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domingo, 8 de febrero de 2015

Capítulo 3


Varias horas después, Zac vio perturbado su sueño. Giró la cabeza con el ceño fruncido. El colchón se había movido, pero no por culpa suya. Intentó abrir un ojo. La habitación estaba oscura como boca de lobo.

Cuando el colchón se movió de nuevo, abrió el otro ojo. ¿Era Amber? No, Amber nunca se quedaba a dormir, y además ya no se veían. Entonces...

Tardó unos minutos en despejarse y, cuando al fin lo logró, un martilleo sordo había empezado a resonar en la parte de atrás de su cabeza. Se tumbó de lado, bajó la cabeza y flexionó las rodillas. Volvería a dormirse, se dijo. Mantendría los ojos cerrados, respiraría profunda y acompasadamente, y volvería a dormirse.

Un leve quejido surgió del otro lado de la cama, seguido por otra sacudida del colchón.

Zac abrió bruscamente los ojos y renegó para sus adentros. Luego, rechinando los dientes, se movió hacia el borde de la cama y cerró los ojos de nuevo.

Durante un rato todo permaneció en silencio.

Casi había vuelto a dormirse cuando oyó otro lamento. Era un lamento sordo, casi un gruñido, y, al igual que la vez anterior, fue seguido por un zarandeo de sábanas y una sacudida del colchón.

Le dolía la cabeza. Rezongando para sus adentros, apartó los cobertores y se fue al cuarto de baño. La luz repentina lo deslumbró; parpadeó para evitarla y abrió la caja de las medicinas. Repelente contra insectos, loción Caladry, antihistamínicos, aspirinas... Aspirinas. Luchó un minuto con el tapón a prueba de niños y estuvo a punto de romper el frasco, pero al fin se abrió. Se echó tres pastillas en la palma de la mano, se las metió en la boca, echó la cabeza hacia atrás y se las tragó. Luego, se inclinó hacia delante y bebió directamente del grifo. Golpeó a ciegas el interruptor de la luz con la palma de la mano y volvió a la calma.

La aspirina apenas había empezado a surtir efecto cuando Vanessa gimió de nuevo y se giró. Zac se incorporó de un salto y la miró con cara de pocos amigos. Después buscó a tientas la lámpara. Su suave fulgor resultó revelador. Ella estaba todavía enterrada bajo la ropa de la cama, pero su lado del cubrecama estaba subido y retorcido. Mientras Zac la miraba, se dio la vuelta, se quedó quieta unos segundos y volvió a girarse.

Zac: ¡Vanessa! -la agarró por lo que le pareció el hombro y la zarandeó-. Despierta, maldita sea. No puedo dormir con tanto ajetreo.

Los bultos de debajo del cobertor se removieron. Emergió una mano, unos dedos finos agarraron el cubrecama y lo bajaron hasta que un par de ojos castaños, profundamente ensombrecidos y desorientados, se encontraron con los suyos.

Ness: ¿Mmm?

Zac: Haz el favor de estarte quieta -le dijo hoscamente-. Bastante tengo con tener que compartir la cama, para encima tener que hacerlo con una mujer que no puede estarse quieta.

Los ojos de ella se abrieron de pronto de par en par, como si hubiera reparado en la parte de «compartir la cama»; se posaron un instante en la zona oscurecida del pecho desnudo de Zac que quedaba al descubierto, y volvieron a mirar hacia arriba. Luego se cerraron muy despacio, parpadeando.

Ness: Lo siento -musitó con una sinceridad que por un instante desarmó a Zac-.

Zac: ¿Estabas teniendo una pesadilla?

Ness: No. La pierna me está matando.

Él observó el abultamiento que parecía la escayola.

Zac: ¿Puedes hacer algo al respecto? ¿No te dieron los médicos instrucciones? ¿No deberías ponerla en alto o algo así?

Vanessa se sentía aturdida e incómoda sobremanera.

Ness: En el hospital me la tenían colgada, para disminuir la hinchazón, pero pensé que ya no hacía falta.

Zac: Estupendo -apartó la ropa de la cama y se dirigió a la puerta-. Estoy aquí encerrado con una tontaina cuya pierna puede hincharse hasta el doble de su tamaño normal -su voz era lo bastante alta como para que a Vanessa le llegara con claridad desde el pasillo-. Y, si eso ocurre, puede que la escayola te corte la circulación y que se te gangrene. Genial.

Volvió a entrar en el dormitorio llevando dos almohadas bajo cada brazo; se dirigió directamente al lado de la cama que ocupaba Vanessa y apartó el cobertor sin contemplaciones.

Ness: ¿Qué haces? -chilló parpadeando, confusa-.

Zac: Ponerte la pierna en alto -colocó dos almohadas sobre la cama e intentó desenredar sus piernas de entre las sábanas-. Aguántatela aquí. ¿Puedes mover la pierna buena? Ah, ya la tengo.

Con sorprendente suavidad, Zac le alzó la pierna escayolada lo justo para deslizar bajo ellas las almohadas.

Ness: No se me gangrenará -protestó débilmente-. No sabes de qué estás hablando.

Zac: Por lo menos sé que tienes que poner la pierna en alto -con un giro de muñeca, volvió a echarle el cubrecama encima y rodeó la cama hasta su lado-. ¿A que ahora estás mejor?

Ness: Estoy igual.

Zac: Espera un minuto o dos. Ya verás cómo te encuentras mejor -apagó la luz y se subió a la cama, apoyó la cabeza en la almohada y se friccionó las sienes. Unos segundos después estaba de nuevo en pie, esta vez con destino al cuarto de baño. Cuando regresó, llevaba un vaso de agua y un par de pastillas-. ¿Puedes sentarte?

Ness: ¿Por qué?

Zac: Porque creo que deberías tomarte esto.

La única luz que había en la habitación procedía de la rendija de la puerta del cuarto de baño. La penumbra hacía que Vanessa se sintiera en desventaja respecto al hombre que se cernía sobre ella.

Ness: ¿Qué son?

Zac: Aspirinas.

Él era tan alto... tan sombrío... tan hosco. Iba casi desnudo. ¿Qué pretendía?

Ness: Yo no tomo pastillas.

Zac: Éstas son inofensivas.

Ness: Si son inofensivas, ¿para qué voy a tomarlas?

Zac: Porque puede que te quiten el dolor de pierna y, si es así, tal vez te estés quietecita y yo pueda dormir.

Ness: También podrías irte a dormir a otro cuarto.

Zac: Ni lo sueñes, pero ahora no se trata de eso. Ahora se trata de que te tomes dos inocentes aspirinas.

Ness: ¿Y cómo sé yo que son inocentes? ¿Cómo sé que son aspirinas? No te conozco. ¿Por qué iba a fiarme de lo que me des?

Atónito porque Vanessa, o como se llamara, fuera tan retorcida en plena noche como de día, lanzó un exagerado suspiro.

Zac: Porque, A, he sacado estas pastillas de un frasco en el que ponía «aspirina» que estaba en la caja de las medicinas de Victoria. B, yo mismo me he tomado tres hace un rato y todavía no estoy muerto. Y C, porque soy amigo de Victoria y ésa es la única referencia que tienes sobre mí -respiró hondo-. Además, lo mismo podría decir yo de ti, ¿sabes?

Ness: ¿El qué?

Zac: Que no te conozco. Tengo que fiarme de que estés limpia...

Ness: ¿Qué quieres decir con «limpia»?

Zac: Que no seas una pervertida, una drogadicta, o que no tengas alguna enfermedad infecciosa.

Ness: ¡Por supuesto que no la tengo!

Zac: ¿Cómo puedo estar seguro?

Ness: Porque soy amiga de Victoria...

Zac: Y Victoria nos ha juntado aquí a los dos a propósito, así que tendremos que confiar en que ninguno de los dos sea un individuo repulsivo, dado que los dos confiamos en Victoria. Yo, por lo menos, confío en ella. O confiaba -agitó el puño cerrado en el aire-. No puedo creer que esté aquí, discutiendo. ¿Quieres o no quieres las dichosas aspirinas? -bajó el puño y lo abrió, sujetando las tabletas-.

Ness: Las quiero.

Zac profirió un exagerado respiro.

Zac: Entonces, volvemos al punto de partida. ¿Puedes sentarte?

Pronunció las últimas palabras muy despacio, como si ella no pudiera entenderlas de otro modo.

A Vanessa ya le daba igual todo.

Ness: Si no puedo, estoy apañada -masculló para sí misma, y comenzó a incorporarse apoyándose en un codo-.

Con la pierna alzada, la maniobra resultaba difícil. Sin embargo, ella era supuestamente una persona ágil, una atleta, una experta en doblarse y retorcerse...

Zac no esperó a verla caer. Apoyó una rodilla en la cama, le pasó un brazo bajo la espalda y la incorporó.

Zac: Tengo las pastillas en la mano derecha. ¿Las alcanzas?

Su mano derecha estaba a la altura de la cintura de Vanessa; la izquierda sostenía el vaso. Ella agarró las pastillas, se las metió en la boca y se las tragó con el agua que Zac le ofrecía.

Ninguno de los dos dijo nada.

Zac volvió a tumbarla, apartó la rodilla de la cama y se fue al baño. Dejó en silencio el vaso junto al lavabo, apagó la luz y regresó a la cama.

Vanessa yacía en silencio, sin moverse, extrañamente tranquila. La pierna le dolía menos; se sentía mejor en general. Cerró los ojos, respiró hondo, lentamente, y se sumió en un sueño profundo y reparador.

Cuando se despertó era de día: un día nublado y lluvioso, pero de día al fin. Se quedó quieta, asimilando gradualmente dónde estaba y lo que hacía allí. Mientras iba recordando, se dio cuenta que no estaba sola en la cama. Del otro lado se elevaba una suave respiración; Vanessa giró la cabeza lentamente, vio la larga figura del amigo de Victoria tapada con el cubrecama y volvió a girar la cabeza. Volvió entonces a asaltarla el dilema de la noche anterior.

Había huido de Rhode Island, conducido durante horas lloviendo a mares, se había empapado, se había manchado de barro, había estado a punto de marearse en el barco... todo para estar sola. Y no lo estaba. Se hallaba confinada en una isla a unas veinte millas de la costa, con un tipo gruñón al que ni siquiera conocía. Ahora ¿qué iba a hacer?

Zac se hacía la misma pregunta. Permanecía tumbado en su lado de la cama, con los ojos abiertos de par en par, escuchando la respiración de Vanessa, sintiéndose más enojado con cada segundo que pasaba. Estaba convencido de lo que había dicho la noche anterior. Si ella era amiga de Victoria, y parecía saber bastante sobre ella, no podía ser tan inaguantable. Aun así, era antipática, y él quería estar solo.

Apartó el cubrecama, bajó las piernas y se detuvo un instante para darle ocasión a su cabeza a acostumbrarse al cambio de postura. Todavía tenía jaqueca, pero la achacaba tanto a la presencia de Vanessa como a la cantidad de whisky que había bebido la noche anterior.

Ness: ¿No tienes nada decente que ponerte? -dijo una voz alterada desde debajo del cobertor-.

Él giró la cabeza bruscamente. Error. Se llevó las manos a las sienes y miró lentamente hacia delante.

Zac: No hay nada indecente en mi piel -gruñó-.

Ness: ¿No tienes pijama?

Zac: ¿Uno como el tuyo, quieres decir?

Ness: ¿Qué le pasa al mío? Es un pijama perfectamente normal.

Zac: Es un pijama de hombre -al decir esto, sintió un pinchazo en el brazo-.

Era el brazo derecho, con el que había sujetado a Vanessa para incorporarla. Sí, sin duda ella llevaba un pijama de hombre, pero bajo toda aquella tela había una espalda esbelta, una fina cintura y la leve curva de una cadera.

Ness: Es confortable y caliente.

Zac: Yo no necesito calor -gruñó ásperamente-.

Ness: Aquí hace un frío que pela. ¿No hay calefacción?

Zac: A mí me gusta tener el dormitorio frío.

Ness: Genial -aquella conversación tendría que esperar hasta después. Por el momento, había cosas más urgentes. Vanessa recordó vivamente la visión del pecho de Zac, sus músculos protuberantes, su vello oscuro y rizado-. Podías haber tenido la consideración de ponerte algo ya que ibas a meterte en la cama conmigo.

Zac: He sido muy considerado y deberías dar gracias por ello. Normalmente, duermo desnudo.

Ella cerró el puño sobre el cubrecama, junto a su mejilla.

Ness: Qué machote.

Zac: ¿Qué pasa? -replicó-. ¿No puedes aguantarlo?

Ness: No hay nada que aguantar. Los machotes nunca me han interesado.

Zac: No eres lo bastante mujer, ¿eh?

Ella acusó aquel golpe bajo, que la hizo saltar en defensa propia.

Ness: Soy demasiada mujer. Lamento desilusionarte, pero el machismo es bastante superficial.

Zac: Ah, habló la experta.

Ness: No. Simplemente, una mujer moderna.

Zac masculló una maldición y se levantó.

Zac: Eso cuéntaselo a Thomas cuando venga a por ti luego. Ahora, necesito una ducha.

Ella hizo amago de alzar la mirada, pero se refrenó.

Ness: Yo necesito un baño.

Zac: Tuviste tu oportunidad anoche y la desperdiciaste. Ahora me toca a mí.

Ness: Usa otro cuarto de baño. En todos hay ducha.

Zac: Me gusta este.

Ness: ¡Pero es el único que tiene bañera!

Zac: Será toda tuya en cuanto acabe.

Ness: ¿Qué ha sido de tu caballerosidad?

Zac: ¿Qué le importa la caballerosidad a una mujer moderna? -replicó burlón, y cerró de golpe la puerta del cuarto de baño tras él-.

Vanessa alzó la mirada entonces. Zac había dicho la última palabra... o eso creía él. Se giró de lado, recogió las muletas del suelo y salió de la habitación a trompicones. En el pasillo del otro lado del cuarto de estar había un despacho, y en el despacho estaba la radio tierra-mar.

Miró su reloj. Eran las diez cuarenta y cinco. ¿Las diez cuarenta y cinco? No podía creer que hubiera dormido más de doce horas seguidas. Claro que lo necesitaba. Estaba exhausta. Y había dormido profundamente con la pierna en alto y después de que la aspirina se dispersara por su sangre.

Las diez cuarenta y cinco. ¿Se habría ido Thomas? ¿Estaría en casa o en su barca? Estaba lloviendo, sí, pero ¿hacía viento?

Estudió las instrucciones que había junto a la radio y, tras varios intentos infructuosos, logró establecer comunicación. Respondió un joven que no era, ciertamente, el langostero.

Ness: Necesito hablar urgentemente con Thomas.

**: ¿Hay alguna emergencia? -preguntó el joven-.

Ness: No exactamente una emergencia en el sentido crítico del término, pero...

**: ¿Se encuentra bien?

Ness: Sí, estoy bien...

**: ¿Y el señor Efron?

Efron.

Ness: ¿Zac? Sí, él también está bien, pero es importantísimo que hable con Thomas.

**: Le diré que los llame en cuanto pueda.

Ella crispó los dedos alrededor del cable del micrófono.

Ness: ¿Cuándo cree que será eso?

**: No lo sé.

Ness: ¿Thomas está en la barca?

**: Está en Augusta, por negocios.

Ness: Ah. ¿Va a volver hoy?

**: Creo que sí.

Frustración. Suspiro.

Ness: Bueno, pues dele mi mensaje, por favor.

El joven le aseguró que así lo haría y Vanessa dejó el micrófono en su sitio y apagó el aparato. En Augusta, por negocios. Qué raro. Thomas seguramente sabría por qué llamaba; el día anterior, al desembarcar juntos a sus crédulos pasajeros en la isla de Victoria, sabía exactamente lo que hacía. Vanessa recordó las cosas que había dicho. Se había mostrado muy amable. Eso había que reconocerlo. Y también bastante evasivo. No había mentido en ningún momento; simplemente, había respondido astuta y calculadamente a sus preguntas.

Vanessa no confiaba en que volviera a llamar. Frunciendo el ceño, se giró al oír pasos en el corredor. De modo que Zac había acabado de ducharse. Y ahora ¿qué pensaba hacer? Vanessa prestó atención. Los pasos se detuvieron; se oyó la puerta del frigorífico abrirse y cerrarse. Él estaba en la cocina. Bien. Ahora ella se daría un baño, y tardaría cuanto se le antojara.

Aunque, a decir verdad, tampoco habría podido darse prisa aunque hubiera querido. Meterse en la bañera fue tan engorroso como se temía. Particularmente enojoso y molesto era el hecho de que la bañera estuviera adosada a la pared, de modo que, para mantener la pierna sobre su borde, tenía que apoyar la espalda en los grifos. La decisión de meterse antes de dejar correr el agua la obligó a realizar numerosas contorsiones, además de que, cuando intentó tumbarse de espaldas, el grifo se le clavó en la cabeza. Al fin consiguió acomodarse en un rincón, tendida casi diagonalmente en la bañera.

Aquello era mejor que nada, o eso se dijo cuando abandonó la idea de relajarse y procuró concentrarse en la limpieza. Lo cual resultó otro tormento. Al utilizar ambas manos para frotarse y enjabonarse, se iba hundiendo peligrosamente en el agua. Pero qué más daba, razonó. Le hacía falta lavarse el pelo casi más que el resto del cuerpo. ¿Cuánto tiempo hacía que no se lavaba con un buen champú? ¿Una semana?

Ness: Puaj.

Echó la cabeza hacia atrás, se mojó el pelo, se aplicó el champú y empezó a frotar. Por desgracia, se había puesto demasiado champú. Por más que sumergió la cabeza, no logró quitárselo del todo, y para entonces el agua ya estaba sucia. Se sentía completamente asqueada. Al final, vació la bañera, abrió el grifo del agua caliente, arqueó la espalda cuanto pudo para meter la cabeza bajo el chorro y cruzó los dedos.

Cuando al fin salió con sumo esfuerzo de la bañera, estaba completamente agarrotada. Menudo baño relajante, pensó. Aunque al menos estaba limpia. Lo cual era en cierto modo una satisfacción. También le produjo cierto placer untarse el cuerpo con crema hidratante, un ritual diario que había abandonado temporalmente durante su estancia en el hospital. El olor de la crema era muy suave y familiar. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en casa, de una pieza, contemplando con expectación lo que le deparaba el día.

Pero no podía mantener los ojos cerrados eternamente y, cuando los abrió, la verdad la golpeó como un puño. No estaba en casa, ni de una pieza, ni contemplaba con expectación lo que le deparaba el día. Estaba en la isla de Victoria, condenada a un exilio elegido. Tenía una pesada escayola en la pierna izquierda y la cara decididamente pálida, y se encontraba tan débil que resultaba patética. Y, además, no esperaba nada del día porque él estaba allí.

Se puso de mala gana la ropa interior y el chándal verde menta que había llevado consigo. Era un chándal holgado, cómodo y bonito, y la sudadera combinaba con el pantalón. Él ya no podría quejarse de su indumentaria.

Vanessa se sentó en la taza del váter, se puso unos calentadores de lana blancos en la pierna escayolada y en la buena, un único calcetín blanco en el pie sano y una sola zapatilla de deporte blanca. Se secó el pelo con una toalla con tanto ímpetu como pudo y después, apoyándose contra el lavabo, se lo cepilló hasta que le sacó lustre.

Observó su cara. Una causa perdida. Limpia como la patena, pero una causa perdida de todos modos. Era pálida, inexpresiva, infantil. Ella siempre había aparentado menos años de los que tenía. De adolescente y a los veinti pocos años, había odiado aquella característica suya. Ahora, sabiendo que muchas mujeres de su edad hacían cuanto podían por parecer más jóvenes, en ciertos momentos hasta se gustaba. Pero aquel no era uno de ellos. Estaba horrible.

¿Una cría enfurruñada? Tal vez, pero solo por culpa de él. Respiró hondo, se apartó del espejo y comenzó a recoger el cuarto de baño. Él. Qué hombre tan desagradable y qué situación tan embarazosa. Y, además, la cosa no tenía remedio hasta que pudiera hablar con Thomas y lograra convencerlo de que, para salvaguardar su cordura, Zac Efron tenía que irse de la isla.

Unos minutos después, Vanessa entró en la cocina y advirtió un olor a beicon en el aire, dos sartenes sucias sobre la placa y la encimera cubierta con un par de envases abiertos de zumo y leche, un cuenco de huevos, un recipiente de mantequilla, un paquete empezado de magdalenas inglesas y un montón de migas. Zac Efron estaba acabándose despreocupadamente su desayuno.

Ness: Menudo cocinero estás hecho -comentó secamente-. ¿Tus habilidades culinarias incluyen la limpieza de la cocina, o esperas que la criada venga a recoger todo esto?

Zac dejó el tenedor, se echó hacia atrás en la silla y la miró fijamente.

Zac: Así que es para eso para lo que te ha mandado Victoria. Ya sabía yo que tenía que haber una razón.

A Vanessa se le escapó la risa.

Ness: Si crees que voy a tocar esta zona catastrófica, vas listo. Tú has armado este lío, tú lo recoges.

Zac: ¿Y si no lo hago?

Ness: Entonces, la próxima vez tendrás leche y zumo rancios, magdalenas duras y platos sucios -miró las sartenes grasientas-. ¿Qué has hecho, por cierto?

Zac: Beicon con huevos. ¿Te apetecen?

A ella se le hizo la boca agua.

Ness: Tal vez, si no hubieras puesto tanta manteca. Creía que a tu edad uno se preocupaba por esas cosas, por no mencionar el colesterol de los huevos que te has comido, sean los que sean.

Zac: Cuatro. Tenía hambre. ¿Tú no? Anoche no cenaste.

Ness: Anoche tenía otras preocupaciones -le lanzó una burlona mirada de disculpa y dijo en su tono más dulce-: Lo siento. ¿Acaso esperabas que cenara contigo?

Él ladeó la boca.

Zac: Nada de eso. Tuve una compañía que tú nunca podrías igualar.

Ness: ¿Una botella de whisky? -al ver que él alzaba las cejas, explicó-: Está ahí, en el cuarto de estar, con un vaso medio vacío al lado. Una idea brillante. ¿Siempre ahogas tus penas en alcohol?

Las patas delanteras de la silla de Zac tocaron el suelo con un golpe sordo.

Zac: Yo no bebo -afirmó malhumorado-.

Ness: Pues entonces será un duendecillo que se ha metido en el armario de los licores.

Zac se sonrojó ligeramente.

Zac: Anoche me tomé un par de copas, pero no soy bebedor -frunció el ceño-. Y, además, ¿a ti qué te importa? He venido aquí a hacer lo que me dé la gana, y si eso significa emborracharme todas las noches, pues muy bien.

Vanessa se dio cuenta de pronto de que le gustaba que él se pusiera a la defensiva. No solo porque, de ese modo, ella prevalecía momentáneamente sobre él. Había algo más, algo que tenía que ver con el leve rubor que le había subido por el cuello.

Ness: ¿Sabes?, no eres tan feo como creía -bajó la mirada y observó su amplia camiseta de rugby blanca y marrón y sus vaqueros ceñidos-. Quitando que te estás quedando calvo y toda esa pelambrera que tienes en la cara...

Zac reaccionó al instante. Sus ojos se entornaron y su mandíbula se tensó.

Zac: Yo no me estoy quedando calvo. Me corté el pelo hace poco, solo que prefiero que no me llegue a la nuca, como a otros. Y en cuanto a «todo esa pelambrera que tengo en la cara», es la barba, por si no te has enterado.

Ness: Podrías haberte afeitado.

Zac: ¿Por qué razón?

Ness: Porque yo estoy aquí, por ejemplo.

Zac: Yo no he elegido que estuvieras aquí. Te has inmiscuido en mis vacaciones y, desde mi punto de vista, no tienes ningún derecho a opinar sobre lo que hago ni el aspecto que tengo. ¿Entendido? -Vanessa lo miró fijamente sin decir nada-. ¿Entendido?

Ness: No soy dura de oído -dijo suavemente-.

Él hizo girar los ojos.

Zac: Alabado sea Dios. Por lo menos, no es sorda.

Ness: Estás muy equivocado. Eres tú quien se ha inmiscuido en mis vacaciones, y te agradecería que te comportaras como si fueras invisible hasta que Thomas venga a buscarte.

Zac se levantó y se acercó lentamente a ella.

Zac: Que me comporte como si fuera invisible, ¿eh? ¿Y cómo sugieres que lo haga?

Se acercó más y más. Hasta descalzo era mucho más alto que ella. Vanessa echó la cabeza hacia atrás y siguió mirándolo tercamente a los ojos, negándose a acobardarse.

Ness: Para empezar, puedes limpiar la cocina cuando acabes.

Zac: Iba a hacerlo de todos modos... cuando acabara.

Ness: También puedes mantenerte ocupado explorando la isla.

Zac: ¿Con esta lluvia?

Ness: Y, por último, puedes trasladarte con todas tus cosas a otra habitación.

La voz de Zac se suavizó de repente.

Zac: ¿Es que no te gustó cómo me ocupé de ti anoche?

Su pregunta quedó suspendida en el aire. No era un comentario sorprendente, ni particularmente atrevido, pero había algo en su proximidad que hizo que Vanessa se quedara sin aliento. Sí, era muy alto, pero no se trataba de eso. Sí, parecía juguetón, pero tampoco se trataba de eso. Parecía... parecía... ¿cálido... tierno... inteligente?

Zac, a su vez, también se quedó momentáneamente desconcertado. Al acercarse tanto a ella, no había esperado... ¿qué? ¿Que su olor fuera tan fresco, tan femenino? ¿Que las tenues, casi trasparentes sonrosadas mejillas llamaran su atención? ¿Que tuviera unos ojos de un brumoso color castaño, unos ojos de mujer?

Tragó saliva, retrocedió, apartó los ojos de los de ella y los clavó en la encimera llena de cosas. Se detuvo un instante y comenzó a cerrar los envases y a guardarlos en la nevera.

Zac: ¿Qué tal tu pierna?

Ness: Tirando -contestó cautelosamente-.

Zac: ¿Peor que ayer?

Ness: No -él asintió y siguió con su tarea. Vanessa respiró hondo, sorprendida por encontrarse ligeramente temblorosa-. Yo... eh... he intentado llamar a Thomas, pero no estaba.

Zac: Lo sé.

De modo que él también lo había intentado. Debería habérselo imaginado. Apoyándose en las muletas, se acercó al taburete que había junto a la encimera central de la cocina y se sentó en su borde.

Ness: Tenemos que encontrar una solución.

Zac: Sí.

Ness: ¿Se te ocurre algo?

Él tenía la cabeza metida en el frigorífico, pero su voz se oyó claramente.

Zac: Ya sabes qué.

Ella lo sabía, desde luego que sí.

Ness: Entonces, estamos en tablas.

Zac: Eso parece.

Ness: Supongo que lo único que podemos hacer es cargar a Victoria con el problema. Ella lo causó. Que encuentre ella una solución.

La puerta de la nevera se cerró de golpe. Zac se irguió y apoyó una mano en la cadera.

Zac: Genial. Pero, si no podemos hablar con Thomas, ¿cómo demonios vamos a hablar con Victoria?

Ness: Tendremos que seguir intentándolo.

Zac: ¿Y mientras tanto?

Ella sonrió.

Ness: Tendremos que seguir peleándonos.

Zac la miró fijamente. Era la primera vez que la veía esbozar una sonrisa. Tenía los dientes pequeños, blancos y regulares; sus labios eran suaves y generosos.

Zac: A ti te gusta pelear.

Ness: No, nunca me había gustado, pero ahora parece que sí -ladeó la cabeza y alzó la barbilla, desafiante-. Me sienta bien.

Zac: Eres muy rara -masculló mientras llevaba las sartenes sucias al fregadero con más brío del necesario-. Muy rara.

Ness: ¿Más que tú?

Zac: Yo no soy raro.

Ness: ¿Estás de broma? No he estado discutiendo en el vacío, ¿sabes? Hasta has admitido que te gusta pincharme. ¿No te atreverás a decirme que eso es distinto?

Él echó un fuerte chorro de lavavajillas sobre el estropajo.

Zac: Dame un respiro, ¿vale?

Ness: Dámelo tú a mí, y deprisa, ¿vale? Estoy esperando para usar la cocina, ¿o se te había olvidado? Hace veinticuatro horas que no como.

Zac: ¿Y de quién es la culpa? Si te hubieras quedado en casita, no te habrías perdido ninguna comida.

Ness: Puede que no, pero, si me hubiera quedado en casita, me habría vuelto loca.

Zac la miró por encima del hombro. Vanessa le sostuvo la mirada. La pregunta estaba ahí; él estaba a punto de formularla. Ella parecía desafiarlo a hacerlo, sabiendo que le reportaría un intenso placer negarse a contestar.

Al final, él no preguntó. No estaba seguro de querer saber de qué había salido huyendo ella. No sabía si quería pensar en los problemas de los demás. Ignoraba si quería sentir compasión por aquella extraña mujer niña.

Absurdamente desilusionada, Vanessa se levantó del taburete, se colocó las muletas bajo los brazos y entró en el cuarto de estar. A pesar de que era la habitación más grande de la casa, reinaba en ella un ambiente acogedor. Dominaba la decoración la madera de pino de vetas oscuras y lustrosas: el rodapié de la pared, las vigas y los pilares, una mesa de café redonda y baja, y los sólidos armazones del sofá cubierto de cojines y de los sillones en torno. En el centro de una pared de ladrillo se habría una enorme chimenea. Vanessa pensó que le gustaría mucho ver el fuego encendido.

Apoyó la cadera en el lateral de un sillón y miró lentamente a su alrededor. No había duda, pensó tristemente. Aquella habitación, la casa, la isla: todo ello invitaba al romanticismo. A muchos kilómetros de cualquier parte, un retiro aislado y remoto, el crepitar del fuego mezclándose con el tamborileo rítmico de la lluvia... En su debido momento, con el hombre adecuado, aquello sería maravilloso. Ahora comprendía por qué los amigos de Victoria contaban maravillas de aquel lugar.

Zac: Es toda tuya -Confundida momentáneamente, Vanessa lo miró con el ceño fruncido-. La cocina. ¿No te estabas muriendo de hambre?

La cocina.

Ness: Sí.

Zac: Pues es toda tuya.

Ness: Gracias.

Ella retrocedió, dejándole sitio de sobra para que pasara.

Zac: Hay café caliente en la cafetera. Sírvete.

Ness: Gracias.

Cuando ella pasaba a su lado, Zac se inclinó hacia delante.

Zac: Yo lo hago fuerte. ¿Alguna objeción?

Ella se detuvo con la cabeza gacha.

Ness: ¿Tú qué crees?

Zac: Creo que sí.

Ness: En efecto. A mí me gusta flojo.

Zac: Pues añádele agua.

Ness: Así sabe a rayos.

Zac: Entonces, haz otra cafetera.

Ness: Eso voy a hacer -levantó la mirada hacia él. Su cara estaba apenas a unos centímetros de distancia-. Si no te importa...

Él captó la indirecta y se irguió. Vanessa pasó a su lado, entró en la cocina y por primera vez en una semana se dispuso a prepararse la comida. Lo cual era todo un reto. Intentó sacar algunas cosas del frigorífico, pero descubrió que no podía sujetar las muletas al mismo tiempo, de modo que se apoyó en la puerta abierta, y fue sacando lo que necesitaba por partes y dejándolo sobre la encimera. Cuando acabó, se apoyó en la encimera y movió sucesivamente cada cosa hacia la cocina. Se le cayó una muleta. Se agachó muy despacio para recogerla, pero al alzar el brazo, volvió a caérsele.

Para ella, que siempre había presumido de economía de movimientos, aquello resultaba frustrante. Al final dejó las muletas y recurrió alternativamente a apoyarse en la encimera y a dar saltos. Cada paso de la preparación fue un tormento que empeoraba cada vez que pensaba en lo rápidamente y sin esfuerzo que hacía normalmente todo aquello. Cuando al fin vertió los ingredientes de una tortilla de queso en la sartén, estaba a punto de echarse a llorar.

Cómodamente tumbado en el sofá del cuarto de estar, Zac escuchaba sus evoluciones. Le estaba bien empleado, pensaba satisfecho. Debería haberse quedado en su casa, estuviera donde estuviese. ¿Dónde estaría? Se preguntó por qué se habría vuelto loca de no haberse marchado, y luego se reprendió a sí mismo por preguntarse semejantes cosas teniendo tantas preocupaciones.

Se le ensombreció el ánimo. Ir allí no había cambiado nada; en Hartford, las cosas seguirían igual por más que durara su ausencia. Tenía que pensar. Debía analizar su carrera, sus logros y sus aspiraciones. Tenía que decidir una línea de actuación. Pero, de momento, estaba en blanco.

Un ruido de cristales rotos le hizo levantar la cabeza.

Zac: ¿Qué demonios...? -se puso en pie y entró rápidamente en la cocina-.

Vanessa se sujetaba con una mano a la cocina y con la otra la frente. Estaba mirando fijamente el vaso que yacía roto en el suelo, en medio de un charco de zumo de naranja.

Zac: ¿Se puede saber qué te pasa? -gritó-. ¿Es que no puedes hacer ni las cosas más sencillas?

Ella lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

Ness: ¡No, no puedo! ¡Y no me siento orgullosa de ello! -enfadada, agarró la esponja del fregadero y se agachó apoyándose en la rodilla buena-.

Zac: Déjame a mí -gruñó, pero ella alzó la mano, advirtiéndole que se apartara-.

Ness: ¡No! ¡Lo haré yo misma! -empezó a recoger los fragmentos de cristal uno a uno-.

Zac se irguió lentamente. Ella era tozuda. E independiente. Y ligeramente tonta. Con la escayola apoyada de lado, su equilibrio era más bien precario. Zac se imaginó que se caía de bruces y se apoyaba en las manos, clavándose los cristales rotos. Cortó unos cuantos trozos de papel de cocina, se arrodilló, apartó las manos de Vanessa y comenzó a limpiar aquel estropicio.

Zac: No hace falta echarse a llorar por un vaso de leche derramada -dijo suavemente-.

Ness: Es zumo de naranja, y no estoy llorando -ella se levantó apoyándose en la pierna buena. Le dolían los músculos del muslo y la fastidiaba pensar que había perdido su buena forma en apenas una semana-. No tienes por qué hacerlo.

Zac: Si no lo hago, eres muy capaz de hacer algo peor.

Ness: Yo sé cuidar de mí misma -afirmó, y se giró hacia la cocina. La tortilla se le estaba quemando-. ¡Maldita sea! -agarró una espátula, dobló por la mitad la tortilla y apagó el fuego-. Tortilla calcinada. ¡Lo que me hacía falta! -apoyó las manos en el borde de la cocina y echó la cabeza hacia atrás-. Maldita sea. ¿Por qué todo me pasa a mí?

Zac tiró al cubo de la basura los trozos de papel empapados y cortó más.

Zac: Maldecir no te servirá de nada.

Ness: ¡Claro que sí! -lo miró con ojos centelleantes-. Hace que me sienta mejor y, por lo tanto, ¡lo haré cuando se me antoje!

Él levantó la vista mientras seguía limpiando el zumo.

Zac: Madre mía, menudo humor.

Ness: En efecto, y tú no haces nada por mejorarlo.

Zac: Estoy recogiendo esto.

Ness: Estás haciendo que me sienta como una inútil. Te he dicho que lo hacía yo. ¡No estoy totalmente incapacitada, maldita sea!

Zac suspiró.

Zac: ¿No te ha dicho nunca nadie que una señorita no debe maldecir?

Ella esbozó una sonrisa burlona.

Ness: Oh, sí. Mi madre, mi padre, mi hermana, mis tíos... Durante años he tenido que escuchar sus quejas -puso la voz en falsete y empezó a girar la cabeza de un lado a otro-. «No digas eso, Vanessa», o «no hagas lo otro, Vanessa», o «Vanessa, sonríe y sé amable», o «compórtate como una señorita, Vanessa» -su voz recuperó su tono normal, pero mantuvo su enojo-. Pues si no me comporto como una señorita, ¡lo siento! -respiró hondo y añadió tras pensarlo un momento-: Y si me apetece maldecir, lo haré cuando se me antoje.

Con esas, se acercó saltando al taburete de la encimera y se sentó en él dándole la espalda a Zac. Éste acabó de limpiar el suelo en silencio. Llenó otro vaso de zumo, tostó el pan que ella había sacado, lo untó ligeramente con mermelada y puso el vaso y el plato delante de Vanessa.

Zac: ¿Quieres unos huevos? -preguntó suavemente-.

Ella sacudió la cabeza y se quedó inmóvil varios minutos hasta que por fin, lentamente, tomó una de las rebanadas de pan y empezó a comérsela.

Zac, que estaba apoyado en la encimera con los tobillos cruzados y los brazos flexionados sobre el pecho, observó su figura encogida.

Zac: ¿Vives con tu familia?

Ella masticó cuidadosamente lo que tenía en la boca y tragó.

Ness: No, gracias a Dios.

Zac: Pero vives cerca.

Ness: Un tremendo error. Debería haberme mudado hace años. Hasta California me parece muy cerca. Alaska estaría mejor. El norte de Alaska.

Zac: Tan mal están las cosas, ¿eh?

Ness: Tan mal -bebió lentamente un largo sorbo de zumo, concentrándose en el efecto refrescante que surtía sobre su garganta rasposa. Tal vez estuviera incubando un resfriado. No le extrañaría, después de haberse puesto como una sopa el día anterior. Claro que tal vez hubiera pillado algo en el hospital. Eso era más probable. Los hospitales estaban a rebosar de gérmenes y, con la suerte que tenía, seguro que había pillado alguno. Estaba gafada-. ¿Por qué estás siendo tan amable?

Zac: Puede que, en el fondo, sea un tipo amable.

Ella no podía soportar aquella idea estando de tan mal humor.

Ness: Eres un tipo gruñón y zarrapastroso.

Él se apartó de la encimera y masculló:

Zac: Si tú lo dices...

Regresó al cuarto de estar y se quedó mirando malhumorado la chimenea apagada mientras Vanessa acababa de comerse el frugal desayuno que él le había preparado. La oyó recoger la cocina, advirtió que había dejado de dar traspiés y de maldecir, y se descubrió preguntándose qué clase de persona sería en el fondo. Él se conocía. En realidad, no era un tipo gruñón, solo una víctima de las circunstancias. ¿Le pasaría a ella lo mismo? Se preguntaba cuántos años tendría.

Cuando acabó de recoger la cocina, Vanessa se sentía un poco mejor. Su cuerpo había respondido bien al alimento; al final, hasta se había comido parte de la tortilla. Estaba más pasada que quemada y, cuando decidió comérsela, ya se había enfriado, pero a fin de cuentas tenía proteínas. La voz de la razón le decía que las necesitaba.

Al volverse hacia el cuarto de estar, vio a Zac arrellanado en un sillón. Él no le gustaba. O, mejor dicho, no quería que estuviera allí. Era testigo de su torpeza. Eso, unido a todo lo demás, la avergonzaba.

En el fondo de su mente se agitaba la insidiosa sospecha de que posiblemente fuera un buen tipo. La noche anterior la había ayudado. Y esa mañana también. Aun así, él tenía sus propias preocupaciones; cuando pensaba en ellas, se mostraba tan hosco, cortante y antipático como ella. ¿Sería, como a veces se sentía ella, un inadaptado? Se preguntaba a qué se dedicaría.

Agarró con fuerza las muletas, entró en el cuarto de estar y se acercó al ventanal. Luego retrocedió y se apoyó en el respaldo del sofá. Desde aquel punto privilegiado podía ver el paisaje que se extendía fuera de la casa. La isla era gris y húmeda; su verdor hacía valerosos intentos por avivar la escena, pero fracasaba.

Zac: Qué asco de día -comentó-.

Ness: Mmm.

Zac: ¿Algún plan?

Ness: En realidad -dijo respirando hondo-, estaba pensando en vestirme para ir al teatro.

Él sacudió la cabeza.

Zac: No hay entradas para el espectáculo. Solo te dejarán entrar si te quedas de pie. Nunca lo conseguirás con una sola pierna.

Ness: Gracias.

Zac: No te preocupes. La función no merece la pena.

Ness: Como suele ocurrir hoy en día.

Si iba a ponerse sarcástica, pensó, mejor hacerlo con tino. Ella era optimista por naturaleza y prefería quitarle importancia a los aspectos negativos de la vida. Sin embargo, siempre había sido consciente de su existencia. Por una vez, deseaba mirarlos cara a cara y quejarse. Le parecía que se había ganado el derecho.

Ness: No recuerdo la última vez que vi una buena obra, o una buena película -comenzó a decir con vivacidad envenenada-. La mayoría son un asco. Las historias son tan vulgares y pretenciosas que aburren hasta decir basta, o tan retorcidas que uno no sabe qué demonios está pasando. Los decorados son espantosos, la música mala y la interpretación patética. O puede que sea el reparto lo patético. Quiero decir que Travolta estaba estupendo en Fiebre del sábado noche. Llevaba el personaje de Barbarino un paso más allá. Suave, dulce y sensible en sus dosis justas, y nacido para bailar. Pero ¿de reportero en Perfecto? Vamos, por favor... La única escena que podría haber estado bien era la de la clase de gimnasia, pero la cámara se detenía tanto tiempo en la pelvis de Travolta que resultaba una ordinariez.

Zac la estaba mirando fijamente, con un dedo apoyado sobre los labios.

Zac: Bueno, yo no soy un experto en la pelvis de Travolta, ordinaria o no.

Ness: ¿Tú has visto algo bueno últimamente?

Zac: ¿Te refieres a alguna pelvis?

Ness: Me refiero a una película.

Zac: No tengo tiempo de ir al cine.

Ness: Ni yo, pero si quiero ver algo, una película, una exposición, o un concierto, saco tiempo. ¿Tú no?

Zac: Para el baloncesto, sí.

Ella se preguntó si habría jugado alguna vez. Tenía talla suficiente.

Ness: ¿De qué equipo eres?

Zac: De los Celtics.

Ness: ¿Eres de Boston?

Zac: No. Pero estudié allí y me aficioné. Ahora voy a verlos cada vez que puedo conseguir entradas. También saco tiempo para asistir a conferencias.

Ness: ¿Qué clase de conferencias?

Zac: Charlas sobre asuntos políticos de la actualidad. Ya sabes, de políticos o grandes empresarios. Esas cosas.

Ella achicó los ojos.

Ness: Apuesto a que irías a oír hablar a John Dean.

Zac se encogió de hombros.

Zac: No he ido, pero podría ir. Estuvo íntimamente involucrado en un periodo fascinante de nuestra historia.

Ness: ¡Era un delincuente! ¡Estuvo en prisión!

Zac: Pagó el precio.

Ness: Él puso su propio precio: libros, teleseries, conferencias... ¿No te pone enfermo pensar que el crimen pueda ser tan rentable?

Un instante antes, la conversación había sido estrictamente incidental. De pronto, dio en el clavo.

Zac: Sí -dijo crispado-. Me pone enfermo.

Ness: Sin embargo, pagarías por oír hablar a alguien sobre sus experiencias delictivas.

Sí, en efecto, y había intentado racionalizar aquel hecho diciéndose que el conferenciante proporcionaba un gran servicio al contarlo todo. Ahora, en cambio, recordó su experiencia en Webster-Dawson y sintió una cólera creciente.

Zac: Hablas demasiado -le espetó-.

Vanessa se quedó desconcertada un momento. Esperaba que él continuara la conversación, ya fuera a favor o en contra de ella. Pero parecía querer cortar el debate de raíz.

Ness: ¿Qué he dicho?

Zac: Nada -masculló recostándose en su asiento-. Nada importante.

Ness: Mmm. En cuanto la mujercita pone el dedo en la yaga, le dices que no es «nada importante».

Zac: No es por ti. Es por lo que has dicho.

Ness: Yo no veo la diferencia. Eso es muy machista por tu parte. Machista y cobarde.

Zac se incorporó en el sillón y la miró fijamente.

Zac: Demonios, déjame tranquilo un rato, ¿quieres? Lo único que quiero es quedarme aquí sentado tranquilamente, ocupándome de mis asuntos.

Ness: Has sido tú quien ha hablado primero.

Zac: Tienes razón. Intentaba mostrarme civilizado.

Ness: Obviamente, no ha funcionado.

Zac: Habría funcionado, si no te hubieras empeñado en iniciar una discusión.

Ness: ¿Yo, iniciar una discusión? Estábamos manteniendo una simple conversación acerca de la inmoralidad de dar apoyo financiero a delincuentes convictos y tú te has puesto como gato panza arriba. Te he hecho una pregunta sencilla. Lo único que tenías que hacer era darme una respuesta sencilla.

Zac: ¡Pero no tengo la respuesta! -exclamó. Una vena palpitaba en su frente-. Últimamente no tengo respuesta para muchas cosas, ¡y eso me saca de quicio!

Zac apretó los labios con fuerza, la miró fijamente, se dio la vuelta y salió precipitadamente en dirección al despacho.




¡Por Dios, Efron! Primero la cama y ahora el baño... ¡Déjale la maldita bañera! Lo hace a propósito (¬_¬) Por lo menos luego se portó bien con lo de la aspirina y el desayuno ^_^ A ver si poco a poco se hacen amigos.

¡Thank you por los coments y las visitas!

¡Comentad mucho, please!

¡Un besi!


3 comentarios:

Unknown dijo...

SIGUELA!!

Unknown dijo...

Maldito Zac! No puede ser un poco mas comprensivo? Bueno Ness ha dado en el clavo en la charla pero tampoco para que se ponga así. Deberían llevarse mejor pero bueno...
Ya todo cambiara, espero.


Me encanto el capi!!!
Sube prontooo

Maria jose dijo...

No se por que pero me encanta la forma en que pelean
Soy muy graciosos aunque se odien(por ahorita)
La novela es muy entretenida y amo que ellos 2
Sean los únicos personajes que salen en la novela
Síguela pronto ya quiero que se hagan amigos
Saludos y sube pronto

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