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miércoles, 4 de febrero de 2015

Capítulo 1


No era un acontecimiento funesto, teniendo en cuenta el orden general de las cosas. Ni tampoco inesperado. Sin embargo, tras seis semanas de sinsabores, era la gota que colmaba el vaso.

Zac Efron miraba por la ventana de su despacho. No veía Constitution Plaza allá abajo, ni cualquier otra cosa del centro de Hartford. La ira que lo cegaba se habría infiltrado en su voz, si la frustración no se hubiera apoderado ya de ella.

Zac: Está bien, Dan. Dímelo de una vez. Hace mucho tiempo que somos amigos. No tenemos que andarnos con rodeos -mantuvo los puños clavados en los bolsillos de los pantalones del traje-. No se trata sencillamente de que prefieran a otro. Los dos sabemos que estoy tan cualificado para ese puesto como el que más. Y que William lleva un año tirándome los tejos. Por alguna razón han cambiado de idea en el último momento -se giró muy despacio-. Tengo mis sospechas. Confírmamelas.

Scott Speer, vicepresidente ejecutivo del conglomerado empresarial William Hemsworth, observó a la recta figura situada frente a él. Zac Efron y él habían recorrido un largo camino juntos. Su amistad tenía sus cimientos en la admiración mutua y el afecto sincero, y Dan respetaba demasiado a Zac como para mentirle.

Dan: La noticia llegó directamente de Webster-Dawson -afirmó con cansancio-. Tu liberación como abogado de la empresa fue una concesión piadosa. O te dejaban ir, o te llevaban a juicio.

Zac masculló una maldición en voz baja y agachó la cabeza.

Zac: Continúa.

Dan: Afirmaban que eras el responsable de ciertas transacciones poco éticas, cuando no directamente ilegales. Por tu propia seguridad, los detalles se mantienen en secreto. La empresa ha tomado medidas para contrarrestar el daño.

Zac: Apuesto a que sí.

Dan: ¿Qué puedo decir, Zac? La acusación era totalmente infundada, pero bastó para que el presidente de la junta directiva se echara las manos a la cabeza. A ese carcamal le llega un rumor y lo convierte en una cruzada. Alguien de Webster-Dawson sabía exactamente lo que hacía cuando realizó esa llamada. Luego, apareció en escena John Fallenworth, y se acabó.

Fallenworth era el presidente de William. Dan había tenido razones para lamentarlo en el pasado, pero nunca con tanta vehemencia como ahora.

Dan: Llevo lanzando maldiciones desde que John me notificó su decisión. Siempre ha sido un cobarde, y lo que está haciendo da una imagen muy pobre de William. Hice lo que pude, pero se cerró en banda. Mentes estrechas, Zac. A eso es a lo que nos enfrentamos. A mentes estrechas.

Zac desencajó con esfuerzo su mandíbula.

Zac: Mentes estrechas con muchísimo poder -afirmó sombríamente-.

Apartándose de la ventana, comenzó a pasearse nerviosamente por el despacho, pasando del suelo de parqué a la alfombra oriental y siguiendo por su circunferencia hasta que alcanzó su lustrada mesa de caoba. Se apoyó en el borde, extendió las largas piernas y cruzó los tobillos. Tenía los brazos flexionados sobre el pecho. En otras circunstancias, su pose habría denotado una espontánea confianza en sí mismo.

Zac: Seis semanas, Dan -dijo entre dientes-. Este infierno dura ya seis semanas. Se han empeñado en hundirme, y esto está afectando a todos los aspectos de mi condenada vida. ¡En algún momento tendrán que parar!

Dan: ¿Necesitas dinero? Si se trata de una cuestión financiera, estaría encantado de...

Zac: No, no -evitó aquella sugerencia agitando una mano y esbozó una media sonrisa de agradecimiento que suavizó su expresión-. El dinero no es problema. Por ahora, al menos -los rastros de su sonrisa se disiparon con una comedida inspiración de aire-. Pero, según están las cosas -prosiguió, incapaz de ocultar su irritación-, mi futuro como abogado en esta ciudad pende de un hilo, que es justamente lo que pretendía Webster-Dawson.

Dan: Creo que deberías demandarlos.

Zac: ¿Estás de broma? -estirando los brazos, se agarró al filo de la mesa a ambos lados de sus fibrosas caderas-. Mira, agradezco tu voto de confianza, pero tú no conoces esa empresa tan bien como yo. En primer lugar, cubrirían todos los riesgos. En segundo lugar, prolongarían el proceso tanto tiempo que me quedaría sin un centavo. Y en tercer lugar, independientemente del resultado, le darían al caso tal publicidad que la poca reputación que me quedara se iría al infierno. Estamos hablando de pirañas, Dan.

Dan: Siendo así, ¿por qué los representabas?

Zac: Porque no lo sabía, maldita sea -dejó caer los hombros-. Y creo que eso es lo peor de todo. Que, sencillamente, no lo sabía.

Su mirada se deslizó hasta el suelo, y sus cejas claras descendieron hasta ocultar la expresión de profundo desaliento de sus ojos.

Dan: Eres humano. Como todos.

Zac: Menudo consuelo.

Dan se levantó.

Dan: Ojalá pudiera hacer algo más.

Zac: Pero ya has hecho lo que venías a hacer y es hora de irte.

Advirtió la amargura de su propia voz y, a pesar del desagrado que le produjo, no consiguió reunir fuerzas para disculparse.

Dan: Tengo una reunión a las tres.

Su tono rozaba la disculpa, y de pronto Zac se puso en guardia. Había presenciado seis semanas de defecciones, de pretendidos amigos que quedaban en la cuneta.

Extendió la mano tentativamente.

Zac: Hace meses que no veo a Julie. ¿Y si quedamos para cenar un día de estos?

Dan: Claro -dijo sonriendo con excesiva amplitud mientras se estrechaban las manos-.

Zac comprendió que se sentía aliviado. El trabajo sucio estaba hecho. Y aquel «claro» era tan ambiguo como Zac había temido.

Instantes después, Zac se quedó a solas con una rabia que amenazaba con estallar. Se dejó caer en el sillón del que acababa de levantarse Dan, presionó con un dedo el pliegue del centro de su frente y lo frotó de arriba abajo. La cabeza se le estaba rompiendo en pedazos; tenía que mantenerla unida de algún modo. Pero ¿cómo mantenerse cuerdo cuando todo se derrumbaba? ¿Dónde estaba la justicia? ¿Dónde demonios estaba la justicia en esta vida?

Sí, podía comprender que su relación laboral con Webster-Dawson se hubiera roto tras la abismal escena de hacía seis semanas. Había habido y seguía habiendo diferencia de opiniones. Una drástica diferencia de opiniones. Él tenía tan pocas ganas como ellos de continuar ejerciendo como abogado de la empresa. Pero ¿tenían que castigarlo de esta manera?

Su vida entera se retorcía. Maldición, ¡no era justo!

De acuerdo, había perdido a William. Eso habría podido soportarlo de no ser porque también había perdido a otros clientes importantes en otras tantas semanas. Estaba siendo expulsado silenciosamente de la comunidad empresarial. ¿Cómo diablos iba a contraatacar, siendo el enemigo tan extenso y poderoso?
Inspiró lentamente varias veces, abrió los ojos y paseó la mirada en torno a su despacho. Librerías de caoba hasta el techo, llenas de tomos jurídicos; una impresionante colección de diplomas y premios enmarcados en bronce; un teléfono último modelo que lo comunicaba con su secretaria y el mundo exterior; un armario lleno de documentos importantes y papeles privados..., todo ello inútil. Lo que contaba estaba en su cabeza. Pero si no podía ejercer la abogacía, su intelecto tampoco serviría para nada. Y ahora golpeaba su cráneo como un martillo, descreídamente.

Zac Efron nunca se había sentido tan furioso, tan amargado, tan absolutamente impotente. Sabía que había que hacer algo, y que tendría que ser él quien lo hiciera. Pero ignoraba qué camino tomar. La furia y la amargura empantanaban sus pensamientos. No podía pensar con claridad.

Masculló una áspera maldición y se levantó repentinamente. Necesitaba un respiro, un cambio de escenario. Necesitaba, más que cualquier otra cosa, salir de allí.

Rodeó la mesa, sacó su agenda personal del primer cajón a la derecha y buscó las páginas de la ele. Lambert. Lane. Leigh. Linden. Dejó la agenda sobre la mesa, marcando el lugar con el dedo. Linden. Victoria Linden. Unos segundos después había marcado el número que lo conectaría con el elegante piso de Park Avenue, situado muy por encima del trasiego de Manhattan.

Le contestó una doncella muy educada.

**: Residencia de los Linden.

Zac: Soy Zac Efron. ¿Está la señora Linden en casa?

**: Un momento, por favor.

Zac aguardó, golpeteando impacientemente con el pie. Se masajeó la parte de la frente que le dolía. Cerró los ojos con fuerza. Sólo cuando se imaginó a Victoria corriendo hacia el teléfono, zigzagueando entre elegantísimos muebles y vestida probablemente con vaqueros y una holgada camisa de faena, logró esbozar una tenue sonrisa.

Victoria Linden era todo un personaje. Gracias a su marido, al que había adorado hasta su muerte seis años antes, era extremadamente rica e influyente. Era además una inconformista, que era lo que Zac adoraba de ella. Hacía siempre lo que quería sin dejarse llevar por el histrionismo y se mofaba, arrugando la nariz, de lo que se esperaba de una respetable y pertinente viuda de cincuenta y dos años. Viajaba. Recibía. Tomaba clases de baile. Se imaginaba pintora. Era interesante, refrescante y generosa hasta la médula.

Y era con esa generosidad con lo que contaba Zac.

Victoria: ¡Zac Efron! ¡Valiente amigo estás hecho! -exclamó una voz alegre al otro lado de la línea-. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no sé nada de ti? ¡Meses! ¡Meses!

Zac: Lo sé, Victoria. Y lo siento. ¿Cómo estás?

Victoria: Eso no importa -dijo más suavemente-. La cuestión es cómo estás tú.

Zac ignoraba hasta dónde habría llegado la noticia, pero debería haber supuesto que Victoria se enteraría. El amigo común a través del cual se habían conocido era un ejecutivo de Webster-Dawson.

Zac: Tú me hablas -contestó cautelosamente-, lo cual hace que ya me sienta mejor.

Victoria: Por supuesto que te hablo. Sé lo que ha pasado, Zac. Conozco a esa junta directiva. Y también sé qué clase de abogado eres, no he olvidado lo que hiciste por mi sobrino, y sé que estás metido en un atolladero.

Zac: Entonces, sabrás que necesito marcharme -dijo yendo directamente al grano. No tenía ganas de andarse con rodeos, ni siquiera con Victoria-. Aquí no puedo pensar. Estoy demasiado furioso. Necesito paz y tranquilidad. Y aislamiento.

Victoria: ¿Algo parecido a una isla remota y deshabitada frente a la costa de Maine?

Zac esbozó una leve sonrisa.

Zac: Algo así.

Victoria: Es toda tuya.

Zac: ¿No hay nadie?

Victoria: ¿En octubre? -soltó un bufido-. La gente hoy en día no tiene agallas. En cuanto pasa el Día del Trabajo, cualquiera diría que irse a una isla en el norte es como irse a explorar el Ártico. Es tuya, Zac, si la quieres.

Zac: Me valdrá con dos semanas. Si para entonces no he dado con una solución...

No había mucho más que pudiera decir.

Victoria: No me has llamado antes y, conociéndote, sé que querrás arreglar esto solo. Pero, si hay algo que pueda hacer, ¿me lo dirás?

Zac encontró consuelo en sus palabras. Ella tenía el coraje que a otros les faltaba. No solo se mostraba imperturbable ante las tácticas de difamación, sino que siempre estaba dispuesta a apoyar al más débil.

Zac: Con el uso de la isla es más que suficiente -dijo agradecido-.

Victoria: ¿Cuándo piensas irte?

Zac: Lo antes posible. Mañana, supongo. Pero tendrás que decirme cómo llegar.

Victoria se apresuró a hacerlo.

Victoria: Cuando llegues a Spruce Head, pregunta por Thomas Newton. Un tipo grandullón, con una enorme barba roja, que se dedica a pescar langostas. Yo llamaré antes para avisarlo. Él te llevará a la isla.

Zac se despidió de Victoria con brevedad, le prometió llamarla en cuanto regresara y colgó el teléfono. Pasó el resto de la tarde trabajando con su secretaria para despejar su agenda durante las siguientes dos semanas, lo cual no les resultó difícil, dada la cantidad de trabajo que había perdido en los últimos tiempos. Se reunió sucesivamente con sus dos jóvenes asociados y les dejó instrucciones suficientes para mantenerlos dignamente ocupados mientras durara su ausencia.

Por primera vez desde que guardaba memoria, cuando salió del despacho dejó atrás su maletín. Solo llevaba un puñado de cigarros habanos. Ya que había decidido escapar de todo aquello, pensó con rabia, lo haría a conciencia.


Vanessa Hudgens miraba fijamente la gruesa escayola que recubría su pierna izquierda desde el muslo hasta el tobillo. Era una táctica de distracción. Estaba segura de que, si miraba las ca¬ras ansiosas que rodeaban su cama de hospital, acabaría por estallar.

**: Esto es cosa del destino, Vanessa -le decía su madre-. Un mensaje. Yo llevo meses diciéndotelo, pero te negabas a escucharme, así que alguien más alto te lo ha dejado bien claro. Tu sitio está en la empresa, con tu hermana, no enseñando aeróbic.

Ness: El hecho de que enseñe aeróbic no tiene nada que ver con esto, mamá -declaró-. Me he resbalado en la escalera de mi propia casa. Me he caído. Me he roto una pierna. Yo no veo mensaje por ningún lado, a no ser que el mensaje sea que soy una descuidada. Dejé una revista donde no debía y me resbalé con ella. Lo mismo podía haber sido Forbes que una revista de deportes.

**: El mensaje -prosiguió Meryl Hudgens, impasible- es que se acabó la gimnasia. Por el amor de Dios, Vanessa, estarás semanas imposibilitada. No podrás enseñar ese dichoso baile aunque quieras. ¿En qué vas a invertir el tiempo mejor que ayudando a tu hermana?

Vanessa miró a su hermana. En otra época, antes de que seis meses de continuas presiones le pasaran factura, se había compadecido de ella.

Ness: Lo siento, Sarah. No puedo.

Sarah: ¿Por qué no, Vanessa? -alta y rubia, salía a su madre. Vanessa, en cambio, era morena y menuda. Había sido distinta desde el principio-. Tienes la misma formación que yo, la misma calificación -insistió-.

Ness: Pero no tengo tu temperamento. Nunca lo he tenido.

Meryl frunció el ceño.

Meryl: El temperamento no tiene nada que ver con esto. Tú decidiste hace mucho que preferías el camino fácil. Lo tomaste, y mira adonde te ha llevado.

Ness: Mamá... -cerró los ojos y se hundió un poco más en las almohadas. Aquellos cuatro días de confinamiento en una cama la habían dejado débil y malhumorada. Se moría de ganas de darse una ducha caliente, pero eso era impensable. Para decirlo con suavidad, estaba un tanto suspicaz. Su voz era serena, pero en sus palabras resonaba una clara determinación-. Hemos pasado por esto cien veces. Puede que a papá y a ti os hiciera mucha ilusión tener una empresa familiar, pero ese era vuestro sueño, no el mío. No es eso lo que yo quiero. Yo no sirvo para esas cosas. Es todo demasiado rígido y exigente. Ya lo intenté una vez y fue un desastre.

Meryl: Ocho meses -protestó-, hace años.

**: Tu madre tiene razón, Vanessa -aquella voz profunda y ligeramente solemne pertenecía a su tío, quien hasta ese momento había permanecido al pie de la cama, silencioso y retraído-. Acababas de salir de la universidad, pero ya prometías. Tú eres una luchadora, igual que tu padre, pero en aquella época eras muy joven y dejaste que las cosas te superaran. Abandonaste demasiado pronto. No pusiste mucho empeño.

Vanessa sacudió la cabeza.

Ness: En aquella época me conocía bien -insistió, apretando los pliegues de la tiesa sábana blanca entre los dedos crispados-, y ahora también. Yo no sirvo para los negocios. Tener aptitudes técnicas es una cosa. Puede que las tenga. Pero emocionalmente... Si tuviera que estar siempre alerta y asistir a las reuniones de la junta directiva, a conferencias, a almuerzos de tres martinis, a cenas con clientes, me volvería completamente loca.

Meryl: Ya te estás poniendo melodramática -se quejó-.

Ness: Tienes razón. Así soy yo, y en Hudgens Enterprises no hay sitio para el melodrama. Así que, por favor -suplicó-, dejadme en paz.

Sarah dio un paso hacia ella.

Sarah: Te necesitamos, Ness. Yo te necesito. ¿De veras crees que sirvo más que tú para dirigir la empresa?

Ness: A ti por lo menos te gusta.

Sarah: Eso es irrelevante. Todo ha sido un desastre desde que murió papá.

Desde que murió papá... Ese era el quid de la cuestión. Seis meses antes, David Hudgens había fallecido mientras dormía, sin saber que su plácida muerte iba a desencadenar el caos. Vanessa cerró los ojos.

Ness: Creo que esta conversación no va a ninguna parte -afirmó con tranquilidad-. Las cosas han sido un desastre desde que murió papá únicamente porque ninguno de nosotros tiene la visión general que hace falta para dirigir una empresa. Lo que Hudgens Enterprises necesita es gente de fuera que nos ayude. Es así de simple.

Meryl: Pero la nuestra es una empresa familiar -comenzó a decir, pero se detuvo en seco al ver que los ojos de Vanessa se abrían de par en par, centelleando-.

Ness: Pues nos hemos quedado sin familia. Tú no sabes llevar el negocio, mamá. Al parecer, Sarah tampoco. El tío Peter es tan incapaz como el tío Max, y yo soy la única que está dispuesta a reconocer que ha llegado el momento de cambiar -dejó escapar un suspiro exagerado-. Lo que más me sorprende es que la empresa no se haya hundido. Sigue funcionando por pura inercia, aprovechándose del impulso de papá. Pero sin dirección es solo cuestión de tiempo que se detenga. Véndela, mamá. Y, si no quieres hacerlo, contrata a un presidente y a unos cuantos vicepresidentes y...

Meryl: Ya tenemos un presidente y varios vicepresidentes -le informó sin necesidad alguna-. Lo que hace falta es alguien que se encargue de la coordinación. Tú eres una organizadora nata. Eres justo lo que necesitamos. Has organizado toda clase de actos.

Ness: De actos benéficos, mamá. Uno, tal vez dos al año. Carreras benéficas y jornadas deportivas -contestó con fastidio-. Vaya cosa.

Meryl: Tú eres la hija de tu padre.

Ness: Pero no soy mi padre.

Meryl: Aun así...

Ness: Mamá, tengo un dolor de cabeza espantoso y tú no estás siendo de gran ayuda. Tío Peter, ¿te importaría llevarla a casa?

Meryl se mantuvo en sus trece.

Meryl: Espera un segundo, Vanessa. No pienso permitir que me eches. Estás siendo una egoísta. Siempre has antepuesto tus necesidades. ¿Es que no tienes ningún sentido de la responsabilidad hacia tu familia?

El rollo de la culpa. Era inevitable.

Ness: No estoy de humor para esto -gimió-.

Meryl: Está bien -se irguió-. Entonces, hablaremos mañana. Te darán el alta a primera hora. Vendremos a recogerte para llevarte a casa...

Ness: No voy a ir a tu casa. Voy a irme a la mía.

Meryl: ¿Con una pierna rota? No seas absurda, Vanessa. No puedes subir esas escaleras.

Ness: Si no puedo ni subir un tramo de escaleras, ¿cómo voy a dirigir una empresa multimillonaria desde una oficina en un piso diecisiete?

Meryl: Hay ascensores.

Ness: ¡No se trata de eso, mamá! -se puso un brazo sobre los ojos. Se sentía cansada e increíblemente frustrada. No era nada nuevo. Solo peor-. Lo único que sé -logró decir con voz crispada- es que mañana por la mañana me voy de aquí y pienso volver a mi casa. No sé a donde iré luego, pero te aseguro que a Hudgens Enterprises, no.

Meryl: Hablaremos mañana.

Ness. No hay nada de lo que hablar. Está decidido.

El mentón de Meryl empezó a temblar levemente. Era un tic que aparecía cuando le llevaban la contraria. Vanessa lo había provocado en innumerables ocasiones.

Meryl: Estás enfadada. Es comprensible, con lo que has pasado -le dio una palmadita en la mejilla a su hija-. Mañana. Hablaremos mañana.

Vanessa no dijo nada. Apretó los labios con hosquedad y observó a sus visitantes salir uno a uno por la puerta. Sola al fin, apretó con fuerza el botón de llamada. Le dolía la cabeza. Y la pierna. Necesitaba una aspirina.

Y también necesitaba una alfombra mágica que la llevara muy, muy lejos.

Esta vez, cuando miró la escayola, no pretendía distraerse. ¿Cómo había podido ser tan descuidada y resbalarse con aquella revista? ¿Por qué no se había agarrado al pasamanos? ¿Por qué no había caído de trasero y había bajado botando hasta el final de la escalera?

Claro que eso habría sido demasiado simple. Vanessa la atleta había tenido que caerse con todo el equipo. Había tenido que trabarse el tobillo en la barandilla, rompiéndose la pierna por tres lados.

Dado que llevaba cinco años proyectando día sí día no una apariencia de coordinación, resultaba bastante embarazoso. Dado el esfuerzo físico al que estaba acostumbrado su cuerpo, su estado actual resultaba sumamente crispante.

Y también deprimente. Su futuro era un gran signo de interrogación. A diferencia de una simple rotura, su lesión había requerido una intrincada operación. Llevaba cuatro días atada en el hospital. Tendría que llevar la escayola seis semanas más. Después, tendría que someterse a fisioterapia durante varias semanas y solo entonces sabría si podría volver a enseñar.

Y por si no fueran suficiente sus propios problemas, estaba el asunto de su familia... y de Hudgens Enterprises. Eso la sacaba de quicio. Después del fiasco que supusieron sus ocho meses en la compañía, había insistido en que no quería formar parte de todo aquello.

Antes de morir, su padre se lo había repetido muchas veces. «Inténtalo otra vez, Vanessa. Acabará gustándote, Vanessa. Si la empresa no es para mis hijas, ¿para quién va a ser, Vanessa?». Tras la muerte de su padre, su madre había recogido el guante. Su hermana y sus tíos se habían unido a ella posteriormente. Y a medida que la empresa hacía aguas, la presión aumentaba.

A Vanessa le encantaba su trabajo. Era exigente, creativo y gratificante: una válvula a través de la cual daba rienda suelta a su vitalidad. Se preciaba de ser una buena profesora, de haberse hecho con una clientela fiel, de que sus clases estuvieran llenas a rebosar y de que en el gimnasio se la conociera como la reina del aeróbic.

Su trabajo había sido también una excusa conveniente que ahora se había acabado.

Un par de aspirinas le aliviaron el dolor de la pierna y, hasta cierto punto, el de cabeza. Pero, por desgracia, no sirvieron para resolver su dilema. La idea de salir del hospital a la mañana siguiente y de quedar a merced de su familia la deprimía. Podía verlo con toda claridad: las llamadas de teléfono, el goteo de visitas, la infatigable campaña para convencerla. Todo ello la desalentaba. No era justo. Era insoportable. Si hubiera algún sitio tranquilo y aislado...

Animada por una súbita determinación, agarró el teléfono y marcó primero el número de la centralita del hospital. Luego, llamó a información de Nueva York y después de nuevo a la operadora del hospital. Al fin le pasaron la llamada.

Respondió una doncella muy educada.

**: Residencia de los Linden.

Ness: Soy Vanessa Hudgens. ¿Está la señora Linden en casa?

**: No se retire, por favor.

Vanessa aguardó con impaciencia, dando golpecitos con el dedo sobre el aparato. Cambió el peso del cuerpo de una dolorida cadera a la otra. Cerró con fuerza los ojos para librarse de la visión de aquella habitación de sanatorio. Y se imaginó a Victoria, vestida sin duda con vaqueros y una camisa holgada, zigzagueando por aquel elegantísimo entorno para contestar al teléfono. ¿Llegaría del salón de música, donde acabaría de dejar su violonchelo? ¿O de cuidar las violetas africanas de su invernadero de azotea?

Victoria no era ni música ni jardinera, si había que atender a su habilidad. Pero amaba cuanto hacía, y para Vanessa con eso bastaba. De todos los amigos de la familia que Vanessa había conocido en sus veintinueve años de vida, Victoria Linden era a la que más admiraba. Victoria era una librepensadora, un personaje peculiar. En lugar de marchitarse tras la muerte de su querido esposo, había crecido y florecido. Repudiaba los prejuicios y ponía el protocolo en su lugar. Hacía lo que quería y, sin embargo, permanecía siempre dentro de los límites del buen gusto.

Vanessa disfrutaba de su compañía y la respetaba. Hacía mucho tiempo que no se veían.

Victoria: Eh, descastada -exclamó la alegre voz del otro lado de la línea-, ¿dónde te habías metido?

Vanessa esbozó una débil sonrisa.

Ness: En Providence, como siempre, Victoria. ¿Qué tal estás?

Victoria: Bien, aunque esté mal que yo lo diga.

Ness: ¿Qué hacías? Estaba intentando imaginármelo. ¿Estabas tocando? ¿Trabajando en el jardín? Cuéntamelo. Hazme sonreír.

Victoria: Oh, oh. Algo va mal.

Vanessa sintió por un instante un nudo en la garganta. Hacía meses que no hablaba con Victoria, y aun así podían retomar la conversación como si la hubieran dejado el día anterior. A pesar de que las separaban más de veinte años, su relación era sincera.

Vanessa se tragó el nudo.

Ness: ¿Qué estabas haciendo?

Victoria: Estaba pintando una cenefa en el techo del cuarto de baño. ¿Estás sonriendo?

Ness: Un poco.

Victoria: ¿Qué ocurre, Ness?

Ness: Siempre he odiado ese diminutivo, ¿lo sabías? Los únicos que me llamáis así sois mi familia y tú. Cuando ellos me llaman así, me siento como una cría. Cuando me llamas tú, me siento como... como una amiga.

Victoria: Lo eres -dijo suavemente-. Por eso quiero que me digas qué te pasa. ¿Han vuelto a empezar otra vez?

Vanessa suspiró y se pasó un brazo sobre el flequillo negro que le cubría la frente.

Ness: Y con saña. Solo que esta vez estoy en situación de debilidad. Me he roto una pierna. ¿Te lo puedes creer? La superatleta muerde el polvo -silencio. Vanessa bajó la voz una octava-. Si te estás riendo de mí, Victoria...

Victoria: No me estoy riendo, cielo. No me estoy riendo.

Ness: Estás sonriendo. Lo noto.

Victoria: O eso, o me echo a llorar. Menuda ironía. Tú precisamente romperte una pierna... ¡qué mala pata! Con perdón de la expresión. ¿No te estás volviendo loca?

Ness: Creo que pronto lo estaré. Ya es una lata no poder hacer ejercicio. Dios sabe cuándo podré volver a enseñar, si es que puedo. Pero lo peor de todo es que me están acorralando, y no cejarán en su empeño hasta que o ceda y me vaya a la oficina, o pierda los estribos completamente -respiró hondo con nerviosismo-. Tengo que largarme, Victoria. Aquí no me dejarán en paz y tengo que pensar qué voy a hacer si... si no puedo...

No hizo falta que acabara. Victoria sintió su miedo.

Hubo una pausa.

Victoria: Estás pensando en Maine.

Ness: Si no te importa... Me lo has dicho muchas veces pero nunca he encontrado el momento de ir. Puede que sea justo lo que necesito ahora. Un lugar lejano, tranquilo y sin presiones.

Victoria: Y sin teléfono.

Ness: Eso es.

Victoria: Mmmm -hubo otra pausa, y luego añadió, pensativa-: Mmm. Puede que Maine sea justo lo que te hace falta. ¿Cuándo piensas irte?

Por primera vez desde que se había caído por las escaleras, Vanessa sintió un destello de alegría.

Ness: En cuanto pueda -sin duda alguna-. Mañana, supongo -¡por qué no!-. Pero tendrás que decirme cómo llegar.

Victoria hizo lo que le pedía, le explicó la ruta y los números de los desvíos de la carretera.

Victoria: ¿Tienes alguien que te lleve?

Ness: Conduciré yo misma.

Victoria: ¿Y tu pierna rota?

Ness: Es la izquierda.

Victoria: Aaaah. Da gracias por esos pequeños favores.

Ness: Ya las doy, créeme. Entonces, cuando llegue a Spruce Head, ¿qué hago?

Victoria: Pregunta por Thomas Newton. Un tipo grandullón, con una enorme barba roja, que se dedica a pescar langostas. Yo llamaré antes para avisarlo. Él te llevará a la isla.

Vanessa logró esbozar una sonrisa.

Ness: Eres una amiga de verdad, Victoria. Una salvavidas.

Victoria: Eso espero -contestó cautelosamente-. ¿Me llamarás cuando vuelvas para contarme qué tal te ha ido?

Vanessa contestó que sí, le dio las gracias de todo corazón antes de colgar y se tumbó en la cama.

Victoria, por su parte, se limitó a apretar el botón de desconexión. Cuando la línea quedó despejada, llamó a Thomas Newton por segunda vez en dos horas. Tenía una nítida mirada de satisfacción cuando al fin colgó el teléfono.


Todavía llovía. «No, qué va», pensó Zac amargamente. En realidad, diluviaba.

Miraba con el ceño fruncido por el parabrisas chorreante, hacia la carretera mojada que se extendía ante él. La tormenta lo había seguido hacia el norte, pensó. Así era su suerte. Desde Connecticut, a través de Massachusetts, hasta New Hampshire y luego a Maine, cuatro horas y pico sin dejar de llover. Y el cielo cargado auguraba más de lo mismo.

Los limpiaparabrisas oscilaban rápidamente de izquierda a derecha y viceversa y aun así el paisaje fugaz se emborronaba. La falta de visibilidad no le había importado en la autopista; allí no había mucho que ver. Pero hacía ya mucho rato que había dejado atrás el peaje, siguiendo la carretera número 1 a través de ciudades como Bath, Wiscasset y Damariscotta. Le habría venido bien distraerse de cuando en cuando con la vista del «profundo Este».

Sin embargo, solo veía una y otra vez fugaces borrones grises y marrones, en medio de los cuales, exigiendo su constante atención, se hallaba la carretera. El único sonido que escuchaba era el rítmico golpeteo de la lluvia en el techo del coche y el más rítmico aún, casi frenético, del vaivén del limpiaparabrisas. Olía a humedad. Estaba harto de estar sentado. Y su cabeza... Su cabeza se empeñaba en darle vueltas una y otra vez al equipaje que se había llevado en su escapada.

Poco antes de las tres de la tarde, con el humor tan sombrío como las nubes del cielo, Zac aparcó su LeBaron negro frente al desgastado embarcadero de Spruce Head. Debería haberse sentido aliviado porque el arduo trayecto hubiera acabado. Debería haberse sentido animado, expectante, ansioso por acercarse a su destino.

Pero lo que sentía era desaliento. Los muelles estaban podridos. Más allá de las barcas, que, a pesar de estar amarradas, se bamboleaban enloquecidamente, la visibilidad era prácticamente nula. Y el hedor del aire, que se filtraba lentamente dentro del coche, era casi insoportable.

Observó con desagrado las grandes nasas langosteras alineadas en el muelle y, cerca de ellas, los barriles llenos de pescado muerto, pudriéndose para servir de cebo a las langostas. Su debilidad por la carne de langosta no hacía más fácil soportar el olor.

Una ráfaga de aire sacudió el coche, estrellando contra él la lluvia con renovado vigor. Zac se recostó en el asiento y masculló una maldición. Lo que le hacía falta, decidió, era un impermeable de pescador. Pero, hasta donde podía ver, ni siquiera los pescadores se habían aventurado a salir.

Por desgracia, él tenía que hacerlo. Debía encontrar a Thomas Newton.

Sacó su cortavientos del asiento de atrás y se lo puso trabajosamente. Luego, tras respirar hondo, abrió la puerta del coche, salió de un salto, cerró la puerta y corrió hacia el edificio más cercano.

La primera puerta ante la que llegó se abrió con un gemido. Tres hombres permanecían sentados en el interior de una destartalada oficina, pero Zac dudaba de haber interrumpido ningún trabajo serio. Cada uno de aquellos hombres sostenía una taza llena de algo que humeaba. Dos de las sillas estaban echadas hacia atrás sobre sus patas traseras; el ocupante de la tercera estaba sentado a horcajadas, de cara al respaldo. Los tres levantaron la mirada al entrar él, y Zac casi dio gracias al cielo por su desaliñada apariencia. Tenía el pelo empapado y revuelto; las mejillas ensombrecidas por la barba de un día. Su cortavientos y sus vaqueros viejos estaban salpicados de lluvia, y sus zapatillas de deporte manchadas también de barro. Se sentía como en casa.

Zac: Estoy buscando a Thomas Newton -anunció sin preámbulos. Los pescadores eran gente de pocas palabras; eso le gustaba. No estaba de humor para parloteos-. Un tipo grandullón, con la barba roja.

Una sola silla golpeó el suelo. Su ocupante apoyó los codos sobre las rodillas y señaló con una sola mano.

**: Bajando por la calle, a la izquierda, la segunda casa a la derecha.

Zac asintió y se fue. Con la cabeza agachada para evitar el torrente, regresó corriendo al coche y se metió dentro a toda prisa. La lluvia chorreaba por su cortavientos sobre los asientos de cuero, pero Zac no lo notó. Desde que había llegado a Spruce Head, unos minutos antes, su foco de atención se había reducido. Llegar a la isla de Victoria y encerrarse dentro de aquella casa, acomodarse en aquel celebrado dormitorio con sus paredes de cristal, su enorme chimenea de piedra y su cama tamaño imperial cubierta de edredones, le parecía de suma importancia.

Tardó un minuto en decidir por qué lado «bajaba» la calle, encendió el motor y arrancó. Tras girar a la izquierda, se detuvo frente a la segunda casa a la derecha. Era una de varias entre la hilera que formaba la calle, y, de haber estado de mejor humor, Zac podría haber dicho que tenía encanto. Era pequeña, blanca, con puertas grises y el desportillamiento de su pintura la hacía parecer tan vieja como probablemente era.

Harto de perder tiempo, Zac salió corriendo del coche y subió por el corto caminito que llevaba a la puerta. Al no ver timbre por ningún lado, aporreó la puerta lo bastante fuerte como para que lo oyeran por encima de la tormenta. Poco después, un tipo grandullón con una poblada barba roja abrió la puerta.

Zac suspiró.

Zac: ¿Thomas Newton?

El hombre asintió, abrió la puerta de par en par y señaló con la cabeza hacia el interior de la casa. Zac aceptó la invitación al instante.


Menos de una hora después, Vanessa se detuvo ante la misma casa. Miró a su vez el modesto edificio y el deportivo negro aparcado frente a ella. Aunque no hubiera visto la matrícula de Connecticut, habría adivinado que aquel no era el coche de un langostero.

No la entusiasmaba la idea de que Thomas Newton tuviera, al parecer, invitados. No estaba precisamente en su mejor momento. Lo cual, pensó, era poco decir.

Había tenido suerte. Un transeúnte que pasaba por el muelle le había dado indicaciones, ahorrándole tener que salir corriendo del coche. Aunque, de todos modos, no podía correr. Ni siquiera podía andar, sino más bien cojear.

Pero se le había acabado la suerte. Estaba ante la casa de Thomas Newton y no había modo de hablar con él como no abandonara el cobijo del coche. Eso significaba sacar las muletas, extraer la pierna escayolada del hueco a la izquierda del freno y maniobrar hasta ponerse de pie. Y, además, mojarse.

«En fin, qué más da», se dijo secamente. El día había sido una pesadilla desde el principio. ¿Qué importaba un engorro más?

Sacó a tirones del asiento trasero su parca Goretex y se la puso con esfuerzo. Luego, se tomó un minuto para planificar su estrategia con la escayola, las muletas y la lluvia, abrió la puerta del coche y salió.

Cuando llegó ante la puerta de Thomas Newton, le chirriaban los dientes de mal humor. Lo que debería haberle costado apenas diez segundos de haberle funcionado las dos piernas, le había llevado casi dos minutos, tiempo suficiente para ponerse como una sopa. Tenía el pelo pegado a la cabeza y el agua le chorreaba sobre los ojos. El peso de sus pantalones de chándal había aumentado notablemente. Tenía las manos mojadas y agarraba precariamente las muletas. Y le dolían las axilas.

Intentando refrenar su irritación como mejor pudo, apoyó el peso del cuerpo en una muleta y llamó a la puerta. El tejadillo que colgaba sobre el pequeño porche la protegía en parte de las ráfagas de aire, y se pegó a la puerta. Arrugó la nariz. El olor a lodo que la había golpeado como un puñetazo en el muelle era allí menos intenso, diluido por el aire fresco y salobre y la lluvia.

Se cerró las solapas. Tenía frío. Impaciente, llamó de nuevo con más fuerza. Al cabo de unos segundos, abrió la puerta un tipo grandullón con una poblada barba roja.

Vanessa suspiró.

Ness: ¿Thomas Newton?

Él desvió la vista, asintió, abrió la puerta de par en par y señaló con la cabeza hacia el interior de la casa. Ella entró a trompicones en el estrecho vestíbulo y, siguiendo otro gesto reservado del hombretón, entró en un pequeño cuarto de estar.

Lo primero que vio fue una mesa baja cubierta de papeles, folletos y lo que parecían facturas. Lo segundo fue un televisor en color que emitía La rueda de la fortuna. Lo tercero fue la lúgubre figura de un hombre arrellanado en un sillón, en el rincón más alejado del cuarto.

Lo último que notó fue que, desafortunadamente, Thomas Newton se había acomodado tranquilamente en un asiento junto a la mesa y había retomado el trabajo que, al parecer, había interrumpido su llamada.

Ella se aclaró la garganta.

Ness: ¿Me estaba esperando?

Thomas: Sí -Ya había alzado varios papeles y no levantó la mirada-. ¿Quiere sentarse?

Ness: Eh... ¿no nos vamos?

Thomas: Ahora no.

Ella asimiló aquella información con tanto aplomo como pudo, dado que lo último que quería era retrasarse.

Ness: Será por el tiempo, supongo -aquella posibilidad llevaba rondándole la cabeza una hora. Había hecho lo posible por ignorarla. Thomas Newton asintió-. ¿Tiene idea de cuándo podremos irnos? -preguntó, desanimada-.

Le parecía que hacía una eternidad que se había despertado esa mañana. Tenía que admitir que emprender el viaje el mismo día en que le habían dado el alta en el hospital tal vez había sido excesivo. Pero ya estaba hecho. Solo podía confiar en que el retraso fuera mínimo.

En respuesta a su pregunta, el hombre barbado se encogió de hombros.

Thomas: En cuanto escampe.

Ness: Pero podría llover durante días -replicó-.

El hombre del rincón profirió un leve gruñido y Vanessa lo miró con el ceño fruncido. En ese momento, lo único que quería era estar seca y caliente bajo un pesado edredón, en la enorme cama de la casa de la isla de Victoria. Sola. Sin nadie que viera el triste espectáculo que ofrecía, ni la hiciera sentirse culpable por nada.

Fijó su atención en Newton.

Ness: Pensaba que se salía a recoger la langosta con lluvia o sin ella.

Thomas: El problema es el viento.

En ese preciso instante, una ráfaga de viento rugió alrededor de la casa.

Vanessa se estremeció.

Ness: Comprendo -hizo una pausa-. ¿Hay alguna previsión? ¿Tiene idea de cuándo escampará?

Newton se encogió de hombros.

Thomas: Dentro de una hora, o de dos, o tal vez de doce.

Ella se apoyó pesadamente en las muletas. Podía soportar una hora o dos. ¿Pero doce? Dudaba de poder aguantar doce horas sin aquella cama seca y cálida con su pesado edredón. ¿Y dónde esperaría todo ese tiempo?

Miró de nuevo al hombre del rincón. Estaba hundido en el sillón, con una pierna estirada y la otra cruzada sobre la rodilla y apoyada en el tobillo. Tenía los codos apoyados en los brazos del sillón y los puños cerrados y juntos apretados contra la boca. Sus cejas eran negras y los ojos que se ocultaban debajo de un intenso color azul cielo. Él también estaba esperando. Vanessa notaba su exasperación tan claramente como la suya propia.

Ness: Eh, señor Newton -comenzó a decir-, yo tengo que salir cuanto antes para allá. Si no descanso esta pierna, seguramente tendré problemas.

Newton estaba anotando algo en uno de los papeles que yacían ante él. Alzó la mirada y señaló con el lápiz un destartalado sofá.

Thomas: Siéntese, por favor.

Vanessa lo miró mientras él retomaba su tarea. Sopesó la posibilidad de ponerse a discutir, pero tenía la impresión de que sería inútil. Él parecía tranquilo y satisfecho... y completamente inamovible. Haciendo una mueca, se acercó cojeando al sofá. Se quitó la parca mojada, la tiró sobre el respaldo desgastado del sofá, colocó juntas las muletas a un lado y se sentó. Cuando volvió a alzar los ojos, descubrió que el hombre del rincón la estaba observando. Irritada, clavó la vista en él.

Ness: ¿Pasa algo?

Él arqueó las cejas, bajó los puños y frunció los labios.

**: Bonito traje.

No era un cumplido.

Ness: Gracias -dijo dulcemente-. A mí me gusta.

En realidad, cuando estaban secos, aquellos holgados pantalones de chándal rosas eran los más cómodos que tenía, y la comodidad era de la mayor importancia con una escayola del tamaño de la suya. Por desgracia, mientras se vestía había estado discutiendo con su madre y, por consiguiente, se había puesto la primera sudadera que había encontrado. Era de color verde azulado, ancha y tan cómoda como los pantalones, pero desentonaba ligeramente. Y si a aquel tipo lo molestaban sus calentadores de color naranja, era problema suyo. El izquierdo estaba dado de sí, le sobresalía por el pie y le mantenía los dedos calientes y la escayola seca. La zapatilla de deporte que llevaba en el otro pie estaba irremediablemente empapada.

De modo que, evidentemente, no parecía una modelo anunciando maquillaje. Pero no le importaba. Su inmediato futuro consistía en quedarse completamente sola en una isla. Nadie la vería. A nadie le importaría lo que llevara puesto. A la hora de decidir qué se llevaba, había optado por el pragmatismo y la comodidad. Aquel hombre de mirada lúgubre podía dar gracias a su buena estrella por no tener que verla nunca más.

Un guirigay amortiguado se desencadenó en el televisor cuando un concursante ganó un reluciente Mercedes negro. Thomas alzó la mirada y sonrió, pero Vanessa se limitó a bajar la cabeza y se apretó el puente de la nariz con los dedos helados. Odiaba los concursos casi tanto como las teleseries. Cada vez que atravesaba la sala de descanso del gimnasio, el televisor emitía una cosa o la otra. Invariablemente, ella pasaba a toda velocidad.

Ahora no podía escapar a ninguna parte, lo cual era aún más irritante que el sonido del concurso. Malhumorada, se apartó de la frente el pelo empapado y fijó la mirada en Thomas Newton.

Éste tenía de nuevo la cabeza gacha y estaba enfrascado en sus papeles. Parecía casi un colegial, pensó Vanessa mientras observaba sus pantalones de pana, su camisa y su jersey. Hombre de pocas palabras y acento neoyorquino, era al parecer un desarraigado. Vanessa se preguntó por qué. ¿Era un antisistema? ¿Un asocial? ¿O simplemente una persona tímida? Parecía incapaz de sostenerle la mirada más de un instante, y aunque era bastante agradable, no se esforzaba por trabar conversación. Ni siquiera le había presentado al hombre del rincón.

Claro que qué más daba, pensó ella, desliando la mirada. El tipo del rincón carecía de interés. Miraba enfurruñado hacia la ventana, con la mejilla apoyada en el puño cerrado. Tenía una pronunciada arruga en el entrecejo. Su boca mostraba una expresión hosca. Y por si esos signos de descontento no fueran suficientemente desalentadores, la densa sombra de barba que cubría su mandíbula le confería una apariencia muy poco atrayente.

Justo en ese momento, él la miró. Sus ojos se encontraron y se mantuvieron la mirada hasta que al fin ella giró la cabeza. No, no tenía interés en conocerlo porque parecía tan abrumado como ella y en ese momento había poco espacio en su vida para la compasión.

En aquel preciso instante, Zac Efron pensaba algo parecido. Hacía mucho tiempo que no veía a una persona con un aspecto tan patético como la mujer que permanecía al otro lado de la habitación. Sí, el mal tiempo le había pasado factura, desde luego, empapando sus ropas y apelmazando el pelo largo y negro en mechones mojados que le rozaban los párpados. Pero no era solo eso. El tiempo no tenía nada que ver en el hecho de que tuviera una pierna escayolada y una figura en general informe. O en su palidez. O en el hecho de que su hosquedad pareciera bordear la grosería. Zac suponía que Newton tenía que llevarla a una de las muchas islas del golfo de Maine. Pero él tenía suficientes quebraderos de cabeza como para mantenerse ocupado sin molestarse en pensar en los de los demás.

El más inmediato de ellos era salir de allí. El tiempo pasaba. Quería largarse. Pero Thomas Newton tenía la sartén por el mango y aquella situación solo exasperaba el malhumor de Zac.

Se removió inquieto y se pasó distraídamente la mano por la áspera lana del jersey. ¿Qué era aquel ardor que sentía? ¿Tal vez una úlcera incipiente? Respiró hondo, asqueado, se removió otra vez y se disponía a mirar su reloj cuando vio que la mujer miraba el suyo.

Ness: Señor Newton.

Thomas: Thomas -contestó sin levantar la mirada-.

Ness: Thomas. ¿Cuánto tiempo se tarda en cruzar?

Thomas: Dos horas, más o menos.

Ella observó de nuevo su reloj, haciendo el mismo cálculo desalentador que Zac.

Ness: Pero, si esperamos mucho más, no llegaremos antes de que se haga de noche -ya sería bastante difícil avanzar por terreno escarpado a la luz del día con las muletas, ¿pero de noche?-. Eso podría ser... difícil.

Thomas: Mejor difícil que mortal -contestó suavemente-. Nos iremos en cuanto amaine el viento. Puede que haya que esperar hasta mañana.

Ness: ¡Hasta mañana! Pero yo no tengo dónde quedarme -protestó-.

Thomas señaló con la cabeza hacia el techo.

Thomas: Tengo espacio.

Ella asintió exageradamente como si dijera que aquello lo resolvía todo, cuando en realidad no resolvía nada. ¡Eso no era lo que ella quería! Quería estar en la isla de Victoria, cómodamente tumbada en aquel mítico dormitorio del que tanto había oído hablar. Intentó imaginárselo ahora: enormes ventanales, una elegante cama de bronce, orden, cubrecama y almohadones de volantes con un intrincado diseño campestre. Silencio. Soledad. Intimidad. Ah, cuánto deseaba todo aquello.

Aborrecía el espantoso cansancio contra el que intentaba luchar. Y el dolor de la pierna, que no se le quitaba por más que cambiaba de postura. Y el hecho de estar en una habitación con dos extraños y no poder echar la cabeza hacia atrás y ponerse a chillar...

Zac había vuelto a fijar su atención en la ventana. Lo que veía no le agradaba; la idea de pasar la noche en la diminuta casa del pescador le agradaba aún menos. «Tengo sitio». Era una oferta bastante generosa, pero demonios, ¡él no quería quedarse allí! ¡Quería irse a la isla!

Estaba agotado. El trayecto en coche bajo la lluvia había sido un tedioso colofón para aquellas seis tediosas semanas. Quería estar solo. Quería tenderse en aquella enorme cama y saber que no le colgarían los pies sobre el borde. Solo Dios sabía que últimamente todo le salía mal.

Zac: ¿El barco tiene radar? -preguntó de repente..

Thomas: Sí.

Zac: Entonces, no hace falta que nos vayamos con luz del día.

Thomas: No.

Zac: Así pues, ¿todavía hay posibilidades de que salgamos hoy?

Ness: Por supuesto que hay posibilidades -le espetó con vehemencia, a pesar del cansancio-. Siempre hay posibilidades.

Zac le lanzó una mirada fulminante.

Zac: Entonces, expresémoslo en términos de probabilidad -afirmó tercamente, volviendo su atención hacia Thomas-. En una escala del uno al diez, ¿qué probabilidad diría usted que hay de que salgamos hoy?

Vanessa frunció el ceño.

Ness: ¿Cómo va a saberlo?

Zac: Es pescador -masculló suavemente-. Le estoy pidiendo su opinión profesional, basada en los años que haga que trabaja en el mar.

Thomas: Tres.

Los ojos de Vanessa se agrandaron de sorpresa.

Ness: En una escala del uno al diez, ¿solo tres?

Zac la miró como si fuera tonta.

Zac: Solo se dedica a la pesca de la langosta desde hace tres años.

Ness: Ah -miró a Thomas-. ¿Qué probabilidad hay?

Thomas enderezó un montón de papeles y se levantó.

Thomas: Ahora mismo, yo le daría un dos.

Ness: Un dos -gimió-. ¡Peor aún!

Zac miró malhumorado hacia la ventana. Thomas permanecía de pie. La Rueda de la Fortuna giró y se fue ralentizando gradualmente hasta que por fin se detuvo en «bancarrota». Los lamentos procedentes del televisor reflejaban exactamente los sentimientos de Vanessa.

Pero no pensaba darse por vencida.

Ness: ¿Cómo va a decidir si podemos irnos?

Thomas: Por el informe marítimo.

Ness: ¿Y cada cuánto cambia?

Thomas: Cada vez que cambia el tiempo.

El hombre del rincón se rió por lo bajo. Vanessa no le hizo caso.

Ness: Quiero decir que si hay actualizaciones periódicas. Si está aquí sentado, en casa, ¿cómo va a saber si está amainando el viento en el mar?

Thomas se disponía a salir de la habitación.

Thomas: Ahora vuelvo.

Ella miró al hombre del rincón.

Ness: ¿Adónde va? -él le devolvió la mirada-. Usted también está esperando para salir de aquí. ¿No siente curiosidad?

Zac suspiró.

Zac: Va a por el parte meteorológico.

Ness: ¿Cómo lo sabe?

Zac: ¿Es que no oye el zumbido de la radio?

Ness: ¡No oigo nada con el ruido de ese estúpido concurso! -se incorporó torpemente, se acercó al televisor a pata coja, bajó el volumen y regresó saltando-.

Estaba tan cansada que no le importaba parecer un conejillo mojado. Se hundió en un rincón del sofá, apoyó la pierna escayolada en los cojines, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.

Un momento después regresó Thomas.

Thomas: Que sea un siete. El viento está amainando.

Zac y Vanessa se pusieron alerta, pero fue él quien habló.

Zac: Entonces, ¿podemos irnos?

Thomas: Volveré a consultar el parte meteorológico dentro de media hora -el langostero no dijo nada más y volvió a sumirse en su tarea-.

A Vanessa, la siguiente media hora se le hizo eterna. Revisaba mentalmente los acontecimientos del día: el alta en el hospital, el trayecto en taxi hasta su casa en la ciudad, la desagradable escena con su madre, que se había puesto furiosa porque se le ocurriera marcharse de Providence. A Vanessa le habría gustado creer que aquello era una muestra de preocupación maternal por su salud, pero sabía que no era así. Su negativa a decirle a Meryl adonde se dirigía había causado un altercado aún más fuerte, pero Vanessa no soportaba la idea de que su madre se presentara en la isla.

Necesitaba aquella escapada. La necesitaba con toda su alma. Tal y como se sentía, no creía que pudiera salir de la cama durante días... cuando al fin alcanzara la isla.

Zac no aguantó mucho mejor aquella media hora. Acostumbrado a estar siempre en movimiento, se sentía físicamente encerrado y mentalmente oprimido. En ciertos momentos pensó que se pondría a gritar si no pasaba algo. Todo lo exasperaba: la impasibilidad del langostero, el parpadeo del televisor, la visión de la mujer al otro lado de la habitación, el sonido de la lluvia... Su vida parecía depender en grado sumo de fuerzas externas. Él anhelaba un dominio total. El sufrimiento era una emoción íntima. Deseaba estar solo.

Al fin, Thomas salió de nuevo de la habitación. Vanessa alzó la cabeza y contuvo el aliento. Zac esperó con impaciencia.

Por el semblante del pescador cuando éste volvió, parecía que nada había cambiado. Sin embargo, lo primero que hizo fue apagar el televisor. Luego recogió sus papeles. Consciente de que el hombre del rincón se erguía en el asiento, Vanessa hizo lo mismo.

Ness: Thomas...

Él no dijo nada; se limitó a hacer un amplio gesto con los brazos. Vanessa y Zac no necesitaron invitación alguna. En cuestión de segundos, se habían levantado y tomado sus chaquetas.




Buscaban soledad y mira por donde me parece que no va a ser así XD

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2 comentarios:

Unknown dijo...

Woooowwww! Que capitulooo!!
Me ha encantado mucho mucho. Me intriga tanto saber que juego sucio le han hecho a Zac que esta sin trabajo!! Pobresito. Y pobre también Ness... Los dos querían tener paz y estar solos en una isla, pero no lo van a estar! Que lindo que lindo.

Me encanto mucho. Sube pronto

Maria jose dijo...

Que Capituloooote!!!!
Ellos no tendrán nada de tranquilidad
Ya quiero seguir leyendo esta novela
Se me hace una novela muy interesante
De seguro primero se odiaran y de ahí saldrs el amor
Saludos


Sube pronto!!!!

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