficiente. Come.

Alice: Es Navidad. Por favor, por favor, Dios mío, por favor, deje que me vaya. Quiero irme a casa. Quiero estar con mi madre. Quiero...

**: Cierra el pico. -Lo dijo con brusquedad y Alice echó la cabeza hacia atrás como si hubiera recibido un golpe-. Si me levanto de aquí antes de terminarme la cena, lo lamentarás. Obedece y cómete lo que te doy.

Usó su cuchara para coger un poco de jamón, llevárselo a la boca y masticarlo, aunque la mandíbula aún le dolía por la paliza que él le había dado hacía unos días.

Alice: Cuánto trabajo le doy. -Más de un mes, pensó. Llevaba más de un mes en aquel agujero con ese maníaco-. ¿No preferiría tener a alguien, una esposa, como dice la Biblia, que pudiera atenderle? ¿Cocinar para usted?

**: Aprenderás -dijo, comiendo con una engañosa calma y paciencia que ella ya había aprendido a temer-.
 
Alice: Pero... sé cocinar. Soy bastante buena cocinera. Si me deja subir, podría cocinar para usted.

**: ¿Le pasa algo a la cena?

Alice: Oh, no -se comió parte del pegajoso puré de patata-. Se nota que le ha llevado mucho trabajo prepararla. Pero yo podría descargarle de ese trabajo, ocuparme de cocinar y limpiar, ser una verdadera esposa.

**: ¿Te parezco idiota, Esther?

Hacía semanas que ella había dejado de gritarle que se llamaba Alice.

Alice: ¡No, señor! Claro que no.

**: ¿Me crees tan idiota, tan vulnerable a la seducción de una mujer, para no saber que intentarías marcharte si subes esa escalera? -Hizo un gesto que le crispó la boca. Sus ojos se velaron por esa terrible oscuridad-. Quizá antes intentarías clavarme un cuchillo de cocina en el cuello.

Alice: Yo nunca...

**: Cállate, mentirosa. No voy a castigarte como mereces por decir que soy imbécil porque hoy nació el niño Jesús. No pongas a prueba mi paciencia.

Cuando ella dejó de insistir y comió en silencio, él asintió.

**: Aprenderás. Y cuando yo juzgue que has aprendido lo suficiente y lo bastante bien, puede que te deje subir. Pero, de momento, aquí tienes todo lo que necesitas.

Alice: ¿Puedo pedirle una cosa, por favor?

**: Puedes pedírmela, lo que no significa que vaya a dártela.

Alice: ¿Podría darme los guantes y el otro par de calcetines que llevaba en la mochila? Es que las manos y los pies se me quedan fríos. Me da miedo ponerme enferma. Si me resfriara, le daría más trabajo del que ya le doy.

Él la miró en silencio durante un rato.

**: Puede que me lo piense.

Alice: Gracias. -Las palabras se le atragantaban, como la comida, pero se obligó a pronunciarlas-. Gracias, señor.

**: Puede que me lo piense, si me muestras el debido respeto. Ponte de pie.

Ella dejó el plato de papel en la mesa junto a la cama, se levantó.

**: Quítate la ropa y túmbate en la cama que yo te he dado. Voy a tomar lo que me corresponde, y esta vez no te resistirás.

Ella pensó en los sabañones de sus manos y pies, en el frío constante. De todos modos, la violaría. ¿De qué servía que además le pegara?

Se quitó la sudadera, la camisa que llevaba debajo. Tenía el corazón demasiado seco para llorar cuando se despojó de los calcetines ya casi gastados de tanto pasearse por el suelo de hormigón. Se desabrochó los vaqueros, se quitó la pernera izquierda y se bajó la otra hasta el grillete que le aprisionaba el tobillo.

Una vez estuvo tumbada en la cama, esperó a que él se desnudara, esperó a que se tumbara encima de ella, a que la penetrara sin miramientos, a que jadeara y gruñera, gruñera y jadeara.

Pensaba que aquel fue el momento en el que se sometió, cuando se dejó violar a cambio de un par de calcetines.

Pero cuando recordó esa noche, después de saber que el año nuevo había comenzado, después de pasarse todas las mañanas inclinada sobre el inodoro, mareada y con náuseas, durante una semana entera, supo que no había sido entonces.

Su sometimiento se produjo cuando supo que llevaba dentro un hijo suyo.

Temía decírselo; temía no hacerlo. Pensó en quitarse la vida, pues esa era sin duda la decisión más humanitaria para ella y para el fruto de su vientre.

Pero no tenía agallas ni medios.

A lo mejor la mataba él, pensó Alice, acurrucada en la cama. Cuando se enterara de que estaba embarazada, la mataría a palos. Y todo habría terminado.

Pensó en su madre, su hermana, sus abuelos, en sus tíos y primos. Pensó en el rancho, en que parecería una postal con las nieves de enero.

No la buscarían, se recordó. Había cerrado esa puerta, quemado ese puente, cortado esa cuerda.
Y jamás la encontrarían en aquella ratonera.

Ojalá pudiera decirles que lamentaba haberse largado de esa manera. Tan enfadada, tan pagada de sí misma que le había dado igual cómo se sentirían. Que no había creído que les importara.

Ojalá pudiera decirles que regresaba a casa.

Cuando oyó abrirse la puerta, las pisadas de sus botas, se estremeció. Más resignada que temerosa.

**: Levántate de la cama, vaga, y come.

Alice: Estoy enferma.

**: Lo estarás más si no haces lo que yo te digo.

Alice: Necesito que me vea un médico.

La levantó agarrándola por el pelo. Alice gritó y se tapó la cara.

Alice: Por favor, por favor. Estoy embarazada. Estoy embarazada. 

Él le alzó la cara tirándole del pelo con más fuerza aún.

**: No intentes conmigo ninguno de tus trucos de puta.

Alice: Estoy embarazada. -Esa vez lo dijo con calma, segura de que se enfrentaba a la muerte. Intentando prepararse para morir-. He vomitado todas las mañanas durante seis días seguidos. No tengo la regla desde poco después de que usted me trajera aquí. No me vino en diciembre, y ahora ya casi tendría que venirme. Perdí la noción del tiempo hasta que usted dijo que era Navidad. Estoy embarazada.

Cuando le soltó el pelo, Alice volvió a tumbarse en la cama.
 
**: Entonces, estoy muy contento.

Alice: Que está... ¿qué?

**: ¿Les pasa algo a tus oídos, Esther? Estoy contento. 

Ella lo miró de hito en hito y después cerró los ojos.

Alice: Usted quería dejarme embarazada.

**: Debemos ser fecundos y multiplicarnos. Tu propósito en esta tierra es darme hijos.

Alice se quedó inmóvil, dejó a un lado la resignación, se permitió abrigar una brizna de esperanza.

Alice: Tengo que ir al médico, señor.

**: Tu cuerpo está hecho para ese propósito. Los médicos solo meten miedo a la gente para llenarse los bolsillos.

Él quiere el bebé, se recordó ella.

Alice: Queremos que el bebé esté sano. Necesito vitaminas prenatales y buenos cuidados. Si caigo enferma, el bebé que llevo dentro también enfermará.

Esa ira, esa ira demencial le encendió la mirada.

**: ¿Crees que un médico mentiroso sabría más que yo?

Alice: No. No. Yo solo deseo lo mejor para el bebé.

**: Yo te diré qué es mejor. Levántate y cómete lo que te he traído. Prescindiremos de tener relaciones hasta estar seguros de que ha echado buenas raíces.


Le llevó un pequeño calefactor portátil y una butaca. Puso una neverita en la habitación, donde metía leche, fruta y verdura. Le dio de comer más carne que antes y le hizo tomar vitaminas todos los días.

Cuando consideró que ya estaba lo bastante sana, las violaciones continuaron, pero con menos frecuencia. Cuando la golpeaba, solo le daba bofetadas en la cara con la mano abierta.

La barriga le creció, así que le llevó vestidos grandes y holgados que ella odiaba, y un par de zapatillas por las que derramó lágrimas de agradecimiento. También colgó un calendario en la pared, donde él mismo tachaba los días, así que ella los veía pasar, uno a uno; su vida.

La dejaría subir una vez que el niño llegara, ¿verdad? Él deseaba el bebé, de manera que los dejaría subir a los dos.

Y entonces...

Tendría que esperar un tiempo, calculó Alice, sentada en la butaca cerca del calefactor que apenas calentaba, mientras el bebé daba patadas y se movía en su vientre.

Necesitaba hacerle creer que iba a quedarse, que sería obediente, que la había doblegado. Y cuando se hubiera hecho una idea de dónde estaba, cuando hubiera ideado la mejor manera de salir de allí, escaparía. Lo mataría si tenía oportunidad, pero escaparía.

Saber que el bebé estaba en camino, que le abriría la puerta para poder huir, le daba fuerzas. Era un medio para alcanzar un fin, nada más; lo consideraba solo el fruto de una violación.

Una vez arriba, cuando hubiera recobrado las energías y ya supiera dónde se encontraba, cuando el señor hubiera bajado la guardia lo suficiente, escaparía.

Esa Navidad la pasaría en casa, a salvo, y ese cabrón estaría muerto o en la cárcel. El bebé... No podía pensar en eso.

No lo haría.


A finales de septiembre, en su undécimo mes de cautiverio, el parto comenzó como un persistente dolor de riñones. Anduvo por el sótano para intentar aliviarlo, se sentó en la butaca, se hizo un ovillo en la cama, pero el dolor no remitió. Se le extendió por toda la barriga, cada vez más fuerte.

Cuando rompió aguas, empezó a gritar. Gritó como no lo había hecho desde las primeras semanas en el sótano. Y, lo mismo que entonces, nadie bajó.

Aterrorizada, consiguió subirse a la cama mientras los dolores eran cada vez más intensos y frecuentes. Tenía la garganta tan reseca que tuvo que levantarse entre contracciones para coger agua del lavamanos en uno de los vasos de papel que él le había dejado.

Diez horas después de la primera contracción, la puerta al final de la escalera se abrió.

Alice: Ayúdeme. Por favor, por favor, ayúdeme.

Él bajó a toda prisa y se quedó quieto, con el ceño fruncido, antes de volver a ponerse el sombrero.

Alice: Por favor, me duele. Me duele mucho. Necesito un médico. Oh, Dios mío, necesito ayuda.

**: Una mujer pare a los hijos con sangre y dolor. Tú no eres distinta. Es un buen día. Un día hermoso. Mi hijo viene al mundo.

Alice: ¡No se vaya! -exclamó sollozando, cuando él empezaba a subir la escalera-. Por el amor de Dios, no me deje.

A continuación, el dolor la privó de todo, salvo de un chillido quejumbroso.

Él regresó con un montón de toallas viejas que hubieran servido para hacer trapos, un cubo de acero galvanizado lleno de agua y un cuchillo enfundado en el cinturón.

Alice: Por favor, llame a un médico. Creo que algo va mal.

**: Nada va mal. Es el castigo de Eva, nada más.
 
Le levantó el vestido y le introdujo los dedos, lo que le causó más dolor.

**: Parece que casi estás lista. Anda, grita todo lo que quieras. Nadie va a oírte. Voy a traer a mi hijo al mundo. Voy a traerlo con mis propias manos, en mis tierras. Sé lo que me hago. Ayudé a nacer a muchos terneros en mis tiempos, y es casi lo mismo.

Iba a partirla en dos, ese monstruo que él le había metido dentro. Enloquecida de dolor, intentó golpearlo, zafarse. Después, solo lloró, exhausta, cuando se marchó de nuevo.

Volvió a resistirse, gritó hasta desgañitarse cuando él regresó con una cuerda y la ató a la cama.

**: Es por tu bien. Venga, empieza a empujar para que mi hijo salga. Empuja, ¿me oyes? O te abriré en canal para sacártelo.

Empapada en sudor, desfallecida, Alice empujó. Por mucho que el dolor la desgarrara, no podía resistirse a la apremiante necesidad de empujar.

**: Tengo su cabeza, mira qué cabecita. Y ya tiene pelo. ¡Empuja!

Alice sacó fuerzas de flaqueza, gritó hasta que el atroz dolor por fin cesó. Cuando el agotamiento la dejó sin fuerzas, oyó un llanto parecido a un maullido.

Alice: ¿Ya ha salido? ¿Ya ha salido?

**: Has dado a luz a una niña.

Alice se sentía como drogada, fuera de su cuerpo, y a través del velo de lágrimas y sudor vio que él tenía en los brazos a un bebé embadurnado de sangre y mucosidad.

Alice: Una niña.

Sus ojos, cuando la miró, estaban fríos y apagados, y ella volvió a sentir miedo.

**: Un hombre necesita un hijo varón. -Puso a la niña encima de ella y se sacó un cordel del bolsillo-. Dale de mamar -ordenó mientras anudaba el cordel-.
 
Alice: No... No puedo. Tengo los brazos atados.

Con expresión gélida, él desenfundó el cuchillo del cinturón. Instintivamente, Alice se arqueó y forcejeó, deseando abrazar a la niña para protegerla.

Pero él cortó el cordón umbilical y después la cuerda.

**: Tienes que expulsar la placenta -dijo, y fue a buscar otro cubo mientras los gritos de la recién nacida aumentaban y Alice la arropaba-.

Este otro dolor la pilló por sorpresa, pero no fue tan fuerte como el anterior. Él metió la placenta en el cubo.

**: Consigue que deje de berrear. Límpiala, y límpiate tú también. -Empezó a subir la escalera, pero miró atrás por última vez-. Un hombre necesita y merece un hijo varón.

Cuando cerró de un portazo, Alice se quedó tumbada en la sucia cama, mientras la niña lloraba y se retorcía contra su cuerpo. No quería amamantarla, tampoco sabía cómo. No quería estar a solas con ella. No quería mirarla.

Pero la miró, la miró y vio lo desvalida que estaba echada sobre ella, esa criatura que había crecido en sus entrañas.

Esa niña. Su hija.

Alice: Tranquila. Todo irá bien.

Cambió de postura; hizo una mueca de dolor cuando se incorporó, cuando acunó a la niña y le acercó la boca a su pecho. El bebé buscó el pezón un momento, mirando sin ver con sus grandes ojos, y después Alice notó un tirón cuando empezó a mamar.

Alice: Así, sí, así. Todo irá bien. -Le acarició la cabecita, la arrulló, y sintió un amor imposible. Eres mía, no suya. Mía nada más. Eres Cora. Es el nombre de tu abuela. Ahora eres mi Cora, y yo te cuidaré.
 
Él no apareció en tres días, y Alice tuvo miedo de que no regresara. Con la pierna encadenada no podía llegar hasta la puerta, no podía escapar.

De haber dispuesto de cualquier cosa afilada, podría haber intentado cortarse el pie. Las escasas provisiones empezaron a menguar, pero tenía toallas para la niña, y la manopla que lavaba y enjabonaba una vez tras otra para tener limpia a la pequeña Cora.

Pasó el tiempo sentada en la butaca con la niña en los brazos, cantándole, calmándola siempre que se inquietaba. Paseó con ella, le besó la aterciopelada cabeza, se maravilló de los bonitos dedos de sus manos y pies.

La puerta volvió a abrirse. Alice abrazó a la niña con más fuerza cuando él bajó, cargado con un saco de provisiones.

**: Tengo lo que necesitas. -Se volvió y contempló a la niña en sus brazos-. Veámosla.

Aunque Alice pudiera desgarrarle la garganta con los dientes, no podría romper el grillete. Necesitaba tranquilizarlo, engatusarlo, de modo que sonrió.

Alice: Su hija es bonita y perfecta, señor. Y se porta muy bien. Casi no llora, y solo lo hace si tiene hambre o se ha ensuciado. Unos pañales nos vendrían muy bien, y...

**: He dicho que me dejes verla.

Alice: Acaba de dormirse. Creo que también tiene sus ojos y su barbilla. -No, no los tenía, pero una mentira podía tranquilizar y engatusar-. Debería haberle dado las gracias por haberme ayudado a traerla al mundo, por haberme ayudado a hacerla.

Cuando él gruñó, agachándose, Alice se relajó solo un poco. No vio su mirada aviesa.

Le arrebató a la niña con tanta rapidez que Cora se despertó gritando, y Alice se levantó de un salto.
 
**: Parece bastante sana.

Alice: Lo está. Es perfecta. Por favor, puedo conseguir que pare de llorar. Déjeme...

Él se dio la vuelta y echó a andar hacia la escalera, con Alice pisándole los talones. La cadena restalló contra el suelo de hormigón hasta que se tensó.

Alice: ¿Dónde va? ¿Dónde la lleva?

Medio loca, Alice se abalanzó sobre su espalda; él se la quitó de encima de un manotazo, como si fuera una mosca, y subió la escalera. Se detuvo para mirarla mientras ella tiraba inútilmente de la cadena.

**: Las hijas no me sirven para nada. A otro le servirán, y pagará una buena suma.

Alice: No, no, por favor. Yo la cuidaré. No le dará ningún trabajo. No se la lleve. No le haga daño.

**: Lleva mi sangre, así que no le haré daño. Pero las hijas no me sirven para nada. Más te vale que me des un hijo varón, Esther. Más te vale.

Alice tiró de la cadena hasta que el tobillo comenzó a sangrarle, y gritó hasta que la garganta le quemó como el ácido.

Cuando se desplomó en el suelo de hormigón, llorando con honda desesperación, cuando supo que jamás volvería a ver a su hija, ese fue el momento en que por fin se sometió.


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