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martes, 29 de marzo de 2016

Capítulo 1


El viento había refrescado el ambiente.

Impulsaba las oscuras nubes en el cielo y silbaba entre las hojas de los árboles, que comenzaban ya a anunciar el otoño. En los bordes de la carretera, los árboles aparecían más amarillos que verdes, con incipientes tonos de dorado y escarlata.

Era un día de septiembre, justo cuando el verano daba paso al otoño. El sol de la tarde se filtraba por las nubes, bañando la calzada.

El aire olía a lluvia. Vanessa apretó el paso, sabiendo que las nubes podían descargar en cualquier momento. La brisa elevaba y alborotaba su cabello negro ébano, y ella se lo alisó irritada. Tendría que habérselo recogido en una coleta, se dijo.

De no ir tan apurada, Vanessa habría disfrutado del paseo. Se habría deleitado con los primeros indicios del otoño y la tormenta inminente. Sin embargo, se apresuró por el camino, preguntándose qué otra cosa podía salir mal.

En los tres años transcurridos desde su regreso de Connecticut había atravesado malas rachas. Pero aquello, se dijo, ocupaba uno de los primeros lugares en la lista de frustraciones. Unas avería en la instalación de agua del estudio; un sermón de cuarenta y cinco minutos de una madre demasiado preocupada por el talento de su hija; dos trajes rotos y una alumna con un trastorno estomacal… Aquellas pequeñas molestias se habían visto rematadas por la testarudez de su coche. Había tosido y gemido como de costumbre cuando Vanessa encendió el contacto, pero luego no había conseguido recobrarse. Permaneció así, dando sacudidas, hasta que Vanessa admitió su derrota. “Este coche”, se dijo con una sonrisa triste, “tiene tantos años como yo, y los dos estamos cansados”.

Después de echar una impotente ojeada bajo el capó, Vanessa había apretado los dientes y emprendido la caminata de tres kilómetros desde el estudio a su casa.

Cierto, reconoció mientras caminaba penosamente bajo el huidizo sol, podía haber llamado a alguien. Suspiró, sabiendo que había actuado impulsada por su estado anímico. Diez minutos de refrescante paseo habían contribuido a calmarla. “Son los nervios”, pensó.

“Estoy nerviosa por el recital de esta noche”. Técnicamente no era por el recital, se corrigió metiéndose las manos en los bolsillos. Las niñas estaban listas; los ensayos habían salido perfectos. Las pequeñas eran tan adorables que los errores no tendrían importancia. Eran los momentos previos y posteriores a los recitales los que angustiaban a Vanessa. Eso y los padres.

Sabía que algunos quedarían insatisfechos con la actuación de sus hijas. Y otros, incluso más numerosos, tratarían de presionarla para que acelerase la instrucción.

¿Por qué su Pamela aún no bailaba en pointe? ¿Por qué la parte de la bailarina de la señora Jones era más larga que la de la señora Smith? ¿No debía Sue pasar al nivel medio?

A menudo las explicaciones de Vanessa sobre anatomía, crecimiento de los huesos, resistencia y sincronización solo daban pie a más sugerencias. Normalmente empleaba una combinación de halagos, terquedad e intimidación para mantenerlos a raya. Se preciaba de saber manejar a los padres demasiado entusiastas. A fin de cuentas, se dijo, ¿no había sido así su madre?

Molly Hudgens había deseado, más que ninguna otra cosa, ver a su hija en el escenario.

Tenía las piernas cortas y un cuerpo excesivamente menudo y compacto. Pero había tenido alma de bailarina. Mediante la pura determinación y el aprendizaje, se había hecho un sitio en el  corps de ballet de una pequeña compañía itinerante.

Molly se había casado con casi treinta años.

Resignada al hecho de que nunca llegaría a ser una bailarina estrella, se dedicó a la enseñanza durante cierto tiempo, tiempo que sus propias frustraciones hacían de ella una maestra pésima.

El nacimiento de Vanessa hizo que todo cambiara. Ella no sería jamás primera bailarina, pero su hija sí podría serlo.

Las lecciones empezaron cuando Vanessa tenía cinco años, bajo la supervisión continua de su madre.

Desde entonces, su vida había sido un torbellino de clases, recitales, zapatillas de ballet y música clásica. Su dieta había sido escrupulosamente controlada, y la preocupación por su estatura fue constante, hasta que quedó claro que no sobrepasaría el metro sesenta.

Molly estaba satisfecha. Los zapatos de baile añadían algunos centímetros a la estatura de una bailarina, y una profesional demasiado alta tenía más dificultades a la hora de encontrar compañeros de baile.

Vanessa había heredado la estatura de su madre, pero para orgullo de Molly, poseía un cuerpo esbelto y delicado. Después de una etapa breve y difícil, Vanessa había eclosionado como una adolescente de exquisita belleza: cabello negro y sedoso, piel bronceada y ojos marrón chocolate con cejas finas y arqueadas. Poseía una estructura ósea elegante, que enmascaraba una robusta fortaleza obtenida tras tantos años de entrenamiento. Sus brazos y piernas eran esbeltos, con músculos largos propios de una bailarina clásica. Las plegarias de Molly habían sido escuchadas.

Vanessa daba el tipo de bailarina y tenía talento. Molly no necesitaba la opinión de ningún profesor para confirmar lo que veía por sí misma. Su hija poseía la coordinación necesaria, la técnica, la resistencia y la capacidad. Pero además, ponía en ello el corazón.

A los dieciocho años, Vanessa fue admitida en una compañía de Nueva York. A diferencia de su madre, no se quedó en el corps. Llegó a ser solista y más tarde, al cumplir los veinte, se convirtió en primera bailarina.

Durante casi dos años, pareció que los sueños de Molly se habían hecho realidad. Luego, sin previo aviso, Vanessa se había visto obligada a dejar su puesto y regresar a Connecticut.

Llevaba tres años dedicada a dar clases de danza. Aunque Molly parecía amargada, Vanessa se lo tomaba con más filosofía. Todavía seguía siendo bailarina. Eso nunca cambiaría.

Las nubes volvieron a desplazarse y taparon el sol. Vanessa se estremeció, deseando no haberse dejado la chaqueta en el asiento delantero del coche, donde la había arrojado en el calor de su exasperación. Llevaba los brazos desnudos, cubiertos solamente a la altura de los hombros por una malla de color azul pálido.

Se había puesto unos vaqueros encima de los calentadores, pero aun así echaba de menos la chaqueta. Dado que pensar en ella no la haría entrar en calor, Vanessa apretó el paso y emprendió un ligero trote. Sus músculos respondieron de inmediato. Había fluidez en sus movimientos, una gracia instintiva más que premeditada. Empezó a disfrutar de la carrera. Formaba parte de su naturaleza buscar el placer y encontrarlo. Bruscamente, como si una mano hubiese retirado el tapón, la lluvia comenzó a caer. Vanessa se detuvo para contemplar el cielo revuelto y oscurecido.

Ness: ¿Y qué más?

Le respondió el profundo retumbar de un trueno. Con una media sonrisa, meneó la cabeza. La casa de los Moorefield estaba en la otra acera. Vanessa decidió hacer lo que tendría que haber hecho desde el principio.

Abrazándose a sí misma, empezó a cruzar la carretera. El estridente sonido de un claxon hizo que el corazón se le subiera a la garganta.

Giró rápidamente la cabeza y vio la forma difusa de un coche que se acercaba a través del manto de la lluvia.

Se apartó instantáneamente de un salto y, resbalando sobre el pavimento húmedo aterrizó con un plaf en un charco poco profundo.

Vanessa cerró los ojos mientras su pulso se aceleraba. Oyó el fuerte chirrido de unos frenos y la fricción de unos neumáticos. “Dentro de algunos años”, pensó mientras el agua fría calaba sus vaqueros, “me reiré al acordarme de esto. Pero ahora no me río”. Dio una patada y el agua del charco saltó en todas direcciones.

**: ¿Ha perdido usted el juicio?

Vanessa oyó el rugido a través de la lluvia y abrió los ojos. A su lado había un gigante furioso y empapado. O un demonio, se dijo, mirándolo con cautela mientras se cernía sobre ella. Iba vestido de negro. Su cabello era castaño claro. Su rostro, empapado por la lluvia, era ovalado y de piel clara. Aunque había algo ligeramente perverso en aquella cara. Quizá era por las cejas negras, que se arqueaban levemente en los extremos. Quizá era por el extraño contraste de sus ojos, de un color azul pálido que hacía pensar en el cielo. Y, en aquel momento, estaban furiosos. Su nariz era larga y algo afilada, lo que contribuía a acentuar el aspecto de sus facciones.

La ropa se le ceñía al cuerpo a causa de la lluvia y dejaba entrever una complexión firme y  bien proporcionada.

De no haber estado tan absorta en su rostro, Vanessa la habría admirado profesionalmente. Sin habla, se limitó a mirarlo con los ojos abiertos como platos.

**: ¿Está herida? -inquirió al ver que no contestaba a su primera pregunta-.

No había preocupación en su voz, solo ira contenida.

Vanessa negó con la cabeza y siguió mirándolo. Con una impaciente maldición, él la agarró por los brazos y tiró de ella, levantándola del suelo antes de ponerla de pie.

**: ¿Es que no mira por dónde va? -espetó, dándole un rápido zarandeo antes de soltarla-.

No era el gigante que Vanessa había imaginado. Era alto, desde luego, quizá unos veinte centímetros más alto que ella, pero no un gigante quebrantahuesos o una aparición satánica. Empezó a sentirse más estúpida que asustada.

Ness: Lo siento muchísimo -comenzó a decir. Sabía perfectamente que había cometido un error y estaba más que dispuesta a admitirlo-. Miré, pero no vi…

**: ¿Qué miró? -la interrumpió. La impaciencia de su tono apenas ocultaba una ira más profunda y reprimida-. Pues quizá debería empezar a usar sus gafas. Seguro que su padre habrá pagado un buen dinero por ellas.

Estalló otro relámpago, abriendo en el cielo un surco blanco. Más que por las palabras, Vanessa se sintió ofendida por el tono.

Ness: No uso gafas.

**: Pues quizá debería usarlas.

Ness: Veo perfectamente -se retiró un mechón de cabello húmedo de la ceja-.

**: No debería cometer la imprudencia de ponerse en medio de la carretera.

La lluvia resbalaba por las mejillas de Vanessa mientras lo miraba. Le extrañó que no se convirtiera en vapor.

Ness: Ya me he disculpado -dijo colocándose las manos en las caderas-. O iba a hacerlo antes de que la emprendiera conmigo. Si espera que me ponga de rodillas, olvídelo. Si no hubiera tocado el claxon de esa manera, no habría resbalado en ese estúpido charco -se limpió inútilmente el trasero de los pantalones-. ¿Imagino que no se le ha ocurrido disculparse?

**: No -respondió sin inmutarse-, no se me ha ocurrido. Yo no soy responsable de su torpeza.

Ness: ¿Torpeza? -repitió abriendo los ojos de par en par-. ¿Torpeza? -su voz se quebró. Para ella, no había un insulto más vil-. ¿Cómo se atreve? -Había tolerado el chapuzón en el charco, había tolerado su rudeza, pero no soportaría aquello-. ¡Es usted el hombre más deplorable que he conocido jamás! -con el rostro inflamado de cólera, se retiró impacientemente el cabello, que la lluvia insistía en introducirle en los ojos. Estos brillaban con un marrón imposiblemente claro contra su piel congestionada-. Casi me atropella, me da un susto de muerte, me arroja a un charco, me sermonea como si fuera una niña corta de vista… ¡Y ahora tiene la desfachatez de llamarme torpe!

Él enarcó una ceja ante la pasión de su discurso.

**: Quien se pica… -murmuró, y luego la sorprendió agarrándola del brazo y tirando de ella-.

Ness: ¿Pero qué está haciendo? -exigió saber, tratando de no inmutarse, aunque la pregunta acabó en un chillido-.

**: Salir de este maldito aguacero -abrió la portezuela del lado del conductor y la introdujo en el coche sin ninguna ceremonia. Automáticamente Vanessa se deslizó al otro asiento para dejarle sitio-. No puedo dejarla ahí bajo la lluvia -prosiguió con tono áspero mientras se colocaba ante el volante y cerraba la portezuela-.

La tormenta azotaba el cristal del parabrisas.

Él se pasó los dedos pro el grueso mechón de cabello pegado en su frente, y Vanessa de inmediato quedó fascinada por aquella mano.

Tenía la palma amplia y dedos largos de pianista. Casi se compadeció de él. Pero, entonces, él giró la cabeza. Su mirada bastó para disipar cualquier compasión.

**: ¿Hacia dónde va? -preguntó en un tono lacónico, como si dirigiera la pregunta a un niño-.

Vanessa enderezó los hombros empapados y ateridos.

Ness: Voy a mi casa. Está a eso de un kilómetro, pero en esta misma carretera.

Él volvió a arquear las cejas mientras contemplaba a Vanessa larga y detenidamente. El cabello húmedo enmarcaba su rostro. Tenía las pestañas oscuras y onduladas, sin ayuda de ningún rimel, sobre unos ojos casi asombrosamente marrón chocolate. Su boca se fruncía en un mohín, pero era obvio que no pertenecía a la niña por la que inicialmente la había tomado. Aun sin pintar, era claramente una boca de mujer. Aquel rostro tenía algo más que simple belleza; no obstante, antes de que pudiera definir qué era ese algo, Vanessa se estremeció, distrayéndolo.

**: Si sale cuando está lloviendo -dijo suavemente mientras alargaba el brazo hacia el asiento trasero-, debe ponerse la ropa adecuada -le puso una chaqueta color café en la falda-.

Ness: No necesito… -empezó a decir, pero la interrumpieron dos estornudos seguidos-.

Con los dientes apretados, coló los brazos en la chaqueta mientras él ponía el motor en marcha. Condujeron en silencio, con la lluvia tamborileando sobre el techo del vehículo.

De pronto, a Vanessa se le ocurrió pensar que aquel hombre era un absoluto desconocido. Ella conocía de nombre o de vista a casi toda la gente que vivía en aquel pequeño pueblo costero, pero jamás había visto a aquel hombre. No habría olvidado su cara. En el ambiente tranquilo y amigable de Cliffside, era fácil confiarse, pero Vanessa también había pasado varios años en Nueva York. Conocía los peligros que entrañaba subirse en el coche de un desconocido. Disimuladamente, se arrimó más a la portezuela del pasajero.

**: Un poco tarde para pensar en eso -dijo tranquilamente-.

Vanessa giró rápidamente la cabeza. Pensó, aunque no podía estar segura, que la comisura de su boca se había arqueado ligeramente. Ladeó el mentón.

Ness: Es ahí -dijo fríamente, señalando hacia la izquierda-. La casa de cedro con buhardillas.

Con un ronroneo, el coche se detuvo delante de una verja blanca. Haciendo acopio de toda su dignidad, Vanessa se volvió de nuevo hacia él. Quería expresar su agradecimiento en un tono deliberadamente gélido.

**: Será mejor que se quite esa ropa mojada -aconsejó antes de que ella pudiera hablar-. Y la próxima vez mire en ambas direcciones antes de cruzar la calle.

Vanessa solo pudo emitir un resoplido amortiguado de ira mientras buscaba la manija de la puerta. Internándose de nuevo bajo el torrente de lluvia, lo miró con rabia a través del asiento.

Ness: Mil gracias -dijo y cerró la portezuela de golpe-.

Luego rodeó el coche y cruzó la verja, olvidando que llevaba puesta la chaqueta de un desconocido.

Entró como una exhalación en la casa. Aún hecha una furia, permaneció de pie, inmóvil, con los ojos cerrados, llamándose a sí misma al orden. El incidente había sido exasperante, indignante incluso, pero lo último que deseaba era tener que contárselo a su madre. Vanessa sabía que su semblante era demasiado expresivo, sus ojos demasiado reveladores.

Su tendencia a manifestar de una forma tan visible sus sentimientos había sido una baza en su carrera. Cuando interpretaba Giselle, se sentía como Giselle. El público podía leer la tragedia en el rostro de Vanessa. Cuando bailaba se dejaba embelesar completamente por la música y la historia. No obstante, cuando se quitaba las zapatillas de ballet y volvía a ser Vanessa Hudgens, sabía que no era prudente que sus ojos dejaran traslucir sus pensamientos.

Si notaba que estaba disgustada, Molly la interrogaría y exigiría un relato detallado de los hechos, para luego ponerse a criticar. En aquellos momentos, lo que menos necesitaba Vanessa era un sermón.

Empapada y exhausta, empezó a subir cansadamente las escaleras hacia la segunda planta. Fue entonces cuando oyó las pisadas lentas y desiguales, un recordatorio constante del accidente en el que había muerto su padre.

Ness: ¡Hola! Iba arriba a cambiarme -se retiró el cabello mojado de la cara para sonreír a su madre, que permanecía al pie de la escalera-.

Molly descansó la mano en el poste. Aunque tenía el pelo teñido de rubio e iba impecablemente maquillada, el efecto quedaba estropeado por su expresión eternamente insatisfecha.

Ness: El coche dio problemas -prosiguió antes de que se iniciara el interrogatorio-. Me pilló la lluvia antes de que pudiera encontrar a alguien que me trajera. Andrew tendrá que llevarme de vuelta esta noche -se le ocurrió añadir en el último momento-.

Molly: Has olvidado devolverle la chaqueta -observó-.

Se apoyó pesadamente en el poste mientras miraba a su hija. El tiempo húmedo atormentaba su cadera.

Ness: ¿La chaqueta? -desconcertada, bajó los ojos y vio las mangas, empapadas y demasiado largas, que cubrían sus brazos-. ¡Oh, no!

Molly: Bueno, no te preocupes tanto -dijo con irritación mientras desplazaba su peso al otro pie-. Andrew puede arreglárselas sin ella hasta la noche.

Ness: ¿Andrew? -repitió. Luego comprendió la conexión que había hecho su madre. Las explicaciones, decidió, eran demasiado complicadas-. Supongo que sí -asintió sin darle importancia. Bajó un peldaño y colocó la mano encima de la de su madre-. Pareces cansada, madre. ¿Has descansado hoy?

Molly: No me trates como a una niña -dijo con brusquedad-.

Vanessa se tensó de inmediato. Retiró la mano.

Ness: Lo siento -su tono era contenido, pero un brillo de dolor iluminaba sus ojos-. Subiré a cambiarme antes de cenar -quiso volverse, pero Molly la agarró el brazo-.

Molly: Vanessa -suspiró, leyendo con facilidad las emociones reflejadas en aquellos ojos grandes y marrones-. Perdóname. Hoy estoy de mal humor. La lluvia me deprime.

Ness: Sí, lo sé -su voz se suavizó-.

Había sido la lluvia, unida a unos neumáticos deficientes, lo que había provocado el accidente de sus padres.

Molly: Y odias estar aquí, cuidándome, cuando deberías estar en Nueva York.

Ness: Madre…

Molly: Es inútil -su tono volvía a ser severo-. Nada irá bien hasta que estés en el lugar al que perteneces, donde debes estar -se giró y se alejó por el pasillo con pasos irregulares y torpes-.

Vanessa vio cómo desaparecía antes de volverse para subir las escaleras. “El lugar al que pertenezco” se dijo mientras entraba en su cuarto. “¿Y qué lugar es ese?”.

Cerró la puerta y se apoyó en ella. El cuarto era espacioso y bien ventilado, con dos amplias ventanas situadas una al lado de la otra. En la cómoda, que había pertenecido a su abuela, había una colección de caracolas recogidas en la playa situada a poco más de un kilómetro de la casa. En un rincón había una estantería con libros de su infancia. La descolorida alfombra oriental era un trofeo que Vanessa se había llevado consigo cuando cerró su apartamento de Nueva York. La mecedora procedía del mercadillo que solían poner a dos manzanas de allí, y el grabado de Renoir lo había adquirido en una galería de arte de Manhattan. Su habitación, se dijo, reflejaba los dos mundos en los que había vivido.

Sobre la cama estaban colgadas las zapatillas de baile que había usado en su primer solo profesional. Vanessa se acercó a ellas y pasó los dedos por las cintas de satén.

Recordó cómo las había cosido, el nudo de excitación que sintió en el estómago. Recordó la cara extasiada de su madre tras la actuación, y la expresión admirada de su padre.

De eso hacía toda una vida, pensó mientras dejaba que el satén resbalara por sus dedos. En aquel entonces había creído que todo era posible. Y quizá, durante un tiempo, lo había sido.

Sonriendo, Vanessa se permitió recordar la música, el movimiento, la magia, los momentos en que había sentido que su cuerpo se movía con libertad y fluidez, sin restricciones.

La realidad regresaba después, con calambres indescriptibles, pies que sangraban y músculos tensos. ¿Cómo había podido, una y otra vez, contorsionarse para dibujar las líneas antinaturales que componían la danza? Pero lo había hecho, se había esforzado hasta el límite de su capacidad y su resistencia. Se había entregado por entero, sacrificando su cuerpo y los años. Solo había existido la danza. La había absorbido por completo.

Sacudiendo la cabeza, Vanessa volvió al presente. De aquello, recordó, hacía ya mucho tiempo. Ahora tenía otras cosas en que pensar.

Se quitó la chaqueta mojada y la miró ceñuda.

¿Qué hago yo con esto?, se preguntó.

Volvió a recordar la descarada rudeza de su propietario. Su ceño se intensificó. Bueno, si la quería, podía volver a buscarla. Una rápida inspección del tejido y de la etiqueta le dijo que no era una prenda de vestir que se pudiera olvidar como si tal cosa. Pero el olvido no había sido culpa suya, se dijo mientras se acercaba al armario para sacar una percha. Se habría acordado de devolverla si aquel hombre no la hubiera puesto tan furiosa.

Vanessa colgó la chaqueta en el armario y después empezó a quitarse la ropa empapada. Se puso una gruesa bata de felpilla sobre la temblorosa piel y cerró las puertas del armario.

Se dijo que debía olvidarse de la chaqueta y del hombre al que pertenecía. Ninguno de los dos, decidió, tenía nada que ver con ella.




Nada que ver, para nada XD

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2 comentarios:

Maria jose dijo...

Gran inicio y gran capítulo
Ya quiero saber más de esta novela
Síguela pronto


Saludos

Lu dijo...

Me encanto el primer capitulo!
Veo que no se van a llevar muy bien al principio...




Sube pronto

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