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jueves, 10 de agosto de 2023

Primera parte - Prólogo


Oeste de Montana, 1991

Alice Hudgens se puso a orinar detrás de una fina cortina de pinos. Había tenido que andar por la nieve, que le cubría hasta las rodillas, para llegar a la protección de los árboles, y el culo al aire (con la libélula que se había tatuado en Portland) le tembló al viento que susurraba como las olas rompientes.

Como había recorrido más de cinco kilómetros por la carretera secundaria sin ver un solo coche o camioneta, se preguntó por qué puñetas se había molestado en alejarse.

Algunas costumbres, supuso mientras se subía los vaqueros, sencillamente no se perdían.

Dios sabía que lo había intentado. Que había intentado romper con costumbres, reglas, convenciones y expectativas. No obstante, ahí estaba, apenas tres años después de haber decidido alejarse de todo lo que era corriente, normal, regresando a casa con el culo medio helado.

Se acomodó la mochila cuando volvió a la carretera de mala muerte pisando las hondas huellas que había dejado en la nieve. La mochila contenía todos sus bienes terrenales, lo que incluía otro par de vaqueros, una camiseta de AC/DC, una sudadera de Grateful Dead que nada más llegar a Los Ángeles le había quitado a un tío ya olvidado, un poco de jabón y champú que había birlado durante la temporada (breve, por suerte) en que había limpiado habitaciones en un Holiday Inn de Rigby (Idaho), preservativos, su neceser de maquillaje, quince dólares y treinta y ocho centavos, y lo que quedaba de una bolsita de hierba bastante pasable que le había mangado a un tío con el que se había corrido una juerga en un camping del este de Oregón.

Se había dicho que regresaba a casa porque no tenía dinero y porque no quería seguir limpiando sábanas manchadas con el semen de algún capullo. Y también reconocía lo fácil que sería convertirse en una de las mujeres de mirada vacía que había visto prostituyéndose en las sombras de muchas calles de las ciudades por las que había pasado, que también eran muchas.

Había estado cerca, lo reconocía. Si uno pasaba suficiente hambre, frío o miedo, la idea de vender tu cuerpo -al fin y al cabo, solo era sexo- por lo que valían una comida y una habitación decente no parecía descabellada.

Pero la verdad era, y había momentos en los que reconocía la verdad, que algunas reglas no las trasgrediría jamás. La verdad era que quería regresar a casa. Quería a su madre, a su hermana, a sus abuelos. Quería su habitación con todos sus pósteres en las bonitas paredes pintadas de rosa, y las ventanas con vistas a las montañas. Quería oler a café y a beicon en la cocina por la mañana, montar a caballo a galope tendido.

Su hermana estaba casada; ¿no había sido la dichosa boda, de lo más tradicional, la gota que había colmado el vaso y había provocado su marcha? Puede que Anne incluso tuviera un hijo ya, probablemente fuera así, y probablemente continuara siendo tan perfecta como siempre.

Pero echaba de menos incluso eso, incluso la irritante perfección de Anne.

Así pues, siguió andando, otro kilómetro, con la gastada chaqueta de lana que había comprado en una tienda de beneficencia, y que a duras penas la protegía del frío, y las botas que tenía desde hacía más de diez años pisoteando la nieve acumulada en el estrecho arcén.

Debería haber llamado a casa desde Missoula, pensó. Debería haberse tragado el orgullo y haber telefoneado. Su abuelo habría ido a buscarla, y él nunca echaba sermones. Pero se había imaginado llegando al rancho a pie, puede que incluso pavoneándose por la carretera de acceso.

Había imaginado que todo se detendría, que se detendría sin más. Los mozos del rancho, los caballos, incluso las vacas en los prados. El viejo perro de caza, Blue, correría a saludarla. Y su madre saldría al porche.

El retorno de la hija pródiga.

El suspiro de Alice llenó el aire de un vaho que el viento glacial enseguida se llevó.

Sabía que no sería así, lo había sabido desde el principio, pero encontrar un conductor en Missoula dispuesto a llevarla le había parecido una señal. Y la había dejado a menos de veinte kilómetros de casa.

Puede que no llegara antes de que anocheciera, y eso la preocupaba. Llevaba una linterna en la mochila, pero las pilas no eran de fiar. Tenía un encendedor, pero la perspectiva de acampar sin tienda ni manta, sin comida, y sin agua desde hacía más de tres kilómetros, la empujó a seguir adelante, a apretar el paso.

Intentó imaginar qué le dirían. Se alegrarían de verla: no podía ser de otra manera. Quizá estuvieran cabreados con ella por cómo se había marchado, sin dejar nada aparte de una nota presuntuosa. Pero tenía dieciocho años por aquel entonces, y era lo bastante mayor para hacer lo que quisiera, y no quería estudiar, ni la cárcel del matrimonio o tener una porquería de trabajo en el rancho.

Quería libertad, y la había perseguido.

Ahora tenía veintiún años, y regresaba a casa por decisión propia.
 
Puede que no le molestara tanto trabajar en el rancho. Puede que incluso se planteara asistir a algunas clases en la universidad.

Era una mujer adulta.

Sus dientes de mujer adulta querían castañetear, pero siguió andando. Esperaba que sus abuelos maternos aún estuvieran, y le remordió la conciencia porque no podía estar segura de que fuera así.

Claro que están vivos, se dijo. Solo han pasado tres años. La abuela no estaría cabreada, o no le duraría mucho. A lo mejor le echaba un buen rapapolvo. ¡Mira lo flaca que estás! ¿Qué demonios te has hecho en el pelo?

Divertida con la idea, Alice se caló el gorro de esquí sobre el pelo corto que se había decolorado todo lo posible. Le gustaba ser rubia, le gustaba cómo el color más sofisticado le volvía los ojos más verdes.

Pero sobre todo le gustaba la idea de que el abuelo la envolviera en uno de sus abrazos, de sentarse a la mesa para llenarse la barriga -Acción de Gracias estaba a la vuelta de la esquina-, y explicar sus aventuras a toda su estirada familia.

Había visto el océano Pacífico, había paseado por Rodeo Drive pavoneándose como una estrella de cine, había trabajado dos veces como extra en una película de verdad. Conseguir un papel en una película de verdad quizá le resultaría mucho más difícil de lo que pensaba, pero lo había intentado.

Había demostrado que podía estar sola. Podía hacer cosas, ver cosas, experimentar cosas. Y podía hacerlo todo otra vez si le daban demasiado la vara.

Enfadada, parpadeó y se enjugó las lágrimas que le anegaban los ojos. No suplicaría. No suplicaría que la aceptaran, que la acogieran.

Dios santo, solo quería estar en casa.

La posición del sol le indicó que no lograría llegar antes de que anocheciera, y todo apuntaba a que pronto nevaría. Quizá... quizá si atajaba por el bosque y los prados conseguiría llegar a la casa de los Efron.

Se detuvo, cansada, indecisa. Era más prudente seguir por la carretera, pero si iba por los prados acortaría casi dos kilómetros. Además, había un par de cabañas, si lograba acordarse del camino. Con lo básico, para amantes de la naturaleza, pero podría forzar la puerta, encender la chimenea, quizá incluso encontrar alguna lata de comida.

Miró la carretera, que parecía interminable, y después las montañas coronadas de nieve que se alzaban más allá de los prados nevados hacia un cielo que el anochecer y la inminente nevada cada vez volvían más gris.

Más adelante, Alice pensaría en aquella indecisión, aquellos pocos minutos de vacilación en el arcén con aquel viento cortante. Aquellos pocos minutos antes de que diera un paso hacia los prados, las montañas, para adentrarse en las sombras cada vez más alargadas de los pinos y alejarse de la carretera.

Aunque era el primer ruido que oía en más de dos horas -aparte de su respiración, las pisadas de sus botas, el susurro del viento entre los árboles-, al principio no lo identificó como el traqueteo de un motor.

Cuando lo hizo, volvió sobre sus pasos por la nieve y el corazón le dio un vuelco al ver la camioneta que circulaba hacia ella.

Avanzó un paso y, en vez de enseñar el dedo pulgar como había hecho infinidad de veces en sus viajes, agitó los brazos para indicar que estaba en apuros.

Podía llevar tres años lejos de casa, pero se había criado en el campo. En el oeste. Nadie pasaría de largo si veía a una mujer pidiendo ayuda en una carretera solitaria.

Cuando la camioneta se detuvo, Alice pensó que jamás había visto nada tan bello como aquel Ford azul oxidado, con su portarrifles, el cajón tapado con una lona alquitranada y una pegatina en el parabrisas donde ponía VERDADEROS PATRIOTAS.

Cuando el conductor se inclinó para bajar la ventanilla del acompañante, Alice tuvo que hacer un esfuerzo por no llorar.

**: Parece que necesitas ayuda.

Alice: No me vendría nada mal que me llevara. 

Alice le dirigió una fugaz sonrisa, intentando calarlo. Necesitaba que la llevara, pero no era imbécil.

Vestía una zamarra que ya tenía unos cuantos años e iba tocado con un sombrero vaquero marrón sobre el corto pelo oscuro.

Guapo, pensó Alice, eso siempre ayudaba. Mayor, seguro que como mínimo tenía cuarenta. La expresión de sus ojos, también oscuros, le pareció bastante afable.

Oyó la rítmica música country que sonaba en la radio.

**: ¿Adónde vas? -preguntó en un acento del oeste de Montana que también era música para sus oídos-.

Alice: Al Rancho Hudgens. Está...

**: Claro, conozco el Rancho Hudgens. Paso por delante. Sube.

Alice: Gracias. Gracias. Se lo agradezco mucho. 

Alice se quitó la mochila de la espalda y la subió después de encaramarse a la cabina.

**: ¿Has tenido una avería? No he visto nada en la carretera.

Alice: No -dejó la mochila a sus pies, tan aliviada por el calor que irradiaba la calefacción de la camioneta que apenas podía hablar-. Vengo de Missoula, he encontrado gente que me traía, pero han tenido que desviarse a unos diez kilómetros de aquí.

**: ¿Llevas diez kilómetros andando?

Extasiada, Alice cerró los ojos cuando dejó de tener los dedos de los pies como cubitos de hielo.

Alice: Usted es la primera camioneta que veo en más de dos horas. Nunca pensé en hacer todo el camino a pie. Ahora me alegro mucho de que ya no sea necesario.

**: Una buena caminata, y para una criaturita como tú, sin compañía. Pronto anochecerá.

Alice: Lo sé. Tengo suerte de que usted haya pasado.

**: Tienes suerte.

Alice no vio venir el puñetazo. Fue demasiado rápido y la pilló por sorpresa. Tuvo la sensación de que la cara le estallaba por el golpe. A punto de perder el conocimiento, intentó darle una bofetada.

No sintió el segundo golpe.

A toda prisa, y alborozado por la oportunidad que le había llovido del cielo, el tipo la dejó desmayada en el cajón trasero, debajo de la lona.

La ató de pies y manos, la amordazó, y después la tapó con una vieja manta.

No quería que se muriera de frío antes de llevarla a su casa. Aún les faltaban unos pocos kilómetros de trayecto.



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