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sábado, 2 de mayo de 2020

Capítulo 5


Un fuego ardía lentamente en la chimenea. La lluvia golpeaba contra las ventanas. Él disco era viejo y con ruido, la melodía de una tristeza embrujadora. Lo quisieran o no, sus cuerpos encajaban. Con suavidad, deslizó la mano por el hombro de él, Zac por la cintura de ella. Con las caras próximas, comenzaron a bailar.

La altura añadida de los tacones colocó sus ojos a la altura de los de Zac. Él podía oler la suave fragancia que parecía ser parte de ella. Seducido, la aproximó. Los muslos se rozaron. Aún más cerca. Los cuerpos se fundieron.

Sólo se oía la música, la lluvia, el crepitar del fuego. Una luz sombría remolineaba en la habitación. Podía sentir el corazón de ella palpitar contra el suyo, veloz, no muy firme.

Tampoco él estaba muy firme.

Se preguntó si era eso todo lo que hacía falta. ¿Sólo tenía que tocarla para pensar que era el principio y el fin de todo? Y para desear… Subió la mano por su espalda y extendió los dedos hasta enredarlos en su pelo. Para desear que pudiera pertenecerle.

No estaba seguro de cuándo había enraizado en él ese pensamiento. Quizá había comenzado nada más verla. Era… debería haber sido… inalcanzable para él. Pero cuando la tenía en brazos, cálida, prácticamente entregada, por su cabeza centelleaban docenas de posibilidades.

Ella quería sonreír, realizar algún comentario ligero, fácil. Pero no fue capaz de emitir las palabras. Tenía un nudo en la garganta. El modo en que la miraba, como si fuera la única mujer que hubiera visto alguna vez o que quisiera ver, le hizo olvidar que el baile supuestamente era un gesto de amistad.

Sabía que tal vez nunca fuera su amiga, sin importar lo mucho que se esforzara. Pero con los ojos de él encima, entendió lo fácil que podría ser su amante.

Quizá estaba mal, pero no pareció importar mientras se deslizaban por el suelo. La canción hablaba de amor traicionado, pero ella sólo oía poesía. Sintió que la voluntad se evaporaba a medida que la música reverberaba por su cabeza. No, no parecía importar. Nada parecía importar siempre y cuando continuara meciéndose en sus brazos.

Ni siquiera intentó pensar, en ningún momento trató de razonar. Siguiendo el dictamen de su corazón, pegó los labios a la boca de Zac.

Instantáneas. Irresistibles. Irrevocables. Las emociones pasaron de uno al otro, luego se fundieron en un torrente de necesidad. No esperaba que se mostrara gentil, aunque su beso le había ofrecido confort al igual que pasión. Zac se zambulló en ella con una velocidad y fuerza que la dejaron aturdida, para anhelar más.

Cuando sus lenguas se encontraron, Vanessa pensó que era eso lo que impulsaba a la gente a realizar actos locos y desesperados. Una vez que se probaba ese placer loco y doloroso, jamás se podía olvidar, siempre se añoraba. Le rodeó el cuello con los brazos mientras se entregaba a disfrutarlo.

Con unos besos veloces e intensos, Zac los empujó a ambos al borde del abismo. Sabía que era algo más que deseo. El deseo jamás había dolido, al menos no tan profundamente. Era como un arañazo, que no se tardaba en olvidar y curar. Se trataba de una herida descarnada y profunda.

La lujuria jamás le había desterrado todo pensamiento coherente de la mente. No obstante, sólo podía pensar en ella. Eran pensamientos caóticos, todos prohibidos. Desesperado, le llenó la cara de besos, mientras unas fantasías salvajes de caricias y de probar cada centímetro de su cuerpo le remolineaban por la cabeza. No sería suficiente. Jamás sería suficiente. Sin importar lo mucho que aceptara de ella, siempre lo llamaría de vuelta. Y podría hacerlo suplicar. Esa certeza lo aterraba.

Vanessa volvía a temblar, a la vez que se pegaba a Zac. Sus jadeos y suspiros suaves lo empujaron al límite de la razón. Encontró otra vez su boca y se dio un festín con ella.

Apenas era capaz de reconocer el cambio, no podía encontrar una causa. De pronto ella fue como cristal en sus manos, algo preciado, frágil, que necesitaba proteger y defender. Le tomó el rostro con las manos, con dedos leves y de caricias cautelosas. La boca, hambrienta unos momentos antes, se suavizó.

Aturdida, Vanessa se tambaleó. Se sintió invadida por unas emociones nuevas y vibrantes. Débil por esa embestida, dejó que la cabeza le cayera hacia atrás. Inertes, los brazos se desplomaron a los costados. Había belleza ahí, una belleza suave y tenue que jamás había sabido que existía. La ternura logró lo que la pasión aún no había conseguido. Con la libertad de un pájaro que emprende el vuelo, su corazón fue hacia él.

El amor, la primera vez que se experimentaba, resultaba devastador. Sintió que las lágrimas le quemaban los ojos, oyó su propio gemido de rendición. Y probó esa gloria a medida que los labios de él jugaban suavemente con los suyos. Siempre recordaría ese instante en que su mundo había cambiado…  la música, la lluvia, la fragancia de las flores frescas. Nada volvería a ser lo mismo jamás. Ni querría que lo fuera.

Aturdida, se echó hacia atrás para levantar una mano hacia su cabeza mareada.

Ness: Zac…

Zac: Ven conmigo -reacio a pensar, volvió a pegarla contra él-. Quiero saber lo que se siente al estar contigo, desvestirte, tocarte.

Con un gemido, volvió a rendirse a su boca.

Lori: Vanessa, Mae quiere que… -se detuvo ante las escaleras. Después de carraspear, contempló el cuadro de la pared opuesta como si la fascinara-. Perdonadme. No era mi intención…

Vanessa se había apartado como impulsada por un muelle y buscaba recobrar la compostura.

Ness: Está bien. ¿De qué se trata, Lori?

Lori: Es, bueno… Mae y Dolores… Quizá podrías ir a la cocina cuando tengas un minuto -terminó de bajar las escaleras con una sonrisa en los labios-.

Ness: Debería… -calló para respirar hondo, pero apenas logró emitir un suspiro trémulo-. Debería bajar -retrocedió un paso-. En cuanto empiezan, necesitan… -se interrumpió en el momento en que Zac la sujetó por el brazo-.

Él esperó hasta que levantó la cabeza y volvió a mirarlo.

Zac: Las cosas han cambiado.

Sonaba tan sencillo dicho de esa manera…

Ness: Sí. Sí, lo han hecho.

Zac: Para bien o para mal, Vanessa, terminaremos esto.

Ness: No -distaba mucho de hallarse calmada, pero sí estaba determinada-. Si está bien, lo terminaremos. No voy a fingir que no te deseo, pero tienes razón al decir que las cosas han cambiado, Zac. Verás, sé lo que siento ahora y he de acostumbrarme a ello.

La aferró con más fuerza cuando se volvió para irse.

Zac: ¿Qué sientes?

No habría podido mentir aunque lo hubiera querido. Cuando se trataba de sentimientos, carecía de la habilidad o del deseo de suprimirlos.

Ness: Estoy enamorada de ti.

Los dedos que la sujetaban se abrieron. La soltó muy despacio, con cuidado, como si retrocediera de algún animal peligroso.

Ella leyó la conmoción en su cara. Era comprensible. Y leyó la desconfianza.

Eso era doloroso. Le dedicó una última mirada seria antes de darse la vuelta.

Ness: Al parecer, los dos tenemos que acostumbrarnos a ello.

Mentía. Se lo repitió una y otra vez mientras iba de un lado a otro de la habitación. Si no a él, desde luego a sí misma. A la gente no le costaba nada mentir acerca del amor.

Se detuvo junto a la ventana y clavó la vista en la oscuridad. La lluvia se había detenido y la luna se asomaba con intermitencias entre las nubes. Abrió la ventana y respiró el aire fresco y húmedo. Necesitaba algo para despejar la cabeza.

Irritado, le dio la espalda a la vista de los árboles y las flores y otra vez se puso a ir de un lado a otro. Las sonrisas relajadas, la bienvenida abierta, la amistad… luego la pasión, la reacción desinhibida, la seducción. Quería creer que era una trampa, aunque a su mente bien entrenada la idea le resultaba absurda.

No tenía motivo para sospechar de él. Su tapadera era sólida. Vanessa lo consideraba alguien que estaba de paso. Era él quien ponía la trampa.

Se dejó caer en la cama y encendió un cigarrillo, más por hábito que por deseo de fumarlo. Las mentiras formaban parte de su trabajo y se le daban muy bien. Dio una calada y reflexionó que ella no le había mentido. Le había despertado anhelos y había justificado el deseo por un desconocido diciéndose que estaba enamorada.

Pero si era verdad…

No podía permitirse el lujo de pensar de esa manera. Se apoyó en el cabecero y clavó la vista en la pared. No podía permitirse el lujo de pensar lo que sería que lo amaran, y menos por esa mujer para quien el amor lo significaba todo. Aunque no hubiera formado parte de su misión, tendría que evitar a Vanessa Hudgens.

Ella primero pensaría en el amor, luego en una casa con vallas blancas, cenas los domingos y veladas junto al fuego. Jamás sería bueno para ella. Con un pasado cuestionable y un futuro incierto, no había nada que pudiera ofrecerle a una mujer como Vanessa.

Pero, por Dios, la deseaba. La necesidad le carcomía las entrañas. Sabía que en ese momento se encontraba arriba. La imaginó acurrucada en la cama con dosel, bajo las sábanas blancas, quizá con una vela blanca ardiendo en la mesilla.

Le bastaba con subir las escaleras y cruzar la puerta. Ella no lo echaría. Y si lo intentaba, sólo necesitaría unos momentos para vencer su resistencia.  Al creerse enamorada, cedería, y luego le abriría los brazos. Anhelaba estar en ellos, hundirse en esa cama, en ella… y dejar que el olvido los reclamara a los dos.

Pero le había pedido tiempo. No iba a negarle lo que él mismo necesitaba. Y, en el tiempo que le concediera, emplearía toda su destreza para acometer lo que sabía que podía hacer por ella. Demostraría que era inocente.


Zac observó al grupo turístico pagar la cuenta a la mañana siguiente. En una escalera en el centro del vestíbulo, se tomó su tiempo para cambiar bombillas. El sol había salido y bañaba el espacio mientras algunos miembros del grupo se demoraban después del desayuno.

En la recepción, Vanessa charlaba con Block. Él llevaba una camisa blanca y su perpetua sonrisa. Sacó una calculadora del maletín y comprobó si las cuentas de ella coincidían con las suyas.

Bob asomó la cabeza desde el despacho y le entregó una hoja impresa. Vanessa y Block compararon listados. Sin dejar de sonreír, él sacó un fajo de billetes del maletín. Pagó en efectivo, con dólares canadienses. Vanessa guardó el dinero en un cajón y luego le entregó el recibo.

Ness: Siempre es un placer, Roger.

Roger: Tu fiesta de ayer salvó el día. Mi gente la considera lo mejor del viaje.

Complacida, le sonrió.

Ness: Aún no han visto Mount Rainier.

Roger: Unos cuantos piensan repetir -le palmeó la mano, luego miró el reloj-. Es hora de llevármelos. Te veré la semana próxima.

Ness: Buen viaje, Roger -se volvió para darle cambio a un huésped que se marchaba, luego vendió unas postales y unas cadenas con unas ballenas en miniatura-.

Zac cambió la bombilla del techo y se demoró hasta que el vestíbulo volvió a quedar vacío.

Zac: ¿No es extraño que una empresa como ésa pague en efectivo?

Vanessa alzó la vista de la lista de reservas.

Ness: Nunca rechazamos un pago en efectivo -le sonrió, tal como se había prometido que haría-.

Mientras él bajaba de la escalera, se recordó que sus sentimientos eran su problema. Sólo deseaba que las horas que había dedicado la noche anterior a ahondar en su alma le hubieran aportado una solución.

Zac: Lo lógico sería pagar con una tarjeta de crédito o con un cheque.

Ness: Es la política de su empresa. Créeme, con un hotel pequeño e independiente, un cliente que paga en efectivo como Vision puede marcar toda la diferencia.

Zac: Apuesto que sí. ¿Hace mucho que trabajas con ellos?

Ness: Un par de años. ¿Por qué?

Zac. Simple curiosidad. Block no parece el típico guía turístico.

Ness: ¿Roger? No, supongo que se parece más a un luchador -volvió a concentrarse en los papeles. Le costaba mantener una conversación superficial cuando tenía los sentimientos tan a flor de piel-. Realiza un buen trabajo.

Zac: Sí. Estaré arriba.

Ness: Zac -había tanto que quería decirle, pero podía sentir que ya se había distanciado de ella-. Nunca hemos hablado de tu día libre -comenzó-. Puedes tomarte los domingos, si te apetece.

Zac: Puede que lo haga.

Ness: Y puedes decirle a Bob las horas que has trabajado al final de cada semana, es él quien se encarga de las nóminas.

Zac: De acuerdo. Gracias.

Más tarde, Vanessa decidió que no iba a ser fácil hablar con él. Pero tenía que hacerlo. Sin embargo, se demoraba, ganando tiempo.

No era típico de ella. Toda su vida había tenido la costumbre de encarar los problemas. Y no sólo en el ámbito profesional, sino también en el personal. Había sobrellevado no tener padres. Incluso de niña, nunca había eludido las preguntas a veces dolorosas sobre su situación.

Aunque había contado con el apoyo de su abuelo. Había sido tan sólido, tan cariñoso. La había ayudado a entender que era un ser independiente.

Pero en ese momento ya no estaba. Y ella había dejado de ser una adolescente. Pero si algo le había enseñado era que los sentimientos honestos no tenían por qué inspirar vergüenza.

Armada con un termo lleno de café, fue al ala oeste.

Zac había terminado el salón. El olor a pintura fresca era fuerte, a pesar de que había dejado abierta una ventana para airearlo. Aún había que poner las puertas y barnizar los suelos, pero ya podía imaginar la habitación con cortinas vaporosas y la alfombra de motivos florales que había guardado en el desván.

Desde el dormitorio de más allá, le llegó el zumbido de una sierra eléctrica. Al empujar la puerta para asomarse, pensó que era un sonido bueno, constructivo.

Tenía los ojos entrecerrados en gesto de concentración, inclinado sobre la madera apoyada en un par de caballetes. El serrín danzaba dorado contra la luz del sol. «Sabe hacer cosas», pensó mientras lo veía medir la madera para el siguiente corte. «Buenas cosas, incluso cosas importantes». Estaba segura de ello. No sólo porque lo amaba, sino porque era él. Cuando una mujer dedicaba toda su vida a ser anfitriona de desconocidos, aprendía a juzgar y a ver.

Esperó hasta que dejó la sierra para abrir del todo la puerta. Antes de que pudiera hablar, él giró en redondo. El paso hacia atrás de Vanessa fue instintivo, a la defensiva. Se dijo que era ridículo, pero pensó que si él hubiera tenido un arma, la habría desenfundado.

Ness: Lo siento -los nervios que había tratado de controlar, se fueron al infierno-. Debería haber pensado que te sobresaltaría.

Zac: No pasa nada -dijo, aunque lo irritó que lo hubiera sorprendido-.

Quizá si no hubiera estado pensando en ella, la habría percibido.

Ness: Tenía que hacer algunas cosas arriba, así que pensé en traerte un poco de café -dejó el termo en un escalón de la escalera-. Y quería comprobar cómo iban las cosas. El salón tiene un aspecto estupendo. ¿Quieres un poco de café? -se sentía un poco más serena-.

Zac: Sí. Yo lo serviré.

Ness: Tienes las manos llenas de polvo -lo frenó y desenroscó la tapa del termo-. Doy por hecho que nuestra tregua vuelve a estar en vigor.

Zac: No sabía que se hubiera cancelado.

Sirvió el café en la taza de plástico y miró alrededor.

Ness: Ayer te puse incómodo. Lo siento.

Aceptó la taza y se sentó sobre un caballete.

Zac: Vuelves a poner palabras en mi boca, Vanessa.

Ness: En esta ocasión no me hace falta. Pusiste expresión de que te hubiera golpeado con un ladrillo -inquieta, movió los hombros-. Supongo que yo habría podido reaccionar de la misma forma si alguien de repente me dice que me ama. Y más cuando nos conocemos desde hace tan poco.

Al descubrir que no le apetecía, dejó el café a un lado.

Zac: Reaccionabas al momento.

Ness: No -se volvió hacia él, sabiendo que era importante que hablaran cara a cara-. Creí que podrías pensar eso. De hecho, incluso consideré jugar sobre seguro y dejar que lo creyeras. Los engaños se me dan de pena. Parecía más justo decirte que no tengo por costumbre… Lo que quiero decir es que por regla general no me arrojo en brazos de los hombres. La verdad es que tú eres el primero.

Zac: Vanessa -se pasó una mano por el pelo y se quitó el pañuelo que llevaba en la frente-. No sé qué decirte.

Ness: No tienes que decir nada. La cuestión es que vine con mi discurso preparado. Era bueno… sereno, comprensivo, con unos toques de humor. Pero lo estoy fastidiando -se dirigió hacia la ventana. En un impulso, la levantó para aspirar el aroma de las campánulas-. La cuestión es que -repitió, odiándose por darle la espalda- no podemos fingir que no lo dije. No puedo fingir que no lo siento. Eso no significa que espere que tú sientas lo mismo, porque no es así.

Zac: ¿Qué esperas?

Lo tenía justo detrás. Se sobresaltó cuando su mano le aferró el hombro. Hizo acopio de coraje y se dio la vuelta.

Ness: Que seas honesto conmigo -habló con rapidez y no notó el ligero retroceso de Zac-. Agradezco que no trates de fingir que me amas. Puedo ser sencilla, pero no estúpida. Sé que podría ser más fácil mentir, pronunciar lo que crees que quiero oír.

Zac: No eres sencilla -murmuró, alzado una mano para acariciarle la mejilla-. Jamás he conocido a una mujer más desconcertante y complicada.

Primero sintió sorpresa, luego placer.

Ness: Es lo más agradable que me has dicho jamás. Nadie me ha acusado nunca de ser complicada -le tomó la mano-.

Zac: No fue un cumplido.

Eso la hizo sonreír. Relajada otra vez, se sentó en el alféizar.

Ness: Mejor aún. Espero que esto signifique que hemos terminado de sentirnos incómodos en la compañía del otro.

Zac: No sé qué siento en tu compañía -subió las manos por sus brazos hasta llegar a los hombros, luego volvió a bajarlas hasta los codos-. Pero la palabra que lo describe no es «incómodo».

Conmovida, ella se puso de pie.

Ness: He de irme.

Zac: ¿Por qué?

Ness: Porque es pleno día, y si me besas, podría llegar a olvidarlo.

Excitado ya, la acercó.

Zac: Siempre organizada.

Ness: Sí -apoyó una mano en su torso para mantener cierta distancia entre ellos-. Arriba tengo algunas facturas que debo revisar -con aliento contenido, retrocedió hacia la puerta-. Te deseo, Zac. Lo que pasa es que no estoy segura de que pueda manejar eso.

«Yo tampoco», pensó cuando se cerró la puerta. Con otra mujer, habría tenido la certeza de que la liberación física habría puesto fin a la tensión. Con Vanessa sabía que hacer el amor sólo añadiría otra capa al poder que ejercía sobre él.

Quizá había reaccionado con tanta vehemencia a su declaración de amor porque tenía miedo de estar enamorándose de ella.

Ness: ¡Zac! -llamó con voz encantada. Él abrió la puerta y la vio de pie en el rellano, en lo alto de las escaleras-. Ven. Deprisa. Quiero que las veas.

Desapareció, dejando que él deseara que lo hubiera llamado a cualquier sitio menos a ese dormitorio.

Cuando entró, lo llamó otra vez, en ese momento con impaciencia en la voz.

Ness: Date prisa, no sé cuánto van a quedarse.

Estaba sentada en el alféizar de la ventana, el tronco superior asomado por la abertura, las piernas largas enganchadas justo encima de los tobillos. Sonaba música, algo vibrante, apasionado.

Ness: Maldita sea, Zac, te las vas a perder. No te quedes ahí parado. No te llamé para atarte a los postes de la cama.

Como se sentía como un tonto, fue junto a ella.

Ness: Mira -sostenía unos prismáticos y con ellos señaló hacia el mar-. Orcas.

Se asomó por la ventana y siguió la dirección de la mano de ella. En la distancia pudo ver un par de formas que surcaban las aguas. Fascinado, le quitó los prismáticos.

Zac: Hay tres -encantado, se unió a ella en el alféizar-.

Sus piernas quedaron alineadas y con gesto distraído apoyó un mano en su rodilla. En esa ocasión, en vez de fuego, hubo un calor sencillo.

Ness: Sí, hay una cría. Creo que puede ser la misma que divisé hace unos días - cerró una mano sobre la suya mientras ambos contemplaban el mar-. Son magníficas, ¿verdad?

Zac: Sí, lo son -la cría apenas era visible entre las dos ballenas adultas-. En realidad, nunca esperé verlas.

Ness: ¿Por qué? La isla recibe su nombre por ellas -trató de seguirlas con la vista-. Mi primer recuerdo claro de ver a una fue con cuatro años. El abuelo me llevó en un pequeño bote. Una saltó del agua a menos de diez metros. No paré de chillar -riendo, se apoyó en el marco de la ventana-. Pensé que nos iba a tragar enteros, como a Jonás o quizá a Pinocho. Pero al final el abuelo logró calmarme. Nos siguió durante diez o quince minutos. Después de aquello, no dejé de pedirle que nos sacara otra vez a verlas.

Zac: ¿Y lo hizo?

Ness: Todos los lunes por la tarde durante aquel verano. No siempre veíamos algo, pero fueron días maravillosos, los mejores -giró la cara hacia la brisa-. Fui afortunada de tenerlo el tiempo que lo tuve, pero hay ocasiones… en que desearía que estuviera aquí. Es una tontería.

Zac: No -le tomó la mano por primera vez y enlazó los dedos con los de ella-. No lo es.

Volvió a mirarlo.

Ness: Puedes ser un hombre agradable -sonó el teléfono y ella gimió, pero fue a contestar de todos modos-. Hola. Sí, Bob. ¿Qué quiere decir que no piensa entregarlas? Una nueva dirección y un cuerno, llevamos tratando con esa empresa diez años. Sí, de acuerdo. Bajaré de inmediato. Oh, espera -alzó la vista-. Zac, ¿siguen ahí?

Zac: Sí. Van hacia el sur. No sé si se están alimentando o dando un paseo.

Rió y se acercó otra vez el auricular al oído.

Ness: Bob… ¿Qué? Sí, era Zac -enarcó una ceja-. Así es. Estamos en mi habitación. Lo llamé porque divisé unas orcas desde mi ventana. Quizá quieras decírselo a los huéspedes que veas. No, no hay motivo para que estés preocupado. ¿Por qué iba a haberlo? Bajo ahora mismo -colgó, moviendo la cabeza-. Es como tener la casa llena de escoltas -musitó-.

Zac: ¿Algún problema?

Ness: No. Bob acaba de darse cuenta de que estabas en mi dormitorio… o más bien de que estábamos solos aquí, y se ha puesto en plan hermano mayor -abrió un cajón y sacó una cinta. Con pocos movimientos se recogió el pelo-. El año pasado, Mae amenazó con envenenar a un huésped que se me insinuó. Es como si tuviera quince años.

La estudió. Llevaba unos vaqueros con una sudadera con el mapa de la isla.

Zac: Lo parece.

Ness: No tomo eso como un cumplido -pero no tenía tiempo para discutir-. Me espera una pequeña crisis abajo. Puedes quedarte y seguir observando a las ballenas -se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo-. Oh, casi lo olvidaba. ¿Sabes montar estanterías?

Zac: Es probable.

Ness: Estupendo. Creo que al salón de la suite familiar le vendrían bien algunas. Ya hablaremos del asunto.

La oyó bajar a toda velocidad. Estaba seguro de que podría manejar cualquier crisis que hubiera en el otro extremo de la posada. Mientras tanto, lo había dejado a solas en su habitación. Sería sencillo volver a inspeccionar su escritorio. Miró hacia el mar. Sería algo que podría hacer sin titubeos.

Pero no podría. Vanessa confiaba en él. En algún momento durante las últimas veinticuatro horas, había llegado a un punto en el que no era capaz de violar esa confianza.

Eso lo volvía inútil. Maldijo y se apoyó otra vez en la ventana. Sin ni siquiera haber sido consciente de ello, Vanessa había socavado por completo su capacidad para desempeñar el trabajo para el que estaba entrenado. Lo mejor sería que llamara a Conby para que lo quitara del caso. Lo mejor sería presentar la dimisión en ese momento y no al final de la misión. Era una simple cuestión de responsabilidad.

Tampoco pensaba hacer eso.

Necesitaba quedarse. No tenía nada que ver con sentirse amado, en casa. Necesitaba creer eso. También necesitaba acabar su trabajo y demostrar más allá de cualquier atisbo de duda la inocencia de Vanessa. Ésa sí era una cuestión de lealtad.

Conby habría dicho que su lealtad tenía que estar del lado de la Agencia, no de una mujer a la que conocía desde hacía menos de una semana. Y se habría equivocado. Dejó los prismáticos. Había ocasiones, contadas ocasiones, en que a alguien se le presentaba la oportunidad de hacer algo bueno, correcto. Eso nunca antes le había importado, pero le importaba en ese momento.

Si lo único que podía darle a Vanessa era un nombre limpio, pensaba hacerlo.

Y luego saldría de su vida.

Se incorporó y miró alrededor de la habitación. Deseó no ser otra cosa que el trotamundos que Vanessa había llevado a su casa. Entonces, tal vez tendría derecho a amarla. Pero en esas circunstancias, lo único que podía hacer era salvarla.


1 comentarios:

Lu dijo...

Ay que amorrr! Aunque no creo que a Ness le agrade que Zac haya mentido.

Sube pronto :)

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