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domingo, 20 de agosto de 2023

Capítulo 5


Vanessa se las apañó para llegar a casa a tiempo para cenar, ahorrándose con ello que Clementine montara en cólera, y tardó casi una hora en poner a su familia al corriente de las nuevas incorporaciones mientras cenaban.

Sam: Has reunido a muchos en un solo día -comentó tomando un sorbo de los dos dedos de whisky que se servía todas las noches después de cenar-.

Ness: Aún tengo una más mañana, pero todos los entrevistados querían el trabajo, me han causado buena impresión y cuentan con la aprobación de sus encargados. -Miró a Alex-. Con Andy ausente, he pedido a Zac que eche un vistazo a Lewis.

Alex: Él sabría en qué fijarse.

Sam: Lewis -arrugó el entrecejo, pensativo-. Creo que no conozco a nadie de la zona con ese apellido.

Ness: Es de Garnet.

Sam: El apellido no me suena.

Ness: Bueno, a ver cómo sale, pero antes de dejarlo con Zac ya me he fijado bien yo. En cómo se comportaba, se manejaba con los caballos, interactuaba con Zac y Ben, que estaba trabajando en ese momento. Antes de irme, he pedido a Zac que me avisara si tenía alguna reserva. Como no lo ha hecho, he contratado a Lewis. Ah, he seguido tu consejo, mamá, y he hablado con Ashley sobre dar una clase semanal.

Anne: Creo que funcionará. Y me alegra que Chelsea te haya caído bien. Va a ser una persona valiosísima, óyeme lo que te digo.
 
Ness: Me ha caído bien, sí. Además, Jessie la adora. Y me ha gustado que se haya quedado un par de horas, para familiarizarse con esto. Indica iniciativa.

Mike: Nos habías dicho que la sobrina de la señora Puckett era inteligente. Pero no que era sexy. Muy sexy.

Ness: Frena, muchacho -masculló mientras Anne movía el dedo-.

Anne: Ten las manos quietas y contén ese encanto tuyo, Mike Carter Hudgens.

Mike: Es que mi encanto es incontenible.

Alex: Tengo mucha cuerda en la cuadra para atarte de pies y manos si hace falta -terminó de cenar como había empezado el día, con un café solo-. Debería informaros de que esta tarde he hablado con Andy.

Ness: ¿Cómo se encuentra Emma? 

Alex: Bien, pero Andy se ha llevado un susto con todo esto. Está pensando en llevarse a Emma a pasar una semana con su hijo y su familia en Acción de Gracias. Y se está planteando pasar una o dos semanas con su hija en Navidad.

Ness: A mí no me comentó nada de eso.

Alex: Bueno, déjame terminar. Parece que sus hijos les están insistiendo y, además, Andy ha visto claro que, cuando él vuelva a trabajar, ella también va a hacerlo. Dice que no ve forma de impedírselo. Quiere que antes de que llegue ese día se tome una buena temporada de descanso, y con esto y el viaje a Arizona, la tendría.

Ness: Lo entiendo, pero...

Alex: Ha acudido a mí antes que a ti -continuó en su tranquilo estilo avasallador- porque quería saber si me parecía bien que tú pusieras a Zac en su puesto, ya que contratamos a Zac para el rancho y esto no solo sería esporádico, como llenar un hueco de vez en cuando, sino que trabajaría como encargado a jornada completa hasta la primavera.
 
Ness: Sí, pero...

Alex se limitó a alzar un dedo, lo que hizo que Vanessa alzara los ojos con exasperación.

Alex: Mi respuesta ha sido esta: Zac es muy valioso aquí. Pero, tal como están las cosas, sería más útil en el resort; por tanto, y papá está de acuerdo, nos parece bien que te lo quedes todo el invierno si eso es lo mejor. Con la condición de que Zac también lo quiera, ya que no lo contratamos para eso.

Vanessa esperó, exagerando el silencio.

Ness: ¿Ya has terminado?

Alex: Sí.

Ness: ¿Cuenta para algo mi opinión? 

Alex se encogió de hombros.

Alex: Tu opinión viene luego, me parece a mí. Si dijésemos que no, que nos quedamos con Zac, no habría más que hablar. Si Zac dice no, gracias, me habéis contratado para esto, no para eso, lo mismo. Así que tu opinión es posterior a que se haya resuelto el tema en uno u otro sentido.

Vanessa tamborileó con los dedos en la mesa.

Ness: ¿Y qué ha dicho Zac?

Alex: No se lo he preguntado aún, porque me han llamado para cenar justo después de hablar con Andy. Pensaba comentárselo mañana por la mañana.

Ness: Ya se lo comento yo, pero gracias.

Alex: Por mí, bien. No sé por qué te has puesto tan a la defensiva.

En respuesta, Vanessa le dirigió su sonrisa más dulce, y más siniestra también.

Ness: Entonces te lo explicaré. Andy debería haber acudido a mí, dado que está pidiéndome que le guarde dos puestos clave de noviembre a abril. Eso en primer lugar. Debería haber acudido a mí para preguntarme si me parecía bien incorporar a Zac Efron como encargado del Centro Ecuestre a jornada completa desde ahora hasta abril, que es justo lo que tendrías que haberle dicho tú. Luego, yo lo habría decidido todo, antes (si yo hubiera decidido que sí) de acudir a papá y a ti para preguntaros si podéis prestarme a Zac durante ese período. Como vosotros ya habéis dicho que sí, preguntaré a Zac si está de acuerdo.
 
Alex se encogió otra vez de hombros.

Alex: Parece que hemos llegado a la misma conclusión, y puede que un poco más rápido.

Ness: La rapidez no es la cuestión. -Frustrada, y un poco ofendida, se llevó las manos a la cabeza-. El rancho y el resort son cosas distintas. Esa fue la práctica e inteligente decisión que se tomó cuando la yaya decidió expandir el rancho turístico. Hay papeleo que hacer, un sueldo que negociar, la descripción del puesto, el contrato.

Alex: Eso tendrías que hacerlo igual en ambos casos.

Anne: Ya está bien, Ness solo se ha sulfurado porque Andy ha acudido a ti y no a ella -miró a su hijo menor con frialdad-. Y tiene toda la razón. En esta mesa puede haber más hombres que mujeres, pero no por eso vais a ganar. Y las cosas como son: Andy tendría que haber acudido a su jefa, y su jefa es Ness. Voy a atribuir ese fallo a que está preocupado por Emma. Espero que tú hagas lo mismo, Vanessa, y puedas ser comprensiva con él.

Su enfado disminuyó, un poco.

Ness: Puedo serlo. Lo soy. Pero...

Sam: El rancho y el resort son como dices -siguió tomando a sorbos su whisky-. Dos cosas distintas. Vuestra abuela fue lo bastante inteligente para ver, hace ya muchos años, que vuestros tíos no iban a poder invertir todo el tiempo y el trabajo necesarios para llevar un rancho de este tamaño, y ninguno de sus hijos, o hijas -añadió, mirando a su mujer-, manifestó ningún interés. Así que levantó el rancho para turistas, vio cómo podía explotarlo y conservar el rancho productor. -Se quedó callado y dio otro sorbo de whisky. A nadie de la mesa se le habría pasado por la cabeza interrumpirlo-. Más tarde -prosiguió-, después de que yo entrara en escena, se reunió con su madre y con la vuestra, y decidieron expandirse. Sin duda contamos con mujeres inteligentes y emprendedoras en la familia, y tenemos dos empresas comerciales que nos permiten vivir como queremos, donde queremos. Y las dos honran la memoria de vuestro abuelo. Pero no son únicamente empresas comerciales, y eso no vamos a olvidarlo jamás.
 
Ness: No, señor. Yo no lo olvido.

Sam: Ya sé que no, aunque hay veces que echo de menos verte por ahí, en los potreros, en las caballerizas, en la cuadra. Un hombre puede echar de menos a su hija.

Ness: Papá.

Sam: Puede echarla de menos y a la vez sentirse orgulloso de ella. Lo que no podemos olvidar, y no olvidamos, es que lo que tenemos, lo que hemos construido, gracias a vuestra abuela, es una comunidad y una familia. Andy está preocupado por su mujer, empeñado en hacer todo lo posible por cuidarla, lo quiera ella o no. Y conociendo a Emma, seguro que se lo está poniendo difícil. No creo que pretendiera faltarte al respeto hablando antes con Alex.

Ness: Probablemente no. 

Aun así, Vanessa lanzó una mirada a Alex.

Alex: Yo solo he hablado con él, y ahora te informo. Ya me dirás qué decides.

Ness: Lo haré -se levantó-. Voy a dar un paseo, a pensar en cómo lo resuelvo.

Mike esperó hasta que Vanessa no pudo oírlo.

Mike: Por Dios, ¿dónde está el gran problema? ¡Qué sensible! Es que... 

Se interrumpió, fulminado por la mirada de su madre, y se encogió.

Anne: Hasta que trabajes en un mundo de hombres sin tener pene, mejor te callas. Puedes pensar en eso mientras ayudas a Clementine a recoger la mesa y a fregar los platos.
 
Mike: Sí, señora.

Cinco minutos después, Alex estaba sentado a la mesa a solas con su padre.

Alex: Solo he hablado con Andy. Y le he ofrecido quedarse, si él está de acuerdo, con nuestro mejor vaquero, al que acabamos de contratar, durante la friolera de cuatro meses.

Sam: Es como hacer equilibrismos, hijo. Mujeres, negocios, familia. Todo son equilibrismos. ¿Qué te parece si tú y yo salimos al porche, nos fumamos un par de puros y nos quejamos de las mujeres? Hacerlo de vez en cuando ayuda a equilibrar las cosas.

Alex: Voy por el abrigo.


Arrebujada en su propio abrigo, Vanessa terminó de quitarse el enfado dando un paseo en medio de la noche fría y despejada. En el cielo, el infinito manto de estrellas brillaba como puntitos luminosos en el firmamento añil. La luna, casi llena, lo surcaba: un barco redondo y blanco que navegaba por aguas tranquilas.

La brisa que la envolvía soplaba con brío, impregnada de los olores a pino, nieve y animales. Oyó el mugido de una vaca, el ululato de un búho, vio la sombra huidiza de uno de los gatos de la cuadra.
Los dos alegres chuchos, Clyde y Chester, brincaron alrededor de ella durante un rato; luego, como no parecía interesada en jugar, se alejaron corriendo para entretenerse solos.

Cuando se le pasó el enfado, aprovechó el momento para trazar un plan de lo que necesitaba hacer. Tendría que hablar con Andy y Emma, y como su padre llevaba razón en que eran una comunidad y una familia, necesitaba librarse del resentimiento antes de hacerlo. Cuando lo consiguiera, aún tendría que dejar claro que allí mandaba ella y nadie más.
 
Tendría que poner provisionalmente al mando a uno de los limpiadores. De lo contrario, terminaría ocupándose de organizar los turnos y otros asuntos de poca importancia todas las semanas. Incluso todos los días.

Y debía estar preparada, tener otro plan pensado por si dos de sus empleados más importantes decidían jubilarse en vez de regresar.

La idea la ponía triste, muy triste. Andy y Emma habían sido empleados clave desde los mismos inicios del rancho turístico, y habían vivido todos los cambios, todas las ampliaciones.

Podía encontrar sustitutos capacitados si era necesario, y lo haría. Pero no serían Andy y Emma, y por alguna razón, aceptarlo hacía que se sintiera sola además de triste.

Se encaminó a las caballerizas en vez de ir a la choza. Zac podía esperar un poco más.

Después de descorrer el pestillo de la voluminosa puerta, entró y se impregnó de los olores a caballo, heno, estiércol, trigo, linimento y cuero.

Cuando bajó por la ancha rampa de hormigón, algunos caballos de ambos lados sacaron la cabeza de sus casetas. Algunos resoplaron para saludarla, pero ella continuó hasta llegar al caballo que la estaba mirando, esperándola.

Ness: Hola. Aquí estás.

Frotó las mejillas del appaloosa al que llamaba Leo por las manchas de leopardo que salpicaban su capa blanca.

El caballo le dio un topetazo en el hombro y la miró con sus dulces y fascinantes ojos azules.

Un hombre podía echar de menos a su chica, pensó. Un caballo también podía echar de menos a su chica.
 
Ness: Lo siento. No he venido mucho, no te he prestado atención. Estas últimas semanas...

Vanessa negó con la cabeza, entró en la caseta y cogió una almohaza para cepillarle los flancos.

Ness: No hay excusas que valgan. No entre nosotros. ¿Sabes qué? Mañana iremos juntos a trabajar. Puedes pasar el día con los caballos del resort; por la mañana nos echaremos una buena carrera, y otra cuando volvamos a casa por la noche. Yo también te he echado de menos.

Se sacó una zanahoria del bolsillo que Leo ya había empezado a mordisquear.

Ness: Siempre lo sabes. No se lo digas a nadie.

Mientras el caballo masticaba, Vanessa apoyó la cabeza en su cuello.

Ness: Lo solucionaré, ¿vale? Ya lo tengo medio solucionado. Aún me gustaría dar una patada en el culo a Alex, pero ya lo tengo medio solucionado.

Dio a Leo un par de rápidas friegas.

Ness: Te veo mañana. Bien tempranito.

Complacida con la idea de echar una buena carrera, vagó por las caballerizas rascando unas cuantas cabezas más por el camino y, una vez fuera, dirigió sus pasos a la choza.

Pequeña, rústica, con las tejas de madera de cedro y el pequeño porche delantero, estaba a un tiro de piedra largo de la casa principal y casi pegada al barracón.

En un principio se había construido con tejado en pico y ventanas cuadradas para el rancho turístico. Algunas de las cabañas que antes estaban diseminadas entre los árboles las habían desmontado para utilizar el material en la construcción del resort. Aun así, habían conservado la choza, para algún huésped esporádico, como almacén o como casa de juego secreta.

Y ahora la ocupaba Zac Efron.
 
Una aldaba con forma de herradura adornaba la rústica puerta de la choza, pero Vanessa llamó con los nudillos mientras miraba el humo que salía por la chimenea del barracón contiguo a la choza.

Zac abrió la puerta y se quedó en el umbral bañado de luz.

Zac: Hola, vecina.

Ness: Hola. ¿Tienes un momento?

Zac: Tengo muchos. ¿Has cenado ya?

Ness: Sí, solo... Oh. -Cuando entró, vio el plato en la mesa-. Estás cenando. Podemos dejarlo para después.

Zac: No hay problema en hacerlo ahora. -Para demostrarlo, cerró la puerta-. ¿Te apetece una cerveza?

Ness: No, estoy bien.

Él regresó a la mesa, cogió el mando a distancia y apagó la televisión, que en ese momento estaba emitiendo una película antigua en blanco y negro.

Era un espacio pequeño y práctico, integrado por un salón con cocina americana, que su madre había arreglado con bastante gusto. El dormitorio estaba junto a la cocina y tenía un baño tan minúsculo que Vanessa se preguntaba cómo conseguía Zac ducharse sin darse golpes en los codos y las rodillas.

Zac: ¿Vas a sentarte?

Ness: Me sabe fatal interrumpir tu cena.

Zac: No te lo sabrá si te sientas a hablar mientras me la como. Quítate el abrigo. La estufa calienta bastante.

La estufita de hierro colado del rincón cumplía su función, pensó Vanessa cuando arrojó el abrigo contra el respaldo de la silla del salón.

Se sentó a la pequeña mesa cuadrada, enfrente de Zac.

Ness: ¿Sabes cocinar?

Zac cortó un trozo de entrecot asado.
 
Zac: Lo suficiente para apañarme. Podría haber cenado en el barracón, pero quería acabar unas cosas.

Había una carpeta a su lado, cerrada.

Zac: ¿Pasabas por aquí? 

Ness: Pues resulta que sí. Me gusta esto.

Zac: A mí también.

Ness: No me has llamado para decirme que Lewis era un inútil, así que lo he contratado.

Zac: Me dijiste que te llamara si era un inútil, y no me ha dado esa impresión. Tiene mano con los caballos, sabe lo que hace, parece escuchar cuando le hablan y se ha llevado bien con todos los demás cuando le he enseñado el Centro Ecuestre. Hemos tenido un matrimonio que solo ha venido a ver los caballos con su hijo pequeño. Ha sido educado y amable. Supongo que eso ha terminado de convencerme, aunque muy avispado no es.

Ness: Bueno, a mí me ha dado la misma impresión, así que me vale -se recostó y suspiró-. Te cuento, Efron. Parece que Andy no volverá hasta la primavera. Está preocupado por Emma, quiere que descanse durante un tiempo, así que va a llevársela a pasar una temporada con cada hijo, para que esté distraída.

Mientras escuchaba, Zac cortó otro trozo de entrecot.

Zac: Parece buena idea, dadas las circunstancias.

Ness: Hablamos de que irías alternando y llenarías los huecos, más huecos a partir de enero, pero eso ya no va a servir.

Zac: Necesitas tapar el agujero del todo.

Ness: En efecto. Papá y Alex dicen que si quieres pasarte al resort durante el invierno, a ellos les parece bien. Si quieres, tú y yo podemos hablar del sueldo, dado que ya no estarías oficialmente en la contabilidad del rancho, sino en la del resort hasta que Andy vuelva. Si no quieres, como viniste aquí para trabajar con los caballos del rancho, también nos parece bien. En ese caso, me gustaría que siguieras haciendo suplencias hasta que pueda contratar a alguien para tapar el agujero.
 
Zac engulló una cucharada de puré de patata, acompañada de un trago de cerveza.

Zac: Mmm...

Ness: Estoy organizando los turnos de ese sector y de la limpieza desde que Emma enfermó. Puedo cubrir su puesto con alguno de los limpiadores, pero ninguno de los que trabajan en el CAH o el Centro Ecuestre es capaz de desempeñar el puesto de encargado. Aunque Ashley no estuviera embarazada, no tiene madera de encargada. Al menos, no todavía. Y creo que está muy interesada en serlo. Así que tendría que contratar a otra persona. Puedo hacerlo si tú no quieres el puesto.

Zac comió un poco, pensó un poco.

Zac: ¿Puedes darme toda la información? El sueldo, sí, pero también las obligaciones, las responsabilidades, qué clase de autonomía tendría si es oficial. Provisional, pero oficial.

Ness: Por supuesto. -La tranquilizó que él le hiciera preguntas en lugar de aceptar o declinar directamente su oferta-. Si me das tu dirección de email, puedo mandártelo todo. Por escrito.

Zac: Puedo darte mi email. Pero si no tienes toda la información en esa cabeza tuya, me comeré el sombrero. Y me gusta llevarlo.

Vanessa se lo pensó.

Ness: ¿Tienes cerveza ahí? 

Señaló la nevera con el pulgar y le hizo un gesto con la mano para que no se levantara a buscársela.

Sacó una Moosehead y la metió en la boca del abridor de pared con forma de buey. Luego dio un buen trago.

Ness: Me gusta la cerveza. -Dio otro trago-. También el vino, pero, chico, no hay nada como una cerveza fría.
 
Se sentó y le explicó el puesto, las obligaciones, los compromisos, lo que se esperaba de él, quién respondía ante quién, las responsabilidades, la normativa del resort.

La lista era larga. Hizo una pausa y bebió más cerveza.

Ness: ¿Estás seguro de que no lo quieres por escrito en un email?

Zac: Me ha quedado claro. Casi todo es de sentido común. 

Vanessa pensaba mandarle un email de todas formas.

Cuando le dijo cuánto cobraría, Zac comió más entrecot, meditando la cifra.

Zac: Me parece bien.

Ness: Me alegro. ¿Quieres pensártelo?

Zac: Solo quiero que Sam y Alex lo autoricen.

Ness: Te he dicho que ya lo han autorizado.

Zac: Sí. Pero no me has contratado tú, sino ellos. Me gustaría que lo autorizaran personalmente. Como cuento con que lo harán, tal como acabas de decir, no necesito pensármelo. Acepto tu oferta. Aunque voy a pasarlo mal durante unos meses.

Ness: ¿Pasarlo mal? ¿En qué sentido?

Después de echar un trago a su cerveza, Zac la escrutó por encima de la botella con sus ojos azules.

Zac: Bueno, es peliagudo tirarte los tejos cuando eres mi jefa. Hermana e hija de mis jefes, ya es bastante complicado pero factible. Como jefa directa, voy a tener que pensármelo más.

Ella lo observó también por encima de su cerveza.

Ness: Los dos tenemos demasiadas cosas que hacer como para que tú me tires los tejos o yo los esquive.

Zac: Nunca hay demasiadas cosas que hacer para eso -la miró con expresión divertida y reflexiva-. ¿Se te da bien esquivar?
 
Ness: Soy muy ágil y rápida, Efron. Y necesito de verdad que esto funcione, así que no lo compliques.

Zac: No es culpa mía que te hayas puesto así de guapa. ¿Qué te parece esto? Tú y yo quedamos para salir. El primero de mayo, ese es un buen día. Ya será primavera y tú habrás dejado de ser mi jefa. Te llevaré a bailar, Vanessa.

El fuego crepitó en la vieja estufa, remedando las chispas que saltaban entre los dos.

Ness ¿Sabes, Zac? Si te hubieras puesto tan insinuante y meloso conmigo cuando iba camino de los trece, el corazón se me habría salido del pecho. Estaba coladita por ti.

Zac no le sonrió de inmediato. Lo hizo despacio y con zalamería.

Zac: ¿En serio?

Ness: Dios mío, sí. Tú, con tu cuerpo flacucho, modales medio salvajes y ojos tristes, fuiste el objeto de mi amor desesperado y mis hormonas revolucionadas durante semanas. Quizá incluso durante unos cuantos meses, aunque en ese momento me parecieron años. -Lo señaló con su cerveza-. El hecho de que Alex y tú me vierais como un estorbo, en el mejor de los casos no hacía sino aumentar mi anhelo secreto.

Zac: Supongo que nos portábamos mal contigo la mitad del tiempo.

Ness: La verdad es que no. Tú destrozaste mi corazón adolescente pasando de mí, que es lo que los chicos de catorce y quince años hacen con las chicas de doce. Y como cualquier chica de doce años que se enamora por primera vez, lo he superado.

Zac: Despertaste mi interés en más de una ocasión cuando rondabas los quince.

Sorprendida, Vanessa tomó un lento sorbo de cerveza y decidió utilizar las mismas palabras que él:
 
Ness: ¿En serio?

Zac: Tardaste tiempo en desarrollarte, pero lo hiciste más que bien. Me di cuenta. —Zac se levantó, cogió otra cerveza y le ofreció una. Ella negó con la cabeza—. Difícil no darse cuenta, o aplacar el interés. Pero yo debía de tener, ¿cuántos?, dieciocho. Y a los dieciocho ya estaba pensando en cuándo me largaría para hacer fortuna. Además, eras la hermana pequeña de mi mejor amigo.

Ness: Eso no va a cambiar nunca.

Zac: Pero ahora no eres tan pequeña. Y los tres años que nos llevamos dan igual ahora que somos adultos. Además, he vuelto.

Ness: ¿Has hecho fortuna, Zac?

Zac: Me ha ido bastante bien. Más bien he hecho lo que necesitaba hacer. He aprendido lo que necesitaba aprender. Ahora he vuelto, y para siempre.

Cuando ella enarcó una ceja, él negó con la cabeza.

Zac: Lo de largarme es historia. Ya no lo necesito. Estas son mis tierras. No es que sean mías realmente, pero me despierto por la mañana sabiendo que estoy donde quiero estar, con un buen trabajo, rodeado de buena gente.

Sus palabras tocaron la fibra sensible de Vanessa.

Ness: Ya no estás tan melancólico como antes.

Zac: Ni tan cabreado, ya que una cosa llevaba a la otra. Dime, ¿quedamos o no?

Con una media sonrisa, Vanessa dejó la cerveza y se levantó.

Ness: Te mandaré el programa semanal. Habrá cambios porque algunos huéspedes esperan a llegar aquí para contratar una clase de equitación o un paseo a caballo, y las rutas en trineo empezarán la semana que viene. -Se alejó mientras se ponía el abrigo-. Si tienes alguna pregunta sobre el funcionamiento, mándame otro email. O ven a mi despacho.

Zac: Eso no es un sí ni un no a mi propuesta del primero de mayo. 

Ella sonrió.

Ness: No, ¿verdad? Gracias por la cerveza -añadió, y salió de la cabaña-.

Soltando una risita, Zac se llevó una mano al corazón. A su modo de ver, uno de los mayores atractivos de una mujer descarada y terca, sobre todo si era lista y perspicaz, estaba precisamente en el desafío que presentaba.

Él jamás había podido resistirte a un desafío.


Cuando Bonnie Jean cuadró la caja y terminó de cerrar la Cantina, los zapatos le estaban dando la misma lata que el jack russell de su madre, un terrier irascible.

Estaba deseando quitárselos, meterse en la cama aunque fuera sola, pues había dado puerta a su novio (un cabrón impresentable, infiel y mentiroso) hacía unos días.

Más que eso, estaba deseando añadir las propinas de esa noche a su “Fondo para el Vestido Rojo”.

Lo había encontrado mientras compraba por internet y había sucumbido a él. Entraba todos los días en su carrito de la compra y, según sus cálculos, las propinas de esa noche le permitirían hacer clic en «Comprar».

Ciento cuarenta y nueve dólares con noventa y nueve centavos.

Mucho dinero por un vestido, pensó cuando apagó las luces. Pero no por ese vestido. Además, era un premio por trabajar tanto y un símbolo de su nuevo estatus de mujer soltera.

Llevaría ese vestido rojo en su siguiente noche libre, quizá iría al Roundup para tomarse unas copas y bailar. Todos verían lo radiante que estaba, decidió, aún resentida con su ex.
 
Afuera hacía frío. Oyó sus botas crujir en la grava, quebrando el silencio. Había dejado que el último grupo de clientes se quedara un poco más de lo debido. Pero las propinas, las propinas se iban sumando.

Y podía dormir hasta media mañana si le apetecía. Le encantaba hacer el último turno.

Subió al coche, un todoterreno compacto de segunda mano que llevaba pagando lo que le parecía toda una vida. Pero con él iba y venía donde a ella le apetecía.

Se alejó de lo que llamaban Pueblo Hudgens, con sus restaurantes, tiendas y oficinas, por unas pistas sin asfaltar que serpenteaban entre bosques y cabañas a oscuras, y el firme, desigual y salpicado de baches, le zarandeó tanto los riñones que deseó haber ido al baño de señoras antes de cerrar. Sin embargo, en cuanto se incorporara a la carretera asfaltada, podría pisar el acelerador. Su cochecito corría como una liebre y a esas horas de la noche la carretera estaría tan despejada como una mañana de estío.

Unos quince minutos, se dijo, y estaría en casa.

Entonces el coche comenzó a dar sacudidas, el motor carraspeó un par de veces y se paró.

Bonnie: ¡Maldita sea! ¡Maldita sea! ¿Qué pasa ahora?

Gruñendo, giró la llave del contacto, pisó el embrague. Y como no sucedió nada, dio un manotazo al volante.

¿Qué puñetas se suponía que debía hacer?

Se quedó un momento sentada, con los ojos cerrados, hasta que logró serenarse. Bajó hecha una furia y levantó el capó. Soltó otra maldición y regresó para coger una linterna de la guantera.

Sabía cambiar una rueda, ya lo había hecho. Sabía poner agua en el radiador, gasolina en el depósito y comprobar si la batería estaba descargada o no. Aparte de eso, era como si mirase fijamente el motor de un cohete.
 
Dejó el capó abierto y le dio una patada a la rueda delantera antes de sacar el móvil del bolso que había dejado en el asiento delantero.

Su primer impulso fue llamar a Chad, el ex infiel, mentiroso e impresentable. Entonces recordó que ya no estaban juntos. Pensó en llamar a su padre o su madre, que estaban divorciados, pero ninguno vivía cerca.

Se planteó buscar en internet un servicio de asistencia en carretera veinticuatro horas o llamar a su amiga Britt. Britt vivía más cerca, pero...

Oyó un motor, vio unos faros y pensó: «¡Gracias a Dios!».

Cuando la camioneta frenó, se detuvo detrás de su coche. Bonnie Jean corrió hasta la ventanilla del conductor, quien dijo:

**: Parece que necesitas ayuda.

Ella le obsequió con su mejor sonrisa.

Bonnie: Te lo agradecería muchísimo.


1992

Pasó otro día de Acción de Gracias. Alice sabía en qué día vivía por las casillas y los números del calendario. No había ido por ese camino... todavía. Aún llevaba la cuenta del tiempo e intentaba -lo intentaba con todas sus fuerzas- imaginarse en casa, sentada a la gran mesa del comedor.

Su madre estaría cocinando dos grandes pavos, uno de ellos para los mozos del rancho. Si se esforzaba lo suficiente, podía olerlos perfumando la cocina. El abuelo también estaría asando ternera a la parrilla, y la abuela, entretenida glaseando un jamón. Su plato preferido.

Y asimismo todas las guarniciones. Puré de patata y boniatos con dulce de merengue, judías verdes, coles de Bruselas... aunque no le pirraban. Bollos con carne en salsa.
 
Ella prepararía la salsa de arándanos. Le gustaba ver cómo reventaban mientras hervían. Anne estaría con los huevos rellenos. Requerían tiempo y también demasiada paciencia.

Y justo cuando pensaba que no le cabía nada más... ¡un montón de tartas!

Se imaginaba de pequeña, sentada a la mesa de la cocina junto a su hermana, preparando tartaletas con la masa que había sobrado de la empanada.

Su madre canturreando mientras estiraba más masa con el rodillo. Pero mientras los labios se le curvaban dibujando una sonrisa, las imágenes comenzaban a difuminarse. Vacilaban y se desvanecían hasta que se veía acostada en la cama de aquella horrenda habitación, con los grilletes aprisionándole la pierna, y los brazos vacíos.

Él se había llevado a su niña.

Aunque la leche se le había cortado, el dolor que seguía notando en los pechos no le permitía olvidar ese horror.

Se evadía durmiendo, ¿qué otra cosa le quedaba? En sueños, intentaba regresar a casa. El pavo de Acción de Gracias, montar a lomos de un raudo caballo mientras el cielo estallaba con la luz del ocaso.

¿Volvería a ver el sol?

Pintarse los labios, comprarse un vestido nuevo. Estar tumbada bajo las estrellas en verano junto a un chico que la deseaba.

¿Volvería alguien a tocarla con delicadeza y dulzura?

Se imaginaba en su habitación. Paredes rosas y pósteres de estrellas de cine, las ventanas ofreciéndole una vista del cielo y las montañas.

Pero cuando abría los ojos su realidad le pesaba como el plomo en el alma. Cuatro feas paredes, un suelo de hormigón y una puerta cerrada al final de un empinado tramo de escalera.

No, jamás volvería a ver el sol, ni cómo salía ni cómo se ponía. Su mundo no tenía ventanas que le permitieran verlo.
 
Nadie la tocaría jamás con delicadeza o dulzura. Porque solo el señor existía. Solo el señor, que la forzaba todas las noches. Y cuando ella gritaba porque su cuerpo aún no se había recuperado del parto, él la tomaba con más fuerza y la silenciaba a bofetadas.

Jamás volvería a ver su habitación, tan rosa y bonita, ni se sentaría a la gran mesa del rancho para cenar en familia el día de Acción de Gracias.

Jamás volvería a abrazar a su pequeña. Su Cora con los deditos de las manos y los pies tan rosados.
Su sentimiento de pérdida, su vacío interior por haber perdido a una criatura que jamás pensó que querría tanto, tan deprisa, inundaba cada pensamiento con un humo fétido.

Comía porque, cuando se negaba, él la obligaba a beberse la sopa, agarrándola por el pelo para echarle la cabeza hacia atrás, taponándole la nariz para que no pudiera respirar. Se lavaba porque, cuando dejaba de hacerlo, él le pegaba y la limpiaba con agua fría y un cepillo duro hasta que la piel se le cuarteaba y le sangraba.

Le suplicó por su bebé. Se portaría bien, prestaría atención, haría lo que fuera si le devolvía a su niña.

«Ahora es problema de otro.»

Eso le había dicho. Las hijas no le servían para nada.

Esperaba que la matara a golpes, pero él parecía saber hasta dónde podía llegar.

No iba a dejar que se muriera como ella quería. No iba a dejar que se muriera sin más, que se sumiera en el letargo del sueño, donde podía estar sentada en el balancín del porche delantero, mirando las montañas mientras cantaba a su niña.

De haber tenido algo afilado, lo habría utilizado para degollarse. No, no, antes lo degollaría a él, pensaba, casi soñaba, tumbada en la cama, con los ojos bien cerrados para no tener que ver su cárcel.
 
Sí, primero lo mataría a él y después se mataría ella.

Fantaseaba con la posibilidad de afilar una de las cucharas de plástico que él le llevaba con las comidas. O su cepillo de dientes. Quizá su cepillo de dientes.

Podía intentarlo, lo intentaría, pero, santo cielo, estaba agotada. Solo quería dormir.

Mientras dejaba vagar su mente, se imaginaba haciendo tiras con la sábana para confeccionar una soga. No había donde colgarla, pero si la ataba a un peldaño y se la enrollaba bien fuerte al cuello, podría estrangularse.

No podía seguir así, despertándose día tras día, noche tras noche, en aquel lugar horrible, sabiendo que él bajaría por la escalera.

Peores, más incluso que la brutalidad o las violaciones, eran las interminables horas de soledad. Una soledad que cada vez se volvía más honda, más vasta, más negra, sin su hija.

Se obligó a levantarse; miró la sábana con ojos apagados y apáticos.

¿Debería hacer tiras con ella, o trenzarlas? ¿Sería así más resistente para lo que necesitaba?

Cómo costaba concentrarse cuando tenía la cabeza tan embotada. Toqueteó la sábana, buscando puntos débiles, puntos donde fuera fácil romperla.

La idea de matarse no le parecía más aterradora que resolver un problema de matemáticas de la escuela.
Menos incluso.

Pero tenía que esperar, se recordó. Él bajaría pronto. Tenía que esperar hasta que volviera a marcharse. Matarse podía llevarle un tiempo. Se sentó.

Ese día, pensó con un suspiro de cansancio. Podía morir ese día. Escapar.
 
Volvió a levantarse, pero esa vez la habitación se tambaleó.

No, comprendió, la que se tambaleaba era ella. Y el estómago le dio un vuelco.

A duras penas consiguió llegar a la taza del inodoro, donde se arrodilló para echar todo lo que tenía en el estómago.

Envuelta en un sudor frío, con sensación de náusea, contuvo la respiración y vomitó más.

Notó lágrimas en los ojos cuando se ovilló en el suelo, sin aliento, tiritando. Lágrimas de dolor y de una felicidad extraña.

Oyó el chirrido de los cerrojos. Oyó los pasos de sus botas: pesados, muy pesados.

Se incorporó apoyándose en el lavamanos y, con la cabeza dándole todavía vueltas, se encaró con él.

Su odio revivió cuando el embotamiento por fin dio paso a una terrible claridad.

Se puso una mano en la barriga, aún flácida por el parto, y halló una razón para volver a vivir.

Alice: Estoy embarazada. 

Él asintió.

**: Más vale que esta vez sea un hijo. Anda, límpiate y tómate el desayuno.


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